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Ninguna de las personas respetables del pueblo tenía algo que ver con
él. Pero Martín dio a conocer su presencia allí. Siendo un poeta que
escribía cantos, iba de casa en casa llamando a la gente a seguir a Cristo.
Los jóvenes se interesaron mucho en él. Su sinceridad los impresionó
profundamente y lo que él decía atravesó la bochornosa formalidad de
la sociedad de Schwabisch-Gmund hasta llegar al anhelo más profundo
de sus corazones: un anhelo de paz con Dios en comunidad fraternal.
Antes de que la gente del pueblo se diera cuenta de lo que estaba
pasando, Martín ya había bautizado cerca de cien personas y estaba
celebrando la santa cena secretamente en sus hogares.
La gente de la ciudad que había asistido a las reuniones hizo todo lo que
pudo para permanecer en contacto con los prisioneros. Algunas mujeres
y niños treparon por la muralla de la ciudad para alcanzar la torre y
hablar con ellos. Les leían a los prisioneros y cantaban juntos. Pero esto
cesó cuando los guardias los descubrieron y prohibieron más contacto.
Para los anabaptistas, el primer mártir no era Esteban, sino Cristo, y era
fácil para ellos ver sus mismas vidas como paralelos– paralelos
humanos imperfectos–de la Suya.1 Jesucristo rechazó la vida cómoda,
la gloria terrenal, y todos los reinos de este mundo. Soportó a su familia,
a los líderes religiosos de su día, y al gobierno del imperio romano de
ese tiempo. Caminó sin vacilar a una muerte horrible y espantosa (a
pesar de que doce legiones de Ángeles pudieron haberlo salvado)
porque sentía en su corazón la tranquila seguridad y convicción de que
estaba haciendo lo correcto.
Gozo en la rendición
Nos amenazan con cadenas, luego con fuego y con la espada. Pero en
todo, me he rendido completamente a la voluntad del Señor, junto con
mis hermanos y mi esposa, y me he preparado para morir por Su
testimonio.9 Poco después de que Miguel Sattler y sus compañeros
murieran en ejecuciones públicas, Enrique Hugo, el cronista de
Villingen, escribió: “Fue un acontecimiento miserable. Murieron por su
convicción.” Un joven anabaptista, Hans van Overdam, escribió antes
de que lo quemaran en Gent, Bélgica, el 9 de julio de 1551: Antes
sufriremos que nuestros cuerpos sean quemados, ahogados, estirados en
el potro, o torturados, o lo que deseen hacer con ellos, y seremos
azotados, desterrados, expulsados, y robados de nuestros bienes, antes
que mostrar obediencia contraria a la Palabra de Dios. 11 Esta
verdadera rendición (un verdadero “soltar todo”) les dio a los
anabaptistas la convicción de seguir a Cristo sin importar lo que cueste–
y los llevó a tomar decisiones como la del joven hijo del molinero.
Conrado Grebel
Oponerse al mundo para seguir a Cristo era una cosa. Pero oponerse a
la iglesia era otra–y los anabaptistas, después de mil años de enseñanza
autoritaria, tuvieron que vencer el sentimiento de culpa tan
profundamente arraigado antes de poder hacer eso. De hecho, los
primeros anabaptistas no salieron de la vieja y corrupta iglesia católica
de la Edad Oscura. Salieron de la nueva iglesia “evangélica” y “Bíblica”
fundada por Ulrico Zwinglio en Suiza. Pero al seguir a Cristo, llegaron
al punto en donde no había diferencia entre la una y la otra. Ellos podían
caminar solamente con una iglesia que siguiera a Cristo, y donde la
iglesia no lo estaba haciendo, se sintieron “constreñidos en sus
corazones” a desobedecerla. Para Menno Simons, el coraje para hacer
esto fue un punto crucial en su vida.
Por dos años, Menno Simons había vivido con un problema. Él era un
sacerdote católico, pero dudaba de que verdaderamente la hostia y el
vino en sus manos se convirtieran en el cuerpo y la san- gre de Cristo.
“Tales dudas” se decía a sí mismo, “deben provenir del diablo.” Pero
no podía librarse de ellas. No se fueron, hasta que en desesperación se
volvió al Nuevo Testamento.
Menno Simons no cuestionó la autoridad de la iglesia. Él esperaba que
el Nuevo Testamento lo confirmaría y le ayudaría a ser un mejor
católico. Pero para su asombro y desesperación, ocurrió lo contrario.
Entre más leía, más hambriento quedaba de la verdad, y se daba más
cuenta de cuán lejos estaban las enseñanzas de su iglesia de Cristo.
Eventualmente, este conflicto interno alcanzó un clímax. Tuvo que
decidir cuál autoridad iba a gobernar su vida: la “iglesia” o la Palabra
de Cristo.
¿Desobedecer al gobierno?
¿Excéntricos e individualistas?
Hace algún tiempo, después de que hablé acerca de que los anabaptistas seguían la voz de la convicción
interna, una hermana me preguntó: “¿Pero cómo funciona eso? ¿Cómo podemos mantener nuestra unidad
si sólo dejamos que cada quien vaya y siga sus propias convicciones?”
Pero otra pregunta que debemos hacernos es: “¿Y cómo funciona si no
lo hacemos?”
Hans Denck