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Claro que “Serás lo que debas ser, sino no serás nada” es apelativa en la medida en
que está dirigida a una segunda persona, pero su relevancia está en la fuerza de
interpelación que le confiere su sentido deóntico, su apelación al deber inscripto como
condición del ser; dicho de otra manera, el ser formulado como deber ser, como
imperativo. Y todo lo que hace al ser, todo lo que hace ser, tiene que ver con la
identidad, en la medida en que la identidad se plantea cono la definición de lo se es. Las
definiciones son algo que se hace con signos, con palabras e imágenes, pero también
con otros elementos simbólicos como la música, tal cual lo demuestra la importancia de
himnos, marchas y géneros folklóricos para las identidades nacionales. Por lo tanto, la
identidad es una cuestión de elaboración simbólica, la identidad es representación y
puesta en escena, porque toda representación conlleva una o más puestas en escena.
Pero además –el ejemplo de la máxima sanmartiniana lo evidencia- para ser eficaz esta
definición necesita fuerza, un poder que habilite su capacidad realizativa. En este caso,
esta instancia legitimadora viene dada por la palabra de un prócer, alguien consagrado,
transmitida por la institución educativa, es decir, por el uso que la institución educativa
hace de la palabra de un héroe nacional.
Pero observemos más de cerca la máxima y así podremos auscultar sus astucias. La
sentencia postula un deber ser, pero no especifica de qué se trata, no dice explícitamente
qué es eso que se debe ser, sólo estipula que hay que serlo so pena de no ser nada.
Ahora, este “vacío” es sólo aparente, porque lo que en realidad postula la frase es que
hay siempre un “algo” que se debe ser, un estado que nos espera desde nuestros
orígenes como meta esencial, una meta que nos antecede dándole dirección y forma a
nuestra existencia. De este modo, si nos desviamos del camino que conduce a esa meta
perdemos nuestro ser, faltamos a la cita con ese ser. Y lo que es más importante, ese
vacío en la máxima está allí para ser rellenado, como un espacio en blanco, por las
asignaciones de las voces con fuerza, de las palabras con autoridad para expresar, para
dictaminar qué es eso que se debe ser. Dicho de otra manera, es un espacio en blanco a
llenar por la autoridad y sus administradores -los padres, los profesores, el Estado- un
espacio reservado para un sujeto de supuesto saber. Es así que la identidad, en cuanto
materia de definiciones, es cuestión de poder: el poder de formular e inculcar identidad.
Como todo poder, éste procede de la fuerza que confiere la posesión y manipulación de
capitales (bienes) tanto materiales como culturales. Y como ocurre con todo poder, hay
quienes pueden ejercerlo y otros no tanto.
Así planteadas, estaría claro que las identidades son construcciones, algo que se
elabora con signos y con el poder de inculcación, es decir, representaciones legitimadas
y legitimantes. Pero a esta afirmación se le podría objetar lo siguiente: si las identidades
resultan de definiciones, ¿no es que las definiciones son algo que se dice acerca de cosas
que ya existen, cosas cuya existencia precede a las definiciones que de ellas se hacen?
Después de todo, esa es la lógica de diccionarios e enciclopedias, ¿no? Aquí estaríamos
invirtiendo los términos al decir que son las mismas definiciones las que dan el ser, las
que hacen ser y, por consiguiente, hacen hacer.
Indudablemente el mundo de las cosas y de los hechos existe, pero los seres
humanos no habitamos el mundo fáctico al desnudo, sino revistiéndolo de sentido. La
relación que entablamos con las cosas y los hechos no es con las cosas y los hechos en
sí (sea lo que sea esto), sino en la medida en que les asignamos significado a través de la
interpretación, porque la percepción humana no es meramente sensorial: al mismo
tiempo que nuestro cerebro recibe los estímulos que le envían nuestros sentidos, nuestra
mente convierte esos estímulos en datos e información que procesamos asignándoles
significación, esto es interpretándolos. Esta asignación de significado al producirse
siempre en contextos concretos hace que el significado se constituya como sentido, es
decir significado situado, ligado a un marco situacional. Claro que esta asignación de
sentido no se produce a partir de la nada, ex nihilo, sino que las fuentes del sentido están
no sólo en los códigos intervinientes, sino en el contexto sociohistórico, en los acervos
de experiencia y en los factores que componen la situación, sus “reglas de juego” por así
decirlo. Es muy cierto que el mundo de las cosas y los hechos nos afecta, pero nunca
con total independencia de lo que se dice acerca de esas cosas y hechos o de cómo son
dichos. Un terremoto, un tsunami, una fuga de radiación son desastres con
consecuencias reales que no se reducen a lo que diga de ellos o cómo sean dichos en los
mensajes mediáticos y los informes de las autoridades. Pero la dimensión de esas
consecuencias y sus causas no se reduce tampoco a las cosas y hechos en sí, sino que
depende de la manera en que son interpretados, depende del modo en que determinados
sujetos sociohistóricos los invisten de sentido y esas investiduras de sentido tienen, sí,
consecuencias reales sobre los hechos y cosas. De ahí que se hable tanto del particular
modo con que los japoneses han vivido la reciente catástrofe sísmica, de su actitud ante
el desastre, la manera en que ellos lo han significado, un significado que no es cualquier
significado, sino el sentido mismo de cómo vivir un momento de terrible aflicción. Lo
mismo resulta al reparar en las palabras de algún personaje del escenario político
argentino que le asignó a la tragedia japonesa el significado de un mensaje de Dios
advirtiéndonos de los peligros de la carrera nuclear. En síntesis, las cosas y los hechos
tienen existencia propia, existen –podría decirse- por sí mismos en el mundo de la
realidad fáctica, pero en la medida en que afectan a los humanos se impregnan del
sentido que éstos les asignan y se vuelven indisociables de este sentido.
Del mismo modo ocurre con las que podrían denominarse prácticas no simbólicas,
esas que no implicarían el uso de signos. No obstante, cabría preguntarse cuáles
prácticas serían éstas, ya que todas las acciones humanas están enmarcadas en órdenes
situacionales con sus correspondientes guiones y esquemas de interpretación, cierto que
guiones y esquemas que los sujetos no se limitan a reproducir, puesto que la acción
concreta siempre conlleva el germen del cambio, como señalaba Bourdieu “la historia
siempre puede ser diferente”. Ya que las acciones y las prácticas están insertas en los
órdenes de la cultura, siendo la cultura un vasto y complejo entramado de acervos de
sentido, entonces resulta imposible trazar una línea que separe taxativamente las
prácticas simbólicas de aquellas que no lo serían. Cualquiera sea la práctica, incluya o
no en primera instancia el uso (producción y reconocimiento) de signos, siempre estará
expuesta a la dimensión simbólica, al entretejido de significaciones que pueda
recubrirla. Dicho de otro modo, en cuanto a las prácticas sociales, es insostenible la
dicotomía entre lo discursivo y lo no discursivo, por la sencilla y elemental razón de que
nada de lo humano se sustrae de lo discursivo, lo simbólico es el orden que constituye al
sujeto. Por ejemplo, una determinada práctica deportiva –digamos, el ciclismo- podría
decirse que un principio no consiste en producción simbólica alguna, que no entraña
ningún orden discursivo. Sin embargo, aún para aquellos que hacen ciclismo de manera
menos sistemática, ¿cómo separar el ejercicio de esta práctica de los relatos mediáticos
acerca de ella, de los decires autorizados de expertos y conocedores, de las regulaciones
institucionales que la organizan? Pero por sobre todo esto, ¿cómo excluir lo discursivo
del relato que me cuento a mí mismo acerca de mi experiencia con la bicicleta? Podría
decirse que el pathos de la experiencia siempre necesita ser contado y es ahí donde el
orden discursivo se hace inevitable; la lógica de las acciones es narrativa, recién después
se podrá dar cuenta de ellas argumentativamente. Lo mismo vale para cualquier práctica
y las experiencias ligadas a ella: participar de un recital de rock, viajar, amar, etc.
Por supuesto que ni el ciclismo, ni los recitales de rock ni los viajes ni el amor, ni
cualquier práctica, pueden reducirse a las estructuras que auscultan los oficiantes más
ortodoxos del análisis del discurso en su disección de los textos. Dar cuenta de las
investiduras de sentido que los sujetos proyectan sobre las prácticas exige atender a la
dimensión de pasión, goce y deseo inherente a la experiencia, algo que va más allá de
los códigos y sintagmáticas por grandes que éstas sean. Sin embargo, a los críticos de la
fe estructuralista y de las semioticidades en todas sus reencarnaciones, hay que
advertirles que la denuncia del énfasis reduccionista de cierto análisis del discurso o de
cierta semiótica no debe arrastrarlos al extremo contrario de negar el componente
discursivo de toda la praxis y la experiencia humana. En gran medida, la experiencia
hace sentido cuando la narro, ya sea en el relato que me cuento a mí mismo o en el que
comparto con otros, incluido los testimonios que el investigador recoge por medio de
entrevistas, para luego analizarlos en busca del trazo y la traza de la experiencia. Quien
estudia los modos en que los sujetos elaboran el sentido, nada pueden decir de la
experiencia como sustancia, sino como materia discursiva, esto es sustancia en camino
rumbo hacia la forma del discurso, un camino que hay que desandar mediante… el
análisis del discurso, claro que no uno focalizado excluyentemente en las estructuras.
Los seres humanos somos operarios de tiempo completo en las fábricas de sentido.
Quienes se proponen investigar en qué consiste el trabajo en estas fábricas, cuáles son
los regímenes laborales, cuáles son las condiciones de producción, cuáles son los
recursos materiales y simbólicos, cómo se organiza –simétrica o asimétricamente- la
producción, cuáles son las operaciones, cuáles los reglamentos y cuáles los
procedimientos, cómo se organiza y desarrolla intersubjetivamente el trabajo, cómo es
el producto y cómo circula, quienes aspiran a producir conocimiento acerca de todo esto
no pueden prescindir de lo discursivo, porque no hay sentido humano que prescinda de
lo discursivo o que no vaya a dar a lo discursivo.
Tiene menos relevancia ser hombre o mujer, joven o anciano, blanco o negro como
factores biológicos, que la manera en que estas realidades son investidas de sentido
desde los sectores productores hegemónicos de significación. Ante las investiduras de
sentido divergentes -tanto efectivas como posibles- aquellas que se apartan del patrón
dominante, es que aparecen las remisiones a un supuesto “orden natural de las cosas”
(premisa utilizada por los opositores durante el debate en torno a la ley de matrimonio
igualitario), ese modo de ser proclamado como deber ser y condición del ser. La
construcción de las identidades necesita de la sustanciación, hace falta postular una
esencia, un principio – meta que antecede la existencia de los sujetos pero bascula sus
vidas, marcando lo que debe ser, so riesgo de no ser nada o de ser un paria, un marginal,
un desarraigado. Estos postulados pueden anclar, por ejemplo, en la identificación del
género masculino o femenino con determinados papeles sociales o con la orientación
sexual, según la razón patriarcal heteronormativa procreativa, o en el supuesto
“carácter” de una raza o cultura como convocatoria al ensamble de una nación.
Un spot publicitario reciente nos cuenta la historia de Laura, una mujer joven cuya
vida entra en crisis por la acumulación de tareas cotidianas, hasta que hace su aparición
el detergente Esencial. La voz en off nos dice: “la vida de Laura era una pesadilla:
trabajar, manejar, planchar, cocinar y luego lavar los platos, muchos platos…”, mientras
las imágenes nos muestran cada una de esas actividades, usando la pantalla dividida en
viñetas, hasta que la mujer literalmente entra en erupción: su cara se hincha y enrojece,
mientras comienza a salir humo de sus orejas. Pero de pronto aparece la solución; dice
la vos en off: “Hasta que un día llegó el nuevo Esencial, que además de ser más suave y
desengrasante, es extra rendidor. La felicidad volvió a la vida de Laura”. Las imágenes
presentan al detergente como una animación con rasgos de geniecillo o hada madrina,
dotado de una barita mágica, que limpia y pone orden reluciente en todo, ante el
beneplácito de una sonriente y distendida Laura. Inmediatamente suena el jingle:
“Esencial cambia tu vida, la rutina se termina y todo toma otro color”, al tiempo que
las imágenes muestran ese mundo más ordenado y colorido. La voz en off remata:
“Llegó Esencial, nueva fragancia, nuevo envase. Esencial”2.
Menos inquisitivo que la máxima sanmartiniana, pero más difundido y más seductor
precisamente por su liviandad, esta publicidad audiovisual no sólo traza el ser mujer –
esto es, la identidad femenina- como algo inextricablemente ligado a tareas que no
pueden separarse de lo doméstico, sino que postula la felicidad definitiva en un
producto que pertenece a ese orden: un detergente. En otras palabras, en el caso de esta
mujer que representa en su condición de figura genérica a todas las mujeres, resulta que
la felicidad -eso a lo que aspira toda vida como estado de plenitud- consiste en un
detergente, entidad fantasmática (de hecho, el producto está representado como una
especie de fantasmita con forma de nube) que arrima la promesa del goce total. Porque
no se nos habla sólo de las cualidades limpiadoras y rendidoras de este detergente, sino
que se le agrega un plus (de goce): es agente portador de felicidad vital. Si un sentido
fundamental de la vida está en la felicidad plena, lo que esta publicidad nos dice del ser
1
Es así que la identidad, como señala Paul Gilroy, es ineludiblemente política. P. Gilroy, 1998:67.
2
http://www.youtube.com/watch?v=iMO27gip8EE
mujer es que la identidad femenina está uncida al mundo doméstico y sus elementos.
Serás consumidora de Esencial o no serás feliz, y si no eres feliz no eres nada.
Las identidades son relatos que nos cuentan, que nos dicen quiénes somos, qué
somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. La cuestión, entonces, es quiénes
cuentan estos relatos, desde que posiciones y posicionamientos, mediante qué recursos y
operaciones. Indudablemente, gran parte de estos relatos provienen en la actualidad de
los medios de comunicación, de modo que la cultura de masas se ha constituido como
un repertorio de modelos, patrones y procedimientos para la construcción de las
identidades. Las industrias culturales han domesticado el deseo canalizándolo según los
esquemas de significación prevalecientes, esquemas que se retroalimentan a través de
los discursos mediáticos. Un ejemplo de esta canalización puede advertirse en la forma
en que la revista Playboy modeló la identidad masculina occidental desde la segunda
mitad del siglo XX, o en cómo Hollywood trazó los roles identitarios de hombres y
mujeres,
Parte del trabajo de construcción de las identidades puede apreciarse en las formas y
contenidos de los discursos mediáticos, en la manera en que éstos elaboran
representaciones con recreaciones fuertemente convocantes de los esquemas de
significación más consolidados. A su vez, los sujetos utilizan los productos de la cultura
de masas como recursos para la construcción de sus propias identidades, hallando en
estos productos elementos para un moldeado de las subjetividades. Una clara evidencia
de esto puede hallarse en Facebook, donde la galería de identidades se despliega a
través de puestas en escena que utilizan una multiplicidad de piezas extraídas de
diferentes estratos cronológicos y dispositivos del campo mediático: videoclips,
fragmentos de películas, registros audiovisuales, animaciones, letras de canciones,
textos periodísticos, escritos literarios, fotografías del album personal, spots
publicitarios, links a sitios como my space, y un extenso y variado etcétera. Este
mosaico de contenidos, formatos y soportes provenientes de diversas eras mediáticas es
representativo de eso que Henry Jenkins ha llamado “cultura de la convergencia”: “un
mundo en el que cada historia, cada sonido, marca, imagen o relación se juega en la
mayor cantidad posible de canales”. Un mundo de representaciones que –se podría
decir- se ha transformado en la herramienta por excelencia para la construcción de las
subjetividades digitales.
Ser dichos y decirnos, de eso se tratan las identidades más que de “ser”. Las
instituciones se disputan el poder de decir e inculcar las identidades; los sujetos, los
grupos, las comunidades se reúnen en torno a y se reconocen en los discursos
institucionales o toman distancia de ellos, para confrontarlos y contestarlos, tratando de
forjar sus propios relatos identitarios, esos mediante los cuales puedan decirse y
contarse a ellos mismos acerca de ellos mismos. Las identidades son un entramado de
relatos junto con el poder de narrarlos. Relatos dotados de una gran perfomatividad,
capaces de hacer ser (de dar ser, de inculcarlo) y de hacer hacer (mover a acciones y
comandarlas), relatos que comportan la fuerza de interpelar, de imponer
representaciones como modelos para la adhesión. Las identidades son relatos en tensión,
relatos que pujan por imponerse; y en el caso de los más politizados (los que resultan de
la toma de conciencia de la subordinación, de la exclusión y estigmatización), relatos de
contestación, de sublevación, de lucha. La identidad es una cuestión política porque
implica la puja entre diversos dispositivos de los sectores hegemónicos disputándose el
poder de trazar el ser y el hacer de sujetos, comunidades y naciones. Política, además,
porque implica la lucha contrahegemónica de sujetos, grupos y comunidades por la
(re)apropiación del poder de decirse, de narrar sus propios relatos identitarios, de forjar
su propio ser y hacer, es decir: de darle forma y contenido a sus identidades.
4
S. Hall, 2003.
5
Ernesto Laclau, “Introduction”. En E. Laclau (ed.), The Making of Political Identities. Londres, Verso,
1994:3. Citado en Y. Stavrakakis, 2008:63.
La identidad es una construcción que se elabora en una relación que opone un grupo
a los otros con los cuales entra en contacto. La identidad sería un modo de
categorización utilizado por los grupos para organizar sus intercambios. Por lo tanto,
para definir la identidad de un grupo no se trata de hacer el inventario de rasgos
culturales distintivos, sino encontrar entre estos rasgos aquellos que son empleados por
los miembros del grupo para afirmar y mantener una distinción cultural. La diferencia
identitaria no es consecuencia directa de la diferencia cultural. Los miembros de un
grupo no están determinados por su pertenencia etnocultural, ya que ellos mismos son
los actores que le atribuyen una significación a ésta en función de la situación relacional
en la que se encuentran. La identidad es algo que se construye y reconstruye
constantemente en los intercambios sociales6.
6
D. Cuche, 2004:109.
7
Denys Cuche, en su libro La noción de cultura en las ciencias sociales, formula estos dos tipos de
elaboraciones identitarias en términos de “autoidentidad” y “heteroidentidad”. D. Cuche, 2004:110.
poder de nombrar y nombrase, de elaborar los relatos que los narren y oponer esos
relatos a las narraciones hegemónicas. Estas luchas son parte inherente de la
fundamental inestabilidad de las identidades, de su permanente exposición a la
contingencia.
Pero hay una dimensión material de las luchas sociales, esa misma que aparece en
primer plano como el objeto de la protesta: la satisfacción de necesidades básicas
desatendidas, la inclusión social, la demanda de justicia, oportunidades y condiciones
laborales dignas, un salario justo, etc. ¿Cuánto de lo identitario se juega en estas luchas?
Este tipo de acciones constituyen uno de los componentes más visibles de un proceso de
politización, el cual supone la toma de conciencia de un cierto estado de cosas acuciante
sobre la base de experiencias compartidas, de modo que un conjunto de sujetos sienten
y articulan sus intereses en común, frente a otros sujetos cuyos intereses son distintos u
opuestos a los suyos, en circunstancias en las que esa tensión de intereses estalla en
confrontación y choque. A lo largo de este proceso se van produciendo identificaciones:
con un “nosotros”, con una causa, con tácticas y estrategias de activismo y
visibilización (las marchas callejeras, la huelga, la toma de edificios y espacios
públicos, el “escrache”, las declaraciones ante los medios de comunicación, las pintadas
y panfleteadas, etc.). Puede que el motor de la lucha no haya sido inicialmente una
cuestión identitaria, como en los casos de los jóvenes aymaras del Barrio El Alto, o de
los movimientos feministas y de homosexuales; pero aun en estos casos lo que está en
juego no son las identidades como realidad autocontenida (esas identificaciones que han
conformado un “nosotros”), sino las consecuencias (de discriminación, exclusión,
explotación, etc.) que arrojan las clasificaciones hegemónicas. El estallido social de
2001 en Argentina -las movilizaciones que espontáneamente ganaron las calles, las
marchas de protesta, los saqueos, los cortes de ruta de ese momento- no se originó en
una razón identitaria, pero al calor de esa lucha fueron forjándose identidades con sus
respectivos universos simbólicos: los piqueteros8, el cacerolazo, los acorralados en el
corralito financiero; identidades que no tardaron en entrar en pugna entre sí según sus
respectivos intereses y según experiencias compartidas previas al estallido.
8
Una formulación endoidentitaria de la identidad piquetera puede encontrarse en Darío y Maxi. Dignidad
piquetera. http://es.scribd.com/doc/17014870/Frente-Popular-Dario-Santillan-Dario-y-Maxi-Dignidad-
piquetera-2005
9
R. Williams, “Diálogo entre las dos caras del marxismo inglés” (entrevista con la New Left Review), en
Causa y Azares, año I, n° 1:49. Citado en A. Grimson, 2011:42-43.
hacer pedazos el tejido entero de la vida social”, aunque Williams no podría haber
hecho referencia a esto porque no formaba parte de su horizonte histórico. Pero la
dicotomía entre mecánicos, portuarios y mineros por un lado, y periodistas y escritores
por otro, plantea la recurrente separación entre lo material y lo simbólico, como si las
huelgas no fueran acciones tanto materiales como simbólicas en un mismo movimiento,
como si el éxito del activismo dependiera sólo del daño monetario y no también de su
capacidad de incidir sobre la producción hegemónica, como si la eficacia de las medidas
de fuerzas no dependiera de los significados sociales de la huelga para otros actores
(medios de comunicación, los gobiernos, la opinión pública).
10
11
Y. Stavrakakis, 2010:215-236.
12
Davis Campbell, Writing Security: United State Foreign Policy and the Politics of Identity. University
of Minnesota Press, Minneapolis, 1998:9. Citado en Y. Stavrakakis, 2010:219.
13
B. Anderson, 2000.
amenaza- mi identidad, pero simultáneamente constituye una presencia cuya exclusión
activa mantiene mi consistencia; de ahí la función de refuerzo constitutivo que adquiere
para el “nosotros” un otro construido como objeto de recelo, un antagonista o enemigo.
Al decir de George Delanty: “la identificación tiene lugar mediante la imposición de la
otredad en la formación de una tipología bipolar de ‘Nosotros’ y ‘Ellos’. La pureza y la
estabilidad del ‘Nosotros’ quedan garantizadas primero en la nominación de la otredad,
luego en su demonización y, finalmente, en su depuración”14.
15
Y. Stavrakakis, 2010:225.
16
Ibid:227.
17
Ibid:234.
18
Gregory Jusdanis, The Necessary Nation. Princenton University Press, Princenton, 2001. Citado en Y.
Stavrakakis, 2010:236.
Es necesario, de acuerdo con Chantal Mouffe, “entender el rol que desempeña la
‘pasión’ en la creación de identidades colectivas”19. Algo que deberían tener en muy
cuenta las izquierdas que sólo le ofrecen a los mercados de la identificación relatos de
sufridos mártires, proclamas sobre la abolición de la propíedad privada e invocaciones
al protagonismo de un colectivo cada vez más difuso como son los “obreros”. Mientras
los pensadores y estrategas de estos sectores ideológicos coloquen el “sentir popular”
entre las comillas del estupor y del gesto despectivo, continuarán en su incapacidad de
comprender la dimensión afectiva de las identidades políticas. Lo cual demuestra, una
vez más, cómo se juega lo político en las identidades y cómo la pasión, la encarnación
del goce en los cuerpos, es parte inherente de lo político, En todo caso, la izquierda
como auténtica alternativa debe afrontar el desafío de construir núcleos de
identificación que revistan la misma contundencia afectiva, para así sublimar el aspecto
obsceno y siniestro de las identificaciones nacionales y canalizar el odio y el
resentimiento en una dirección democrática que mantenga en habilitación permanente
los espacios de discusión, confrontación y debate.
19
Chantal Mouffe, “Democracy-Radycal and plural”. Centre for the study of Democracy Bulletin, 9, 1,
2001:11. Citado en Y. Stavrakakis, 2010:236.
20
A. Grimson, op. cit.
Bibliografía