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1.1.

Posiciones históricas fundamentales


Es ya habitual hablar de la filosofía del siglo xx como caracterizada por lo que
se ha llamado el giro lingüístico o, en expresión menos extendida, por el paso a
un paradigma lingüístico que deja atrás el paradigma ontológico de la filosofía
griega y el paradigma mentalista de la filosofía de la conciencia moderna 1. Esta
misma idea ha llevado incluso a preguntar «si, en nuestros días, la filosofía del
lenguaje no ha pasado a desempeñar la función de filosofía primera que
Aristóteles asignó (atribuyó) a la Ontología y más tarde se reclamó para la
Epistemología o Filosofía Trascendental en el sentido de Kant»2. Este cambio de
paradigma no está determinado por una particular atención al lenguaje; pues
éste, como tema de reflexión, ha estado presente en la historia del
pensamiento desde un comienzo. Se trata, más bien, de la conciencia de que el
lenguaje representa una mediación inevitable en nuestro acceso a cualquier
otro ámbito de estudio o de actividad. Esta conciencia se alcanza, de forma
independiente, en dos tradiciones del pensamiento occidental habitualmente
consideradas en contraste o en diálogo crítico entre sí: la filosofía de la tradición
analítica, desarrollada fundamentalmente en el área anglosajona o
angloamericana, y la filosofía de la tradición continental.
Los rasgos característicos del pensamiento del siglo xx que determinan la
adopción de esta perspectiva serían fundamentalmente dos. En primer lugar, el
lenguaje aparece como condición para la posibilidad y la validez de nuestro
conocimiento de la estructura del mundo. El carácter inevitable de esta
mediación lingüística se expresa en la proposición del Tractatus, «los límites
de mi lenguaje significan los límites de mi mundo», pero también en los escritos
posteriores de Wittgenstein, donde la «esencia de los conceptos» se descubre
consistente en la gramática lógica de los términos correspondientes. La misma
idea está presente también en la translación que Carnap y los autores del
Círculo de Viena llevan a cabo, desde algunas preguntas ontológicas y

1
Se va a tener en cuenta la exposición de Schnádelbach (1991): «Philosophie», en
Martens/Schnádelbach (eds.), Philosophie. Ein Grudkurs, 2 vols., Hamburgo, vol. 1, pp. 37-76. Este
mismo planteamiento está presente ya en Apel (1963): Die Idee der Sprache in der Tradition des
Humanismus von Dante bis Vico, Bonn, «Kapitel I: Einleitung», pp. 17-103, y en otras obras
posteriores suyas, así como en Tugendhat (1976): Vorlesungen zur Einfiihrung in die
sprachanalytische Philosophie, Francfort. En relación con Apel, es preciso tomar distancia con
respecto a su caracterización de la filosofía del lenguaje como ocupando el puesto de la Filosofía
Primera: a ello le subyace su defensa de una pragmática trascendental que tematiza la comunicación
en tanto que condición de posibilidad de la reflexión filosófica y de un tipo de discurso muy específico
(cf. cap. 4.2.3.ii).
2
Apel (1976): «The trascendental conception of language-communication and the idea of a first
philosophy», en H. Parret (ed.), Histmy of linguistic thought and contemporary linguistics, Berlin,
1976, pp. 32-61, aquí p. 32.
trascendentales de la filosofía tradicional, a la cuestión de cómo construir
marcos sintáctico-semánticos para lenguajes formales y útiles para el
conocimiento científico. Y, en el ámbito de la filosofía continental, tanto el
neokantianismo como la fenomenología (desde Cassirer a Heidegger) y la her -
menéutica filosófica de Gadamer hacen suya o intentan enfrentar la afirmación de
la irrebasabilidad (Nichthintergehbarkeit) del lenguaje natural como medio de una
reflexión transcendental 3. Todo esto ha permitido interpretar que la
búsqueda de Wittgenstein en el Tractatus lleva a efecto un giro lingüístico con
respecto al problema planteado por Kant: si este último preguntaba por las
condiciones de posibilidad de la experiencia —que eran, al mismo tiempo,
condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia— y, por consiguiente,
por las de nuestro conocimiento de la realidad en general, el primero plantea el
problema de cuáles son las condiciones de posibilidad de la descripción de
nuestra experiencia en general.
En segundo lugar, esta conciencia de la función casi-transcendental del
lenguaje no se limita al papel epistémico que éste desempeña como condición
para la posibilidad y la validez de nuestro conocimiento; la filosofía
contemporánea del lenguaje hace entrar en juego también, de modo esencial,
su consideración de la dimensión intersubjetiva del habla como medio de
comunicación e interacción social. El trabajo precursor de Ch. S. Peirce y G. H.
Mead ha permitido ver, en la noción de «mente» o «conciencia», el resultado de
una reciprocidad internalizada de la interacción simbólicamente mediada que
tiene lugar en el seno de una sociedad, vista como comunidad de
comunicación o de diálogo. Esta idea encuentra desarrollo teórico en la
teoría de actos de habla que, partiendo de la propuesta seminal de J. L. Austin
y de los primeros trabajos de J. R. Searle, ha sido llevada a sus últimas con-
secuencias filosóficas en el programa de una pragmática universal que intenta
recoger críticamente y articular, desde la defensa del carácter universal de la
racionalidad comunicativa, las aportaciones centrales de las dos tradiciones
mencionadas, mostrando su complementariedad.
Es evidente, sin embargo, que estas dos funciones del lenguaje —epistémica y
comunicativa— ya estaban presentes desde los inicios de la filosofía; si se quiere
defender la existencia de «cambios de paradigma»4, aun con la precaución de
advertir de que se trata de una reconstrucción de carácter metodológico y con
aplicación, en principio, sólo desde una perspectiva filosófico-lingüística, es

3
Esta tesis, llevada a sus últimas consecuencias, desemboca en formas de relativismo o
contextualismo difíciles de contraargumentar cuando se intenta defender alguna forma de
univeralismo postilustrado. De hecho, constituirá una cuestión central del estudio que se pretende
llevar a cabo.
4
'En el sentido de Kuhn: un paradigma incluye representaciones del ámbito objetual, una
metodología y una clasificación de áreas o disciplinas.
preciso identificar con alguna precisión los rasgos que caracterizan cada uno de
ellos.
i. El paradigma ontológico
Schnádelbach ha identificado una primera raíz, en el surgir del
pensamiento griego, que tiene que ver con la oposición entre filosofía como
ciencia y filosofía como ilustración5 y con el hecho de que la filosofía surgió en
occidente como ciencia. Sin embargo, sólo a partir de sucesivas aproximaciones a
una filosofía «ilustrada» pudo darse lugar a un cambio de paradigma. Que la
filosofía surgió entre los griegos como ciencia no significa únicamente que no se
limitó a narrar historias y buscó una representación de lo Universal, Necesario y
Eternamente inamovible en el medio que representan los conceptos. Quería
ser teoría (theoria = visión), es decir, representación fiable de aquello que es, sin
agregados o distorsiones de la subjetividad. La subjetividad del que conoce se
entendió siempre como un objeto más a estudiar; la oposición y el rechazo
frente a la forma de subjetivismo que hizo entrar en juego la sofística, hicieron
imposible para el pensamiento griego el acceso a una teoría constitucional o
teoría de la constitución de los objetos científicos —como la que después
elaboraría Kant 6. Esta posición crítica frente al subjetivismo muestra, asimismo,
por qué la filosofía como ciencia favorece la referencia a los objetos y a la
estructura ontológica del mundo en general: pretende para sí objetividad, es
decir, verdad objetiva y realidad intersubjetiva del saber, mientras que un filosofar
meramente orientado hacia el sujeto sólo conduce a opiniones «verdaderas»
para un sujeto.
Ello significa que esta primera raíz de la filosofía griega —y el primer rasgo que
caracteriza el paradigma ontológico— no es tanto lo que, desde la obra de
Nestle, se ha conocido como el paso «del mito al logos» 77, como la del paso del
mito a la cosmología; es en esta última donde la mitología como tal
representaría una etapa intermedia. La diferencia esencial entre uno y otra

5
«Considerada como un tipo puro, la 'filosofía como ciencia' es una filosofía que permanece en
contacto con el objeto e intenta, con una fascinación que la hace olvidarse de sí misma, indagar en su
esencia, sus estructuras y las leyes que lo determinan (...) Una 'filosofía como ilustración', por el
contrario, significa un ocuparse del filosofar consigo mismo a través del análisis, la interpretación y el
reconocimiento. Lo que diferencia a la ilustración de la ciencia es, precisamente, esta auto-referencia
del sujeto» (Schnádelbach (1991), p. 32).
6
«Por teoría constitucional ha de entenderse una teoría que explique el sentido en el que las
operaciones cognoscitivas subjetivas determinan —constituyen— aquello que al sujeto le aparece
como objeto» (Shcnádelbach (1991), p. 32).
7
Nestle (1940): Vom Mythos zum Logos, Stuttgart. Sobre ello Schnádelbach observa: «Esto es, al
menos, equívoco, puesto que sobre todo Hesíodo, en tanto que mitólogo, había ofrecido también un
logos del mito, es decir, una sistematización casi teorética del estado del mito tradicional, con vistas a
una explicación universal del mundo» (Schnádelbach (1991), p. 41).
concierne al objeto de lo interpretado en el logos: en un caso se trata de
acciones de los dioses y los héroes y, en otro, del ser de lo que acontece a
partir de principios impersonales que ordenan el mundo.
Una segunda raíz de la filosofía griega se encontraría en la sofistica y en su
sustitución de la búsqueda de la sabiduría por la búsqueda de fines prácticos,
junto al énfasis en la retórica como medio de influir en las opiniones. Sócrates
representa un rechazo de esta sofistica, en la medida en que el «relativismo»
que ella introducía no tenía finalidad teórica y su único objeto era excluir la
theoria en cuanto tal del grupo de actividades intelectualmente pregnantes; pero
Sócrates sí asume el cambio de orientación hacia el mundo humano que, con
intención práctica y crítica frente a la tradición, trajo consigo esa ilustración sofista
que encuentra expresión en la máxima «conócete a ti mismo»: se trataba de
buscar una orientación vital en el logos como resultado de esa búsqueda, «en la
pretensión de autonomía individual frente a las directrices tradicionales para la
acción». Ya no sólo el cosmos, sino las disposiciones humanas, pasan a ser
objeto de la filosofía.
A pesar de ello, el filosofar ontológico de la filosofía griega tiene lugar siempre
desde el objeto. Y, si bien había desacuerdos acerca de dónde buscar esa esencia
(ousí,a) de las cosas —Aristóteles criticó a Platón por situar la esencia de las
cosas en un ámbito situado más alla de las cosas mismas y, con ello, de haberse
limitado a «duplicar» el mundo real; defendió la necesidad de buscar esta esencia,
como esencia segunda, en las cosas mismas—, esta filosofía no fue capaz de
considerar la posibilidad de que las categorías ontológicas resultado de su bús-
queda fueran, de hecho, categorías lingüísticas y relativas a una lengua natural
particular: la griega8. La filosofía clásica griega disponía de cuatro nociones para dar
cuenta de la esencia del habla y de la comunicación humana y, por tanto, del
lenguaje: las de nombre, símbolo o signo, concepto y logos (= habla, oración, razón,
enunciado, etc.) Y, mientras los dos últimos se suponían dirigidos a priori a algo
universal e independiente del uso del lenguaje, «nombre» y «signo» («símbolo»)
eran relativos a cada lengua natural particular y, al menos para Aristóteles, no
tenían que ver con el significado de las expresiones en el pensamiento: únicamente
constituían un medio convencional para designar, un instrumento al servicio del
logos.
Así, en el famoso pasaje del Peri Hermeneias (= Sobre la interpretación) en el
que Aristóteles se ocupa de este problema, se afirma: «Así, pues, lo [que hay] en
el sonido son símbolos de las afecciones [que hay] en el alma, y la escritura [es
símbolo] de lo [que hay] en el alma. Y, así como las letras no son las mismas para

8
Esta interpretación, que se toma aquí de Apel y de Schnádelbach, es algo aceptado por la
crítica en general (cf. p.e. Aristóteles, Metafísica, libro O, cap. 10, 1.051 b 6-9, y libro E, a partir del
cap. 2). Cf. también Gadamer (1960, 1990): «Die hermeneutische Aktualitát des Aristoteles», en
Wahrheit und Methode, Tubinga, 1990, pp. 317-329.
todos, tampoco los sonidos son los mismos. Ahora bien, aquello de lo que estas
cosas son signos primordialmente, las afecciones del alma, [son] las mismas para
todos y aquello de lo que estas son semejanzas [figuras, representaciones], las
cosas, también [son] las mismas»9. En el primer pasaje, Aristóteles enuncia lo
que en términos actuales es la identidad intersubjetiva del significado (o de los
«posibles significados»), como correlato de la estructura ontológica de las cosas
e independiente, en principio, del uso de los términos y expresiones
lingüísticas. Incluso aceptando que el problema de las esencias de las cosas y de
las categorías ontológicas de la realidad no puede reducirse a la cuestión del uso
que se hace de los términos correspondientes, no es posible pasar por alto, tras
el giro lingüístico en filosofía, que la interpretación que se haga de la estructura
del mundo es dependiente del uso del lenguaje. Aristóteles, en cambio, tuvo
que postular la identidad intersubjetiva de los significados —es decir, el hecho de
que todos los hablantes competentes de una misma lengua asocian el mismo
significado a las expresiones—, así como la correspondencia entre estos
conceptos («afecciones del alma») y los elementos de la realidad 10. Al intentar
determinar los «modos del ser», Aristóteles se pregunta por los «modos de decir
el ser»: pero no podía darse cuenta de que, de esta forma, la estructura
ontológica de la realidad estaba en dependencia lógica con la estructura
semántica de la lengua griega.
Es cierto que el Cratilo de Platón, de acuerdo con la interpretación que
recibió por parte de los neoplatónicos, había defendido la teoría de la
corrección de los nombres —los nombres designarían «según naturaleza», no

9
Sobre la interpretación, 16a, 26-29; 19; en Tratados de Lógica (Organon), Madrid, 1988, pp. 35-
36 (trad. de M. Candel Sanmartín). En relación con la concepción del lenguaje defendida por
Aristóteles, no todas las interpretaciones coinciden. Así, E. Coseriu (Coseriu (1968/70): Die Geschichte
der Sprachphilosophie von der Antike bis zur Gegenwart, 2 vols., Tubinga, 1970/72) ha defendido,
sobre la base de un cuidadoso análisis filológico, el carácter intencional de esta concepción del
significado. Se apoya para ello, en particular, en otro pasaje de Sobre U interpretación: «El nombre es
voz con significado, katá sinthéken, y no porque haya algún nombre que sea por fisis, sino porque se
convierte en un símbolo. Pues también las voces inarticuladas (sonidos) de los animales expresan
algo, y ninguna de ellas es nombre de nada». La posibilidad defendida por Coseriu de que los
nombres no sean meramente convencionales en el sentido de estipulaciones arbitrarias, sino
resultado de un proceso histórico, y que sea preciso un acto intencional de la conciencia para que los
signos adquieran el carácter de símbolos y puedan usarse con significado, está relacionada con la
tesis de H.-G. Gadamer; éste último, interpretando las afirmaciones de Sobre la interpretación a la luz
de la Política (I, 2), ha defendido que katá synthéken ha de entenderse en el sentido de una tradición,
y no de un acuerdo o estipulación —y, aquí, apelar a la tradición no pretende ser una explicación
genética, no refiere al surgimiento del lenguaje, sino a su esencia— (cf. Gadamer (1960, 1990), p.
408). Sobre las distintas interpretaciones en torno a estos pasajes de Aristóteles, cf. J. Hennigfeld
(1994): Geschichte der Sprachphilosophie, Berlín, pp. 78-84. En cualquier caso, estas distintas lecturas
no entran en conflicto con la cuestión que es aquí esencial y a la que refiere la interpretación de Apel
y Schnádelbach.
10
Apel (1976), pp. 36-37.
serían meras secuencias convencionales o arbitrarias de signos. Pero esta
propiedad no sería sino algo derivado, en la medida en que los distintos nombres
particulares no se consideraban sino realizaciones de un mismo «nombre ideal»:
el concepto. Ahora bien, esta concepción adolecía, aún en mayor medida, de
una misma concepción del significado de las expresiones como algo externo al
lenguaje mismo: los significados se veían reducidos a entidades extra-lingüísticas,
las «ideas» (Platón), o a impresiones intra-psíquicas, las «afecciones del alma»
(Aristóteles). Lo que está ausente de la comprensión griega y, con ello, de este
paradigma ontológico, es una consideración de la posibilidad de que la
comunicación mediante el lenguaje, por su carácter intersubjetivo, sea
constitutiva de convenciones para el uso de los signos y, al mismo tiem po, de
una interpretación específica del mundo 11.
En los distintos planteamientos de Platón y Aristóteles está presente, al
mismo tiempo, una confrontación entre dos perspectivas metodológicas que
también vuelve a aparecer en la filosofía del lenguaje contemporánea. A la
doctrina platónica de la anámnesis o rememoración le subyace el
convencimiento de que la verdad no se encuentra en el mundo exterior, sino en
el ámbito del pensamiento: en el interior del alma, o de la conciencia. El aris -
totelismo, sin embargo, representa una filosofía que considera la experiencia
sensible un punto de apoyo fiable para el conocimiento de la verdad. En este
sentido, el platonismo es «apriórico» y el aristotelismo «empírico» o «a
posteriori». El primero atribuye al pensamiento capacidad para tener acceso,
mediante algún tipo de intuición intelectual, a la verdadera realidad; el
segundo, por el contrario, restringe esta intuición a algunos principios no
demostrables —como el principio de no contradicción— de lo que sí es
demostrable; pero toda percepción es sensible y el pensamiento se limita a una
reelaboración discursivo-operativa de lo percibido12.

11
Esto supone apuntar a la función de apertura del mundo (Welterschliessung) que cumple el
lenguaje y que, en cierto modo, está presente en la búsqueda de un lenguaje ideal, o 'lógicamente
perfecto', por parte de la primera filosofía analítica (Frege, Russell, Wittgenstein, Carnap). Tras el giro
lingüístico, y una vez se ha cobrado conciencia de esta función, sólo queda postular (o constatar la
necesidad lógica que tiene la teoría de que se dé) una correspondencia, universal y a priori, entre la
estructura ontológica del mundo que conocemos, o podemos llegar a conocer, y la estructura
sintáctica y semántica de un lenguaje ideal que permitiría expresar nuestro conocimiento de él. Esta
correspondencia, sin embargo, ha de poder establecerla 'cualquier conciencia en general', cualquier
sujeto capaz de lenguaje; en este sentido, «el solipsismo (...) coincide con el realismo puro»
(Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, prop. 5.641)
12
En ambos casos, permanece fuera del 'campo visual' la posibilidad de que lo que haya de
llamarse verdadero sea el resultado de una elaboración comunicativa, intersubjetivamente válida y
públicamente comunicable, acerca de la interpretación que es posible hacer del mundo mediante los
signos lingüísticos. Pues, tras el giro lingüístico, el lenguaje aparece como la única instancia con el
doble carácter de lo a priori (como sistema de significados ya dados) y lo a posteriori (como resultado
de un proceso histórico). Pero ello obliga a una reelaboración de la noción de lo verdadero que
ü. El paradigma mentalista de la filosofía de la conciencia
A partir de Descartes la filosofía se hace mentalista: se vuelve al interior de la
conciencia. Aquél que quiere conocer lo que es está obligado a suponer que aquello
que es puede ser conocido; pero la puesta en cuestión de la posibilidad de un
conocimiento verdadero obliga a considerar críticamente el problema del
conocimiento mismo. Es preciso estar cierto de que la filosofía puede ser
ciencia de la verdad, y es la formulación de esta duda la que conduce a un
cambio de paradigma. La duda escéptica, que ataca de raíz a la definición clásica
de verdad (entendida como adecuación entre el objeto y la conciencia que lo
conoce, adaequatio rei et intellectus) fuerza el «camino hacia dentro» y la
búsqueda de una nueva noción de verdad, que encuentra su fundamento en la
subjetividad como certeza. El «cogito ergo sum» de Descartes, que amplía el
«dubito ergo sum» de Agustín de Hipona a todos los actos de la conciencia, no
hace referencia únicamente a todo aquello que puede serle consciente a un
sujeto: percepciones, vivencias, sentimientos, etc., sino que concierne a
aquello que el que piensa «yo pienso» entiende como su yo. También está
presente en el Discurso del Método la necesidad del sujeto moderno de
autonomía, de independencia de la razón, de certeza en el propio saber
adquirido. La filosofía primera, la «metafísica», deja de ser para Descartes la
doctrina de lo ente en cuanto tal y en general e incluye, como primera parte de
la filosofía, los «principios del conocimiento humano». Así, «lo que en el siglo xix
se llamó 'Teoría del conocimiento' aparece en el lugar de la Filosofía
Primera» 13.
K.-O. Apel ha defendido que esta transformación de la ontología como
filosofía primera en un análisis epistemológico de la conciencia, y la clave para
entender este giro a la luz de la filosofía del lenguaje, descansa en el movimiento
nominalista de finales de la Edad Media. Mientras que es posible afirmar que los
griegos, de un modo no consciente, tomaron prestadas sus categorías a partir
de su lengua natural, «es, sin embargo, literalmente cierto que los doctores
escolásticos derivaron las categorías ontológicas para la interpretación del
mundo, de modo muy consciente y metódico, de los textos canónicos escritos
en latín como lengua universal» 14. Este paso, más literal que en Aristóteles, desde
la comprensión de una lengua a la comprensión del mundo, obligó finalmente a
examinar esta imagen del mundo fijada verbalmente mediante su confrontación
con la experiencia; y el resultado de esta confrontación fue la doctrina de la

ninguno de los dos planteamientos griegos puede satisfacer. De nuevo se plantea el problema, antes
apuntado, de si es posible aún defender el carácter universal de la noción de verdad —si ni el 'camino
hacia dentro', dependiente de la apertura lingüística del mundo, ni el 'camino hacia fuera',
igualmente mediado lingüísticamente, lo pueden garantizar ya.
13
Schnádelbach (1991), p. 61.
14
Apel (1976), p. 41.
intuición inmediata de lo individual como contenido de conciencia que precede a
todo uso del lenguaje, lo que determinó el giro desde la ontología al análisis
epistemológico de la conciencia. El nominalismo, desde este punto de vista,
habría abierto el camino a una nueva interpretación del mundo a partir del
lenguaje matemático de la ciencia natural moderna, haciendo posible al mismo
tiempo contemplar la diversidad de lenguas como una variedad de sistemas de
signos.
Pero, en contraposición a ese aspecto positivo, el empirismo inglés propuso
asimismo doctrinas que venían a sumarse a las insuficiencias de la antigua
ontología en lo relativo a la función del lenguaje. Así, se concibió el conocimiento
como una función intuitiva independiente, en principio, del lenguaje, y que sólo
requiere del uso de los signos para la fijación en la memoria y la comunicación.
Unido a esta concepción se encontraba la asunción de un solipsismo
metodológico15, consistente en la creencia de que al que conoce le es posible
alcanzar una comprensión de los datos de su conciencia, incluyendo una
comprensión de sí mismo como un «yo», sin tener que presuponer que se
encuentra ya socializado en una comunidad lingüística. Esta posición, y la
concepción instrumentalista del lenguaje a que va unida, supone la defensa de
una antítesis psicologicista frente a la concepción ontológica del significado de
Aristóteles. Así, para Locke, «[1] as palabras, en su significación primaria o
inmediata, no están sino por las ideas en la mente de aquél que las usa, por
imperfecta o descuidadamente que estas ideas se hayan recogido a partir de las
cosas que se supone que representan» 16. Esta posición, sin embargo, no es
capaz de resolver el problema que obligaba a Aristóteles a introducir
implícitamente un postulado: el de la identidad intersubjetiva del significado. La
explicación de Locke sólo puede dar cuenta de un lenguaje privado: «El uso
común hace que, por un consenso tácito, determinados sonidos se asocien
con determinadas ideas en todas las lenguas, lo cual limita la significación del
sonido en cuestión hasta el punto de que, si un hombre no lo aplica a la misma
idea, no está hablando con propiedad» 17. Apel señala que esta aproximación a
una filosofía primera desde el punto de vista del solipsismo metodológico no
reflexionaba sobre el lenguaje en tanto que condición de posibilidad y de validez
intersubjetiva de todo conocimiento, incluida la crítica del conocimiento 18.
Que es preciso comenzar con una investigación no de los objetos, sino de las
posibilidades y límites de nuestro conocimiento de los objetos, es también el

15
La expresión se debe a Husserl, quien la asume como etapa de su propio método. (Cf. cap.
3.1.i).
16
Locke, Essay concerning human understanding, II, 2.2.
17
'7 Ibid. III, 2.8.
18
Cf. Apel (1976), p. 43.
punto de partida de Kant. Sustituyó explícitamente la ontología como filosofía
primera por la filosofía trascendental como crítica de la razón; y preguntó, por
primera vez, acerca de la condición de posibilidad y de validez intersubjetiva del
conocimiento; pero tampoco tomó en consideración al lenguaje como esta
condición de posibilidad. Kant habla de «cosas-en-sí» en tanto que causas del
mundo de la experiencia; pero no considera que la síntesis de la apercepción pueda
ser una función de la interpretación mediada por signos. En su deducción de
las categorías de la experiencia posible a partir de la tabla de las formas lógicas del
juicio, no toma en consideración las categorías sintácticas y semánticas del
lenguaje como formas de la experiencia posible —algo que más tarde sugirió
von Humboldt. En opinión de Apel, «Kant, en su concepción de la Filosofía
Trascendental como filosofía primera, prácticamente reprodujo la posición clásica
de Aristóteles, de acuerdo con la cual la diversidad de lenguas es tan sólo una
diversidad de sonidos empleados como signos» 19.
Frente a la filosofía pura (conocimiento a partir de la razón pura) y a la
filosofía empírica (conocimiento adquirido por la razón a partir de principios
empíricos), Kant se propone llevar a cabo una crítica de la razón que ha de
explicar en qué sentido una razón pura, independiente de la experiencia y no
mezclada con el saber empírico, constituye una facultad de conocimiento.
Denomina Filosofía Trascendental a la investigación general de las condiciones
subjetivas del conocimiento: «Llamo trascendental a todo conocimiento que se
ocupa no de los objetos, sino de nuestro modo de conocimiento de los
mismos, en la medida en que éste es posible a priori» 20. La pregunta por el
conocimiento puro de la razón es equivalente a la pregunta: «¿Cómo son
posibles los juicios sintéticos a priori?». Es a priori todo conocimiento
independiente de la experiencia, y es sintético aquel conocimiento que amplía
nuestro saber. Es preciso, frente a la ontología, «que se arroga ofrecer, mediante
una doctrina sistemática, un conocimiento a priori de las cosas en cuanto tales
(...) hacerle sitio más humildemente a una mera analítica del entendimiento
puro»21.
Al final de la «Analítica del entendimiento», cuyo núcleo lo constituye la
«Deducción de los conceptos puros del entendimiento», Kant llega a la
conclusión: «Las condiciones de posibilidad de la experiencia en cuanto tal
son, al mismo tiempo, las condiciones de posibilidad de los objetos de la

19
'9 Ibid. En la Crítica de la razón pura no hay ni una sola palabra acerca del lenguaje. Sí hay una
referencia en La Antropología desde un punto de vista pragmático (Kant, Siimtliche Werke, ed. K.
Vorlánder, vol. 4, Leipzig, 1920, p. 101; cit. por Apel, ibid. nota ant.), donde Kant lo considera un
importante medio de entender el mundo y a uno mismo.
20
Kant, Kritik der reinen Vernunft, B 25.
21
Ibid., B 303.
experiencia, que alcanzan así validez objetiva en los juicios sintéticos a
priori»22. No se trata, por tanto, de que nuestro modo de conocer deba
orientarse según los objetos, sino de que las formas y posibilidades de
nuestro conocimiento establecen a priori lo que puede, y no puede, ser
objeto de nuestro conocimiento. Se invierte, con ello, la relación tradicional
entre objeto y método, pues el método no puede «tomar las medidas» a un
objeto que sólo mediante el seguimiento de un método se constituye como
tal23. El método pertenece, según Descartes, a los principios del conocimiento
humano. Y, para Kant, un conocimiento puro de la razón relativo al mundo, en
el sentido de los juicios sintéticos a priori, sólo puede pensarse posible si es el
entendimiento el que prescribe a la naturaleza las leyes y no la naturaleza al
entendimiento.
Ello hace preciso mostrar que nuestras representaciones, conceptos y
métodos refieren a objetos efectivamente reales (wirklich) y que, en este
sentido, poseen objetividad. En este punto, Descartes se veía obligado a
introducir su prueba ontológica. Kant introduce aquí su «Deducción de los
conceptos puros del entendimiento», que debe «deducir» —es decir, justificar
la idea de— que nuestros conceptos a priori de las cosas se adecuan
efectivamente a ellas y que poseen objetividad: puesto que «las condiciones de
posibilidad de la experiencia son, al mismo tiempo, las condiciones de
posibilidad de los objetos de la experiencia», pueden poseer nuestros conceptos
«validez objetiva en los juicios sintéticos a priori». Estos conceptos a priori
únicamente poseen validez objetiva en su calidad de conceptos de la
experiencia, es decir, de los fenómenos. El término objetividad designa las
condiciones generales y necesarias de la experiencia posible.
En la Crítica de la razón pura, bajo el epígrafe «Sobre el esquematismo de
los conceptos puros del entendimiento», Kant se propone mostrar de qué modo
es posible aplicar los conceptos puros del entendimiento a los fenómenos (A
138, B 177). En el caso de conceptos empíricos, la subsunción de objetos de la
intuición bajo éstos se explica fácilmente por la concordancia de contenido
empírico —por el hecho de que el concepto contiene las determinaciones
ligadas a la representación del objeto que se subsume bajo él (A 141, B 180).

22
Ibid., B 197.
23
Cf. el comentario a esta misma cita de Tugendhat en id. (1976), p. 82. Este autor afirma: «Kant
se dio cuenta de que conceptos como los de totalidad e infinitud sólo pueden entenderse sobre la
base del concepto de una acción repetida (`sucesiva') (...) A partir de ese momento el concepto de
una acción sintética —de la síntesis de una pluralidad según una regla— fue para Kant fundamental
para la comprensión (...) del tipo de conciencia que Kant llamó experiencia: el conocimiento de
objetos (...) Ahora, la conciencia que cualquiera tiene de una acción suya, y que equivale a una
conciencia de la regla que sigue en su acción, no es ya conciencia de un objeto (...) más bien, una
determinada conciencia no objetual —una conciencia de acción— pasó a ser para él constitutiva de la
conciencia de un objeto» (ibid., p. 82).
Pero si se trata de la subsunción de lo intuido bajo las categorías, o conceptos
puros del entendimiento, ésta debe estar dada a priori y no puede
fundamentarse en el contenido empírico de las intuiciones, sino en la forma de
la sensibilidad (B 179). Debe haber un tercer elemento, dice Kant, que se sitúe
entre la categoría y el fenómeno y haga posible la aplicación de la primera al
segundo. Esta representación mediadora es el esquema trascendental (A 138, B
177), y consiste en la representación de un proceder general de la imaginación
(Einbi/dungskraft) para proporcionar a un concepto su imagen (A 140, B 180).
Es, por tanto, la representación de un procedimiento de construcción en la
intuición: la representación del procedimiento de síntesis de una multiplicidad.
El concepto puro (o categoría) en sí mismo, como unidad que vale para una
infinitud de casos posibles —es decir, como universal—, es la representación de la
regla de ese proceder (A 141, B 180); pero el propio proceder sintético de la
imaginación que constituye unidad a partir de la multiplicidad de las
sensaciones, es lo que aparece representado en el esquema (A 142, B 181) 24.
La crítica de Hegel a Kant se sitúa en este punto de inflexión: en la
concepción kantiana del conocimiento como un conjunto de procedimientos
sintéticos que constituyen unidad a partir de multiplicidades, y en su intento
de reconstruir el modo en que lo particular se subsume bajo categorías
universales y necesarias. La necesidad, para la filosofía de la conciencia kantiana,
de situar la espontaneidad del entendimiento y la facultad de la síntesis en una
conciencia trascendental —en cualquier conciencia en general— es lo que le
impidió ver el carácter lingüístico de los conceptos, es decir: la determinación
lingüística de las representaciones de las reglas de ese proceder sintético, que
constituye unidades válidas para una infinitud de casos posibles. Kant denominó
Idealismo trascendental a su posición, en el sentido del concepto subjetivo de
idea, y afirmó que era al mismo tiempo «realismo empírico»25.
iii. El paradigma del lenguaje

24
Sobre el modo en que tiene lugar esto, dice Kant: «Este esquematismo de nuestro
entendimiento (...) es un arte escondido en las profundidades del alma humana, cuyo verdadero
proceder difícilmente lograremos arrancarle a la naturaleza algún día» (B 181). Algunos autores,
como F. Martínez Marzoa, han señalado que es precisamente en este punto —en la consideración del
esquematismo de la razón en su relación con la sensibilidad y el entendimiento— donde se da una
divergencia entre las dos primeras ediciones (A y B) de la KrV. Así, «si consideramos por separado
aquello que en B es nuevo (...) todo parece indicar que la intención es girar hacia una fórmula en la
que ya no sería la síntesis lo 'primero' y 'común' de lo que unidad y pluralidad son como las dos caras
esenciales, sino que la síntesis sería la proyección de la unidad sobre la pluralidad, la construcción
sería un operar en la intuición regido por el concepto, en vez de ser el concepto la 'representación
como universal' del proceder constructivo» (Releer a Kant; Barcelona, 1992, p. 82). Este autor
reconoce, sin embargo, que es difícil que esta interpretación sea consistente con el conjunto de la
obra.
25
Cf. Kant, Kritik der reinen Vernunft, B 43 ss., A 369 ss.
La transición desde el paradigma ontológico al mentalista representó un paso
en el sentido de la filosofía como ilustración: el escepticismo, frente a la
confianza ingenua en la capacidad de conocer, introduce un tipo de reflexión en
la que el pensamiento y el conocimiento se vuelven hacia sí y sus posibilidades,
por tanto hacia el conocimiento de sí. En el contexto del paradigma ontológico,
el lenguaje tiene un carácter instrumental: es el medio en el cual los seres
humanos se refieren al orden del ser; y, en sí mismo, es objeto del saber junto a
temas como los de la naturaleza, el estado, el arte y la religión. En el
paradigma de la filosofía de la conciencia, el lenguaje pasa a desempeñar una
función especial, pues únicamente a su través pueden los seres humanos
transmitir sus propios estados de conciencia y tener un acceso, lingüísticamente
mediado, a los estados de conciencia inmediatos de los demás. Esta función
mediadora se pone de manifiesto en la consideración del lenguaje como
«expresión» de vivencias subyacentes. Pero el ámbito «auténtico» de las
vivencias es el de los estados de conciencia, el de lo mental, y ello permite
calificar de mentalismo a la concepción del lenguaje ligada a este paradigma.
Son temas característicos de una filosofía del lenguaje entendida
mentalistamente los de la relación entre lenguaje y pensamiento, entre objeto
y significado, entre pensamiento y representación.
El paso al paradigma del lenguaje se caracteriza no por la desaparición de
estas cuestiones, sino por una interpretación de la conciencia que subordina
ésta a la esfera del lenguaje26. Desde esta nueva perspectiva, el lenguaje pasa a
ser un fenómeno de carácter único y fundante: las estructuras categoriales de
la realidad, así como su apropiación por parte de los seres humanos —incluida su
realización en el «habla callada» del pensamiento—, se comprenden desde el
lenguaje. K.-O. Apel ha caracterizado este giro lingüístico como el paso
progresivo que permitió «sustituir la idea aristotélica de un significado extra-
lingüístico, y la transformación psicologicista de esta idea por parte de Locke, por
una concepción del significado como (...) institucionalización de la comunicación
humana»; el lenguaje como sistema sólo sería «objetivación y alienación del
pensamiento, el cual no es sino comunicación lingüística internalizada»27. Ello hace

26
«Correspondientemente, las preguntas de los planteamientos científicos surgidos a partir del
paradigma mentalista —como la gramática generativa o la psico y la sociolingüística— son posibles
sólo, desde el punto de vista de la filosofía que se sitúa en el paradigma del lenguaje, bajo hipótesis
constituyentes y son, en este sentido, secundarias» (Gehtmann/Siegwart (1991): «Sprache», en
Martens/Schnádelbach (eds.), vol. 2, pp. 550-553, aquí p. 550). Sin embargo, no pueden ser
secundarios los rendimientos de estas ciencias: pues cualquier concepción del lenguaje, y cualquier
teoría del significado, han de poder integrar los modelos y las reconstrucciones de carácter
descriptivo que estas ciencias proporcionan.
27
Apel (1976), p. 53; la reconstrucción de la cita rompe en parte el orden de la argumentación
de Apel, que está discutiendo la posición de Leibniz; pero el sentido es el indicado.
que la explicación metódica del habla pase a ocupar el puesto que antes había
correspondido a la filosofía primera.
Cuando Aristóteles atribuyó logos al ser humano y le distinguió así de otros seres
vivos, indicaba lenguaje y razón; con ello, según explica H. Schnádelbach 28, planteó
a la posteridad el problema de si podemos explicitar aquello que llamamos razón
con independencia del lenguaje, o son razón y capacidad de lenguaje
(Sprachfdhigkeit) lo mismo. La filosofía moderna desde Descartes, sin embargo,
puso el mayor énfasis en representar la razón como algo independiente del
lenguaje —pues «lenguaje» significaba «tradición», la cual guía nuestro
pensamiento con su autoridad; con las convenciones lingüísticas se transmiten
también, inevitablemente, los prejuicios. Esto se oponía frontalmente al
programa de la Ilustración y a su intención de partir de una conciencia individual
(«yo pienso») liberada de la tradición, la autoridad y los prejuicios; por ello, el
hilo conductor para una explicación de la razón pura no podía ser el lenguaje sino,
en el mejor de los casos, la lógica formal (Kant). En el contexto de la crítica
romántica a la Ilustración de finales del siglo xviii, la lingüisticidad (Sprachlichkeit)
de la razón se hizo entrar de nuevo en juego contra Kant y contra la filosofía de la
conciencia pura.
Esto ha permitido afirmar que el giro lingüístico que caracteriza a la filosofía
del s. xx se inicia, dentro del conjunto de la tradición hermenéutica —y, por
consiguiente, en contraposición a la tradición analítica29—, en el contexto de la
crítica que autores contemporáneos a Kant e inmediatamente posteriores
dirigieron a su criticismo. Se acepta que esta metacrítica lingüística arranca de
los trabajos de J. G. Hamann, J. G. Herder y W. v. Humboldt30. K.-O. Apel la ha
recogido en los siguientes términos: «Si Kant se hubiera dado cuenta de que la
síntesis de la apercepción es siempre función de una interpretación mediada por
signos, no habría podido creer que su distinción entre la cognición de una cosa y el
mero pensamiento de una cosa podían permitirle hablar acerca de la función de cosas-
en-sí, incognoscibles, como causas de nuestros datos sensoriales (...) por otra
parte, Kant habría tenido que cuestionar además su pretensión apodíctica de

28
Aquí se sigue a Schnádelbach (1991): «Vernunft», en Martens/Schnádelbach (eds.), vol. 1, pp.
77-115. Cf. también Schnádelbach (1982): «Bemerkungen über Vernunft und Sprache», en
Bóhler/Kuhlmann (eds.): Kommunikation und Reflexion (Apel-Festschrifi), Francfort, 1982, esp. pp.
347 y ss.
29
Que existe esta contraposición se asume generalmente; cf. e.g. Wuchterl (1991):
«Philosophische Arbeitsweisen und Forschungsprogramme», en Martens/Schnádelbach (eds.), vol. 2,
pp. 708-747.
30
Cf. H.-G. Gadamer (1960, 1990): Wahrheit und Methode, Tubinga, 1990, pp. 442-443; Ch.
Taylor (1985): «Theories of meaning», en Human agency and language. Philosophical Papers, vol. 2,
Cambridge, Mass., pp. 248-292; E. Heintel (1972): Einfiárung in die Sprachphilosophie, Darmstadt,
1986.
deducir las categorías de la experiencia posible a partir de la denominada tabla de
las formas lógicas del juicio; habría tenido que tomar en consideración las
categorías sintácticas y semánticas del lenguaje en tanto que formas de la
experiencia posible, como más tarde sugirió W. von Humboldt» 31.
Con J. G. Hamann aparece una interpretación lingüística de la razón, en el
contexto de la crítica a la concepción ilustrada de una razón que se confería poder a
sí misma y que aspiraba a ser fundamento de todo: puesto que la razón sólo
puede comprenderse como lenguaje, pierde su autonomía ahistórica y
definitivamente válida. Pues el lenguaje no sólo apunta al carácter histórico y
relativo de la subjetividad, sino que es constitutivo además para la facultad de la
percepción —para Hamann, «el lugar de la percepción de la revelación divina»—.
Bajo la influencia de Hamann, J. G. Herder llevó a cabo una reelaboración que
pretendía oponer, a la filosofía de la razón kantiana, una filosofía del lenguaje que no
fuera acreedora de los juicios que la filosofía trascendental había podido dirigir al
empirismo y al racionalismo. Para Herder, «Sin lenguaje, el ser humano carece de
razón, y sin razón carece de lenguaje»32. El esquematismo trascendental de Kant, a
través del cual —de un modo poco transparente— los conceptos del
entendimiento y los contenidos de la experiencia han de poder referirse unos a
otros, se ve reemplazado en Herder por la idea de una estructuración de la
percepción mediante distinciones lingüísticas. Con ello, la reflexión sobre el
lenguaje regresa al lugar sistemático que Kant había reservado para el
conocimiento trascendental. La determinación histórica de la razón, dada a través
de su lingüisticidad, y el apriori del lenguaje, que precede a cualquier
determinación histórica como su condición, son puestas por Herder en un
equilibrio —«al menos tendencioso»33.

31
31 Apel (1976), p. 43.
32
Herder, Abhandlung über den Ursprung der Sprache; cit en Gehtmann/Siegwart (1991), p.
552.
33
Ibid. Este mismo doble carácter del lenguaje es el que aparece en la crítica de Hamann a la
distinción a priori/a posteriori de Kant. Como ha señalado C. Lafont: «La puesta en cuestión de la idea
misma de una 'deducción a priori' (...) llevada a cabo por Hamann en su metacrítica —al preguntarse
por las condiciones de posibilidad de esa supuesta 'razón pura'—, culmina con el descubrimiento de
una instancia que es tanto trascendental como empírica (...) La transformación que la aplicación exige
de la distinción a priori/a posteriori la formula Hamann señalando que el significado y la
determinación de las palabras es 'a priori arbitrario e indiferente, pero a posteriori necesario e
imprescindible' (...) El lenguaje es 'a priori arbitrario e indiferente' en su configuración concreta: en su
realidad histórica, fáctica, no puede ser 'deducido' de ningún modo, es —frente a toda pretensión de
apriorismo— contingente, casual; ello se muestra en el hecho de su pluralidad. Pero 'a posteriori', es
decir, como consecuencia de su carácter constitutivo, es, para todo aquél que habla ese determinado
lenguaje, 'necesario e imprescindible' o, lo que es lo mismo —utilizando el término actual acuñado
para expresar esta situación— Irrebasable'». (Lafont (1993): La razón como lenguaje, Madrid, p. 28).
Esta misma idea aparece en Apel (1976), p. 52, en la crítica a la concepción leibniciana del lenguaje —
y de sus herederos en nuestro siglo— como un sistema ideal, que concibe la comunicación o el habla
Esta concepción del lenguaje encuentra continuidad en los trabajos de H.
v. Humboldt34, de gran importancia para la filosofía y las ciencias lingüísticas ya
que Humboldt llevó a cabo los primeros estudios empíricos verdaderamente
completos del lenguaje. Parte de la tesis, repeditamente citada, de que el lenguaje
no es un producto de otra facultad o capacidad (ergon), sino una actividad (energeia)
constitutiva del mundo —de una perspectiva del mundo. Con ello, se estaba
produciendo un giro con respecto a la concepción naturalista del lenguaje propia
de la filosofía de la conciencia. Si bien Humboldt, finalmente, quiso apuntar una
mediación entre las categorías de subjetividad y objetividad, individualidad y
generalidad en el fenómeno del lenguaje, sus trabajos se han recibido como
precursores de una forma de relativismo lingüístico (lingualismo) que encontró su
expresión más radical en la tesis de Sapir-Whorf35. Esta interpretación acentúa la
función trascendental del lenguaje como actividad constitutiva de un mundo
(weltkonstitutierend); y, al mismo tiempo, la constitución del mundo unitaria —
que se adscribía en Kant a una razón supraindividual y realizada en todos los seres
humanos— se ve disuelta en una pluralidad de mundos lingüísticos.
Humboldt atribuye al lenguaje el estatuto de condición de posibilidad de la
experiencia y una función constitutiva con respecto a nuestra «comprensión» o
concepción del mundo: el lenguaje cumple una función de apertura del mundo.
Ello es posible, no porque sea un espejo de la totalidad de los entes, sino porque
debido a su estructura holista —es decir, a su carácter de totalidad simbólicamente
articulada—, permite que dicho «mundo» aparezca como un todo ordenado. Es la
precomprensión inherente al lenguaje la que permite que se constituya un
«mundo»: el lenguaje se convierte, así, en determinante de los objetos que
aparecen en ese mundo, y en instancia que constituye el marco de referencia abso-
luto para los individuos que se encuentran dentro de ese mundo. Las consecuencias
de este conjunto de tesis son de un relativismo extremo. Pero esta perspectiva
entra en conflicto con el intento de Humboldt de defender el carácter universal de
todo lenguaje y la objetividad del conocimiento. Para Humboldt, toda lengua
natural tiene un carácter universal, en el sentido de que en toda lengua humana es
posible expresar —con mayor o menor dificultad— todo pensamiento y todo
concepto. El fundamento que ofrece a esta tesis apunta a una consideración formal
de las distintas lenguas, desde la cual quedaría justificada esta supuesta

como actualización automática y privada de una estructura-sistema preestablecida. Esta concepción


subyace, asimismo, en la tesis de Chomsky de la «preeminencia de la sintaxis sobre la semántica»:
son las palabras y su sintaxis las que conforman y determinan los conceptos; esta posición es equi-
valente a la tesis de la identidad del pensar y el hablar.
34
Se da lugar así a lo que, a partir del estudio de Ch. Taylor, se conoce como «tradición de la
triple H» o «tradición de Hamann-Herder-Humboldt». Cf. Taylor (1985): «Theories of meaning», en
Human Agency and Language. Philosophical Papers, vol. 2, Cambridge, Mass., pp. 248-292.
35
Cf. O. Werner (1996): «Sapir-Whorl Hypothesis», en P. Lamarque (ed.), Concise encyclopedia
of philosophy of language, Oxford, pp. 76-84.
universalidad. Al mismo tiempo, sin embargo, afirma lo irreductible de la diver-
sidad «material» de las lenguas y de la diversidad de perspectivas que entrañan.
Lo que resulta de mayor importancia, para entender el desplazamiento que está
operando, es el cambio de perspectiva que introduce Humboldt con respecto a la
filosofía de la conciencia. J. Habermas36 ha hecho notar que la síntesis de Kant, el
lugar de la perspectiva fundadora de unidad, la constituía un sujeto trascendental
que la imponía, mediante las formas de su intuición sensible y sus categorías sobre
el material sensible primero, y en la apercepción transcendental sobre la corriente
de sus propias vivencias después, y de esa manera construía una representación
objetiva del mundo. Este concepto constructivista de síntesis, que entiende el
concepto como la representación de un procedimiento o una regla para poner
unidad en la pluralidad, se ve sustituido en Humboldt por un proceso de comunicación
lingüística, que tiende a unificar lo plural de las distintas perspectivas sobre el mundo.
Pero el proceso de acceso al mundo y elaboración de un conocimiento objetivo
no discurre ya hacia el centro de una subjetividad —una conciencia— centrada en
sí misma; ese proceso y esa elaboración tienen lugar en la comunicación de la
experiencia sensible y las representaciones posibles.
La tendencia a una perspectiva compartida, que pueda identificarse con un
«conocimiento verdadero», permanece sin embargo para Humboldt como una
aspiración que en sí es imposible37. El problema de una forma universal, común a
todas las lenguas, no parece ser defendido en los textos de Humboldt mediante
una argumentación kantiana: es decir, haciendo valer la posibilidad de un uso
reflexivo del lenguaje —e.d. de la argumentación racional, en paralelo a la defensa
kantiana de un uso reflexivo de la razón— que identifique las condiciones
generales y necesarias presentes en toda elaboración discursiva de la realidad.
Esta posibilidad es, precisamente, la que se rechaza explícitamente en la
elaboración posterior de la concepción hermenéutica que continúa esta tradición;
pero también, y de modo aparentemente paradójico, en la filosofía post-analítica.
Tanto para el giro holista en filosofía de la ciencia y del lenguaje, como para el giro
historicista, «la forma lingüística y el contenido transmitido no pueden separarse» 38,
y es preciso rechazar la posibilidad de separar forma (o estructura) y contenido
(Quine: rechazo de la distintición analítico/sintético; Davidson: crítica al «tercer
dogma» del empirismo).
La atención al lenguaje surge, en el contexto filosófico del siglo xix, con una
intención meta-crítica frente a la comprensión ilustrada de la racionalidad
humana y del conocimiento científico. Obliga a tomar conciencia del carácter a
un tiempo lingüístico e histórico de la razón y de sus rendimientos cognoscitivos.

36
Habermas (1988): Nachmetaphysiches Denken, Francfort, p. 201.
37
Cit. en ibid., p. 202
38
Gadamer (1960, 1990), pp. 444-445.
El intento de defender el carácter universal de la racionalidad humana, y
encontrar un fundamento a las nociones de objetividad y validez epistémica que
no se vea relativizado por su mediación inevitablemente lingüística, obliga a
renunciar al tipo de razón sustantiva en que creían los filósofos de la Ilustración y,
en particular, Kant. Este problema motiva el tipo de transformación semiótica de la
filosofía trascendental de Kant que elabora Ch. S. Peirce a finales del siglo xix y
comienzos de éste. Aunque Peirce no mantuvo una misma posición en el curso de
sus trabajos, y en el ámbito angloamericano se le considera uno de los creadores
del pragmatismo, en su crítica a Kant de los años '60 y '70 del siglo pasado partió
de bases parecidas a las de Hamann, Herder y Humboldt —lingüisticidad de la
conciencia: el pensamiento es una función mediada por signos39. Pero su propuesta
es la de superar el problema de Kant transformando su filosofía, y precisamente
en la dirección que permite integrar la participación del lenguaje en la
constitución de nuestras representaciones cognoscitivas. En su estudio de la lógica
de la investigación intentó mostrar que «no hay ningún juicio de observación pura
sin razonamiento», y corrigió la idea de Kant de que todo lo que conocemos, el
objeto real, es fenómeno y por tanto una representación de la cosa en sí,
sustituyéndola por el principio de que «la realidad es únicamente el objeto de la
opinión final a la que conduciría una investigación suficiente»40.
Ello ha permitido a K.-O. Apel afirmar que «Peirce extrajo todas las
consecuencias de la idea de que la función sintética de la cognición está mediada
por los signos»41. La crítica del conocimiento kantiana, que éste entendía como
análisis de la conciencia, se transforma, en la Lógica de la Investigación de Peirce,

39
Así: «(...) no existe elemento alguno en la conciencia del ser humano que no tenga algo que le
corresponde en el mundo» (Peirce (1868): «Theory of mind»; cit. en Apel (1973): «Von Kant zu Peirce:
die semiotische Transformation der transzendentalen Logik», en Transformation der Philosophie, 2
vols., Francfort, vol. 2, pp. 157-177, aquí p. 169).
40
Ch. S. Peirce (1878): Deducción, inducción, e hipótesis, Buenos Aires, 1970, pp. 54, 63.
41
Apel (1976), p. 46. Hay que tener en cuenta que la interpretación de Apel no se ajusta a las
lecturas habituales, las cuales —sobre todo en el ámbito angloamericano— han tendido a fijarse en
los elementos característicos del pragmatismo final de Peirce o en su fenomenología y su teoría
evolutiva intermedias. El último aspecto ha sido estudiado críticamente por J. Habermas (1968),
quien pone de manifiesto la remisión, por parte de Peirce, de la noción de realidad al contexto de la
experimentación confirmada por una praxis instrumental. Esta segunda etapa es la que han tenido en
cuenta, asimismo, autores como M. Murphey o J. von Kempsi. El último defiende que Peirce habría
abandonado finalmente el planteamiento kantiano de una deducción de las categorías a partir de la
lógica, optando por una «doctrina fenomenológica de las categorías»; se habría tratado de un
retorno a los fenómenos, que en su última fase habría postulado una «metafísica de la evolución»
sobre la base de un «idealismo objetivo». Apel defiende, con apoyo en los textos, que Peirce —no
siempre consistente— nunca habría propuesto que la fenomenología, como filosofía primera,
ocupase el lugar de la deducción lógica de las categorías: tan sólo habría mostrado ejemplos de su
aplicación, después de haber deducido las categorías, según su forma, de la lógica matemática de
relaciones, y antes de que pudiera llevarse a cabo una deducción casi-trascendental de su validez
científica en la lógica semiótica de la investigación (cf. Apel (1973), p. 167).
en una crítica del sentido lingüístico, entendida como análisis semiótico. La
pregunta kantiana por las condiciones de posibilidad y validez del conocimiento
científico se transforma en una pregunta por las condiciones de posibilidad de un
acuerdo intersubjetivo acerca del sentido y el valor de verdad de los enunciados o
teorías científicas. Los rendimientos de la conciencia trascendental —de cualquier
conciencia en general— se trasforman en los rendimientos de un proceso de
interpretación y de crítica, virtualmente infinito, llevado a cabo por una comunidad
lingüística de investigadores.
Se ha comentado antes cómo Kant, al deducir las categorías a partir de la
tabla de las formas lógicas del juicio e introducir su doctrina del
esquematismo trascendental, no llegó a considerar la posibilidad de que los
conceptos puros del entendimiento no fueran sino categorías semánticas. Su
intento de deducir éstas a priori a partir de la unidad de la conciencia en la
síntesis de la apercepción trascendental era para Peirce «trascendentalismo
oculto». En su «Nueva lista de categorías» de 1868, y con el fin de explicar la
necesidad de determinación categorial para nuestras representaciones, Peirce
parte, precisamente, de la mediación lingüística que constituye éstas: la
«representación mediada por signos de algo para un intérprete» sustituye a la
kantiana «unidad objetiva de las representaciones para una autoconciencia». La
unidad de la representación en una conciencia que es, siempre y al mismo
tiempo, conciencia de sí, se transforma en Peirce en lo que llama la «unidad de
consistencia» de esa representación, que resulta así intersubjetivamente válida.
Peirce asume el planteamiento kantiano en lo esencial: el conocimiento
determina, o constituye, el objeto de conocimiento; y estas determinaciones
significan, al mismo tiempo, las condiciones de posibilidad del conocimiento y de
la ciencia —partiendo de la experiencia sensible y la experimentación. Pero lo que
Peirce propone llevar a cabo, a fin de determinar esas condiciones universales de
la experiencia, es una deducción casi-trascendental de las categorías a partir de
la lógica semiótica de la investigación. No parte de la unidad objetiva de las
representaciones en la autoconciencia; le reprocha a Kant «que su método no
muestra aquella referencia directa a la unidad de consistencia que es lo único que
puede dar validez a las categorías»42. La expresión «unidad de consistencia» hace
referencia a la consistencia semántica de una representación del objeto mediada
por signos que alcanza validez intersubjetiva.
Siguiendo aquí a K.-O. Apel43, a partir de estos presupuestos Peirce propuso
una «lógica sintética de la investigación»; y en su semiótica casi-trascendental
postuló, junto a los símbolos conceptuales, otros dos tipos de signos que junto a

42
Cit. en Apel (1973), p. 168.
43
Cf. Apel (1973); id. (1986): «La relevancia del logos en el lenguaje humano», en Semiótica
filosófica (trad. de J. de Zan), Buenos Aires, 1994, pp. 323-324.
los primeros hacen posible la transición desde los estímulos sensibles y las
cualidades de la intuición a los conceptos y juicios respectivamente. Las tres
categorías semióticas fundamentales se corresponden con los tres tipos de
signos y con las tres formas de inferencia de la lógica de la investigación. La
relación semiótica o de representación se explicita a partir de una definición, la
de signo, y esas tres categorías semióticas fundamentales, que la definición
entraña a partir de las tres referencias del signo.
— Signo es todo aquello que representa algo otro para un interpretante en
algún respecto o cualidad.
— El signo es icono, en la medida en que remite a una cualidad, al «ser así»
de aquello que el signo expresa (categoría de primeridad). Ha de estar implícito
en todo predicado de un juicio empírico, para que el contenido de una cualidad
sensible perteneciente al mundo objetivo pueda integrarse en la
representación.
— El signo es índice, en la medida en que permite establecer una relación
diádica entre el signo y aquello que designa (categoría de segundidad). La
función indéxica del signo garantiza la identificación espacio-temporal de los
objetos que van a determinarse mediante predicados. Esta función la realizan los
pronombres o los demostrativos, que han de estar presentes en todo juicio
empírico para garantizar esa identificación.
— El signo es símbolo, en la relación triádica en la que media entre algo y un
«interpretante» (categoría de terceridad). El símbolo desempeña la función de la
síntesis en tanto que representación de algo como algo. El símbolo estaría «vacío»
sin la integración de las funciones del icono y el índice; y estas funciones
semióticas resultan «ciegas» si no se integran en la función representativa del
lenguaje.
Las correspondientes formas de inferencia son:
— deducción, en correspondencia con la tercera categoría —en tanto que
mediación racional necesaria;
— inducción, en correspondencia con la segunda categoría —en tanto que
confirmación de lo general sobre la base de hechos situados en el espacio y en
el tiempo;
— abducción (retroducción), o formulación de hipótesis —del «caso» o
segunda premisa en la deducción—, en correspondencia con la primera
categoría, la del «ser-así» de algo.
La abducción, o hipótesis (premisa menor del silogismo) explica la posibilidad
de la experiencia: lleva a cabo la auténtica síntesis, al reducir una pluralidad de
estímulos sensoriales y cualidades de la percepción a una unidad consistente
que se integra en el juicio empírico. (Así: «eso, que tiene tal y tal aspecto, es un
caso de sarampión»). La inducción explica la validación empírica de los
presupuestos generales de la experiencia, ya sea que se formulen éstos como juicios
de la percepción o como leyes hipotéticas. Finalmente, la deducción permite
revisar las prognosis.
Conforme a las tres categorías semióticas fundamentales, la evidencia libre
de teoría de la representación de un estado de cosas en los juicios de
percepción se apoya solamente en las funciones no simbólicas, es decir, no
referidas a conceptos, que los signos lingüísticos pueden desempeñar en las
situaciones de percepción. Estas funciones no simbólicas son:
— las funciones indéxicas (o deícticas) de las palabras identificatorias (como
los pronombres demostrativos, nombres propios, o adverbios de lugar y
tiempo);
— las funciones cuasi-icónicas de las predicaciones.

La función indéxica del signo asegura, en el acto de la identificación del


objeto, el contacto real de la percepción con la existencia y la afección causal
de lo real independiente de la conciencia. De este modo, Peirce asegura el
momento fenoménico en la elaboración lingüística del juicio de percepción, y la
referencia a esa realidad independiente. Pero lo fundamental, tal y como lo ha
expresado K.-O. Apel, es que estas dos primeras relaciones semióticas aún no
constituyen conocimiento: «Este aseguramiento semiótico (esto es, posibilitado
por las funciones no simbólicas del lenguaje) de la evidencia libre de
interpretación de la representación lingüística del mundo, no fundamenta sin
embargo todavía, según Peirce, ningún conocimiento intersubjetivamente válido
(...) Para esto se requiere todavía el juicio de la percepción, el cual, de acuerdo con
las posibilidades, hace intervenir ahora el rendimiento interpretativo de los
símbolos conceptuales del lenguaje dependiente de la tradición (...) Finalmente, la
verdad, en cuanto validez intersubjetiva del conocimiento, solamente podría
quedar definitivamente asegurada por medio de un proceso de reinterpreta -
ción y formación de consenso, en principio ilimitado, en la `indefinite community
of investigators'»44. Ello significa que todo conocimiento es discursivo en su
constitución; los enunciados y teorías con valor cognoscitivo han de verse como
interpretaciones del mundo, y preservan su carácter falible por la presencia de
un principio regulativo que lleva a su revisión en los contextos de
problematización del conocimiento previamente elaborado.
El carácter discursivo de toda forma de conocimiento válido, según la
comprensión que de ello tiene Peirce, ha sido enfatizado también por J.
Habermas al señalar que, para éste, la realidad es un concepto trascendental;
pero la constitución de los objetos de la experiencia posible no viene fijada por

44
Apel (1986), p. 324.
la dotación categorial de una conciencia trascendental, sino por el mecanismo
del proceso de investigación en cuanto proceso de aprendizaje acumula tivo
autorregulado: «Peirce llega a la conclusión de que no puede existir
conocimiento que no esté mediado por algún conocimiento que le haya
precedido. El proceso del conocimiento es discursivo a todos los niveles (...) Ni
existen proposiciones fundamentales que puedan valer como principio, de una
vez por todas, sin ser fundadas por otras proposiciones; ni tampoco existen
elementos últimos de la percepción que sean inmediatamente ciertos,
independientemente de nuestras interpretaciones. Incluso la percepción más
simple es producto de un juicio, es decir, de una conclusión implícita» 45. No
podemos pensar con sentido en algo que fueran hechos no interpretados; pero,
al mismo tiempo, se trata de hechos que no se agotan en nuestras
interpretaciones; incluso las percepciones se mueven ya en la dimensión de la
interpretación mediada por signos.
La necesidad y universalidad de las tres categorías semióticas fundamentales,
y la subyacencia de esta estructura formal en la lógica de la investigación y de la
confirmación experimental de las teorías, permite a Peirce sustituir la noción
kantiana de una conciencia trascendental por la de una comunidad indefinida de
investigadores o intérpretes, cuyas elaboraciones serían en última instancia las
que se identificarían con un saber verdadero. K.-O. Apel lo resume diciendo que
la «última opinión» de la comunidad indefinida de investigación es el punto
más alto de la transformación peirceana de la lógica trascendental de Kant. En
él convergen el postulado semiótico de una unidad de interpretación supra-
individual y el postulado en la lógica de la investigación de una comprobación
experimental de la experiencia a largo plazo. El sujeto casi-trascendental de esta
unidad postulada es la comunidad ilimitada de experimentación, que es al mismo
tiempo una comunidad ilimitada de interpretación46. Los dos puntos centrales de
la transformación semiótica de Kant por parte de Peirce, por consiguiente, son:
1. la unidad trascendental de la conciencia de los objetos y de la conciencia de
sí (unidad de la apercepción transcendental) se ve sustituida por una «unidad»
final de la interpretación mediada por signos, que no sería sino el consenso
acerca de la verdad alcanzado en una comunidad indefinida de investigadores
e intérpretes; 2. si cada acto de conocimiento se concibe como una hipótesis
mediada por signos —preservación del carácter falible del conocimiento—, la
distinción de Kant entre noúmenos y fenómenos se puede sustituir por lo que sería
indefinidamente cognoscible —lo real para Peirce—, que queda remitido

45
Habermas (1968): Erkenntnis und Interesse, Francfort, 1973, pp. 121-125 (trad. cast. de M.
Jiménez Redondo: Conocimiento e interés, Madrid, 1992).
46
Cf. Apel (1973), p. 173.
indefinidamente a la progresión en el conocimiento, y lo que puede ser de
hecho conocido 47.
Este falibilismo del conocimiento es un elemento central del proceso
cognoscitivo, pues permite romper con la aparente imagen fija de un
conocimiento determinado por un marco lingüístico previo, y con un peligro
paralelo y de signo inverso: hacer que la incorporación de nuevos símbolos
conceptuales y, en general, la innovación en el conocimiento, dependa de
rendimientos irreduciblemente subjetivos o de la creatividad autónoma de un
sujeto particular. La innovación y el cambio se explican porque la vigencia de la
validez de los símbolos conceptuales lingüísticos se apoya en dos procesos de
intercambio cognoscitivo: el proceso de intercambio perceptivo con la
naturaleza y el proceso de intercambio interpretativo en la sociedad humana 48.
Lo importante es que este proceso perceptivo se integra también en la teoría
discursivamente, y ello en particular en el curso de procesos de aprendizaje y en
los de revisión de enunciados o teorías que resultan problematizados. Es en
estos contextos de problematización del conocimiento previamente elaborado
donde la idea de una realidad independiente del lenguaje y un conocimiento
verdadero (cognoscitivamente válido) entran en juego, con el carácter de una
idea regulativa: como un presupuesto necesario y máximamente general,
tendente a un punto final que puede no verse realizado nunca. Este presu-
puesto, normativo para los sujetos epistémicos que participan en la elaboración
del conocimiento, subyace a los procesos de revisión y reelaboración —de
«innovación».
La insistencia que se hace aquí en la dimensión normativa del proceso
cognoscitivo intenta poner de manifiesto el carácter kantiano de la
reconstrucción. Esta interpretación kantiana de Peirce ha sido contestada por
estudiosos de su obra, como J. von Kempsi o M. Murphey, que enfatizan la segunda
y tercera etapa en el pensamiento de Peirce y, en particular, su defensa de una
teoría evolucionista del conocimiento. Ello permite integrar la idea de una
«comunidad indefinida de investigadores», negando la existencia de una estructura
pragmático-formal de la argumentación y la elaboración discursiva presente, con
carácter universal y necesario, en todos los procesos y contextos históricos en la
formación de la ciencia. Así, Murphey49 ha argumentado en contra del Peirce
«kantiano» observando su rechazo de la distinción entre nóumenos y fenómenos;
ello tendría como consecuencia, según este autor, la imposibilidad de fundar los

47
Cf. Apel (1976), pp. 46-47.
48
Esta interpretación se debe a J. Royce (The problem of Christianity, 1913); la recoge Apel
(1986), p. 325.
49
Murphey (1961): The development of Peirce's philosophy, Cambridge, Mass.; Apel (1973)
discute esto, no en los términos en los que se hace aquí.
últimos principios fundamentales de la ciencia como juicios sintéticos a priori, y la
necesidad de basarlos en una creencia pragmática.
Frente a esta comprensión de la teoría del conocimiento kantiana, que sigue
literalmente su formulación original incluso en los detalles, cabe defender que la
lectura kantiana de Peirce se apoya en la introdución de elementos difícilmente
subsumibles bajo una teoría evolucionista del conocimiento o bajo una
concepción pragmatista como la de Murphey. En el caso de la primera
interpretación, todo el proceso parece tener lugar por sí mismo, sin que las
decisiones y la autocomprensión de los intérpretes reales, en el seno de las
comunidades de investigación, puedan justificar su aplicación de determinados
principios y reglas metodológicas más allá de una creencia en la evolución positiva
del conocimiento y la existencia de un mundo objetivo autónomo, no identificable
con las representaciones de que se dispone de hecho; la explicación última es
decisionista y está basado en una creencia casi metafísica que se apoya en criterios
pragmatistas de utilidad. Pero esta interpretación, que puede sostenerse desde una
posición neoaristotélica o neohegeliana, no puede integrar elementos esenciales de
la teoría de Peirce: el carácter casi-trascendental y a priori de los principios de la
lógica de la investigación y de las tres categorías semióticas fundamentales50. El punto
más elevado dentro de la filosofía kantiana, el de la síntesis de la apercepción
trascendental —unidad objetiva de las representaciones para una autoconciencia—
lo sustituye Peirce por la noción de unidad de consistencia, criterio último y no sus-
ceptible de «exposición empírica». La noción de interpretante lógico puede verse como
esta estructura pragmático-formal que constituye la lógica de la interpretación
semiótica51; finalmente, la preservación del carácter falible del conocimiento sólo
puede garantizarse por la presencia de presupuestos contrafácticos que cobran un
valor normativo: el principio regulativo de un entendimiento final universal acerca
de la interpretación definitivamente válida, el concepto casi-trascendental de
realidad o de mundo como totalidad, la idea regulativa de verdad (validez
epistémica) como anticipación contrafáctica necesaria —todos estos elementos
guían, en tanto que principios regulativos o presupuestos normativos, no sus-
ceptibles de exposición empírica, el conjunto de actividades y prácticas que
constituyen el conocimiento científico.

50
Peirce deduce las categorías semióticas y las tres formas de inferencia fundamentales a partir
de la lógica matemática de relaciones, ejemplifica la lógica de la investigación resultante por recurso
al ámbito fenoménico, e intenta una deducción casi-trascendental de la validez científica de esa
lógica semiótica normativa de la investigación.
51
En este sentido es legítima la interpretación de Apel (1986), al identificar al «interpretante
lógico» con el «sentido ideal normativo de los símbolos conceptuales» (ibid., p 326), sentido
necesitado de determinación interpretativa, «siempre renovada» en cuanto que regulada por el
requisito de revisión crítica en la comunidad de discurso de los intérpretes.
Lo fundamental en esta pragmática del conocimiento de Peirce es que
permite defender la idea kantiana de la universalidad de la razón teórica,
entendida como una competencia de racionalidad epistémica, y mantener la
pretensión de objetividad y de verdad para el conocimiento —que deja de ser
rendimiento de un sujeto trascendental, para ser resultado de la actividad
lingüísticamente mediada de una comunidad de investigadores-intérpretes, en
principio ilimitada. La atención de Peirce estaba centrada, al igual que la de Kant en
la Crítica de la razón pura, en el ámbito de la actividad cognoscitiva y científica. El
interés fundamental de su trabajo, para el presente contexto de filosofía del
lenguaje, reside en el tipo de incorporación que se ha hecho de su teoría semiótica
para la formulación de una teoría intersubjetivista del significado, sobre bases
kantianas y con pretensión de universalidad —la teoría de la pragmática universal.
Esta incorporación pasa, sin embargo, por hacer valer ese mismo giro semiótico
en el ámbito de la racionalidad práctica y de cualquier forma de actividad
humana en general, que tenga lugar en la mediación del lenguaje. Y para ello
es preciso tener en cuenta a otro autor, también del cambio de siglo y
asimismo más conocido desde puntos de vista distintos a los que interesan
aquí.
G. H. Mead, al igual que Peirce, es conocido por ser uno de los primeros
filósofos del pragmatismo americano y fundador de una psicología social que
está en el origen, junto con la obra de Durkheim y Schmidt, de la sociología
moderna. En el contexto de las teorías pragmatistas del lenguaje se le ha
estudiado desde otra perspectiva. Al igual que Peirce, retorna la idea del
consenso alcanzado en una comunidad ilimitada de comunicación para explicar
cómo se constituyen los sentidos lingüísticos. Su teoría supone un paso más en
la ruptura con el paradigma mentalista y con la idea de una conciencia
prelingüística y autónoma que se auto-objetiva al volverse reflexivamente sobre sí
y sus rendimientos teóricos y prácticos. Mead es el primer filósofo en pensar en
el yo, en la conciencia de sí, como en algo que no puede desvincularse de su
pertenencia a una sociedad; de hecho, supone una inversión con respecto al
punto de vista moderno: para Mead, si la conciencia individual posee un nucleo
intersubjetivo no es porque se exteriorice mediante el lenguaje, sino porque el
proceso de individuación del que surge está constituido por un entretejido de relaciones
personales e interacciones con otros, lingüísticamente mediadas. Mientras la filosofía
de la conciencia entendía la relación del sujeto cognoscente consigo mismo como
una relación abstracta, prelingüística y en el origen de toda otra forma de
actividad humana, Mead pasa a comprender ese yo, en su relación consigo,
como un resultado del conjunto de interrelaciones personales lingüísticamente
mediadas que representa el proceso de socialización.
Con ello, se está abriendo una posibilidad nueva para un problema viejo,
en el conjunto de concepciones sobre el lenguaje: el de cómo explicar la identidad
intersubjetiva del significado. La lógica de la investigación de Peirce presta
plausibilidad a la idea de que los sentidos lingüísticos no sean algo dado de
antemano, o algo que cada conciencia aprehende en el interior de sí, sino que
vienen dados por el proceso de elaboración y discusión que lleva a cabo una
comunidad de intérpretes. Mead avanza un paso más, en el alejamiento de la
concepción mentalista. Los propios significados, o sentidos lingüísticos, se
aprehenden reflexivamente sólo a partir de procesos de interacción personales,
en los cuales aprendemos a adoptar la perspectiva del otro o de los otros. Con
ello, la conciencia de sí, y sus contenidos, dejan de ser algo originario: lo
verdaderamente originario es la competencia que permite «conocerse-en-el-
otro», siendo capaz de adoptar su perspectiva y verse a uno mismo «con los
ojos del otro». La relación con uno mismo y con los propios contenidos de con -
ciencia es una etapa posterior en el proceso de constitución de la propia
identidad, que ha de estar precedida por otra etapa anterior en la que el
establecimiento de una comunicación con los otros y de una interacción hace
posible «autoobjetivarse» e interpretarse a sí mismo como lo hacen los otros. Lo
verdaderamente originario, en este sentido, no es una conciencia de sí
autónoma, sino la conciencia que surge de las expectativas y juicios valo rativos
que mis interlocutores tienen con respecto a mí.
Mead centra su interés en una teoría de la acción humana y una teoría de la
normatividad, entendida como validez intersubjetiva de las normas para la acción.
Explica el comportamiento humano como interacción simbólica (simbólicamente
mediada). Pero que esto sea así hace que este comportamiento sólo pueda
entenderse desde el punto de vista de la reciprocidad de expectativas; y esta
reciprocidad, a su vez, sólo se hace accesible mediante una participación
reflexiva en procesos de comunicación interpersonal. Ello le lleva a intro ducir la
idea de que es necesario verse a uno mismo con los ojos del otro, y ser capaz
de adoptar su perspectiva, para comprenderse a uno mismo y adquirir
conciencia de sí: pues la reflexión acerca de sí y la comprensión de los otros son
dos caras del mismo fenómeno. Mead comienza estudiando casos de sociedades
muy sencillas, en las que sólo se cuenta con formas de interacción y
comunicación «primitivas» y no con un lenguaje articulado; y, mediante una
especie de experimento mental, va reconstruyendo el proceso que permite
llegar a la comunicación lingüística. Desde el punto de vista de una teoría
intersubjetivista, el interés de su reconstrucción descansa en que hace posible
explicar los «signos significantes» del lenguaje como una institucionalización de
formas de interacción ligadas a una reciprocidad de expectativas y, por
consiguiente, como objetivación del establecimiento de interrelaciones unidas a
expectativas recíprocas de comportamiento en las que se funden el entendimiento
del otro y la conciencia de sí 52.

52
Este aspecto de la teoría de Mead puede enfatizarse a partir de una determinada interpretación de
sus nociones principales, interpretación que no es la única posible. En particular, la insistencia en la
constitución intersubjetiva de la conciencia de sí, y la afirmación de que los significados son resultado
En Mind, self and society (1935; póstumo), en la segunda parte, §§ 10-14,
Mead se ocupa en particular del pensamiento, la comunicación, el significado y
la conciencia de sí, esta última adquirida en el proceso de interacción lingüística.
Su idea básica es la de que un gesto, y después un sonido articulado, adquieren
significado en la medida en que quien lo emite aprende a relacionarlo con la
reacción que provoca en el otro y, después, con las expectativas que genera en
el interlocutor la repetición del mismo signo (gesto o sonido). Este significado,
entendido como la reacción de mi interlocutor o sus expectativas, puede
explicarse como la interpretación que el otro hace de mis gestos o signos; y, en la
medida en que yo mismo aprehendo esa interpretación, hago de ella mi propia
interpretación de mis propios signos: es decir, aprendo a interpretarme a mí
mismo atribuyendo a mis signos, como su significado, la interpretación que de
ellos hace mi interlocutor, y entiendo esta interpretación a partir de las
expectativas que genero en él con respecto a mí mismo. La continuación de este
proceso, y la prosecución de la interacción, da lugar a una generación de
expectativas recíprocas y a que determinados signos se instituy an o
institucionalicen como «significando» esas expectativas, cuyo conocimiento
comparten los dos participantes en la comunicación o la interacción.
Esta reconstrucción teórica, de carácter contrafáctico —pues no pretende
haber tenido lugar de hecho en algún momento de la historia o de la evolución
humanal—, permite entender la afirmación de Mead: «Los símbolos representan
(...) porciones determinadas de experiencia que indican, señalan o representan
otras porciones de experiencia no directamente presentes o dadas en el

de una institucionalización de expectativas recíprocas, presta base teórica a la pragmática universal.


Pero requiere que el «yo» (I) del que habla Mead, aquello que el sujeto se encuentra como el «consigo
mismo» en su autorreflexión, sólo sea accesible como algo que hay que presuponer, algo que por
necesidad lógica tiene que estar presente en el momento inmediatamente anterior al del «mí» (Me)
que el sujeto mira y al «sí mismo» (Self) de la auto-objetivación. «A este sí mismo convertido en
objeto hay, ciertamente, que presuponerle el yo espontáneo, es decir, el «auto» de la auto-reflexión,
pero éste no está dado en la experiencia consciente» (Habermas (1988), p. 210). Frente a esta
interpretación, la de H. Joas ha puesto el énfasis en el «yo» de Mead como instancia en la que residen
una creatividad y una espontaneidad autónomas con respecto al proceso de interacción: se trata de
no ocultar «la dimensión de la solución creativa de problemas morales en la acción» (Joas (1989):
Praktische Intersubjektivitiit, «Vorwort», Francfort, p. ix). Para un análisis que permita avanzar en la
controversia, puede ser de interés la sección de Mind, self and socia), en que Mead reflexiona acerca
de la creatividad artística y literaria; para poderla considerar así, es preciso que presente un rasgo de
universalidad que la haga accesible a los otros y susceptible de comunicación. Lo que está en juego,
desde el punto de vista de Joas, es rebatir la interpretación que hace de Mead el creador del «conduc-
tismo social». Aunque la terminología de Mead ha podido justificarlo, es fundamental observar —
como ha hecho J. Habermas— que lo que ofrece no es una explicación mecánica del comportamiento
en términos de estímulos y respuestas, sino una reconstrucción de la acción humana en la que el
surgimiento de la conciencia reflexiva representa el momento fundamental. Cf. Mead (1935): Mind,
self and society (trad. cast.: Espíritu, persona y sociedad, Barcelona, 1982, por donde se cita), § 16, n.
29. Para la interpretación de Habermas, id. (1981): Theorie des kommunikativen Handelns, 2 vols.,
Fancfort, aquí vol. 2, pp. 11-68.
momento y en la situación (...) la reacción a un símbolo entraña o debe
entrañar conciencia (...) El lenguaje es el medio por el que los individuos
pueden indicarse mutuamente cómo serán sus reacciones a los objetos, y, de ahí,
cuáles son las significaciones de los objetos. No es un mero sistema de reflejos
condicionados. La conducta racional entraña siempre una referencia reflexiva a la
persona, es decir, una indicación, hecha al individuo, de las significaciones que sus
acciones o gestos tienen para otros individuos»53.
La identidad intersubjetiva del significado se constituye al mismo tiempo
que la conciencia reflexiva; no hay ya, como en el paradigma mentalista, una
identidad individual originaria y pre-lingüística; la subjetividad no se piensa como
un «espacio interior» en el que tienen lugar las representaciones de cada uno,
espacio que sólo se abriría cuando quien posee esas representaciones y
contenidos de conciencia se vuelve sobre sí mismo y sobre su propia actividad —
con lo cual todo el ámbito de la subjetividad, incluidos los contenidos de
conciencia que llamamos «significado», «sentido» o «pensamiento» y
«conceptos», sólo se harían accesibles bajo la forma de objetos de la
autoobservación o introspección. Ahora, desde la nueva pe rspectiva de Mead,
el ámbito de la subjetividad se hace accesible en la medida en que cada
persona aprende a interpretarse a sí mismo de acuerdo con las expectativas y
las acciones que motiva en los demás, es decir, en concordancia con las
interpretaciones de aquellos con los que se comunica: «Cuando, en cualquier acto
o situación social dada, un individuo indica por medio de un gesto, a otro
individuo, lo que éste tiene que hacer, el primer individuo tiene conciencia de la
significación de su propio gesto —o la significación de su gesto aparece en su propia
experiencia— en la medida en que adopta la actitud del segundo individuo hacia
ese gesto y tiende a reaccionar ante ella implícitamente del mismo modo como
el segundo individuo reacciona ante ella explícitamente» 54.
Los gestos, o sonidos articulados, se convierten en símbolos con un
significado para quien los usa en la medida en que a éste le es conocido el modo
en que los otros los van a interpretar —de acuerdo con un aprendizaje y una
experiencia previa—, y aprende a interpretarlos así él mismo: «y en todas las
conversaciones (...) dentro del proceso social, ya sean externas (entre distintos
individuos) o internas (entre un individuo dado y él mismo), la conciencia que
tiene el individuo del contenido y flujo de la significación depende de que adopte de
ese modo la actitud del otro hacia sus propios gestos»55. En este punto, y aunque
Mead esté considerando un momento en los comienzos del lenguaje y aún no un
lenguaje plenamente desarrollado —la expectativa ante el gesto aún no puede

53
Mead (1935), § 16, n. 29 [curs. mías, C.C.]
54
Ibid., p. 89 [curs. mías, C.C.]
55
Ibid., p. 89 [curs. mías, C.C.].
hacerse corresponder sin más con el proceso psíquico que llamamos
pensamiento—, se está haciendo explícito un rasgo fundamental del paradigma
lingüístico en filosofía: el pensamiento, definido —como hacía Platón en el
Teeteto— como una conversación en el interior de la conciencia con uno mismo,
no consiste sino en un proceso de internalización de la comunicación lingüística
con otros: «La existencia del espíritu o de la inteligencia sólo es posible en
términos de (...) símbolos significantes; porque sólo en términos de (...) símbolos
significantes puede existir el pensamiento —que es simplemente una
conversación subjetivada o implícita del individuo consigo mismo por medio de
tales [símbolos significantes]. La internalización en nuestra experiencia de las
conversaciones (...) externas que llevamos a cabo con otros individuos, en el
proceso social, es la esencia del pensamiento» 56.
No hay, por consiguiente, separación entre lenguaje y pensamiento. Esto
hace que la naturaleza del pensamiento, como la del lenguaje, sea
esencialmente intersubjetiva: pues «los gestos así internalizados son símbolos
significantes porque tienen las mismas significaciones para todos los miembros de
la sociedad o grupo social dado, es decir, provocan respectivamente las mismas
actitudes en los individuos que los hacen que en los que reaccio nan a ellos: de
lo contrario el individuo no podría internalizarlos o tener conciencia de ellos y
de sus significaciones» 57. Si bien lo anterior sigue formulándose en términos de
gestos, y aún no de un lenguaje articulado, y por consiguiente en términos de
reacciones y aún no de entendimiento o comprensión, sí parece claro que la
comunicación lingüística, como medio en el que tiene lugar el establecimiento de
interrelaciones personales sobre la base de expectativas recíprocas, es el nuevo lugar de la
síntesis de la apercepción transcendental kantiana: pues aquí la conciencia de los
objetos de la experiencia, simbólicamente constituidos, es al mismo tiempo
conciencia de sí: «el mismo procedimiento responsable de la génesis y existencia
de la mente o conciencia —a saber, la adopción de la actitud del otro hacia la
propia mente de uno, o hacia la conducta de uno— entraña también la génesis
y existencia, al mismo tiempo, de los símbolos significantes o gestos
significantes» 58.
La importancia de Mead no reside tanto en su formulación explícita de una
teoría del significado cuanto en la influencia que ha ejercido en un doble
sentido: en la crítica del paradigma mentalista, y en el desarrollo de una noción de
interacción simbólicamente mediada clave para las teorías intersubjetivistas del

56
Ibid., p. 90.
57
Ibid.
58
Ibid. Este pasaje tiene inequívocas resonancias kantianas: las condiciones de posibilidad del
conocimiento son, al mismo tiempo, condiciones de posibilidad constitutivas del objeto de
conocimiento.
significado59. Sí es necesario anticipar aquí el alcance de la teoría de Mead para
lo visto hasta el momento. La reconstrucción contrafáctica en Mead del origen
del lenguaje como forma de interacción mediada por signos permite una
crítica a los presupuestos del paradigma mentalista y una puesta en evidencia
de sus aporías. Pero sobre todo permite un nuevo punto de partida en la
elaboración de una teoría del significado que, de hecho, revierte por
completo la perspectiva, al introducir nociones de significado de las expresiones y
de estructuras de sentido que parten del carácter intersubjetivo del lenguaje —
entendido como una actividad interactiva— y que no obliga, como en
paradigmas anteriores, a postular la identidad intersubjetiva del significado:
pues el hecho de que los significados lingüísticos son siempre compartidos
constituye el punto de partida de la teoría, en su reconstrucción de la génesis del
lenguaje y la formación de las estructuras de sentido.
La idea básica de Mead es la de imaginar una situación contrafáctica en la
que una comunidad humana aún carece de lenguaje, y mostrar cómo los
gestos se constituyen en signos interpretados en el curso de interacciones entre
sus miembros60. El caso analíticamente más simple es el de un individuo (un
«organismo», en la terminología de Mead) que, al observar la reacción de un
segundo individuo a sus gestos, aprende en una primera etapa a interpretar sus
propios gestos en función de la reacción a que dan lugar en el otro; de este modo,
sus gestos pasan a significar para él mismo aquello que significan para el otro —en
términos de sus reacciones obervables—. Esto es lo que expresa Mead cuando
habla de «ponerse en el lugar del otro»: la conciencia de sí nace cuando uno es
capaz de objetivar los propios gestos, «observándolos» como lo haría un
intérprete externo que, en el proceso de la interacción, es quien les otorga
significado con sus propias reacciones. Pero, en un segundo momento, el
primer individuo es capaz de anticipar la reacción del segundo, ligando a su
propio gesto la interpretación previamente establecida, y con la garantía de
una experiencia anterior en la que para el interlocutor ese gesto posee un

59
Ha sido en particular J. Habermas (cit. antes) quien ha llevado a cabo un estudio crítico de la
teoría de Mead, completando este desarrollo con la reflexión sobre el seguimiento de reglas
desarrollada por Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas. Cf. después, cap. 4.2.2.ii.
60
Como se señala también más adelante en el texto, éste es también el punto de partida de las
teorías contractualistas del estado. De lo que se trata en ambos casos no es de identificar un
momento originario históricamente real, sino de reconstruir contrafácticamente las condiciones que
hacen posible una institución fáctica y que justifican su legitimidad o su validez. Por el carácter de
meta-institución del lenguaje, cualquier otra teoría de la sociedad o del estado depende de algún
modo de presupuestos filosófico-lingüísticos y de una teoría del significado; los presupuestos y las
conclusiones de este ámbito se van a ver proyectados en el primero. Esto cobra especial importancia
cuando se trata de defender la universalidad de valores o principios para cuya formulación se pre-
cisan, inevitablemente, categorías lingüísticas que proceden de una determinada tradición y
pertenecen a un contexto histórico y social específico.
significado idéntico. Ello permite el establecimiento de convenciones de
significado y la anticipación de las expectativas del otro ante las propias
manifestaciones.
Mead puede dar con ello el paso desde una interacción mediada por
gestos a otra mediada por símbolos. En la medida en que los participantes en
la interacción han aprendido a ponerse en el lugar del otro y a anticipar sus
expectativas como interpretación válida de las propias emisiones, se hace
posible una institucionalización de formas de manifestación y emisiones ligadas a
las interpretaciones, en términos de expectativas recíprocas, que los actores les
han ido atribuyendo. Este proceso garantiza la identidad intersubjetiva del sig-
nificado, pero deja abierto un posible problema. Mead se ha ocupado,
principalmente, de un uso de los símbolos lingüísticos que se orienta al
establecimiento de relaciones interpersonales, y que permite aclarar el modo en
que se constituyen estructuras de sentido con garantía de significados idénticos
para acceder al mundo social de relaciones interpersonales y al mundo de la
propia subjetividad. Pero deja sin elaborar el modo en que esa media ción
lingüística da acceso al mundo físico y natural de objetos y estados de cosas. En
este contexto, y a partir del momento en que se cuenta con un lenguaje
proposicionalmente diferenciado —tercera etapa del proceso, tras el lenguaje de
gestos y el de símbolos con significado idéntico—, parece posible continuar el
desarrollo de Mead complementándolo con el de Peirce, a partir de su semiótica
pragmática y su idea de una comunidad indefinida de interpretación. Y lo mismo
valdría para los ámbitos del mundo social y el mundo de la pro pia subjetividad.
Esta es la idea que ha desarrollado la teoría de la pragmática universal. Sin
embargo, aún queda un problema abierto.
Pues si el lenguaje aparece como la instancia constituyente para una apertura
del mundo, y el ejemplo paradigmático de introducción de un nuevo significado
equivale a la constitución de un nuevo «objeto» en el curso de una interacción —
como afirma el propio Mead—, entonces su reconstrucción está sujeta a
inevitables consecuencias relativistas —en la dirección de la teoría de P. Winch a
partir de su lectura de Wittgenstein, como se verá más adelante. Una posición
universalista, que pretenda no sólo garantizar la identidad intersubje tiva del
significado, sino la posibilidad de procesos de entendimiento no pre -
determinados por la constitución histórica del lenguaje y los rasgos culturales
particulares, ha de mostrar algo más: que todos los procesos de constitución
de estructuras de sentido tienen lugar sobre una base común, que se articulan
de acuerdo con estructuras formales que se repiten en todas las comunidades
lingüísticas y que, por tanto, constituirían eventualmente la condición de
posibilidad de procesos interculturales de entendimiento y diálogo.
Este es un problema que no aparece en Mead con un tratamiento
explícito, pero que ha de reaparecer en cualquier perspectiva sobre el
lenguaje y cualquier teoría del significado que o bien acepte la estructura
holista del lenguaje y, por consiguiente, que no podemos separar nuestro
conocimiento del lenguaje de nuestro conocimiento de l mundo (Quine,
según Follesdal), o bien pueda superar las aporías de un planteamien to
mentalista al precio de arriesgarse a un planteamiento intersubjetivista que
funde la objetividad en la intersubjetividad —llevando, de nuevo, a
consecuencias de relativismo lingüístico que habría que aceptar. Lo anterior
no debe oscurecer la importante aportación de la teoría del significado de
Mead: salvar las dificultades del paradigma de la filosofía de la conciencia,
permitiendo una inversión del planteamiento que responde, posiblemente de
la forma más adecuada, al problema de garantizar la identidad inter subjetiva
del significado en el contexto de una comunidad lingüística o una forma de
vida.
Hay un último punto en el que la reconstrucción de Mead resulta
problemática o que, cuando menos, requeriría mayor elaboración. La situación
contrafáctica recreada por Mead muestra de qué modo un signo se convierte en
una expresión que dos interlocutores interpretan de igual forma; pero no qué
ocurre cuando, en la segunda o tercera toma de posición, se produce una
ruptura de las expectativas o un mal entendimiento. La explicación de Mead
parece excesivamente rígida en la fijación de significados, o necesitaría
reconstruir los procesos de resolución de situaciones de conflicto o de
innovación.
1.2. Tres planteamientos en teoría del significado:
intencionalista, semantista y pragmatista
i. Filosofía y lenguaje en el siglo xx
En un estudio sobre Kant, Günther Patzig ha observado cómo sobre el
trasfondo de la filosofía kantiana pueden situarse dos planteamientos
fundamentales para la filosofía del lenguaje y la epistemología del siglo xx: la
fenomenología de Husserl y la teoría analítica del Círculo de Viena 61. El primer
planteamiento se convierte en la metodología básica para la filosofía
hermenéutica continental, que continúa el giro lingüístico de Humboldt; pero, y
quizá paradójicamente, introduce un tipo de teoría del significado cuyas
premisas son las mismas que las de las recientes teorías intencionalistas de la
acción desarrolladas en el ámbito angloamericano. Como contrapuesta a esta
filosofía fenomenológica se sitúa el empirismo lógico del Círculo de Viena, cuya
teoría de la ciencia toma como punto de partida una tesis de filosofía del
lenguaje: el criterio empirista del significado. Ambos planteamientos pueden
caracterizarse, desde el punto de vista de la teoría del significado, según su

61
G. Patzig (1988): «I. Kant: Wie sind synthetische Urteile a priori müglich?», en J. Speck (ed.),
Grundprobleme der groflen Philosophen. Philosophie der Neuzeit II, Gotinga, pp. 9-70.
respuesta a la pregunta de Kant por la existencia de juicios sintéticos a priori,
reformulada en términos lingüísticos: es decir, el problema de cuál es el valor
semántico de los enunciados que expresan tales juicios.
Stegmüller ha defendido que de la pregunta sobre la existencia de juicios
sintéticos a priori válidos depende el que la filosofía pueda aún ser considerada
como disciplina científica autónoma. Son sintéticos aquellos juicios que amplían
nuestro conocimiento; y son a priori los que pueden establecerse con
independencia de experiencias particulares. Si no hay juicios sintéticos a priori,
entonces los juicios sintéticos coinciden con los juicios empíricos y los aprióricos
con los analíticos. Ello significa que sólo la experiencia puede enseñar algo acerca
de la realidad, y por tanto sólo cabe adscribir valor cognoscitivo a los enunciados
que expresan juicios empíricos. Todo lo que, con independencia de esa
experiencia empírica, podemos conocer, se refiere sólo y necesariamente a
determinados sistemas formales que no proporcionan ningún conocimiento acerca
de la realidad empírica, así como a los marcos lingüísticos dentro de los cuales se
formulan los enunciados empíricos. La filosofía se transforma entonces en lógica
o en análisis lógico del lenguaje, y deja de ser ciencia.
La filosofía fenomenológica que sigue a Husserl radicalizó las tesis kantianas,
en la dirección del paradigma mentalista: en la conciencia trascendental se
encontraban no sólo las condiciones formales de toda experiencia posible, sino
leyes del ser de las cosas sustantivas o de contenido (inhaltliche Wesensgesetze) y
las conexiones necesarias entre el ser de las cosas y los hechos en los que
aparecen; ello permitía defender que enunciados tales como «Todo lo que
posee color tiene asimismo una extensión en el espacio» o «Los valores esté -
ticos son de rango superior a los valores vitales» expresan juicios sintéticos a priori
que constituyen ejemplos de esas leyes del ser. La teoría del significado ligada a
esta posición filosófica había de anclar el significado de los términos y las
expresiones complejas en su referencia a objetos intencionales y juicios
mentales aprehendidos en el interior de la conciencia, y concebir el lenguaje
como objetivación de una facultad pre-lingüística y más originaria.
Los miembros del Círculo de Viena, por su parte, consideraron que el mero
concepto de juicio sintético a priori carecía de sentido. Las únicas fuentes del
conocimiento humano eran la experiencia y la lógica. Con ello, estaban
siguiendo la tradición del empirismo clásico de los siglos XVII-XVIII. Pero lo que
manifiesta su asunción del giro lingüístico en su filosofía es que, para los
empiristas lógicos, la lógica no es expresión ni de las leyes del ser ni de las leyes
del pensamiento, sino que remite a reglas de nuestros usos lingüísticos. Por o tra
parte, sólo la experiencia podía proporcionar un conocimiento de la realidad y,
por consiguiente, sólo la relación semántica del lenguaje con el mundo objetivo
podía considerarse base para un criterio de la significatividad de los
enunciados. Los juicios sintéticos pasaban a coincidir con los enunciados a
posteriori, y los juicios aprióricos con los analíticos. Kant había definido los
juicios analíticos, inicialmente, como aquellos en los que el concepto del predicado
está contenido en el concepto del sujeto; en términos lingüísticos, son analíticos
aquellos enunciados que resultan verdaderos en función de los significados de los
términos componentes: en particular, lo son aquellos en los que el término
predicativo expresa un significado ya comprendido en el significado del término
del sujeto («Todos los solteros son no casados»). El empirismo lógico pudo
precisar y ampliar esta noción tradicional, y definir como analíticos aquellos
juicios cuya verdad podía establecerse únicamente en función de reglas de
significado —e.d. reglas para el uso de expresiones— y reglas lógicas del marco
lingüístico empleado.
El «colapsamiento» de la noción de lo a priori en la de lo analítico supone un
salto sin retorno en el paso desde el paradigma de la conciencia al lingüístico; de
hecho, puede afirmarse que éste es un rasgo decisivo del giro lingüístico en
filosofía. Con la idea de que hay reglas a priori que guían los rendimientos de las
facultades cognoscitivas psíquicas —intuición, imaginación, entendimiento,
razón— Kant pretendía superar tanto la reducción de Hume de estas reglas a
leyes de asociación psicológicas como el postulado racionalista de la existencia de
ideas innatas, necesariamente unido al principio de la armonía preestablecida
(Leibniz). El empirismo lógico no retorna al psicologicismo del clásico; no sólo se
prescinde del discurso relativo a capacidades psíquicas, sino incluso de tratar
como problema el de la conciencia o el del sujeto del conocimiento científico,
como opuesto al objeto. El lugar de la lógica trascendental pasa a ocuparlo, en la
reflexión filosófica sobre el conocimiento científico, la sintaxis lógica y la
semántica de los lenguajes de la ciencia. Éstos, entendidos como marcos
lingüísticos onto-semánticos, ocupan el lugar de las reglas a priori de la lógica
trascendental, en la medida en que predeterminan la descripción y explicación
posible de los hechos empíricos constituidos por conexiones regulares de
objetos o cosas. Carnap escribía: «Si alguien quiere hablar en su lenguaje de un
nuevo tipo de entidades, tiene que introducir un sistema de nuevas maneras de
hablar, sujeto a nuevas reglas; llamaremos a este procedimiento el de la
construcción de un marco para las nuevas entidades en cuestión» 62. Las reglas en
juego son las que subyacen a un modelo semántico, nomológico -deductivo,
capaz de proporcionar una descripción adecuada de los fenómenos en términos
causales. La misma idea permanece presente en la filosofía post-analítica y en
la afirmación de Quine de que un cambio de lógica representa un cambio de
tema. La pregunta kantiana por las condiciones de posibilidad del conocimiento
se responde mediante el estudio de estos marcos lingüísticos que permiten
formular teorías de base empírica y hablar acerca de nuevos tipos de entidades.

62
Carnap (1950): «Empiricism, semantics, and ontology», en Revue Interrzationale de
Philosophie4 (1950), p. 22.
Y a la pregunta por la validez objetiva del conocimiento así elaborado para una
conciencia en cuanto tal —cualquier conciencia en general— se responde
mediante el estudio de la lógica de la ciencia y la justificación por procesos de
inferencia basados en reglas lógicas, sintácticas y semánticas de los enunciados y
las teorías de la ciencia. Esta justificación tiene el carácter de un análisis lógico-
lingüístico: se basa en el aseguramiento de la consistencia lógica y en la
formulación de un criterio empirista de significado de verificabilidad o
confirmabilidad. El supuesto de una «conciencia trascendental» deja de ser una
hipótesis necesaria63. La función del sujeto trascendental, como condición lógica de
la posibilidad y validez del conocimiento científico, queda sustituida por la
lógica de los lenguajes de la ciencia. La lógica y la confirmabilidad empírica de
los (sistemas de) enunciados pasan a ocupar el lugar de la lógica trascendental
kantiana de la experiencia objetiva.
Cabe objetar que este planteamiento, que supone un movimiento de
«ascenso semántico» respecto al empirismo clásico tanto en su estudio de la
sintaxis lógica de las teorías científicas como en su pretensión de hacer teoría de
la ciencia (metodología) y no epistemología64, está alejado del alcance kantiano
que aquí se ofrece y sólo se presenta con una intención descriptiva. Pero la
transformación que está teniendo lugar, sobre una base filosófico-lingüística, no
sólo lleva a cabo una sustitución en filosofía: presupone también un tipo de
reconstrucción racional, y de reflexión, que no puede considerarse como tarea
meramente descriptiva. Esto está presente en el propio Carnap: «Los resultados
de las observaciones se evalúan, de acuerdo con determinadas reglas, en tanto
que confirmación o información de la evidencia a favor de posibles respuestas.
(Esta evaluación se lleva normalmente a cabo, claro está, más por costumbre
que como un procedimiento deliberado y racional. Pero es posible, mediante
una reconstrucción racional establecer reglas de evaluación explícitas. Esta es una
de las principales tareas de una epistemología pura, como algo distinto de la
epistemología psicológica)»65. La cuestión es cómo fundamentar esta posición

63
En última instancia, cabría dar cuenta de esta transformación filosófica en los términos de
Apel: «El problema al que ha conducido la discusión moderna parece consistir en una renovación de
la pregunta kantiana por las condiciones de posibilidad y de validez del conocimiento científico, en
términos de la pregunta por la posibilidad de un entendimiento intersubjetivo acerca del sentido y la
verdad de enunciados o sistemas de enunciados. Esto significaría que la crítica kantiana del
conocimiento en tanto que análisis de la conciencia, se ha visto transformada en una crítica del
sentido en tanto que análisis de los signos» (Apel (1973), pp. 163-164).
64
De nuevo siguiendo a Stegmüller, la teoría de la ciencia se ocuparía de la reconstrucción
racional de teorías que no se ponen en cuestión; la epistemología, o teoría del conocimiento,
problematiza las pretensiones de validez de esas teorías, sancionándolas en sentido positivo o
negativo. En adelante se utilizará epistemología o epistemológico en este sentido, y epistémico hará
referencia a las elaboraciones y actividades que son objeto de la epistemología.
65
Carnap (1950), p. 22
reflexiva, si ya no hay posibilidad de apelar a una reflexión trascendental. En
principio la investigación puede remitirse al ámbito de una pragmática empírica,
como explícitamente hizo Carnap. Pero puede cuestionarse si esta actitud que
se pretende descriptiva puede justificar su propia validez o entraña otras
consecuencias filosófico-lingüísticas. Y, en particular, vuelve a hacer presente el
conflicto entre objetividad y validez intersubjetiva de las elaboraciones lin-
güísticas.
Pues, en la medida en que es esa interpretación pragmática de los sistemas
lingüísticos la que aparece como condición de la posibilidad y validez de la
ciencia, la función de la síntesis de la apercepción trascendental recae en un
convencionalismo pragmático66, crítico en la medida en que mantiene una
reserva falibilista frente a las convenciones alcanzadas entre los expertos por
consenso (Popper, Carnap). Este falibilismo impide identificar la acepta ción
intersubjetiva con la validez objetiva de los enunciados y teorías. Siguiendo a
Carnap, intersubjetivo se aplica fundamentalmente a todo enunciado cuya
validez puede ser juzgada en principio por cualquier sujeto epistémico 67.
Constituye, por consiguiente, una condición necesaria —un criterio— para la
validez. Pero desde una perspectiva filosófico-lingüística vuelve a traer a primer
plano el problema de Humboldt: pues si tal juicio de validez sólo lo puede hacer
el sujeto desde el interior de un marco lingüístico, y la construcción o la
aceptación de éste queda remitida a un ámbito pragmático de decisiones o
convenciones, la validez epistémica acaba «colapsando» con la aceptación
intersubjetiva predeterminada por el lenguaje adoptado. De nuevo, pero esta
vez de modo explícito y con carácter metodológico, las «categorías y principios de
la experiencia posible» son categorías lógicas y semánticas del lenguaje.
La filosofía post-analítica, que ha partido de la tradición empirista
anglosajona, tiene un paradójico punto de llegada común con la tradición de la
hermenéutica filosófica que parte de Humboldt. Ambas tradiciones comparten
la tesis del carácter holista del marco onto-semántico que «abre el mundo» y
la consecuencia que ello entraña: la imposibilidad de separar nuestro
conocimiento del mundo de nuestro conocimiento del lenguaje —es decir, de
los conceptos lingüísticos y las relaciones lógicas que dan forma a las representa -

66
Esta afirmación se justifica en el tema dedicado a Carnap y el Círculo de Viena. Anticipando lo
que allí se va a ver, estas posiciones son convencionalistas en un doble sentido. De un lado, la
adopción de un sistema semántico o marco lingüístico, por parte del teórico de la ciencia, como
lenguaje protocolar o básico para la reconstrucción de las teorías científicas, es materia de decisión,
depende del establecimiento de una convención. De otro lado, la explicación asume que los propios
científicos adoptan por convención o acuerdo determinadas formulaciones, en calidad de principios o
leyes, como modo de representar regularidades empíricamente observadas en el mundo objetivo.
67
Carnap (1931): «Die physikalische Sprache als Universalsprache der wissenschaftlichen
Erkenntnis», en Erkenntnis 2 (1931), pp. 432-465, aquí p. 441.
ciones—, así como comparten también una reconstrucción del conocimiento a
partir de la interacción entre nuestro aparato cognoscitivo perceptivo y el
aprendizaje lingüístico, el cual proporciona la mediación lingüística que en
parte constituye la percepción (Herder, Quine).
Esta coincidencia no debe ocultar diferencias fundamentales. Desde el
punto de vista de la teoría del significado, la tradición analítica responde en un
comienzo al planteamiento semantista que basa la significatividad de las
expresiones en su relación con la realidad empírica. La continuación de la
tradición continental en la fenomenología de Husserl da lugar, por el contrario,
a una teoría mentalista del significado que, de nuevo paradójicamente, ofrece
resultados en consonancia con los de teorías intencionalistas que se han desa-
rrollado más recientemente, sobre todo en el área angloamericana, a partir de
la filosofía analítica y del desarrollo de nuevas formas de conocimiento —ciencias
cognitivas e investigación en inteligencia artificial. Esta coincidencia hace
particularmente interesante estudiar la teoría del significado de Husserl e
identificar los rasgos que permiten situarla dentro del paradigma de la filosofía
de la conciencia 68. Junto al primer desarrollo de Husserl hay que tener en
cuenta otros en su estela inmediata, como el de Merleau-Ponty, o el de autores
más recientes como D. Follesdal, estudioso de Husserl y discípulo de Quine que
ha intentado una aproximación entre la fenomenología y la filosofía analítica 69.
El planteamiento mentalista de la fenomenología hace de la categoría de
intencionalidad la noción central para su reconstrucción de la significatividad
del lenguaje, y defiende la existencia de una facultad o ámbito de la conciencia,
y de un tipo de conocimiento reflexivo, pre-lingüístico y originario con
respecto a toda otra forma de actividad human 70. Con ello, da respuesta a lo
que, desde un planteamiento holista, se hace inaccesible a la explicación: el
carácter intencional de los fenómenos conscientes, y la experiencia pre-
filosófica y pre-teórica que, como hablantes, parecemos tener, y que es relativa

68
Así lo hacen autores que se adscriben a planteamientos filosóficos diversos. Cf. Tugendhat
(1976): Vorlesungen zur Einflibrung in die sprachanalytische Philosophie, Francfort, 1994; Apel
(1976); Habermas (1981): Theorie des kommunikativen Handelns, 2 vols., Francfort; Stegmüller
(1987-89): Hauptstrümungen der Gegenwartsphilosophie, 4 vols., Stutgart; Schnádelbach (1991);
Gethman/Siegwart (1991); Dummett (1993): The origins of analytical philosophy, Londres, 1993.
69
Como introducción a estos autores puede tenerse en cuenta: para Merleau-Ponty, Hennigfeld
(1982): Die Sprachphilosophie des 20. Jahrhunderts, Berlin, cap. d.iii (este autor sigue asimismo una
línea fenomenológica que intenta integrar las aportaciones de la filosofía analítica); para Follesdal,
Stegmüller (1987-89), vol. 2, cap. ii.1.
70
Más recientemente, autores que continúan críticamente el planteamiento fenomenológico de
Husserl, como Richir, aceptan la constitución lingüística de la conciencia, pero remiten el origen del
sentido a un ámbito de lo inconsciente fenoménico, igualmente pre-lingüístico, que después se
manifiesta en las lenguas históricas y del que proceden los rendimientos que Husserl atribuía a la
conciencia.
a la autonomía de nuestros estados de conciencia y procesos mentales con
respecto a su objetivación lingüística. Para Husserl, una oración es significativa
gracias a un acto mental que le presta su significado, que la anima de sentido;
este acto mental es uno de los dos elementos de un acto complejo, del cual la
emisión física de la oración es el otro. Lo originario, para Husserl como para las
reciente teorías mentalistas, es el acto mental originario que consiste en la
intención de significar, y que posee una cierta cualidad (el tipo de acto: juicio,
deseo, propósito o intención) y un contenido (su objeto). Estos rasgos comunes
a las teorías del significado mentalistas no deben ocultar, esta vez ta mpoco,
diferencias fundamentales. Mientras el plateamiento de Husserl representa,
como ya se ha comentado, una radicalización de la filosofía trascendental
kantiana, las teorías intencionalistas de tradición analítica se apoyan en
investigaciones neurológicas y en desarrollos recientes de las llamadas «ciencias
de la vida»; la intencionalidad de los fenómenos conscientes, y la conciencia
en cuanto tal, no se estudian en actitud reconstructiva —por una «reflexión
trascendental»—, sino que son tratadas como un fenómeno biológico
susceptible de investigación empírica.
Husserl, por su parte, considera que todo conocimiento deriva de lo que la
mente «ve», o intuye; por «cosa en sí» entiende lo que aparece en la conciencia.
El método fenomenológico parte de una serie de «reducciones» o epojés, que
consisten en ir prescindiendo sucesivamente de todo lo que puede enturbiar esa
contemplación del objeto que debe ser considerado: es decir, de todo lo que
aparece dado en la conciencia originaria. Se trata de describir con rigor lo que la
mente intuye: el fenómeno, el eidos o la quiddidad de la cosa. Fenómeno es lo que
se muestra a sí mismo en la conciencia; no es la «esencia» aristotélica, sino que
designa todo lo que está unido necesariamente al fenómeno, incluidos los
accidentes; fenómeno o esencia designan la estructura fundamental del objeto.
Aunque Husserl considera que el pensamiento, en la especulación filosófica, ha de
orientarse exclusivamente hacia el objeto prescinciendo de todo lo subjetivo, y
responde con ello al ideal objetivista de toda investigación, el método
fenomenológico de la reducción eidética fija la «situación contemplativa» en
que ha de ubicarse la mente. En la intuición eidética de un objeto ha de ponerse
entre paréntesis cualquier tipo de teorías o hipótesis explicativas previas, que sólo se
admiten después de haber sido fenomenológicamente justificadas; en la intuición
eidética interesa únicamente lo dado en la «conciencia originaria», tal y como en
ella se presenta. Su conocimiento, por consiguiente, está por encima de
cualquier verificabilidad empírica, y constituye su fundamento.
Resulta por ello sorprendente y particularmente interesante que el análisis
del lenguaje husserliano y su explicación introduzcan un tipo de
planteamiento, de tesis y de nociones que pueden considerarse una
anticipación de lo que teorías mucho más recientes, y con base en desarrollos
científicos, han defendido como teoría del significado y filosofía del lenguaje.
Ambos tipos de planteamientos comparten un rasgo definitorio central: la
afirmación de que existe un pensamiento pre-lingüístico y una forma de
conocimiento no conformada lingüísticamente. Ambos tipos de planteamientos
—la teoría del significado de la fenomenología y la de las recientes teorías
intencionalistas— comparten, asimismo, un problema: precisamente, aquél cuya
reconstrucción logran los planteamientos pragmatistas. Se trata del viejo
problema de garantizar la identidad intersubjetiva del significado. Los diversos
planteamientos fenomenológicos comparten la dificultad de entender el
lenguaje como un medio en que uno exige o invita al otro a una actividad que
se origina en el yo; se inicia con ello una dinámica de la objetivación
recíproca. Pero la reconstrucción del ámbito de significados compartidos obliga
en todos los casos, como se va a ver, a un salto conceptual que no se llega a
cubrir sin deficiencias. Este es el caso de Husserl 71, pero también de la teoría
intencionalista de J. R. Searle.
La contraposición entre este planteamiento intencionalista y el de la
filosofía analítica de orientación tanto semantista como pragmatista la
establece explícitamente Dummett cuando precisa en qué ha consistido el giro
lingüístico y justifica así su estudio de Husserl: «Lo que distingue a la filosofía
analítica (...) es la creencia, en primer lugar, de que una explicación filosófica del
pensamiento puede lograrse a través de una explicación filosófica del lenguaje,
y, en segundo lugar, de que una explicación comprehensiva sólo puede lograr se
de este modo. Por muy diferentes que sean entre sí, los positivistas lógicos,
Wittgenstein en todas las etapas de su trabajo, la filosofía del 'lenguaje
ordinario' de Oxford y la filosofía post-carnapiana de los Estados Unidos,
representada por Quine y Davidson, todos ellos se adhieren a esos dos axiomas
conjuntos. Algunos trabajos recientes dentro de la tradición analítica han
invertido esa prioridad, en el orden de la explicación, del lenguaje sobre el
pensamiento, al defender que el lenguaje puede explicarse sólo en términos de
las nociones de distintos tipos de pensamiento dados previamente y que se
toman en consideración con independencia de su expresión lingüística» 72. La
referencia a «todas las fases» en la carrera de Wittgenstein y a la filosofía del
lenguaje ordinario de Oxford introduce ese tercer planteamiento, el
pragmatista, que ha de estudiarse en teoría del significado.
Frente a la perspectiva semantista de la primera filosofía analítica y su
intento de llevar a cabo una reconstrucción de las estructuras formales lógicas
y semánticas del lenguaje en su uso epistémico, la perspectiva naturalista de la

71
Esto se estudiará en detalle en el capítulo correspondiente; provisionalmente encuentra
apoyo en Apel (1989): «Sprachliche Bedeutung und Intentionalitát», en European Journal for Semiotic
Studies111 (1989), pp, 1173, aquí p. 50; tb. Dummett (1993), pp. 64, 67.
72
Dummett (1993), p. 4.
tradición oxfordiense —filosofía del sentido común— y, sobre todo, las
Investigaciones filosóficas de Wittgenstein han dado lugar a un interés por estudiar
y dar cuenta de todos los otros usos posibles del lenguaje corriente (ordinal),
language). La atención al uso que los hablantes corrientes hacen de una lengua
natural puede adoptar una perspectiva descriptiva, de signo naturalista; y así se
interpreta habitualmente el trabajo de Wittgenstein. Pero es posible asimismo
enfrentarse a la diversidad de usos lingüísticos haciendo un esfuerzo
sistematizador, con el objetivo último de llevar a cabo una reconstrucción
racional de las estructuras formales pragmáticas que sub-yacen a los procesos
de comunicación y entendimiento interpersonales.
Bajo la denominación común de teorías pragmatistas del significado se van a
estudiar planteamientos diversos y procedentes de distintas tradiciones. Pues
no sólo la tradición analítica que arranca con Wittgenstein y que encuentra
continuación en la teoría de actos de habla (Austin, Searle) parte de una
concepción del lenguaje entendido como actividad y meta-institución. También
la filosofía alemana ha llevado a cabo un giro lingüístico que, dejando atrás la
filosofía del paradigma mentalista, recupera el planteamiento que
Humboldt había anticipado y, con ello, supera el problema de Husserl: el del
carácter público e intersubjetivo de los significados; pero lo hace al precio de
reproducir el problema de Humboldt: el del relativismo inevitable ligado a la
diversidad irreducible de las perspectivas lingüísticas del mundo.
Puede decirse que lo que hace Husserl es subordinar su explicación del
lenguaje a una concepción antinaturalista de la experiencia pre-predicativa, que
pretende oponer a las concepciones «positivistas» de la experiencia sensible. Esta
aceptación de una experiencia prelingüística (Empfindungen, sensaciones o
vivencias) será puesta en cuestión y rechazada por Heidegger, quien, asumiendo
la misma concepción antinaturalista de la experiencia, hará valer que también
la experiencia supuestamente pre-predicativa ha de interpretarse ya como
actividad lingüística (Sein und Zeit)73. La posterior evolución del pensamiento de

73
Según Gethmann/Siegwart (1991), p. 554, esta tesis se encontraría sobre todo en la «doctrina
de los dos als» (als = como, en tanto que) expuesta en Sein und Zeit (§ 32 y s.). Las expresiones de la
forma «... als...» constituyen para la lógica tradicional la estructura fundamental de la predicación; a
partir de ellas se construyen los enunciados, intercalando la cópula. Heidegger defiende que la
experiencia que precede al enunciado —que para Husserl era pre-predicativa y extralingüística—
tiene también la misma estructura con als, es interpretación, y no percepción pre-lingüística. Llama
«ab apofántico» al que se refiere a un predicado que introduce una propiedad —como «... es un
martillo»—; pero existe un segundo tipo de estructura, que denomina «ab hermenéutico»: éste se
representa mediante la predicación de una acción o actividad —como «es para martillear»—. Esta
segunda estructura, aunque no se realice fonéticamente, está configurada según la misma estructura
introducida por als y es por consiguiente lingüística. Con ello, lo que en Husserl era aprehensión
originaria en la conciencia se convierte en Heidegger en un fenómeno secundario y subordinado a
actos de discriminación, identificación y articulación lingüísticos: «La percepción es un modo
deficiente de la interpretación».
Heidegger le llevará a lo que se ha denunciado como una «hipostatización» del
lenguaje. (Así, en Unterwegs zur Sprache se encuentra la famosa expresión: «El
lenguaje nos habla». Este aparece como una totalidad que determina toda forma
humana de actividad intelectual y práctica, y que niega validez a cualquier
proceso de entendimiento o a cualquier intento de fundamentar principios,
normas o valores universalizables). Desde el punto de vista de la teo ría del
significado correspondiente, el problema de esta reificación surge al asumir una
concepción holista y disolver la objetividad en una intersubjetividad basada en la
historia y la tradición.
De hecho, el giro lingüístico introducido por Heidegger en la filosofía
alemana encuentra continuidad de forma más elaborada en la ontología
lingüística (Sprach-ontologie) de H.-G. Gadamer. Este retorna al planteamiento
de Humboldt: el lenguaje aparece como el único medio en el que tiene lugar
una apertura del mundo 74. A pesar de la pretensión de universalidad del
método hermenéutico, éste afirma que la comprensión —entendida como
una revelación del sentido del texto o de la obra de arte— tiene lugar a partir
de un proceso dialógico y sobre el trasfondo de una pre-comprensión
(Vorverstündnis) en la que el intérprete se encuentra ya siempre. Este «perfecto
apriórico» (schon immer) de la hermenéutica deja sin poder garantizar, como
Gadamer pretende, la universalidad del proceso dialógico, al menos en cuanto a
sus rendimientos, ni permite reconstruir la pretensión de universalidad de las
ciencias o de otros ámbitos de la actividad y de la vida humana.
Este ha sido el objetivo explícito de la teoría de la pragmática universal, o
pragmática formal. En su origen esta teoría se encuentra ligada a la tradición
marxiana de la Escuela de Francfort, que en su «segunda generación» ha asumido el
giro lingüístico y ha intentado una síntesis teórica capaz de integrar las
preocupaciones críticas y prácticas de la tradición filosófica continental y las
aportaciones de la tradición analítica angloamericana. Su fundamento es
kantiano, si bien asume la «transformación semiótica» que rompe con el menta-
lismo de la filosofía de la conciencia: se trata de llevar a cabo una reconstrucción
racional de competencias presentes y que subyacen a las elaboraciones
cognoscitivas y prácticas —lo que remite a una contraposición entre ciencias
reconstructivas y ciencias descriptivas. Este tercer planteamiento intenta

74
Gadamer intenta evitar el relativismo a que conduce este planteamiento —así como el de los
autores introductores de la hermenéutica: Schleiermacher, Dilthey—; pero quiere, al mismo tiempo,
evitar los planteamientos metodológicos de las ciencias empíricas. Los textos de la tradición cultural y
las obras de arte aparecen como el lugar en el que, a través de la actividad interpretativa y
hermenéutica, tiene lugar una comprensión del mundo y de la persona del autor de la obra. La
«verdad» de esta comprensión se acredita en el acontecer (Geschehen) de una fusión de horizontes
(Horizontverschmelzung) que integra al texto y a su intérprete. Pero no hay una prueba argu-
mentativa de este acontecer, de este desvelamiento del sentido del texto.
integrar, por consiguiente, la aportación de los desarrollos en semántica formal
y la reconstrucción de Peirce y Mead de las estructuras pragmático -formales de
la interacción mediada por procesos de entendimiento lingüístico. Siguiendo a
Peirce, como presupuesto metódico se asume el postulado casi-kantiano de la
unicidad de la interpretación del mundo como «principio regulativo» de la
investigación y, en general, de los procesos de entendimiento lingüísticamente
mediados. La teoría parte de una perspectiva pragmática; entiende el lenguaje
como actividad y meta-institución, medio y telos de la comunicación y el
entendimiento; y se propone reconstruir el núcleo formal que, en tanto que
constituido por el conjunto de presuposiciones generales de la comunicación —las
«condiciones inevitables y máximamente generales del entendimiento posible» —
, está ya inscrito en toda lengua natural y en todo proceso de interacción
lingüísticamente mediado. La teoría tiene en cuenta la concepción del lenguaje
del segundo Wittgenstein y los intentos sistematizadores de la teoría de actos de
habla y desarrolla una concepción del lenguaje y del entendimiento lingüístico
que aspira a prestar apoyo a una propuesta filosófica de mayor alcance: una
teoría de la racionalidad comunicativa 75.
Así, pues, bajo la denominación común de teorías pragmatistas del lenguaje se
subsumen aquí tres planteamientos distintos, pertenecientes incluso a
tradiciones diversas, pero que comparten un punto de partida conceptual
decisivo. En primer lugar, se incluyen las teorías del lenguaje como uso que
arrancan del Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas y continúan, dentro de la
tradición de la filosofía anglosajona del lenguaje ordinario, con la teoría de
actos de habla. En segundo lugar, se incluye la hermenéutica filosófica que
asume el giro lingüístico a partir de la fenomenología de Husserl, y recoge al
mismo tiempo la tradición idealista alemana (neokantismo y neohegelianismo).
Finalmente, se incluye también la teoría pragmática universal de la última
Escuela de Francfort, descrita arriba. El rasgo conceptual que permite asociarlas
se justifica en la descripción que, con una orientación sistemática, se hace a
continuación de los tres grandes grupos de teorías del significado que se van a
estudiar.
ii. Teorías del significado

75
Se ha señalado de qué modo las nociones de lenguaje y razón están conectadas desde el
comienzo de la filosofía, y cómo el giro lingüístico que caracteriza a la filosofía del siglo xx está
anticipado en la crítica romántica a la concepción ilustrada de la razón: al poner de manifiesto el
carácter lingüístico de ésta, quedaba puesto en cuestión su supuesto carácter universal y autónomo.
El intento de esta teoría es recuperar un concepto de racionalidad que, sin renunciar a su
universalidad y su autonomía, muestre el modo en que estas pretensiones pueden responder a una
elaboración lingüística, en el contexto de procesos discursivos de argumentación racional.
El punto de partida de la tripartición que se presenta aquí 76, entre
enfoques o concepciones generales del significado y del lenguaje, parte de la
teoría lingüística de K. Bühler y su esquema relativo a las funciones que las
expresiones lingüísticas desempeñan en su triple relación con el hablante,
con el mundo y con el oyente o interlocutor. Este esquema, modificado
respecto a su presentación original, presta apoyo a la tesis de que el
lenguaje constituye un medio capaz de cubrir tres funciones distintas
internamente conectadas entre sí. Las expresiones lingüísticas empleadas con
intención comunicativa hacen posible:
1. expresar las vivencias del hablante;

2. representar estados de cosas;

3. establecer relaciones interpersonales con un interlocutor.

Se trata de las tres dimensiones que recoge la fórmula: entenderse/ con otro/
sobre algo.
Una concepción intencionalista del significado (Grice, segundo Searle) considera
que la función fundamental es la primera; el significado se explica, primariamente,
a partir de lo que un hablante quiere decir, o quiere dar a entender, en una situación
dada y mediante el uso de una expresión lingüística. Una concepción semantista, o
de semántica forman enfatiza la función representativa del lenguaje y reconstruye
la explicación del significado a partir de las condiciones de verdad de los
enunciados en su sentido lógico-formal (Frege, primer Wittgenstein, Carnap,
Quine, Davidson, Dummett). Las concepciones pragmatistas del lenguaje comparten
una explicación pragmática del significado en términos del uso que los hablantes
hacen del lenguaje, al coincidir en enfatizar la función práctica del lenguaje como
medio para el establecimiento de relaciones interpersonales y la comunicación.
Pero divergen entre sí en el modo de enfocar su investigación: ésta puede
responder a una pretensión puramente descriptiva, negando cualquier posible

76
Cf. el análisis propuesto por la teoría de la pragmática universal y que se encuentra expuesto,
en sus líneas fundamentales, en Habermas (1989): «Zwecktátigkeit und Verstándigung», en
Stachowiak (ed.), Handbuch des pragmatischen Denkens, vol. 3, Hamburgo, pp. 32-59, y asimismo en
Habermas (1988), pp. 105-135. En esta presentación es este planteamiento filosófico general el que
constituye el marco teórico que se ha asumido aquí. No obstante, ello no se hace de modo acrítico y
sin reservas. En el momento oportuno será preciso discutir las dificultades de esta concepción y las
críticas más recientes formuladas. De hecho, el último gran grupo de planteamientos bajo la
denominación común de teorías pragmatistas no sigue ya el esquema general citado; la teoría de la
pragmática universal, o pragmática trascendental en la versión de Apel, se comprende a sí misma
como una cuarta posición, capaz de integrar las aportaciones de tres planteamientos: semántica
formal, semántica intencional, y teoría del significado como uso—. A la presente toma de distancia le
subyace el intento de tener en cuenta las dificultades y críticas surgidas y las reelaboraciones llevadas
a cabo más recientemente.
trascendentalismo; o puede pretender llevar a cabo una reconstrucción de lo
que se afirma que constituye una competencia en principio universal: la que
permite participar en procesos de diálogo y argumentación orientados al
entendimiento y al logro de acuerdos, así como pretende también una
reconstrucción de los presupuestos necesariamente presentes en toda
interacción humana mediada lingüísticamente. Este segundo planteamiento está
en la estela de una transformación semiótica de Kant que se haga extensiva a todo
uso del lenguaje: propone una reflexión casi-trascendental que identifique las
condiciones de posibilidad y de validez de todo entendimiento posible alcanzado
argumentativamente.
Cada una de las tres teorías responde en su planteamiento a una de las tres
intuiciones fundamentales recogidas en el esquema de Bühler.
Concepciones intencionalistas
El intencionalismo comparte la concepción instrumentalista del lenguaje de la
filosofía tradicional. El hablante utiliza los signos lingüísticos y sus
encadenamientos como un medio que le permite transmitir a un oyente o
auditorio su estado de creencias o sus intenciones. Con ello se reproducen las
premisas de la filosofía de la conciencia. El hablante es visto como un sujeto
competente fundamentalmente en dos respectos: con respecto al mundo
objetivo, tiene capacidad para formarse representaciones de las cosas y
acontecimientos que tiene frente a sí; y, con respecto al mundo social, tiene la
capacidad de trazarse objetivos y planes de acción. Se trata de un sujeto que
actúa orientándose a determinados fines, y al que le salen al paso otros suje tos
de modo análogo. El que la interacción entre ellos esté mediada por el lenguaje
es algo secundario con respecto a su capacidad para representarse estados de
cosas y para trazarse fines. Los signos lingüísticos permiten influir sobre las otras
subjetividades en el contexto de la acción teleológica, introduciendo en ellos un
cambio en sus creencias o tratando de influir para que hagan algo. La explicación
del significado de las expresiones lingüísticas es un elemento dentro de la teoría
de la acción.
Esta teoría teleológica de la acción que sirve de marco al intencionalismo
reconstruye la interacción lingüísticamente mediada en los términos
siguientes. Un hablante H tiene la intención de causar un efecto r sobre
un oyente O, mediante la emisión de una expresión 'x' en un contexto
determinado; la explicación supone que 'x' no tiene aún un significado
convencionalmente fijado, sino que obtiene la significación que H le
presta y le es reconocible a O en esa situación dada. Para Grice, por
ejemplo, el efecto pretendido por el hablante consiste en que el oyente,
debido a la emisión de 'x', se vea movido al reconocimiento de la intención
de H y, al menos en parte debido a este reconocimiento, se vea movido
asimismo a un cambio en sus creencias o a realizar alguna acción. De este
modo, la función expresiva y la función apelativa del lenguaje se funden en un
único efecto: permitir a un oyente conocer la intención del hablante y verse
movido, con ello, a un cambio en sus creencias o en sus propias
intenciones.
El punto irónico de esta estrategia explicativa reside en que lo que «se quiere
decir» no está en modo alguno determinado por lo que de hecho se dice. El
contenido significativo de una expresión 'x' de H sólo se explica a partir de la
intención con la cual H emite 'x' en un determinado contexto, junto con el
reconocimiento por parte de O de esa intención. La estrategia está guiada por la
intuición de que el empleo del lenguaje no es sino una forma de manifes tarse la
soberanía general de un sujeto capaz de actuar movido por fines —el sujeto es
capaz de formarse representaciones y trazarse objetivos, y sólo después entra en
juego el lenguaje para dar nombre a los objetos y sus relaciones y asignar a los
signos un significado arbitrario. Cabe poner en relación este planteamiento con el
del propio Husserl, quien había afirmado que son determinados actos mentales los
que confieren o prestan sentido a las expresiones lingüísticas.
Hay que decir que esta concepción está en correspondencia con
intuiciones pre-teóricas básicas y que las modernas teorías intencionalistas de
la acción encuentran fuertes puntos de apoyo en teorías biológicas y
psicológicas, así como en la moderna teoría de sistemas y la teoría de juegos.
Pero no es menos cierto que, al reconstruir otros elementos que forman
parte irrenunciable de nuestra experiencia lingüística —como el carácter
público de los significados—, la teoría choca con dificultades conceptuales
insalvables. La presentación general que aquí se ha hecho del planteamiento
es fiel a la propia formulación de estas teorías y, al mismo tiempo, en ella
subyace un tipo de crítica que ha de justificarse a su vez. Se trata de la
contraposición entre una acción —y una forma de racionalidad— teleológica o
estratégico-instrumental, frente a otra forma de acción —y de racionalidad y de
empleo comunicativo del lenguaje— orientada al entendimiento. El enfoque
intencionalista no permite distinguir ambas formas de interacción
lingüística, al mismo tiempo que no da otro acceso a las representaciones y
las intenciones ocultas en la mente o en la conciencia originaria que el de
su exteriorización en el lenguaje.

Concepciones semantistas
La semántica formal está guiada por otra intuición. En su génesis histórica,
parte de una atención centrada en la función representativa del lenguaje y en su
empleo en la expresión del conocimiento relativo al mundo objetivo. Como
método adopta el del análisis de las estructuras lógicas y lingüísticas de las
expresiones, y atribuye al lenguaje un estatuto de autonomía respecto a las
intenciones y representaciones subjetivas de los hablantes. La práctica del
empleo del lenguaje y el componente psicológico en la comprensión por medio
del lenguaje ocupan un lugar muy secundario frente al sistema de reglas
sintácticas y semánticas. El objeto de la teoría del significado lo constituye la
estructura de las expresiones, y no las relaciones pragmáticas que hablante y oyente
establecen entre sí en el medio lingüístico. El empleo y la comprensión correcta de
una expresión no resultan de las intenciones de un hablante o de convenciones
acordadas por los usuarios de una lengua, sino de propiedades formales y de
reglas de formación de las propias expresiones. Con ello, la teoría del significado sale
fuera del contexto de la teoría de la acción y se transforma en análisis del
lenguaje en sentido estricto. Se acentúa con ello la función lógico-semántica y
cognoscitiva del lenguaje.
Ello explica la abstracción metodológica que la semántica formal lleva a cabo
con respecto al significado pragmático de las expresiones. La función
representativa enfatiza la relación del lenguaje con el mundo objetivo; la
unidad significativa mínima la constituye el enunciado, que expresa un estado
de cosas en el mundo. Y con ello se introduce una perspectiva ausente del
planteamiento intencionalista. Pues lo que afirma el enunciado hace referencia
a un estado de cosas en el mundo objetivo, compartido por hablante y oyente; la
pretensión de verdad del enunciado hace posible que el oyente se sitúe
críticamente, con un «sí» o con un «no», ante la emisión del hablante.
Esto no era posible todavía en la concepción tradicional del lenguaje, que
entendía la relación del lenguaje con el mundo según el modo de la relación del
nombre con lo nombrado. La relación entre el significante (el signo lingüístico o la
expresión) y el significado se entendía al modo de la relación entre un símbolo
(un signo con significado) y lo designado por él (el objeto referido o designado).
Considerar esta relación semiótica como la fundamental es lo que caracteriza a la
teoría del conocimiento de la filosofía de la conciencia 77. De hecho, tras la
asunción del giro lingüístico lo que se pone de manifiesto es que no son pri-
mariamente los nombres o las descripciones, las expresiones designativas en
general, que empleamos para referir a o para identificar objetos, lo que
establece el contacto entre el lenguaje y el mundo 78. El planteamiento de la
semántica formal que arranca de Frege ha roto de modo radical con este
planteamiento, al considerar que la unidad significativa mínima no es el nombre
sino el enunciado simple; la expresión nominal, el término singular en el caso
más simple, se ve extendido a un enunciado completo mediante alguna
determinación predicativa. La relación semántica fundamental no es la del

77
Cf. Tugendhat (1976), pp. 143 y ss.
78
Este es el punto central de la crítica de Quine a la tendencia, por parte de los usuarios de una
lengua, a instituir «ontologías».
nombre, sino la de la representación de una relación; y los «hechos» —estados de
cosas que efectivamente son el caso— son las unidades que hacen, a los
enunciados, verdaderos. Cuando se aplica a los sentidos de las expresiones
lingüísticas, este principio se conoce como el principio del contexto.
A esta formulación, que puede parecer antinatural y paradójica, le subyace la
asunción plena del giro lingüístico en filosofía y sus consecuencias. La teoría del
significado que permite formular vincula necesariamente significado y verdad.
Pues, si el significado de un enunciado viene dado por el estado de cosas que
dicho enunciado figura, reproduce o refleja; y si el enunciado es verdadero
cuando el estado de cosas expresado existe o es el caso, entonces es legítimo
afirmar que entendemos lo que significa el enunciado cuando conocemos las
condiciones bajo las cuales éste es verdadero. Las condiciones de verdad de un
enunciado sirven para explicar su significado: «Entender una proposición significa
saber lo que es el caso, cuando la proposición es verdadera»79.
Lo central de este nuevo planteamiento introducido por Frege 80, desde la
perspectiva que se sigue aquí, reside en el vínculo interno que establece entre
significado y validez —validez epistémica, o verdad—. La propuesta de la teoría
de la pragmática universal es la de extender esta idea al ámbito pragmático del
entendimiento por medio del lenguaje. Los participantes en la interacción se
entienden entre sí, al emplear enunciados, acerca de algo en el mundo. Las
unidades comunicativas mínimas que emplean son susceptibles de ser juzgadas
críticamente por los interlocutores, en la medida en que su emisión entraña una
determinada pretensión de validez, pretensión que el hablante presenta a su
interlocutor junto con el enunciado. Sólo gracias a este vínculo entre
significado y validez, y al hecho de que la comunicación tiene lugar mediante el
empleo de enunciados susceptibles de ser verdaderos y falsos, es posible entre
los interlocutores un entendimiento o un acuerdo acerca de la existencia de
estados de cosas problemáticos o investigados.
Con ello, puede decirse que el significado de un enunciado está ligado
internamente a su valor de verdad por medio de un potencial de justificación
que opera mediante razones. Pues las razones que un hablante está en
disposición de aportar para apoyar la posible verdad de un enunciado son
constitutivas del significado de ese enunciado. Pero esto supone ir más allá de
lo formulado por los primeros filósofos analíticos, y considerar —como ha
hecho Dummett— que las condiciones de verdad de un enunciado están

79
79 Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, prop. 4.024.
80
80 Aunque es posible encontrar, en la historia del pensamiento, precedentes de esta tesis, es
Frege el primero en introducirla con intención sistemática y en llevarla a un desarrollo teórico
completo.
vinculadas con el conocimiento que hablante y oyente tienen de ellas: pues, en
otro caso, no tendrían efecto para la comprensión del significado.
Concepciones pragmatistas
La intuición que subyace a las teorías del significado como uso parte de la
crítica de Wittgenstein a la semántica de condiciones de verdad —que él mismo
había defendido—. Wittgenstein descubre el carácter de acción de las
expresiones lingüísticas; su afirmación de la pluralidad de usos posibles del
lenguaje hace que la función representativa pierda su posición privilegiada. El
medio del lenguaje no sirve, de modo preeminente, para describir o fijar
hechos; junto a estos usos del lenguaje se sitúan otros muchos, como el de dar
órdenes o seguirlas, hacer promesas, narrar cuentos, saludar o apostar. Más
tarde, Austin intentará sistematizar y ordenar los posibles usos del lenguaje
dentro de unos pocos modos de empleo básicos, valiéndose para ello de lo que
llamará verbos realizativos explícitos. Y ello le permitirá analizar el doble
rendimiento de los actos de habla: por medio de ellos el hablante, al tiempo
que dice algo, «hace algo con palabras».
La fórmula que introduce Wittgenstein, y según la cual el significado de una
palabra consiste en su uso en el lenguaje según ciertas reglas, es susceptible sin
embargo de distintas interpretaciones. Pues, unida a afirmaciones como
«Entender el lenguaje significa dominar una técnica» 81, sugiere que las palabras
cumplen una función instrumental en el contexto de determinadas actividades
y en contextos de interacción, de tal modo que permiten al hablante realizar
sus propósitos gracias al efecto coordinador de la acción que esas herramientas
lingüísticas permiten. El planteamiento se aproximaría con ello al de una
semántica intencional. Pero existe una diferencia fundamental. Cuando
Wittgenstein habla de los juegos de lenguaje como contextos prácticos en los
que se determina el uso de las expresiones lingüísticas, no entiende la acción
como la actuación teleológica de un sujeto monológico que se mueve según sus
propios fines; los juegos de lenguaje son modos de comportamiento y de
acción humanos comunes, que define como el todo formado por expresiones
lingüísticas y actividades no lingüísticas. Lo que constituye el vínculo entre for -
mas de actividad y actos de habla es la concordancia regular en el interior de
una forma de vida intersubjetivamente compartida, o la precomprensión de
una práctica común regulada por usos e instituciones comunes. Aprender a
hablar un lenguaje es inseparable de la integración en una forma de vida. Esta
establece una conexión regular entre el uso de palabras y expresiones, por un
lado, y posibles objetivos y acciones, por otro.
Este planteamiento no enfatiza, como sí hace el intencionalista, el carácter
instrumental del lenguaje desde el punto de vista de un sujeto monológico

81
Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, §199.
orientado por fines, sino el entretejimiento del lenguaje con una praxis
interactiva que se refleja en una forma de vida. Con ello, la referencia al
mundo de la expresión lingüística retrocede hasta situarse por detrás de la
relación que establecen entre sí hablante y oyente 82. Esta relación es reflejo de
prácticas previamente establecidas en común. Con la gramática de los juegos
de lenguaje se abre la dimensión de un saber de fondo compartido
intersubjetivamente y un mundo de la vida, que constituyen el trasfondo
necesario para que sea posible el entendimiento lingüístico a partir de la
multiplicidad de funciones del lenguaje. De un modo paradójica mente similar
a lo que ocurría con la coincidencia de las tradiciones del romanticismo ale mán
y la filosofía post-analítica angloamericana, la filosofía wittgensteiniana alcanza
así un punto de llegada en común con la hermeneútica filosófica (Gadamer).
Cabe hacer, sin embargo, otra interpretación de la teoría de Wittgenstein.
En el contexto de un juego de lenguaje que los participantes dominan de modo
competente, los actos de habla prestan soporte a la práctica interactiva de un
modo muy distinto al prestado antes por las actividades coordinadas previas. La
preeminencia de los actos de habla comunicativos se debe a lo que Austin
identificó en el curso de su investigación como la fuerza ilocutiva del lenguaje. Por
medio de ella, la emisión de un acto de habla entraña al mismo tiempo la comu-
nicación del tipo de acción que el hablante está llevando a cabo; el oyente que
entiende el acto de habla puede, gracias a su doble estructura pragmática —
contenido comunicado, más modo de la comunicación—, identificar el acto de
habla como la realización de una determinada acción: el acto de habla cuenta
como una afirmación, como una promesa o compromiso, como una
manifestación sincera de vivencias, etc. Esta estructura reflexiva del lenguaje
corriente vincula el contenido proposicional comunicado mediante la expresión
con un compromiso del hablante: con el como qué cuenta su acto de habla. Ello
permite generalizar la idea de que el significado está internamente vinculado con
pretensiones de validez, que el hablante presenta ante su interlocutor con el acto
de habla y que permiten a este último adoptar una posición racionalmente crítica;
pues el vínculo entre significado y pretensiones de validez se establece merced a
un potencial de justificación que opera mediante razones.
Esta es la perspectiva fundamental de la teoría de la pragmática universal, que
se auto-presenta como una teoría intersubjetivista del significado. Lo es en el
siguiente sentido: el significado pragmático —lo que se ha llamado la fuerza

82
Esta afirmación, que la teoría de la pragmática universal valora de modo positivo, es el punto
del que arranca la crítica de C. Lafont (1993) y su demanda de que es necesario considerar, en el
ámbito del uso epistémico del lenguaje, la instancia de un mundo objetivo compartido como
condición que impide fundar la objetividad en la intersubjetividad lingüística y permite, con ello,
salvar a la teoría del relativismo al que se ve abocada de otro modo. A esta cuestión habrá de
volverse más tarde.
ilocutiva— del habla se explica en términos de un conjunto de dimensiones de
validez, que han de verse como pretensiones de reconocimiento intersubjetivo.
iii. Algunas cuestiones centrales en las discusiones contemporáneas
Génesis empírica y validez normativa del significado
El objeto de estudio de la filosofía del lenguaje lo constituye el lenguaje
natural humano; los diversos enfoques y planteamientos tienen en común la
pretensión de proponer una teoría del significado capaz de dar cuenta de nuestra
experiencia lingüística. «Teoría» aquí no tiene, en general, el sentido de una
teoría científica o empírica con carácter descriptivo; se trata más bien de
interpretaciones o concepciones generales que ofrecen un tratamiento sis-
temático del problema, identificando sus propias tesis y su método de estudio. Y,
en este sentido, puede delimitarse o demarcarse la filosofía del lenguaje con
respecto a las investigaciones que otras teorías científicas o de base empírica
llevan a cabo —la lingüística histórica o teórica, la antropología cultural, la
neurofisiología o, en general, teorías sobre el origen onto o filogenético del
lenguaje. Todos los planteamientos en teoría del significado comparten la idea
fundamental de que el lenguaje natural humano, o las lenguas naturales en su
diversidad, constituyen un fenómeno cualitativamente distinto al de las
formas de comunicación de la vida animal. A una consideración puramente
biologicista cabe contraponerle el hecho de que, mientras los lenguajes de
señales de especies no humanas pueden describirse en general en términos de
estímulos y respuestas y como actualización o realización de instintos, son
específicamente propios del lenguaje humano tres rasgos característicos que
cualquier teoría del significado ha de tomar en consideración 83: 1. el carácter
público e intersubjetivo de los significados lingüísticos; 2. la posibilidad de emplear
expresiones lingüísticas indéxicas, o referidas al contexto, cuyos significados
son en principio independientes del contexto; y 3. la adquisición de la
competencia o capacidad de generar, a partir de un número finito de elementos
lingüísticos, infinitas expresiones posibles en situaciones completamente nuevas.
Estas tres grandes cuestiones son tres problemas fundamentales a los que
cualquier estudio del lenguaje ha de dar respuesta. Y las tres permiten evaluar los
tres planteamientos sistemáticos en teoría del significado. Puede decirse que
cada uno de ellos da solución casi inmediata a una de las cuestiones y debe
acreditar su capacidad de resolver las otras dos.
Es posible comparar la tarea y los rendimientos de las teorías filosófico-
lingüísticas del significado con las teorías en filosofía política acerca del origen del
estado: las teorías contractualistas no resultan puestas en cuestión por lo que la

83
Se trata de los mismos tres fenómenos que hicieron inviable la explicación conductista en
lingüística. Cf. Chomsky (1967): «A review of B. F. Skinner's 'Verbal Behavior'», cit. en Habermas
(1989), p. 35.
investigación antropológica o histórica pueda establecer acerca de la génesis fáctica
de las distintas formas de estado. Una teoría contractualista no se ocupa de lo que
los juristas denominan una quaestio facti, sino de una cuestión de derecho: la de qué
justifica la legitimidad o la validez del estado de derecho moderno. De modo similar,
las teorías del significado no pretenden decidir acerca de cuestiones de génesis
histórica o de ontogénesis. Su pretensión es la de reconstruir el conjunto de
fenómenos que consituyen nuestra experiencia lingüística, así como dar cuenta de
la cuestión de derecho de cuáles son las condiciones de posibilidad y validez de
nuestras prácticas lingüísticas, del lenguaje como meta-institución y de los
procesos de entendimiento y elaboración discursiva que median en cualquier otra
forma de actividad humana teórica y práctica. Esta afirmación parece legítima
incluso en el caso de la semántica formal, o de teorías que se presentan con una
intención puramente descriptiva. Pues también aquí, como ya se puso de
manifiesto en una referencia anterior a Carnap, y como se espera confirmar en
adelante, entra en juego el elemento contrafáctico normativo —pues incluye
presupuestos regulativos— de una reconstrucción racional de estructuras formales
universales que subyacerían a la práctica lingüística real, o estarían presentes arti-
culando esa experiencia 84. No hay duda, sin embargo, de que se trata de una tesis
interpretativa, que habrá de encontrar justificación suficiente en los estudios
particulares posteriores.
Analítico/sintético. A priori/a posteriori
Este primer tema introductorio consta de una primera parte histórica y de
una segunda sistemática, internamente vinculadas entre sí 85. El objetivo ha sido

84
De modo provisional, esto no parece necesitar mayor justificación en el caso de las
concepciones semantistas del lenguaje, e incluso puede verse como resultado del movimiento de
«ascenso semántico» que caracteriza al giro lingüístico y, más en general, de cualquier actitud teórica
(cf. e.g. Carnap (1950), cit. supra, o Quine (1992): Pursuit of truth, ed. rev., Cambridge, Mass.; trad.
cast. de J. Rguez. Alcázar: La búsqueda de la verdad, Madrid, por donde se cita, aquí pp. 41-44). En el
caso de las teorías intencionalistas, tanto el análisis de Searle acerca de la estructura del acto mental
intencional, como las reglas pragmáticas de implicatura conversacional de Grice, se pueden entender
en este sentido. En la teoría del significado como uso según reglas del Wittgenstein de las
Investigaciones, la negativa de éste a cualquier posible sistematización no puede eludir la
continuación que de su planteamiento hizo la teoría de actos de habla de Austin. Finalmente, la
hermenéutica aspira, como método, a la «universalidad» que Gadamer intenta justificar en Verdad y
método.
85
Desde un punto de vista externo, los desarrollos que han tenido lugar en otras áreas de
conocimiento han sido determinantes para que tuviera lugar el giro lingüístico en filosofía. La primera
teoría semántica de Frege surge en el contexto del problema de fundamentación de la mátemática; la
teoría de la relatividad y la mecánica cuántica constituyen el marco de teorías científicas a las cuales
se orientaba la reflexión metodológica y de análisis del lenguaje del Círculo de Viena y de Quine; el
nuevo paradigma en biología y ciencias de la vida, así como la inteligencia artificial, son el marco de
referencia de la nueva filosofía de la mente en la cual se enmarcan las teorías intencionalistas, que
encuentran en la teoría de juegos su contrapartida en el ámbito de las ciencias sociales; el desarrollo
de la lingüística teórica y en particular el modelo de la gramática generativa subyacen como marco de
el de hacer una presentación de las principales concepciones del lenguaje en la
historia de la filosofía y de los problemas centrales que quedan así abiertos,
familiarizando al mismo tiempo con los conceptos y las tesis claves para las
teorías del significado contemporáneas. Hacer comprensible en qué ha
consistido el giro lingüístico significa facilitar el acceso a tesis de este nuevo
paradigma en la filosofía del siglo xx que resultan, cuanto menos, antiintuitivas
o contrarias a la comprensión pre-teórica que parecemos tener de nuestra
propia experiencia lingüística. Esta nueva perspectiva viene dada por la
aceptación de algunas conclusiones fundamentales, que pueden considerarse en
paralelo a los tres puntos antes mencionados como señas de identidad del
lenguaje humano.
1. En primer lugar, lo que distingue al giro lingüístico es la tesis de que sólo
es posible dar cuenta del conjunto de fenómenos complejos que llamamos
pensamiento o conciencia dando cuenta del lenguaje que los exterioriza 86. Esto
hace que uno de los fenómenos cruciales para evaluar una teoría del significado
sea el del carácter público e intersubjetivo del lenguaje. El abandono del
paradigma mentalista que esta tesis representa lleva al segundo y tercer punto.
2. En segundo lugar, se abandona la idea tradicional de que la relación
semiótica fundamental está configurada por el modelo designativo de la
relación entre un nombre o término singular con lo nombrado 87. La unidad
mínima de significado ya no es el nombre, sino la oración en la que se in tegra
—el enunciado como unidad semántica, o el acto de habla como unidad
pragmática—. Desde un planteamiento semantista, la pregunta por el significado
del enunciado no se ve remitida a una pregunta por el significado de sus partes
componentes; inversamente, la forma semántica de una clase de partes de
expresiones no es sino un momento abstracto de la estructura de las
expresiones complejas que las integra.
3. En tercer lugar, la pregunta semántica fundamental puede formularse
como la pregunta por qué significa entender una expresión lingüística de una
forma determinada. La pregunta por la forma semántica da paso, por

referencia tanto para Davidson como para la teoría de actos de habla y su continuación en la teoría
de la pragmática universal; y el desarrollo de los estudios en fonética y en lingüística comparada ha
proporcionado puntos de apoyo a posiciones neopragmatistas y post-estructuralistas que hacen, de
la categoría de la diversidad y de la tesis del relativismo lingüístico, sus señas de identidad. — Con
independencia de la complejidad de este tema, que requeriría estudios detallados, lo que se ha
intentado aquí es un tratamiento de orientación sistemática, que permita identificar conceptos, tesis
y planteamientos centrales para el estudio en curso, así como el modo en que determinados
planteamientos, lejos de ser afirmaciones dogmáticas, intentan responder a cuestiones insuficien-
temente resueltas por otros planteamientos anteriores.
86
Dummett (1993), p. 4.
87
Tugendhat (1976), pp. 190-192.
consiguiente, a una reflexión relativa a los presupuestos de la comprensión
o del entendimiento lingüístico, que fuerzan a superar la concepción
instrumentalista del lenguaje propia de la tradición filosófica anterior. Pero
abre, al mismo tiempo, una de las cuestiones más difíciles en teoría del
significado: si el lenguaje constituye una mediación inevitable en el acceso a
la realidad, y si desempeña además una función constituidora de nuestro
conocimiento, qué permite separar el saber de los hechos de un saber del
significado, o distinguir entre el conocimiento del lenguaje y el conocimiento
del mundo.
Así, Quine: «Se ha objetado que la pregunta por lo que hay tiene que ver
con los hechos y no con el lenguaje (...) Pero decir o dar a entender que hay esto
o aquello es una cuestión lingüística; y ese terreno lingüístico es el de las
variables ligadas (...) aceptamos que existen aquellas cosas a las que pensamos
que se refieren los pronombres relativos que usamos»88. Esta necesidad de
remitir nuestro conocimiento del mundo a un saber del significado se encuentra
ya explícitamente formulada en la tesis de la indistinguibilidad de lo analítico y lo
sintético, y se ve radicalizada en la crítica al tercer dogma del empirismo de
Davidson. Pero no sería acertado considerarla sólo una consecuencia inevitable
de las teorías holistas del significado. Pues también desde posiciones críticas
con este holismo, como las constructivistas de Dummett o la Escuela de
Erlangen, se hace preciso tener en cuenta el saber del significado de los
hablantes; éste se explica en términos de las razones virtuales que permiten
confirmar o considerar probada una afirmación. La idea es que una teoría del
significado que describa el entender una expresión como un estar en
posesión de determinado saber —relativo a las condiciones de verdad, o de
otro tipo—, ha de mostrar además de qué modo puede accederse a ese saber, si
es que ha de ser considerado como tal; sobre estas premisas, es legítimo
afirmar que entender una oración enunciativa significa saber qué tipo de
razones puede dar un hablante para convencer a un oyente de que está
justificado al afirmar esa oración como verdadera 89. De nuevo, por
consiguiente, el saber de los hechos transmitido por el enunciado está
determinado por el saber de las razones que fundamentan su afirmación —lo
que, a su vez, constituye el saber del significado. La adopción de una teoría
«molecular» del significado, como es el caso de Dummett, no evita la remisión
a un saber pre-teórico del significado que es preciso suponer en los hablantes.

88
Quine (1992), pp. 50-51.
89
Dummett (1975/76): «What is a theory of meaning?» (VII); I: en Wahrheit, trad. alemana de J.
Schulte, Stuttgart, 1982, pp. 94-133, aquí p. 129; II: en Evans/McDowell (eds.), Truth and meaning,
Oxford, 1976, pp. 67 y ss.
Garantizar la posibilidad de distinguir entre el saber del significado y el
saber del mundo parece obligar, como ha hecho Putnam en su crítica a Quine,
a recuperar la distinción entre lo analítico y lo sintético, y a defender que es
posible recuperar una relación semántica entre términos designativos y
objetos en el mundo no pre-determinada por el saber del significado o por las
categorías predicativas del lenguaje empleado 90. Su crítica se dirige
fundamentalmente a lo que Putnam considera una interpretación intensionalista
en teoría del significado —lo cual no deja de resultar irónico, si se tiene en
cuenta que esta interpretación se le imputa al crítico más radical del
intensionalismo, Quine. El punto de apoyo de la perspectiva de Putnam reside
en su carácter kantiano, al tiempo que asume el giro lingüístico. Intenta
recuperar la validez lingüística (pragmática) de la distinción analítico/sintético que
Quine ha rechazado, y para ello parte de una revisión del Principio de Caridad
de Wilson —según el cual hemos de asignar como designatum de una expresión
aquél que hace verdaderas el mayor número posible de creencias del hablante — y
de una crítica a la teoría de la referencia que subsume, y que lleva a ver el
nombre como sinónimo de una expresión descriptiva compleja. Frente a ello,
propone una teoría de la referencia directa que no entrañe la forma de holismo
del significado que se encuentra en Quine 91, y que Putnam considera una
consecuencia de teorías de la referencia indirecta o que asumen,
implícitamente, una concepción intensionalista del significado. Estas teorías
asumen que la referencia de los términos singulares viene fijada por el sentido
(intensión) de las expresiones que las contienen.
Lo que genera esta noción de referencia indirecta, y centra l a crítica de
Putnam, es la «disolución» por parte de Quine de la distinción
analítico/sintético mencionada. Pero su crítica se extiende a la teoría
verificacionista del significado y a la primera filosofía analítica, que mantienen
la distinción. Lo que genera consecuencias «indeseables» sería la
preeminencia de la intensión sobre la extensión. Putnam observa 92 que

90
En el trabajo ya citado, C. Lafont ha partido de esta posición de Putnam para defender, en
contra del holismo del significado tanto de la filosofía analítica como de la hermenéutica
heideggeriana, que la competencia de los hablantes para distinguir entre el saber del significado y el
saber del mundo se funda en la posibilidad de hacer un uso referencial de las expresiones nominales
como opuesto a su uso atributivo (Donnellan). La reelaboración de Cristina Lafont, que parte de su
estudio crítico sobre Heidegger, es radicalmente original y habrá de volverse sobre ella más adelante.
91
91 Cf. Putnam (1975a): «Language and reality», en id. (1975): MinaZ language and reality,
Cambridge, Mass., 1987, pp. 272-290, aquí p. 274. Putnam habla en este ensayo de una teoría
«causal» de la referencia (ibid., p. 290), aunque más tarde ha rechazado y precisado ésta como
«teoría de la cooperación social más la contribución del entorno en la especificación de la referencia»
(cf. Putnam (1994): «Sense, nonsense and the senses: An inquiry into the powers of human mind (The
Dewey Lectures 1994)», en The Journal of Philosophy 91/9 (1994), pp. 445-517).
92
92 Putnam (1975b): «The meaning of `meaning'», en id. (1975), pp. 215-271, aquí p. 255.
juicios que Kant habría clasificado como sintéticos a priori son considerados
por algunos filósofos del lenguaje como analíticos: pues, o bien son centrales
en el sentido de Quine (casi-inmunes a la revisión); o bien son deducibles a
partir de postulados de significado en el sentido de Carnap; o bien,
finalmente, resultan de sustituir en una tesis de la lógica sinónimos por
sinónimos en el sentido clásico. Con ello, se están haciendo coincidir las
nociones de analiticidad y aprioricidad, y ambas con la de verdad por convención
—en el sentido de lo comentado más arriba acerca del Círculo de Viena. La
primera posibilidad llevaría a aceptar como analíticos enunciados que
podrían resultar empíricamente falsos, lo que tanto Quine como Putnam
rechazan; las dos últimas posibilidades hacen que la única aprioricidad en el
conocimiento sea la que descansa, primordialmente, en convenciones de
significado. Y, contrapuestamente, los enunciados que establecen estas
convenciones están en dependencia lógica respecto a aquellos a los que se
reconoce centralidad. Esta confusión de las dos nociones lleva a la imposibilidad
de separar lo que es conocimiento de los hechos y lo que es saber del
significado.

En efecto, la importancia de esta crítica de Putman reside en el modo en que


pone de manifiesto el doble carácter, a priori y a posteriori, del lenguaje, y su
conexión asimismo con la identificación entre a priori y analítico, y a
posteriori (o empírico) y sintético, por los primeros filósofos analíticos, junto
con su rechazo de la existencia de verdades sintéticas a priori. La crítica llevada
a cabo por Quine del mantenimiento de la distinción analítico/sintético, unida al
rechazo de la noción de juicio sintético a priori, por parte de esta filosofía post-
analítica, lleva finalmente a disolver la distinción entre lo a priori y lo empírico:
pues es inevitable concluir que ambas nociones refieren no a formas posibles de
conocimiento, sino al estatuto de la instancia que media y es constituidora de
este conocimiento: el lenguaje. La crítica de Quine ha consistido en mostrar
que no hay enunciados sintéticos «puros», como tampoco analíticos «puros».
En el establecimiento de la verdad de los juicios sintéticos interviene el
significado de los términos y expresiones componentes; asimismo, en la
determinación del carácter analítico de un enunciado interviene la experiencia
—aunque ésta sea la experiencia lingüística de los hablantes. Si ahora se sustituye la
contraposición analítico/sintético por a priori/a posteriori, los enunciados a
priori serían verdaderos en parte en función de los significados de las partes
componentes, y estos valores semánticos (intensiones) vendrían fijados en gran
medida por convenciones y por determinaciones históricas. Este hecho afecta, del
mismo modo, a los enunciados empíricos: su verdad no depende tan sólo de la
experiencia sensible, sino también de la configuración lingüística de esa
experiencia.
Frente a esto, Putnam intenta mostrar que sí hay criterios que permiten
precisar la categoría de enunciado analítico 93 y ofrece una lista de cuatro, de los
cuales el fundamental es el último: establece el requisito de que el término que
realiza la función de sujeto en el enunciado que expresa el juicio no haya sido
introducido a partir de un «racimo de leyes», no pueda verse por consiguiente
como un rótulo que sintetiza una descripción definida compleja. Aquí Putnam
enuncia un contra-principio al principio del contexto fregeano, característico
del giro lingüístico de la primera filosofía analítica, y que no es sino una
extensión del principio de composicionalidad de Frege desde el ámbito de la
referencia al de la doble dimensión (sentido y relevancia) del significado: «el
principio de que el significado de una emisión completa es función de los
significados de las palabras individuales y las formas gramaticales que la
componen»94. En otro punto, Putnam formula lo que constituye el núcleo
central del problema que se quiere poner de manifiesto aquí: la afirmación de
Quine «de que no existe una diferencia sensible entre verdades analíticas y
sintéticas, pero que debería haber expresado diciendo que no existe una
diferencia sensible entre verdades a priori y a posteriori» 95.
Lo que esta discusión está poniendo de manifiesto es el doble carácter, a
priori y a posteriori, del lenguaje, en el sentido que ya se vio en Hamann y que
recoge la tradición anglosajona bajo la forma de la tesis de Sapir-Whorf, o del
relativismo lingüístico 96. Como ya se ha señalado al dar cuenta de la crítica
romántica a la Ilustración, el lenguaje es, a priori, indiferenciado y contingente;
pues, en su estructura y sus contenidos, no puede ser «deducido » de ningún
modo97. Pero a posteriori aparece como necesario e irrebasable; su estructura y sus
contenidos median en el acceso al mundo, a los otros y a la propia subjetividad.
Este problema está explícita o implícitamente presente en los diversos

93
Cf. Putnam (1975c): «The analytic and the synthetic», en id. (1975), pp. 33-69, aquí p. 65.
94
Ibid.
95
Putnam (1983a): «Two dogmas' revisited», en id. (1983): Realism and reason, pp. 87-97, aquí
p. 88.
96
Cf. n. 35, supra.
97
Esta perspectiva parecería, en principio, quedar puesta en cuestión o al menos no ser
compartida por una posición «chomskiana», que considere restringido y predeterminado lo que a
priori puede aparecer en el lenguaje y —en la versión más fuerte del principio de determinación de la
semántica desde la sintaxis— en la expresión lingüística del conocimiento del mundo. No sería
siquiera preciso asumir, siguiendo a Chomsky, la realidad psicológica o mental de estas estructuras
sintácticas; bastaría con aceptar la teoría como paradigma dominante en lingüística y suficiente-
mente confirmada desde el punto de vista de su adecuación descriptiva.— Y, sin embargo, esta teoría
lingüística no entraría en conflicto con la posición que defiende Putnam. Pues la cuestión central para
su defensa de una teoría de la referencia directa es el asegurar que determinados términos funcionan
como designadores rígidos, como términos indéxicos. En principio, no parece haber nada en contra
de que esta categoría semántica pueda codificarse en la sintaxis.
planteamientos en teoría del significado, y el modo de afrontarlo permite
confrontarlos entre sí. En particular, obliga a precisar qué se entiende en cada
caso por significado y qué principios metodológicos y objetivos orientan a cada
enfoque. Pues parte de la dificultad que surge cuando se intenta precisar el
estatuto de la filosofía del lenguaje reside en que no siempre se entiende lo
mismo bajo la rúbrica de teoría del significado; e incluso el término significado no
designa unívocamente.
Significado e intersubjetividad
Tradicionalmente, las teorías del significado han tenido que tener en cuenta
dos nociones, las de intensión y extensión, al intentar explicar o reconstruir de
modo satisfactorio la noción pre-teórica de significado. Serían dimensiones
complementarias. Pero, mientras la extensión de un término o expresión ha
podido definirse con precisión en el contexto de la semántica formal —
relativamente a la noción fundamental de verdad en un lenguaje—, la intensión
se ha asimilado al concepto, entendiendo éste como un contenido mental, o
como una entidad abstracta. La intensión, o concepto, o contenido de
significado correspondiente a un término se ha explicado, en el contexto de la
primera filosofía analítica, como un criterio que da condiciones necesarias y
suficientes para que un objeto pertenezca a la extensión del término; o, en un
sentido más fuerte (Carnap), como el criterio que permite reconocer si un
objeto particular pertenece o no a la extensión. Pero si se identifica
«significado» con concepto o intensión, entidad que sólo sería aprehensible
mediante un acto mental o psíquico individual, inmediatamente se plantean
los tres problemas que se habían señalado antes: el del empleo competente de
expresiones indexicales en situaciones particulares distintas (a.), el de qué tipo
de competencia permite generar infinitas expresiones a partir de un número
finito de elementos (b.), y, finalmente, el del carácter público e intersubjetivo
(«compartido») de los significados lingüísticos (c.).
1. Ya se ha hablado de qué noción de significado es la compartida por las
teorías intencionalistas. Estas teorías responden de modo satisfactorio a la
primera (a.); Grice, por ejemplo, parte de la noción de significado ocasional del
hablante, es decir, lo significado por un hablante, en una situación dada, para
llegar finalmente al de significado atemporal. Pero a la segunda cuestión (b.)
sólo puede responder asumiendo el marco formal de una lógica intensional
(Montague) que permita expresar, junto a las condiciones de verdad, las condi -
ciones de satisfacción de otros usos no enunciativos del lenguaje, y mostrando que
éstas se corresponden con las condiciones de satisfacción de los actos mentales
intencionales que prestan significado a las expresiones 98. La última cuestión (c.)

98
Así, el trabajo conjunto de D. Vanderveken/J. Searle (1985): Foundations of illocutionaty logic,
Cambridge, y Vanderveken (1996): «Illocutionary force», en Dascal et al. (eds.) (1992/96),

51
se convierte en la «prueba crucial» para una teoría intencionalista del
significado99.
2. Entre las concepciones semantistas, en el marco de la filosofía analítica,
no hay una única posición.
2.1. Dentro de la primera filosofía analítica tiene lugar una identificación de
las intensiones con elementos del pensamiento, aunque la noción de significado
subsume la doble dimensión de intensión y extensión. La unidad de significado
mínima es el enunciado simple, y las intensiones (o sentidos) de los términos o
expresiones componentes se explican en general en términos de su contribución
al valor de verdad de los enunciados de que forman parte. Frege atribuye a los
conceptos valor objetivo —en tanto que referencias de expresiones
predicativas—; pero son los sentidos correspondientes, que equivaldrían a las
intensiones, los que determinan las referencias o extensiones. Según ha
defendido Dummettm100, los sentidos determinan las referencias no sólo en el
sentido débil de que no puede darse el caso de que dos expresiones con el
mismo sentido tengan distintas referencias, sino también en el más fuerte de
que es el sentido el que permite especificar o seleccionar («single out») la
referencia. Por consiguiente, es la intensión la que determina —«dado cómo
están las cosas en el mundo»— la extensión. Carnap acepta que a la intensión
se accede por un acto mental individual, y —como se señalaba arriba— se
asume que es la intensión la que determina la extensión.

La semántica formal ha proporcionado modelos semánticos que las propias


teorías lingüísticas han adoptado para interpretar sus descripciones sintácticas
del lenguaje natural. Mediante un conjunto de reglas recursivas sintácticas —de
buena formación de expresiones y de transformación de unas expresiones en
otras— y semánticas —de interpretación de esas expresiones en términos de sus
condiciones de verdad— se hace posible responder de forma satisfactoria al
problema (b.) de la generación de expresiones complejas a partir de otras
simples. Basándose en la semántica de condiciones de verdad, algunos autores
han intentado mostrar que es posible una ampliación de ésta que incorpore
una formalización adecuada de otros usos del lenguaje —imperativos,

Sprachphilosophie/Philosophy of Language/La Philosophie du Language, Berlín y Nueva York, vol. 2,


1996, pp. 1359-1371. Estos trabajos se estudiarán en detalle.
99
En la fenomenología de Husserl, «intersubjetividad» es el nombre de todas las formas del Ser-
con-otros (Miteinandersein) de varios yo trascendentales o empíricos. El fundamento de este ser o
estar con los otros es una comunidad que tiene su origen en un yo trascendental cuya forma
originaria la constituye la experiencia del otro. El paso desde el yo trascendental individual a un
nosotros trascendental constituye el punto en el que se da el salto conceptual desde la subjetividad a
lo intersubjetivo; el problema es si Husserl llega a cubrir este salto conceptual.
100
Dummett (1993), p. 51.
interrogaciones, promesas—, así como de la dependencia contextual de las
expresiones indéxicas, en términos de sus «condiciones de satisfacción»; e
incluso se ha propuesto una semántica intensional para las fuerzas ilocutivas
del lenguaje101. Estos desarrollos, paralelos al desarrollo de las lógicas
intensionales o no clásicas (lógica temporal, modal, deóntica, etc.), intentan dar
respuesta a la primera cuestión (a.).
La observación del carácter público del lenguaje es central, en la medida
en que va unida a la exigencia de comprobación intersubjetiva de las teorías
científicas. Para Frege, la intersubjetividad se funda en el carácter objetivo de
los pensamientos y ello remite en su caso la última cuestión (c.) al estatuto
que cabe conceder a este ámbito onto-semántico 102. A partir de Carnap, se
denomina intersubjetivo a todo enunciado cuya validez puede ser juzgada, en
principio, por cualquier sujeto epistémico. Con ello, se vuelve a poner de mani -
fiesto el vínculo interno entre significado y validez intersubjetiva; pero la
posición de partida sigue siendo la del solipsismo metodológico 103. Este es uno
de los aspectos que centrarán la crítica de Quine y de la filosofía post-analítica.
2.2. El rasgo definitorio de la epistemología de Quine es el de su rechazo de
las nociones intensionales para dar cuenta de la relación semántica de las
expresiones lingüísticas con la realidad (de su «significado») y del uso
cognoscitivo del lenguaje. Pues «la relación entre una teoría científica y las
observaciones que la sostienen (...) es la relación por la cual esas sentencias [las
afirmadas por la teoría en relación con dichas observaciones; C.C.] obtienen su
significación» 104. Ha defendido que la lógica de predicados de primer orden es
suficiente para expresar formalmente la mayoría de las teorías científicas y ha
mostrado que un lenguaje de este tipo con constantes individuales es
equivalente a otro que no las contenga, haciendo con ello posible prescindir
también de la noción de referencia en el sentido tradicional. Su tratamiento de
los contextos referencialmente opacos en las oraciones de actitud
proposicional y en las cláusulas modales 105 le permite defender la suficiencia

101
Así, E. Stenius, E. Tugendhat, A. Kenny.
102
CE discusión posterior, cap. 2.1.1.iv.
103
De hecho, en el Aufbau Carnap introduce la categoría de un modo preciso, en el contexto de
su sistema fenomenista. Designa con él una coordinación del centro de coordenadas de distintos
sistemas de constitución, tal que deja invariantes las relaciones espaciotemporales y cualitativas. Cf.
Carnap (1928): Der logische Aufbau der Welt, Leipzig (trad. cast. de L. Mues: La construcción lógica
del mundo, México, 1988), § 146-149.
104
Quine (1974): The roots of reference, La Salle, III.; trad. cast.: Las raíces de & referencia,
Madrid, 1988, por donde se cita, aquí p. 53.
105
En particular, las cláusulas de actitud proposicional de dicto se tratan como citas literales y se
sustituyen por su deletreo; las cláusulas de actitud proposicional de re se tratan como términos
indéxicos extraños a la teoría. Véase después, cap. 2.2.3.i.
de una lógica extensional clásica. Todo lo anterior da respuesta a la cuestión
(b.)
En relación con el problema de las nociones intensionales, considera
metodológicamente imprescindible la «adherencia a elementos externos», y ha
propuesto sustituir las teorías del significado tradicionales por una teoría de la
referencia. Esta noción de significado, ligada en el nivel más básico del lenguaje a
observaciones empíricas, mantiene por consiguiente en este nivel el solipsismo
metodológico de la primera filosofía analítica y la concepción instrumental del
empirismo clásico. La noción de intersubjetividad que incorpora no es
originariamente lingüística, sino que, por el contrario, la intersubjetividad del
lenguaje viene garantizada por la «inmediatez intersubjetiva» de las
observaciones: «tiene que haber algunos puntos de referencia no verbales,
circunstancias no verbales que se puedan apreciar intersubjetivamente y
asociar inmediatamete con la emisión adecuada» 106. La noción de
intersubjetividad que entra en juego es, por consiguiente, la de Carnap: validez
cognoscitiva de un enunciado que puede ser así juzgado, en principio, por
todos (c.)
Sin embargo, la teoría coherentista de la verdad que es básica en la
epistemología de Quine hace que, cuando se abandona este nivel observacional,
la teoría de la referencia propuesta se convierta en una teoría holista del
significado. Hay un aprendizaje que depende del lenguaje, el cual pasa a ser
visto, de modo global, como una competencia social, lo que introduce la necesidad
de una semántica conductual —si es que se quiere mantener el valor epistémico de
la teoría. El problema del significado es inseparable, bajo esta perspectiva, del
problema de la identidad de significados y del de la traducción 107. Este es el
ámbito, por consiguiente, de la nueva teoría del significado propuesta. La
intersubjetividad del lenguaje, que depende de la igualdad estimulativa
intersubjetiva, se convierte en problemática en niveles superiores en los que el
aprendizaje está lingüísticamente mediado. Quine ha optado, finalmente, por
considerar innecesaria la propia noción mencionada: es el lenguaje, como
destreza social, el que garantiza la comunicación con éxito en esos niveles de la
teoría: «Las oraciones observacionales siguen funcionando como el punto de
partida para el acceso al lenguaje (...) pero el carácter fáctico que las distingue se
ve enturbiado ahora por nuestro rechazo de la noción de una gama de estímulos
compartidos por diversos individuos. Lo único que es aquí radicalmente fáctico
es la fluidez de la conversación y la efectividad del intercambio (...) La uniformidad
externa viene impuesta por la sociedad, que nos enseña nuestra lengua y exige

106
Ibid.
107
Cf. Quine (1992), pp. 86-87.
fluidez en la comunicación» 108. La consecuencia de esta radicalización de
elementos ya presentes en los primeros trabajos de Quine es inmediata: una
concepción holista del significado, y la imposibilidad de separar nuestro
conocimiento de los hechos y nuestro aprendizaje lingüístico de los significados.
El mismo sentido tiene la nueva definición de oración observacional que
Quine ofrece, y de la que la referencia al reconocimiento intersubjetivo de su
validez epistémica se convierte en un elemento necesario: el respaldo evidencial
de la ciencia lo constituyen «oraciones directa y firmemente conectadas con
nuestros estímulos (...) asociada[s] afirmativamente con una gama determinada
de estímulos del sujeto y negativamente con otra (...) el asentimiento o el disenso
[debería ser] inmediato (...) Una exigencia adicional es la de la intersubjetividad: a
diferencia de lo que ocurre cuando informamos acerca de sentimientos, la
oración debe suscitar el mismo veredicto en todos los testigos de la situación
lingüísticamente competentes»109. El que se haga necesario introducir esta
última condición como un requisito normativo y adicional pone de manifiesto la
dificultad que plantea el que Quine no haya llegado a romper con la perspectiva
del solipsismo metodológico, que ya se hacía explícita con claridad cuando
afirmaba que el aprendizaje lingüístico depende de «una sensación introspectiva
de disposición a repetir la sentencia oída» 110. Y pone de manifiesto, asimismo, la
dificultad teórica de reconstruir el dominio de lo intersubjetivo desde el
ámbito de la subjetividad. Esto obliga a plantear, de nuevo, la cuestión (c.);
pero ahora se convierte en un principio contrafáctico, que se exige
normativamente para conceder validez cognoscitiva a una oración
observacional. Lenguaje e intersubjetividad remiten uno a otro: «Es en el
lenguaje donde la intersubjetividad hace acto de presencia» 111.
2.3. La crítica de Quine a la noción de referencia tradicional ha sido a su
vez objeto de la crítica de H. Putnam; como ya se ha visto, éste ha considerado

108
Ibid., p. 74.
109
Ibid., p. 19 [curs. mías, C.C.]
110
Quine (1974), p. 64 [curs. mías, C.C.]
111
Ibid., p. 75. El problema de la intersubjetividad, a partir de la noción de identidad
estimulativa intersubjetiva, es precisamente el que permite introducir, desde el ámbito de la teoría
del significado, la diferencia de planteamiento entre W. V. O. Quine y D. Davidson. Este último ha
propuesto localizar los estímulos no en el sistema neurológico, sino en el exterior: en aquella causa
más inmediata, y común a todos los sujetos, de las manifestaciones relevantes de la conducta de
éstos. El estímulo deja de ser algo sólo vivido o experimentado de modo solipsista por cada sujeto
epistémico, y lo sustituye una situación compartida que tiene lugar en el mundo exterior. El tipo de
«monismo anómalo» que defiende Davidson vuelve a reproducir, sin embargo, el mismo problema:
cómo garantizar que las formas, irreductiblemente mentales, de agrupar estados y hechos físicos,
tengan lugar «del mismo modo» en todas las mentes individuales, y cómo se accede a estas
elaboraciones salvo en el medio intersubjetivo del lenguaje: Éste es el que permite hablar de una
situación compartida. Este problema se tratará con mayor detalle; cf. cap. 2.2.4.
que esta posición, que subsume de hecho una teoría de la referencia indirecta,
lleva a la forma de holismo del significado que impide distinguir entre los
problemas relativos al significado y los relativos a la fijación de creencias en las
teorías científicas. Putnam ha caracterizado a las teorías del significado
tradicionales en términos de una doble asunción: i. que conocer el significado
de una expresión equivale, en términos epistémicos, a encontrarse en cierto
estado psicológico; además, ii. que el «significado» de un término, en el
sentido de su intensión, determina su extensión; o, en otras palabras, que la
identidad de intensiones entraña la identidad de extensiones 112. Esta segunda
no es sino la interpretación «débil» que Dummett propone para el principio del
contexto fregeano cuya versión «fuerte» establecía que el sentido permite
especificar la referencia. Si se extraen las consecuencias de estas tesis, y se tiene
en cuenta lo visto en los puntos anteriores, parece legítimo reconstruir lo
que preocupa a Putnam como sigue. La transición de una a otra tesis equivale a
la transición desde la subjetividad de los contenidos mentales individuales a
elementos en el mundo exterior —entidades y sus propiedades y relaciones—
que, de acuerdo con lo que se muestra en el lenguaje, han de ser identificados
de modo idéntico por todos. Si el conocimiento del mundo exterior es
inseparable del conocimiento de los significados lingüísticos —que introducen
determinadas formas de categorización, de división y relación—, la objetividad
y la validez del conocimiento se están fundando en la intersubjetividad del
saber de fondo, lingüístico y compartido; se da lugar con ello a una forma de
relativismo lingüístico irrebasable, aun cuando se conserven el carácter falible y
la revisabilidad de las teorías.
El punto central de la propuesta de Putnam consiste en proponer una
nueva noción de significado, entendida como una construcción que se lleva a
cabo a partir de un conjunto de reglas semánticas 113. Esta construcción ha de
hacer posible distinguir con claridad entre aquellos elementos componentes
del significado de un término que proceden del saber de fondo lingüístico
previo, y aquellos otros elementos, extra-lingüísticos, que forman parte
también del significado y aportan un saber del mundo que no es tá lingüís-
ticamente predeterminado. Técnicamente, esta teoría del significado se apoya
en una teoría de la referencia directa y en dos principios básicos, a los que cabe
atribuir —no lo hace así explícitamente Putnam— el carácter de presupuestos
pragmático formales y parte integrante de la competencia de los hablantes. El
primero es el principio de la división del trabajo lingüístico y afirma que la fijación
de la referencia descansa en el trabajo separado de comunidades de especialistas.
El segundo establece la indexicalidad, o estatuto de designador rígido, de
muchas expresiones nominales o términos singulares, lo que permite «no

112
Putnam (1975b), p. 219.
113
Ibid., p. 271.
ignorar» la contribución del entorno: podemos continuar haciendo referencia
al mundo y a los objetos en él, con independencia del valor de los
conocimientos —predicaciones y atribuciones— que provisionalmente
asociemos con dichos objetos. Con ello, Putnam está dando cuenta de las
cuestiones (b.) y (c.). La construcción reglada del significado de un término
puede describirse como la especificación de un vector, que incluye: i. lo que
ha de considerarse conocimientos cuya posesión corresponde a la competencia
individual del hablante —marcadores sintácticos y semánticos, y el estereotipo—;ii.
lo que no constituye un conocimiento o un saber, sino que «cae» del lado del
mundo y no del lenguaje: la extensión114.
Esta propuesta no está exenta, sin embargo, de problemas. Pues, como lo
muestra su evolución posterior, nada garantiza que los procedimientos de
fijación de la referencia no dependan a su vez del saber de fondo lingüístico
previo —lo que estaría en consonancia con las tesis de Quine. Ni está claro si
Putnam pretende renunciar a la posibilidad de proporcionar modelos
semánticos para el lenguaje natural —más que una posibilidad, si se piensa en
la incorporación que la lingüística teórica contemporánea ha hecho de la lógica
formal. Por otra parte, su crítica a la primera filosofía analítica parece no hacer
justicia a ésta: hace una lectura «realista» de las teorías de la referencia
indirecta, sin considerar qué ocurre en el caso del lenguaje lógicamente
perfecto postulado normativamente por Frege, Russell o Wittgenstein: pues lo
que caracteriza a los nombres lógicamente propios dentro de este marco
lingüístico es su carácter de designador rígido. Sin embargo, de nuevo a favor
de Putnam parece jugar la interpretación constructiva que de Frege han
hecho autores como Dummett, Thiel o Schneider. El problema reside en que,
si la tesis de la referencia directa se adopta sobre la base de argumentos
funcionales —es esta práctica, consciente o inconscientemente adoptada por
los hablantes, la que opera—, entonces o bien no escapa a una determinación
contextual, o bien retrocede hasta una posición mentalista115. Y, si se entiende en
un sentido kantiano, parece llevar finalmente a la necesidad de postular «tér -
minos sintéticos a priori». La idea fundamental de Putnam parece ser que las
condiciones de la identificación del referente «como algo» no pueden hacerse
coincidir con las condiciones de posibilidad de la comunicación lograda. En su

114
Ibid., p. 269.
115
Es el caso de las posiciones defendidas por G. Evans (1982): The varieties of reference, ed. de
J. McDowell, Oxford, 1991, o G. McCulloch (1990): The game of the name, Oxford. También lo es el
de posiciones como la de Fodor, al asumir lo que en general se ha caracterizado como internismo: la
posición que defiende que los significados y los contenidos han de caracterizarse sin hacer mención a
factores externos al sujeto, como su entorno o su comunidad lingüística; contenidos y significados
serían algo que «sobreviene» a lo que sucede dentro de los límites corporales del propio sujeto.
Sobre esta oposición entre internismo y externismo semánticos, cf. A. García Suárez (1997): Modos
de significar. Una introducción temática a la filosofia del lenguaje, Madrid, pp. 129-132.
rechazo de la crítica de Quine a la distinción analítico/sintético, Putnam está
presuponiendo que hay alguna noción de un conocimiento sintético a priori que
aún puede salvarse. Sobre ello, y sobre su crítica al holismo del significado que
descansa en el intensionalismo, basa su propia teoría del significado en su
primera etapa funcionalista y su posterior epistemología realista interna —
finalmente abandonada por una forma de naturalismo. Al entender la función
designativa de determinadas expresiones lingüísticas como un modo de empleo
consistente en especificar la referencia y tal que no entraña una atribución
predicativa, y presuponer que este empleo es una competencia lingüística, está
adoptando una posición pragmatista casi kantiana. Con esta mención sólo se
pretenden indicar por el momento problemas que quedan abiertos para un
tratamiento posterior.
3. Finalmente, en el caso de las teorías pragmatistas el tema enunciado ha
de constituir, en el curso de su presentación, la cuestión central. Aquí el
punto de partida es el de un lenguaje compartido; lingüisticidad, o
entendimiento en el medio compartido de un lenguaje común, e
intersubjetividad pueden verse como expresiones (casi) sinónimas. El propósito
es llevar a cabo una descripción, o una reconstrucción racional, de las reglas prag-
máticas que son constitutivas de esa práctica, de la que se enfatiza su carácter de
acción. Ello supone que la cuestión (c.) se convierte en presupuesto teórico
fundamental —en una especie de elemento primitivo de la teoría, con el valor
de un presupuesto regulativo para los hablantes y condición para la posibilidad
y validez del entendimiento lingüístico—, y que en lo relativo a la cuestión (b.)
se acepte la validez de lo que las teorías lingüísticas puedan establecer,
considerando que, en el ámbito de la pragmática de la comunicación, lo que una
pragmática empírica puede describir como regularidades presentes es
insuficiente para dar cuenta de aquello que es objeto de la reflexión filosófica.

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