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las palabras tienen el poder de hacer desaparecer las cosas, de hacerlas aparecer en
tanto desaparecidas, apariencia que no es sino la de una desaparición, presencia que
a su vez regresa a la ausencia por el movimiento de erosión y de usura que es el alma
y la vida de las palabras, que obtiene luz de ellas porque se extinguen, claridad de la
oscuridad. Pero al tener este poder de hacer que las cosas se “levanten” del seno de
su ausencia, dueñas de esa ausencia, tienen también el poder de desaparecer allí
ellas mismas, de volverse maravillosamente ausentes en el seno del todo que
realizan, que proclaman anulándose, que cumplen eternamente destruyéndose sin
fin; acto de autodestrucción, en todo semejante al extraño acontecimiento del
suicidio […] (37)
La cita anterior nos permite introducir, por medio de la relación entre muerte y
literatura, a un personaje que, junto a Blanchot, marcó la crítica literaria francesa de la
segunda mitad del siglo XX. Nos referimos, sin duda, a Roland Barthes, quien escribía,
en el año de 1967, aquel famoso ensayo titulado «La muerte del autor», un texto que
en 1984 se publicaría, junto a otros ensayos, en El susurro del lenguaje. Más allá de la
palabra y la escritura.
En este texto, Barthes afirma que «la escritura es ese lugar neutro, compuesto,
oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por
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perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe»
(65). Barthes, como Blanchot, toma como ejemplo a Mallarmé para describir este
proceso de pérdida de identidad en la escritura. El logro de Mallarmé, según Barthes,
es la supresión del Yo, que acentúa la condición esencialmente verbal de la poesía.
Es necesario decir, en este punto, que tanto Blanchot como Barthes reconocen,
aunque de modos diferentes, que el Autor es un personaje que solo puede presentarse
en el texto literario a través de un acto de enunciación; acto que, además, difumina su
identidad a causa de la condición propia de las palabras, esto es, de su silencio velado.
Teniendo en cuenta lo anterior, presentaremos a continuación algunos de los
predicados que se desprenden de la anulación del Autor en el acto de escritura. Estos
predicados, como veremos, difieren en los dos autores según sus posturas teóricas y
estéticas, sin dejar de mantener, por ello, un puente que se levanta sobre la resistencia
a la sistematización de la escritura.
Barthes y el Texto
Barthes señala que la noción de Autor termina por cerrar la escritura en un significado
último que coincidiría con la explicación del autor, reducido a sus dimensiones
sociales, psíquicas e históricas. Esta interpretación de la lectura, que tiene por
fundamento el «desciframiento» del mensaje resguardado por un Dios-Autor, termina
por convertirse en la negación del tejido del texto y del lector que lo recorre, sin
atravesarlo. Para Barthes, por lo tanto, la muerte del Autor no es más que el
nacimiento del lector:
el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las
citas que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en
su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un
hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan solo ese alguien que
mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito.
(La muerte del autor 71)
La concepción del lector como un alguien duplica la anulación del Autor como
persona, como Yo, transformando a ambos, lector y escritor, en espacios abiertos,
neutros, en el sentido de inasibles. Sobre este aspecto, es importante mencionar aquí,
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una anulación total del estilo y en una reducción, también absoluta, de la participación
de los consumidores por fuera del lenguaje «natural».
En medio de este clima, es comprensible la apuesta de Barthes al introducir la
noción de Texto en su «constelación conceptual». Sobre el Texto, Barthes dirá que «no
se experimenta más que en un trabajo, en una producción», es actividad, pura
travesía, de modo que las clasificaciones con miras a su fijación resultan infructuosas.
Por este motivo, la noción de límite es vital para comprender las posibilidades del
Texto: la ilegibilidad frente al sentido último y acabado, la paradoja frente a la
coherencia y la lógica, el goce del significante frente a la castración impuesta por el
sentido:
[…] el Texto practica un retroceso infinito del significado, el Texto es dilatorio; su
campo es el del significante; el significante no debe imaginarse como «la primera
parte del sentido», su vestíbulo material, sino, muy al contrario, como su «después»;
por lo mismo, la infinitud del significante no remite a ninguna idea de lo inefable (de
significado innombrable), sino a la idea de juego; el engendramiento del significante
perpetuo (a la manera de un calendario perpetuo) en el campo del Texto (o más bien
cuyo campo es el Texto) no se realiza de acuerdo con una vía orgánica de
maduración, o de acuerdo con una vía hermenéutica de profundización, sino más
bien de acuerdo con un movimiento serial de desligamientos, superposiciones,
variaciones; la lógica que regula el Texto no es comprehensiva (definir lo que la obra
«quiere decir»), sino metonímica; el trabajo de asociaciones, de contigüidades, de
traslados, coincide con una liberación de la energía simbólica (si esta le fallara, el
hombre moriría). (“De la obra al texto” 76)
La infinitud del significante y el retroceso perpetuo del significado «encerrados»
por Barthes en la idea de Texto no dejan de hacer eco a la «conceptualización»
derridiana de la differánce, expuesta en La escritura y la diferencia (1967). Esto no
significa que ambos términos (el de texto y differánce) sean sustituibles. De hecho, es
importante preguntarse hasta qué punto son comparables la idea barthesiana del
texto con la differánce derridiana. “Veámos”:
Según Derridá, la differánce no puede ser expuesta, está siempre reservada y
oscila entre la palabra y la escritura sin pertenecer nunca a un espacio o el otro. Esto
se debe a que la differánce no es una presencia, no es una cosa, no es una sustancia,
tampoco un origen ni un principio. Dice Derridá, la differánce es todo lo que no es, es
decir todo (Derrida 4). Derridá, además, plantea la diferencia (y en esto converge con
Barthes) en términos de juego:
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Blanchot y lo neutro
Un hombre tiene un lápiz y quiere dejarlo, pero, sin embargo, su mano no lo deja: al
contrario, lejos de abrirse, se cierra. La otra mano interviene con más éxito, pero
entonces vemos que la mano que podríamos llamar enferma esboza un lento
movimiento e intenta alcanzar el objeto que se aleja. Lo extraño es la lentitud de ese
movimiento. La mano se mueve en un tiempo poco humano, un tiempo que no es el
de la acción posible ni el de la esperanza, sino más bien la sombra del tiempo; ella
misma, sombra de una mano que se desliza irrealmente hacia un objeto convertido
en su sombra. En ciertos momentos, esa mano siente una gran necesidad de agarrar,
debe tomar el lápiz, lo necesita, es una orden, una exigencia imperiosa. Este
fenómeno es conocido con el nombre de “prensión persecutoria”. El escritor parece
dueño de su pluma, puede resultar capaz de un gran dominio sobre las palabras,
sobre lo que desea hacerles expresar. Pero ese dominio solo logra ponerlo,
mantenerlo en contacto con la pasividad básica, donde la palabra, al no ser más que
su apariencia y la sombra de una palabra, no puede ser ni dominada ni aprehendida;
sigue siendo lo inasible, lo indesprendible, el momento indeciso de la fascinación (20
21 Balnchot).
Consideraciones “finales”
del Yo, paradoja irresuelta entro lo visto y lo velado. Nulidad: amenaza de binarios.
Verificación, a través de la palabra, del silencio.
Después, las semejanzas: descreídos, ambos, de toda presencia en el lenguaje.
Cómplices de lo no manifiesto, de lo inacabado, de la fascinación y el placer. Enemigos
de la utilidad, de la palabra orientada hacia los fines.
Barthes y Blanchot, como hemos intentando mostrar aquí, desarrollaron, desde
diferentes posturas teóricas, un camino que se elevó a una actividad del intelecto para
desafiar la metáfora estructuralista del lenguaje (articulación de elementos
funcionales dentro de una red de diferencias). Estructura: metáfora que en su
nacimiento, para efectos de su comprensión y entendimiento, buscó estabilizar lo
inestable, fijar lo móvil, centrar lo disperso. Pero que, pese a sus logros y alcance,
evadió, con todo el arsenal de la lógica y el concepto, el hecho incontestable de que sus
edificios afirmativos se habían levantado alrededor del vacío. Como respuesta al
camuflaje de la ausencia, y en contra de todo intento de fijación, Barthes y Blanchot
abismaron, cada uno con diferentes estrategias, la rigidez de la estructura. Con
curetas, rasparon los significados anquilosados y devolvieron al significante su poder
expresivo.
Bibliografía