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Universitat de València
—269→
Éste soy, yo diré, para dejar
este pretexto escrito: ésta es mi vida.
Y ya se sabe que no se podía:
que en esta red no sólo el hilo cuenta.
sino el aire que escapa de las redes.
y todo lo demás era inasible.
Neruda
¿Qué tienen en común un espejo y una sepultura? Algo del yo que ambos retienen.
Los cementerios fijan un afán de permanencia, el afán de la vida póstuma en la que se
desea perdurar. Los mausoleos evocan las figuras gloriosas, el yo convertido en
monumento. Familias, apellidos y clases se distinguen según el espacio que ocupan, el
color de los mármoles, la suntuosidad de la arquitectura fúnebre. Los epitafios de las
lápidas evocan el perfil de los ausentes: aquí yace el ilustre médico, o en su dimensión
privada: tu mujer e hijos te recuerdan. La última palabra del que ya no está es también
su última voluntad de permanencia: así quiero que me recuerden, reza el epitafio,
imponiendo un último destello del yo al trance de la muerte. Así perpetuará también la
autobiografía, la imagen del yo proyectada en la escritura. La autobiografía, como el
epitafio1, presta la voz a una entidad ausente. En la inscripción sepulcral resuena la
autobiografía abreviada, el —270→ microrrelato condensado de un yo. Desde el más
allá, en diferido, nos llega una miniatura de su novela familiar.
La afinidad entre espejo y sepultura funciona también a otro nivel: si toda cultura es
capaz de guardar a sus muertos es porque es capaz de identificarse con ellos. Y al
identificarse con sus muertos es capaz de hacer un intercambio de imágenes que
sostiene la idea de inmortalidad. Siempre yo y otro que es como yo, sin ser yo. El
trayecto empieza donde termina: siempre el yo como un desorden de identificaciones
imaginarias que se lleva hasta la tumba.
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Rodeando la inoperante discusión sobre la fidelidad que corroe texto y vida3 sobre
las posibilidades constructivas (diario, memorias, autorretrato, etc., tantas como los
individuos que las activan) y operando a partir de la noción de espacio autobiográfico,
podemos armar una teoría del yo que informe sobre la persona, la literatura y la época
en que se escribieron los relatos de vida4. La propuesta no es nueva, pero postula una
comprensión del sujeto a salvo de su exclusiva consideración como producto del
discurso. En relieve, la presencia de un yo-autor que se presenta en el texto, al margen
de la coincidencia del nombre y la historia vivida. Una presencia reiterada como
inscripción y como lugar desde el que se habla y se rememora5.
Al presentar Confieso que he vivido, Neruda advierte que «las memorias del
memorialista no son las memorias del poeta». No en balde, la publicación original
apareció como Las vidas del poeta. El cambio de título podría hacernos pensar que el
autor consideraba que su obra se ajustaba a la modalidad confesional y que reconocía su
disposición a relatar confidencias. Nada más lejos de este relato, que no confiará nada
que no sepamos y más bien afirmará la anhelada proyección de su autor. La
confrontación de los títulos reúne el objetivo de la escritura: se trata de reconducir las
vidas del poeta a la palestra ficticia de la confesión.
En segundo lugar, advertir cómo Neruda establece la posibilidad de este saber por
línea materna (la elaboración del primer poema dedicado a la madre la coloca en el
lugar de la inspiración y la noticia de que su otra madre muerta escribía versos, en la de
precursora). Por la línea paterna se sienta la ley: «¿de dónde lo copiaste?» (33), pregunta
el padre cuando le muestra este primer poema. La misma acusación de plagio que años
después le hiciera otra figura masculina, el poeta Sabat Escarty. Pareciera que esta
escritura, que propone un retorno a la tierra, a la integridad del comienzo, al «manantial
materno de las palabras»12, sienta la censura y la cesura de lo simbólico como una
reprobación de copia, contra la restitución de la originaria voz materna.
—275→
Su identificación con la tierra vertebrará en realidad el relato de la vida en prosa: las
vidas del poeta son las vidas en los distintos lugares por los que ha transitado. El libro
encubre la estructura de otro libro, el libro de viajes, pero más allá de su organización,
podemos leer la propuesta de construir una vida a través de este motivo estructural
como la propuesta de una identidad topográfica, en la que el yo se piensa en la medida
que conquista territorios, primero en su establecimiento espacial y luego en su dominio
textual. El yo funda, en sus palabras, «un pacto con el espacio»14. Pacto, que como
veremos más adelante, es un pacto literario.
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El ejercicio poético se cierra con el documento sellado por la verdad del yo (la
escritura de la vida), que difumina cualquier otra esfera. El autor precisaba de este gesto
para afirmar la praxis vital de un pensamiento «fuerte», en el sentido que Vattimo
concede a este término17, que ya no podía enunciarse sólo desde la poesía.
—277→
Que de pronto, la narrativa testimonial21 sea objeto de estudio supone una buena
señal en el campo de la crítica, que se orienta hacia los Estudios Culturales, pero
conlleva una serie de problemas. Lo que está en juego en esta perspectiva culturalista es
el desplazamiento de la crítica literaria y con ella, el relativismo del canon y el
desprestigio de los valores literarios. Apunta Beatriz Sarlo al respecto:
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La crítica literaria en su especificidad no debería
desaparecer digerida en el flujo de lo 'cultural' [...]. La
cuestión estética no es muy popular entre los analistas
culturales, porque el análisis cultural es fuertemente
relativista y ha heredado el punto de vista relativista de la
sociología de la cultura y de los estudios de cultura popular.
Sin embargo, la cuestión estética no puede ser ignorada sin
que se pierda algo significativo [...]. Una cultura también se
forma con los textos cuyo impacto está perfectamente
limitado a una minoría. Afirmar esto no equivale a elitismo,
sino a reconocer los modos en que funcionan las culturas,
como máquinas gigantescas de traducción cuyos materiales
no requieren aprobar un test de popularidad en todo el
momento.22
Sin duda, el debate sobre el lugar de la estética al que alude Beatriz Sarlo y que
ocupa este fin de siglo también se le planteó a Neruda, cuya obra se presenta
permanentemente atravesada por una noción de estilo que sortea el elitismo, por la
autonomía estética y la intervención social, por no sacrificar la especificidad poética a
costa de la crítica política23.
Todas estas consideraciones nos permiten recuperar otra imagen del poeta Neruda
(cuya relectura pasa por dejar de certificar la obra a partir de su biografía), encontrar un
espacio crítico para las autobiografías de otras «figuras canónicas», salvar un viejo
escollo de la teoría crítica, el de la autobiografía poética y por último, pensar sobre la
paradoja de que, desde la teoría crítica de la autobiografía y desde la propia práctica
pienso en la autobiografía de Roland Barthes- se descarta la posibilidad de
representación de un yo unificado y compacto, y en cambio, se perdona esa
representación a los textos testimoniales.
En estos textos, la construcción del yo pasa por la cesión de la voz a aquellos que
hasta ahora no han tenido espacio en la representación. También el problema se le
planteaba a Neruda, quien por el reverso de este silencio, autorizaba su voz hablante,
como en los versos de Canto general, cuando enuncia desde las ruinas incaicas: «Yo
vengo a hablar por vuestra boca muerta».
La narrativa testimonial no escapa ni a esta hegemonía de autor ni a las
implicaciones ideológicas que supone el gesto de «ceder la voz», en una jerarquía donde
el intelectual (una nueva versión del letrado) mantiene posiciones de relativo privilegio.
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