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EL LLANTO AMARILLO

Por: Julio Ernesto Díaz Torres

Érase una vez un sacerdote joven, recién llegado a una pequeña provincia alejada de la capital,
con la única misión de sustituir al anterior sacerdote quien se retira por jubilación. Por obvias
razones, en su corta carrera de seminarista, no tenía un amplio bagaje en el extenso campo de
la teología y de las tradiciones populares. Aun así, creía saber lo necesario.

Al día siguiente de su llegada, en una ronda por el sector para reconocer su comunidad, notó
que la iglesia que ocupaba era vieja y débil, situación que lo motivó a repararla con sus propias
manos, haciendo provecho de su fuerza y vigor juvenil. Traía poca ropa. Y por las necesidades
estructurales de su capilla, debió trabajar bastante, notando que ha ensuciado toda su ropa.

Una familia humilde de muy pocos recursos, los cuales eran los únicos seres sencillos y nobles
entre sus coterráneos, al pasar por su vieja iglesia notando al nuevo sacerdote en malas
condiciones, lo invitaron a su casa a tomar un baño y a prestarle unas prendas, necesarias hasta
que con el tiempo pudiese tener más ropa propia. El sacerdote, apenado, aceptó la invitación
enviada por una pequeña niña de rostro sucio y de zapatos desgastados.

Pensó que no debió aceptar la invitación y no abusar de quienes no tenían mucho, pero
recordando los mensajes de Jesús de Nazaret, ocultó su pena y pensó en dejar grandes
enseñanzas a sus anfitriones.

Se duchó en un patio con un recipiente artesanal hecho de la cáscara de un coco, en una


alberca improvisada. Sintió mucho frío, y corriendo regresa la niña entregándole una toalla muy
esponjosa e increíblemente blanca y limpia. Enternecido por la ofrenda, se secó y se arropó con
lo ofrecido por la niña.

Ingresando a la sala, y pasando hacia un cuarto un poco oscuro por ser de paredes de barro, fue
conducido por la madre de la niña quien le dijo -Espero le agrade la toalla. Es nueva, y la guardé
para ocasiones especiales- El sacerdote sintió una hogo en la garganta, decidiendo por no llorar.
Sólo asintió y pronunciaba agradecimientos con frecuencia, aun sabiendo que eran
insuficientes.

La mujer le dotó de un pantalón negro similar al que usaba con frecuencia en el seminario,
notando que era de su difunto esposo, que la niña era huérfana y la mujer viuda. Sin titubear
aceptó, y adicionalmente recibió un buzo completamente amarillo en estado regular. Afirma la
viuda que son los únicos recuerdos que tiene de su esposo, ya que todo se lo había llevado para
la guerra, y había olvidado estas dos prendas. Esto, con la toalla nueva que había comprado la
mujer ante la legada del militante esposo que nunca llegó.

El corazón conmovido del joven evangelista no sabía cómo expresar su llanto. Ni siquiera tuvo
oportunidad de dejar alguna frase célebre de la biblia, pues al parecer la mujer le enseñaba más
de lo que él creía saber. Vestido ahora con sus ofrendadas prendas, se sentaron en la sala, en
unas pequeñas butacas de madera hechas artesanalmente.

El joven la invitó a ella y a su hija a su misa de domingo, notando posteriormente una negativa a
su invitación. La mujer explicó que -Cuando mi esposo iba a la guerra, oraba bastante por el
bienestar de mi esposo. Pedí tanto a Dios que él llegase bien, pero por lo visto ya se había
decidido que nunca llegara. Comprendió que si oraba o no, su esposo iba a morir, sea o no por
el predestinado y “maravilloso plan de Dios”, haciendo a mis súplicas oídos sordos y sin tomar
en cuenta mi sufrimiento, mi viudez, mi soledad y la huerfanidad de nustra hija. Más bien,
dejaba de visitar el templo de Dios, cuidando ahora mi nuevo trabajo el cual era el templo de mi
hogar. Y por otro lado, si Dios me reclama, que se entendiera conmigo directamente y no con
sacerdotes u otros intermediarios. Eso hace de las misas y de los templos un lujo innecesario el
cual ella no podía darse, pues mi trabajo es de domingo a domingo, las 24 horas del día-. -
Pero…- interrumpió el joven, pero la viuda continuó: -Además, cuando Jesús vino a darnos sus
enseñanzas, él vino a su pueblo que lo esperaba, a sus casas, a su gente, saliendo de los
templos corrompidos por las monedas del César, así como lo hace usted en este momento-.

El joven sacerdote no imaginaba cuánto había aprendido de la mujer. Satisfecho, decidió salir
de la casa para regresar a la iglesia para reorganizar sus enseñanzas dominicales. Caminó tan
orondo, tan lleno de gozo, que no notó el desprecio de la gente que lo veía al pasar. Pero el
desprecio de la gente llegó a un punto en que no pudo ignóralo más, quien al verlo, mirando
sus prendas de arriba abajo, se persignaba y rezaba entre dientes. Llegó a su templo sin
comprender porqué del desprecio de la gente al verlo, y más cuando tenían entendido que era
el nuevo sacerdote de su pueblo, pues daba por entendido que lo respetarían.

Nuevamente salió del templo, pero esta vez a conseguir más cosas para su restauración de la
iglesia, notando que los almacenes cerraban a su paso, y algunos le dijeron como arengas –
¡Satánico! ¡Hijo de lucifer! -… A fin de cuentas, ni le vendieron lo que requería. La gente lo trató
con mucho rechazo, y aún no sabía por qué, mientras su paciencia le permitía continuar.
Posteriormente, al querer regresarse a la capilla, deseó con un leve rezo que nadie lo atacara, y
cruzando los dedos tal como ganó suerte en sus días de juventud terminó su rezo. Pero antes
de que terminara de descruzar sus dedos, recibió una bola de lodo arrojada por un señor de
casi 50 años, gritándole - ¡Basta, hijo de lucifer! -.

Corrió, casi escapando, esta vez hacia la casa de la viuda. Creyó que allí había adquirido mala
suerte. Que érase ella una bruja y lo había maldecido. Por lo tanto, corre para enfrentarla, y de
paso, protegerse de los ataques de los arrogantes del pueblo.

La mujer sorprendida lo invitó de nuevo a pasar. Lo limpió. Le preguntó el porqué de esta


desdicha, y el joven alterado le gritó, expresándole su malestar y sus hipótesis apresuradas. La
mujer, desconsolada, lloró. Pero, en medio de su llanto, le preguntó -¿Usted es de un corazón
limpio?-, cuyo joven, sucio y alterado sacerdote respondió que sí. Entonces ella le explicó que
sin importar cómo lo juzgue la gente, si su corazón está limpio, no tiene qué preocuparse por
maldiciones y brujas que no existen. Le explicó ella, ante la mirada acusadora del sacerdote
ofuscado, y sin detener su llanto:

-¡Usted es muy supersticioso! El anterior sacerdote le enseñó al pueblo costumbres extrañas y


creencias impensables, y de manera inquisidora, castigaba a gentes por contradecir una
superstición y disque atraer mala suerte. Fueron muchos castigados en medio de la plaza a
latigazos. Y yo, en desacuerdo con ese inquisidor, solo huía antes de ser tratado como bruja.
Ojalá supiera magia y regresaba a mis esposo a la vida, y de paso, llenaba de pan la mesa de mi
casa, así como Jesús hizo con dos panes y tres pescados. La verdad supongo que algo de esas
supersticiones hizo que la gente lo tratara y lo atacara así. Pero la verdad, esa no fue mi
intención-.

La mujer seguía llorando, y el hombre aterrado, solo retrocedió y regresó a su iglesia. Caminaba
lento, como una momia. Su mirada atónita y perdida le hizo revalorar todo lo que sabía. Estaba
de acuerdo con la mujer. La culpa que invadía su corazón, le hizo sentir desprecio por sí mismo,
por la injusticia que ejerció contra la mujer. La gente lo seguía atacando igual, pero no se
inmutó ni prestó atención. Dijo entre dientes: -No saben lo que hacen-.

Llegó a la iglesia y revisó unos libros viejos del anterior sacerdote jubilado. Revisó unas viejas
notas de aquel viejo e investigó a fondo, y allí comprendió tantas cosas, tantas palabras
impartidas anteriormente por el viejo, que ahora sabe el porqué de su comunidad. El joven en
medio de la plaza, donde había restos de carbón, quemó ese viejo diario ante los ojos del
pueblo. Comprendió tanto, que decidió retirarse del sacerdocio. La mujer se enteró de la
renuncia del joven sacerdote y de aquel objeto quemado ¿Qué será lo que se encontró allí en
ese diario?

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