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La identidad como fábrica de sentido

Pedro Arturo Gómez


Cuando era niño, en el patio de la escuela, temprano en la mañana, durante el
izamiento de la bandera -después de que nos habían hecho formar fila y “tomar
distancia”- mi atención adormilada se ponía a vagar e, inevitablemente (fatalmente), iba
a dar siempre al mismo lugar. En lo alto de un muro, con letras enormes, se imponía la
presencia de una inscripción: “Serás lo que debas ser, sino no serás nada”. En algún
momento me enteré de que se trataba de una frase de José de San Martín, una de esas
máximas que al prócer se le ocurrió escribir para su hija Merceditas. Indudablemente
seguimos recordando (y conmemorando mecánicamente) a San Martín, aunque me
ronda siempre el caso de una maestra que, hace ya más de una década, en una de sus
clases de primaria, les preguntó a sus alumnos quién era el “Santo de la Espada” y le
respondieron “He Man”. La anécdota solía citarse en el mundillo de los estudiosos de la
comunicación mediática como un ejemplo del grado en que la cultura de masas coloniza
el conocimiento. ¿Los escolares de hoy –nativos de la era digital- saben siquiera quién
es He Man? Con seguridad, el continuo reciclaje de las industrias culturales le asegura
nuevas vidas a este superhéroe. Sí me parece improbable que los estudiantes de hoy en
día sepan de la existencia de las máximas sanmartinianas, y no parece que las fábricas
mediáticas vayan a ocuparse de ellas (nada que lamentar).

1.1. Apelaciones e inculcaciones

La ocurrencia de San Martín en sí misma resulta menos interesante que sus


aplicaciones, en particular el uso institucional que se hace de esta máxima, entre todos
los usos institucionales que se hacen de los personajes de nuestra historia, sus hechos y
sus decires. La historia (eso que en inglés es la “history”) –como gran relato
institucional, sobre todo la historia de una Nación- es un entretejido de historias (de
“stories”), con sus héroes, episodios fundacionales y santuarios. Por supuesto, importa
menos la historia que quién la cuenta, de qué modo y con qué fines; es decir, cómo
hacer cosas con este tipo de historias y cómo hacer hacer, cómo inculcar y comandar
acciones, mediante estas historias. Es en esta dimensión performativa donde adquiere su
volumen, densidad y espesor la frase sanmartiniana que me caía encima durante mis
días de escuela.

Claro que “Serás lo que debas ser, sino no serás nada” es apelativa en la medida en
que está dirigida a una segunda persona, pero su relevancia está en la fuerza de
interpelación que le confiere su sentido deóntico, su apelación al deber inscripto como
condición del ser; dicho de otra manera, el ser formulado como deber ser, como
imperativo. Y todo lo que hace al ser, todo lo que hace ser, tiene que ver con la
identidad, en la medida en que la identidad se plantea cono la definición de lo se es. Las
definiciones son algo que se hace con signos, con palabras e imágenes, pero también
con otros elementos simbólicos como la música, tal cual lo demuestra la importancia de
himnos, marchas y géneros folklóricos para las identidades nacionales. Por lo tanto, la
identidad es una cuestión de elaboración simbólica, la identidad es representación y
puesta en escena, porque toda representación conlleva una o más puestas en escena.
Pero además –el ejemplo de la máxima sanmartiniana lo evidencia- para ser eficaz esta
definición necesita fuerza, un poder que habilite su capacidad realizativa. En este caso,
esta instancia legitimadora viene dada por la palabra de un prócer, alguien consagrado,
transmitida por la institución educativa, es decir, por el uso que la institución educativa
hace de la palabra de un héroe nacional.

Pero observemos más de cerca la máxima y así podremos auscultar sus astucias. La
sentencia postula un deber ser, pero no especifica de qué se trata, no dice explícitamente
qué es eso que se debe ser, sólo estipula que hay que serlo so pena de no ser nada.
Ahora, este “vacío” es sólo aparente, porque lo que en realidad postula la frase es que
hay siempre un “algo” que se debe ser, un estado que nos espera desde nuestros
orígenes como meta esencial, una meta que nos antecede dándole dirección y forma a
nuestra existencia. De este modo, si nos desviamos del camino que conduce a esa meta
perdemos nuestro ser, faltamos a la cita con ese ser. Y lo que es más importante, ese
vacío en la máxima está allí para ser rellenado, como un espacio en blanco, por las
asignaciones de las voces con fuerza, de las palabras con autoridad para expresar, para
dictaminar qué es eso que se debe ser. Dicho de otra manera, es un espacio en blanco a
llenar por la autoridad y sus administradores -los padres, los profesores, el Estado- un
espacio reservado para un sujeto de supuesto saber. Es así que la identidad, en cuanto
materia de definiciones, es cuestión de poder: el poder de formular e inculcar identidad.
Como todo poder, éste procede de la fuerza que confiere la posesión y manipulación de
capitales (bienes) tanto materiales como culturales. Y como ocurre con todo poder, hay
quienes pueden ejercerlo y otros no tanto.

Ya se habrá advertido que existen diversos tipos de identidades, desde las


individuales (ser tal o cual persona) hasta las nacionales (ser argentino, ser mexicano,
ser italiano…), pasando por las identidades de grupo (ser hincha de tal o cual equipo de
fútbol, ser fanático de tal o cual figura o producto de las industrias culturales, ser parte
de los que practican tal o cual deporte, etc.) y las identidades regionales (ser tucumano,
ser santiagueño, ser “del interior”…). Y también identidades ligadas a factores como el
género (ser hombre, ser mujer), la edad (ser adolescente, ser joven, ser adulto, ser
anciano…), la sexualidad (ser héterosexual, ser gay, ser lesbiana…) y la raza (ser
blanco, ser afroamericano, ser descendiente de pueblos originarios, etc.). En todos los
casos, estas identidades son objeto de definiciones y redefiniciones constantes, a partir
de las adhesiones de los sujetos a modelos socioculturales y prácticas vigentes. Las
instituciones –entre ellas los medios- son centros de producción y administración de
estos modelos y prácticas, de ahí los recurrentes –y competitivos- llamados “a ser” que
circulan, disputándose los mercados identitarios: ser mujer u hombre, ser joven o
anciano, ser hétero, gay o lesbiana, ser argentino, ser santiagueño de una determinada
manera, la manera inculcada por los dictados institucionales.

Así planteadas, estaría claro que las identidades son construcciones, algo que se
elabora con signos y con el poder de inculcación, es decir, representaciones legitimadas
y legitimantes. Pero a esta afirmación se le podría objetar lo siguiente: si las identidades
resultan de definiciones, ¿no es que las definiciones son algo que se dice acerca de cosas
que ya existen, cosas cuya existencia precede a las definiciones que de ellas se hacen?
Después de todo, esa es la lógica de diccionarios e enciclopedias, ¿no? Aquí estaríamos
invirtiendo los términos al decir que son las mismas definiciones las que dan el ser, las
que hacen ser y, por consiguiente, hacen hacer.

Indudablemente el mundo de las cosas y de los hechos existe, pero los seres
humanos no habitamos el mundo fáctico al desnudo, sino revistiéndolo de sentido. La
relación que entablamos con las cosas y los hechos no es con las cosas y los hechos en
sí (sea lo que sea esto), sino en la medida en que les asignamos significado a través de la
interpretación, porque la percepción humana no es meramente sensorial: al mismo
tiempo que nuestro cerebro recibe los estímulos que le envían nuestros sentidos, nuestra
mente convierte esos estímulos en datos e información que procesamos asignándoles
significación, esto es interpretándolos. Esta asignación de significado al producirse
siempre en contextos concretos hace que el significado se constituya como sentido, es
decir significado situado, ligado a un marco situacional. Claro que esta asignación de
sentido no se produce a partir de la nada, ex nihilo, sino que las fuentes del sentido están
no sólo en los códigos intervinientes, sino en el contexto sociohistórico, en los acervos
de experiencia y en los factores que componen la situación, sus “reglas de juego” por así
decirlo. Es muy cierto que el mundo de las cosas y los hechos nos afecta, pero nunca
con total independencia de lo que se dice acerca de esas cosas y hechos o de cómo son
dichos. Un terremoto, un tsunami, una fuga de radiación son desastres con
consecuencias reales que no se reducen a lo que diga de ellos o cómo sean dichos en los
mensajes mediáticos y los informes de las autoridades. Pero la dimensión de esas
consecuencias y sus causas no se reduce tampoco a las cosas y hechos en sí, sino que
depende de la manera en que son interpretados, depende del modo en que determinados
sujetos sociohistóricos los invisten de sentido y esas investiduras de sentido tienen, sí,
consecuencias reales sobre los hechos y cosas. De ahí que se hable tanto del particular
modo con que los japoneses han vivido la reciente catástrofe sísmica, de su actitud ante
el desastre, la manera en que ellos lo han significado, un significado que no es cualquier
significado, sino el sentido mismo de cómo vivir un momento de terrible aflicción. Lo
mismo resulta al reparar en las palabras de algún personaje del escenario político
argentino que le asignó a la tragedia japonesa el significado de un mensaje de Dios
advirtiéndonos de los peligros de la carrera nuclear. En síntesis, las cosas y los hechos
tienen existencia propia, existen –podría decirse- por sí mismos en el mundo de la
realidad fáctica, pero en la medida en que afectan a los humanos se impregnan del
sentido que éstos les asignan y se vuelven indisociables de este sentido.

Del mismo modo ocurre con las que podrían denominarse prácticas no simbólicas,
esas que no implicarían el uso de signos. No obstante, cabría preguntarse cuáles
prácticas serían éstas, ya que todas las acciones humanas están enmarcadas en órdenes
situacionales con sus correspondientes guiones y esquemas de interpretación, cierto que
guiones y esquemas que los sujetos no se limitan a reproducir, puesto que la acción
concreta siempre conlleva el germen del cambio, como señalaba Bourdieu “la historia
siempre puede ser diferente”. Ya que las acciones y las prácticas están insertas en los
órdenes de la cultura, siendo la cultura un vasto y complejo entramado de acervos de
sentido, entonces resulta imposible trazar una línea que separe taxativamente las
prácticas simbólicas de aquellas que no lo serían. Cualquiera sea la práctica, incluya o
no en primera instancia el uso (producción y reconocimiento) de signos, siempre estará
expuesta a la dimensión simbólica, al entretejido de significaciones que pueda
recubrirla. Dicho de otro modo, en cuanto a las prácticas sociales, es insostenible la
dicotomía entre lo discursivo y lo no discursivo, por la sencilla y elemental razón de que
nada de lo humano se sustrae de lo discursivo, lo simbólico es el orden que constituye al
sujeto. Por ejemplo, una determinada práctica deportiva –digamos, el ciclismo- podría
decirse que un principio no consiste en producción simbólica alguna, que no entraña
ningún orden discursivo. Sin embargo, aún para aquellos que hacen ciclismo de manera
menos sistemática, ¿cómo separar el ejercicio de esta práctica de los relatos mediáticos
acerca de ella, de los decires autorizados de expertos y conocedores, de las regulaciones
institucionales que la organizan? Pero por sobre todo esto, ¿cómo excluir lo discursivo
del relato que me cuento a mí mismo acerca de mi experiencia con la bicicleta? Podría
decirse que el pathos de la experiencia siempre necesita ser contado y es ahí donde el
orden discursivo se hace inevitable; la lógica de las acciones es narrativa, recién después
se podrá dar cuenta de ellas argumentativamente. Lo mismo vale para cualquier práctica
y las experiencias ligadas a ella: participar de un recital de rock, viajar, amar, etc.

1.2. Narraciones e identificación

Por supuesto que ni el ciclismo, ni los recitales de rock ni los viajes ni el amor, ni
cualquier práctica, pueden reducirse a las estructuras que auscultan los oficiantes más
ortodoxos del análisis del discurso en su disección de los textos. Dar cuenta de las
investiduras de sentido que los sujetos proyectan sobre las prácticas exige atender a la
dimensión de pasión, goce y deseo inherente a la experiencia, algo que va más allá de
los códigos y sintagmáticas por grandes que éstas sean. Sin embargo, a los críticos de la
fe estructuralista y de las semioticidades en todas sus reencarnaciones, hay que
advertirles que la denuncia del énfasis reduccionista de cierto análisis del discurso o de
cierta semiótica no debe arrastrarlos al extremo contrario de negar el componente
discursivo de toda la praxis y la experiencia humana. En gran medida, la experiencia
hace sentido cuando la narro, ya sea en el relato que me cuento a mí mismo o en el que
comparto con otros, incluido los testimonios que el investigador recoge por medio de
entrevistas, para luego analizarlos en busca del trazo y la traza de la experiencia. Quien
estudia los modos en que los sujetos elaboran el sentido, nada pueden decir de la
experiencia como sustancia, sino como materia discursiva, esto es sustancia en camino
rumbo hacia la forma del discurso, un camino que hay que desandar mediante… el
análisis del discurso, claro que no uno focalizado excluyentemente en las estructuras.

Los seres humanos somos operarios de tiempo completo en las fábricas de sentido.
Quienes se proponen investigar en qué consiste el trabajo en estas fábricas, cuáles son
los regímenes laborales, cuáles son las condiciones de producción, cuáles son los
recursos materiales y simbólicos, cómo se organiza –simétrica o asimétricamente- la
producción, cuáles son las operaciones, cuáles los reglamentos y cuáles los
procedimientos, cómo se organiza y desarrolla intersubjetivamente el trabajo, cómo es
el producto y cómo circula, quienes aspiran a producir conocimiento acerca de todo esto
no pueden prescindir de lo discursivo, porque no hay sentido humano que prescinda de
lo discursivo o que no vaya a dar a lo discursivo.

En cuanto a las identidades, indudablemente están asociadas a factores de ese


mundo de las cosas y los hechos, están ligadas en no pocos aspectos a la realidad
fáctica: factores biológicos como el sexo, la edad, la raza… Pero es muy sabido que la
historia humana no es historia natural, de modo que lo que importa es cómo esos
elementos son interpretados, de cómo son elaborados por qué investiduras de sentido.
Y, lo recordemos, no se trata de cualquier cuestión, sino de la identidad, eso ligado a lo
que se es, eso que tiene que ver con de dónde uno viene y hacia dónde va, o al menos
eso que se proclama como origen y destino, encauzamientos de una vida, pero también
en-causamientos, puestas en causa de una vida. En este sentido, los llamamientos a ser
no de cualquier modo, sino según la manera prevista, la trazada por algún plan
institucional o una razón hegemónica, incluida la del capitalismo y el consumismo.
Porque quien controla el encauzamiento y el en-causamiento posee un gran poder, el
poder de trazar identidades. Por eso las identidades son un bien tan valorado y tan
disputado, por eso las identidades son una cuestión política, “campos de batalla”1 donde
se dirimen los sentidos fundamentales de la existencia y cómo esos sentidos pueden ser
manipulados.

Tiene menos relevancia ser hombre o mujer, joven o anciano, blanco o negro como
factores biológicos, que la manera en que estas realidades son investidas de sentido
desde los sectores productores hegemónicos de significación. Ante las investiduras de
sentido divergentes -tanto efectivas como posibles- aquellas que se apartan del patrón
dominante, es que aparecen las remisiones a un supuesto “orden natural de las cosas”
(premisa utilizada por los opositores durante el debate en torno a la ley de matrimonio
igualitario), ese modo de ser proclamado como deber ser y condición del ser. La
construcción de las identidades necesita de la sustanciación, hace falta postular una
esencia, un principio – meta que antecede la existencia de los sujetos pero bascula sus
vidas, marcando lo que debe ser, so riesgo de no ser nada o de ser un paria, un marginal,
un desarraigado. Estos postulados pueden anclar, por ejemplo, en la identificación del
género masculino o femenino con determinados papeles sociales o con la orientación
sexual, según la razón patriarcal heteronormativa procreativa, o en el supuesto
“carácter” de una raza o cultura como convocatoria al ensamble de una nación.

Un spot publicitario reciente nos cuenta la historia de Laura, una mujer joven cuya
vida entra en crisis por la acumulación de tareas cotidianas, hasta que hace su aparición
el detergente Esencial. La voz en off nos dice: “la vida de Laura era una pesadilla:
trabajar, manejar, planchar, cocinar y luego lavar los platos, muchos platos…”, mientras
las imágenes nos muestran cada una de esas actividades, usando la pantalla dividida en
viñetas, hasta que la mujer literalmente entra en erupción: su cara se hincha y enrojece,
mientras comienza a salir humo de sus orejas. Pero de pronto aparece la solución; dice
la vos en off: “Hasta que un día llegó el nuevo Esencial, que además de ser más suave y
desengrasante, es extra rendidor. La felicidad volvió a la vida de Laura”. Las imágenes
presentan al detergente como una animación con rasgos de geniecillo o hada madrina,
dotado de una barita mágica, que limpia y pone orden reluciente en todo, ante el
beneplácito de una sonriente y distendida Laura. Inmediatamente suena el jingle:
“Esencial cambia tu vida, la rutina se termina y todo toma otro color”, al tiempo que
las imágenes muestran ese mundo más ordenado y colorido. La voz en off remata:
“Llegó Esencial, nueva fragancia, nuevo envase. Esencial”2.

Menos inquisitivo que la máxima sanmartiniana, pero más difundido y más seductor
precisamente por su liviandad, esta publicidad audiovisual no sólo traza el ser mujer –
esto es, la identidad femenina- como algo inextricablemente ligado a tareas que no
pueden separarse de lo doméstico, sino que postula la felicidad definitiva en un
producto que pertenece a ese orden: un detergente. En otras palabras, en el caso de esta
mujer que representa en su condición de figura genérica a todas las mujeres, resulta que
la felicidad -eso a lo que aspira toda vida como estado de plenitud- consiste en un
detergente, entidad fantasmática (de hecho, el producto está representado como una
especie de fantasmita con forma de nube) que arrima la promesa del goce total. Porque
no se nos habla sólo de las cualidades limpiadoras y rendidoras de este detergente, sino
que se le agrega un plus (de goce): es agente portador de felicidad vital. Si un sentido
fundamental de la vida está en la felicidad plena, lo que esta publicidad nos dice del ser

1
Es así que la identidad, como señala Paul Gilroy, es ineludiblemente política. P. Gilroy, 1998:67.
2
http://www.youtube.com/watch?v=iMO27gip8EE
mujer es que la identidad femenina está uncida al mundo doméstico y sus elementos.
Serás consumidora de Esencial o no serás feliz, y si no eres feliz no eres nada.

Las identidades son relatos que nos cuentan, que nos dicen quiénes somos, qué
somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. La cuestión, entonces, es quiénes
cuentan estos relatos, desde que posiciones y posicionamientos, mediante qué recursos y
operaciones. Indudablemente, gran parte de estos relatos provienen en la actualidad de
los medios de comunicación, de modo que la cultura de masas se ha constituido como
un repertorio de modelos, patrones y procedimientos para la construcción de las
identidades. Las industrias culturales han domesticado el deseo canalizándolo según los
esquemas de significación prevalecientes, esquemas que se retroalimentan a través de
los discursos mediáticos. Un ejemplo de esta canalización puede advertirse en la forma
en que la revista Playboy modeló la identidad masculina occidental desde la segunda
mitad del siglo XX, o en cómo Hollywood trazó los roles identitarios de hombres y
mujeres,

Parte del trabajo de construcción de las identidades puede apreciarse en las formas y
contenidos de los discursos mediáticos, en la manera en que éstos elaboran
representaciones con recreaciones fuertemente convocantes de los esquemas de
significación más consolidados. A su vez, los sujetos utilizan los productos de la cultura
de masas como recursos para la construcción de sus propias identidades, hallando en
estos productos elementos para un moldeado de las subjetividades. Una clara evidencia
de esto puede hallarse en Facebook, donde la galería de identidades se despliega a
través de puestas en escena que utilizan una multiplicidad de piezas extraídas de
diferentes estratos cronológicos y dispositivos del campo mediático: videoclips,
fragmentos de películas, registros audiovisuales, animaciones, letras de canciones,
textos periodísticos, escritos literarios, fotografías del album personal, spots
publicitarios, links a sitios como my space, y un extenso y variado etcétera. Este
mosaico de contenidos, formatos y soportes provenientes de diversas eras mediáticas es
representativo de eso que Henry Jenkins ha llamado “cultura de la convergencia”: “un
mundo en el que cada historia, cada sonido, marca, imagen o relación se juega en la
mayor cantidad posible de canales”. Un mundo de representaciones que –se podría
decir- se ha transformado en la herramienta por excelencia para la construcción de las
subjetividades digitales.

Es incesante el trabajo de esta bisagra de construcciones identitarias entre


representaciones mediáticas y usos de esas representaciones por parte de los sujetos,
construcciones que se podría caracterizar de hedonistas, una forja de subjetividades
desde y para el consumo. Al mismo tiempo, se libran otras batallas. Hay construcciones
de identidades más confrontativas, más combativas, más insertas en las luchas sociales.
Y es que la celebración de la diversidad no debe hacer que se pierda de vista la
persistencia de las desigualdades, sobre todo porque la diferencia –eso que nos sitúa
frente a un otro distinto- muy habitualmente se transforma en marca de desigualdad.
Diferencia de géneros que se traduce en la desigualdad entre hombres y mujeres bajo las
hegemonías masculinas, diferencia entre orientaciones sexuales convertidas en
desigualdad entre los que caminan “rectamente” (straight) según el patrón
heteronormativo dominante y los desviados, diferencia entre una cultura étnica y otra
transformada en la desigualdad que excluye y explota. Un caso de construcción
identitaria confrontativa es el de la apropiación del Hip Hop que hacen grupos de
jóvenes aymaras en el barrio de El Alto de la ciudad de La Paz, Bolivia, convirtiendo a
este género musical en vehículo de reivindicación de la identidad étnico-cultural, a
través de radios comunitarias3. Esas diferencias –étnico-culturales, generacionales y
sociales- marcadas como objetos de estigmatización son reelaboradas para contestar a
las condiciones de desigualdad mediante la apropiación y uso de un producto de las
industrias culturales, convertido en herramienta para la transformación del estigma en
emblema, en un trabajo de producción de sentido identitario de resistencia y
confrontación, a través de medios de comunicación alternativos. Ante las
representaciones hegemónicas que los reducen a estereotipos, estigmatizan o
invisibilizan, estos grupos responden con la elaboración de sus propios procesos de
producción de sentido identitario, valiéndose de los repertorios acuñados por las
industrias culturales. Es la tensión entre los discursos que dictan identidades desde las
concentraciones de poder y la producción de subjetividades mediante la cual los
individuos, grupos y comunidades tratan de forjar sus propios relatos.

Ser dichos y decirnos, de eso se tratan las identidades más que de “ser”. Las
instituciones se disputan el poder de decir e inculcar las identidades; los sujetos, los
grupos, las comunidades se reúnen en torno a y se reconocen en los discursos
institucionales o toman distancia de ellos, para confrontarlos y contestarlos, tratando de
forjar sus propios relatos identitarios, esos mediante los cuales puedan decirse y
contarse a ellos mismos acerca de ellos mismos. Las identidades son un entramado de
relatos junto con el poder de narrarlos. Relatos dotados de una gran perfomatividad,
capaces de hacer ser (de dar ser, de inculcarlo) y de hacer hacer (mover a acciones y
comandarlas), relatos que comportan la fuerza de interpelar, de imponer
representaciones como modelos para la adhesión. Las identidades son relatos en tensión,
relatos que pujan por imponerse; y en el caso de los más politizados (los que resultan de
la toma de conciencia de la subordinación, de la exclusión y estigmatización), relatos de
contestación, de sublevación, de lucha. La identidad es una cuestión política porque
implica la puja entre diversos dispositivos de los sectores hegemónicos disputándose el
poder de trazar el ser y el hacer de sujetos, comunidades y naciones. Política, además,
porque implica la lucha contrahegemónica de sujetos, grupos y comunidades por la
(re)apropiación del poder de decirse, de narrar sus propios relatos identitarios, de forjar
su propio ser y hacer, es decir: de darle forma y contenido a sus identidades.

¿Cómo es que las representaciones motivan la adhesión identitaria de los sujetos?


Lo hacen mediante uno de los componentes fundamentales del proceso de construcción
de las identidades: la identificación. El “yo” y el “nosotros” —la significación que los
sujetos les adjudican a estos términos— se elaboran a través de la identificación, ese
moldeado de sí a imagen de otro. Ese “otro” habita en las diversas prácticas sociales y
en las representaciones que componen los discursos en circulación. Según el lenguaje
cotidiano, la identificación consiste en el reconocimiento de algún origen común o de
características compartidas con otra persona o grupo, o con una figura o ideal, junto con
la solidaridad y la lealtad que este reconocimiento alienta. La identificación está
siempre “en proceso”, es siempre móvil, afincada en la contingencia. La fusión que
sugiere nunca es total y siempre es inestable, una fantasía de incorporación; por lo tanto,
la identificación es un proceso de articulación, una sutura. Así vista, la identidad es el
punto de sutura entre, por un lado, los discursos que nos interpelan y tratan de
“ponernos en nuestro lugar”, y por otro, los procesos y prácticas con que se construyen
sujetos susceptibles de decirse, de narrarse. Las identidades son puntos de adhesión
3
Véase P. Giori, 2009. En http://pablogiori.blogspot.com/2009/09/hip-hop-aymara.html
temporaria a las posiciones subjetivas que nos construyen las prácticas, tanto las
discursivas como las que en principio no lo son (aunque siempre están al borde de
serlo). Son el resultado de una articulación o encadenamiento del sujeto en el flujo de la
experiencia y del discurso4.

Una completitud de identidad es imposible, el sujeto está condenado a simbolizar a


fin de constituirse a sí mismo como tal, pero esta simbolización no puede capturar la
totalidad de lo real, porque -como bien apunta el psicoanálisis- lo simbólico es siempre
excedido, rebasado por lo real. De ahí esa permanente búsqueda nunca del todo
satisfecha, ese armado constante, ese trabajo de tiempo completo en la siempre activa
fábrica de sentido, ese montaje y desmontaje permanentes de significaciones a través de
prácticas, lenguajes y consumo de bienes tanto materiales como culturales. Por eso no
cesamos de encontrarnos y desencontrarnos en nuestras acciones, en la interpretación
que hacemos de ellas y a través de ellas, en la experiencia con que las significamos
mediante nuestros propios relatos cotidianos y las narrativas institucionales que nos
interpelan. La búsqueda de identidad –como toda simbolización- no hace sino
(re)introducir la falta constitutiva del sujeto. Somos seres incompletos, porque la
historia humana no es historia natural; esa incompletitud constitutiva es el motor de la
historia, lo que hace que la historia jamás pueda detenerse y pueda, a la vez, ser siempre
diferente. Es así que la identidad como elaboración definitiva es imposible, lo cual hace
posible y necesaria la identificación, intentos sucesivos de construir identidades
estables. De lo contrario, ¿qué lo que estaría en juego en las tensiones, pujas y luchas
identitarias? El sujeto siempre intenta recubrir esta falta constitutiva en el nivel de la
representación, a través de continuos actos de identificación, pero la falta no cesa de
resurgir. Es esta misma falta –la marca característica de la subjetividad- lo que hace
necesaria la constitución de toda identidad a través del proceso de identificación. Como
señala Ernesto Laclau, “uno necesita identificarse con algo porque hay una falta de
identidad originaria e irremontable”5. Por lo tanto, lo que tenemos no son identidades
sino identificaciones, una serie de identificaciones siempre en algún grado fallidas, un
juego entre la identificación y su fracaso, un fracaso movilizante que mantiene siempre
abierto el juego, un juego profundamente político.

1.3. La diferenciación y lo político

La identidad es algo que se construye y reconstruye constantemente en los


intercambios sociales. La construcción de las identidades se produce no sólo en el
interior de los sujetos, sino también dentro de las grupalidades y asociaciones, en las
prácticas y campos sociales, con sus orientaciones y elecciones, según la posición y
posicionamientos de los sujetos dentro del campo con respecto a los otros sujetos; esto
es, en la relación intersubjetiva. Por lo tanto, no hay identidad en sí, la identidad es
siempre una relación con el otro; identidad y alteridad están en una relación dialéctica.
Puesto que obedece a la lógica del más de uno (el sujeto y ese “otro” con el que se
identifica), entraña la continua marcación y ratificación de límite simbólicos, la
producción de efectos de frontera. Necesita, por lo tanto, de lo que queda afuera, su
exterior constitutivo. En otras palabras, la identificación necesita a la vez de la
diferenciación.

4
S. Hall, 2003.
5
Ernesto Laclau, “Introduction”. En E. Laclau (ed.), The Making of Political Identities. Londres, Verso,
1994:3. Citado en Y. Stavrakakis, 2008:63.
La identidad es una construcción que se elabora en una relación que opone un grupo
a los otros con los cuales entra en contacto. La identidad sería un modo de
categorización utilizado por los grupos para organizar sus intercambios. Por lo tanto,
para definir la identidad de un grupo no se trata de hacer el inventario de rasgos
culturales distintivos, sino encontrar entre estos rasgos aquellos que son empleados por
los miembros del grupo para afirmar y mantener una distinción cultural. La diferencia
identitaria no es consecuencia directa de la diferencia cultural. Los miembros de un
grupo no están determinados por su pertenencia etnocultural, ya que ellos mismos son
los actores que le atribuyen una significación a ésta en función de la situación relacional
en la que se encuentran. La identidad es algo que se construye y reconstruye
constantemente en los intercambios sociales6.

La identidad es siempre una negociación entre una "autoidentidad / endoidentidad"


y una "exoidentidad", definida por los otros; las identidades son el resultado de procesos
de asignación de sentido (identificaciones y diferenciaciones) elaborados en el interior
de los grupos (endoidentidad) o asignaciones de sentido que recaen sobre el grupo desde
su exterior, desde otros grupos o sectores sociales (exoidentidad)7. Ese otro en relación
con el cual se construye la identidad puede ser postulado, entonces, como una doble
alteridad: un otro-espejo, objeto de identificación y diferenciación, y un otro-mirada,
sujeto del cual provienen interpelaciones, dictados de ser y hacer. El otro-espejo puede
ser aquel con el cual elaboro un “nosotros” constitutivo de grupo o aquel otro a cuya
imagen me modelo; pero también ese otro del que me diferencio, el que queda del otro
lado de la frontera de las grupalidades que integro, un otro que puede convertirse en
objeto de recelo y odio. A su vez, el otro-mirada es aquel que proyecta sus categorías
sobre mí y mi grupo desde un “afuera”, un otro que puede materializarse en las
instituciones, sus agentes y sus narrativas. Ambas definiciones identitarias pueden estar
en tensión, entrar en conflicto o negociarse. Según la relación de fuerza entre los grupos
en contacto (fuerza material, fuerza simbólica) la endoidentidad tendrá más o menos
legitimidad que la exoidentidad. En una situación de dominación o hegemonía, la
exoidentidad se manifiesta como estigmatización, pero los grupos pueden presentar
resistencia transformando el estigma en emblema. Esto es lo que ocurre con las
llamadas “identidades de resistencia”, como el caso de los jóvenes aymaras de El Alto y
su uso del hip hop.

La distribución del poder identitario -como toda distribución de poder- no es


equitativa. Todos lo grupos no tienen el mismo poder de identificación, pues éste
depende de la posición en el sistema de relaciones que vincula a los grupos entre sí. No
todos los grupos cuentan con la autoridad o legitimidad para nombrar y nombrarse. Sólo
los que disponen de una autoridad legítima, una autoridad conferida por el poder,
pueden imponer sus propias definiciones de sí mismos y la de los otros. El conjunto de
definiciones identitarias funciona como sistema de clasificación que fija las posiciones
respectivas de cada grupo. Esto es lo que ocurre con las representaciones que los
sectores hegemónicos hacen de los grupos subalternos: cómo las instituciones de la
hegemonía adulta ponen en escena a los jóvenes, cómo la sociedad nacional se imagina
y narra a los inmigrantes (los bolivianos, por ejemplo, en Argentina), cómo las
creencias y valores de la heteronormatividad dibujan a las sexualidades que se apartan
de ese patrón, etc. Por su parte, los sectores subalternos pueden entrar en lucha por el

6
D. Cuche, 2004:109.
7
Denys Cuche, en su libro La noción de cultura en las ciencias sociales, formula estos dos tipos de
elaboraciones identitarias en términos de “autoidentidad” y “heteroidentidad”. D. Cuche, 2004:110.
poder de nombrar y nombrase, de elaborar los relatos que los narren y oponer esos
relatos a las narraciones hegemónicas. Estas luchas son parte inherente de la
fundamental inestabilidad de las identidades, de su permanente exposición a la
contingencia.

Pero hay una dimensión material de las luchas sociales, esa misma que aparece en
primer plano como el objeto de la protesta: la satisfacción de necesidades básicas
desatendidas, la inclusión social, la demanda de justicia, oportunidades y condiciones
laborales dignas, un salario justo, etc. ¿Cuánto de lo identitario se juega en estas luchas?
Este tipo de acciones constituyen uno de los componentes más visibles de un proceso de
politización, el cual supone la toma de conciencia de un cierto estado de cosas acuciante
sobre la base de experiencias compartidas, de modo que un conjunto de sujetos sienten
y articulan sus intereses en común, frente a otros sujetos cuyos intereses son distintos u
opuestos a los suyos, en circunstancias en las que esa tensión de intereses estalla en
confrontación y choque. A lo largo de este proceso se van produciendo identificaciones:
con un “nosotros”, con una causa, con tácticas y estrategias de activismo y
visibilización (las marchas callejeras, la huelga, la toma de edificios y espacios
públicos, el “escrache”, las declaraciones ante los medios de comunicación, las pintadas
y panfleteadas, etc.). Puede que el motor de la lucha no haya sido inicialmente una
cuestión identitaria, como en los casos de los jóvenes aymaras del Barrio El Alto, o de
los movimientos feministas y de homosexuales; pero aun en estos casos lo que está en
juego no son las identidades como realidad autocontenida (esas identificaciones que han
conformado un “nosotros”), sino las consecuencias (de discriminación, exclusión,
explotación, etc.) que arrojan las clasificaciones hegemónicas. El estallido social de
2001 en Argentina -las movilizaciones que espontáneamente ganaron las calles, las
marchas de protesta, los saqueos, los cortes de ruta de ese momento- no se originó en
una razón identitaria, pero al calor de esa lucha fueron forjándose identidades con sus
respectivos universos simbólicos: los piqueteros8, el cacerolazo, los acorralados en el
corralito financiero; identidades que no tardaron en entrar en pugna entre sí según sus
respectivos intereses y según experiencias compartidas previas al estallido.

Creer que el núcleo de significación de las luchas sociales está en su dimensión


material es reincidir en dicotomías rígidas como la de base – superestructura, una
oposición que Raymond Williams se empeñó en desmantelar. En diálogo con Perry
Anderson y algunos integrantes de la revista New Left Review, éstos le objetaban que no
admitiera que la producción primaria tenga mayor relevancia que la producción cultural,
argumentando que “si todos los novelistas dejaran de escribir durante un año en
Inglaterra, los resultados difícilmente serían los mismos que si todos los trabajadores de
la industria automotriz dejaran de trabajar. (…) El cese completo de las principales
industrias de la comunicación (…) no sería comparable a huelgas mayores en las
dársenas, las minas o las estaciones de energía”, porque “los trabajadores de esas
industrias tienen la capacidad de hacer pedazos el tejido entero de la vida social”9.
Williams afirma que no acepta que existan jerarquías inmutables entre producción
primaria, instituciones políticas, medios de comunicación y arte. Hoy está demostrado
que los trabajadores de los medios de comunicación han adquirido “la capacidad de

8
Una formulación endoidentitaria de la identidad piquetera puede encontrarse en Darío y Maxi. Dignidad
piquetera. http://es.scribd.com/doc/17014870/Frente-Popular-Dario-Santillan-Dario-y-Maxi-Dignidad-
piquetera-2005
9
R. Williams, “Diálogo entre las dos caras del marxismo inglés” (entrevista con la New Left Review), en
Causa y Azares, año I, n° 1:49. Citado en A. Grimson, 2011:42-43.
hacer pedazos el tejido entero de la vida social”, aunque Williams no podría haber
hecho referencia a esto porque no formaba parte de su horizonte histórico. Pero la
dicotomía entre mecánicos, portuarios y mineros por un lado, y periodistas y escritores
por otro, plantea la recurrente separación entre lo material y lo simbólico, como si las
huelgas no fueran acciones tanto materiales como simbólicas en un mismo movimiento,
como si el éxito del activismo dependiera sólo del daño monetario y no también de su
capacidad de incidir sobre la producción hegemónica, como si la eficacia de las medidas
de fuerzas no dependiera de los significados sociales de la huelga para otros actores
(medios de comunicación, los gobiernos, la opinión pública).

Al mismo tiempo, el repaso de las modalidades de la lucha pone en evidencia que


todo lo material en juego es inseparable de lo simbólico que se pone en juego, los signos
de la lucha: pronunciamientos, declaraciones, pancartas, volantes, pintadas en muros y
paredes, cánticos, la novedosa técnica del “escrache” y hasta una producción
audiovisual combativa, como es el caso del audiovisual piquetero10. A su vez, el
ascenso de las identidades de los movimientos sociales emergentes –piqueteros,
asambleístas, medioambientalistas, indigenistas, antiglobalización, etc.- marcó la crisis
de las identidades asociadas a las formas tradicionales de la politización, como ocurrió
con los colectivos sindicales cuya imagen viene siendo carcomida por la
burocratización, el sectarismo y la corrosión del poder.

Sin embargo, a pesar de su constitutiva inestabilidad, hay evidencias muy palpables


de la acendrada perdurabilidad de ciertas identidades, de ciertos profundos apegos, de
ciertos patrones de identificación (precisamente, esa fuerza que los hace hegemónicos)
como es el caso de los nacionalismos. La identidad nacional es la forma predominante
que adquiere el lazo social en la modernidad; la nación ha funcionado como un
principio unificador relativamente inquebrantable para las comunidades humanas11. Las
personas creen en la nación con amor y fervor casi religioso, hasta el grado de estar
dispuestas a matar y morir por ella. ¿Qué es lo que sostiene al nacionalismo como un
núcleo privilegiado de identificaciones individuales y colectivas? ¿En qué radica ese
investimiento de sentido que le confiere a la nación su fuerza de objeto deseable e
irresistible de identificación? La nación moderna se construye a partir de una
articulación selectiva de materiales que se originan en identificaciones y prácticas
étnicas y culturales preexistentes. Es aquí donde el papel que juega la diferenciación
adquiere una particular relevancia.

La identidad se apoya en la diferencia, se constituye mediante la marcación de


fronteras que sirven para delimitar un “adentro” de un “afuera”, un “yo / nosotros” de
los “otros”, lo “nacional” de lo “extranjero”12. La nación es una invención de los
pueblos13, una invención que comporta un intenso sentido de vida. “Nación – pasión”,
el juego de palabras es tentador, pero es algo más que un mero malabarismo verbal.
Como hace notar Freud, en las identificaciones colectivas se juega un poderoso lazo
libidinal afectivo. Al mismo tiempo, todo investimiento afectivo apasionado entraña una
dimensión siniestra: la del odio y la agresividad; en otras palabras, la diferencia deviene
en antagonismo. Esta fuerza antagónica amenaza –o se construye como algo que

10
11
Y. Stavrakakis, 2010:215-236.
12
Davis Campbell, Writing Security: United State Foreign Policy and the Politics of Identity. University
of Minnesota Press, Minneapolis, 1998:9. Citado en Y. Stavrakakis, 2010:219.
13
B. Anderson, 2000.
amenaza- mi identidad, pero simultáneamente constituye una presencia cuya exclusión
activa mantiene mi consistencia; de ahí la función de refuerzo constitutivo que adquiere
para el “nosotros” un otro construido como objeto de recelo, un antagonista o enemigo.
Al decir de George Delanty: “la identificación tiene lugar mediante la imposición de la
otredad en la formación de una tipología bipolar de ‘Nosotros’ y ‘Ellos’. La pureza y la
estabilidad del ‘Nosotros’ quedan garantizadas primero en la nominación de la otredad,
luego en su demonización y, finalmente, en su depuración”14.

Abundan los ejemplos de esta apelación al Otro-enemigo como instrumento de


cohesión (y de coherencia) nacionalista, pero baste con mencionar la denominación de
“campaña antiargentina” con que la dictadura militar argentina etiquetó las denuncias
realizadas en el exterior por sobrevivientes de los centros clandestinos de concentración,
los exiliados y familiares de desaparecidos, Esta maniobra tuvo su máxima expresión en
el lema “los argentinos somos derechos y humanos”, plasmada en las 250.000
calcomanías autoadhesivas que el ministro del Interior, general Albano Harguindeguy,
ordenó imprimir en 1979, en vísperas de la visita al país de la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA. El colectivo nacional “argentinos” quedaba
unificado en esa calificación que combinaba la condición humana, el humanitarismo, la
rectitud moral (ser “derechos”) y la identidad nacional, valores postulados como más
fundamentales que cualquier planteo o reclamo en nombre de cualquier derecho. Al
mismo tiempo, se trataba de una apelación al “nosotros” nacional versus esos “ellos”
extranjeros antiargentinos, cómplices de esos “nosotros” renegados adscriptos a la
esfera de los enemigos, los “subversivos”, esos que habían abrazado la subversión
“apátrida”, otro significante (“patria” / “patriota” / “apátrida”) pleno de significado en el
discurso oficial de esa época. En su ocaso, la última dictadura militar argentina recurrió
a la guerra, última maniobra posible como intento de frenar su caída ante el estallido
social. La guerra es la gran convocatoria nacionalista, la cumbre de la inflamación
patriota; en ese contexto, en el enfrentamiento bélico con Inglaterra por Malvinas, la
dictadura libró también su batalla simbólica final, apelando como último recurso de
amalgama nacional a un Otro-enemigo largamente acariciado, los ingleses, presentes en
los inicios fundacionales de la Nación (las Invasiones Inglesas), reescritos una y otra
vez en las ambiguas mitologías de lo argentino: las gestas de la patria, la rivalidad
futbolística, la cultura “en inglés”. Precisamente en esta asociación perversa entre una
cultura y una identidad, la dictadura llegó a prohibir la música en inglés, en particular el
rock, un nuevo capítulo en la ya vieja disputa entre el rock en castellano y el anglófono,
esta vez reeditada con el argumento de que escuchar música en inglés era tomar una
posición antipatriota. Hay que señalar que ese fue el contexto en el que surgió otro
emblema de lo nacional en el campo de las industrias culturales, el “rock nacional”,
categoría única en su especie.

Ante la falta constitutiva de lo humano, las mitologías de la publicidad y la


propaganda proponen fantasías de restitución de ese goce primordial perdido para
siempre; piénsese en el citado spot publicitario del detergente Esencial que promete no
sólo poder limpiador y rendimiento, sino la felicidad misma; o las prédicas de los
profesionales de la política que prometen la total solución de la cuestión social. Al
mismo tiempo, las fantasías de las pasiones políticas comportan un fantasma paranoico
que nos dice por qué las cosas salieron mal, una dimensión obscena que construye una
escena en la cual el goce del que estamos privados se concentra en un Otro que nos lo
14
Gerad Delanty, Inventing Europe: Idea, Identity, Reality. Macmillan, London, 1995:5. Citado en Y.
Stavrakakis, 2010:221.
robó. Esta focalización en el “robo del goce” por parte de un Otro –el inmigrante, el
judío, la nación vecina- preserva nuestra fe en la existencia del goce perdido y en la
posibilidad de recuperarlo, proyectando su realización plena en un futuro, cuando
logremos recuperarlo de ese Otro que nos lo ha robado15. Calendarios patrios,
efemérides, el culto a los héroes nacionales, festivales, celebraciones son ritualizaciones
que mantienen el gregarismo y la solidaridad nacional, junto con la reproducción del
mito del destino nacional. La Edad Dorada del goce absoluto y la posibilidad de retornar
a ella son, ciertamente, una quimera; pero la existencia de ese fantasma promueve la
consistencia del lazo social, consolida la identidad colectiva y aviva el deseo de la
nación16.

La importancia del goce en la estructuración de la identificación nacional se hace


evidente, por ejemplo, en prácticas relacionadas con el pathos, el placer, el honor. En
Argentina esto es constatable en los hábitos y sociabilidades relacionadas con el asado,
y el fútbol; la acalorada congregación de amigos, el “aguante” como abnegada adhesión
de los hinchas, la exaltación de las cualidades de la carne vacuna argentina, la
“enciclopedia” futbolera, etc., prácticas –hay que decirlo- en las que se juega también la
identidad masculina como piedra basal de la argentinidad, o de eso que se dio en llamar
la “argentinidad al palo”. El discurso publicitario explota con fruición de alto
rendimiento estas pasiones identitarias nacionales, como lo demuestran las campañas
desplegadas durante los campeonatos mundiales de fútbol. Sin embargo, con sus
arrebatos y precariedades, este tipo de goce amenaza con revelar lo ilusorio de las
fantasías nacionales de plenitud. Por ello, la credibilidad y prominencia de la nación
como objeto de identificación se basan en la capacidad del discurso nacionalista para
brindar una explicación convincente de la falta de goce total17, cuando ya no alcanza ni
las mitologías patrias ni la esencialización del disfrute, entonces se abre el terreno para
la idea del robo del goce.

Quienes se interroguen acerca de la intensidad de las adhesiones colectivas que


producen determinados ideales y movimientos políticos –el peronismo en Argentina,
por ejemplo, una auténtica usina de universos simbólicos- deberían atravesar la
perplejidad intelectualista y las aprensiones de clase para evitar el error de caer en esa
dicotomía moralista que separa el afecto y la razón. Esta separación implica desacoplar
del goce y del investimiento libidinal el aspecto simbólico de la organización social y la
identificación discursiva. La posibilidad de desarrollar una “concepción puramente
cívica del nacionalismo, la noción de que un Estado-Nación puede basarse en una idea,
florecer en un sentido estrictamente político, aglutinarse en torno de sus documentos
institucionales e instituciones democráticas”18 –algo en lo que incurre dentro Argentina
el discurso del partido Radical- debe ponerse seriamente en tela de juicio por la sencilla
razón de que no es posible construir identificaciones intensas sin manejar con eficacia el
investimiento libidinal y el goce.

15
Y. Stavrakakis, 2010:225.
16
Ibid:227.
17
Ibid:234.
18
Gregory Jusdanis, The Necessary Nation. Princenton University Press, Princenton, 2001. Citado en Y.
Stavrakakis, 2010:236.
Es necesario, de acuerdo con Chantal Mouffe, “entender el rol que desempeña la
‘pasión’ en la creación de identidades colectivas”19. Algo que deberían tener en muy
cuenta las izquierdas que sólo le ofrecen a los mercados de la identificación relatos de
sufridos mártires, proclamas sobre la abolición de la propíedad privada e invocaciones
al protagonismo de un colectivo cada vez más difuso como son los “obreros”. Mientras
los pensadores y estrategas de estos sectores ideológicos coloquen el “sentir popular”
entre las comillas del estupor y del gesto despectivo, continuarán en su incapacidad de
comprender la dimensión afectiva de las identidades políticas. Lo cual demuestra, una
vez más, cómo se juega lo político en las identidades y cómo la pasión, la encarnación
del goce en los cuerpos, es parte inherente de lo político, En todo caso, la izquierda
como auténtica alternativa debe afrontar el desafío de construir núcleos de
identificación que revistan la misma contundencia afectiva, para así sublimar el aspecto
obsceno y siniestro de las identificaciones nacionales y canalizar el odio y el
resentimiento en una dirección democrática que mantenga en habilitación permanente
los espacios de discusión, confrontación y debate.

Las identidades siempre implican relaciones de poder, un establecimiento de


jerarquías, una capacidad de inculcación, el ejercicio de hegemonías y subalternidades.
Desde las hegemonías, mediante la sustancialización de las identidades, se trazan
fronteras fijas y delimitadas que separan mundos homogéneos en su interior, colectivos
unanimizados a fines de una diferenciación oposicional que explota, segrega o ataca. El
estudio de las identidades debe tener en cuenta como factores fundamentales la desigual
distribución del poder, los procesos de sedimentación y estructuración, la
heterogeneidad de las grupalidades, las coordenadas situacionales (el espacio – tiempo
socio cultural histórico) y el papel que desempeñan la pasión y el goce en las
identificaciones. Sobre estas bases, la investigación estará en condiciones de denunciar
la homogeneidad ilusoria, atendiendo, detectando y comprendiendo las dinámicas de las
heterogeneidades situacionalmente relevantes como parte de la contingencia de las
decisiones, prácticas y discursos en los que se construyen las identidades20. De este
modo será posible trazar agendas de investigación y políticas de la teoría capaces de
socavar los órdenes hegemónicos que administran y manipulan las identificaciones.

19
Chantal Mouffe, “Democracy-Radycal and plural”. Centre for the study of Democracy Bulletin, 9, 1,
2001:11. Citado en Y. Stavrakakis, 2010:236.
20
A. Grimson, op. cit.
Bibliografía

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