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Juan Camilo Urueña Martínez


Teoría 2
Maestría en Literatura
Entre lo lúdico y lo neutro: travesía de Barthes y Blanchot por el grado cero de
la escritura

En El espacio literario, aquel libro de Maurice Blanchot publicado en 1955, el escritor


francés acude a la poesía de Mallarmé para explicar la diferencia que el poeta
establece entre «palabra bruta» y «palabra esencial». Para Mallarmé, dice Blanchot, la
palabra bruta está abocada a la «realidad de las cosas», a su presencia. La «palabra
esencial», por su parte, aleja las cosas, las hace desaparecer. Blanchot, sin embargo,
problematiza la distinción de Mallarmé afirmando que la «palabra bruta» no es bruta
de modo alguno, porque las cosas que representa están siempre, en realidad,
ausentes.
Ahora bien, en El espacio literario, esta explicación se inscribe en un problema
más amplio que bien podría «resumirse» en el silencio que supone la escritura. El
planteamiento de Balnchot retoma, en este sentido, la prolija discusión en torno a la
mímesis, es decir, la pregunta sobre el tipo de relación que el lenguaje establece con
las cosas. Con todo, pese a que la conclusión de Blanchot parece apuntar a que, en el
fondo, «palabra bruta» como «palabra esencial» tienen el silencio por base común, el
autor del Espacio Literario salva la distinción de Mallarmé desde la perspectiva de la
utilidad de la «palabra bruta»:

Es verdad, “sirve”. Aparentemente esa es toda la diferencia: se usa mucho, es usual,


útil; por ella estamos en el mundo, somos remitidos a la vida del mundo en que
hablan los fines y se impone la preocupación por terminar. En verdad, una pura nada,
la nada misma, pero en acción, lo que actúa, trabaja, construye, el puro silencio del
negativo que concluye en la estrepitosa fiebre de las tareas. […] En la palabra bruta o
inmediata los seres hablan, y como consecuencia del uso que es su destino ―porque
ante todo sirve para colocarnos en relación con los objetos, porque es un útil en un
mundo de útiles donde lo que habla es la utilidad, el valor―, los seres hablan como
valores, toman la apariencia estable de objetos existentes uno por uno, y se otorgan
la certeza de lo inmutable (Blanchot 33-34)
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En contraste, aquella certeza de lo inmutable, de lo familiar, que parece otorgar


la «palabra bruta» no tiene, según Blanchot, lugar alguno cuando se trata de la
«palabra esencial», que es también la palabra del poema. Esto es así porque en ella «el
mundo retrocede y los fines desaparecen, en ella el mundo se calla; finalmente, lo que
habla no son ya los seres en sus preocupaciones, sus propósitos, su actividad. En la
palabra poética se expresa que los seres se callan» (Blanchot 35). Lo anterior significa
que, en el espacio del poema, el poeta ocupa un lugar secundario en relación con el
lenguaje.
En efecto, según Blanchot, la palabra del poema se habla a sí misma, a pesar,
incluso, de quien la pronuncia. En otras palabras, el fin último de la palabra poética no
apunta a la persona que la enuncia, sino a la palabra misma. En el poema, el lenguaje
se habla a sí mismo. Como resultado, y teniendo en cuenta que en Blanchot las
palabras semejan un velo (28-29), lo que se obtiene en el espacio literario es una
puesta en escena de la anulación, tanto de las cosas que se representan como de la
persona que las enuncia:

las palabras tienen el poder de hacer desaparecer las cosas, de hacerlas aparecer en
tanto desaparecidas, apariencia que no es sino la de una desaparición, presencia que
a su vez regresa a la ausencia por el movimiento de erosión y de usura que es el alma
y la vida de las palabras, que obtiene luz de ellas porque se extinguen, claridad de la
oscuridad. Pero al tener este poder de hacer que las cosas se “levanten” del seno de
su ausencia, dueñas de esa ausencia, tienen también el poder de desaparecer allí
ellas mismas, de volverse maravillosamente ausentes en el seno del todo que
realizan, que proclaman anulándose, que cumplen eternamente destruyéndose sin
fin; acto de autodestrucción, en todo semejante al extraño acontecimiento del
suicidio […] (37)

La cita anterior nos permite introducir, por medio de la relación entre muerte y
literatura, a un personaje que, junto a Blanchot, marcó la crítica literaria francesa de la
segunda mitad del siglo XX. Nos referimos, sin duda, a Roland Barthes, quien escribía,
en el año de 1967, aquel famoso ensayo titulado «La muerte del autor», un texto que
en 1984 se publicaría, junto a otros ensayos, en El susurro del lenguaje. Más allá de la
palabra y la escritura.
En este texto, Barthes afirma que «la escritura es ese lugar neutro, compuesto,
oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por
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perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe»
(65). Barthes, como Blanchot, toma como ejemplo a Mallarmé para describir este
proceso de pérdida de identidad en la escritura. El logro de Mallarmé, según Barthes,
es la supresión del Yo, que acentúa la condición esencialmente verbal de la poesía.
Es necesario decir, en este punto, que tanto Blanchot como Barthes reconocen,
aunque de modos diferentes, que el Autor es un personaje que solo puede presentarse
en el texto literario a través de un acto de enunciación; acto que, además, difumina su
identidad a causa de la condición propia de las palabras, esto es, de su silencio velado.
Teniendo en cuenta lo anterior, presentaremos a continuación algunos de los
predicados que se desprenden de la anulación del Autor en el acto de escritura. Estos
predicados, como veremos, difieren en los dos autores según sus posturas teóricas y
estéticas, sin dejar de mantener, por ello, un puente que se levanta sobre la resistencia
a la sistematización de la escritura.

Barthes y el Texto

Barthes señala que la noción de Autor termina por cerrar la escritura en un significado
último que coincidiría con la explicación del autor, reducido a sus dimensiones
sociales, psíquicas e históricas. Esta interpretación de la lectura, que tiene por
fundamento el «desciframiento» del mensaje resguardado por un Dios-Autor, termina
por convertirse en la negación del tejido del texto y del lector que lo recorre, sin
atravesarlo. Para Barthes, por lo tanto, la muerte del Autor no es más que el
nacimiento del lector:
el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las
citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en
su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un
hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan solo ese alguien que
mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito.
(La muerte del autor 71)
La concepción del lector como un alguien duplica la anulación del Autor como
persona, como Yo, transformando a ambos, lector y escritor, en espacios abiertos,
neutros, en el sentido de inasibles. Sobre este aspecto, es importante mencionar aquí,
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para aclarar los significados de «texto» y «lector», dos ensayos centrales en el


pensamiento barthesiano: «La actividad estructuralista» y «De la obra al texto».
En el primero de estos ensayos, Barthes describe el estructuralismo como «una
sucesión regulada de un cierto número de operaciones mentales», una actividad que
tiene como propósito la reconstrucción de un objeto para poder observar las reglas
que rigen su funcionamiento. Barthes retoma, para explicar este proceso de
reconstrucción, el concepto de mímesis. Sin embargo, resalta que la mímesis
estructuralista no es una mímesis de sustancias, como ocurre en el arte realista, sino
una mímesis de funciones, que simula el objeto, no con el fin de copiarlo o
reproducirlo, sino con el fin de hacerlo inteligible. Se trata entonces de un proceso en
el que el intelecto rehace el objeto por medio de dos operaciones: una de recorte y
otra de ensamblaje. Ahora bien, la técnica de ensamblaje, según Barthes, es la que
aporta a la simulación el valor diferencial, artístico: «es el camino el que hace la obra».
Por otra parte, en «De la obra al texto», Barthes menciona que la noción de obra,
entendida como objeto material, tangible y limitado, es insuficiente a la luz de los
aportes del marxismo, la lingüística y el psicoanálisis. Los hallazgos en estas materias,
dice, redefinieron las relaciones entre escritor, lector y crítico, de manera que la
noción de obra también se vio afectada (74). Ejemplo de lo anterior es el texto titulado
de «La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas». Allí, Adorno y
Horkheimer pudieron exponer, desde una perspectiva marxista, el modo en que la
economía capitalista ejerce influencia sobre la técnica de la industria cultural con
propósitos enajenantes de los consumidores. La preocupación por el control de los
sujetos que puede ejercerse desde la industria cultural se fundamenta en la tendencia
de esta industria a borrar las fronteras entre la obra y el mundo: «cada manifestación
aislada de la industria cultural reproduce a los hombres tal como aquello en lo que ya
los ha convertido la industria cultural» (Adorno y Horkheimer 5).
Lo que Adorno y Horkheimer critican a la industria cultural y a la técnica que en
ella opera es la negación sistemática de las disonancias y la reverencia de estos
productos hacia la «palabra bruta», entendido el adjetivo como ya lo explicamos en las
líneas anteriores, es decir, desde el punto de vista de la utilidad, utilidad que deriva en
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una anulación total del estilo y en una reducción, también absoluta, de la participación
de los consumidores por fuera del lenguaje «natural».
En medio de este clima, es comprensible la apuesta de Barthes al introducir la
noción de Texto en su «constelación conceptual». Sobre el Texto, Barthes dirá que «no
se experimenta más que en un trabajo, en una producción», es actividad, pura
travesía, de modo que las clasificaciones con miras a su fijación resultan infructuosas.
Por este motivo, la noción de límite es vital para comprender las posibilidades del
Texto: la ilegibilidad frente al sentido último y acabado, la paradoja frente a la
coherencia y la lógica, el goce del significante frente a la castración impuesta por el
sentido:
[…] el Texto practica un retroceso infinito del significado, el Texto es dilatorio; su
campo es el del significante; el significante no debe imaginarse como «la primera
parte del sentido», su vestíbulo material, sino, muy al contrario, como su «después»;
por lo mismo, la infinitud del significante no remite a ninguna idea de lo inefable (de
significado innombrable), sino a la idea de juego; el engendramiento del significante
perpetuo (a la manera de un calendario perpetuo) en el campo del Texto (o más bien
cuyo campo es el Texto) no se realiza de acuerdo con una vía orgánica de
maduración, o de acuerdo con una vía hermenéutica de profundización, sino más
bien de acuerdo con un movimiento serial de desligamientos, superposiciones,
variaciones; la lógica que regula el Texto no es comprehensiva (definir lo que la obra
«quiere decir»), sino metonímica; el trabajo de asociaciones, de contigüidades, de
traslados, coincide con una liberación de la energía simbólica (si esta le fallara, el
hombre moriría). (“De la obra al texto” 76)
La infinitud del significante y el retroceso perpetuo del significado «encerrados»
por Barthes en la idea de Texto no dejan de hacer eco a la «conceptualización»
derridiana de la differánce, expuesta en La escritura y la diferencia (1967). Esto no
significa que ambos términos (el de texto y differánce) sean sustituibles. De hecho, es
importante preguntarse hasta qué punto son comparables la idea barthesiana del
texto con la differánce derridiana. “Veámos”:
Según Derridá, la differánce no puede ser expuesta, está siempre reservada y
oscila entre la palabra y la escritura sin pertenecer nunca a un espacio o el otro. Esto
se debe a que la differánce no es una presencia, no es una cosa, no es una sustancia,
tampoco un origen ni un principio. Dice Derridá, la differánce es todo lo que no es, es
decir todo (Derrida 4). Derridá, además, plantea la diferencia (y en esto converge con
Barthes) en términos de juego:
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Todo concepto está por derecho y esencialmente inscrito en una cadena o en un


sistema en el interior del cual remite al otro, a los otros conceptos, por un juego
sistemático de diferencias [différences]. Un juego tal, la diferencia [différance], ya no
es entonces simplemente un concepto, sino la posibilidad de la conceptualidad, del
proceso y del sistema conceptuales en general. Por la misma razón, la diferencia
[différance], que no es un concepto, no es una mera palabra, es decir, lo que se
representa como una unidad tranquila y presente, autorreferente, de un concepto y
una fonía (10).
En el juego, el azar y el cálculo están hermanados. La incertidumbre se ubica al
lado de un conjunto de reglas que los jugadores deben aceptar para gozar del juego. Se
ha dicho también que el juego se sustrae del mundo, que se repliega en el universo de
sus propias reglas: “Golpe de dados”.
Con la ephokê, suspendemos el discurso y regresamos a Barthes, esta vez en Lo
neutro. Notas de cursos y seminarios en el College de France 1977-1978. Para Barthes, lo
neutro y la suspensión están estrechamente ligados. El deseo de lo neutro es
suspensión «de las órdenes, leyes, conminaciones, arrogancias, terrorismos […]
querer-asir’» (Barthes, 2004: 58). Tal como expone Gabriela García Hubart (2019) en
su artículo “Quizás…Barthes y Derridá”, la suspensión del juicio es un gesto crítico que
está presente en el pensamiento de los tres autores que han ocupado el espacio de
este trabajo: Barthes, Blanchot y Derridá. Hubart nos muestra cómo, en el caso de
Barthes y Derridá, esa suspensión del sentido y la afirmación se puede resumir en tres
puntos esenciales:

1. El diferimiento de la respuesta que cuestiona en sí la pregunta (Barthes). El


colapso de la mancuerna pregunta/respuesta (Derrida).
2. La crítica filosófica del ‘es’ (Barthes). La deconstrucción de la presencia metafísica
(Derrida).
3. La expulsión de la marca filosófica por excelencia, es decir la expulsión del
concepto (Barthes). La imposibilidad del concepto (Derrida). (Hubart 77)

Teniendo en cuenta lo anterior, a continuación, intentaremos conectar estos tres


puntos, presentes en Barthes y Derridá, con El espacio literario de Blanchot, Texto con
el que abrimos este trabajo. Lo haremos a partir del «concepto» de lo neutro.
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Blanchot y lo neutro

Pyrrhon, escribe Barthes, “creó algo: no digo qué


pues no fue en verdad ni una filosofía ni un
sistema: podría decir: creó lo Neutro —¡como si
hubiera leído a Blanchot!” (Barthes 2004 67).

Quizás Pyrrhon no leyó a Blanchot, aunque no podría decirse lo mismo en sentido


contrario. Quizás, porque Blanchot leyó muy bien a Pyrrhon, le fueron cerradas las
puertas de la filosofía: “muy metafórico para nuestro rigor conceptual”, tal vez dijeron.
Pero, del mismo modo, es probable que del otro lado se escuchara murmurar: “muy
escéptico para nuestro compromiso revolucionario”.
Lo «cierto» es que, independiente de los murmullos, los susurros, las órdenes y
los qué dirán, en el año 2003, el diario El País se lamentaba por la pérdida de un
escritor que hasta ese momento siempre había ocultado su rostro. Rafael Conte, el
columnista encargado del elogio póstumo, se refería a su escritura en los siguientes
términos:
Leer a Blanchot es como dejarse abducir fascinado por un vértigo verbal -y
"exterior"- donde el lector es subsumido en un agujero negro que se niega y rescata a
la vez, ante un vértigo que conduce a la desaparición, a la fascinación ante la nada y
la muerte, a la negación de todo, que es la única manera de afirmarse ante la
negatividad del mundo actual, ante esa falsificación de la literatura que ahora nos
anega. Es como una lítote permanente, donde nos afirmamos al negarnos, una
"escritura negativa" como la punta de lanza de nuestra rebelión ante el lamentable
estado de las cosas que nos rodean, empezando por esa nuestra falsa literatura que
nos hace creer en su falsa existencia. (Entrevista publicada en El País en el año 2003)

La lítote permanente a la que alude Conte para referirse a la escritura de Blanchot


resulta muy acertada para calificar la forma de su escritura, si es que esta forma
admite calificaciones. En Blanchot, nos hallamos ubicados en el grado cero del
lenguaje. Se trata, paradójicamente, de la expresión más acabada del silencio, como si
la escritura, consciente de la autoridad que ejerce, se obligara, en cada uno de sus
pasos, a callarse. Así lo ejemplifica el siguiente pasaje del Espacio Literario dedicado a
lo que Blanchot denomina “Prensión Persecutoria”:
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Un hombre tiene un lápiz y quiere dejarlo, pero, sin embargo, su mano no lo deja: al
contrario, lejos de abrirse, se cierra. La otra mano interviene con más éxito, pero
entonces vemos que la mano que podríamos llamar enferma esboza un lento
movimiento e intenta alcanzar el objeto que se aleja. Lo extraño es la lentitud de ese
movimiento. La mano se mueve en un tiempo poco humano, un tiempo que no es el
de la acción posible ni el de la esperanza, sino más bien la sombra del tiempo; ella
misma, sombra de una mano que se desliza irrealmente hacia un objeto convertido
en su sombra. En ciertos momentos, esa mano siente una gran necesidad de agarrar,
debe tomar el lápiz, lo necesita, es una orden, una exigencia imperiosa. Este
fenómeno es conocido con el nombre de “prensión persecutoria”. El escritor parece
dueño de su pluma, puede resultar capaz de un gran dominio sobre las palabras,
sobre lo que desea hacerles expresar. Pero ese dominio solo logra ponerlo,
mantenerlo en contacto con la pasividad básica, donde la palabra, al no ser más que
su apariencia y la sombra de una palabra, no puede ser ni dominada ni aprehendida;
sigue siendo lo inasible, lo indesprendible, el momento indeciso de la fascinación (20
21 Balnchot).

El momento de fascinación a la que refiere Blanchot, simplificando un poco las


cosas, es equivalente a esa suspensión del juicio, a esa ephokê barthesiana y a ese
diferir derrideano. La metaimagen de la mano que quiere y, al mismo tiempo, se niega
a escribir incluye, además, todos los elementos que caracterizan la escritura de
Blanchot. Ella misma, quiero decir, la escritura misma de Blanchot, es la persecución
de su propia sombra; sombra que, a condición de su oscuridad, resiste a ser expuesta,
definida, encerrada. De allí la angustia y la sensación de la asfixia. De allí la afasia, la
alalia. La expresión más ruidosa del silencio. La vivificación más intensa de la muerte.
Lo neutro.

Consideraciones “finales”

Obligados a renunciar al Texto en beneficio de la obra, hemos de concluir con


algunos enunciados que permitan articular los planteamientos de los dos autores que
aquí nos ocuparon: Barthes y Blanchot, texto y neutralidad, goce del significante y
fascinación por el límite.
Primero, como era de esperarse, las diferencias: Barthes y Blanchot, el primero,
abocado a la infinita postergación de sentido y al juego de las diferencias, adversario
de la obra, por consumible, lector antes que Autor. Amante, finalmente, de la travesía,
el camino recorrido, la producción y la actividad. El segundo, entregado al sacrificio
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del Yo, paradoja irresuelta entro lo visto y lo velado. Nulidad: amenaza de binarios.
Verificación, a través de la palabra, del silencio.
Después, las semejanzas: descreídos, ambos, de toda presencia en el lenguaje.
Cómplices de lo no manifiesto, de lo inacabado, de la fascinación y el placer. Enemigos
de la utilidad, de la palabra orientada hacia los fines.
Barthes y Blanchot, como hemos intentando mostrar aquí, desarrollaron, desde
diferentes posturas teóricas, un camino que se elevó a una actividad del intelecto para
desafiar la metáfora estructuralista del lenguaje (articulación de elementos
funcionales dentro de una red de diferencias). Estructura: metáfora que en su
nacimiento, para efectos de su comprensión y entendimiento, buscó estabilizar lo
inestable, fijar lo móvil, centrar lo disperso. Pero que, pese a sus logros y alcance,
evadió, con todo el arsenal de la lógica y el concepto, el hecho incontestable de que sus
edificios afirmativos se habían levantado alrededor del vacío. Como respuesta al
camuflaje de la ausencia, y en contra de todo intento de fijación, Barthes y Blanchot
abismaron, cada uno con diferentes estrategias, la rigidez de la estructura. Con
curetas, rasparon los significados anquilosados y devolvieron al significante su poder
expresivo.

Bibliografía

Barthes, Roland. La aventura semiológica. Barcelona: Paidós, 1993.


Barthes, Roland. Lo neutro [2002]. Trad. Patricia Wilson. México: Siglo XXI, 2004.
––––––. S/Z. México: Siglo XXI, 2001.
––––––. Ensayos críticos. Barcelona: Seix Barral, 1987.
––––––. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura. Barcelona: Paidós,
1987.
Blanchot, Maurice. El espacio literario. Madrid: Gallimard, 2002.
Conte, Rafael. Maurice Blanchot, un agujero negro. Entrevista para El Pais, 2003:
https://elpais.com/diario/2003/02/28/cultura/1046386808_850215.html
Derrida, Jacques. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 2013.
10

García, Gabriela. “Quizas…Barthes y Derridá” en Acta Poética 40-1, enero-junio, 2019,


63-85.
Horkheimer, Max y Theodor Adorno. Dialéctica del iluminismo. Buenos Aires:
Sudamericana,1988.

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