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La ciudad
escarlata
Hella S. Haasse
SALVAT
Diseño de cubierta: Ferran Cartes/Montse Plass
Traducción: Andre Martin Koster
Traducción cedida por Editorial Edhasa
[1503 - Muerte de Alejandro VI. Le sucede Pío II, quien también mue-
re el mismo año. Accede al trono pontqicioJulio II, papa della Royere
y enemigo de los Borgia. César es arrestado en Ostia pero logra escapar]
1510 - El papa Julio II firma la paz con Venecia y emprende una cam-
paña militar para expulsar a los franceses de Italia.
1
lo dico, ch 'a chi vive quel che muore
quetar no puo disir, ne par s 'aspetti
1 'eterno al tempo, ove altri cangia il pelo
MICHELANGELO BUONAROVFI
VIrlVLLI
Rodrigo Borgia
(1431-1503)
Papa Alejandro VI, 1492
IsaJ ella GiroLma Gio vlnni
(;1467?-541) (;1469?-83)
Vanozza dei Catanei
(1425-1518)
César
(1475-1507)
Obispo de
Pamplona
Cardenal,
1493
Duque de
Valentinois,
1498
Duque de
Romagna,
1500
+
Catalina
d 'Albret
Louise
Otras Mujeres
Pedro Luis
(;1462?-88)
Primer Duque
de Gandía
FAMILIA DEL
PAPA
ALEJANDRO VI
Rodrigo
(1503-;?)
Jofré
(~1481-15 18?)
Príncipe de
Squilla
+
Sancha de
Aragón
+
Maria
de Mila
Lucrezia
(1480-1519)
+
Giovanni
Sforza
de Pesaro
+
Alfonso
de Bisceglie
(Hermano
de Sancha)
+
Alfonso
d'Este
Giovanni
(;1477?-97)
Segundo Duque
de Gandía,
1488
Capitán
General
del Ejército
Pontificio
1496
20Matrimonio 3r Matrimonio
Rodrigo de Ercole 6 hijos
Bisceglie (1508-59)
lsD
o
o
0
II
orgia soy; dos veces, tres veces Borgia quizás. Para los
demás, mi procedencia es un enigma; para mi es un
secreto, más aún, una fuente de suplicios. Desde hace
un cuarto de siglo, ningún nombre en Italia tiene
peor fama que el de Borgia; de no saberlo, tendría
diariamente constancia de ello. El que quiere mal-
decir profundamente~ dice ¡Borgia! El que quiere resumir en una
palabra la miseria de los tiempos que corren, el deterioro de Roma,
la decadencia de Italia, escupe su resentimiento: ¡Borgia! Estafas,
corrupción, rameria, magia negra, asesinato, homicidio, incesto:
Borgia. Controversia y discordia, la infinita división de ciudades y prin-
cipados, invasiones de extranjeros rapaces en el norte y en el sur, el
odio, la avaricia, las derrotas, el hambre, la adversidad, el mazuco, la
peste y la perdición venideros: ¡Borgia! Para darme realmente cuen-
ta del contenido de la palabra Borgia, he tenido que volver a Italia.
Dios sabe que en Francia -por lo menos en los últimos años de
mi estancia allí- estaba orgulloso de mi nombre. Si en la corte me
calumniaban a mis espaldas, no lo supe. El rey me era favorable, pues
me consideraba un protegido de la Casa d~Este de Ferrara, y Francia
no tenía mejor aliado en aquellos días que Alfonso d'Este, el marido
de Lucrecia.
No menos importante para mí era el favor de otra pariente, Luisa
o Louise, como allí la llamaban, hija de César en su matrimonio fran-
cés. Puesto que por aquel entonces quería creer todavía que César
era también mi padre, otorgué mucho valor a la influencia de esta
mujer que consideraba mi hermanastra. Luisa tenía cuatro o cinco
anos menos que yo: nos unían, sobre todo, los mismos sentimien-
tos con respecto a nuestra ascendencia. Por un lado, orgullo, el inna-
to orgullo español, porque pertenecíamos a un linaje que osó medir-
se con reyes y cmperadores, y pudo con ellos; pero por el otro, una
duda secreta que corroe la mente, una vergñenza, que ni ella ni yo
sal)iamos expresaí; y que ambos intentábamos esconder tras un gran
despliegue de arrogancia y seguridad en nosotros mismos.
Mi habilidad en este aspecto era mayor que la de Luisa, ya que
ella estaba también físicamente marcada: enfermiza, enjuta, su cara
estaba desfigurada por las cicatrices, la prueba viviente de la veraci-
dad de los rumores que circulaban en aquel tiempo sobre César antes
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de casarse con Catalina de Albret. Ahora, todo el mundo sabe que
sufría la enfermedad que aquí en Italia se suele llamar el mal france-
se, la plaga francesa, un precio~ a mi entender, demasiado elevado
por el placer del amor. Según dicen, envenenó la sangre de Luisa, y
también la de la mayoría de sus bastardos. Debo dar gracias de no
padecer ninguna tara física. Mi sufrimiento es imperceptible; en mi
caso, el veneno está por dentro.
Así que en Francia ~pese a ciertos acontecimientos anteriores-
todavía me era posible gozar de alguna estima. Cuando llegué a la cor-
te de Francisco 1, habían transcurrido ya más de diez años desde la
muerte de César. De la última fase de su vida en Navarra no se habla-
ba casi nunca; de su final sin gloria, jamás, por lo menos no en mi pre-
sencia. Cuando se mencionaba su nombre, lo relacionaban normal-
mente con la política del momento; las comparaciones con la conducta
de compatriotas míos que apoyaban la causa francesa, resultaban en
beneficio de César que, muy ambiguo en palabras y actos, al menos
había demostrado ser un hardi homme, un hombre valiente. En oca-
siones como estas, me llamaba la atención lo mucho que su nombre
y su personalidad impresionaban aún. Ya por aquel entonces César
era, más que un recuerdo, una leyenda; el bien y el mal habían adqui-
rido en él dimensiones que parecían sobrepasar todo juicio humano.
Se referían a él, verbalmente y por escrito, por sus títulos franceses.
No se olvidaba que había llevado las azucenas de Valois en su escudo,
y que su hija Luisa estaba casada con uno de los señores más ilustres
del reino.
Todo esto moderaba una posible resonancia maliciosa del nom-
bre de Borgia. Además, ya había sido introducido en la corte france-
sa por el propio Alfonso dEste, el cual, oficialmente, no me llamaba
Borgia, sino duque de Nepi y Camerino. Un título impresionante aun-
que vacío, una forma sin contenido; nombres, nada más, ya que me
habían despojado de posesiones y derechos cuando nombraron Papa
ajulio, que odiaba a muerte a los Borgia. Devolvió los territorios a los
antiguos dueños, los Varano y los Colonna. Debía mis preciosos títu-
los, dignos de un príncipe de alta curia, al papa Alejandro, progenl-
tor de César y Lucrecia. Como bastardo de un hijo ilegítimo de un
antiguo representante de Cristo en la tierra, podía considerarme,
en cierto sentido, miembro de una dinastía.
Durante los primeros años en la corte francesa, viví según la cos-
tumbre. Tenía un sitio fijo entre los demás nobles jóvenes del séqui-
to del rey, ocupaba un puesto de honor y recibía una renta. Pero tan-
to la función como la retribución tenían un valor meramente sim-
bólico. Gran parte de mis compañeros de fatigas servían al rey por
honor; tenían una historia propia y tangible: dinero, castillos, domi-
nios, y sus nombres eran tradicionalmente famosos en Francia, sus
blasones impecables. Yo era pobre, un extranjero; no tenía fortuna,
ningún ingreso, salvo un puñado de ducados que me mandaba
Lucrecia. Después de su muerte, en 1519, no recibí nada más desde
Ferrara. Mantenía un caballo, un ayuda de cámara y un mozo de cua-
dra; además, poseía un cofre con prendas de vestir, libros y unas alha-
jas. Eso era todo. Salía de cacería con el rey, asistía a los banquetes, y
tomé parte, como todo el mundo, en las intrigas diplomáticas y las
aventuras amorosas.
La vida en las salas y los parques de Amboise y Chaumont, Poissy,
Chambord y Fontainebleau, transcurría como en un sueño. Todo era
un juego y lo sabíamos. El séquito del rey: una fila variopinta de camar-
lengos, mariscales, senescales, cancilleres, prebostes, mayordomos,
obispos, caballeros, nobles, criados, cocineros y bufones, sin olvidar
una compañía selecta de damas bellas y galantes. Nos aprovechába-
mos con elegancia cortesana de las relaciones mutuas, jugada, con-
trajugada, ataque y retirada, tanto en el amor como en la lucha ince-
sante por el dominio y predominio en el favor del rey. Pero todo se
realizaba con decoro y maestría: las intrigas y maniobras parecían
figuras de un ballet, ejecutadas con abrazos, reverencias y palabras
bien escogidas. Se condenaba como falta de estilo la seriedad férrea
y la pasión no disimulada. Al principio, mi sangre, mezcla de espa-
ñola e italiana, me jugaba malas pasadas; más tarde supe adaptarme.
No olvidaba nunca que el mundo no se acababa en las paredes de
palacio y el horizonte de un parque real.
¿Cómo podría ser de otra forma? Llevaba conmigo los recuer-
dos de mi infancia, de aquellos primeros días con César en la
Romagna y en el Castel SantAngelo; de la reclusión en la fortaleza
enhiesta de Bari, de las largas andanzas después. Sobre todo en la
noche, volvían a mi mente acontecimientos y caras que creía haber
olvidado. Mi infancia pasaba ante mí como una cabalgata salvaje a
la luz de unas antorchas; la mayor parte se perdía en un vaho color
sangre, pero a veces aparecía tina imagen -vivamente iluminada-
que reconocía: la silueta del arcángel Miguel en el fuerte de Roma,
alzado contra un cielo amenazadoramente rojizo por el ocaso, series
de banderas colgando desde el caballete de la sala grande en el cas-
tillo de Camerino, un paisaje lleno de escombreras tiznadas aún
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humeantes, vistas desde la ventana de una silla de manos, las cabezas
de los ajusticiados con los ojos salidos haciendo muecas colgando de
las puertas de la ciudad. Los rostros de los hombres y las mujeres del
séquito de César: su madre, inadonna Vannozza, gorda, marchita, con
una sombra de vello en el labio superior, pero majestuosa en actitud
y gesto; el huraño y colérico Jofré, su hermano menor, que sólo se
atrevía a expresarse con niños y animales; el constructor de fortale-
zas e ingeniero, maese Leonardo da Vinci, el hombre de la mirada
penetrante, que con la ayuda de un lápiz sabía crear, a partir de las
manchas de humedad y moho en una pared, paisajes y figuras como
no los había visto ni en sueños; Micheletto, el consejero y mano dere-
cha de César; Agapito, su secretario; y, por fin, los niños, mis com-
pañeros de juegos, Camila, Carlota y, naturalmente, Rodrigo, mi cama-
rada y amigo íntimo durante los años de mi infancia.
Por aquel entonces, yo tenía cinco o seis años. Tenía concien-
cia de que corríamos peligro, pero el cómo y el porqué se me esca-
paban. Sólo mucho más tarde se me hizo claro el trasfondo de los
acontecimientos. En el silencio de la noche, en las antesalas y las alco-
bas de los palacios reales franceses, acostado sin sueño al lado de
nobles que daban vueltas y roncaban y con quienes tenía que com-
partir la cama, tenía sobrada oportunidad para relacionar los hechos
que había aprendido en el transcurso de los años con mis recuerdos,
esos retazos y fragmentos de lo que había oído y visto de niño.
Que quiera poner por escrito todas estas cosas: las aventuras de mi
infancia, mi vida en la corte francesa, y las experiencias que he adqui-
rido desde entonces -y adquiero aún cada día-, tiene sus motivos.
Alguien que se siente amenazado y observado por todos lados,
que sabe que no puede intimar con nadie, y que en el mundo no se
puede estar seguro de nada, tiene que recurrir a si mismo. Pronunciar
pensamientos en voz alta, susurrarlos siquiera, es imposible. Las gale-
rías del Vaticano están tan concurridas como las calles en días de mer-
cado; aquí, las paredes tienen ojos y oídos; además, sólo los bufones,
los prisioneros solitarios o los locos son capaces de mantener una
conversación consigo mismos en voz alta. Que yo escriba no llama la
atención, pues forma parte de mis quehaceres. Estoy prácticamen-
te todos los días delante de una cátedra en la biblioteca papal cubrien-
do hoja tras hoja con palabras, palabras: borradores de cartas y dis-
cursos en favor de los diplomáticos menos importantes de Su Santidad
Clemente VII. Escribano papal: una función extraña para alguien al
que educaron como un noble y que luchó al serviciode Francia en
Navarra y en las cercanías de Pavía.
Probablemente, aquí se supone que ando detrás de la púrpura
o, como mínimo, de un capelo. En vista de mi ascendencia, supon-
go que todo se cree posible. Como es ¡iatural, a ninguna persona de
la corte de Roma se le ocurriría preguntarme abiertamente sobre
mis intenciones. Nadie se atreve -al menos en este estadio- a mos-
trarse ni a mi favor ni en mi contra. Mi nombre crea un espacio, una
tierra de nadie entre yo y los demás. Borgia es como una señal de
advertencia en la puerta de una casa donde reina la peste. Mantienen
la distancia, aunque todavía no me es posible evaluar plenamente
por qué lo hacen. No tengo más que sospechas, pues lo que se pudie-
ra emprender en contra mía aún no está claro. Me dejan en paz, por-
que están convencidos de que estoy en buenos términos con los
privados de Su Santidad. Pero tengo conciencia de que debo apro-
vechar esta tranquilidad, este período de demora. La inseguridad
le vuelve a uno extremadamente vulnerable. En primer lugar, es pre-
ciso que averigúe qué razones creen tener para huir de mí. El vene-
no se esconde en ese nombre: Borgia. No saben quién soy, qué es
lo que quiero, qué relaciones mantengo, a quién de mis parientes y
amigos puedo proteger, y a quiénes de mis enemigos perjudicar. Saben
menos que yo, y ¿qué es lo que yo sé?
La fecha y el año de mi nacimiento no constan en ninguna par-
te; tampoco sé quiénes eran mi padre y mi madre. En Ferrara debe
de haber documentos que consignen mi ascendencia, pero nunca
los he visto y sólo conozco el contenido de oídas. Tengo aproxima-
damente veintiocho años, mi nombre es Giovanni Borgia, o para usar
el titulo español que me corresponde, don Joan de Borja i Llan~ol.
Cuando era aún un niño, tenía a César por mi padre, probablemente
porque nunca nadie sostuvo lo contrario y porque vivía cerca de él,
junto con Carlota y Camila, dos más de sus hijos naturales. Después,
Rodrigo, el hijo de Lucrecia, se unió a nosotros; sabíamos que César
se había hecho cargo de él porque Alfonso d'Este no quería tener al
niño en su corte de Ferrara, ni nada que le recordase el anterior
matrimonio de su mujeí;
César nos llevaba a los cuatro consigo a todas partes y teníamos
un lugar fijo en su séquito,junto a las mujeres que estaban asignadas
para cuidarnos. Pasé los primeros años de mi vida en sillas de manos
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y carrozas, en las tiendas del campamento militar de César, en las
salas de los castillos de la Romagna que justamente habían sido con-
quistados o abandonados con prontitud por los habitantes. No recuer-
do los nombres. Más tarde he oído hablar de Imola y Forli, Cesena,
Sinigaglia. Es probable que yo también estuviera allí. Unicamente
recuerdo Camerino, porque allí desempeñé un papel en la solemne
toma de posesión. Los antiguos propietarios del castillo y los terre-
nos, los señores de Varano, habían sido asesinados o expulsados por
César; una bula del papa Alejandro me convirtió a mí, descendiente
varón del linaje de Borgia, en duque de un principado. Al mismo
tiempo, recibí el cercano Nepi y los castillos y las tierras que habían
pertenecido a la familia Colonna, casi la mitad de la Romagna. Por
aquel entonces, no me daba apenas cuenta del honor que se me hacía.
Iba delante de César en su silla de montar; cabalgábamos rodea-
dos por soldados por las estrechas calles empinadas de la ciudad. En
la torre desfigurada del castillo se hallaba erguida la bandera de Césax;
«¡Duca! ¡Duca!» gritaba la gente, hacinada en los callejones y los teja-
dos de las casas. La mano acorazada de César reposaba en mi rodilla.
En una sala sombría llena de gente armada, me levantó por las
axilas: «He aquí al nuevo señor de Camerino, el primer duque por
gracia del papa Alejandro.» Me puso un anillo pesado y demasiado
grande en el dedo y me hizo cerrar el puño. Así sellé documentos
oficiales -con el sello de César, que también era el mío- por prime-
ra y hasta ahora última vez en mi vida, como duque de Camerino. Se
acuñaron monedas con mi efigie. En Francia tenía otra, un carlín de
plata con la leyenda: joannes Bon Dux Camerini. Pero parece ser que
la perdí en alguna parte.
Al año siguiente murió el papa Alejandro, al que consideraba mi
abuelo. Junto con él perecieron para siempre el poder de César en
la Romagna y, por consiguiente, también mi ducado.
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Dichas visitas al Vaticano debieron de tener lugar en los últi-
mos meses antes de la muerte de Alejandro, o sea, en el verano de
1503. En aquel tiempo, tenía yo unos seis años. Las invitaciones que
solíamos recibir todos los días de Alejandro o de César -invitaciones
para llevarnos al palacio papal- cesaron de repente. Los cardenales,
nuestros tutores, no aparecieron apenas durante una temporada
en la casa de Ponte, fresca y oscura como una tumba, donde Rodrigo
y yo estábamos, según se decía, a cubierto de los paludismos del mes
de agosto.
Nuestras cuidadoras llegaron finalmente, gritando y lamentán-
dose, con los rumores del envenenamiento: el papa Alejandro mori-
bundo, César gravemente enfermo, el Vaticano sublevado, Roma un
lugar de perdición para todo partidario de los Borgia. La excitación
del servicio se nos contagió a nosotros también. Mientras cerraban las
puertas y clavaban las contraventanas de las ventanas del piso de aba-
jo, Rodrigo y yo nos hallábamos muertos de miedo, escondidos en
la oscuridad detrás de las cortinas de la cama, escuchando los sonidos
de dentro y de fuera de la casa: voces, débiles alrededor y resonan-
tes en las galerías, pasos rápidos bajo nosotros, encima de nosotros,
el arrastrar de cajas y muebles, el bufar de caballos en el cortil.
Cuando se descorrieron violentamente las cortinas de la cama,
esperábamos ver al temido asesino. Pero, a la luz de las velas que sos-
tenían las mujeres que habían acudido, vimos a don Michelle Corella,
o Micheletto como todo el mundo le llamaba, capitán, amigo y hom-
bre de confianza de César, jefe de sus guardaespaldas, siempre su
intimo, muchas veces su suplente: un veneciano, tan oscuro de piel
y ojos que se le tomaba en todas partes por un español. Habíamos
aprendido a respetarlo; nos parecía una parte de César mismo, inse-
parablemente unido a él como su sombra, pero en este caso una
sombra de carne y hueso, un doble, una criatura procedente de
César, obedeciendo su voluntad no expresada y su pensamiento más
profundo. El cuarto estaba repleto de gente, criados y mujeres que
arrancaban tapices de las paredes, echaban ropa blanca y platería
en cajas; por la puerta abierta entraba el ruido de hombres arma-
dos en los pasillos y portales.
Cercados por los soldados de Micheletto, nos llevaron a caballo
por una Roma extraña, nocturna. La recién salida luna parecía ama-
rilla, hinchada por la vidriosa niebla de calor que en agosto flota día
y noche sobre la ciudad. Con el piafar de caballos, el crujir y chocar
de los carros, los gritos, las palabrotas y demás alboroto desordena-
do, el cortejo se arrastró por un laberinto de calles estrechas. Detrás
de nosotros, nubes de polvo negras revoloteaban hacia arriba entre
las casas, las iglesias y los empinados muros exteriores 5in ventanas
de los palacios.
Más tarde, me desperté en una cama que no conocía. Sobre las cor-
tinas de tela rígida y resplandeciente ascendían en lineas paralelas
filas de toros de los Borgia. A mi lado, Rodrigo respiraba tranquila-
mente, como de costumbre, en su sueño. Giré mi cabeza hacia la luz.
Junto a una ventana abierta, en la frescura del alba, ~ hallaba la
madre de César, madonna Vannozza. La llamé por el noii'ibre que le
daba César a veces en nuestra presencia: matrema, mamaíta.
Vino, con el susurro de sus vestiduras negras, tan de prisa y enfa-
dada hacia mí, que me pareció que había estado esperando mi des-
pertar.
-Quieto tú, vas a despertar a Rodrigo, no te levantes. ~-Me empu-
jó, sin ternura, de nuevo contra la almohada. Nunca he ~0dido com-
prender por qué quiso a Rodrigo y a mí, no.
-¿Hay peligro, matrema?
-Sí, peligro para los Borgia -me contestó Vannozza, con énfasis
en la última palabra.
Mientras escondía sus mechones de pelo canoso debajo del
pañuelo, se quedó mirándome, medio apartada de mí, por encima
del hombro. Sus párpados estaban hinchados, las sombras en las
comisuras de la boca se le habían acentuado. Recuerdo de Vannozza
sobre todo los ojos y la boca: el intermitente encender y apagar
de chispas en las pupilas negras, las líneas que alargaban el labio
superior carnoso, gordo, ligeramente peludo a ambos lados y que
conferían a su rostro una expresión de orgullo amargo. Me daba
miedo la cautela, la dureza de su mirada. Me trataba siempre con
crudeza y resentimiento, como si se tuviera que esforzar para domi-
narse. Unicamente me tocaba cuando era inevitable, y nun enton-
ces con una desgana perceptible. Su actitud, para la que ~~ihora seria
capaz de encontrar una explicación, me llenaba entonces de mie-
do e inseguridad.
De todo el tiempo que pasé al lado de Vannozza, la j~agen que
ha quedado clavada en mi mente es aquella hora temprana de la
mañana del día siguiente a la muerte de Alejandro. Sin mediar pala-
bra, se quedó inmóvil, la espalda vuelta hacia mi, en la ven tana abier-
24 25
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-Usted es un noble español como yo -dijo finalmente-; ¿por qué
lucha del lado equivocado?
Pensándolo mejor, consideré su observación como un cumpli-
do. Bajo la influencia cíe Alfonso d'Este y mis amigos en Francia, era
en aquel tiempo contrario a la política española. Además, sabía ~'a
entonces que la familia Borgia en España había caído en desgracia
para siempre. Me propuse no obstante, desde aquel encuentro cer-
ca de Pamplona, formarme a mí mismo según el modelo de un hidal-
go. De la herencia de los Borgia, opinaba, me había correspondido
la mejor parte.
Al español le pusieron luego en libertad tras el pago de un res-
cate. Recuerdo su nombre; se llamaba Iñigo de Loyola.
37
1
residido en Camerino desde que el hombre tiene memoria, es, por
supuesto, el justo propietario de tierra y título. ¿Qué he sido yo, sino
un usurpador? Haciendo alusión al papel que desempeñé de niño
por un breve periodo de tiempo, sin ser consultado e involuntaria-
mente, sólo me pondría en ridículo.
En estos alrededores, el nombre de Borgia significa mucho más
de lo que por el momento soy capaz de averiguar. No me ven a mí,
al hombre; únicamente ven a un Borgia. Si yo supiera con qué
hechos, rumores, leyendas y desgracias inventadas o medio olvi-
dadas se me identifica, podría adoptar por lo menos pósiciones,
defenderme. Pero a mi alrededor reina el silencio. No me faltan
las reverencias corteses, los saludos afables, la disposición de hacer-
me participar en conversaciones superficiales. Todavía nadie me
ha dado su confianza, no ha habido intentos de implicarme en las
acciones e intrigas de las agrupaciones existentes. Por otro lado,
también me he salvado de las bromas con las que se recibe aquí
normalmente a los recién llegados. A diario, un cortesano novicio
da con sus huesos en el fondo de un hoyo, para este fin cavado, líe-
no de basura y excrementos, escondido debajo de unas ramas en
el patio Belvedere. Hasta ahora nadie se ha atrevido a invitarme
a semejante paseo con sorpresa incluida.
38
II
PIETRO ARETINO
YGIOVANNI BORGIA
h, maese, mis disculpas! Con esta aglomeración,
uno no ve dónde pone los pies. No estaría de más
que se ensanchara esta galería. ¿Y vuestra merced
qué opina, maese? Los señores a los que Su Santidad
recibe en audiencia podrían esperar en las ante-
salas. Estas logias están bloqueadas siempre por per-
sonas de sus séquitos. ¡Por el barullo que hacen, más bien parece
un mercado de pescado! Preste atención, y aquí podrá oír hablar
todos los dialectos de Italia. Y venga a discutir, y a presumir, y a con-
tar chistes... Esto dura todo el día, maese. Esos jugadores de cartas
y de dados de ahí pasan el tiempo de una forma más entretenida.
¡Hala! ¡A despilfarrar el dinero, señores! ¡Luego acabarán sacando
otra vez las navajas! Ayer, sin ir más lejos, tuvo que intervenir la guar-
dia. Los lacayos de los enviados de Venecia y Siena amenazaron con
cortarse el cuello los unos a los otros. Más tarde resolvieron el asun-
to luchando en la plaza de San Pedro... No sé cómo terminaría aque-
llo... Maese, ¿por qué esta actitud negativa? ¿O es que toma a mal
que le haya pisado?
-Tengo prisa, maese.
-Sin embargo, no tanto como los dos monsignori de ahí. Mire,
la guardia sí abre camino a las togas rojas. Los dioses menores, como
vuestra merced y como yo, en este caso tenemos que ceder. Le acon-
sejo esperar un momento, maese.., a no ser que desee recibir un gol-
pe con el extremo obtuso de una alabarda. Esos suizos son unos bru-
tos.
-Le ruego que no me detenga, maese. Tengo orden de dirigir-
me en seguida al secretario del datario.
-¿Ala, sí? ¿A Berni? Cuidado, maese, no se caiga. Casi había tro-
pezado con la púrpura. Ni las furcias más ricas de Roma y Venecia
llevan las colas de los vestidos tan largas como hoy en día las llevan
los cardenales.
-Gracias por su ayuda. Permítame que siga mi camino.
-Por lo que a mí se refiere, sería un placer. Pero es demasiado tar-
de. De nuevo sale una comitiva de la sala de audiencia. Debe armarse
de paciencia hasta que pasen esos señores. Qué digo, esta vez también
hay damas presentes. Ya lo ~'eo: la marquesa de Pescara. Allí va la úni-
ca mujer casta de Roma, maese. No se presenta muchas veces en públi-
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43
¡los encontramos en la galcr¡a dc las estatuas, tan seguro como que ten-
go ganas de hacer pedazos esa car4 de piedra 1u1)ócrita de ahí, ¿quién
C5~... San Onofrio, san Pasquale... algún mártir oscuro.
-Sigamos entonces, antes de que cometa una barbaridad. Tengo
prisa.
-Eí~ serio, maese, ¿encuentra las caras de esta galería bien logra-
das? No hay expresión, no hay vida en ellas: un trabajo de encargo
superficial, de una época en la que los escultores todavía no sabían
cómo reproducir carne calieiite que respira. En contraposición, la
obra de maese Michelangelo Buonarotti, al que acabamos de encon-
trar, vive, es elocuente...
-Puedo imaginarme que prefiere el arte elocuente.
-¡Ah, ah! Me quiere tomar el pelo, maese. En el sentido figura-
(10, no me cogerá; en el sentido literal, me atrae la idea. Por aquí, a
la derecha, no tropiece, a la vuelta de la esquina hay unos peldaños
traidores. Se nota que todavía no se siente como en casa en este labe-
rinto, maese Giovanni Borgia.
-A mí, evidentemente, también me conoce
-Sé todo lo que vale la pena saber de vuestra merced. Viene de
la corte francesa, ha luchado con los ejércitos del rey Francisco 1
frente a Pavía, le capturaron los imperiales, pero le soltaron en menos
de veinticuatro horas porque tuvo la inteligencia de entrar en el séqui-
to del Nuncio. Su ilustrísima, don Jerónimo Aleandro, también fue
capturado, pero por supuesto devuelto a Roma a vuelta de correo,
con los necesarios cumplidos por consi(leración al Papa...
-De verdad, está sorprendentemente bien informado.
-Es mi especialidad, maese. Tengo buen olfato. Vino con don
Aleandro a Roma y los días de viaje no fueron mal empleados, si es
verdad que debe su función aquí a la intervención de su iluístrísi-
ma. En los tiempos (leí papa León, era bastante fácil conseguir un
empleo. El que podía sujetar una pluma y tenía el suficiente cerel)ro
como para no poner un libro al revés delante de sí, podía darse por
admitido; hubo entonces un aluvión de personajes que tuvieron la
osadía de llamarse sabios y literatos. Ahora, las cosas ya no son tan
fáciles... Sin una buena protección, no tienes nacía que haceL El papa
Clemente es parsimonioso y no tiene gusto, pero se deja aconsejar
bien antes de gastar el dinero en arte y ciencia. Que vuestra merced,
que no es poeta de profesión, haya llegado a ser escriba papal, abo-
ga en todo caso por su habilidad y perseverancia.., o por los favores
especiales de personas importantes...
-¿Por qué no por mérito personal?
-Me he tomado la libertad de adquirir, para examinarlos, algu-
i~0s (le Sus l)orradores de discursos. Su estilo es correcto, respeta todos
los preceptos, pero es soso, carece de fervor y chispa. Ningún garbo,
ningún ingenio en el encabezamiento, intitulación, metáfora, frases
finales. No manifiesta ni un ápice de conocimientos sobre la natu-
raleza humana, no sabe vuestra merced apelar a los sentimientos
de los lectores ni de los oyentes. Los tiene que halagar, seducir, esti-
mular, picar en su curiosidad, conducirlos por caminos que vuestra
merced mismo haya trazado; los tiene que ofender, afrentar, retar, si
viene al caso. No conoce los secretos de la verdadera retórica. En
suma, maese, íío tiene ni pizca de talento. Tiene que haber otros
motivos para que le hayan nombrado escribano aquí.
-Niotivos que vuestra merced seguramente también conocera.
No subestimo su olfato.
-Ah, esta promete convertirse en una conversación interesante...
-Hoy no, maese. Ya voy con retraso.
-Tiene razón... Sobre todo, no haga esperar sin necesidad a Berni.
Es un mal asunto tenerle como enemigo, sé lo que me digo. Es un
honor que él le haga acudir, maese. ¿Tal vez un encargo del datario
para vuestra merced?
--No sé nada.
-Hemos de volver a vernos dentro de poco. Es un extraño aquí,
y sin duda querrá que le informen sobre todo tipo de cosas. Estoy a
su disposición. Estoy al corriente de todo y tengo las mejores rela-
ciones. Puedo orientarle en el Vaticano y en Roma. Por supuesto,
querrá ver la ciudad alguna vez. Le aconsejo no ir solo, sobre todo al
Trastevere, la Ripay a Sant'Angelo que están repletos de gentuza. I,o
que necesita es un guía de confianza, un amigo, un hombre de mun-
do que conozca las buenas direcciones y que pueda encargarse de
las prc~entM iones. Pantasilea, Antea, Tulia, nuestras grandes corte-
sanas, las conozco a todas personalmente. No tiene más que hacer-
me utía seña y Roma se abrirá para vuestra merced.
-1.e agradezco la oferta, y la tendré en cuenta. Permítame saluí-
darle, maese...
-¡Aretino, Pietro! No lo olvide. Aretino Pasquino, un epigrama
de dos palabras, si entiende lo que quiero decir... ¿Será posible que
haya un hombre en Roma que no me conozca? ¡Eh!, espere, mae-
se. ¿O sólo está fingiendo? Ya seguiremos hablando.
44 45
III
MICHELANGELO
BUONAROTTI
aseaba deprisa, con las manos en la espalda, por las
desiertas galerías laterales. A lo lejos, detrás de él,
resonaban voces y pasos entre las columnatas del
portal grande, un flujo ininterrumpido de sonidos.
Los ecos llegaban hasta donde él se encontraba. A
la izquierda, una larga fila de puertas cerradas, ador-
nadas con ornamentos dorados y de bronce; a su derecha, un patio
se entreveía entre las altas arcadas. En el pavimento, había tiestos con
arbustos que florecían al sol. Un grupo de obreros realizaba repa-
raciones en una pared, bajo la supervisión de un maestro de obras.
Por la galería se diseminaban trozos de cal caídos, piedras viejas, peda-
citos de revoque desteñido. Comparada con la actividad en las logias
a lo largo de las salas de recepción papales, aquí se estaba tranquilo.
Ningún visitante, peregrino, curioso extraño, vendedor, mendigo;
únicamente, de vez en cuando, aparecía un cortesano seguido por
sus lacayos, un funcionario, o un prelado doméstico, reconocible des-
de lejos por el seco susurro de su vestido de tafetán. En el aire flota-
ba un olor a incienso, a madera carcomida y alimentos fuertemen-
te sazonados, a cuartos no ventilados en mucho tiempo, a alfombras
mohosas y perfume, a cieno del Tíber, a adelfas en flor, a fruta muy
madura y a estiércol de caballo.
Había venido con desgana a Roma. En la ciudad había brotado
la peste; entre los artistas de la corte, su enemigo Bandinelli lleva-
ba la voz cantante y, además, había tenido que dejar sin terminar
en Florencia el trabajo que le satisfacía plenamente, que le apa-
sionaba. La pérdida de tiempo le amargaba. El asunto para el que
le habían hecho venir era demasiado complicado para solucionar-
lo en unos días. Había expuesto repetidas veces su punto de vista
en cartas y mensajes. Consideraba como una ofensa personal que
el pontífice le obligara, no obstante, a asistir personalmente a la lar-
ga investigación de las acusacioí-ies y las defensas. Se conocían los
hechos, ya que los documentos se encontraban en la cancillería. El
contrato que había firmado, allá por 1513 o 1514, con los herede-
ros del papa Julio, sólo hablaba de la continuación del trabajo en
el monumento sepulcral encargado por el difunto. Nunca se había
fijado una fecha en la que una y otra cosa tenían que estar termi-
nadas. No había infringido el pacto cuando no dio prioridad a otras
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58
Iv
VITTORIA COLONNA
1 cortejo se dividió ante el puente (leí Tíber.
Giammaria Varano y su mujer se fueron en direc-
ción a Trastevere -querían '~isitar la basílica de Santa
María- y la marquesa <le Pescara regresó con su
séquito al palazzo Colonna. Pasó el resto del día en
sus aposentos.
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62 63
En Otoño de 1511, Pescara fue a la guerra bajo las banderas del papa
Julio contra los ocupantes franceses de Lombardía. Estuvo más de
cuatro años fuera de casa.
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¡Tenemos tantos intereses comunes! La administración de
las propiedades en Isehia, Marino, Benevente. Asuntos econ&
micos y familiares. Finalmente, todo lo que se refiere a Alfonso,
nuestro al4~ado, el heredero y sucesor de Ferrante. Escribiendo
a Ferrante, leyendo lo que él me contesta, tengo la sensación
de que estamos unidos. Volverle a ver, hablar con él, tocarle la
mano: esa expectativa me llena de pensamientos que no me
atrevo a sondear. Volver a vivir su regreso del año 15, ¡nunca,
nunca! Antes huiría al rincón más lejano del mundo.
Esa pasión extrañó más a Pescara que la frialdad de los días ante-
riores. Buscaba una explicación: ¿esperaba quedar embarazada, acep-
taba de mala gana la sucesión de su joven sobrino Alfonso del Vasto,
que se criaba en su cas~7 La libido de Vittoria le infundía una leve
aversión; esas lágrimas, esos suspiros, ese silencio crispado, le pare-
65
Mi amada
contigo tanto tiempo estará
como con su Vitioria, Pescara
70
Un monje franciscano del monasterio de MoíltCfalc~í~e, fray
Mateo da Bascio, que, con riesgo de su vida, había soC ~1ido a la gen-
Camerino durante el hambre y la de la pe~ P~Seia infi-
te de plaga on
nitamente más autoridad que él. A este benefactor lC C Sicleraban
un santo: su palabra era ley y su opinión sobre la .aducaí podría
influir de forma determinante en la actitud (leí par~ Var~~0 solí-
citó la presencia del monje, le dio las gracias y le pro01 etio respaldo
en las obras benéficas. Mantuvo su palabra. Así se asc~íífiba, Sin des-
pliegue de poder o amenazas, la obediencia de los «'i~tes de la
región. Estos identificaban a los pmtectores de fray M:ltCO c~n el pro-
Mateo: una trinidad se 1igratt1í
pio fray inviolable. Varano cÚ ~iba por
su ocurrencia.
a iTi lst
Entre Catalina y el monje surgió una profund'1 ~ Eran
espíritus gemelos, ambos apasionados, combativos 1,neg~105 hasta
el extremo en sus convicciones Varano les respaldar cort cíiiíero y
otros medios, M~íte0 cuicldba a los
pero Catalina hacía lo que fray ,1a lo ~ tristes.
enfermos, alimentaba y vestía a los pobres~ consolalY
sirve a Dios no tiene p<~~ qué temer ningún poder humano. La volun-
tací es lo que cuenta. ¿Para qué hemos recibido nuestra voluntad, si
no es p~lra querer a Dios?
-Tengo miedo del poder de la naturaleza, que obra escondida
dentro dc nosotros, mina la voluntad y envenena la sangre.
-Justamente esa es nuestra tarea: someter a la naturaleza y poner-
la al servicio de Dios.
-Enséñame cómo se hace, y lo haré.
-No la despistes -dijo Varano-. Lo único que podemos hacer es
estimular la voluntad; cada uno debe seguir solo su propio camino.
¿Qué sé yo de tu peregrinación, qué sabes tú de la mía? ¿No es esto,
justamente, la esencia de nuestra convicción, que cada uno para si
aprenda a conocer a Dios en su propio ser? Invita a la madonna a asis-
tir a las reuniones de la Fraternidad, a ser nuestra huésped en
Camerino; lo que allí oirá y verá, tal vez encuentre eco en su cora-
zón.
76 77
Estaba en su alcoba y veía deslizarse los rayos del sol por el suelo, has-
ta que finalmente se escapaban por las ventanas. Había un libro abier-
to en el atril, pero ella no lo miraba.
¡lacia la ííoche, resonaron cascos de caballo en el patio. Un cria-
do anunció la llegaría adelantada del marqués de Pescara. En el pel-
daño más alto (le la escalera, Vittoria le esperó en señal de bienve-
nida. No le veía aún, sólo escuchaba en el pasillo abovedado que
conducía al patio un paso desconocido, renqueante, el toctoc regu-
lar de un bastón. Hundió las uñas en las palmas de sus manos, inten-
tando en vano controlar los temblores que la invadieron.
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IÑRDIVJDDIIILD
O9S?~I9NV~Id y
ITHAVIHDYJN 010991N
1
me conoce y más de una vez ha hablado con benevolencia acerca de
mí, aunque sea cien veces un Médicis. Lo he tenido en cuenta dedi-
cándole el octavo libro de mis IstorieFiorentine. A principio de año son-
deé a Vettori sobre la conveniencia de mi llegada. No suele ser muy
alentador. Cuando contestó que el pontífice había leído una parte de
las Ist orie y que le había gustado, decidí probar suerte.
Me recibieron adecuadamente; Strozzi y Salviati, por su parte, me
prometieron al instante emplear toda su influencia para ayudarme.
Debo admitir que contaba con toda seguridad con una mejoría de
mis circunstancias. Esta vez no se debía a un exceso de modestia por
mi parte. Mi petición era todo lo clara que se puede desear. El agua
me ha llegado hasta el cuello. Día y noche espero con ansiedad la posi-
bilidad de servir a este país desastroso y plagado. ¿Qué hace un hom-
bre como yo en esa granja cerca de san Casciano, entre gallinas, cabras
y paletos? Te he dicho ya, en otras ocasiones, cómo paso mis días:
deambulando entre mi huerta y la posada, bebiendo vino yjugando
partidas de chaquete y leyendo, leyendo, leyendo las obras de mis ami-
gos griegos y romanos que sólo tienen un defecto, y es que murieron
hace ya más de mil quinientos años. Francesco, tú conoces mi merí-
to. La ociosidad obligada me vuelve mustio y amargo como una fru-
ta olvidada en el enjugador. Te pregunto: ¿qué existencia es esta?
Mis pensamientos nunca me dejan en paz. Veo cómo Italia se vie-
ne abajo, y cómo esta caída se precipita aún más por la estupidez y
la corrupción que claman al cielo de nuestros altos señores. Sería
capaz de aconsejaries. Soy el boticario del jarabe amargo, el último
recurso. No garantizo la mejoría pero, en una situación de extremo
peligro, todo esfuerzo debe ser bien recibido. Si poseyera la autori-
dad necesaria... ¿Qu~ es lo que pasa? Quieren beber la medicina a dis-
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Un servidor de su excelencia,
Niccolé Machiavelli
en Roma
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-según sea su convicción- al bando contrario. Cuando la lucha se
desplace en dirección sur, como es de esperan entonces Camerino
puede resultar un punto de gran importancia estratégica. Si yo fue-
se Varano, no perdería mi tiempo con la teología, sino que me pre-
pararía por lo que pudiera pasar en un futuro próximo.
Seguí la comitiva para ver a Varano una vez más, de manera que
en adelante pudiera reconocerle. Pero, en el momento decisivo, sólo
tuve ojos para aquella mujer, Vittoria Colonna, cónyuge de Pescara. Es
la segunda vez que me encuentro con ella por casualidad. La primera
vez fue en el año 17, en Nápoles. Acompañaba a Pescara en un desfi-
le majestuoso. Hacía más de tres años que había salido de Bari, y ya no
trataba de igual a igual a los grandes señores de Nápoles y alrededo-
res. Me sentía en la calle, entre el pueblo, un mero espectador anóni-
mo. Se saludaba con júbilo y palmas al marqués y a la marquesa. A él,
se le consideraba como el héroe de las batallas de Lombardía, y en la
persona de ella querían honrar a su padre, Fabricio Colonna, el gene-
ral de Nápoles. Grité ¡Viva! con la muchedumbre. Acababa de prestar
servicio,junto a los mercenarios adiestrados por Fabricio Colonna, en
el ejército imperial; mi admiración por aquel hábil militar y gran coman-
dante no conocía límites. Él era la estrella que me orientaba en mis
tiempos errantes. Con ese ejemplo en mi mente, elegí el servicio mili-
tar como mi vocación en esos años decisivos. Era, por lo tanto, por él
por quien vitoreaba a aquella mujer. Por lo demás, no me interesaba
esa bella y rígida muñeca adornada con joyas.
El otro día, en el pórtico del Vaticano, me impresionó un tanto más:
aquella boca severa, aquellos ojos llenos de sombra. Lo que llamó sobre
todo mi atención fue su notable semejanza con la mujer en cuya cor-
te me educaron, mi madrastra, Isabel de Aragón. La postura y la mira-
da determinaban esa semejanza. Cuando la vi llegan despacio, con la
mirada baja y un rasgo de los labios que, a falta de una mejor palabra,
he de llamar sonrisa, parecía que el tiempo se había detenido.
Se dice que el aspecto de una persona delata su alma. Me pare-
cía un pensamiento particularmente excitante, que la casta y, no obs-
tante, madura belleza de mujeres como Isabel y esta Vittoria, fuera
fruto de una tristeza secreta, de una privación llevada con orgullo.
Maese Aretino me canturreaba una canción:
Mi amada,
contigo tanto tiempo estará
como con su Vittoria, Pescara...
¡La promesa burlona de un amalíte que piensa dejar a su amada! Las
canciones callejeras, con toda su exageración, dan casi siempre en el
clavo. Ya por aquel entonces, escuchaba comentarios irónicos en
Nápoles cuando el marchese y su esposa pasaban con el cortejo nup-
cial de Bona Sforza: habría hecho falta una fiesta para persuadir a
Pescara de que volviera a su casa. ¿Qué ronda en la mente de una
bella mujer rechazada?
Me incliné profundamente cuando pasó frente a mí en los por-
tales del palacio pontificio. Por un momento pensé que su mirada
iba dirigida a mí. Pero, con toda probabilidad, ni siquiera me había
visto. Miraría por encima de su hombro al hombre que estaba delan-
te de mí en la aglomeración, el cual, según me informó maese Aretino
resultó ser el pintor y escultor Michelangelo Buonarotti. Sé poco
de artistas y obras de arte. Cuando tuve por primera vez la oportu-
nidad de contemplar las pinturas en la bóveda de la capilla Sixtina,
imaginé que un hombre que sabe plasmar el cuerpo humano de tal
manera, debía estar extremadamente bien formado. Sin embargo,
ocurre lo contrario: su postura es encorvada, sus manos son forni-
das, anchas, huesudas, su pelo y barba desordenados, pardos; el tabi-
que de su nariz está roto, lo que da a la cara la impresión de estar tor-
cida. Cuando maese Aretino le dirigió la palabra -me pareció que su
excelencia le quería distinguir con un saludo-, no contestó. Pasaba
los dedos en un gesto nervioso por la boca y el mentón, como para
quitarse algo, y nos miraba de reojo con timidez y recelo. Mediante
un gesto torpe, se perdió de repente entre los transeúntes. Más tar-
de, camino del secretariado de Giberti, le vi caminar a lo lejos.
Aceleraba su paso. Por lo visto, a él tampoco le gusta que maese
Aretino le alcance y le dirija la palabra.
En aquel momento, la comitiva de la marquesa había salido ya
a la escalinata por las puertas de bronce. Su esposo, Pescara, es un
gran hombre. Sin él, las tropas imperiales nunca hubieran conse-
guido la victoria en Pavía. Su energía e ingeniosidad son inagota-
bles. Era él quien forzaba a los nuestros a estar alerta continuamente,
ora atacando, ora provocando escaramuzas. Sus guerreros levanta-
ron murallas alrededor de todo nuestro campamento. Cada día se
cerraba más ese anillo de fortificaciones. Tres días antes de la bata-
lla, asaltó nuestros bastiones con unos mile& de-hombres de la infan-
tería española, entró en el campamento, capturó artillería y nos oca-
sionó grandes pérdidas. Finalmente, sus mosqueteros causaron, el
día 24 de febrero, el día de Pavía, la masacre definitiva de nuestra
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Cada vez que llegaba a este punto, me venían a la mente las pala-
bras y modales de Vannozza. Me había detestado, tratado siempre
con un sigiloso desprecio. Nunca dejaba que me faltase de nada pero,
a pesar de todos los cuidados, me hacía sentir su desgana. Era capaz
de mimar de vez en cuando a Camila y Carlota, los otros hijos ilegí-
timos de César, tan cariñosamente como a su favorito Rodrigo. Sólo
a mi no me había tomado nunca en brazos. Yqué decir, finalmen-
te, de sus extraños arrebatos durante nuestra estancia en Castel
Sant'Angelo. Me torturaba infructuosamente para hallar la cohe-
rencia en las palabras semiolvidadas y enigmáticas de una vieja mujer.
Rodrigo me miraba con asombro cuando hablaba de estas cosas. No
comprendía lo que quería decir; sus recuerdos no llegaban más allá
de nuestra llegada a Bari. El enfriamiento en la actitud de Isabel y
Bona hacia mí se le escapaba. Como siempre, él y yo estábamos jun-
tos en lOsjUegOS, en las clases y en la práctica de armas. Para él, nada
había cambiado; para mí, todo. Rodrigo era un chico despreocupa-
do, cautivado por nimiedades: un paseo a caballo, las bromas de los
bufones, el hermoso vuelo de un halcón, una boina o un cinturón
nuevos, una galera que pasaba muy lejos en el mar. Unicamente le
torturaba el miedo de que le mandasen a Ferrara.
Ya entonces yo era reservado, con tendencia a la introspección.
No quería derramar ni una lágrima por la actitud reticente de Isabel,
pero día y noche me preguntaba cuál podía ser su posible razón. A
primera vista, era tan bondadosa y serena como antes. Tal vez no
hubiera tenido conciencia del cambio, si no hubiera valorado tanto
su juicio hacia mí.
Una vez, unos campesinos le llevaron una águila real joven, caí-
da de su elevado nido antes de aprender a volar, un animal espan-
toso, desnudo y ciego, que mantenía abierto el pico, y se había con-
vertido en una fiera por el hambre. El séquito se divirtió con el pájaro;
sólo Isabel lo observó en silencio, con una ~ombra de aversión y lás-
tima en el rostro. Cuando vi fijados en mí sus ojos en los días poste-
riores a la visita de Alfonso d'Este, reconocí aquella mirada. Mi inse-
guridad aumentaba día a día.
Además, sentía cambiar mi cuerpo. Sabia que me estaba hacien-
do mayor; me llenaban nuevas pasiones, nuevas sensaciones, veía a
la gente a mi alrededor con otros Ojos. Era curioso e inquieto, deam-
bulaba de sala en sala sin saber lo que buscaba o me esforzaba dema-
siado, de forma igualmente inútil, en las clases de lucha y equitación.
Prestaba más atención, como es usual a esa edad, a los encantos v¡si-
bles y escondidos de las damiselas que servían a Isabel que a los cono-
cimientos librescos de maese Bonfiglio. Tampoco de esto podía hablar
con Rodrigo; él era un niño y yo, un hombre.
En el año 1510, el hijo de Isabel se rompió el cuello en una cace-
ría de la corte francesa. Es peligroso que un cazador nato salga a cazar
con hábitos. Isabel escuchaba aparentamente impasible la ominosa
noticia. Hacía diez años que se lo habían quitado; nunca más le había
vuelto a ver, nunca había recibido una carta o una noticia directa-
mente de él. Sabía que él la había olvidado y que se sentía contento
en su papel de abad mundano de Noirmoutiers. Ella misma había
deseado que fuera así, que se le ahorraran el pesar y el anhelo infruc-
tuoso. Cuando se lo arrancaron de sus brazos, guardó luto por él
como por un difunto. Desde entonces, para ella ya no era su hijo,
una parte de ella misma que añoraba con doloí; carne de su carne,
sangre de su sangre, sino la encarnación del sueño que dominaba su
vida: el regreso a Milán, la rehabilitación de los Sforza y los Aragón.
Según Bona, nunca perdió la esperanza de ver a su hijo convertido
en duque algún día. Estaba dispuesta a pedir de rodillas la dispensa
pontificia. La esquela mortuoria de Francia destrozó esa esperanza.
En silencio, sin lágrimas, Isabel sobrellevaba el luto, dando un ejem-
Pío estoico de dominio de sí misma.
Aunque ya no me sentía tan unido como antes a Isabel, Bona y
Rodrigo, me afectaba profundamente descubrir que Rodrigo estaba
asumiendo paulatinamente el papel de heredero y sucesor en Bari.
Este procedimiento en sí era harto natural: Rodrigo era el hijo del
hermano de Isabel. Ella podía alegar, con respecto a la ascendencia,
casi tantos derechos sobre él como su propia madre, Lucrecia, en
el terreno del cuidado, e incluso más. El mismo consideraba como
un hecho probado que pertenecía a los parientes consanguíneos de
su padre. Era un Aragón, de estirpe real. Se sentaba a la diestra de
Isabel. En la corte, se murmuraba que nada era imposible: hijo, here-
dero, sucesor; un concepto, evidentemente, derivaba del otro.
En aquellos días, se produjo para mi el cambio de rango defini-
tivo. Del círculo de parientes consanguíneos, fui desplazado a lafami-
gua, al séquito. Este proceso tuvo lugar tan gradualmente, que no me
podía quejar de cierto trato humillante. Notaba la diferencia pero
no era capaz de indicar en qué consistía. De igual categoría y miem-
bro de la familia de Rodrigo, me convertí en algo así como un her-
mano adoptivo, un camarada de juego de descendencia más baja.
Todavía entraba y salía de los aposentos principales, tenía mi sitio en
110
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yo ya no era indiscutiblemente el más fuerte. Su miedo había dado
paso al desprecio. Aunque le tocaba llevar las de perder, leí en sus
ojos el juicio sobre mis ataques incontrolados, y eso era tan grave
como una derrota.
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Sólo puedo evocar mis primeras andanzas por Nápoles con cierta ixo-
nia. A pesar de que llevaba conmigo a mi criado, mi caballo y un
monedero bien lleno, no era más que un mendigo. Visité a todos los
grandes señores con las cartas de recomendación de Isabel, con la
esperanza de ser admitido en alguna corte: la del virrey, la del mar-
qués de Pescara, la de Próspero o la de Fabricio Colonna. Me ofi-e-
cieron cortésmente una estancia, pero por l)oca dcl mayordomo o
del secretario. Me consideraban como un invitado de los muchos que
van y vienen a diario. El virrey me recibió una vez personalmente y,
aunque fue muy afable, 110 inc prometió nada. Pescara y los dos
Colonna no estaban en Nápoles, sino con los ejércitos imperiales en
Lombardia, para defender Milán. Ardía en deseos de ir allí también.
Con un poco de respaldo de una persona influyente, seguramente
hubiera logrado mi objetivo. Estaba decepcionado porque las cartas
de Isabel no me servían de nada, y me irritaba mi propia inexpe-
riencia. Cuando salí de Bari, montado en mi nuevo y brioso caba-
lío, con mi mozo detrás de mí y las mulas que cargaban con níi equi-
paje, me consideraba un hombre de mundo, libre, adulto. En Nápoles
no quedaba mucho de esa soberbia. Pasaba los días en palacios extra-
ños en una espera interminable. No sabia qué era lo que tenía que
decir o hacer, a quién dirigir la palabra y a quién no. Cuando reco-
rría las calles de la ciudad, estaba tan impresionado por lo que veía
y escuchaba, que se me olvidaba adoptar el porte indiferente que
caracteriza al noble. La curiosidad y la torpeza causaron mi ruina.
Me sentí halagado cuando dos jóvenes bien vestidos que habla-
ban en español, me dirigieron la palabra con un respeto fraternal
frente a una posada. Los tomé por cortesanos dcl virrey. Delante dc
un vaso de vino les conté de dónde venia y qué buscaba. Prometieron
interceder por mi ante un hombre poderoso de la corte. Pero antes
me enseñarían las atracciones dc Nápoles. Los días que siguieron fue-
ron una borrachera cíe vino, amor comprado y peleas furiosas con
otros festejadores. Cuando volví en mi, estaba estirado, medio des-
nudo, en una mesa de una taberna en alguna parte de los barrios
bajos. Había perdido mi caballo, mi monedero, mi capa y mis botas.
La ropa que aún llevaba estaba sucia y rasgada. En el camino había
perdido~ además, a mi mozo de caballos. Jamás le líe vuelto a ~'er y
no sé lo que habrá sido de él. Tambaleándome, busqué el camino de
vuelta a la parte de la ciudad que conocía. El sol ardía en las estre-
chas calles empinadas; tropecé con montones de basura, mientras
unas mujeres muertas de risa retorcían la ropa sobre mi cabeza.
Tuve que vender el contenido de mis cofres. No quería volver
a Bari ni pedir ayuda a mi tutora Lucrecia bajo ningún concepto.
Compré otro caballo; ya no era joven, pero andaba aún bastante
bien. Durante un tiempo, vagué por los alrededores de Nápoles.
Accidentalmente, fui a parar a una banda de salteadores, que me
dieron caza como a un traidor cuando eché la soga tras el calde-
ro. Más tarde, serví unos meses en el séquito de un noble que vivía
en una finca no muy lejana de Benevento. Allí mc enteré -era sep-
tiembre de 1515- de que los franceses, bajo el mando del rey
Francisco 1, habían derrotado a los ejércitos imperiales cerca de
Marignano, y que la ciudad de Milán había vuelto a caer en sus
manos. Sforza todavía estaba allí, atrincherado en el castillo, espe-
rando refuerzos. En el sur se confiaba en que resistiría. El castillo
de Milán se tenía por inexpugnable. Pero antes del invierno llegó
la noticia de que el canciller Morone había traicionado y vendido
a su señor a los ocupantes franceses, como había traicionado y ven-
dido a El Moro quince años antes. Posteriormente, escuché en
Francia otra versión de lo ocurrido. Según parece, Maximiliano
Sforza, que no tenía muchas ganas de gobernar, ni dc contraer
matrimonio con Bona, iba cotí ellos a Francia, donde le habían pro-
metido un puesto de honor y una vida fácil, mecho cautivo pero no
muy en contra de su voluntad. Sea como fuera, es indudable que
Morone colaboró en el desarrollo de las cosas. Tal vez por el bien
de Milán, pero seguramente en peijuicio de Bona e Isabel. Para
estas dos mujeres, la oportunidad de volver a Milán parecía perdi-
da para siempre. El papa León abandonó a las tropas imperiai~s y
firmó la paz con el rey Francisco 1. No mucho tiempo después, los
señores de Colonna y Pescara regresaron de Lombardia a Nápoles.
Fueron -Pescara lo sigue siendo- los líderes del partido pro espa-
ñol. Ya entonces se suponía que no se resignarían a la política del
pontífice, sino que seguirían luchando con todas sus fi~erzas con-
122 123
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más fuerte que el que había tenido que superar cuando vol-
~r a su mujer tras una ausencia de varios años. Lejos de ella,
imente mostraba una disposición indulgente, sabía expresar
y respeto, alguna vez incluso le invadía la compasión por su
d. En los brazos de Delia, a veces le sorprendió descubrir un
sentimiento de culpabilidad; después, se propuso mostrarse
mplaciente en la siguiente ocasión. Pero, cuando su mujer fue
cuentro para saludarle, su aversión hacia ella aumentó. El com-
de ella no era natural. Notaba que se dominaba con
pus fuerzas para no delatar lo que pensaba y sentía realmente.
que le rodeaba continuamente de atenciones y cuidados, que
pisamientos río se alejaban de él, que lo veía todo, que lo escu-
todo. Ese interés sigiloso y reflexivo le molestaba de forma des-
Ahora que estaba enfermo, se sentía con menos fuerzas que
para combatir aquella aversión.
ratos odiaba a esa mujer tras su tranquilidad engañosa. Lo
la se callaba, llenaba con intranquilidad el silencio que los
iba. Intentaba huir de ella conversando con extraños, lo cual
a insatisfecho, pues no era sino un juego, y así no lograba
de la duda y la irritación. Lo que ocurría era que Vittoria
pmpletameíite digna de confianza. Había demostrado que
allar y sus consejos habían resultado ser valiosos en más de
~sión. Lo que le irritó todavía más fue que ella se mezcíara
datario Giberti. La paz y la libertad son un dulce cebo para
ir a las mujeres. Alguien que, como él, comprendía el juego,
[Ue, en aquel estado de las cosas, la paz era imposible y que
ataba predestinada a soportar la dominación del emperador.
podían darse cuenta de la magnitud del conflicto los que
iban la política desde sus palacios? Despreciaba a los pre-
~ los príncipes en sus principados, a los gobernadores civi-
las Repúblicas, por ser cortos de vista, por su afán de ob te-
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L
despliegue de heroísmo que verdadero coraje. He podido compro-
barIo en todas las circunstancias que se me han presentado.
-Tal vez no sean los mejores italianos los que sirven a la causa
imperial; tienes muy poco contacto con otros.
-Te refieres a la categoría de soñadores y habladores. El cielo
me guarde de aquella caterva; nunca esperes de mí que trate con
ellos. He dedicado mi vida a la fama del emperador, a ayudar a cimen-
tar su poder en Italia. Me debe mucho. Puedo afirmar sin exagera-
ción que soy yo quien ha mantenido el partido español en los últi-
mos diez años. He pagado la soldada a las tropas y las he provisto de
armas, a costa de mi propio bolsillo. Sabes cuánto hemos tenido que
sacrificar, hasta qué punto estamos endeudados. Dentro de poco,
vencerán las hipotecas de nuestras tierras y las perderemos para siem-
pre. Ahora puedo exigir el reembolso por derecho yjusticia. Sin mí,
no habríamos vencido en Pavía. También capturé al rey francés. Así
que me creí facultado para repetir la solicitud que ya hice hace
dos años: asumir el mando supremo de los ejércitos imperiales.
¿Quién si no, es el indicado para ello? Pero tampoco he logrado aho-
ra una respuesta concreta. Mientras tanto, tengo que contenerme.
Esperar, siempre esperar. Mi dinero se ha acabado. Ni a ti ni a mí
nos queda nada que hipotecar o vender. Tengo que dejar que los
soldados saqueen y roben en las regiones donde acampan, porque
no puedo pagar su soldada. Eso daña el nombre del emperador y la
causa española. Me hacen responsable de todo el daño causado. En
el bando contrario, tengo fama de ser el canalla más cruel que anda
suelto en la tierra de Dios. Me encoleriza tener que tolerar esa fal-
ta de disciplina, ese desorden.
-¿Todo esto se sabe?
-¡No lo dudes! En este país nunca se mantiene nada en secre-
to. Todo el mundo sabe que el emperador no tiene dinero. Nuestros
enemigos tienen motivos para reírse, pues cuentan con que su rui-
na vendrá de esa falta de dinero. Hay más: el condado de Carpi est
proscrito desde que Alberto Pio se pasó a los franceses. Mis tropas
ocupan las tierras y el castillo. He pedido al emperador que me otor-
gue Carpi en calidad de préstamo. ¡Petición denegada! ¿Qué te
parece eso?
-O bien el emperador es extremadamente prudente, o bien tie-
ne planes mejores para ti...
-Eres de buena fe. Me engatusa con promesas sólo para mante-
nerme a su servicio, pero no tiene la intención de cumplir ninguna.
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la cabeza que otros sacan provecho de esta situación? Ferran te
bien lo dice: todo el mundo está al corriente.
Recuerdo la observación que me hizo el pontífice cuan-
do me encontraba con Varano de Camerino en el Vaticano:
«Esperemos que su imperial majestad sepa recompensar
en su justo valor el mérito del marqués de Pescara.» Ya enton-
ces sospeché que esas palabras tenían otra intención. Después
se produjo un silencio breve pero muy significativo. Varano
y madonna Catalina parecían relegados a un segundo plano:
el pontífice, Giberti y yo misma éramos los actores princi-
pales de una comedia cuya trama y texto sólo para mí eran
desconocidos. Mis dos antag~nismas me miraban y aguar-
daban tensos. El papa Clemente, inclinado hacia delante,
mantenía apoyadas las palmas de sus manos en los brazos del
su trono, como si estuviera preparado para levantarse tras mi
réplica. En su cara apreció una expresión de curiosidad no
disimulada; en su boca, una sonrisa condescendiente y pro-
tectora. Bajo la luz cenital, los pliegues de su esclavina res-
plandecían en matices que iban del blanco plateado al rojo
sangre. Giberti, quieto, erguido de trás del trono del pontí-
fice, parecía esperar mi reacción con la misma tensión. No
me quitaba los ojos de encima. Palpaba, con lentos movi-
mientos de los dedos, la fila de botones de su hábito. Primero,
pensé que se burlaban de mi. ¿Por qué, si no, habría hecho
esas alusiones a mi vida matrimonial, al estado desastroso de
nuestras finanzas, a la indiferencia del emperador? Guardé
silencio hasta que el pontífice concluyó la audiencia con unas
breves palabras. Reflexionando sobre las cosas que me ha
contado Ferrante, valoro de otra manera la escena de la sala
de audiencias del Vaticano. El pontífice no hizo alusión algu-
na al regreso y al descontento de Ferrante para castigarme
personalmente con su ofensa. Había otra intención detrás
de ello.
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VIII
FRANCESCO
GUICCJARDJNI
A NICCOLÓ MACHIAVELLI
stimado Maqchiavelli:
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'ir
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Con amistad,
Guicciardini
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o
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tares, los hombres de estado quieren ser filósofos, los príncipes dicen
ser poetas y sabios; lo único que falta es que los grandes señores, que
ante todo tienen la obligación de ser capaces de defenderse, se reti-
ren a los bosques para meditar sobre los abusos de la Iglesia. Seré
el último en negar que los señores prelados están al servicio ante
todo de su propia ambición y avaricia; cuanto más alto es su rango,
tanto más llamativo es el contraste entre la dignidad de su función
y su conducta.
Pero, ¿no sucede en todas partes igual? El mundo sólo respeta el
poder. El papa Adriano, el predecesor de Clemente, era, al parecer,
un hombre piadoso yjusto. A Aleandro le faltaban palabras para ala-
bar su sencillez, su disciplina y su incorruptibilidad. En Francia no
se hablaba más que con burla o desdén del pontífice, porque no supo
mantener el decoro de su clase y era demasiado simple de ánimo para
ser un buen diplomático. De un pontífice se esperan tan pocas vir-
tudes civiles como de un rey.
Por lo visto, Varano se toma muy a pecho cosas como esta y de
parecida calaña. ¿Por qué él y su mujer no han hecho los votos monas-
ticos? El bonete le sentaría mejor que la corona ducal. Quién sabe lo
saludable que resultaría su influencia en la curia. No tiene heredero
varón, sino una hija, una niña todavía; si no engendra un hijo,
Camerino pasará a otras manos. Con el dinero y el respaldo de algu-
nos hombres influyentes, yo tendría una posibilidad razonable.
Precisamente por el hecho de que estoy sin blanca y no poseo nin-
gún asidero, se me hace aún más insoportable. Lo que soy, lo he con-
seguido por mi mismo.
Cuando, por aquel entonces, vagaba por los alrededores de Nápoles
a mis diecisiete años de edad, podría haberme convertido en cualquier
cosa: un salteador de caminos, un gorrista en lafamiglia de un noble
del campo, un mendigo y Dios sabe cuántas cosas más. Impulsado por
el deseo de luchar en favor de Milán y los Sforza, escogí el servicio mili-
tar, y me ofrecí como mercenario a Fabricio Colonna. No puede exis-
tir mejor escuela para un soldado; todo lo que sé sobre la táctica de
combate lo aprendí cuando servía entre sus hombres. Yno sólo el arte
de la equitación y el manejo de las armas. Fabricio Colonna hacia
formar a sus soldados todos los días. Primero, iba lentamente a caba-
lío entre las filas y nos inspeccionaba con el bastón elevado. Su mira-
da se adivinaba aguda y severa bajo la visera; el viento mecía su larga
y canosa barba. Finalmente, nos hablaba de pie en los estribos. Su
voz era muy podcrosa. Todavía recuerdo algunas de sus palabras.
-En nuestros días todo el mundo se esfuerza por imitar los aspec-
tos externos de los antiguos. Tomemos, por el contrario, un ejemplo
de su fuerza espiritual y moral. La sencillez, el orden, la disciplina,
son normalmente ajenos a los hombres como vosotros, que hacéis
de la guerra una profesión. Sólo sabéis robar, asesinar, cometer actos
de violencia. Los de vuestra calaña han de subsistir a costa de guerras
largas. En tiempos de paz, os convertís en criminales. Un soldado sin
sentido del honor, sin sentimiento de vergúenza, es un instflimen
to del diablo, la causa de una indecible miseria.
»Para mi, no es suficiente ser el comandante de un ejército.
Quiero educaros para llegar a ser lo que yo llamo soldados. No tole-
ro gentuza indisciplinada en mi tropa. Os enseño a luchar, el arte de
formar, atacar, cercar, replegarse; pero no es suficiente. No perdono
en mis tropas la traición, la avaricia ni la crueldad.
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no, tenía pocos motivos para abrigar buena voluntad hacia los Borgia.
Minaron y destrozaron para siempre el poder de Aragón. Lamento
que circunstancias ajenas a mi voluntad me obligasen a centrar mi
atención en el Borgia que hay en ti. Desde entonces, nos hemos
ido alejando el uno del otro, Giovanni.
-¿Por qué le asesinaron? ¿Lo hizo acaso César?
Isabel se encogió de hombros. Las comisuras de su boca dibuja-
ron una sonrisa llena de amargura.
-¿De verdad esperas que sepa la respuesta? La Casa de Aragón
había perdido, en aquel tiempo, mucha influencia y poder, como ya
te he dicho hace un momento. El papa Alejandro apoyó a los fran-
ceses porque así convenía a su preferido, César. Alfonso era ya, por
aquel entonces, aliado de Francia y, además, viudo. Nadie podía acu-
sar a mi hermano de impotencia -Rodrigo acababa de nacer-, por
lo que tuvo que desaparecer de otra manera. Saca tus propias con-
clusiones.
-¿Es, entonces, verdad que todos los Borgia son unos traidores y
unos asesinos?
-Sabían conseguir su objetivo. Sus adversarios no perdonarán ni
olvidarán eso nunca. Te lo digo de nuevo. No soy quién para juz-
gar. No tiene sentido desempolvar viejos rumores. Con ello no con-
seguirás nada. Eres adulto. Quieres conocerte a ti mismo. Perteneces
a una nueva generación, que no descansará hasta comprender todo
lo que existe bajo el cielo.
Expresó justo lo que yo pensaba.
-Así es, quiero saber quién soy.
-¿Qué quieres ser, Giovanni? El hombre es lo que es por su fe,
por su convicción, por la entrega de todo su ser a un objetivo elegi-
do a conciencia. Todo por lo que vale la pena vivir y morir existe por
gracia de nuestra voluntad humana.
Repliqué que, a pesar de la fe, la convicción y la entrega, su volun-
tad nunca le había llevado al objetivo deseado. Bajó la mirada.
-He aprendido a querer mi destino. Lo que me pasa, ya no me
hace daño; quiero entregarme a la resignación con todo mi ser.
De nuevo, creí sorprendería en una actitud de cobardía.
-Pero esa resignación no es más que una mentira para encu-
brir una derrota.
-La voluntad de vivir de forma magnánima nunca puede ser con-
siderada una mentira. Entregarse al odio, a la amargura, a la ira, eso
si es, a mis olos, una derrota. La contención, aspirar a un orden,jus-
to cuando todo amenaza con abandonarnos, eso es, por el contrario,
actuar conscientemente. El que actúa nunca será un juguete, una víc-
tima. Soy libre debido a mi voluntad de querer crear bajo todas las
circunstancias una norma única para mí. No me pierdo por decep-
ción o por tristeza.
-Sin embargo, se llama a sí misma unica in disgrazia...
-Tengo todo el derecho de llamarme así. Veo que no me com~
prendes... Tendrás que vivir algunos años aún, antes de poder dar-
me la razón, Giovanni.
Lo único que entonces no podía o quería comprender era que
su orgullo principesco le impedía admitir que su mundo se había
venido abajo como un castillo de naipes. Respetaba esa arrogancia;
debía reconocer que esa postura era la única posible, pero no la creí.
Me costaba trabajo disimular mi impaciencia e irritación. Ella no me
diría lo que yo quería saber. Había recurrido a disquisiciones filosó-
ficas que me dejaban frío. También sentí compasión por ella. Milán
perdida para siempre, Bona lejos de ella en el otro lado del mun-
do. Era una mujer solitaria, al borde de la vejez. ¿Cómo podía repro-
charle que quisiera ser indulgente, que evitase juzgar con dureza,
que prefiriera correr un velo sobre los puntos podridos del pasado?
Las tranquilas palabras de Isabel habían adormecido temporal-
mente mi duda, pero no la habían ahuyentado. No había dado una
respuesta a las preguntas que mas me atormentaban, sino que las
había esquivado, del mismo modo que su mirada había esquivado la
mía en otro tiempo.
Iría a Ferrara, pues... Realizaría un viaje del que me acordaría duran-
te mucho tiempo. El mar estaba alborotado, y el viento soplaba impre-
visible. A la altura de la Romagna, con la costa a la vista, el mercante
naufragó. Nadé hasta tierra, pero mi equipaje se perdió. En la ciu-
dad de Pesaro me uní a un grupo de viajeros. Montando un caballo
prestado, envuelto en una túnica prestada y calando un gorro pres-
tado, me dirigí a Ferrara, ese país llano e incoloro, lleno de panta-
nos. El croar constante de las ranas me evocó el recuerdo de mi últi-
mo viaje a Carpi. Carpi no queda muy lejos de Ferrara. Nuevo alimento
para las sospechas que no me dejaban en paz.
Cuando me encontré delante del c2astelDucale, me sobrevino un
sentimiento insólito de angustia. Entre yo y los altos muros rojizos de
la estancia de Lucrecia -fortificada, coronada con almenas y refor-
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Le pregunté si recordaba si aquel estilete había pertenecido a
César. Cuando asintió en silencio, con las manos aún tapándose los
ojos, le conté que el papa Alejandro había regalado el arma a Rodrigo
y cómo, más tarde, en Bari, había llegado a mis manos. Se tumbó en
la silla; todo su cuerpo se estremecía. Mientras la sujetaba vi, para mi
asombro, que no lloraba, sino que reía con una risa crispada, silen-
ciosa, más lastimera que las lágrimas.
-Ferrara es célebre por sus fabricantes de máscaras. Toda Italia
encarga aquí sus máscaras para el carnaval. Nuestros artistas no son
sino aprendices, comparados conmigo. Pequeña Lucrecia, hija mía,
hermana mía, Lucrecia: ríe y baila, ponte guapa, porque siempre
es fiesta, siempre es carnaval, siempre hay una boda. Una, dos, tres
bodas... ¿por qué no? Los novios son marionetas, para montar y des-
montar a discreción...
Su risa antinatural cesó tan pronto como había empezado. Estaba
quieta en su silla, con su atención centrada en algo que, para mi,
seguía siendo inaudible e invisible. Deslizaba los dedos abiertos sobre
su vientre, palpando. Suspiró algunas veces y, entonces, me pidió que
llamara a sus mujeres y la dejara a solas.
Pasaron varias semanas hasta que volví a ver a Lucrecia. El día des-
pués de nuestra entrevista, parió un hijo que no tuvo fuerzas sufi-
cientes para sobrevivir. En cuanto fue capaz de levantarse, hizo que
la llevasen secretamente a San Bernardino, un convento de Ferrara
donde ella, según me dijeron, se alojaba durante su convalecencia.
Por aquellos días, Alfonso d'Este regresó de su viaje. Con él, regre-
só más de la mitad del séquito ducal. Comprendí por qué había
habido tanta tranquilidad hasta entonces en el castillo. Alfonso tra-
jo de nuevo vida y alegría. Apenas se notaba la ausencia de Lucrecia.
No tuve que esperar mucho tiempo para comprobar su interés:
Alfonso me saludó jovial e indiferente, como se hace con un parien-
te lejano de rango menor. No hizo alusión alguna a nuestro primer
encuentro en Bari. Por otra parte, yo tenía pocas ganas de recor-
dárselo. No había cambiado en ningún aspecto, a pesar de diez años
de preocupaciones de estado, y de sostener una guerra contra pon-
tífices ansiosos de conquistas. Su paso retumbante, su fuerte voz,
llenaban el Castel Ducale. Dondequiera que estuviera, dominaba
ya fuera el ambiente del campo militar, ya fuera la partida de caza.
Dogos y galgos le seguían a todas partes, brincando alrededor de
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apuntar; una novedad introducida por consejo de Alfonso d'Este. En
la temprana mañana de la batalla, las tropas imperiales no parecían
poder resistir el fuego francés; hasta que tuvieron que ponerse a
cubierto atropelladamente. La confusión general fue la consecuen-
cia deseada. Un error táctico del rey Francisco 1 neutralizó esa ven-
taja. Pescara supo aprovechar ese error de forma magistral. Provocó
un nuevo envite, en el cual el uso de la artillería causaría más daños
que beneficios a los franceses. La batalla de Pavía demostró que la
estrategia y, sobre todo, la Influencia que ejerce un comandante sobre
sus soldados, valen cien veces más que los cañones, aunque esten
dotados de las últimas novedades técnicas.
En Ferrara me impresionaron sobremanera el conocimiento y la
autoridad de Alfonso d'Este. César estaba muerto, Fabricio Colonna era
un anciano y Pescara se hallaba fuera de mi alcance. Alfonso me parecía
ahora la personificación de la autoridad masculina, el modelo de un sobe-
rano. Sobre el tapiz de fondo de la grandeza de la Casa d'Este, se me
antojaba una figura de gigante, un héroe.
En cierta ocasión, me indicó la torre donde tenía presos a sus dos
hermanastros -sorprendidos en una conspiración para asesinarle-
para el resto de sus vidas.
-No tiene sentido promulgar leyes estrictas si se cierra los ojos
a los crímenes de los propios parientes. Es nuestra tradición: ser ine-
xorable en lo referente a las debilidades de los miembros de nuestra
familia. A esa tradición debemos nuestra autoridad.
Entonces admiré mucho su actitud. Más tarde, tuve sobrada oca-
sión de conocer su frialdad, mezquindad y suspicacia.
Me trataba con una afable indiferencia, me invitaba a compartir
algunas comidas con él y su hijo mayor Hércules, un chico de catorce
años, y me permitía irjusto detrás de él en cacerías y desfiles. Asimismo,
me mostró el taller donde armaba cerraduras de hierro y pintaba cerá-
mica por placer. De la ausente Lucrecia no hablaba casi nunca; de mi
y de mi pasado, nunca. Finalmente, una mañana, me hizo llamar a su
dormitorio. Estaba en camisón en medio de la habitación; los sirvien-
tes le alcanzaban sus prendas de vestir, le ayudaban a anudar las agu-
jetas y a atarse los cordones. Sus dos dogos reposaban sobre la cama. Al
otro lado de las ventanas, apuntaba el crepúsculo nebuloso de un tem-
prano día de invierno. El reflejo del fuego en la chimeneajugueteaba
en las paredes, pintadas al fresco con figuras de mayores dimensiones
que el natural, de ilustres antepasados de Alfonso, de los tiempos del
duque Borso.
-He dado a mi mujer la orden de volver a casa mañana. Su estan-
cia con las monjas ya ha durado bastante tiempo. Antes, no practi-
caba la costumbre de correr a encerrarse a los conventos. Al con-
trario: madonna prefería, entonces, las diversiones menos piadosas.
Bailes todos los días de la semana; largas conversaciones a solas; via-
jes de placer a alguna casa de campo, junto con algún admirador; y
si por casualidad no había un tonto enamorado a mano, un baño en
compañía de sus damiselas de honor, criaturas astutas en las artes de
amar. Nada de rezar o ayunar. Así son las mujeres: volubles, siem-
pre de un extremo a otro. Una cosa no ha cambiado. Mi mujer está
tan singularmente apegada a su familia como sus parientes. Ella sabe
muy bien cómo imponer su voluntad, enfurruñándose, cayendo enfer-
ma o huyendo. Por lo visto, aprendió de niña que era la única forma
de conseguir algo de esa chusma de los Borgia. No es que no me dé
cuenta. Si no me perjudica, cedo; si no, no lo hago. Quiere ayudar-
te a progresar en el mundo. El tiempo dirá si eres digno de su ayu-
da. ¿No conocías a madonna antes de venir aquí?
Me hizo la pregunta como quien no quiere la cosa. Algo en su
mirada y el tono de su voz me hizo comprender que, de mi respues-
ta y de la forma en que la pronunciara, dependía gran parte de mi
futuro.
-Jamás -dije-. Tampoco sabía que era el hermano de su exce-
lencia.
Alfonso se sentó ante el fuego e hizo que le pusieran las botas.
Después, mandó que sus criados y a su séquito nos dejaran solos. Me
quedé de pie delante de él, mientras devoraba su desayuno de car-
ne, vino y fruta.
-A petición suya, han hecho averiguaciones acerca de tu naci-
miento. Han aparecido dos bulas en la cancillería pontificia.
-Su excelencia me habló únicamente de una de ellas.
-¿Lo hizo? Es curioso. ¿Por qué habrá mencionado sólo una,
sabiendo que son dos? Debes estar equivocado, amigo mio.
Me desentendí de la pregunta que su mirada fría y aguda con-
tenía; no mostré sorpresa alguna y guardé silencio.
~Asi que hay dos bulas! En una, constas como el hijo de César
Borgia; en la segunda, el papa Alejandro declara nulo el contenido
de la primera y te llama su propio hijo, su queridisimo Giovanni,
duque de Nepi y Camerino, Infante de Roma. Suena como príncipe
heredero del Estado Eclesiástico, o algo parecido. Seguramente todo
esto te sorprenderá. No me extraña. Tampoco entiendo lo que hay
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u-
apenas se dejó ver a causa del cielo nublado, pero nadie le prestó aten-
ción. La realidad parecía haber dejado de existir; sólo cabía un afán
por divertirse, que rayaba la locura. En aquella ocasión me di perfecta
cuenta de que carecía de la facultad de entregarme sin reparos al deli-
rio. A pesar de la máscara y del traje festivo, me era imposible per-
derme por un solo momento en aquella exuberancia. Se ha de ser frí-
volo, italiano y fácilmente inflamable, para sumergirse en la vorágine
del carnaval.
El ambiente templado y cargado de las salas de fiesta, el res-
plandor de las antorchas, las risas y los gritos incontrolados, el efec-
to ambiguo de las máscaras de animales cubriendo los rostros huma-
nos, la desvergúenza de los trajes, despertaron en mi sentimientos
contradictorios, de desdén y aburrimiento, pero también de ansia
de convertir eljuego en un asunto serio, arremeter contra los arle-
quines y payasos que rodaban por el suelo, ebrios, y que luchaban
entre sí o se arrojaban dulces y pasteles; prender una antorcha en
las cintas y los harapos, para oir convenirse las risas en gritos de
miedo; insultar a las mujeres que creían que, disfrazadas, podían
permitirse cualquier palabra o gesto, hasta que se les pasara su teme-
ridad lasciva. Mientras, en el bailo dalia catena las parejas se agita-
ban horas y horas, girando y dando vueltas en una cadena sin fin
por la larga serie de salas:
ji bailo .s ~intreccza
braccia con braccia
mentr'un s 'allacza
l'aitro si sireccia.
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o doce años; sabes mejor que yo cuánto tiempo hace desde la última
vez que nos vimos. Vamos, ¿qué me dices de ello? Por aquel entonces
se marchó precipitadamente, sin despedirse de mi. ¿Crees que tenía
motivos para tenerme miedo?
No oi lo que contestó Lucrecia. Sólo vi cómo encogía los omó-
platos temblando. Alfonso no creyó necesario hablar en voz baja,
pues la música en el escenario resonaba bastante alta.
-¿Serías menos contraria a la llegada de monsignore, si os ofreciera
la oportunidad de continuar vuestras clandestinas escapadas pasto-
riles a Carpi? ¿No era allí donde os encontrabais? Después de tan-
tos años, podrás admitirlo ahora. Pero si Alberto Pio y su mujer toda-
vía quieren servirte de alcahuetes... Además, quizás Bembo haya
perdido las ganas de amar. Todos hemos envejecido...
Me agaché para recoger el abanico. El mango estaba roto.
Lucrecia recogió las piezas, sonriendo con un gesto elegante de dis-
culpa destinado a los muchos ojos fijados en nosotros; pero a mí no
se me escapó el temblor de sus labios ni el brillo violento de sus ojos.
En los meses que pasé en Fer rara presencié, más de una vez,
semejantes conversaciones entre los cónyuges. Se diría que a Alfonso
le resultaba imposible dejar a Lucrecia en paz. Su resignación melan-
cólica y su silencio le irritaban. Podía comprenderlo hasta cierto
punto, aunque despreciaba su afán de atormentaría. No obstante,
no creo que la asediara con amenazas y alusiones únicamente por
malicia. A quien más atormentaban los sentimientos y pensamien-
tos que se ocultaban tras esas palabras era a él mismo. Sabían man-
tener, con todo, una apariencia de buen entendimiento. En oca-
siones oficiales, Alfonso trataba a su mujer con una gran formalidad:
la dejaba pasar delante, se mostraba contento cuando la gente la
ovacionaba -Lucrecia era, sobre todo tras los años de guerra, muy
popular en Ferrara-, le pedía consejos y alababa su discernimien-
to de modo que todo el mundo lo oyera. Lucrecia fue bastante sen-
sata para participar en el juego. Sabía mostrarse muy favorable en
público. Cuando la veía así, vestida y peinada con cuidado, atavia-
da con sus joyas, me era posible creer en la existencia de la legen-
daria Lucrecia.
No se impuso obligación ninguna en sus aposentos. Siempre la
encontraba allí, acostada en un diván, con la ropa suelta, sin corsé,
el pelo envuelto en un trapo, como lo llevan las mujeres romanas.
Nunca vi su famoso pelo dorado al descubierto durante todo el tiem-
po que estuve en Ferrara. Después de su muerte circuló el rumor de
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que, durante los últimos años de su vida, había llevado una peluca.
Es posible que así fuera.
Me hacía llamar a su lado dos y hasta tres veces al día. Primero,
intercambiábamos las habituales cortesías; a continuación me pre-
guntaba lo que había estado haciendo en las últimas horas, o lo que
pensaba acerca de la ciudad y el castillo. Quiso oír mi opinión sobre
los poemas y las piezas de música que componían los artistas famo-
sos de todos los paises que tenía a su servicio, o bien sobre el color
y el corte de sus vestiduras, o sobre el adorno de sus habitaciones.
Pero mis conocimientos de latín y literatura dejaban mucho que
desear; sabia poco sobre mitología, y nada de moda y arte. Se rió de
mi falta de cultura cortesana, y prometió que me educaría. Luego,
se volvía más íntima; apenas me dejaba articular palabra. Tenía una
necesidad incontrolable de hablar de sí misma. Mientras hablaba,
parecía que se libraba de un peso; suspiraba, apretaba mis manos y
se reía con su sonrisa ingenua llena de disculpas. Dado que hablá-
bamos en español, no se inquietaba por la presencia de los miem-
bros de su séquito que entraban y salían. Me llamó su regalo de Dios
y añadió que finalmente podía ser de nuevo ella misma.
-Mi esposo aprueba que te quedes en Ferrara. No sabes lo que
eso significa para mi. Siempre ha hecho la vida imposible a las per-
sonas que yo quería y que me querían a mí. ¡Oh, Dios, site lo pudie-
ra contar todo!
Sus relatos me permitieron entrever los asuntos familiares de los
D'Este. Lo que pude saber despertó en mí sentimientos de afrenta e
indignación:
-¡Y ese se atreve a hablar de la chusma de los Borgia!
Se habló, y todavía se habla -me he dado cuenta desde enton-
ces- en Italia y también fuera de ella, de los misterios de Ferrara.
Pero, como los D'Este pertenecen a un linaje ilustre y antiguo, que
aún hoy es poderoso, se les perdona lo que a los Borgia se les impu-
ta como infamia. Lucrecia hablaba y yo escuchaba. Su manera inge-
nua de hablar me reveló sus quejas y rencores, de igual forma como
se aprecian los guijarros en aguas claras poco profundas. La mayor
parte se me ha olvidado. A pesar de su comunicatividad, nunca me
fue posible formarme una opinión sobre la vida que llevó Lucrecia
en Ferrara.
-Siempre desconfianza, siempre hostilidad. Nunca me han per-
donado que fuese mejor que mi mala reputación. Hiciera lo que hicie-
ra, siempre estaba mal. La gente de aquí odia a los españoles. Traje
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L
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PIETRO ARETINO
YGIOVANNI BORGIA
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-¿Especulaba, quizá con un bonito puesto al servicio dle Francia,
comandante de tín ftíerte o incluso gobernador de alguna ciudad en
el valle del Po?
-Muestra tanta comprensión por mi ambición, que por poco creo
que a vuestra merced le duele más que a mi el hecho de que todas
mis oportunidades en ese sentido se hayan desvanecido para siem-
pre después de Pavía.
-¿Para siempre? Vamos, vuestra merced es menos optimista que
los francófilos. Ni siquiera Su Santidad ve las cosas tan negras.
Naturalmente, vuestra merced sabe que él, en secreto, ambiciona un
nuevo acercamiento a Francia, díel mismo modIo que salen mensa-
jeros especiales desde y hacia Inglaterra a cada moníento... No le
cuento nada nuevo, maese Giovanni. Pero deje que le sirva otra vez...
Este es un espléndido Falerno; seguramente ya se habrá dado cueíí-
ta. Por cierto, conmigo puede hablar tranquilamente de política,
estoy tan bien informado como aquellos con los que se relaciona vues-
tra merced en esta corte.
-¿De qué deduce vuestra merced que yo tengo relaciones en el
Vaticano?
-El que quiere triunfar aquí, debe tener amigos poderosos; de
lo contrario, no vale la pena molestarse. Un puesto en la cancillería
puede conducir al capelo cardenalicio. ¿Qué otra cosa buscaría aquí,
estimado amigo? Debe de estar muy seguro de su empresa, si lo que
le Interesa es un sitio entre los portadores de la púrpura. Sobre todo
porque vuestra merced, si no me equivoco, no ptíede presumir de
un nacimiento legitimo.
-Mi nacimiento es un asunto que únicamente me concierne
a mí.
-¡Es susceptible, Borgia! No he querido ofeííderle; sólo intento
ayudarle con mis consejos. No creo necesario decirle que la ilegiti-
midad no es ningún obstáculo para hacer carrera: nómbreme media
docena de grandes hombres de Italia que no sean bastardos. Aquí,
en la corte, ocurre tres cuartos de lo mismo. Cargos, rentas, tierras y
títulos los regalan por doquier, aunque hayáis salido dle la cuneta.
Pero el papa Clemente no es tan generoso comí la púrpura como
sus antecesores: no quiere hacer cardenales, iii siquiera por dinero.
¡Con León era otra cosa! Habría vendido al propio Dios, si hubiese
hecho falta. ¿No conoce aquel dicho suyo: «El cristianismo es un
negocio lucrativo»? Puedo recitarle nombres de personas que ofre-
cieron fortunas al papa Clemente por un capelo rojo. Pero, con lo
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-Me había imaginado que podía hacer carrera de una forma más
honrosa.
-No me haga reír. Alguien con su nombre e historia... ¡Ah, ah!
Vuelve a actuar como si le hubieran pinchado. Dios mio, maese, ¿lo
toma todo tan a pecho? Le aseguro, pues, que nadie aquí se preo-
cupa por esas viejas habladurías. Todavía no, al menos. Sólo un hom-
bre como yo podría transformar, por arte de magia, esos rumores en
un huracán que arrasaría a vuestra merced y todos sus planes y sue-
ños... Recuérdelo, maese. Pero, ¿por qué iba a ser mi enemigo? Nos
llevamos tan bien. Espero mucho de nuestra colaboración. Pero no
debemos dejar que nos ganen por la mano. Primero tome sus cartas
y contemple tranquilamente el juego que tiene en las manos, maese
Giovanni. Es pronto todavía; tenemos tiempo de sobra. En casa de
Tulia, las cosas no se ponen interesantes hasta que no encienden las
velas. ¿Pujo yo? ¿Qué es un ambicioso, sino un jugador, Borgia? Un
jugador a lo grande y el mundo, su baraja.
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do lo hayas conseguido, aun así no te puedes abandonar. Tienes unas
fantásticas oportunidades, mejores (le las que yo haya tenido nunca.
¿Qué fui yo? Una chica corriente (le Ferrara que, un buen día, se
encontró en las calles cíe Roma, sin amigos ni parientes y sin dinero.
Si no hubiese sal)i(lo cuidar (le mi misma, habría muerto ya hace
mucho, o tendría q~'~ arrastrarme juilto a los mendigos bajo el Ponte
Sisto... ¿Y tú? Tu padre fue un ilustre caballero y yo, su amiga íntima.
Sólo me quería a mi. «Julia Ferrarese; ahí va la reina de Roma», decía
la gente. Naciste y te educaste en un palacio. Has aprendido griego
y latín y a tocar el arpa como las chicas de las mejores familias. Has
leído libros y puedes sostener una conversación. Tu desgracia fue que
tu padre muriese l)rOIltO y qtíe sus acreedlores no nos dejasen nada.
De no haber sido así, podrías haber contraído un matrimonio con-
veniente; no tendrías ¡or qué contentarte con menos que con un
1iol)le de campo. Pero í~o tiene sentido mirar hacia atrás. Tenemos
que cuidar de nosotras mismas. He hecho lo que he podido, pero
ahora soy demasiado vieja para el amor. Es tu turno, Tulia. Emplea
tu cerebro, tu inteligencia. Podrás llegar lejos. Entonces, me estarás
agradecida.
Tulia conoce to(l05 csos arguinelítos (le memoria. La acompañan
día y noche como una banda de sombras armadas de zarpas y picos
como las arpías: codicia, corruptibilidad, sensualidad y cálculo se
muestran tan alerta como las viejas que su madre hace venir a casa
para guisar, preparar las especias y echar las cartas.
-Aplica tu inteligencia, sé sabia, aprovecha en lo posible tujuven-
tud y tu belleza; debes llegar más arriba, querida, más arriba.
Por un momento ha logrado ahuyentar esos fantasmas, acallar
ese zumbido, ese siseo y esas risitas; pero su madre se los trae de vuel-
ta. Si es peligroso no actuar como una aristócrata, más peligroso aún
es su innato orgullo español heredado de su padre, pues el orgullo
prefiere la pobreza y la muerte antes que la pérdida de honor. Su
madre si sabe manchar esos sueños autoconscientes.
-Has de considerar como un pasaporte que te permite el acceso
al gran mundo -con el que de otra manera no entrarías en contacto
tan fácilmente- que tu padre descendiera del linaje de Aragón. ¿De
qué te sirven tus conocimientos y tus modales distinguidos, si no sabes
sacar provecho de ellos? Son armas para derrotar a tus competido-
ras. Hacer música, recitar versos, hablar en latín no son sino refina-
mientos para sazonar tu belleza. Los hombres fascinables por esas
exquisiteces, y que clisLjo¡íe¡i cíe medios para satisfacer sus deseos,
son los protectores que le hacen falta a mi Tulia. Conozco los secre-
tos de la profesión; déjame obrar a mi... Sólo tienes que obedecer.
Tulia se calla. Simultáneamente al anhelo por el padre muerto,
al que adoró como un símbolo de majestuosidad por el espacio y la
tranquilidad del palacio donde pasó su niñez, crece su odio contra
la mujer gorda y ataviada de alhajas tintineantes a la que ha de lla-
mar madre. Cuando Tulia creció, se mudaron de la elegante Siena
-donde, tras la bancarrota del cardenal, vivieron en la periferia de
un círculo de poetas y sabios- a Roma. En el Campo Marzio, en la
parroquia de San Trifone, Julia Ferrarese alquiló para ella y para su
hija un apartamento en una bonita casa nueva que pertenecía al
monasterio agustiniano. Sus vecinos eran, en el piso inferior, un obis-
po, y, en el superior, dos cortesanas, Vasca y Esperanza, dos simples
rameras que no representaban competencia alguna. Detrás, junto al
patio, había un colegio para niños. Los primeros admiradores de Julia
-su fama no prescrita todavía era la mejor recomendación para su
hija inexperta- pagaron la decoración, los vestidos, la silla de manos,
el personal y las mulas.
La altana es alta y constituye una pared divisoria entre Tulia y los
tejados amarillos, grises, negros por el humo del barrio, una barre-
ra entre ella y la peste y el ruido que sube de la calle y del patio. Sólo
la voz de su madre penetra desde la logia; enumera en voz alta y len-
tamente los ingredientes de un agua embellecedora a la que supone
virtudes suavizantes: «Trementina, hojas de azucena, huevos frescos,
miel, conchas machacadas y alcanfor... Déjalo en infusión dentro de
una bola de vidrio sobre un fuego lento; añade más tarde almizcle
y ámbar y obtendrás una pócima como no hay otra. Tienes que empa-
parte la cara con esto, siete veces al día...»
Tulia se mete los dedos en los oídos. A través de una pantalla
de pelo resplandeciente, adivina el cielo, donde unas palomas ale-
tean. El lavado y teñido semanal es su única ocasión de escapar de la
tenaza de Julia, de la charla de las viejas, de la impertinencia de Vasca
y Esperanza que, a través de los balcones, intercambian experiencias
y secretos de belleza. Sólo aquí, en la azotea ardiente, medio desnu-
da, adormecida por el olor de su cuerpo y la fuerte fragancia de los
bálsamos, cegada por la luz, mareada por el calor, Tulia se siente libre.
Canturrea una canción para ahuyentar el recuerdo de la voz de su
madre, y balancea las chinelas de madera con los dedos de los pies.
Se pone la caja de escribir sobre el regazo y busca una pluma de gan-
so nueva y afilada.
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claro está. A cuatro patas y en cueros, teníamos que gatear por el sue-
lo entre candelabros con velas encendidas... Era un juego: se trataba
de saber quién podía recoger más castañas. Una idea de Ii Duca. Nos
partimos de risa. Pero ya conocéis la historia, pues os la he contado
muchas veces.
-Demasiadas veces, madre...
-Cállate, Tulia; tú compórtate como una dama distinguida cuan-
do corresponda. Más aún ante ese Borgia tuyo. Maese Pietro, ¿se tra-
ta de un consamíguineo del papa Alejandro y de 11 Duca? Me lo ima-
ginaba: debe de ser uno de sus muchos hijitos sin nombre... ¿Yno
tiene dinero? Sin embargo, los Borgia eran fabulosamente ricos.
Maese Pietro levanta las manos en un ademán elocuente.
-Nuestro amigo posee las cualidades de sus ilustres antepasa-
dos: sabe cómo hacerse el misterioso. En la cancillería del Vaticano
no se habla tanto de nadie como de él. Hace como si no lo notase
y va a su aire; se calla y proporciona, una y otra vez, nueva materia
de reflexión. ¿Tal vez tú lograrías hacerle hablar, Tulia mía? Quién
sabe sí se volvería en tus brazos tan comunicativo como maese
Strozzi. Por cierto, ¿l~as sondeado al florentino sobre tú sabes qué,
mi palomita?
Aunque lo intenta, Tulia no puede sacudir la cabeza como le
hubiera gustado; la solana no se rinde fácilmente, como tampoco
el pensamiento que la molesta. Se siente presa bajo su gran som-
brero, agobiada por la presión del pelo mojado, del mismo modo
-que está a la merced de la ambiciómí de Julia y de la curiosidad de
maese Pietro por los secretos políticos y comerciales de los señores
que compran sus favores.
En la corte de su padre, el cardenal, no trató más que con hom-
bres importantes; por eso acepta ahora como natural el homenaje
de los nobles, los prelados y los banqueros. Además, Julia no admi-
te a nadie que no cumpla las más altas exigencias en lo referente a
rango y riqueza. Pero el interés de maese Pietro por sus amantes
tiene motivos distintos. Julia anima a su hija a acceder a los ruegos
de ese amigo de la casa, tan fiel y valioso: «¡Le debemos un favor a
cambio de toda su oficiosidad!»
No es por azar que Roma elogia los dones espirituales de Tulia.
Aumenta su prestigio el hecho de que en su cama también se pueda
hablar de política y asuntos económicos, hacerla participe de los pro-
blemas personales y sociales. Strozzi, el enviado florentino, la llama
Aspasia, porque, cuando se desahoga con ella, él tiene la sensación
de ser un Alcibíades. Por su causa prolonga su estancia en Roma con-
tra las órdenes de Florencia. Está enamorado y le gustaría llevarla
consigo algún día; pero Julia no ve ninguna ventaja en semejante
relación mientras Tulia todavía sea joven. De modo que Strozzi las
sigue visitando con ricos regalos y un corazón lleno de preocupa-
ciones y quejas que no puede desahogar con nadie más que con Tulia.
Ella escucha la relación de sus angustias: el tormento que le causa su
mujer celosa, allí en Florencia; el lento desarrollo de las negocia-
ciones diplomáticas que se le han confiado; su irritación e inquietud
ante la situación general; su aversión republicana hacia los Médicis,
que -¿por cuánto tiempo aún?- gobiernan Florencia.
Maese Pietro capta deseoso el eco de esas conversaciones noc-
turnas y da a Tulia immstrucciones para próximos encuentros.
-Tulia, mi joya, me gusta estar al corriente de todo. Ya sé muchas
cosas, pero, por desgracia, mio puedo estar en todas partes al mismo
tiempo. Haz que Strozzi sepa que te lías emíterado de que su amigo
maese Niccoló Machiaveili está emí Roma. Te favorece conocer ese
miombre, pues te tiene por una mujer de ideas avamízadas. Conduce
la comíversaciómm hacia maese Girolanio Moromie, el canciller de Milámí.
Muéstrate preocupada por la suerte de nuestra querida Italia, que
podrías comparar comí un trozo de carmie que dos perros desgarran
peleando. Probablememíte, a partir de ahí Strozzi te comítará todo lo
demás...
Maese Pietro conoce el punto débil de Tulia. Presume más de su
inteligemícia que de su cuerpo. No tan sólo la vamíidad la inspira. La
memíte libera y enmioblece. Tulia amísia más que miunca la libertad, la
eminencia, en la medida emí que se siente un objeto sin voluntad comí
el que juegamí su madre, maese Pietro y sus sucesivos amantes. Algo
en ella se resiste a que toquemí su carne, a la presión que ejercen sobre
su voluntad y sus pemísamiemítos. Experimemíta esta pasividad forzosa
como un ultraje. Conocimiento significa poder, pero el poder crea-
tivo es la llave niágica que rompe todas las cadenas. Umía cortesamía,
por rica y célebre que sea, sigue sieímdo un imístrumento de placer. El
placer que debe tolerarse, humilla. Pero una artista, que hoy admi-
te a uno a su lado y mañana a otro -porque ama, o porque tiene que
vivir, ¿qué más da?-, tiene el derecho a afirmar que lo que ella hace
comí sus favores es conced eríos. Tulia mío quiere que su valor provenga
de los hombres que la poseen. Quiere que su vida tenga umí seííti-
do, aparte de servir, casi mecánicamemíte, a umía divinidad emí la que
imo cree. El semblammte ceñudo y el cuidado imífatigable que pone su
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le habla con sus ojos exaltados dirigidos al cielo de la avasallada Italia,
ella sabe que fimíge: es tan fascinante y tan falso como umí actor vir-
tuoso. Tulia le ha hecho favores, sin preguntar nunca cómo utiliza la
información que ella le facilita; pero no está dispuesta a tolerar gro-
serías de su parte: no es ni su hija, ni su querida, ni su criada. Ya no
se dejará amaestrar por su madre, ni por maese Pietro, que no somí
sino dos parásitos. Ya no podrán aprovecharse de Tulia; en adelan-
te, hará lo que ella quiera. La han utilizado, y ahora ella les utiliza-
rá a ellos.
En el espejo cruza la mirada arrepentida, pero al mismo tiempo
curiosa, de maese Pietro. Su barba negra, rizada, le toca el hombro.
-¿Enfadada, querida Tulia? Tienes umía extraña luz en los ojos.
Cuamído me enojo, suelo decir cosas poco amables. No pienses mas
emí ello. Hay mucho emí juego en este asumíto. Estoy obligado a saber-
lo todo; debo cuidar mi reputaciómí.
Tulia se inclina emí silencio hacia su propio reflejo en el espejo
y cuelga de sus orejas dos perlas en forma de pera. Cuando maese
Pietro intemíta apartar atentamente umí mechón de pelo de su fremíte,
ella esquiva su mamio. El frunce las cejas.
-¿Ya no me está permitido? ¿Ya no me dejas ayudarte a ponerte
guapa para tu banquero?
Tulia se le queda mirando fijamente, hasta que la burla desapa-
rece de sus ojos.
-Escucha, Tulia. Strozzi ve las cosas de forma demasiado limita-
da; todo este asunto no es tan sencillo. Se llama a sí mismo amigo y
privado de Moromie y Machiavehii, pero dudo que esos señores ladi-
míos revelen sus pemísamientos a nuestro florentimio. Hay más cosas
ocultas detrás de todo esto de lo que Strozzi parece sospechar. Es de
suma importancia que yo esté al corriemíte. Hemos de encontrar a
alguien cercano a Moromie, preferiblemente umio de los señores de
su séquito. Seguramente estarás de acuerdo conmigo.
El guiño de su ojo izquierdo mío se le ha escapado a Tulia, pero
mío articula mii una palabra, mii le dirige un solo un gesto. Por el comí-
trario, sigue cubriendo sus mejillas y su frente con umía mezcla de
pomada roja y sublimado. Él sigue merodeamído a su alrededor, hablamí-
do mucho y bromeando comí Julia y las amíciamías, pero miramído de
forma inquisitiva a la callada Tulia.
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fl~
Nuevamente ella lía abierto su caja de escribir y, coíí los ojos emítre-
cerrados por lo agudo cíe la luz, relee sus míuevos versos. Pero las pala-
bras somí débiles y lánguidas, comparadas comí la imnpaciemícia comíte-
muda demítro de ella. Ahora ve comí claridad que el emícuentro (leseado
es imímimíemíte. Nota sus miembros pesados, así comíío umía temísiómí imísó-
hita de los míervios. Por primera vez, las artes del amor y las caricias
que lía apremídido y practicado mííecámíicaníente le parecen llenas
de semítido e, imícluso, temítadoras.
Emí la azotea, el aire vibra a carmsa (leí calor, calor que pemíetra por
los poros de la piel de Tulia; todo emí ella se vuelve llama. Comioce esa
semísación: es umí aviso. Ahora debe huir del sol. Goipea la trampa del
tejado; umía de las aííciamías la abre y la ayuda a bajar a la casa por umía
escala. Mareada, mecho desmiuda, comí la solana quitada de prisa cmi
la mano, el pelo caliemíte y resplamídeciente, mííate, revuelto por la
cabeza y los hioníbros, emítra cmi la líabitació¡í donde espera etícomí-
trar a su madre. La blamíca luz la lía cega(lo. Tarda umí poco emí cies-
cul)rir a maese Pietro y su compañero.
-Ecco la bella! He traído comíníigo a maese Borgia.
Busca la mirada, que mio lía salido cíe sus pemísamiemítos desde el
primer emmcuemítro, pero nota que él sólo tiemie ojos para sus espesos
mechiomíes de pelo rubio rojizo, que se omídulan como serpieíítes, e
irradiami el brillo del sol y hiuclemí fuertememíte a especias y a aceite
dejazmímí. Maese Pietro tommía umí mechiómí emítre el pulgar y el índi-
ce, frota el pelo de umí lado para otro comí aclemáií experto. «¡Bomíito,
h)omiito! Ni demasiado seco, iii demasiado rojo... Nimígumía mujer cii
Roma comísigue llevarlo así.»
Julia se acerca a ellos con vimio y dulces. El tono de su voz clelata
que, al menos de momento. lía cambiado su irritación por curiosi-
dad, pero que mío se siemite emí ah)soluto halagada comí esta visita. De
vez emí cuamído, por emícima de la bamídeja dedica umía mirada aira-
da, recelosa, al hombre que, simí el ceremomíial preceptivo de pre-
semítarse y míegociar antes comí ella, se atreve a emítrar cmi su casa sigihíemí-
do a maese Pietro, fuera de las horas fijadas de recibimieííto. No está
dispuesta a perder el comí trol dc la conversacmomí.
-Acabo de comítar a maese que te blamíqueas cl pelo segúmí el méto-
do que empleaba su pariente, ?nadonna Lucrecia. La coííocí perso-
míaimemíte; ha de saber que amítes visitaba muy a níenudo el Vaticano.
¡Dio, qué hermosura de cabello! Siempre lo llevaba suelto. Mi hija
tiemíe exactamemíte el mismo pelo, igual de espeso y ondulante; es un
milagro que umía cosa semejante se pueda repetir emí otra persoíía...
Maese Pietro, como siempre, sabe opilíar sobre cualquier tema
que surja durante la comíversacmon.
-Por aquel emítomíces, míimígúmí cabello era tan famoso cmi Italia
como el dc Lucrecia Borgia. Dicemí que madonna era capaz de hacer
esperar a Dios y el diablo cuamido se lo cepillaba y teñía. Era umí cabe-
lío peligroso, tambiémí. Fatal, emítre otros, para cierto Strozzi, con-
samíguineo de tu floremítimio, Tulia, al que apuñalaron en Ferrara por-
que había llevado a su amante Bembo uíí mechón de la señora
marquesa.
Tulia sacude vehíememítememíte su pelo hacia atrás, se lo recoge y
emirolla cmi umí moño grueso. Es umí cuarteto insólito ci que sc lía for-
mado cmi aquella líabitaciómí semioscura y nial vemítilada. A través dc
las persiamías bajadas, pemíetramí fimios rayos de sol. Maese Pietro sc des-
hace en ambigñedacles y alusiones, pero la tercaJulia no quiere acce-
der a su insimiuaciómí de dejar a los dosjóvemíes solos. Tulia espera y
se calla, escuchando el niurmullo cíe la samígre cmi sus oídos. Allí está,
frente a ella; su mííirada está embriagada de deseo. Pero Ttíhia ya lo
sabe: ese deseo mío es por ella.
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VÑÑO~IOD VflIOIIIA
'Ix
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tado ante alguiemí cuya situaciómí imítuye, comí umia propuesta seme-
jamíte. Moromie mío es idiota y dista mucho de serlo. Por Dios, empie-
zo a temíerle respeto a ese hombre. No le comífiaría mi alma y salva-
ciómí, pero, jqmmé diablo más astuto y atrevido!
-¿Qué quiere?
-Me quiere a mí. Y está dispuesto a dar algo a cambio. Lo que
me lía dejado adivimíar mío es poco: gemíeral supremo de las fuerzas
arníadas umíidas de Italia. Rey de Nápoles, si todo sale según lo pre-
visto. ¿Te parece un galimatías inconípremísible? Quiere que trai-
ciomie al emperador. Que haga asesimíar a De Leyva y a media doce-
mía de comandantes, qime haga prisiomíeros a mis oficiales españoles
o los mande fuera, y que soboriíe a los que mío somí españoles comí
proníesas de fama y botimí de guerra. Que engatuse a los merce-
míarios extramíjeros que están a mi servicio con el dimíero que mis
míuevos protectores me mandarán a mamios llemías y que, finalmemí-
tc, disuelva, disperse y, si es necesario, pase a cuchillo las tropas
que mío quieran recomiocer mi autoridad. No, Moromie mío está loco.
Detrás cíe él están Milámí, Vemíecia, Floremícia y el Samíto Padre emí
persona. Francia ha afirmado que, si los planes prosperan, remiumí-
ciará a todos los derechos sobre el territorio itahiamio. Un sacrificio
nada despreciable... y todo eso sólo comí la esperamíza de ver mor-
der ci polvo a su majestad iníperial. Cuamido llegue el momemíto,
los españoles serámí expulsados y se restabheceráuí la tramíquilidad y
la paz -una será la lógica comísecuemícia de la otra, como parecemí
pemísar esos señores patriotas-; entomices, Su Samítidad me pomídrá
persomíalmemite la corona de Nápoles sobre mi cabeza. Ya mío míos
convertiremos emí fundadores de umía dinastía, tú y yo, por falta de
dcscemídemícia, pero a pesar de eso... ¿No te atrae tamíto homior?
-No lías dicho mii umía palabra en serio.
-¿No has visto salir a Moromie? Quería man temíer el tipo, pero el
tmiumífo ilumimiaba su cara.
-Tú mío has aceptado esa propuesta.
-La libertad y la paz. ¿No es tambiémí tu ideal?
-No te creo. Estás bromeamído.
-¿Lo llamas broma? Más en serio no puedo hablar. Esta conspi-
raciómí contra el emperador es la gota que colmará el vaso. Nadie va
a poder detemíer el curso de los acomítecimiemítos.
-Por el amor cíe Dios, basta ya. Estás aníargado porque se hamí
atrevido a tomarte por umía persona a la que se puede corromper.
Dime cómo has rechazado a Moromie.
-No le líe rechazado. ¿Rechazarías una propuesta semejante?
¿Decir mío y correr el riesgo de que mañamía otro de los gemíerales del
empemador diga sí, comí todo lo que ello implicaría?
-No emítiemído lo que quieres decir.
-He cte conocer qué garantías me ofrecen. Si esjurídicamemíte
posible que un ex vasallo del emperador acepte ha coromía de Nápoles.
Si se abomíarámí de imímediato las sumas promííetidas para el mamítemíi-
iiiiemíto de los ejércitos; si de verdad podré obrar comí umí poder ili-
mitado. He de conocer todos los detalles, así conio los nombres de
todos los implicados. Quiero garamítias por escrito. Moromie sabe que
mío soy un hombre que comistruye sobre aremías niovedizas.
Apartámídose de él, Vittoria se apoyó emí la níesa con las níanos
agarradas detrás de ha espalda. Pescara se había quedado imímóvil,
erguido. Los ojos rígidos, humídidos emí las cuemícas; los diemítes al des-
ctmbierto, dibujamído umía mueca de burla. Umía calavera, pensó; y
ese pensamiento evocó otro que la asustó aún más. Cayó de rodillas
al lado de la silla.
-Estás emífermo. Deliras. Déjame llamar a tu criado, o a tu médi-
co de cámara para llevarte a la cama. Mejor aúmí, ¿me dejas que lo
haga yo misma? Apóyate en mi hombro. Tienes fiebre, tu piel está
ardiemído.
Pescara hiberó la mamio que ella había agarrado.
-Déjame emí paz. ¿Cómo te atreves? No te líe pedido tu opimíiómí,
y no lo haré. Tráeníe pluma, tinta y papel para escribir o llama a un
criado para que lo haga. Levámítate; esa postura no es digmma de ti.
Levámítate, te digo.
Vittoria obedeció emí silemício. La seguridad en ella misma se había
esfumado. Estaba, como antes, amíte umí muro simí brechas. Trajo los
emíseres de escm itura que Pescam-a había pedido, y los puso en ha mesa
delamíte cíe él.
-Lee comíní ¡go lo que voy escribiendo. Es de suma importancia que
esté redactado a la perfecciómí. Los secretarios mío tiemíemí por qué emite-
rarse de esto. Umía carta a su majestad imperial en Madrid.
Ella miró la hoja por emícima de su hombro. Sin vacilaciómí, Pescara
escril)ió: Hieronirno Moron a hablarme por grandes arodeos y ultirnamnente
dezirme que sy yo leprometia lafe de le tener secreto que el me dyrma y descu-
briria grandes coses...
Vittoria detuvo la mamio que conducía la pluma.
-El papel de delator es incompatible con tu dignidad.
-¿De modo que sientes secreta simpatía por los salvadores de
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Vittoria bajó la hoja, que rozó su vestido. Simí volver la vista, Pescara
extemídió la mamio izquierda.
-¿La has leído?
-No emívies esta carta. Escribe otra emí la que no menciones a
Moromie para míada...
-¿He de cometer una estupidez, peor aúmí, imícurrir en una falta
grave sólo porque mi proceder mío se ajusta a la imagemí del héroe
miobie simí miedo mii mancha que mi mujer desea ver en mi? -Pescara
arrojó el papel emí la mesa. Su puño se abría y cerraba crispadamemí-
te-. Este asumíto mío se puede resolver simí engaño. Ahora el caso es:
¿qué emígaño es el memios infame? Escúchame biemí: mío pre temido
ser mejor de lo que soy. -Leyó comí gran émífasis-: «... porque sé bien
que, sea como sea, cometo traiciómí, aunque lo hago para no pecar
comítra Su Majestad Imperial, a la que por mijuramemíto estoy obli-
gado a servir». ¿Qué me dices a esto?
Vittoria mío comítestó. Pescara oyó detrás de él el frufrú de las
faldas ah camimíar ella hacia la puerta.
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-Si mío quieres ser reimía de Nápoles, mii tamíípoco la cómiyuge del
sumo estratega del emperador, el vencedor che Italia... ¿qué qimieres
ser emítomíces, emí mlOnih)re de Dios?
-La mnujer de Ferrante de Avalos, al que quiero y respeto.
Cuamido Pescara, encogiéndose de híomnbros con imimpaciemícia, vol-
vió la vista, Vittoria Coloimmía ya había cerrado la puerta detrás de ella.
En los (lías que siguieromm, Pescara la evitó. Elia mmo hizo mmimígúmí
esfuerzo para hablar comí él. Pasaba las horas emí el patio, cerca de la
fuemíte, allí donde el agua despertaba la ilusión de ráfagas frescas. A
veces, Varamio y nmadornrn Catalimía le iíacíamm conípañía; pero sabía níamí-
telíerse sola co¡m cualquier pretexto. Desde que emí cierta ocasiómí, emí
un arrebato de desesperación, se puso al descubierto ya miumica se lih)ró
(le la sensaciómí de que sus amigos, Catalimma soh)re todo, la ol)servabami
comí cautela. No le impomííamí su presencia mii le ofreciamí ayuda o comí-
sejo que mio hubiera solicitado, pero su vigilancia era evidente. Aquella
atemíción íue Vittoria sentía comíío comísoladora y recomífortamíte antes
de la umelta (le Pescara, ahora la angustiaba, la llenaba de umí vago semí-
timiemíto che culpabilidad. Sus pemísamientos se desviaban de la lectura
comíjulíta cíe las epístolas de samí Pablo, y se retirah)a, camísada e imítramí-
quila, duramíte las disertaciomíes que seguiamí. La oculta, pero a pesar de
ello clara amítipatia que la pareja semítía hacia Pescara (que miumíca había
resultado molesta durante sus años de ausemícia), ahora gemíeró desa-
vemíemícias. Li bomídadosa imídiferemícia de Varamio se le antojaba umma mas-
cara, detrás (le la cual la espiabamí secretaiííemíte; en todo lo que decía
Catalina creía apreciar immi fomído cíe irupacíemíema.
-El que tiemie ojos para ver y oídos para oir pero, simí embargo,
mío toma partido mii se esfuerza al máximno para defemíder la verdad
de Dios emm este miserable mundo, es muás despreciable y más peli-
groso que el peor pecadom. Mantemíerte al niargemí cuamído está emí
juego la vida y la muerte de iiuestra almna es del todo intolerable.
Ocuparse de los problemas del propio yo -la felicidad o la adversi-
dad, el placer o el divertimiemíto: mera vamíidad y fugacidad-, níiemí-
tras el níundo perece porque ya nadie compremíde lo que sigmíifica la
muerte de Cristo en la cruz a causa de míuestros pecados... es teme-
rario, irrespomísable, umm crimemí comítra Dios y la híuníamíidad. Sobre
los mejores emítre miosotros pesa la obhigaciómí de hacer el mayor sacri-
ficio. Si tuviera yo el domí de la palabra conio fray Mateo, gritaría la
verdad en las plazas cíe Roma...
-La semilla sembrada ya mío tardará en gerníimíar -dijo Varamio-.
Créeme, liemos hecho clmammto podíamos; no tiemie sentido querer
acelerar el curso de las cosas. La memítalidad a la que míos opone-
mos se está descompomíiendo; ¿dónde se percibe comí mayor nitidez
que justamente aquí, en Roma?
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XIII
GIOVANNI BORGIA
o habría sabido lo que sé ahora, si hubiera accedi-
do a ese primer impulso y me hubiera marchado de
la casa de maese Pietro cuando sacó a relucir su ver-
siómí del secreto de mi nacimiento. Pero emítonces ya
había bebido bastamíte. Sus revelaciomíes me inquie-
taron tanto, que tardé emí comprender el alcance de
lo que me había dicho sobre Morone y eh marqués de Pescara.
Luego le acompañé a casa de Tulia de Aragón. Temíía pocas
ganas de quedarme solo con mis pemísamientos. Emí la casa del
Campo Marzio había tamítos imívitados que no pude intercambiar
más que un saludo con la cortesamía. Vi que tenía los ojos verdes y
el pelo teñido. Se movía comí umios movimiemítos tan exageradamente
graciosos de cadera y busto, que parecía que tomaba a guasa la estu-
diada seducciómí de sus hermanas del gremio. Aumí así, la expresiómí
de su cara permanecía rígida y ofemídida, y no se molestaba eií ser
amable. Pemísámídolo mejor, temíía pocas gamías de umíirme al ruido-
so grupo que se apiñaba alrededor de ella como umía guardia per-
somíal. Bebíamí vimio en los zapatos de ella mientras discutiamí cues-
tiones filosóficas y literarias. Maese Pietro, aúmí más hablador de
lo normal debido a la embriaguez, se había subido a umí taburete
y gritaba sobre has cabezas de los iiívitados:
-¡Literatura, tu tía! La literatura en Italia está muerta, y bien
muerta! ¡Es umí plagio de la gloria clásica: remedos de Virgilio, Plauto
y Teremício, plagios de Boccaccio y Petrarca; todo es imitaciómí! ¡Incluso
la lengua con sus formas fosilizadas y mamíeras afectadas está más que
mrnmerta, señores!
Después empezó a contar umía de sus amíécdotas preferidas: cómo
una vez, una ilustre dama le había imívitado a pasar la mioche comí ella.
Apemías entró en su dormitorio, el esposo volvió inesperadamemíte de
umí viaje. Maese Pie tro, aúmí totalmente vestido, se preparó para umía
emícomíada pelea, pero el señor de la casa le saludó cortésmemíte y le
dijo: «Pero desvístase y pómígase cómodo; buenas noches a los dos»,
y salió de la habitaciómí comí discreciómí.
Tras relatar aquella historia, maese Pietro se quedó hablamído al
aire algúmí tiempo más, hipamído y gesticuhamído en su escabel, miemí-
tras ha mujer obesa, ha madre de Tulia, he llenaba de vez emí cuamído
el vaso. No memios míecios me parecíamí quienes, comí rostro acalora-
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-Biemí, di algo. Numíca antes habías oído algo parecido, ¿mío? Algo
totalmente distimíto, totalmente nuevo. Seres de carmie y hueso, umí
diálogo ihemio de vida, un pedazo de realidad, maese, y asimismo un
símbolo, umía sátira!
Contesté que me había divertido mucho, pero que la acción me
parecía bastammte floja y comífusa, y, el sujeto de la obra, mío extre-
madamemíte importante. Fulamías, lacayos, ladromíes, fracasados, des-
carados y tímidos provimíciamios buscadores de fortumía, tabermíeros
y timadores eran sólo aptos para papeles secumídarios. ¿Qué senti-
do tenía, por otro lado, poner emí escemía extemísamemíte las comí-
versaciomíes, los jaleos y las gramíujadas de los canallas de Roma?
Prefiero la obra emí ha que se ha de resolver immí misterio, o que difun-
de un buen ejemplo, donde los elememítos del juego se han que-
dado fuera de la realidad por umía estilizaciómí rigurosa. Tanto los
héroes como los bufones están lo bastamíte alejados de ha realidad
cotidiana como para ser tolerados sobre umí tablado. El que se imite-
resa por los actos y los pemísamiemítos de los persomíajes que maese
Pietro eleva a protagomíistas de umía represemítaciómí de comedia,
obtendrá más placer emí la calle, en uiía posada o emí immí burdel.
Maese Pietro estalló amítes de que yo termimíara de hablar. La habi-
taciómí pareció demasiado pequeña para tamíto somíido y movimiemíto.
-¡Basta ya de amíticuadas mascaradas! ¿Por qué sólo se quiere acep-
tar ha verdad cuamído ha recitan emí verso reyes o samítos, o dioses y semm-
dioses, o pastores y sátiros? ¡Los héroes y los bufomies existemí, maese,
pero hay umí míúmero imífinitamemíte mayor de gemíte corriente, que
miemíten, robamí, sufremí y ríemí, que se tomnamí el pelo emítre sí y iloramí
y se prostituyemí, como esas criaturas níías a las que tú llamas los camía-
lías de Roma!
Comí lágrimas en los ojos, imploró que me comívemíciera de que las
tragedias y las farsas, como las que a la sazón estabamí en boga, ya
mío se ihevabamí.
-Toda ha literatura es umí cadáver liábilmemíte embalsamado, pimí-
tado y ataviado, maese: puras formas y regias simí vida. ¿Tenemos que
contimíuar adorammclo a una momia? La mitología y la historia no tie-
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míemí nada que enseñarmios, todo está emí nuestro alrededor, emí la natu-
raleza, emí ha realidad cotidiamía. ¿Echáis emí falta acción en mi
Cortigiana? Maese, ¡pero si bulle de vida, lo cual es mejor que la pura
acciómí! No he escrito umía tomíteria para que el público se parta de
risa, sino para emírojecer de vergúemíza y de semítimiemíto de cuipabi..
lidad al buemí emítemídedor. Toma y lee, ¿acaso se te ha escapado este
pasaje?
Era evidente que maese Pietro se sentía imísuitado. Su excitaciómí
comítemíía umí fommdo de ira. Se plamító delante de mi y repitió, con
gestos obscemíos y articuiamído cuidadosamemíte cada palabra coií sus
labios amíchos, húmedos y móviles, umía parte del texto que, silo
recuerdo biemí, vemíía a decir lo siguiemíte: la guerra, la peste, el ham-
bre y las predicciones de desastres que comíducemí a la humamíidad
a perseguir el placer, han comívertido el mumído emítero emí umí gran
prostíbulo, domíde padres e hijos, hermamios y hermanas, simí remor-
dimiemíto, simí arrepemítimiemíto o sin vergúenza, los umíos comí los
otros... Bueno, mío le di ha ocasión de extemíderse mucho más. Era
obvio que quería hacerme pagar caras mis criticas. Esta vez me hacia
el juego, dado que yo mismo temíia ha imítemíciómí de abordar ese tema.
Le pedí que me sumimíistrase has pruebas prometidas de lo que él
había osado imísimíuar emí esta comíversación y emí la amíterior.Jumító
las mamios de golpe y torció los ojos de tal mamíera que se le pusie-
ron en biamíco.
¡Ah, ah, pedía algo imposible! No seria tamí fácil de averiguar.
Ahora, haciendo memoria, también recordaba otras cosas... Lucrecma
temíia tres hermanos, ¿por qué iba a haber preferido, emí cierto semí-
tido, a umio de ellos? ¿Acaso mío sabia cónio, emí su tiempo, habíamí
imitentado explicar ha muerte misteriosa del hijo mayor del papa
Alejamídro, el duque de Gamídía? César habría quitado de emí medio
a su híermamio, porque él tambiémí gOzal)a de los favores de Lucrecma.
Yemí lo que al tercero,Jofré, se refiere...
Cuamído, comí un gramí gesto y umía mirada astuta y observadora,
llena de chandestimía diversión, me ofreció recopilar para mí todos los
epigramas, libelos, cartas e imíformes que todavía pudiera emícomítrar
de los cortesamios de aquel tiempo, etcétera, me forcé a mi mismo a
declinar su propuesta de ha forma más seremía posible, como si himbié-
ramos estado hablamído de cosas imítrascemídemítes.
Desde aquel emícuemítro, se está libramído umí duelo secreto emítre mioso-
tros. Mi voluntad de mío expomíer mi imíseguridad más profumída se
emífremíta con su vohumítad de comiocerme a fomído y hacerme bailar al
somí que él toca mediamíte ese conocimiemíto. Ha faltado poco para
que lograra su objetivo. Ha descubierto dómíde me aprieta el zapato,
pero -presumiblememite porque él mío tiemie, de por si, mucho valor,
como la mayoría de los famífarromíes y parlanchíimíes- me ha tomado
por un cobarde. Si a umio le ocuitamí ciertos pemísamiemítos año tras
año, mío será por miedo que pronto pierda el comítrol de sí mismo.
Podría comívertirme emí espía al servicio de Pescara y Moromie por
amííbiciómi, pero miumíca por miedo a maese Pietro. Comioce la míatura-
heza humana, pero esto quizá se le ha escapado. Quedó semísiblememíte
descomícertado cuando me mostré seremio tras su alusiómí a umí impro-
bable cuádruple imícesto.
Al contrario, estoy dispuesto a contrastar tambiémí esa mioticia comí
lo que líe oído y visto emí el curso de los años. Tanípoco emítonces mos-
tré asombmo algumio. Aquí cobrabamí semítido ciertas observaciomíes de
Sandía, que aúmí podía recordar, así como sus imísuitos y burlas comítra
el siempre perplejo Jofré. Umía vez, emí Nápoles, se quejó de su com-
portamiemíto licemícioso, en presencia de Rodrigo y mía. Imitando una
cormíamemíta con los dedos extemídidos sobre la frente, se burlaba de él:
-Vete comí tu hermana, reúmíete comí tu querida Lucrecia, que te
comísolará y amparará como ami tes.
Samícha le gritó que debía dar gracias a Dios de que ella mío le
reprochase míada, de que mío se fuera de la lemígua comí todo lo que
sabía sobre él. Escupió a Rodrigo y a mí cuando pasó amíte nosotros
emívuelta emí umí remoiimio de faldas míegras. También recordé las extra-
ñas hamemítaciomíes de Vanmíozza, o ciertos momentos comí Lucrecia
en Ferrara, cuamído supuse que, tras la fachada de domimíio sobre si
misma, yacía umí mundo oculto ilemio de hedor y oscuridad.
Diez, veimíte veces maese Pietro avemíturó, amíte umí vaso de vimio y
umí juego de cartas, lo lejos que podríamos llegar si trabajábamos jumí-
tos. Comí la regularidad de un reloj sahemí a relucir después míuevas
atrocidades y desemífrenos de los Borgia. Umía y otra vez creía que
podía vemícerme estimulando mis temores; trazaba umía estrecha reía-
ciómí emítre temíer poder y ha facultad de imíspirar miedo. No comiocía
lo que me da níiedo: umí hombre como él sólo emítiemíde razones tau-
gibles para explicar eh miedo o la inquietimd.
Así librábamos de contimíuo umí simulacro de combate, imite-
rrum pido por ha lectura de alguna de sus comedias, o por paseos por
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tra umía pared: me ilaníaromí amíte Bermíi para recibir umía segunda y
última bolsa de ducados, ah mismo tiempo que el agradecimiemíto
por los servicios prestados. No ftmi mnás que umí figuramite emí umijue-
go que sólo ahora creo conocer, h)asámidome en las muoticias de mae-
se Pietro y por lo que Tulia me susurro al oído duramíte míuestras
horas de siesta. He dejado escapar la oportumíidad (le ser algo más
que eso, porque mío advertí a tiempo de qué se trataba. Comísideré
ya como uií progreso, que pudiera ir a caballo detrás de un hom-
bre importamíte, coníparado comm eh puesto de escribiemíte emí la camí-
cillería. ¿Me eiigieromm tal vez porque mio sospechaba míada? ¿O me
atribuyeron umí papel de traidor, y emí el caso (le que así ftmese, quiémí?
Tulia me comífesó que mnaese Pietro quería qime ella nie tirase de la
lemígua. Eso deníuestra que me tomííó, (lesde hacía mííucho tiempo,
por umí imíiciado.
Maese Pietro se halla gravemente herido emí su casa del Borgo. Parece
estar imicomíscien te. Los niédicos que le atiemídemí y los guardias arma-
dos que custodiamí su puerta mio dejan emítrar a míadie. Le atacaromí
umuos descomiocidos por ha mmochíe, cmi plena calle. Por ha ciudad corre
el rumor de que eh atemítado se cometió por ordemí del datario Giberti.
Aquí, cmi el Vaticamio, sólo se atrevemí a encogerse de hombros comí
cara de circumísta¡ícias. Emítretammto, todo el mumído sabe que los car-
demíales pro españoles acudieromí ah lecho del enfermo maese Pietro,
y que, por ordemí de nionsignore Schíomberg, umí comisiderabie míúme-
ro de sospechosos fue encarcelado... aumíque eh pomítífice se opuso.
No es difícil adivimíar eh trasfbmíclo de toda esta historia.
Por fimí líe comíseguido emítrar cmi casa de mííaese Pietro. Ya mío hay peli-
gro de muerte. Siete puñaladas le híamí eiimííimiado temporaimemíte,
pero mío he hamí hecho callar cmi absoluto. Estaba emí la sombra de las
cortimías de la cama, apoyado emí un muomítómí de almohadas, comí vemí-
dajes alrededor de la cabeza, eh pecho y un brazo. Su rostro temíía umí
color pardo. Su barba, que hiah)ia perdido el rizo, colgaba emí tiras
miegras desiguales sobre su camisómí, llemio de mamíchas de sangre secas.
Parecía comítemíto cuamwho mííe ha visto, y me ha imívitado a semítar-
me al pie de ha canía, al borde. Comí los ojos brillamites por la fiebre
y la excitaciómí, me miraba ah mííismo tiempo descarado y dócil.
-¡Hala, mira, también ha venido maese Giovanni! Como ves, estoy
vivo todavía. Esta vez se han esforzado mucho en dejarme tieso. ¡Qué
desilusión para Giberti y Berni, el fracaso! Más, mucho más que una
desihusiómí: espero que les cause problemas. Monsignore Schíomberg,
eh arzobispo de Capua, me ha prometido que no descamisará hasta
que se haya castigado a los autores. Si hubieses estado aquí hace
tan sólo media hora... El asesino se hallaba sentado emí mi cama, allí
donde tú estás ahora, interesándose por mi estado. Ya dije, cuando
recobré el comiocimiemíto después del atentado, que le temííamí que
premíder a él, pues le recomuocí muy biemí, aunque el callejón donde
me asaltaron era oscuro. Pero, ¿cómo estás? La cárcel está llena de
tipos que mío sabemí nada, y Delia Volta se va libremente a hacer una
visita a la víctima. Y, emícima, tengo ahí fuera umí guardia para prote-
germe. Adivimía, adivimíamíza, ¿cómo es posible?
Le pregumíté cuál podía haber sido, según él, el motivo del atemíta-
do. Quiso emícogerse de hombros, pero se dio cuemíta demasiado tar-
de de que ahora no podía hacerlo, e hizo umía mueca de dolor.
-Calma, maese -dije-; ¿ha informado tal vez al partido hispa-
miófilo de ciertos hechos relaciomíados con Girolamo Morone y el mar-
qués de Pescara?
-¿Cómo puedes pensar algo semejante de mí, maese Giovanni?
Las cosas somí completamente distimítas. No se trata de política, Dios
me libre. Estoy enamorado de la criada de cocimía de Giberti, y él
no me la quiere dar -guiñó el ojo y se echó a reír-. ¿Crees de ver-
dad que Giberti recomuocerá públicamente que se halla implicado
emí umía comíspiraciómí emí comítra del emperador? ¿Sobre todo aho-
ra que resulta que esa comíspiraciómí ha fracasado? Escucha y saca
provecho de lo que te digo. ¿Por qué salieromí Moromie y Pescara de
Roma? Sé de buemía timíta que Moromie mío tiemie todavía la prome-
sa de Pescara por escrito, aumíque por intervemíciómí suya se haya
pagado ya al marchese umía buemía camítidad de ducados pomítificios.
Esos señores mío están locos. La libertad de Italia o el poder del
emperador somí hermosas palabras, pero en la práctica no hay nada
como la propia libertad y eh propio poder. Atenciómí, esos juegan umí
bomuito juego. Moromie tiene el dinero a su disposiciómí y, Pescara,
los ejércitos bien entremíados; ambos comuocen todo lo que vale la
pena saber sobre relaciones imíteriores y exteriores. Luego tamíto el
Papa como el emperador estámí en jaque mate, por lo que pronto
temídremos cmi Italia dos monarcas: el rey Moromie en Milán y el
rey Pescara emí Nápoles...
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de Itahiajuntas... Eso no se perdona fácilmemíte, maese... Damas pro-
minentes, que temían ha competemícia, han alimentado la mala repu-
tación de madonna Lucrecia. A ha vieja marquesa de Mamítua, la madre
de mi patrómí, he líe oído comí mis propios oídos hacer observaciones
viles sobre aquella difumíta que ya mío se puede defemíder. Es la her-
mana de Alfomíso de Ferrara, como sabrás seguramemíte... Conozco
a esa bruja despótica, que siempre quiso ser la primera, la más alta,
la mejor, la más famosa, ha más rica. Pruna donna d'Itaha, ¡no me hagas
reír! Patrocimíadora de has artes y de has ciemucias. A los artistas que mío
respomídiamí a sus exigemícias disparatadas los emícerraba emí umía torre
a pan y agua. Ella hes dirá cómo hay que hacerlo. Si, sí. Sus ideas
ponemí los pelos de pumíta a umí verdadero artista. Si empezase a hablar
de eso... ¿Pero, de qué estaba hablando? Ah, de los Borgia, ese esque-
je español imíjertado en umí tromíco itahiamio... Peculiar limíaje: eh mumí-
do mío se camísará de ellos, créeme, maese...
Me describió a César como umí hioníbre que despreciaba las cos-
tumbres cortesamías y ha molicie. Silencioso, dado que aborrecía la
palabrería superflua y prefería la soledad porque mío podía aguantar
a aduladores y rastreros. Era fuerte y hábil emí la corrida de toros, y
umí cazador yjimíete simí par. En la Romagmía, ha gemíte aúmí hablaba
de cómo César cmi traba a memiudo emí algúmí pueblo por la muoche, simí
escolta, para luchar emí la piazza, por puro placer, comí los campesinos
más fuertes.
-Cruel, frío, caprichoso: sí, eso tambiémí, claro, maese. Un ver-
dadero español. Es que ellos somí así. Bien lo sabe vuestra merced. El
golfo más pobre se cree umí hidalgo, pues tiemie su orgullo, su homuor.
Allí, la espada y el puñal estámí siempre a pumíto de ser desemívaimía-
dos. En seguida se ofenden y, emítonces, luchamí como diablos. Y más
aúmí cuamído, por su origemí, pertelíecemí a las gramídes familias. Por mi
parte, creo que por eso los señores Borgia llegaromí temí lejos aquí:
porque eraíí extranjeros y mío temuiamí obhigaciomíes o riñas comí los himía-
jes italianos por lazos de samígre. Toda esa familia era umía unidad
cerrada. Probablemente, se simítieromí siempre amemíazados y odiados.
Lucharomí comí todas sus fuerzas para mamítenerse. Y, en lo que a ese
incesto se rcfiere... -maese Pietro levantó la mamio izquierda al cie-
lo comí los dedos muy extendidos en un gesto de duda-. ¿Acaso lo
presenció alguiemí, maese?
Nadie estuvo presemíte, míadie. Pero esa mío era la esemícia del proble-
ma. El juicio del mumído sólo tiemie interés para muí como medio de
yerme a mí mismo. Me dejaría completamemíte frío lo que se pensa-
ra y dijera de mí, cuamído el ser hiumamio que soy formase umía umuidad
emítera, cuamído en mi mismo poseyera umia propia realidad. Este asun-
to emívemíemía mi vida: saber a ciemícia cierta qué mío soy yo mismo. Los
que me emígendraromí son más fuertes que yo. Por eso, y únicamemí-
te por eso, los quiero comiocer. Quiero saber de qué eran culpables,
porque su culpa pervive emí mí. No obstamíte, el consejo de maese
Pietro de cuidar de mi futuro tiemie semítido. Si no fuese por las cavi-
haciomíes sobre mis orígemíes, podía tal vez haber atraído -con su cola-
boraciómí o simí ella- ha atemíciómí de hombres comí imífluemícia. Pues ese
lía de ser eh primer paso. Emí cuamíto tenga apoyo, podré reclutar segui-
dores. Quiemí puede comítar comí seguidores osa inípomier exigemícias.
Sólo a ese muivel empieza el verdadero juego. Aúmí me queda umí lar-
go camimio por recorrer.
Dicemí que los partidarios del emperador estámí al corriemíte de lo
que Moromie pidió a Pescara. Pero Pescara ha promnetido colaborar.
Dicemí qime los partidarios del emperador tambiémí estámí al corriemí-
te de lo que Pescara ha prometido. Pero Pescara está libre de cul-
pa. Moromie y los que he respaidamí sabíamí que los partidarios del empe-
rador lo sabemí todo. Pero, a pesar de eso, apoyamí a Pescara con dimíero.
¿Quiémí es la víctima aquí? Que perdure esta imísóhita situaciómí de comí-
fusiómí sólo puede sigímificar immía cosa: que cada umio de los dos bamí-
dos espera que su represemítamíte al fimíal sepa avemítajar al comítrimí-
camíte, a pesar de todo. Miemítras tamíto -segúmí maese Pietro- Moromie
y Pescara estaríamí formamído emí secreto immía míueva facciómí. ¿Por qué
mío? A memiudo maese Pietro ha asoníbrado a Roma, cuamído sus atre-
vidas predicciomíes se cumpliamí.
Aquí, emí la corte y emí la ciudad, se desarrolla una farsa míecma.
Nadie sabe muada pero todo el mumído cree saberlo todo. Emí realidad,
mío hay míimígúmí mortal que comiozca ha verdadera historia.
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AIX
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Estimado amigo:
Cuamído recibas esta carta estarás, segúmí espero, muy lejos de Samí
Casciamio, de vuelta emí Fioremícia; esta vez se te ha dado ha ocasiómí de
hacer méritos en umí terremio que te sienta mejor que los asuntos de
los tejedores de lamía. Con mucho gusto te habría mandado umí avi-
so antes, pero ciertos asumítos mío se puedemí arreglar actualmente en
umí abrir y cerrar de ojos.
Todavía estoy emí Roma. La muerte de Pescara, el 2 de diciembre,
fue un acomítecimiemíto que hizo comícebir míuevas esperanzas a mucha
gemíte aquí. La reimía regemíte de Framícia me ha hecho importantes
propuestas. Ahora se trata de persuadir al Papa para que comícerte
umía liga amítes de que emí Madrid liberemí al rey Framícisco 1 emí umías
comídiciones muy desfavorables para miosotros.
Marchar emí este momento sobre las tropas imperiales comí umí
ejército formado de prisa comí civiles y campesimios seria de umía teme-
ridad descabellada. Tampoco el pomítífice se muestra muy propicio a
miombrar comamídamíte a su sobrimio, y sólo accedería emí caso de suma
emergemícia. No sé cuál será el motivo de su obstimíaciómí; quizá umía
riña de familia, o el miedo a que he acusen de nepotismo. Sea como
sea, personalmemíte estoy comívemícido de que hay que abordar este
asunto de umía forma completamemíte distimíta. La red que el empe-
rador teje alrededor de Italia ya mío se puede romper comí umí simple
tirómí heroico. Sólo comí una preparaciómí detemíida, una paciemícia y
un aguamíte infimíitos lograremos escapar de ha suerte que nos tiemie
preparada. Sólo umía liga, comí umí fuerte apoyo de Francia y Vemíecia
míos puede proporciomíar el aplomo míecesario.
No te dejes cegar por las apariemícias. Tal vez emí Lombardía mío
sean miumerosas las banderas españolas y alemamías, pero has emíar-
bolamí soldados emídurecidos y expertos, hombres duros que mío tememí
las privaciones o los reveses, y que mío se arredran ante míada. Ypor lo
que se refiere a los procedimientos diplomáticos del emperador,
¿todavía te atreves a afirmar que los imítuyes, después del asumíto
Pescara-Morone? ¿Por qué a Moromie se le trata comí tanto miramiento
trás su detenciómí y tiemíemí toda clase de comísideraciomíes comí él? Está
emícerrado bajo llave, pero, segúmí dicen, eií una estancia primicipes-
ca. Recibe visitas comí regularidad de De Leyva y los demás capita-
mies del ejército imperial. Ni su dimíero mii sus posesiomíes hamí sido
embargados; a sus pariemítes mío les tocan mii un pelo de la cabeza.
Nadie se esfuerza por mamítemíer emí secreto ese estado de cosas. ¿Qué
razomíes puede haber temíido Pescara para mío dar muerte a Moromie?
Reflexiomía: amítes de que Moromie hiciera su última visita a Novara,
que sería para él tamí fumíesta, se elevaromí muchas voces emí comí tra. No
obstamíte, fue. Su comífesiómí, escrita de su propia níamio y mío bajo coac-
ción, fue justamemíte el salvocomíducto que Pescara necesitaba para ir
a ocupar Milámí. Es sabido que Pescara, emí su testamemíto, había emí
favor de Moromie ante el emperador. Pescara se lía llevado consigo
a la tumba la exphicacióií de toda esta imítriga. Pero me temo que
Moromie, gracias a todas esas imígemíiosas artimañas y rodeos, promíto
será umio de los más apreciados comísejeros de Su Majestad Imperial.
La amargura te vuelve imíjusto, mi estiníado Niccohé. Me acusas
de imífidelidad comímigo mismo. ¿Crees que líe escogido este camímio
por imíterés propio? Sacrifico deliberadamemíte la satisfacciómí de obrar
abiertamemíte segúmí mis comíviccio¡íes más profumídas, para servir al
fimí que tambiémí te imíspira a ti, si biemí de fornía imídirecta, a escomí-
didas. No amísio la fama, simio la verdadera infltmemícia. No me atrae ha
apariemícia del poder, simio el poder auténtico. Una vez dijiste que
manejo los hilos del teatro de títeres papal: mío es míecesario que los
espectadores veamí y comiozcamí al hombre que tira de los hilos. Por lo
demás, mío míecesito que me rimídamí liomiores. No amo memios que tú
eso que llamas patria. Si mío fuera así ,¿de dómíde sacaría ha paciemí-
cia y eh valor míecesarios para guiar esa exasperamíte damíza coral, ese
triple salto -uno adelamíte, dos atrás-, hacia umía liga?
He meditado sobre ese sueño tuyo. Lo peor ¡ío es que se pierdamí
los haces, simio que eh pueblo, apostado emí eh camííimío en medio del
diluvio, permanezca miramído como sino pasara nada importamíte.
Lo malo de Italia somí los propios itaiiamios. No se puede remediar.
Ojalá ya mío te atormemítemí las pesadillas, ahora que lías vuelto a
Floremícia.
Temígo umía petición que hacerte de imídole persomíal. ¿Querrmas
remídirme el placer y el homior de actuar de imítermediario emí uní asumí-
to familiar? Se trata de umía posibilidad de matrimomíio para umía de
mis hijas...
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xv
TULIA DE ARAGÓN
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adre e hija estámí arrodilladas emí umía de las capillas,
emí San Trifoííe, dehamíte (leí altar donde se cehelira
misa, umía aliado de la otra: eh cojín de Julia para
arrodillarse se emícuemitra, de míuevo, muy cerca del
de Tulia; los pliegues (leí vestido de Julia acariciamí
el abrigo de Tulia, que cuelga amíípiiamente. La mira-
da de Tulia está clavada eíí las luces del altar. Ni comí la miraha ni con
el movimiemíto da a emítemíder que es conscieííte de ha preselícia de su
madre, que susurra, susurra simí cesar, comí mí abanico emí umía íííamío
y cmi la otra umí rosario, mientras se reza a coro eh respomísorio en
voz alta.
-Lorenzo, ese estúpido, de nuevo mío escuchó lo que le dije, pasa-
do el relicario de samí Cosme le digo, sobre el mnosaico del asesinato
de los míiños, ahora estanios sobre la adoración de los reyes, justa-
memíte emí piemía corriemíte de aire, amémí, me da gota y a ti tortícohis,
ata tu velo alrededor del cuehio, el cielo haga que ya mío llueva cuamí-
do salgamos, me pomie emiferma todo ese barro, mira, Pamítasilea lle-
va umía estola de armiño, por lo menos cuemíto cimíco o seis docemías
de rabos, mañaiía vendrámí todas llevamído piehes, fijate lo que te digo,
amémí, recuerda a tu Strozzi otra vez su promesa de esas pieles de níar-
ta, simio las híacenios elaborar ahora, mío nos vaicirámí para míada este
invierno, debes coger forro rojo, yo lo cogeré míegro, piche tambiémí
hebillas y cademías para cerrarlos y acompañarlos, mío habló de ehho,
pero un cierre ordimíario de cuerda o tremícihia mío sirve, ha de ser
gemíeroso, para evitar que nos gritemí que tus mejores tiempos líamí
pasado, ves, ahí lo tiemíes otra vez, amítes mío temílamos por qué teníer-
lo, es por todos esos locos caprichos tuyos, vemíga, había de esa pieh
comí Strozzi, le es imposible míegarte míada, mira, ahí está tambiémí de
vuelta maese Petrucci, aúmí algo pálido por los vómitos, pero por lo
visto la cura lía dado resultado, Tulia, oigo decir que al inaifran cese
los framíceses lo llamííamí «emífermedad de Nápoles», híabráse visto, alío-
ra Italia lía de temíer la culpa, amémí, esta mañana mío te lías coníido
la pasta de mazapámí, es deliciosa, comí miueces de ha Imídia, pipas cíe
melómí, esemícia de rosas, temí cuidado, mío te quedes demasiado del-
gada, mío lo vale ese feo bastardo de lacayo, que por su culpa te dejas
comísumir, fijate emí Imííperia, ahí,justamemíte delamíte de ti, qué híom-
bros y brazos tamí biemí formados, tan blamícos, se sacrifica por ello,
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sobre ti, sólo soy tu madre, osas desatemíder mis comísejos ahora que
piensas que lo sabes todo, ah, ah, pues así es como te va, y sin embar-
go no pretendo hacer míada más que mirar por tu bien, gloria y poder
y riqueza para mi Tulia, y que seas la reimía de Roma, como lo fui yo
en mis buemios tiempos, doy cualquier cosa por ello, facilito el cami-
mío para ti, dejo que aproveches miii mina de experiemícia, escúchame
hija, deja de comportarte como umía estatua de piedra, me rompes
el corazómí y tambiémí eh de maese Strozzi, oh, mío se queja comímigo,
pero lo veo, lo mioto, él tambiémí está desesperado, temí cuidado y no
perdamos ese último fiel aníigo, que no te abandomie por Pantasilea
o Antomíella o Magdalemía, como híicieromí los demás... Ahora todavía
mío le importa híemíarte de regalos y cortesías para complacerte, pero
sigue así y buscará su placer domíde se lo ofrezcamí comí mayor rapi-
dez. Da gracias a Dios por comiservar ese protector, pues mío hay
muchas chicas que se puedamí permitir lo que tú te lías permitido
úhtimamemíte, tiemíes que comnpemísar comí algo a Strozzi, mii siquiera
sabe cómo tú, umía y otra vez, delatabas sus secretos del corazón y de
estado a maese Pie tro, ah, que se x'aya ah diablo ese viejo zorro que
míos endosó a propósito a ese Borgia, ah, me dejé cegar por sus char-
las bomíitas y su galamítería y sus mííuecas y sus chistes, dio!, a eso era a
lo que vemíía, a engatusarnos, a someterlios a su voluntad, comió y
bebió emí míuestra casa, lavamos y remendamos su ropa, le prestába-
inos dinero y dejamos que se pasease como si fuera el señor de la
casa, le contamos todo, sí, tiramos de ha lengua a nuestros invitados
más distimíguidos y fisgamííos sus bolsillos y sobormíamos a sus cria-
dos sólo para darle gusto a él, ese socarrómí, y cómo te lo agradece,
destrozamído tu carrera, haciemído que te emíamores de ese maldito
amigo suyo...
Julia cavila comí rabia y amargura sobre maese Pie tro, desde que
tomó has de Villadiego a Mantua o a Vemíecia, míadie sabe adónde. No
estar seguro de su vida, buemio, es el precio que umí hombre ha de
pagar por dedicarse a prácticas oscuras. Ella miumica metió ha míariz en
sus asuntos. Aumíque sí creyó emí cierta ahiamíza tácita. Nada de pre-
guntas, míada de exphicaciomíes, pero míos comprendemos. Sirvo a
tus imítereses, tú a los míos. Este estado de cosas siempre he hizo semí-
tirse muy cómoda. Contar siempre comí alguiemí del propio ambiemí-
te amíte quiemí bastaba media palabra. Se emícogió de hombros ante el
hecho de que, emí su comportamiento y en sus observaciones, había
detalles que no comícordaban comí su imíiagemí de consejero ommíis-
ciemíte y hábil, de divertido amigo de la casa.
Mirando atrás, le imívade la desagradable sensaciómí de que mío se
trató en absoluto de umí «de tú a tú», sino de una tomadura de pelo
unilateral. Julia -pese a que conoce como nadie su lugar en el mun-
do, el imperio de las alcobas y las artes de amar y has pociones de
amor y los secretos de tocador, de todos los semíderos transversales y
rodeos de la pasión física, y que creyó que tenía tomada ha medida
de maese Pietro cuando he catalogó como hombre para todo- de
repente compremíde que los escomídites de su carácter escaparomí a
su atención. Recuerda ahora todo tipo de cosas: la emítrega con la
que palpaba los trozos de satémí y terciopelo, los emícajes y el lino,
lo dejaba caer en forma de pliegues sobre los brazos, como jugamí-
do, pero duramíte demasiado tiempo como ser umía broma, estudia-
ba ante eh espejo el efecto de las joyas y el juego de luces sobre su
propio cuerpo; su curiosidad por asumítos que incluso umía cortesa-
mía discute raras veces comí un hombre; la sofocamíte atemíciómí secre-
ta comí la que espiaba a Tulia emí su ir y ve¡íir, y cuamído se bañaba y
se vestía, la misma atenciómí como cuando daba vueltas alrededor de
ella, cerca de ella, tocámídola y husmeámidola, simí ííimígún imíterés er&
tico sino como si pretemídiera ademítrarse en su piel, ser la propia
Tulia... y a memiudo emí sus miradas, veía ese relucir, ese rayar rápido
y vehemente de umía imícomífumídible emívidia, de umía curiosidad que
parecía umía tortura de sí mismo. Ahora Julia creía comiocer la cau-
sa de todo ello, y sus suposiciomíes la hacíamí resoplar comí mofa y des-
dén: un hombre que envidia a las mujeres por lo úmíico que es imíal-
canzable para él, ser mujer, es para ella como ha gemí tuza ambigua
que le comísidera imíferior sólo por eh oficio que tiemie.
Una mujer como Julia mío veía emí ello umía razómí para odiar a
alguien. Pero la llegada de Giovamímíi Borgia la consideró, desde emítomí-
ces, como umía expresiómí del deseo de vemígamíza de maese Pietro, comí-
tenido durante mucho tiempo. Sólo podía responder comí odio a sus
temítativas taimadas de mimíar su éxito y felicidad emí la vida. Era eh espí-
ritu maligmio que, mediamíte Giovanni Borgia, sustraía a Tulia de su
imífluemícia. A él le reprochaba la rebeldía de su hija, así como los mmícm-
demítes que ahuyemítabamí, umio por umio, a los imívitados de su casa.
Paulatimíamemíte, maese Pietro y aquel Borgia se habíamí comívertido,
en sus pemísamiemítos, emí umí úmíico ser hostil. Maese Pietro estaba fue-
ra de su alcamíce, pero golpeando a su amigo esperaba golpearle a él
tambiémí.
Le costó mucho temíer aquella ocurremícia, aquel momemíto bemí-
dito de lucidez que permitió transformar su cólera reprimida emí las
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palabras de las que huyó aquel Borgia. Se lía ido (Dios quiera que
para siempre, amén, amémí, Julia reza a toda medía comí ese pemísa-
miento, con umía mirada iníperativa ah altar hhemio de velas y flores
de cera), pero ¿está así la cuenta saldada?
Volviendo la vista atrás cmi eh tiempo,Julia podía señalar comí toda
seguridad en qué miochie empezó eh gradual derrumbamiemito de la
vida que comístruyó para Tulia y para ella misma. Amítes, ha obstina-
ciómí de Tulia se expresaba emí umí persistemíte sihemício, emí umía fría
mirada hlemía de repulsión. Sus tardes pertenecían a ese Borgia, pero
de miochie recibía, como emí otros tiempos, a los señores que habíamí
míegociado umía visita con Julia. No obstamíte,Juhia creyó percibir el
peligro. Siempre se vamíagioriaba de que míada le quedaba oculto. Umía
pregumíta acá, umía pregumíta allá, y pudo saber que emítre los amamítes
de su hija circulaba un rumor: abrazar a Tulia era como tomar emí
l)razos a umí muerto viviemíte.
Julia imítemító entomices remediar el imímimíemíte desastre con umía
estratagema:
-Mi hija es una poetisa, señores, semísibie y delicada, ¿es posible
que uno de ustedes le hmaya dado niotivos para creer que su tempe-
ramemíto se comífumide comí ha impudicia, su don de cortesana comí ha
falta de virtud?
Imímediatamemíte, los visitamítes más fieles de la casa del Campo
Marzio redactaromí umí níamíifiesto empapado en mucho vimio: Tulia
era la mujer más virtuosa del mumído, y quien se atreviera a poner cmi
emítredicho este hecho, era retado al imístamíte a umí duelo por Orsimíi,
o Rimíuccini, o Urbimio, o Mattei, todos ellos prestigiosos nombres
romanos. Emí voz alta ieyeromí el documemíto a Tulia, a pesar de su
resistencia, subida al tromio sobre los hombros de dos o tres futuros
defemísores de su hiomior. La broma terminó emí discordia, cuamído
Strozzi, que había emítrado duramíte la ceremomíia, arramícó el papel
de las manos del lector y lo hizo pedazos, pálido de rabia. Ese acon-
tecimiento, y la consiguiemíte pelea, hicieromí decaer miotablemente
las visitas a la casa del Campo Marzio. Umí segundo suceso, más gra-
ve, causó el temido sileiício cmi las salas de recepción.
Cuamído, una miochie, entró eh cardemíal Bembo simí amiumíciarse,
emímascarado y comí atuemído mummdano, comí umí pequeño séquito de
comifidentes para, como dijo, besar la mano de la mujer más discuti-
da de Roma,Juhia creyó que se le abría eh cielo. Eh amigo de monarcas
y pomitífices, umí hombre de mundo, umí gramí sabio y poeta, rico y pode-
roso, tal vez umí chía preclestimíado a la dignidad más alta, quiémí sabe qué
gloria, miunca pensada, aguardaba a Tulia. El cardemíal canoso, comí su
figura elegante y delgada, umía cabeza más alto que los demás, tenía
fama de ser umí galán exigemíte y refinado. Umía persona como él no vmsm-
taba simí razón, por propio impulso, ha casa de una joven cortesana.
Julia, aun amítes de que se hubiera vaciado eh primer bocal de vino, lo
tenía todo planeado en su cabeza: incluso Strozzi debería conformar-
se, pues monsignore tiene preferencia... seguro que Tulia no podía sen-
tirse simio halagada, pues ¿no aprendió a leer con el famoso Asolani,
diálogo sobre el amor escrito por Bembo; no se convirtió en poetisa
bajo la imífluencia de esa lectura, no defendió con fervor una y otra vez
las obras del cardenal ante maese Pietro, que se atrevió a llamar a
Bembo un loco pedante, un samíturrón blando y un violador de la lemí-
gua?Juhia incitó a su hija a recitar versos y fue testigo de cómo eh mon-
sign ore asentía indulgemítemente con la cabeza. Invocó a todos los samí-
tos en umía oración, para que eh deseo de Tulia por la fama literaria
fuera más fuerte que su pasión por ese Borgia. Elogios y aliemítos de
Bembo en propia persona, qué más podía desear; entonces, su buen
miombre se vería restablecido. Cuando, más tarde, el cardemíal, a su vez
declamador, cantó el elogio del pelo rojo oro de Tulia con dulces pala-
bras, la semísación de triunfo se le subió aJuhia a la cabeza como si de
una embriaguez se tratara.
¿Por qué ese Borgia tenía que estar comí Tulia, al día siguiemíte,
cuando eh moro de Bembo trajo umí regalo como agradecimiento por
su primera y agradable visita? Umí colgante, umí delfín de esmeraldas,
saltamído de umía ola de perlas. El, ese Borgia, arramícó la albaja de
su cuello, dijo que era un atavio de putas, y el pelo dorado de Tulia,
pelo de puta. Después, Tulia, pálida y fremiética de miedo, le siguió
hasta el patio:
-Si lo deseas, tiro ese deifímí a los pies de monsig'n ore, aunque me
haga arrojar desnuda a ha calle por sus esbirros, pero mío te vayas, qué-
date conmigo, Giovanmíi.
Mantuvo su palabra y pese a las amenazas y hamemítaciomíes de
Julia (una villa, una pemísiómí primícipesca, perdidas por tu insensa-
tez y veleidades>, aquella misma noche devolvió la albaja a monszg-
flore, el cual se marchó sin demora, aparentemente bromeando comí
indiferencia, pero comí el rostro tenso. Sobornó a una de las viejas
brujas de la planta baja para proveerse de una sustancia que devol-
viese a su pelo eh color origimíal. Al día siguiente, vinieromí los esbirros
de la autoridad para prohibir temporalmente aJuhia Ferrarese y a su
hija recibir visitas.
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delante de sus ojos la hiemía de uní estupor simí limites. Presta aJuiia
una atención que ella, Tulia, haga lo que haga, diga lo que diga, miun-
ca ha podido despertar emí él. No parece preocuparse de la actitud
burlona deJulia, llemía de maliciosa fruición. La conduce a una silla,
se sienta él mismo frente a ella. Imíchinado y con los puños cerrados,
apretados emítre has rodillas, le hace preguntas que Julia, desenga-
ñada ante esa calma, contesta. Cuando, de repemíte, se levanta, Tulia
da uní paso emí su dirección, pero mío lave; sale rozámídola por la puer-
ta, como si fuera le estuvieramí aguardando.
Al cabo de una semamía,Juhia hace avisar a Strozzi. «Se ha ido: ella
mío come, mío duerme, no dice mii unía palabra; vemíga, su excehenícia,
peu- misericordia.» ¿Qué pruede hacer Strozzi? No se digna dirigir unía
mirada a los regalos que le trae, rechaza las golosinas y las carmcmas.
Está emí la venítamía, allí domíde puede abarcar comí la vista la piazza. Se
imíchimía ciení veces emí el portal sobre la barauídilla, escuchamído los
sonidos del patio. Pasea de umí lado para otro, de umí lado para otro.
Cuamído Julia se acerca a ella, muestra los diemítes, como uuí ami imal
que ve acercarse a uní enemigo.
Desconcertado, Strozzi he hace umía propruesta que a él mismo
le híemía de vergúenza. Eh, todo umí patricio florenitimio, hará de
alcahuete. Manda un criado de confianza al Vaticano, con un men-
saje para maese Giovanmíi Borgia. Eh hombre vuelve simí haber comí-
seguido míada. El maese ya mío vive sobre los locales de la guardia,
mío se le emícuenítra emí la cancillería mii en ningumía otra parte del
palacio papal; sí que se le ha visto por la ciudad, pero dónde está
y qué hace, nadie lo sabe. Strozzi transmite esta noticia persouíal-
mente a Tulia, comí palabras cuidadosamente escogidas. Ve dismi-
uíuir de repente esa tensión antimíatural, como si se rompiese rumí
muelle, como si se parase umí mecanismo. Su mirada se apaga. Strozzi
había y habla, con la esperanza de devolver a ha vida a esa mrmmíe-
ca, de hacer saltar una chispa que pueda sugerir el calor de la amíte-
rior intimidad. «Sabes, Tulia, que por ti recibí umía reprimenda de
su Señoría; qué te parece, bella mia, segúmí decía, te había visitado
demasiadas veces, y en Floremícia creemí que esto mío comícuerda comí
ha dignidad de un hombre ah servicio del Estado. Si ya mii siqrmiera
pruedo elegir mis propias queridas, emí adelante híamí de pomíer a otra
persomía en mi lugar; además no resulta agradable negociar, discu-
tir, dar rodeos y preocuparte de esas qrmisquihlas que hlamamí dipio-
macna... y eso ahora, miemí tras hay en juego Dios sabe qué. Va mal,
va mal, Trulia; las cosas mío amídamí como habíamos esperado: estoy
hasta las cejas de preocupaciomíes, hija, y hace ya tanto tiempo que
me miiegas la comísolacuomí...»
Strozzi comunica sus deseos a ha sumisa Julia: ha casa permane-
cerá cerrada para los demás visitamítes, aumíque el capitámí de ha Torre
Saveila levante ha prohibición de recibir míuevos clientes. Madre e hija
hamí de estar preparadas para viajar comí él cuamído vuelva a Fhorencma.
Miemítras tanto, él se emícarga tambiémí de la distracción y hace venir
a umí pimítor para hacer un retrato de Tulia. Strozzi elige la pose,Juhia
eh atavío. Tulia soporta ese arreglar y disponer de su cuerpo ení sileuí-
cio. Durante horas permanece ení ha postura deseada: la cabeza algo
ladeada, umía sonrisa emí los labios, su mirada verde y vacía dirigida al
mismo punto. El pimítor, que sabe que su modelo compone versos,
ormía su retrato comí uuí fomído de ramitas de laurel, y así ha imímorta-
liza emí ese bosque legemídario donde la fama está por recoger.
-¡Que frío hace aquí, que frío! Vamos a emífermar y quizás a mormr.
Tulia, emí el nombre de Dios, cierra tu abrigo sobre el pecho, vamos,
deja que lo haga yo, estás tamí sumergida euí la devociómí, o duermes,
o estás pemísamído otra vez, pensar emí lo que ha pasado, sé sensata, ve
las cosas como son, tienes toda la vida todavía por dehamí te, lo que
pasó lo olvidarás, tienes al signor Strozzi, me tiemíes a mí, qué más
qruieres, yo cuamído temíia tu edad tuve que afrontar la vida comple-
tamente sola. Tal vez vayamos emí breve a Fioremícia, que es otra cosa:
ííecesitas umí cambio de aires. Strozzi te hará la vida agradable allí, ya
sabes como es. Tienes la vida asegrurada, aunque sólo quieras seguir
siendo su querida durante el resto de tu vida; pero mío he perdido
ha esperamíza de comíseguir algo más para mi Tulia: señores podero-
sos contemplarán tu retrato cruamído esté expruesto emí eh palacio de
Strozzi y preguntarámí: ¿quiémí es esa belleza, dómíde vive? Créeme, aúmí
eres unía estrella creciemíte. Amén, amémí, Dios sea alabado, míos pode-
mos levantar, temí los cojimíes, Lorenzo, y recuérdalo, burro, la pró-
xima vez sobre ha matamíza de los Imiocentes.
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ué consideraciomies me hamí imíducido a presemítarme
amíte ha esposa de Pescara, comí el ruego de rumía car-
ta de recomemídaciómí? Entomices pemísé que había lle-
gado el momemíto de dejar Roma. Emí realidad obe-
decía ah ciego afámí de perpetuar lo mejor de mi
mismo, o ah memios lo qrue hasta ha fecha había teni-
do por lo mejor, emí umí comutexto qrme, emí todos los aspectos, era
muy
distimíto ah ambiemíte de las tranioyas de la corte y el favor de las putas.
Logré que la marquesa de Pescara me recibiese rumios días después de
que en Roma se supiera la mioticia de la detenciómí de Girolamo
Moromie. Me recibió de pie, emí rumía pequeña líabitaciómí con
corriemí-
tes de aire, un mero sitio cíe comrumíicaciómí emítre dos salas. Cuamído
he dije qrmiémí era, me miró directamemíte a los ojos comí rmmía
mirada
j fría e inqrmisitiva. Necesité todo eh domimíio de mí mismo para mío
echarme a sus pies. Quise gritarle qrme mío debía despreciarnie, qrue
mío temíia por qrmé temerme o descomílmar de mí, pues emí realidad yo
mío era míada, mío poseía míada; yo, por así decirlo, sólo empezaba a vivir
a partir de ese imístante. No temíía mucho tiempo para miii. Me pre-
guntó lo que quería. Así que he dije simí rodeos qrue (leseaba servir a
Pescara, y qrue esperaba qrme me prudiera dar rumía recomendación para
presemítarme amíte él emí Novara.
-No puedo recomemídarie, maese, porqrue mío sé míada de rmsted
-me comítestó emícogiéndose de hombros, comí rumía vaga somírisa-. ¿Por
qué quiere servir al marchese?
-Pido umía causa por la que vivir o nnorir. Siemíto respeto por el
marchese. La causa qrue él se lía propuesto segurannemíte es bastante
buena para mu.
-Umía causa por la cual vivir o morir. Es míírucho pedir, maese. Carga
a mi esposo comí umía seria respomísabihidad.
Esperaba que me echaría a la calle, porque de repente me di
cuenta de la ridiculez de mi ruego. Pero, por el contrario, se sumer-
gió emí emí srms pensamiemítos. A través de las pruertas abiertas detrás de
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Hoy soy distimíto del qrue comísigmió tamí extemísamemíte, y emí papel,
sus recuerdos emí la biblioteca del Vaticanio. La comívicción de ser fru-
to de rumí imícesto emítre padre e hija, o líermamía y hermamio, y además
umí Borgia, me lía dejado paralizado duramíte nírucho tiempo; sólo aho-
ra me hago cargo de ello. A eso hay qrme añadir ha agotadora inacti-
vidad, el deambular por has galerías del palacio papal a la espera de
uní emícargo, las visitas a Tulia de Aragóní. Era dócil y tramíquila, y no
me arrepiemíto de haberla comiocido. Creo qrme sus mamíifestaciomíes
de cariño eramí simíceras. Me daba más de lo qrue esperaba, y más tam-
biémí de lo yo que deseaba. A la larga, umio se va simítiemído amígustiado
por un amor ah que mio puede correspomíder ~on la reciprocidad o
con una regia gemíerosidad. Tampoco es posible abrazar día tras día
a la misma mujer a ha que no se ama, sin que eh aburrimiemíto acabe
venciéndote. La apatía me atormentaba como unía enfermedad.
Estirado ení la cama de Tulia, comísideré mii y umía posibilidades dis-
tintas, pero miumíca llegué a emprender míada. Me faitabamí el valor y
la fuerza de vohumítad para sacudirme el pasado. Hacía falta rumí sobre-
salto para pomíerme emí movimiemíto.
Cuamído oi por primera vez ciertas cosas acerca de esa bruja, la
madre de Tulia, me salí de mis casillas. Todo emícajaba comí lo que
sabia por propia experiemícia. Qrme mío hubiera desaparecido emí eh
Tíber después de mi míacimiemíto, qrme eh papa Alejamídro me domía-
se umí ducado, que César me acogiera comí él, cada hecho temíia srm
explicación. Comí esa mamíera de actuam, esperabamí proteger de sos-
pechas a su valioso peómí: Lrmcrecia. Las buías se redactaron, natu-
ralmemíte, más tarde, por precauciómí, cruauído Lucrecia estaba a
prumíto de casarse comí Alfomíso d'Este. Además, los Borgia uíecesi-
tabamí descemídiemítes varomíes para poder asegrurar su poder a lar-
go plazo.
Si Pere de Cahders es mi padre, emítomíces se explica la razómí por
la que míadie mííe quiso apoyar tras la mrmerte de Ahejamídro, César y
Lrucrecia. Los níiembros del iimíaje, descemídiemutes del duque de Gamídia
y dejofré, que ahora vivemu emí España, mío me recomiocemí.
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Apumíto todo esto emí compieta paz memítal. He dejado de pro-
frmmídizar emí miii origemí. Ahora ya sé bastamíte. Maese Pietro temíia razómí
cuanído dijo qime haría mííejor miramido hacia delamíte. Pero, para lle-
gar a compremíderlo, priníero temíía qrue estar comívemícido de que emí
níi pasado mío hubiera imídicios sobre mi futruro. Ah principio, vagué
simí objeto por Romíía. Me sublevaba y amargaba la faena que me había
hecho eh clestimio. Me pareció que miii origemí había sido probado comí
creces por la vida que había llevado emí los últimos meses. El hecho
de que pasara la mitad del día híoigazamíeauído emí los aposemítos de
umía frmrcia, qrme emí cierto semítido miie gustaba; que me simítiera como
emí casa emítre su atavío, sus papagayos, srm momio y emí umía cama domí-
de, amítes qrme yo, se había acostado media Roma, Florencia y Siemía,
y mío comíío imívitado, como protector, simio más biemí como uní favori-
to, rumía especie de comívecimio; esa actitud miserable había dado razón
de ser al lacayo Pere de Cahders qrme hay emí níi. Por lo tamíto, mi híui-
cha de la casa de Truhia era sobre todo uit imitento de librarme de run
ehemííemíto qrme mío deseaba. Cegado por la cólera, olvidé que llevo ese
elenííemito comíníigo vaya domíde vaya.
Pero crmamído volví en mí, conípremídí que lo qrue había tomado
por rumía míueva adversidad era, emí realidad, rumí favor del destimio.
Pere de Cahders miie libra de aquello qrme, emí níí, hay de imíasible,
de omí-mimioso. Ya mío tenio al Borgia qrme hay emí mi, desde que temí-
go razomíes para creer que la mutad de mi ser es por míaturaleza comí-
trario a los Borgia. Umí lacayo seducienido a ha hija de su señor es
rumí acto que demuestra rebeldía y resemítimiento.
Aumíqrme mío puedo, mii quiero, ser el heredero de la mentalidad
de los criados, eso mío me impide recomiocer que, gracias a Pere de
Caiders, llevo rumí amítídoto emí la samígre.
Me he librado de la obhigaciómí de desemíredar eh miudo de los
Borgia a toda costa. Soy uní imínomimíable emí eh semítido unás pleuío
de la palabra. No soy uní esiabómí de umía serie, mii tampoco umía pie-
za fimíal. Puedo, emí cambio, ser umí primícipio. No me defimie eh pasa-
do de uní himíaje. Ni siquiera pertemíezco a himíaje algumio. Llevo el míom-
bre de Borgia sólo a, falta de umio mejor. Tradiciones, derechos,
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Se ha ido comí uní gramí séquito de amigos y pariemítes. Está bien que
haya ocurrido. Ahora que ya mío lo veo, puedo reprimir mi maldita
temídemícia a pomíerme emí su lugar con el pemísamiemíto. El otro día me
vi en uní espejo; emítonces imícluso imagimié que míos parecíamos. Esas
quimeras tieníen que acabar.
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ITEIAVJH~WJN QrIO9JINÁ
O9S?~IDNV~H
IJAX
ran cesco Guicciardini a Niccoló A'Iachiavelli
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¿Qué dice, qué hace Urbino? Los españoles bajo eh mando de Borbón
se reunieron amíteayer en Mortara con los lanceros de Frundsberg.
He dejado Piacenza y me dirijo ahora a Bolonia. Allí me atrevo a
arriesgar un sitio. Haz comprender a Urbinio que smi él y sus tropas,
me será imposible detener a las tropas imperiales. Tiene que poner-
se en marcha imímediatamente, inímediatamente. Cuento contigo.
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F
XVIII
MICHELANGELO
BUONAROTTI
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Al fimíal, mío pudo aguamítar niás. Durmió umí día y umía miochie de
umí tirón, comí eh sueño pesado del que está agotado en cuerpo y emí
espíritu. Desptmés, he pareció como si hubiera perdido para sienípre
la capacidad de trabajar.
Por aquellos días, recibió recado de ir a ver a Su Señoría. A duras
pemías, salió de un estado en el que reflexiomíaba simí hacer míada. Se
lavó y se vistió comm todo cuidado y se presemító a ha hora fijada emí el
palacio. Los miembros del Consejo estah)ami convocados a una reumíiómm
comí el Comité de Cimíco, que debía encargarse del mamítemíimiemíto y
ha fortifmcaciómí de las murallas (he ha ciudad. Emítre los presemítes, echó
emí falta a Niccoló Maclíiavehhi, que lío hacía mucho tiempo había sido
miombrado provedil ore de los bastiomíes. Para su estupefacciómí, se he ofre-
ció a él esta fumición tras algumías chiarías prehimimíares. A níaese Niccohó
he habíamí encargado otra tarea que cumíiphir.
Murallas, fortificaciomíes. Se encogió de hombros emí sihemício y
miró, por encima de has cabezas de los miemiihiros del comísejo, las azu-
cemías escarlatas de Florencia, ormíamído umía bamídera que colgaba
de ha pared. ¡Comprometerse a realizar umía míueva tarea que he iba
a temíer ocupado día y noche, cuando no temíia umía hora que perder!
¡Ademítrarse emí las cuestiones arquitectómmicas y militares, ahora que
mío veía otra cosa que el enigma que domimía ha vida y ha muerte de ha
gente emí ha tierra! Esos argumemítos eran para él decisivos, pero tam-
biémí podría alegar otras objeciones. Eh tiempo apreníiaba. Las amíti-
guas murallas eramí mejores freiíte al peligro que umías míuevas en cons-
trucciómí. Sabia, además, que ha funciómí de proveditore, por ha falta de
mííamío de obra y dimíero, sería umí largo calvario.
Miemítras los miembros del Comísejo y del Comité le acosabamí comí
propuestas y peticiomíes umgentes, se quedó quieto, comí los ojos cerra-
dos y ha mamio izquierda comí los dedos extendidos, apretados con-
tra ha parte imíferior de ha cara. De cuamído emí cuando, asentía emí señal
de que compremídía lo que querían decir. Fimíaimemíte, suspiró, se
hevamító y pidió tiempo para reflexionar.
Cuando atravesaba ha piazza, alzó imívohumítariamemíte ha vista
hacia su David, que llevaba veimite años allí. Su primera semísaciómí
fue, como de costumbre, de biemíestar por las iímíeas armómíicas
de ese gramí cuerpo de piedra. Esta vez mío podía llegar más allá.
Por primera vez emí mucho tiempo, se dio cuemíta de que umía vez
eh David había sido para él, para ha propia ciudad, más que ha esta-
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tua perfectamemíte foijada de uií jovemí. Fuerza, valor, ha imídigmía-
ciómí mioble por ha injusticia y ha viohemícia. Eh símbolo del pueblo
combativo (le ha República de Floremícia. Recordó que muchos, en
los tiempos de has rcvoiuciommes, habiamí comísicierado esta estatua
comiio ha protesta visible commtra la supremacía de los Médicis. David
~ra un defemísor de ha libertad.
Retorció los labios conio si tuviera umí sabor amargo en ha boca.
Eh ámíimo de hucima de esejovemí coloso comí su honda, de repente he
pareció imígemmuo. Encajaba emí un mummdo sin somnhiras, donde tochas
has cosas estah)ali h)iemi chetermííimmadas, ciaramnemmte ihuníimíadas emí uií
equilibrio clásico. ¿Acaso los clásicos, emí su período cíe auge, iíabíamí
comiocido de verdad semnejamíte mííundo? Esta Floremícia, esta Italia,
pedíamí umí heroísmo complicado.
Se dio ha vuelta. Ah otro hado de ha emítrada del palacio de Su
Señoría, yacía un pedestal vacio. Desde que había regresado de Romíía,
había sorteado ha piazza para que mío he afligieran los semítimiemítos de
remícor y hiumiiilhación que, para él, estaban imíseparabiememíte ligados
a ese lugam; ah lacio che stm David. Cuamído termimió la estatua, eh ayumí-
tamiemíto le pidió que reahizara ini Hércules. Numíca había llegado a
ser más que umí proyecto. ¿Cómo podía emícontrar el tiempo para
empezar el Hércímíes en los años de los emícargos papales? Dio por
descomítado que Floremícia reservaba ha tarea para él, aumique ftmera
sólo por comísideraciomíes puramemíte estéticas. Eh proyecto vivía demí-
tro de él, era su propiedad espiritual, umía parte de sí mismo. Como
David, emícarmíaba la hucha commtra ha violemícia exteriom, de tal modo
vio represemítado en Hércules ha lucha comítra eh emíemigo que cada
persomía posee emí su propio ser. Aquellas dos figuras gigamítescas debe-
rían formnar umma sola ummidad a ambos hados de la puerta por ha que
emitral)ami cmi la comísejería los gobermmammtcs de Florencia: ha vígihamí-
cia exterior y ha interior.
Ya en el año 25, amítes -de salir para Roma, Su Señoría (para des-
memítir el rumor de que el emícargo se comícedería a otro) había ase-
gurado que míadie más que él podría jamás ser emícargado de su eje-
cuciómí. Lo que duramíte los primeros días de su estamícia cmi el Vaticamio
había oído, pero mio creído, resultó ser posteriorinemíte verdad. Eh
papa Cleníemíte había emícargado a Bamídimíehhi, umío de los escultores
de ha corte, que reahizara umí Hércules.
Recordó aquella audiencia liumihíamíte como si hubiese sucedi-
do ayer. Emítomíces, su vehmemeííte queja fracasó a causa de esta répli-
ca: «Usted está bastamíte ocupado con el momíumento sepulcral y ha
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¡
eh fimí del muncho estuviera próximo. Miemítras permííanecia de pie cmi
ha l)emiumnl)m a de ha mmaxe cemítral cíe ha catedral, mirando a lo lejos el
resphaímchor cíe has veías cmi ch ahtam; he sobreviiío ha semísaciómí de que él
y tochos los que reial)an comí él serian testigos veraces de ha perdiciómí
cíe un niumícho. Un mummoho lleno cíe deleite por ha belleza, simí preo-
cupaciomies, híemíchioho cíe soberbia y presumítuosidad humamías, de
chucha y l)urha; umí mmiumidho) cíe imna imíchulgemícia irómíica por las cobar-
días propias y ajenas, has mcmmtiras y eh oportunismo. Estaba a pumíto
cíe estallar como immía fruta machacada. ¿Era acaso este el desastre que
Savonaroha había dí~ic~midho) ami nnc iar? ¿Acaso se estaba maduramído umí
mmuevo míumm icho, comí mumevas pautas, mmuevas comívicciomíes y umia nueva
commcmemícia cíe la vida? ¿Un mímmmcho quizá donde eh sentido de ha exis-
tencia humimamía, esa hucha interior por ha gracia, ya mío se profesaría
cíe manem-a remíegada, oculta, ohisfrazacia, sino comí pasiómí y expresa-
da emm formnas am tísticas?
Cm uzó apresurado) eh comaló¡m de Fioremícia, como si de un adiós
se tratara. Sobm e aquellos pavimííe¡ítos, hiajo aquellas bóvedas, híabíamí
resomíacho los pasos che los que él imabia vemíerado cmi su juvemitud, de
los hombres cíe estado, fmlósofos y artistas que híabiamí hecho gramíde
ha ciudad. Sobre aquellas paredes se hiah)iami deslizado sus sombras.
Puso ha muamio cmi has frías piedras. Los colores emítomíces le parecme-
momm imías plemios, la luz fue muás clara. Sobre tochas las cosas había immí
brillo cíe juventud, alegría y frescura che primavera. Debajo de los cipre-
ses y gramíachos cíe immí parque, o cmi has mesas festivamemíte adornadas,
emí alguna parte cíe una sala de palacio, escuchamído los discursos sobre
eh divimío Eros y su poder, había creído que mío existía míada más ele-
vacio que esta sabiduría, y que eh mumído cmi el que él y sus acompa-
miamtcs pm ofcsabaí m ese emmtcmíchiníiento duraría etermíamente.
Ahioma buscaba en vamio, cmi algumia parte, umí reflejo de ese mumí-
do perdido, ha Floremícia domíde había sidojoven. Recordaba la melo-
día y la letra ole una camíciomí compuesta por Lorenzo II Magnifico:
«Disfruta de lajuveímtudh y cíe ha belleza, porque nadie sabe lo que eh
chía de mañamía traerá.>'
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Mientras el viento he soplaba la míiebia emí la cara, alzó la vista hacia
las torres y los tejados que se alzabamí contra el cielo gris. Los coií-
tornos seguiamí siemído los mismos; ¿cómo era entonces posible que
la imagen hubiera cambiado de forma tamí irrevocable? Semejante
sentimiemíto tambiémí le sobrevimio emí Roma, pero allí no apemió su
corazón.
Buscó apresuradamemíte, emítre grupos demísos de gente que gri-
taba y gesticulaba -los lamíceros ahemamíes habían cruzado el Po, se
decía-, el camimio de vuelta a su taller.
Eh aspecto de las figuras de los esclavos, de las estatuas de los
duques de Médicis apemías elaboradas, de los papeles comí esbozos
para las figuras de la mioche, el día, la mañana y el crepúsculo, he pri-
vó del último resto de comífiamíza en sí mismo. Palpaba eh mármol, que
todavía se ajustaba como umí vestido blanco y duro sobre las formas
apemías mmídicadas, emí el que sus sueños dormiamí. Miemítras apoyaba
la fremíte comítra ha piedra fría, creyó emítemíder que ha tarea que se
había impuesto, en eh fomído se proyectaba hacia ese mumído míaciemí-
te. Numíca podría realizar ese trabajo si mío estaba dispuesto, simio era
capaz de sacrificar umía parte de sí mismo a la destrucciómí. A él tam-
biémí le esperaba el crisol. Eh tambiémí temíía que renacer.
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XIX
GIOVANNI BORGIA
1527
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L
pumíto de avamízar, cuamído pasó ha estampida del capitámí del pon-
tífice, Remízo da Ceri, comm su panda de cobardes a ha cabeza y, detrás
de ellos, umía multitud excitada de hombres, Irnmjeres y niños, car-
gados con lo que habían podido coger coim has prisas. De todos los
edificios aparecían persomías que se umííamí ah flujo humano. No
todos pudimos retirarnos a tiempo emí el patio. A mí, la masa que
se precipitaba hacia adehamíte me arrastró comí mi caballo hasta
Castel Samít'Angeho. El hacimíamiento que se produjo delante del
castillo supera toda capacidad de descripción. Soldados, nobles,
cortesamios, prelados, mercaderes y tenderos, jumíto a cientos de
mujeres estaban luchando, codo comí codo, commtra eh vtmhgo mííás
ruimí del Trastevere y ha Ripa, por su supervivencia: umía simple opor-
tumíidad de pasar por ha puerta del castillo. Cuando mi caballo, loco
cíe miedo, pareció emícabritarse, lo cogieromí y lo liquidaron entre
cuatro tipos a la vez, después de tirarme de ha silla hacia atrás. Tocho
esto ocurría bajo los gritos de ha gente que, de todos los hachos, era
empujada por ha multitud comítra nosotros, y que tenía miedo dc
ser alcamízada por el caballo emíhoquecido. Me sujetaromí con fuer-
za, pero emítomíces yo ya mío pensaba en mi cabalgadura, simio que
luchaba como un desesperado para, por lo memmos, mantem~ermne
de pie, porque quiemí se cayera allí sería pisoteado irrevocable-
memíte. Estaba a menos de umí metro de la puerta, cuando ha vemja
de hierro cayó abajo comí umí golpe retumbante. I)esde detrás cíe
has rejas míos gritaromí que había ya más de tres mil persomías emm eh
castillo, y que si emítrabamí más, las murallas reventarían. La muche-
dumbre mío retrocedió mii un milímetro, lo cual era por otra parte
imposible, siiío que se quedó gritamído y hamemítámídose bajo las
murallas. Su peticiómí de acceso se tramísformó promíto en blasfe-
mias y alborotos, cuando izaromí emí cestas y escalas cíe cuerda a unos
cardenales y demás señores importamítes que, por casualidad, se
emícomítrabamí emí la primera fila. Vi subir al datario Giberti y a mon-
signare Schomberg, agitámídose y bahamíceándose por las murallas
umio cerca de otro, como dos peces gordos púrpura eií ha caña. No
podía moverme mii darme la vuelta. Estaba jadeando entre tochos
aquellos desesperados que suplicabamí que hes izaran tambiémm, o
que vomitaban maldiciones comítra ha miobleza y los prelados que
habiamí comprado a tiempo umí refugio emí Castel Samít'Amígelo. Cerca
de mí, umí hombre se puso frenético. Los ojos le dabamí vueltas y de
su boca salía espuma, pero inmediatamemíte he tiraron abajo.
Desapareció como en umí torbehhimio. Grité:
-¡Dispersaos! ¿Por qué no defendemos el Trastevere? ¡Cerrad los
puemítes! -pero me callé, por miedo a compartir ha suerte de aquel
loco, cuando vi las miradas viohemí tas y llenas de recelo de los que me
rodeabamí.
De repemíte, ha multitud se puso emm mnovimiemmto, y surgieromm gri-
tos de umí tumulto confuso. Se origimió umía fuerte sacudida emí la
dirección contraria, y todos los que ah principio corrieromí atrope-
hladamemíte hacia eh castillo, ahora eramm los que primiíero tenían cíue
volver a emítrar emí la ciudad, a toda costa, a través de los puemítes.
Ciemítos cíe hombres se lanzaron ah agua y mmadaromí a ha otra orilla.
Resistir mío tenía semítido, y esta vez tampoco tuve más remííedio que
dejarme arrastrar a lo largo de los monasterios y los palacios de los
miobles pro imperiales. El que temíia la oportumíidad, se abría camnimio
o escalaba o pegaba a diestro y simíiestro para emítrar en ellos, comí
la esperamíza de estar a salvo con los religiosos y bajo los colores
del emperador. Intenté emítrar de esa forma en el palazzo Colonmía,
pero ha puerta se cerró con fuerza antes hibrarmííe del hiormííiguero
que bullía viohemítameimte.
Ya mío sabía dónde estaba, cuamído escuché los primeros gritos:
«¡Viva Spagna! ¡Amazza, arnazza, matad!« Allí llegaban, marchando emí
filas cerradas por tocha la amíchiura de la calle, hevamítamícho umía nube
de polvo, fulmiíinamícho a diestro y simíiestro lo que emícomítrabamm en su
camimio. Los que iban a su encuemítro comí has manos emí alto, o se arras-
trabamí de rodillas suplicando, mmo eran perdomíaclos. No hubo miadie,
emítre ha gemíte que chillaba comí desesperación, que tan siquiera comm-
siderara la posibilidad cíe defenderse. Ofrecer resistencia mío temíía
míingúmí semítido. Logré meterme emí umí cahlejómí estrecho, escalé umí
muro y anduve, agazapándome sobre los tejados, tamí lejos como pude.
Recuerdo aquellas horas comíío una pesadilla sin fimí. Eh sol d1uema-
ha en eh cielo despejado. Era eh seis de mííayo a mediodía. Me chesii-
cé sobre mi viemítre a la aguda luz, sobre tejados y terrazas, mientras
subíamí de las calles umíos gritos que me ihegabamí hasta la médula.
No temígo palabras para decir lo que vi y oí asomado sobre has
alas del tejado escondido tras balaustradas y chimemíeas. Durante
toda mni vida había creído en la disciplina del ejército español; cmi
esta creemícia se fummdaba eh úitimíío resto de ha estirmía que sentía por
mí mismo. Ahora sólo sé esto: emí el imífiermio espero mío emícomítrar
diablos españoles. Los Colonna se habiamí propuesto umíirse a los
españoles emí cuanto éstos hlegasemí a la ciudad durante el avance
de las tropas imperiales. Que se iba a saquear, era umí hecho. Pero
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nadie imagimió nunca la masacre atroz en ha que degeneró su entra-
da solemne. Sé que los soldados son crueles. Viví como uno de ellos
en Navarra, emí Lombardía y durante ha batalla de Pavía; pero jamás
había comiocido algo que se pueda comparar ni por asomo con
aquella hujuria de matar, torturar y deshomírar. Emítre los españoles,
vi oficiales y soldados del ejército de ocupación papal y de los
Cohonna. Comprendí que se umíieran a has tropas imperiales para
íío ser apuñalados ellos mismos; pero lo que mío podía compremí-
der era que participaran cmi los asesimíatos comí semejante furia.
Gateaba sobre los tejados, saltaba por emícima de los abismos
estrechos y profundos de los callejones, hasta eh corazón de ha ciu-
dad, con la esperanza de encontrar aún, en alguna parte, algún gru-
po que ofreciera resistencia. Con los gritos de muerte de mujeres
y míiños resonando emí mis oídos, sólo temíía umí deseo: abalanzar-
me sobre los asesimios. Emí la piazza Gesú, se habíamí congregado ciu-
dadamios armados de distintos cuarteles de la ciudad, no para defen-
derse hasta eh amargo fimíal, como creí ah primícipio, simio para apilar
sus armas, presos del pámíico, e izar bamíderas biamícas. De umí lado,
los españoles marcharon sobre ellos; del otro, los hamíceros alema-
mies. Antes de que empezara lo que seria umía carnicería masiva, esca-
pé de míuevo por los tejados. Si hubiera sabido lo que me aguarda-
ba, habría hecho lo imposible por salir de ha ciudad. Me mantuve
escondido hasta ha puesta de sol. Cuando escuché que se tocaba a
asamblea emí eh Campo de'Fiori y cmi la piazza Navona, y vi que sol-
dados desde todos los pumí tos se dirigíamí allí ah redoble del tambor,
creí que el ordemí había sido restablecido y que los asesinatos simí
sentido habíamí terminado. Me encamimié a ha piazza Navona y emícomí-
tré allí a umí grupo de hombres de Colomína formado detrás de las
filas de los españoles. Me umíí a ellos. Apestabamí a samígre, estabamí
salpicados de sangre de los pies a la cabeza, como carmíiceros.
Entonces, me emíteré de que había cuarenta mii soldados imperia-
les emí la ciudad, emítre españoles y alemanes, y tropas de Colonmía y
Gonzaga, así como umí verdadero ejército de gemítuza que se había
ido imícorporamído por eh camino.
Nos quedamos toda la mioche cmi la piazza para estar preparados
para un posible comítraataque. El cielo estaba enrojecido por los incen-
dios en eh barrio de Leomíimía. Los españoles se mostraban impaciemí-
tes. Sus comandantes ibamí de un lado para otro entre las filas, pero
mío lograron imponer eh ordeií. Lo que pude ver allí, a la luz de las
antorchas, no era ni mucho memios la flor y nata de la infantería espa-
ñoia, simio umía banda reclutada comí prisas: tipos rechomíchios y mier-
vudos, moremios comno moros o gitamios, sucios, violentos y descara-
dos. Hacia la mediamiochie, arrojaromí has bamíderas y has armas pesa-
das, gritaromí que estabamí hartos y se dispersaron por la ciudad cmi
todas has direcciomíes para volver a saquear. Había esperado a que los
Cohomímía, ahora que cíe mnomemíto mío se esperabamí órdenes genera-
les, regresáramos al palacio, domíde seguramemíte, y cmi has actuales cir-
cumístamícias, necesitabamí comí urgemícia hombres armados. Pero, con
algumía excepción, todos se umiieron a los saqueadores. Emí aquel
moníemíto, me avergoncé de ellos. Dei Campo de Fiori llegaron los
lamíceros, que taníbiémí se habiamí escapado.
Imítemíté abrirnie camimio por las calles cmi has que resomíaba umí rui-
do ensordecedor de madera que ardía, piedras que caiamí, gritos y
clamores, y domíde has llamas sahíamí de has vemítamías y las ami torchas ihu-
mimíabamí una horda que lo removía todo comífusamemíte. Los solda-
dos borrachos, los cadáveres y eh mobiliario destrozado me impidie-
romí el paso. Para no llamar ha atenciómí, lo que sigmíificaba umía muerte
segura, mío se nie ocurrió miada mejor que añadirme a umí grupo de
saqueadores que avamízaban cmi zigzag, de casa en casa, comí mi espa-
da cmi umía mamio y, en la otra, umí objeto dorado recogido del suelo
a toda prisa -ya mío sé lo que era-; gritaba: «¡Spagna! ¡Spagn a
Aquí mi memoria empieza a abamídomíarmne. Eh ordemí de las cosas
que ocurrieromí después ya mío está claro emí mi memíte. No sé si pemie-
tré cmi diez, veimíte, o mil casas, iglesias y capillas. Al fimíal, como si fue-
ra umía pesadilla, creo ver apuñalar y matar a palos umia y otra vez a
los mismos híabitamítes en los mismos unibrales, como si tuviera que
escuchar umía y otra vez y otra y otra has mmsmas súplicas, chillidos y
gargajos. Sobre los mismos cuerpos nos abahamízamnos simí cesar cmi las
mismas casas, vimíieromm cíe míuevo abajo has mismas puertas, se arramí-
caromí has mismas cortimías, se arrojamomí los mííismos espejos para hacer-
los añicos, en todas partes fluía el mismo oro de los cofres y de los
jarromíes. Después, eh mismo luchar jadeamíte por un puñado de duca-
dos, repetido hasta eh imífinito. Emí ha mayoría de has iglesias, los lamí-
ceros se líabíamí adehamítado a miosotros. Ya mío sé cuámítas veces avan-
cé a través de samigre y pedazos de estatuas y vemítamías, cuántas pasé
por emícima de los cadáveres de sacerdotes y de ha gente que había
buscado cmi vamio refugio allí, hasta umí altar destrozado, sucio y com-
pietamemíte desvalijado.
Aquello debió cíe prohomígarse cluramíte un chía y umía miochie.
Recuerdo que vi salir y volver pomíerse el sol. Eh aspecto de la ciu-
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Al que, por fimí, soltaban y quería largarse gateando, lo cogiamí
emí la siguiemíte mesa y allí empezaba el juego otra vez. Miemítras bri-
liaba eh sol, me quedé cerca de los grandes grupos. Supongo que
tomaromí mi paso tambaleamíte y mi murmullo exaltado por embria-
guez. No llamé ha atemíciómí en medio de aquella amiónima legiómí
provemíiemíte de todas las regiones. Acompañarles fue mi salvación.
Estuve bailoteando comí ha bamída que iba recorriendo los mercados
y las plazas, para ver cómo eran vendidos ah mejor postor, en los
burdeles, las momíjas y los clérigos vestidos de mujer. Me umíi a la
banda de españoles que, poseída por ha idea de que todavía debíamí
quedar objetos de valor en has tumbase, iban de iglesia en iglesia
hevamítamído lápidas y hiurgamído debajo de ellas en la oscuridad.
Estuve comí los ahemamíes que vomitabamí blasfemias, que -comí reli-
quias y hostias clavadas en sus hamízas- marchabamí sobre el Vaticano,
comívertido en umí cuartel gigamítesco, para proclamar pomítífice ah
híermamio Martimí Lutero. Estuve comí los porteadores que tenían ha
orden de preparar la capilla Sixtimía como establo para los caballos
de sus jefes, y que, a falta de híemio y paja, cubrieromí los suelos con
págimías arramícadas de la colección pomítificia de mamiuscritos. Luego
tambiémí estuve comí las bandas que queríamí prender fuego o volar
los palacios fuertemente defemídidos. Vi cómo los españoles y los
ahemamíes forzaromí a sus compatriotas a entregarles los cientos de
fugitivos civiles. Los prelados españoles fueromí asesinados por los
ahemamíes, miemítras los españoles torturaron y robaromí a los ban-
queros y a los comerciamítes alemanes. Por ha noche estallaron nue-
vas bacanales acompañadas de viohemítas peleas por ha posesiómí
del botín.
Emí la oscuridad quise arrastrame hasta eh Tíber y luego intemí-
tar alejarme, míadamído, de la ciudad. De míuevo imíicié umí recorrido
famítasmal por umí haberimíto de calles y cailejomíes llenos de cadá-
veres. ¿De verdad se oiamí todavía en todas partes aquellos gemi-
dos, o me lo imagimié emí mi exaltaciómí? Penetré en una casa des-
trozada, dejámídome guiar por el clamor del lamento que creía
escuchar, pero miumíca emícomítré otra cosa que escombros, cadáve-
res y ratas que emí seguida saliamí disparadas. Aquellos barrios for-
mabamí ahora umía ciudad de muertos; estaban desiertos, porque ya
mío quedaba míada que robar. Tal vez otros se mamítuvieran allí escomí-
didos como yo. Tal vez esperaramí muertos de miedo, en una lum-
brera del sótamio, detrás de una pared, hasta que mis pasos se hubie-
ran alejado.
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Emí los gramídes caminos que dabamí al l'onte Sisto y emí los mue-
lles a lo largo del Tíber, los escuadromies españoles y míapolitamios
de Lamínoy celebrabamí sus bacanales comí vistas a Castel Samít'Amígelo,
pero fuera del alcamíce de ha artillería que ha gímamímiciómí papal dis-
paraba de vez emm cuamído. Por emícíma del cstm uemído mcsommabamm allí,
conio emm cualquier otra parte ríe la ciudad, los cli jhhirlos y las lisas
de has luhamías, y has lamiiemmtaciomíes cíe los prisioneros tortum arlos
amítes de ser camíjearios por rescates. Paseaba por has callejuelas para-
lelas al Tíber, reducidas a ha míacla por los imícemidios, comí la espe-
ramiza <le emícomitrar cmi alguna parte bajo eh Trasteveme umí l)ummto
domine llegar imíadvertinio hasta eh río. Me escomírhí cuammnho vm accr-
carse umía luz y escuché pisadas ríe caballos. Umía míiuha pasaba ríes-
pacio, comí dosjimmetes: umí hamícero roncador, que temíía umía mujer
emí los brazos. La mujer estaba más que medio rhesmmunla. Temíma umía
miiitra ríe obispo cmi la cabeza y umía vela ríe cema encemírhirla emm la
níamio. Miraba la hlanma comí umía mimiraria vacía. Vi r1ue era Tulia de
Aragómí. Se níuerió semítanla y encogida cuamirlo empujé al tipo bomra-
dio de la mimía. Le hablé y la toqué, pero imo mííe recomioció. Creo
ríue mii siquiera emítemídió lo que le estaba rliciemmdho. Flstaba l)orIa-
chía, o atomitada, o había perdido el juicio. No lo sé. Para míiayor
seguridad, apagué la vela. Empezó a hacer ruido y a resistirse débil-
memíte. La calmé, he supliqué que se estuviera quieta, le expliqué
que huiríamos, aumíqume sabia que era imíútih, que níis palabras mio
has emítemídía y que era imíípensable huir comí ella. Llevé ha muía por
has riemídas. Qumería llegar, simí ser visto, a los restos riel Palatimio para
ocultarme allí con Tulia, emí las ruimías que aquí hiamamí «palacio de
Calígula».
Recordé eh tiempo emí que Tulia me ofrecía casi a diario dejarlo
todo y acompañarme adonde fuera, aunque ha emífermedad, ha pohire-
za o ha muerte fueramí míuestro destimio. Lo qume emítomíces rechacé, por-
que su dedicaciómí me agobiaba, me pareció allí, emí aquel caihejómí
oscuro, bajo el cielo emírojecirlo por los incemídios, umia gracia imíme-
recida. Me di cuemíta de que jamás había poseirír) tamí emíteraníemite
nimígumía cosa cmi el mumírio, como aquella criatura imícleíemmsa sobre la
mumia. Yo, que miumíca líe podido descubrir umí semítirio mii umí objetivo
cmi mi vida, comiocí ambos miemítras iba callado al lado de ella.
Emítomíces, emí umí cruce, míos sorpremídió ummm bamída ríe españoles.
Se pusieromí furiosos porque mío quise ceder a Tulia por has buemias.
Luché como un loco; estaba dispuesto a híacemio hasta ha muerte. I'cro
me ~eiicíeromí y me arrastnmm omí. (;rité sim mm<)miil)i e. Lis palabras que
miumíca he dije, que ahora ya miumíca podré decirle, se me ahogaromí emí
la gargamíta. Estaba todavía imímóvil cmi el asno, y se dejó llevar crí cual-
quier direcciómí. Ni siquiera miró atrás.
Oh D resto! cosas me
ios, eh Las de has que todavía acuerdo hacemí
que me pregumíte qué es lo que he olvidado, de qué no he sido numí-
ca consciente. Umía bóveda profumída, umía cámara de tortura con
ha visiómí de umí verdugo loco, iiemía de espectros colgados, extendi-
dos, estirados. Los que me habían arrastrado hasta allí me tomaromí
-amarga iromíía del destimio- por umí hombre rico y distinguido. Dije
en español que era mejor matarme cmi seguida, dado que la tortu-
ra sería emí vamio. No me creyeromi. Tomaromí mi puñal de los Borgia.
No dejaron medio simí probar para somísacarme dónde había escon-
dido mis tesoros y quiémíes eramí mis pariemítes y comiocidos podero-
sos. Siempre tuve umí cuerpo emídurecido, umía comístitución fuerte.
Tuve que sufrir mucho, amítes de que me destrozaramí del todo. No
se cuamítas etermíidades duró, hasta que me descolgaromí y me echa-
romí umí cubo de agua emícima. Ya no podía ver nada mii moverme.
Luego, me encomítré fuera, cmi algúmí lugar, al calor del sol, mareado
por eh dolor y la debilidad. Me dieron algo de comida. Después caí
hacia delante y me dormí. Cuamído volví cmi mi, pude ver de míuevo,
comí el úmíico ojo que me lía quedado, dónde estaba. Me encomítra-
ha en umí patio,jumíto a otros hombres sucios y cubiertos de heridas.
Los soldados españoles míos dieromí de comer y nos obligaron a correr
por umía Roma irrecomiocible -calles llenas de umía putrefacciómí repug-
míamíte, casas emímíegrecidas, míimígúmí ser vivo aparte de los guerreros,
y sombras desharrapadas memídigamido-, pasamído el Tíber, hasta deba-
jo de las murallas de Castel Samit'Amigelo. Allí tuvimos que hevamítar
baluartes como comídemíados a trabajos forzados, para reforzar el
inmimíemíte ataqume de has tropas imperiales contra el castillo domíde
el pomítifice estaba atrimícherado todavía. Contimíuameiíte míos dis-
parabamí. Emí defensa propia, hevamítamos la tierra lo más rápidamente
posible miemítras los españoles se manteniamí a salvo emí el Borgo.
Cuando se canceló eh piamí del asedio, puesto que eh pomítífice se
declaró dispuesto a míegociar, míos hicieromí sacar de la ciudad y arro-
jar ah Tíber, o emíterrarios más allá de has puertas, los cadáveres que
se encomítrabamí cmi avanzado estado de descomposiciómí. También
tuvimos que gatear por has cloacas para comprobar si había oro escomí-
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Clememíte. De muomnemíto, miadie tiemie tamíta imífluemícia cmi la cr)rte de
Ronía conio él.
¿Emí qué se tumida su affibihidad hacia nií? No hay sommíbra ríe comí-
descemídemícia o simííuhaciómi emí su actitud. ¿Qué razomíes podrá temier
para ser tamí amííabhe comí un subordimíado commmo yo, y apoyarme ríe
todas has mamíeras posibles? Parece apreciarme. Dios sabe por qué.
No soy una conípañía agradable. Cuamído emítré a su servicio, me hiLo
crmidar tamí conciemizudamiiemmte por sus propios médicos comno si fue-
ra umí imívitado o rímí pariente comísamiguímíeo. Me tratan comí chistimmcmomí.
Hubo cierta temísiómm emí su mirada criamído me comíiumíicó ha níuer-
te ríe Varamio. Le rlije que hacía mucho tienípo qr~e mmo mime imíteresa-
l)a quiémm poseyera Cammíerimmo y quiémm mli).
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xx
VITTORIA COLONNA
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L
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de que sus pretemísiomíes somm insigmmificammtes al lado de las de Varammo.
Las bulas con las que mííe queríamm aturdir, emm las que le comícediamí
títulos y honores, somí falsificaciones che la cancillería del papa Leómí
ordemíadas por Farmmese para Lucrecia, la duquesa de Ferrara. Eso
lo averiguaromí níis asesorcs jurídicos. Comí ello le líenios cerrado la
boca para siempre, o al menos eso creo. Pem-o níis dificultades mío han
hecho más que empezar. Farmmese mmo mne perdonará numica que, por
mi culpa, se hayan hecho publicos, amite ha Rota, todos sus emííbrohlos.
Seré la primera afectada cuando sea nombrado Papa, y lo será muy
promíto. Amítes de que hheguc ese moníemito, tengo que poner a salvo
Camerino. Casaré a mi Julia comí eh hijo de Urbino. Esa es umía de
has razones por las cuales estoy en Romna ahora. Quiero hablar comí
Su Samítidad, amítes de que su estadio empeore tanto que ya mío sepa
lo que dice o lo que Imace.
Se imíclinó hacia cIclan te y tomó la mmíano derecha de Vittoria emítre
sus propias manos secas..~S~ms ojos brillaban cíe fervor, comí una mmra-
da que Vittoria recordaba muy biemm.
-Escucha, necesito tim aytmda. La cuestiómí (leí matrimonio de Julia
puedo arreglaría yo sola. Su Sammtidad aprecia mnuciio a Urbimio, y
mío pommdrá mmingumma pega, ah commtrario. Pero hay algo más. No vivirás
aquí tamí sumergida cmi la níechitación como para mío saber cómo expul-
saromí a los capuchinos cíe Roma. Por supuesto, ya lo sabias: expul-
sados como perros, comí toda clase cíe acusaciones difamatorias.
También está Farnese detrás cíe ello, créeme.
»Desde el primícipio se opuso a la ordemm. Imícluso se atrevió a dejar
escapar de su boca la palabra "herejía". Yá dice bastante que provenga
de él. Sabes cómo lía vivido y cómno, tal vez -sólo Dios lo sabe-, vive
todavía. Siempre he líe considerado comiío la personificaciómí de todo
lo que de corrupto y podrido hay en la Curia. Tocía burla y difama-
ciómí sobre miuestra Fratermmichach luí siclo tramada emí su circulo. Fíjate
emí lo que te digo: cuamício Farnese sea Papa, reformmíará la Iglesia a su
mamíera, aumíque sólo sea para disolver la Fratermíidad y acusar así a
los capuchimios de apostasía. No tiene nada que ver comí la fe; es pura
política.
»Te puedo decir incluso algo muás. Eh mííismo favorece umía ordemí
que se dedica a trabajos cíe reforma. Uim puñado de sacerdotes espa-
ñoles y framíceses que impartemm sermííones callejeros emí has cercamíías
de Vemíecia. Parecemí temcr umm líder extremadamente laborioso, cier-
to Loyola, umí español. Es posible c1ue efectúen un buen trabajo. ¿Pero
por qué se dejan utihi,ar por Farmíese para sus fines? Hacemí creer a
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la gente que miosotros, los de la Fraternidad, así como los capuchi-
míos, hemos sido comítagiados por la falsa doctrimía ahemamía... ¡Dios
mío, si mío hay persomía más mioble, más piadosa emí el mundo que fray
Bernardo, el superior de la ordemí! Oírle hablar sobre cómo temíemos
que buscar a Dios por propia vohumítad, y cómo debemos emícomítrar
justificaciómí emí ha fe, tomíifica el alma. Si mío tuviera que cuidar de Julia
y ocuparme de Camerimio, he seguiría de ciudad emí ciudad sólo para
escucharle, sólo para hacerme más firme y más vahiemíte cerca de él.
-¿Domíde está fray Mateo, tu viejo amigo? -preguntó Vittoria, comí
una sonrisa.
Catalina movió la cabeza con impaciemícia, como quiemí habla comí
umí niño cerrado de mollera.
-Fray Mateo murió hace ya más de seis años; te lo expliqué en
umía carta. ¿No lo recuerdas? Buemio, estabas emítomíces cmi Ischia, ocu-
pada emí otras cosas. No he leído esos poemas tuyos sobre tu esposo,
pues ya mío leo absolutamemíte míada, salvo la palabra de Dios y has car-
tas de los apóstoles, por lo que lías de perdomíarme que mío esté ah
corriente... Sí, líe oído que algumías persomías que emítiemídemí más que
yo en estas cosas, te alabamí simí reservas. Ahora, escúclíame. Fray
Bermíardo es un profeta, umí predicador, umí hombre de Dios conio mío
hay otro. Posee la verdad, y sabe cómo tiemie que abrir los ojos a los
pecadores y a los imídiferemítes. Numíca le has oído hablar, y mío sabes
cuámí profumída es la impresiómí que causa. Umía vez le pregumíté, cuamí-
do dudaba de la fuerza de mi fe: «¿Cómo puede uno elevarse por
emícima de sí mismo en anior hacia Dios? No lo creo posible, puesto
que nuestro amor sigue siemído umía imagemí refleja de miuestra peque-
ña alma humamía, míuestro ser hiemio de imperfecciómí. . . . » El comítes-
tó: «Ese amor mío procede de ha míaturaleza o de los semítidos, simio que
es libre y se arraiga cmi míuestra volumítad. A causa de la pujamíza del
espíritu, y por la gracia que cada ser hiumííamío posee, simí excepciómí
algumía, puede ehevarse por emícima de si mismo emí amor hacia Dios.»
Esas palabras repito, esa verdad, desde emítomíces da semítido a mi vida,
Vittoria.
-¿Has dicho que precisabas mi ayuda?
-No, mío me he desviado del tema. Todo está relaciomíado comí fray
Bernardo y la ordemí. Emí este momemíto, estámí al otro lado de las mura-
lías de San Loremízo, como exiliados. Si mío se imíterviemie, quizá cmi bre-
ve se verán expuestos a hiumillaciomíes aúmí mayores. Tiemíemí muchos
seguidores emítre el pueblo más humilde, los cojos, los paralíticos y
los enfermos. Pero, ¿qué otra cosa puedemí hacer esos pobres diablos
339
k
que lamemítarse o callarse atemorizados? La ayuda debe llegar del
Vaticamio. Y ahora que ha comídiciómí del Papa empeora visiblememíte,
míadie se atreve allí a disgustar a Farmíese. Todavía mío hay lugar en
Roma para la verdad, hajtmsticia y eh amor ah prójimo. Roma no ha
apremídido míada, míada. Emí la ciudad impera de míuevo el mnismo caos
imínioral qtme amítes del 27. La Curia vtmeive a ser umía pamídihia repug-
míamíteníemíte aníbiciosa, como amítes lo era. Oh, níiemítras había que
quitar esconíbros y emíterrar níuertos, ctmidar emífernios, consolar ape-
míados; mííiemítras reimíaba la peste, ha miseria y el hambre, y se guar-
daba luto, dtmra~íte ese tienípo los capuchíimíos eran biemívemíidos. Ahora,
cuamíclo ya míadie les míecesita, salvo los memídigos y los níargimíados,
ahora que la gemíte recuerda con su presemícia cosas que quiere olvi-
dar, lo níejor seria qtme se comívirtiesemí emí humo. Pero mío se vamí a comí-
vertir emí htmmo, pues seguirámí viviemicho segúmí sus reglas puras y estric-
tas. Quieren seguir los pasos de Cristo, y por eso les expulsamí. ¿No
compremídes, pues, qtme temíemos que hacer algo? Acompáñame cuatí-
do vaya a ver a Su Sammtidad. Dicen emí la corte que míimígumía mujer lía
temíido más domimíio sobre ha palabra que tú, desde los días de Catahimía
de Siemía. Te ilamamí la poetisa más gramíde de Italia porque has expre-
sado el alma de míuestro tiempo. A ti te escucharámí. Podrás comívelí-
cer a Su Santidad.
-No puedo -dijo Vittoria hoscamemíte-. Emítre eh pomítífice y yo
cualquier comítacto se lía vuelto imposible. Tras la muerte de mi espo-
so, nie quiso casar comí umí Médicis. Por lo visto, atribuía todavía emítomí-
ces mucho valor a mi imífluencia. Me prohibió tomar los votos. Me
acosó comí propuestas, imícluso después de pedirle que me dejara emí
paz. Emítonces, me fui a Ischia.
-Que sí, que sí; pero tambiémí lías vuelto de Ischia. Eso sólo pue-
cíe sigmíificar que semítiste que tu ltmgar mío estaba allí, emí aquella isla
solitaria, simio aquí, domíde tiemíes una misiómí que cumplir. Numíca
he perdido ha esperamíza de verte comívertida algúmí día emí umía de
los míuestros. Creo que has guardado luto ya por bastante tiempo. No
te pedimos que seas imífiel a ni níarido, simio que te emítregues a Dios
comí todo lo que piemísas y siemítes, por lo tamíto, tambiémí comí ese luto.
Actúas de forma egoísta emíterrándote de este mííodo. Lo que existió
emítre tú y eh marchese, como ocurre emítre ser hiumamio y ser huma-
mío, se acabó para siempre. Sobrepasa ese útimo límite emí eh amor
hacia Dios. Ese amor compremíde, ptmes, todo lo demás, imíciuso tu
amor por Pescara. Te aferras a una rama árida, Vittoria. Te comídemías
a ti misma a estar níuerta emí vida. Pero eh mumído sigue existiemidlo
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fuera de ti, y créeníe, es umí niumído distinto ah que tiemíes cerrados los
ojos desde el año 27.
»Persomías cuyo juicio estimo mucho, mííe dicemí que tus poemas,
aumique soií versos de amor, somí importamítes porque emí ellos sabes
emícomítrar has palabras para expresar eh deseo que vive ahora emí los
mejores de miosotros, eh deseo de escapar de umí pamítano de amísia de
placer y de imídiferemícia espiritual y moral, de duda, odio y emívidia.
Haces visible, emí las obras que dedicaste a tu esposo, que es posible
vemícer ha sensualidad, llegar ah emítemídimiemíto de la imímortalidad del
alma, a través del anior por umí ser niortal. Todo eso es míumy bomíito.
Pero debes ir más lejos que Platómí. Necesitamos mííás de lo que Platómí
míos emíseñó. No basta creer tamí sólo emí la fuerza liberadora del espí-
ritu huníamio. Si te dieras cuemíta de lo que ocurre fuera de tu escomí-
dite, sabrías que el mumído reclama a gritos umí asidíero más sólido que
lo ~<míobhe» y lo «bello.» Ese culto por lo noble y lo belio emí eh que par-
ticipamos todos de forma tamí apasionada, mío puede imíípedir que míos
estemos ahogamído. La redemíciómí es umía gracia de Dios. Eh que sabe
esto ha remíacido. Tú, comí tus gramídes domíes, podrías hacer imífimíita-
memíte más, si te pusieras al servicio de esa verdad.
Vittoria se mamituvo emí sihemício duramite umí tienípo. Soitó la mamio
del apretón imperativo de Catalina.
-Me emígañaria a mí misma y a los demás si hiciera eso -dijo
finalmente-, emíhíebraria umí emígaño tras otro. Sé cuámí gramíde es la
imífluemícia de ha palabra escrita; lo sé níejor de lo que tú podrías
sospechar. No estoy haníemítámíclomííe emísimismada aquí, aislada del
mundo, precisamemíte para reflexiomíar sobre el uso deníasiado lige-
ro que se hace de las palabras. No me compremídes: mío es posi-
ble. Debo comiocerme a níi misma, así como los mííóviies de níis
acciomíes y pemísamiemítos, amítes de atrevernie a declarar algo ah
mumido exterior. Créeme, mío hay castigo más horremído que ha pau-
hatimía comíciemícia de los estragos que umía lía causado por imísemísa-
tez, motivada por los semítiníiemítos que mío comiocia plemíamemíte.
Una vez me dijiste, hace años, que sólo es posible purificarse a tra-
vés de ha homíestidad extrema. Si tu fe emí Dios se fumídaníenta emí
esa liomíestidad, Catahimía, émítomíces supomígo que tú posees esa gra-
cia de la que me hablas. Pero, cuamído imidago emí níi propia ahmíía,
emícuentro emí eh fomído esto: que Dios para mi mío es umía realidad.
Utilizo su mioníbre, he imívoco emí oraciomíes, pero mío sé lo que sig-
míifica ese mioníbre, mío sé a quiémí imívoco. No soy capaz de remiumí-
ciar a mi exigemícia de que he de poder comprender a Dios mííediamí-
341
L
te la razómí. No puedo dejar de creer que hay umía relaciómí emítre
Dios y mi razómí: ha devociómí simí reserva algumía es umí imposible
para mm.
Catahimía, que había estado moviemído la cabeza vehementememí-
te, se acercó, híaciemído gestos tramíquihizadores comí las manos.
-Estás preparada para la metamorfosis y mii tú misma te das cuemí-
ta. Todavía estás emím-edada emí la ciega vemíeraciómí a la razón de los tiem-
pos que hamí quedado atrás. ¡Como si la razómí pudiera salvar! Escucha
lo que dice fray Bermíardo: entre has criaturas que Dios ha creado sólo
el ser humamio posee vohumítad propia, y por eso a memiudo tambiémí se
resiste a las imíspiraciomíes divinas, como si fuera el mismo Dios emí la tie-
rra. La razómí hace del hombre el ser más caótico de todos cuamítos hay...
No debe ser ha razómí ha que dicte ha ley a la voluntad, debe ser la vohumí-
tad la que dom-nimíe a la razómí y se dirija hacia Dios.
»Lo que tú Vittoria, eras capaz de alcamízar mediamíte el amor que
semítías por tu esposo, tambiémí es posible alcamízario a umí nivel más
elevado. Allí está ha salvaciómí. Que esto sea posible para cada ser huma-
mío, esa es la gracia a ha que me refiero. Escucha lo que dice fray
Bermíardo...
Habla, y habla. Ya lo líe oído todo antes. Hace diez años,
estuvo tambiémí así, a mi hado. Fray Mateo dice, fray Mateo
está emí lo cierto. Esa es su vida, seguir a los predicadores
de ha fe, profesar al pie de ha letra lo que ellos emíseñamí. A
ella le produce satisfacción. Yo mío puedo llegar a la fe
mediamíte la autoridad de otros. Ni Catahimía, ni las monjas
piadosas puedemí comívemicerme. Catalimía dice que posee ha
gracia, pero has hermamías, que se pierdemí emí los detalles
de umí rito que Catalina rechaza como accesorio, parecen
ser igualmemíte comísciemítes de poseer esa gracia. Amítes
de la muerte de Ferramí te, a lo mejor podía haber dado el
salto. Recuerdo que hubo umí momemíto, cuamído partió por
última vez hacia Novara, que me semítí capaz de viajar, emí
umí semítido espiritual. Su defumíciómí lo cambió todo. Catalimía
mío sabe por lo que he pasado desde emítomíces. Ahora estoy
memios dispuesta que numíca a dejarme arrastrar. Hay emí su
afán umí ehememíto que me repele, comí todo lo que ha esti-
mo. Emí ese fervoroso díeseo de salvar al mumído y de redi-
mir a la humamíidad, se escomíde umí germemí de fanatismo,
de coacciómí e imíexorabihidad, que me imíspira miedo. Quiere
combatir el mal, lo que ella llama el mal; pero, ¿no podría
su combatividad degenerar a su vez emí umí mal? Lo pre-
gumíta mi razón, que mío puedo acallar.
Mi razómí tambiémí alega argumemítos emí comítra de ese pri-
mer impulso de aversiómí simí fumídamemíto que semítí por ella.
¿Temígo el derecho de criticaría? Por lo memios, hace algo. Me
parece ver lo limitado y lo peligroso que es semejamíte en tu-
siasmo, pero me quedo miramído simí hacer míada, miemítras
que ella se esfuerza al máximo emí su comívicciómí. Piemíso y
pienso sobre mi misma y mi vida, pero ella actúa. Quizá se
lía de estar tamí emítregado a umía sola causa y, además, estar
hiemía de emítusiasmo y energía, para realizar algo que merez-
ca la pemía emí medio de umía crisis. Pero ha duda, la tendemm-
cia a rellexiomíar sobre todo, que me fremía, es mi posesiómí
más valiosa. Me fuerza a ser simícera. Emí última imístancia,
rechazo el militamíte afámí de reforma de Catahimía, conio recha-
zo ha piedad demasiado semícilla de las momíjas, como reclía-
cé la hipocresía de aquel maese Pietro Aretimio, que se atre-
vió a mamídarme desde Vemíecia umía Vida de la Virgen María,
escrita por razomíes puramemíte comerciales y dedicada a mm.
No le puedo decir estas cosas a Catalina, auiíque sólo sea por-
que mío tiemie imíterés emí todo aquello que se halle fuera de
su aspiración. ¿Cómo líe de explicarle que lo que ella lla-
ma «mis gramídes dommes'> miumíca podriamí ser de utilidad ahgu-
mía emí este aspecto, porque los utilicé para emígañar a los
demás y a mí misma? Es, por desgracia, una gramí verdad que
toda Italia ehogia, porque comí mi amor he glorificado a
Ferramíte. Esos ~'ersos vamí de mamio emí mamio y hacen su fumíes-
to trabajo. Nadie más que yo comioce la verdad: jamás amé
a Ferramíte.
Ferramíte falleció emí el momemíto emí que yo, para no
perderme, tuve que hacerme cargo de la necesidad de umía
refiexiómí profumída sobre mí misma. Si él hubiera segtmi-
do viviemído, habría tenido que soportar mi soledad des-
de mi propia fuerza. Pero la muerte me lo devolvió, o al
menos así me lo pareció. Era mío sohamemí te, pues eh mun-
do ya mío temíía parte emí él. Subsistiría emí mi, a través de mí.
Quise servirle comí toda la fuerza vital que poseía. Me emícar-
gtlé de limpiar su miombre de toda sospecha. Borrar su cuí-
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pa, su fracaso, se comívirtió emí mi objetivo. Disfruté de ese
sacrificio como de umí delirio. Fue una repugnante pre-
sumíciómí, más repugmíante aúmí porque se trataba de umí emíga-
ño a mí misma. Pero eh castigo mío se ha hecho esperar y al
fin ha llegado. El Ferramíte cuya memoria quise homírar mío
existió, mío ha existido miumíca. Me dediqué emí cuerpo y alma
a umí famítasma. Levamíté umí ídolo porque quise dar umí semm-
tido a mi vida. Para ese fantasma, mi propia criatura, tuve
que vivir de míuevo todas las etapas de umí amor que mío se
puede saciar mii en la eternidad, y tenía aún memios sentido
que amítes, porque esta vez era una criatura de papel, umí
Ferramíte de palabras y frases. Esta figura, construida comí
todos los deseos simí cumplir, quimeras y sentimientos ocul-
tos de mi juventud, me domimió emí tal medida, que me olvi-
dé del mundo que temíía a mi alrededor. Mis amigos y
parientes se quejaromí de mi pérdida, y hiamaromí a mi esta-
do de viudez heroico y ejemplar. No saben que nunca fui
tan emíteramemíte feliz como emí aquel tiempo. Estuve emí
Ischíia, donde cada piedra, cada árbol, cada paisaje me recor-
daba el pasado. Me quité años de emícima, me sentí jovemí
y elástica, vi emí el espejo cómo volvía a florecer. Remídí umí
culto a la muerte exhaustivo, agotador. Estaba sola, pero
envuelta por un sihemício encamítador, poblado de imágenes
que había creado yo misma. Ese sueño se convirtió emí mi
realidad. El mundo que se desarrollaba fuera de la isla era
umí horizonte míebuhoso.
Pero paulatinamente salí de esa serenidad. Me desper-
té, y de repente recomiocí aquel mundo que había olvidado
durante tamíto tiempo. Oí tromíar ha artillería de los gaheo-
míes españoles emí ha había, frente a Nápoles. Al otro hado de
las cercas de mi parque, se amomítonaromí emí cabañas impro-
visadas los fugitivos sin techo que provemíiamí de tierra firme.
Vi que aún tenía mucho que hacer.
Luego llegó el momemíto emí el que descubrí que, de
todos los años que pasé tras la muerte de Ferramíte en Ischia,
no me quedaba míada más que un legajo de papeles cubier-
to de mentiras. Tuve que reunir todo mi coraje para volver
a leer atemítamemíte mis sonetos y camíciones, uno por uno.
Lo que encontré allí escrito me llemió de espanto porque
me enfrentaba a tmmí engaño tamí evidente de mí misma. Leí
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cánticos dedicados a una misteriosa deidad, Eros, que nos
privó a mí y a Ferramíte del perfecto placer de la umíiómí físi-
ca, para concedermios una felicidad que perdurase más allá
de los límites de la muerte. El amor casto que semítia
Ferramíte por mí, había destrozado todos los deseos sen-
suales emí mi corazómí y, de este modo, me había preparado
para una redemíción de ha pasiómí terremíal. Viví en él y él emí
mí, y esa umíidad existirá para siempre; en una roca que mío
será socavada por míada, miunca jamás. Nos habíamos que-
dado simí hijos, míuestro amor no se había comívertido emí car-
iíe, simio emí espíritu, otra forma más alta de subsistemícia. La
defumíciómí de Ferramíte mío había disuelto nuestro matri-
momíio, dado que la muerte sólo destroza la materia, y ésta,
emí míuestra relaciómí, mío desempeñaba papel algumio.
Cuamído lo leí, compremídí que mío había salvación para
mi, a mío ser que desemíredara con mis propias mamios ha made-
ja de memítiras que comítemíia.
No me he perdomíado a mi misma. Me obligué a vivir día
y mioche comí la verdad a secas, hasta que la hubiera acepta-
do, hasta que mii siquiera emí sueños quisiera huir del dolor.
Me di cuemíta de que miunca había querido a Ferramíte, o no
al menos de la mamíera como lo canté emí versos duramíte su
vida, mii después de su muerte. Cómo pude haberle queri-
do jamás, dado que mío he conocía; emítre miosotros estuvo, des-
de el principio, eh Ferramíte que quise querer, umí fantasma
engañoso. Ahora compremído algo más: que he de buscar emí
mi propia imícapacidad de dar y tomar umí amor que mmo fue-
ra celestial, mii espiritualizado, la clave de todo este mahen-
temídido y esta emíajemíaciómí. Imícapacidad enigmática, porque,
a decir verdad, ¿acaso he deseado algumía vez otra cosa que
mío fuese precisamemíte esa pasiómí que me atraía pero de la
que me avergomízaba, imíchuso emí los largos años cuando cada
aproximaciómí parecía excluida del todo? Lo que ha ocurri-
do es una consecuemícia inevitable del mal juicio que hice de
la míaturaheza de mis sentimiemítos, del rechazo a la semísuaii-
dad, de la míegaciómí del cuerpo. No había podido obrar de
otra manera. Esa vergúenza y reserva, ese miedo y aversiómí
sigilosos del afámí de la míaturaleza, son imínatos en mí. Si tuvie-
ra que empezar de míuevo, mío elegiría un camimio distinto del
que elegí. Emítre Ferramíte y yo sólo pudo existir un comíflic-
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L
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to, miumíca umía umíiclad. Fui creada para repeherle más y más,
y él a stm vez para irritarme hasta una reserva cada vez más
desesperada.
Cuamuho comííprendí p~ ~ vez que lo que había
llamado amnor había sido ímmía inmagimíaciómm desmesurada,
imívemítada por mímí parajustificar mi vida, mííe semítí vacía, sacu-
dida. Más tarde, enípezó una tortura aúmí peor. Tomé comí-
ciemícia de que el Ferramíte que había tomado forma en mis
versos, ya mio era ummicamemitc de miii propiedad, pues había
querido ciar comísciemítenmemíte ese ídolo mio al niundo, como
si fuera el vemdadcro Pescara. Me propuse expulsar esa otra
imagemí que pervivía e¡m ha níemoria de ha gemíte, la imagemí
del calculadom; del aníbicioso, del traidor, del astuto precur-
sor del emperador. Había permuitido, amíimado imíchuso, que
se níultiphicase¡m y distribuvesemí muis poemas. De los elogios
que llegaromí a mííis oídos, deduje que lograría mi objetivo.
Había puesto cmm rímovimniclíto tm¡ma avalamíchia que ya mío se
podía detener. Emm virtud cíe mmmis invemítos, Ferramíte ahora
es temmido por eh perfecto caballero. Se emijuicia por difama-
ciómí al que se atreve a dheseml)ohvar viejos rumores. Las tro-
pas he veneramí como el ejeimíplo humimioso para cada hombre
que sirve a la Idea Imperial. Soy culpable de ese excitado e
imímotivado culto ah héroe. Ferramíte se lía vuelto imímortal
bajo umía apariemícia qtíe he era compietaniemíte ajemía. Del
hiomh)re que fue cmi realidad -que mío (omiocí, que tal vez míadie
comiociera, salvo ella, comí la que quiso niorir, Delia Equicola-,
mío queda mii rastro. Es como si mío hubiera existido miumíca.
No emíviclio su fanía; más biemí ha falsedad de todo esto. Los
colores estridemítes e irreales del retrato histórico que yo mis-
nía líe cmeado hacen (hile el poder cíe ha palabra, que sigue
su curso, se immdcpencliza y se propaga como umí comítagio emítre
ha gemíte, me estremezca. Deniuestra ha seguridad que se debe
temíer sobre la pureza de las propias ideas amítes de atrever-
se a emíviarias al niumído.
Ammtes de níi salida hacia Roma, visité una vez más la sepul-
tura de Samí Donienico Maggiomc, cii Nápoles, domíde Ferrante
descamísa bajo umm trofeo de armas y hamideras. Deposité emí la
tumba, dentro cíe ímmí estuche de plomo, los documemitos que
me acababamí de enviar desde Maclrkh: el reconocimiento impe-
rial, por escrito, de los méritos de ~<Ferramíte Francisco de
Ávaios, marqués de Pescara, estratega y diplomático, por cuyo
valor y criterio Nos hemos sido coromíado al fimí, emí Bohomíia,
comí la Corona Imperial que es míuestra herencia legítima.»
Arrodillada emí las losas, hice esta pregumíta emí el vacío
que reimíaba a mi alrededor: «¿Estás comítemíto ahora? ¿Somí
ese par de trozos de pergamino de un emperador, provis-
tos de sellos rojos, esas frases sobre ha estima y ha fama y la
gloria eterna por lo que viviste, por lo que moriste?» Le hubie-
ra querido gritar, si hubiera sabido que mi voz podía alcamí-
zane cmi algumía parte: «He hecho más por ti que eh empe-
rador y sus mimíistros. Te he devuelto tu homior. Te lo he
devuelto de tal forma que imícluso tiemie que satisfacer ah noble
castellamio que hay dentro de ti. Eres el héroe más gramíde
desde eh legemídario Rolamído. Por eso, haré pemíitemícia todos
los días y mioches de mi vida, hasta la hora de miii muerte.»
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Índice
Cronología 7
I. Giovanni Borgia 15
II. Pietro Aretimio y Giovanni Borgia 39
III. Michehangelo Buonarottm 47
IV. Vittoria Colomína 59
V. Niccohó Machiavelhi a Francesco Guicciardini 81
VI. Giovanmíi Borgia 91
VII. Vittoria Cohonna 125
VIII. Francesco Guicciardimíi a Niccoló Machiavehii 135
IX. Giovanni Borgia 143
X. Pietro Aretino y Giovamíni Borgia 193
XI. Tulia de Aragón 207
XII. Vittoria Colonna 223
XIII. Giovanmíi Borgia 239
XIV. Niccoló Machiavehhi y Francesco Guicciardini 257
XV. Tulia de Aragón 267
XVI. Giovanmíi Borgia 283
XVII. Framícesco Guicciardini y Niccohé Machiaveihi 299
XVIII. Michelamígelo Buonarottm 311
XIX. Giovanni Borgia 321
XX. Vittoria Colonna 335
XXI. Giovanni Borgia 351