Sei sulla pagina 1di 51

ENTRE LA GUERRA Y LA PAZ

LA POLITICA COLOMBIANA EN EL CAMBIO DE SIGLO


(1990-2018)

Gina Paola Rodríguez


Doctora en Ciencias Sociales
Universidad de Buenos Aires (UBA)
Docente-investigadora
Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas
Universidad de La Pampa (UNLPam)
e-mail:paolitarodriguez@yahoo.com

INTRODUCCIÓN

Colombia ha transitado por diversos acuerdos de paz pero se


encuentra lejos de doblar la página de la violencia política. Más de
cinco décadas en guerra con un saldo de 300 mil muertos, 8
millones de desplazados y 9.5 millones de hechos victimizantes,
hacen del posconflicto un momento de especial vulnerabilidad para
la sociedad colombiana. Los retos del presente exigen conocer qué
ocurrió en el pasado analizando las continuidades y rupturas del
proceso histórico y entendiendo que, si bien no se trata de una sola
y misma violencia, la persistencia de condiciones estructurales de
exclusión política e injusticia social está en la base de las múltiples
conflictividades que aún hoy se resisten a desaparecer. Este capítulo
reconstruye tres décadas de la historia política colombiana
mostrando cómo en el cambio de siglo, el movimiento pendular entre
la guerra y la paz resume un proceso de profundización y
degradación de la violencia acompasada por intentos espasmódicos,
parciales y, en ocasiones fallidos, de resolución. El trabajo se
estructura en cuatro apartados. En el primero, se da cuenta del
contexto que rodeó la reforma constitucional de 1991, un proceso en
el que los colombianos depositaron sus esperanzas de
modernización política y pacificación social de la mano de la
desmovilización de algunos grupos insurgentes. En el segundo
acápite, se describen las esperanzas frustradas tras la reforma. La
nueva carta, que dotó de marco legal al modelo neoliberal y
normalizó la legislación de excepción esbozada en las décadas
anteriores, no fue la solución esperada a problemas endémicos,
agravados por la crisis del modelo criminal articulado en torno a los
carteles del narcotráfico y el surgimiento de una segunda generación
de pequeños capos con mayor poder de penetración en la política y
la economía regionales que sirvió como plataforma de despegue al
proyecto paramilitar.

El agudizamiento de las contradicciones La segunda parte del


capítulo describe el desarrollo del proyecto paramilitar empezando
por su incubación legal en las Cooperativas de Vigilancia y
Seguridad Privada para la autodefensa agraria (CONVIVIR) (1994),
pasando por la fundación de las Autodefensas Campesinas de
Córdoba y Urabá (ACCU) y su versión ampliada, las Autodefensas
Unidas de Colombia (AUC) en 1997. Estas últimas se expandirán en
paralelo a la realización de los diálogos de paz entre el gobierno de
Andrés Pastrana (1998-2002) y las FARC-EP. La unificación de
grupos paramilitares otrora atomizados bajo la bandera de las AUC,
apuntó al logro de un espacio de negociación con el Estado en un
potencial escenario de desmovilización (Romero, 2003). En su
ascenso, fue notable el recrudecimiento del conflicto armado a
través de modalidades como las masacres, el despojo de tierras y el
desplazamiento de población. Incluso en las manifestaciones más
excesivas, la violencia parainstitucional sigue una doble lógica:
instrumental, orientada a la retoma de recursos materiales,
territoriales, o burocráticos; y expresiva: dirigida a la producción de
sentido, a la transmisión de un mensaje para los otros actores
armados y para la población sobreviviente.
En el tercer acápite nos adentramos en el análisis de la “Política de
Defensa y Seguridad Democrática (PDSD)” a la cual entendemos
como una convalidación legal, política, económica y simbólica del
proyecto contrainsurgente encabezado por los grupos paramilitares y
sus redes de apoyo. Describimos los pilares de este proyecto, los
recursos legislativos y políticos a partir de los cuales fue
implementado y la arremetida militar que lo respaldó. Además
visualizamos la producción simbólica a partir del cual se construyó
un nacionalismo anti-insurgente con enorme capacidad de
polarización, como base de legitimación de la acción criminal de las
fuerzas armadas, los grupos paramilitares y sectores ingentes de la
clase política, el poder latifundista y el empresariado nacional y
transnacional.

Cerramos el capítulo con un vistazo a los reductos del


paramilitarismo que son presentados como un fenómeno de nuevo
cuño bajo la nomenclatura de Bandas Criminales Emergentes
(BACRIM). Las innegables líneas de continuidad entre estas bandas
y la antigua estructura de las AUC, así como su increíble capacidad
para el ejercicio de la coerción, la criminalidad y el control político en
distintas regiones del país denotan, no sólo el fracaso del proceso de
desmovilización iniciado en 2003, sino la incapacidad del Estado
colombiano para controlar la fuerza que delegó en manos privadas,
una vez que ésta adquirió estatus y autonomía más allá del
programa contrainsurgente.

No es casual que uno de los puntos más álgidos de las discusiones


del proceso de paz de La Habana (Cuba) fuera la persistencia del
fenómeno paramilitar en el país. Mientras se registra la acción de
más de 4.000 hombres armados en 17 departamentos de Colombia,
el Gobierno insiste en reducir su explicación a un problema de
crimen organizado. Paralelamente, muchos de los paramilitares que
se acogieron a los beneficios de la Ley de Justicia y Paz están por
quedar en libertad tras cumplir penas ridículas por la comisión de
crímenes de lesa humanidad. En estas condiciones, nuestra
investigación termina con una nueva incógnita: ¿estamos ante la
conformación de una tercera generación paramilitar?

1. La esperanza reformista

Históricamente, las esperanzas de cambio y modernización política


en Colombia se han afincado en el desarrollo de reformas
constitucionales y normativas con las que se espera transformar los
modos de organización del Estado, la sociedad y el poder. En 1988,
las expectativas se depositaron en la descentralización político-
administrativa, que permitió la elección popular de alcaldes y
gobernadores departamentales, tras un siglo y medio de mandato
centralista. En sus comienzos, la descentralización fue percibida por
los líderes del régimen bipartidista concentrados en Bogotá como
una respuesta a la pérdida de legitimidad estatal y como una terapia
contra el poder adquirido por la insurgencia en las regiones. Pero
paradójicamente, la devolución de poder a las regiones tuvo el
efecto opuesto. El aumento de la competencia electoral en el ámbito
local, propició un recrudecimiento de la violencia a medida que la
izquierda, representada en la Unión Patriótica, aumentaba su poder
en los comicios. Así se sentaron las bases de conflicto sangriento
entre los que insistían en la redefinición del sistema político y los que
defendían el statu quo. La violencia se volvió parte de la rutina
política como resultado de la competencia electoral de los actores
armados en diferentes regiones.

El desarrollo de las negociaciones entre el gobierno nacional y las


guerrillas a comienzos de los noventa estuvo atravesado por la
animosidad de los procesos electorales. Pero también aumentó las
expectativas de los movimientos sociales, que vieron en los
diálogos con la insurgencia la oportunidad para hacer escuchar su
voz y promover sus propuestas. Sin embargo, los riesgos de
desequilibrio a favor de las guerrillas, sus aliados y simpatizantes en
los balances políticos regionales, provocaron la reacción de sectores
de las nuevas y viejas élites locales que rechazaron con vehemencia
la incorporación de los antiguos insurgentes y sus propuestas dentro
de la agenda pública. El ingreso de la izquierda en la competencia
política local, la discusión pública de agendas con énfasis en los
derechos y la justicia social, y las repercusiones de estos debates
para las élites locales, hicieron que sectores del bloque dominante
se pusieran alerta ante la posibilidad de un potencial escenario
revolucionario. Un segundo ciclo de violencia paramilitar emerge al
calor de tres grandes procesos: las negociaciones de paz con las
guerrillas; la reforma constitucional de 1991 y la normalización del
sistema penal de excepción.

1.1. Una paz mediocre

Entre 1982 y 1986 el gobierno de Belisario Betancur y las FARC-EP


habían llevado a cabo un proceso de diálogo en el que se
alcanzaron los Acuerdos de la Uribe (1984). Allí convinieron un cese
bilateral al fuego, el abandono de prácticas como el secuestro, la
extorsión y el terrorismo por parte de las FARC, y el compromiso
estatal con políticas estructurales como la modernización y
democratización de las instituciones, la reforma agraria y el
establecimiento de garantías para la acción política de los
guerrilleros desmovilizados. Como fruto de este último punto nació
en 1985 la Unión Patriótica (UP), partido político conformado por ex-
guerrilleros, miembros del Partido Comunista, indígenas, estudiantes
y líderes sociales. El proceso de paz fracasó ante la presión de las
Fuerzas Militares que continuaron con las acciones bélicas
generando desconfianza entre las partes e imposibilitando la
verificación del cese al fuego. Tras la toma del Palacio de Justicia
por guerrilleros del M-19 en noviembre de 1985 arreciaron las
operaciones de “guerra sucia” perpetradas por miembros de la
fuerza pública, grupos paramilitares y narcotraficantes cuyo corolario
fue el genocidio de la Unión Patriótica (Ortiz, 1999; Cepeda Castro,
2006).

En paralelo a los diálogos de La Uribe tuvo lugar un proceso de


unificación de los grupos guerrilleros bajo la Coordinadora Nacional
Guerrillera (CNG). De esta hicieron parte en sus inicios, el ELN, el
PRT, MIR-Patria Libre y el Quintin Lame, agrupaciones que se
habían mantenido al margen de la mesa de paz de Betancur.
Posteriormente ingresaron el EPL y el M-19 y, en septiembre de
1987, se sumaron las FARC-EP, dando nacimiento a la
Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (CGSB). Durante su corta
existencia, la CGSB llevó a cabo seis cumbres bolivarianas
conjuntas en las que se discutió la realización de un Acuerdo
Popular y Democrático que contrapesara la política antiterrorista del
Estado (FARC-EP, noviembre de 1987).

El camino hacia la integración fue complejo, dado el escalamiento de


la violencia paramilitar y narcoterrorista y la diferencia de criterios en
torno al desarrollo de los procesos revolucionarios entre las
organizaciones guerrilleras. Así, se formaron al interior de la CGSB
tres corrientes de acción: la del M-19, más proclive a negociar tras la
dejación de las armas; la de las FARC, el EPL, el Quintín Lame y el
PRT, que defendían la idea de negociar cambios estructurales antes
de la rendición; y la del ELN, que consideraba inapropiado negociar
en ese momento y sólo pretendía la aplicación de los Convenios de
Ginebra para “humanizar” la guerra.

El fraccionamiento se hizo evidente en el curso de las


desmovilizaciones futuras. En noviembre de 1989, el M-19 y el
Gobierno Nacional firmaron el Acuerdo de Santo Domingo, donde el
grupo guerrillero anunció la desmovilización de todos sus frentes
armados y el Gobierno aplicó el indulto a todos los ex guerrilleros,
con miras a su inclusión en una futura reforma de la Constitución
Nacional.1 En un lapso corto de tiempo, se sumaron a la iniciativa el
PRT, el Quintin Lame y una fracción mayoritaria del EPL.2
Entusiasmada por la rendición de las otras guerrillas y por la caída
del bloque soviético, la administración de César Gaviria (1990- 1994)
pretendió que el esquema desarme-desmovilización-reinserción
seguido por M-19 fuera imitado por las FARC y el ELN. Pero las
FARC tenían la convicción de que un esquema tal solo era aplicable
a una insurgencia derrotada política y militarmente. Su lectura crítica
del Acuerdo de Santo Domingo, como un proceso en el que el
debate giró en torno a las prebendas que el M-19 podía lograr
individualmente, y no alrededor de las transformaciones
estructurales del modelo de desarrollo político y económico3; y el
asesinato de Carlos Pizarro, líder desmovilizado del M-19 el 26 de
abril de 1990, aumentaron su desconfianza hacia el gobierno.

Finalmente, las FARC y el ELN quedaron marginadas del proceso


de paz y de la reforma constitucional. En el momento en que se
realizaban las votaciones para conformar la Asamblea Constituyente,
fue bombardeado Casa Verde, campamento sede del Secretariado
Nacional de las FARC ubicado en La Uribe (Meta). Pese al golpe, las
FARC mantuvieron el diálogo con el Gobierno en dos rondas
especiales adelantadas en Caracas (Venezuela) y Tlaxcala (México)
entre 1991 y 1992. En esta última propusieron una agenda de doce
puntos que comprendía, entre otros temas, reformas políticas para
la ampliación de la democracia, políticas de estímulo a la industria y
la producción agropecuaria, defensa de los recursos naturales,
fortalecimiento de la función social del Estado, lucha contra la
corrupción administrativa, cambio de la política militar de guerra total
y enemigo interno, desmonte de los grupos paramilitares y de
autodefensa, redistribución de la tierra e indemnización a los
afectados por la violencia.

Hay quienes acusan al proceso de Tlaxcala de maximalista, dada la


amplitud de la agenda y la aspiración de la CGSB de lograr acuerdos
estructurales antes del desarme. Sin embargo, no fue esa la causa
de la ruptura de las conversaciones en octubre de 1992, sino el
cálculo del gobierno de que podía diezmar militarmente a la
insurgencia una vez que el clima de concordia y buena voluntad que
rodeó a la constituyente quedaba en el pasado. El secuestro y
asesinato del ex ministro Argelino Durán por guerrilleros del EPL que
no se habían incorporado a las negociaciones fue argüido por el
presidente Gaviria como una señal de poco compromiso con la paz.

Lo que siguió fue la declaratoria de una “guerra integral” a todos los


movimientos pertenecientes a la Coordinadora. Tras la fuga de Pablo
Escobar de la cárcel “La Catedral”, en julio de 1992, Gaviria declaró
el estado de conmoción interior, renovó la cúpula militar y buscó
infructuosamente que se aprobara una nueva figura de excepción
constitucional en el Congreso. El estado de excepción se prorrogó
nuevamente en febrero y mayo del año siguiente y fue levantado en
agosto tras ser declarado inconstitucional. Durante estos meses,
fueron expedidos 36 decretos en materia de orden público que
incluyeron medidas que fueron desde el ofrecimiento de inmunidad a
los delatores que contribuyeran a la captura de líderes guerrilleros y
narcotraficantes, el otorgamiento de funciones de policía judicial a
las Fuerzas Militares, hasta la sanción de alcaldes y gobernadores
por contrariar la exclusividad presidencial en el manejo de orden
público, la regulación de informaciones en los medios de
comunicación y el estricto control a los contratistas del estado para
neutralizar las líneas de suministro financiero de las guerrillas (Leal,
2002: 94). Buena parte de estos decretos fue incorporada a la
legislación permanente mediante la Ley 104 de 1993, bautizada
como “Ley de pulso firme y mano tendida”, por disponer al mismo
tiempo, el indulto a guerrilleros desmovilizados y el fortalecimiento
económico e institucional de las Fuerzas Armadas, que mantuvieron
funciones de apoyo judicial.
Aún con esta ambivalencia, la perspectiva del gobierno fue enfática
en ampliar y difuminar las características del enemigo interno:
guerrillas, narcotraficantes y delincuencia serían por igual amenazas
para la seguridad nacional, y los tres merecerían un tratamiento
policivo-punitivo. El discurso “igualador” de la “guerra integral”,
desconocía el carácter político de la guerrilla y volcaba sobre ésta la
capacidad represiva del Estado; daba un trato preferente a los
narcotraficantes que decidían acogerse a la política de sometimiento
a la justicia y colaboraban con el Bloque de Búsqueda4 en la
persecución al líder del Cartel de Medellín; y mantenía la inacción
estatal con respecto a los grupos paramilitares. Estos últimos
replantearon su sistema de alianzas para trabajar codo a codo con el
cartel de Cali y colaborar con el gobierno en la captura de Escobar.

1.2. La refundación neoliberal del contrato social

La desmovilización parcial de la insurgencia y la declaración de


“guerra integral” contra las FARC y el ELN por parte del gobierno,
denotan la situación ambivalente en la que se encontraba la
izquierda a comienzos de los años noventa: fortalecida en su
componente militar, luego de estar próxima a la extinción a finales de
los setenta, pero debilitada políticamente, como producto del
exterminio sistemático de su militancia en manos de militares y
paramilitares, y de su incapacidad para conciliar distintas subculturas
revolucionarias. El destacado desempeño electoral de la Unión
Patriótica en 1986, no pudo estar acompañado por un proyecto
político de receptividad masiva, y la fragmentación de la
Coordinadora Nacional Guerrillera echó por tierra una oportunidad
histórica para plantarse como bloque frente a los partidos
tradicionales. Por otra parte, ante la multiplicación de sus
adversarios (fuerzas armadas, narcotraficantes y paramilitares), la
posibilidad de polarizar el campo político en la diada Estado-
insurgencia se vio seriamente mermada como modo de presionar la
salida negociada al conflicto. Buena parte de las dificultades de la
izquierda para presentarse como un actor de peso ante el gobierno
provino del propio modo en que éste diagnosticó la situación del país
a finales de los ochenta, haciéndola aparecer como un panorama de
violencias dispersas, irreductibles unas a otras y con igual
responsabilidad sobre el deterioro del tejido social.

La manera de cartografiar la violencia tuvo efectos no sólo en las


acciones que desplegó el Estado con miras a su morigeración, o en
la estructura de oportunidades de los distintos grupos armados sino,
fundamentalmente, en la manera de editar la memoria y la historia
nacional (Jaramillo, 2014). En los años previos a la reforma
constitucional de 1991, el gobierno de Virgilio Barco auspició la
creación de una comisión de expertos y académicos civiles y
militares para que ofrecieran su valoración acerca de la situación
colombiana. El resultado fue el Informe Colombia, violencia y
democracia, donde los comisionados describieron un escenario
caracterizado por la presencia de múltiples violencias heterogéneas
(política, urbana, organizada, contra las minorías étnicas, mediática
y familiar) que se intersectaban y retroalimentaban. De este modo, la
violencia insurgente y la “guerra sucia”, fueron aisladas del marco
estructural de conflictividad social en cuya base estaba la exclusión
política, la desigualdad social y el conflicto agrario, para ser
relativizadas y puestas en el mismo lugar que otras violencias como
la derivada de la inseguridad y el sicariato.

Con base en este dictamen, la recomendación de la Comisión al


gobierno Barco, fue que acometiese cuanto antes un proceso de
negociación con los actores armados, y que abriese un proceso
constituyente con miras a la reforma de la Carta Política (Comisión
de Estudios sobre la violencia, 1987). Muy a tono con las retóricas
del transicionismo de los años ochenta, la Comisión de
violentólogos encontró en la reforma institucional la panacea para
resolver la crisis estructural que venía escalando en el país desde
antes que hicieran su aparición los sicarios y narcotraficantes. Al
tiempo que organizaba gran parte del conocimiento sobre la
violencia, a partir de la formulación de taxonomías, la Comisión
produjo y administró la narrativa oficial sobre la situación
colombiana.

De ahí que no sorprenda la insistencia de Barco en reformar la


constitución como modo de superar todos los males que aquejaban
al país. Este fue el caballito de batalla de su mandato y perseveró
en él incluso a costa de lo ordenado por la propia constitución. Tras
varios intentos fallidos de instalar la reforma, el 3 de mayo de 1990,
haciendo uso de los poderes especiales del estado de sitio, Barco
promulgó el decreto 927 mediante el cual se incluyó dentro de las
elecciones presidenciales del 27 de mayo la propuesta de convocar
a una Asamblea Nacional Constituyente. Así repitió una costumbre
remanida de la clase política colombiana: confiar en la
performatividad del derecho como salida milagrosa en momentos de
intensificación de la conflictividad social.

En el mismo año que el informe de los violentólogos veía la luz, el


constitucionalista Hernando Valencia Villa publicaba un libro en el
que denunciaba el fetichismo jurídico que impregna a la historia
colombiana, haciendo creer a políticos y ciudadanos que la
elaboración a granel de normas, permite modernizar y desarrollar el
país:

(...) puede ser visto en la Colombia de hoy -1987- como una


metodología válida para hacer el cambio social por medios
civilizados. En la práctica, sin embargo, esta incansable apelación al
cielo, al cielo de las constituciones, debe ser cuestionada y
desaconsejada hasta tanto opere como una herramienta para
simular la participación y el desarrollo y preservar en realidad un
régimen minoritario que habla y escribe el mejor discurso legal de la
tierra. Por ahora, el último refugio de la democracia es el guardián de
la constitución, una institución no electiva y políticamente
irresponsable que en cualquier caso ha contribuido más que ninguna
otra autoridad a la crítica y limitación de los poderes discrecionales
del legislativo y del ejecutivo (Valencia Villa: 1987,167).

Aunque la refundación nacional no sobreviene tras cada pacto


constitucional, si es dable decir que en cada uno se rubrica un
reacomodo del bloque en el poder. Las reformas constitucionales
han permitido a los partidos tradicionales “actualizar” el arreglo de
élites y redefinir su enemigo común. En el proceso del 1991 ocurrió
lo propio. Desde antes de su posesión como Presidente de la
República, César Gaviria dirigió una carta a Álvaro Gómez, Antonio
Navarro Wolf e Ignacio Vélez Escobar, jefes del conservatismo, la
Alianza Democrática AD-M19 y el Partido liberal, respectivamente,
con la propuesta de conformar una Asamblea Constituyente de
cincuenta miembros, nueve de los cuales serían nombrados por el
propio Ejecutivo. Además planteaba las fechas de desarrollo de la
Asamblea, las materias a discutir y las normas de funcionamiento del
órgano reformador. El 2 y 3 de agosto de 1990, Gaviria como
presidente electo y jefe del partido liberal, llegó a un acuerdo sobre
la convocatoria de la Asamblea Constituyente con los líderes de las
tres colectividades, en ausencia de todos los demás partidos,
organizaciones y movimientos políticos que fueron marginados de
las reuniones que llevaron a suscribir el acuerdo5 (Ahumada,
2002:180).
El acuerdo de élites fue mimetizado como iniciativa popular con la
convocatoria a un plebiscito en el que los ciudadanos fueron
llamados a sancionar la puesta en marcha de la Asamblea y la
elección de sus miembros. Con las reglas de funcionamiento y el
temario previamente definidos, el refuerzo plebiscitario de la fórmula
presidencial, sin precisión de sus alcances, encarnó la expresión
más neta del tipo de democracia en ciernes. Una donde estaban
ausentes la deliberación pública y las fórmulas para decidir sobre
ella. Una donde el punto de gravitación del pacto social era el
Presidente de la República, con las ampliaciones y precisiones
recomendadas por las mayorías políticas. Una que se ponía en
movimiento por las disposiciones del estado de sitio.
La Asamblea Constituyente fue conformada en diciembre de 1990
tras unas elecciones en las que se registró una abstención del 84%.
Lo que siguió a la votación fue la revocatoria del mandato del
Congreso, la prosecución de un camino inconstitucional para
reformar la Carta y la asignación de poderes absolutos a la
Asamblea en nombre de la institucionalización y pacificación del
país. Auto eximida de cualquier control de constitucionalidad, la
Asamblea otorgó al Ejecutivo amplios poderes legislativos durante
los seis meses que el Congreso estuvo cerrado. En nombre del
“revolcón”6 y administrando la expectativa popular por la
“Constitución de la Paz”, la élite neoliberal tuvo carta abierta para
implantar su programa político y económico.
Como en buena parte de los países latinoamericanos en los que se
llevaron a cabo reformas constitucionales en la década del noventa,
el proceso colombiano se caracterizó por sus rasgos elitistas y
autoritarios, manifiestos en su vocación de refuerzo de los poderes
presidenciales y debilitamiento del Congreso. Las nuevas
prerrogativas del ejecutivo incluyeron campos como la planeación y
toma de decisiones en materia de economía, relaciones
internacionales y reorganización de la administración pública y la
rama judicial. Además se amplió el espectro de intervención
presidencial mediante la inclusión de dos estados de excepción que
reemplazaron el antiguo estado de sitio y habilitaron a la cabeza del
ejecutivo para el uso de facultades especiales: el estado de guerra
exterior (art. 212) y el estado de conmoción interior (art. 213). Para
completar el presidencialismo cesarista, el artículo transitorio N° 8
facultó al jefe de gobierno para convertir en legislación permanente
los decretos expedidos bajo el viejo estado de sitio, instituyendo la
discrecionalidad como forma de ejercer el gobierno.
La de 1991 fue una reforma constitucional y no un cambio que
implicara un nuevo régimen político. El aspecto democratizador de la
Carta puede rastrearse en la ampliación del catálogo de derechos
más allá de los concebidos por la tradición demo-liberal, para incluir
el reconocimiento de derechos económicos, sociales y culturales; la
apertura al derecho internacional de los derechos humanos; la
introducción de los mecanismos de participación ciudadana; y el
reforzamiento del control de constitucionalidad con miras a restringir
las medidas de excepcionalidad (Uprimny, 2006). Sin embargo, los
demás componentes de la reforma pusieron serios límites a la
realización del articulado garantista, demostrando los límites y
contradicciones del texto constitucional. Por ello, sin desconocer los
avances en materia de derechos y garantías individuales, obliga
decir que buena parte de las propuestas en materia económica y
judicial fueron en contravía de la democratización y la lucha por la
igualdad, de tal manera que la CP/91 implicó modernización, pero no
por ello progresismo o robustecimiento de la democracia.

En el campo económico, la reforma otorgó poderes al presidente en


materia de planeación, política fiscal, elaboración del presupuesto
nacional y manejo de la deuda externa y el comercio exterior, así
como en la reestructuración de la actividad financiera, bursátil y
aseguradora; aunque el cumplimiento cabal de la ortodoxia
neoliberal estuvo garantizado por la reforma del banco emisor,
declarado autónomo en su calidad de autoridad monetaria,
cambiaria y crediticia del país. Por su parte, las políticas de apertura
económica, privatización e integración regional se convirtieron en
normas en los artículos 226 y 227. En el mismo espíritu, el artículo
336 decretó que el gobierno podría enajenar o liquidar las empresas
monopolísticas del Estado y «otorgar a terceros el desarrollo de su
actividad cuando no cumplan los requisitos de eficiencia, en los
términos que determine la ley». Además, el artículo 150 suministró la
base constitucional para la intervención de las organizaciones e
instituciones financieras internacionales sobre la economía del país,
por medio de los tratados que suscribiera el Estado colombiano con
autorización del presidente.
Otro punto fundamental de la reforma fue la consagración
constitucional del reordenamiento territorial. El proceso de
descentralización administrativa iniciado en 1988 con la elección
popular de alcaldes y gobernadores, se profundizó en el 91 con la
reducción de las responsabilidades del Estado central y su traslado a
los entes territoriales (departamentos y municipios), que desde
entonces asumieron la ejecución del gasto social. A posteriori, la
falta de sistemas de información y de rendición de cuentas auspició
una ejecución clientelar de los presupuestos por parte de los
mandatarios locales que desviaban los recursos a sus arcas
privadas o al financiamiento de campañas políticas. A esto se
sumaría en la década de los 2000 la captura de rentas públicas por
parte de los actores armados (guerrillas y paramilitares) que, a
través de amenazas y actos de violencia contra la población,
desplazaron a los políticos locales que no se sometieron a sus
órdenes.
En lo que hace a la reforma de la rama judicial, se destacó el
enorme peso adquirido por el presidente a partir de funciones como
el nombramiento de los miembros de la Corte Constitucional, el
Fiscal General de la Nación, y los miembros de la Sala Jurisdiccional
del Consejo Superior de la Judicatura, asumiendo el control político
del Poder Judicial. Por su parte, la reforma administrativa facultó al
ejecutivo para eliminar o fusionar entidades públicas y para modificar
la estructura de los ministerios, departamentos administrativos y
otros organismos nacionales. A partir de entonces, el presidente
Gaviria emitió sesenta y dos decretos eliminando las empresas del
Estado y allanando el camino para su privatización.
La puesta en marcha del modelo neoliberal precisó la movilidad y
flexibilidad de la fuerza laboral de acuerdo con las premisas de la
internacionalización de la economía. En este sentido apuntó la Ley
50 de 1990 de reforma laboral, que además de precarizar los modos
de contratación, produjo un deterioro notable en las condiciones
salariales, socavó la estabilidad laboral y debilitó la ya lánguida
organización sindical restringiendo el derecho de organización
gremial de los trabajadores. Para completar el cuadro, el 23 de
diciembre de 1993 se aprobó la Ley 100 que reformó el sistema de
salud y la seguridad social dejando su administración en manos
privadas.
El paquete neoliberal fue edulcorado con los discursos de la
democracia participativa y el multiculturalismo. La primera se
convirtió en el arma para desprestigiar a la vetusta democracia
representativa y echar mano de los poderes del Congreso, al tiempo
que se exigía la participación de las comunidades locales en la
gestión de servicios requerida por la descentralización
administrativa. La solución individual-local de las necesidades
sociales fue falsamente delegada en instituciones consultivas como
las Juntas Administradoras Locales (JAL), mientras que el locus de
la planeación, formulación y evaluación de las políticas públicas se
mantuvo en los predios de la tecnocracia neoliberal, encabezada por
el Departamento Nacional de Planeación (DNP) y el Ministerio de
Hacienda. A través del “empoderamiento” de las comunidades, el
Estado se descargó de la responsabilidad de garantizar servicios
sociales y promovió entre los ciudadanos la expansión de la lógica
“emprendedora” de las ONGs.
La retórica del pluralismo cultural encastró a la perfección en el
nuevo armado institucional. En el proceso de reforma, las
reivindicaciones indígenas encontraron un terreno fértil para
desarrollarse. Con la elección de dos constituyentes indígenas,
Lorenzo Muelas (20.083 votos) y Francisco Rojas Birry (25.880
votos) la Constitución del 91 reconoció del carácter pluriétnico y
multicultural de la nación colombiana. La etnopolítica promovida por
la nueva constitución prometió la participación de indígenas y
afrodescendientes en el aparato estatal. Para ello reformó el modelo
de ordenamiento territorial, habilitó la apertura de circunscripciones
electorales para la participación de los indígenas y las comunidades
negras, y formalizó sus derechos territoriales y culturales. El proceso
de reetnización, refuncionalización y reinvención de las identidades
indígenas y afrodescendientes, en esta coyuntura, hizo de su
despliegue una cuestión estratégica, en tanto mejoraba la estructura
de oportunidades políticas de los participantes en relación con otros
modos de articulación de demandas (como la de los trabajadores o
los campesinos). En este escenario, las luchas por la identidad, en
general, y por la etnicidad en particular, tendieron a desplazar las
reivindicaciones en términos de clase o ideología, con lo que las
contradicciones del modelo de acumulación, que estaban en la base
de la conflictividad social, fueron invisibilizadas, y la energía de las
luchas reconducida al ámbito de la cultura.7
El tono de la Carta coincidió con el nuevo rol que asumieron las
agencias de desarrollo de los organismos multilaterales en el
financiamiento de los costos sociales del modelo económico,
quienes vieron en el discurso multicultural una estrategia para
canalizar los conflictos étnicos recrudecidos en la década del
ochenta. Las exigencias del mercado de menos constricciones y
más aperturas a nivel global, forzaron a convertir las luchas por el
reconocimiento en políticas capaces de reimaginar las relaciones
entre poblaciones étnicas, Estado y mercado, especialmente en
aquellos territorios ubicados en lugares estratégicos para la actividad
económica de las transnacionales.
1.3. La normalización del sistema penal de excepción
La implementación del neoliberalismo en clave económica, política y
cultural, corrió en paralelo a la normalización del sistema penal de
excepción diagramado durante las décadas del estado de sitio.
Desde finales de los ochenta, el gobierno Barco se preocupó por
mejorar y endurecer los mecanismos de control social con miras a
mantener el “orden público” y garantizar la seguridad a los mercados
e inversiones. La racionalidad penal elaborada desde entonces se
destacó por su carácter autoritario y economicista, dada su
recurrencia al uso intensivo del castigo como mecanismo de control
de la violencia, la desigualdad y la exclusión social; y a la
introducción de los dogmas de la responsabilidad individual y la
eficiencia de los mercados en el campo del control penal (Iturralde,
2010:21). En este sentido, la reforma del sistema penal en Colombia,
siguió la tendencia neoliberal global que entendía la democracia
como una mezcla de libre mercado y Estado fuerte en el control del
delito y la inestabilidad social (Wacquant, 2010)8.
La legislación de orden público que se normalizó en el nuevo texto
constitucional había sido esbozada entre 1987 y 1988 en reemplazo
de la justicia penal militar declarada inconstitucional. El Estatuto para
la defensa de la democracia (Decreto 180 de 1988), más conocido
como “Estatuto Antiterrorista” guardó una increíble similitud con el
Estatuto de Seguridad Nacional que amparó tantas violaciones de
derechos humanos en tiempos de la Administración Turbay. Con la
idea de «enfrentar [la] situación de violencia generalizada y de
ataques premeditados a las instituciones democráticas que se han
manifestado en el auge de actos terroristas», el Estatuto tomó como
modelo las legislaciones de Italia, Francia, Alemania, el Reino Unido
y España para ampliar la definición del delito de terrorismo,
aumentar las penas por su comisión, y penalizar otras conductas
facilitadoras o conexas a éste (Iturralde, 2010). De este modo,
acciones vinculadas con la acción insurgente y la protesta social
fueron tipificadas como delitos asociados al terrorismo:

(…) los actos de sabotaje, que son comunes en las huelgas; los
discursos públicos o las pintadas que se consideraran subversivas y
apoyaran el terrorismo; la promoción de las marchas campesinas sin
permisos oficiales; ciertas formas de comportamiento durante las
manifestaciones, como llevar pasamontañas y arrojar objetos; y la
posesión ilegal de propaganda subversiva, armas o uniformes de
uso exclusivo de las fuerzas armadas (Iturralde, 2010:99).

Las transmisiones radiales y las noticias de prensa sobre la situación


de seguridad también podían llegar a ser consideradas como
incitación a participar en actos terroristas y ser penalizadas hasta
con diez años de cárcel.9 Hubo así mismo, una mayor restricción de
las garantías individuales que en el Estatuto de Turbay. Se restringió
el recurso de habeas corpus por delitos incluidos dentro del Estatuto
Antiterrorista. Los soldados y policías podrían detener sin orden
judicial a cualquier individuo sospechado de terrorismo y mantenerlo
preso durante diez días antes de llevarlo a juicio, y extender su
detención hasta 210 días sin dictado de sentencia por parte de un
juez de orden público.
En virtud del nuevo estatuto, las fuerzas armadas vieron
aumentados sus poderes para registrar domicilios particulares en
busca de “terroristas” y controlar manifestaciones públicas. La
puesta en acción de las nuevas prerrogativas pudo observarse en la
huelga general del 27 de octubre de 1998 cuando fueron detenidos
al menos mil sindicalistas de la Central Unitaria de Trabajadores
(CUT) y fue suspendida la personería jurídica de otras siete
organizaciones sindicales.
Para atacar a los carteles de la droga, Barco implementó la
extradición por la vía administrativa, rehabilitando una medida que
había sido declarada inconstitucional en 1984. Además, autorizó a
las fuerzas militares para la interceptación de llamadas telefónicas
en la persecución de actividades de terrorismo y tráfico de drogas.
Sin embargo, sería la creación de la Justicia sin rostro, el elemento
que terminaría de consagrar la justicia de excepción. Con la idea de
blindar a la Justicia de Orden Público de las amenazas de los
carteles, se adoptaron medidas para mantener en reserva la
identidad de los jueces y los testigos en casos de terrorismo y
narcotráfico, y hacer secretos los procedimientos de esta
jurisdicción.
Entre 1991 y 1996, la justicia penal de excepción, no sólo no
desapareció sino que entró en una etapa de expansión y
sistematización (El Espectador, 6 de junio de 2015). Con la
administración Gaviria las normas del Estatuto Antiterrorista fueron
reeditadas en el Estatuto para la defensa de la Justicia (Decreto
2790 de 199010). Mediante este decreto, se ordenó la legislación
abundante y dispersa en materia de justicia penal de excepción, y se
la fortaleció económica y administrativamente «para combatir las
perturbaciones producidas por bandas de terroristas y de
narcotraficantes». Se trató, como señala Iturralde de una forma
refinada de integrar de manera gradual el sistema penal de
excepción con la justicia penal ordinaria y garantizar así su
permanencia. Afincado en la grave situación de violencia, Gaviria
licuó la enorme contradicción que suponía la integración de la
excepcionalidad dentro de un proceso de reestructuración
institucional y el fortalecimiento de la democracia. Más aún, el
argumento por él esgrimido fue que, para garantizar la consecución
del proyecto democrático, era necesario enfrentar con todas las
armas a los enemigos que lo amenazaban.
Al tiempo que se trataban con mano dura los actos terroristas, se
abría la negociación con los narcotraficantes a través de la política
de reducción de penas y sometimiento a la justicia. Dentro del propio
Estatuto ya estaba prevista la reducción del tiempo de condena, que
podía llegar incluso al indulto, para quienes colaboraran de manera
efectiva con las autoridades para la resolución de crímenes en los
cuales tuviesen parte. Además se establecieron recompensas para
los informantes cuyo aporte permitiese la captura de personas
involucradas en delitos de la Jurisdicción de Orden Público. Mientras
avanzaba la redacción de la nueva constitución, Gaviria cedió a la
presión del cartel de Medellín concediendo ofertas cada vez más
generosas a aquellos narcotraficantes que decidieran entregarse. No
sólo se prohibió constitucionalmente la extradición, sino que se
dispuso un tipo especial de reclusión para Pablo Escobar, quien
decidió entregarse el 20 de junio de 1991.
Las medidas puestas en marcha por la Justicia Regional, artilugio
del Código de Procesamiento Penal de 1991 mediante el cual los
antiguos Jueces de Orden Público se convirtieron en Jueces
Regionales, produjeron un aumento de la población carcelaria en el
país. Entre 1989 y 1999, el número de detenidos aumentó en un
40% pero, curiosamente, con más de 33.000 personas prisioneras,
en su mayoría sindicados sin condena, la tasa de homicidios en
alcanzó en 1994 su pico histórico: 77, 4 por cada 100 mil habitantes
(Iturralde, 2010: 42-43). Desde entonces, las tasas de
encarcelamiento se han mantenido en aumento llegando a 245
presos por cada 100 mil habitantes en 2007, cifra que ubica a
Colombia en el quinto lugar de países con mayor tasa de
encarcelamiento después de Panamá (295/100 mil hab.), Chile
(276/100 mil hab.), Brasil (220/100 mil hab.) y México (193/100 mil
hab.) (ICPS, 2014).

2. Hacia la nacionalización del proyecto paramilitar (1994-2002)

El fracaso de la Estrategia Nacional contra la Violencia


implementada en el cuatrienio Gaviria, puso en evidencia la futilidad
de los intentos de profundizar la democracia sin replantear
cuestiones de fondo como la política de orden público, el papel
otorgado a las fuerzas armadas y el tratamiento delincuencial de la
insurgencia. El incremento de los secuestros y las extorsiones por
parte de las FARC y el ELN le valió a los guerrilleros el mote de
“bandidos” y “facinerosos” de parte del Gobierno, sin que esto
implicase que, en los hechos, el Estado buscase desmantelar el
trabajo político adelantado por la insurgencia en sus zonas de
influencia.
Como parte de la estrategia de “ampliación” y “difuminación” del
enemigo, la despolitización de la insurgencia armada en el discurso
público, estuvo acompañada por la persecución y eliminación
sistemática de la izquierda democrática en operaciones
clandestinas. En 1992, el Defensor del Pueblo elaboró el primer
informe oficial sobre las violaciones a los derechos de los miembros
de la Unión Patriótica, reportando 717 casos de ejecuciones
extrajudiciales y desapariciones forzadas. Dentro de sus
conclusiones, el Defensor señaló que: «[e]xiste una relación directa
entre el surgimiento, la actividad y el apoyo electoral de la Unión
Patriótica y el homicidio de sus militantes en regiones donde la
presencia de ese partido fue interpretada como un riesgo para el
mantenimiento de los privilegios de ciertos grupos» (Cepeda, 2006).
La administración Gaviria se negó sistemáticamente a tipificar como
delito la desaparición forzada así como a reconocer las denuncias de
la UP acerca de la existencia de planes militares que preveían su
eliminación, aduciendo que se trataba de una treta del partido de
izquierda para mejorar sus resultados en las elecciones legislativas
de 1994. El 9 de agosto de ese mismo año fue asesinado Manuel
Cepeda Vargas, último legislador con vida de la UP, por agentes del
Estado en complicidad con paramilitares. Diecisiete años después, el
Estado colombiano reconoció la responsabilidad en el acto, así como
la incapacidad de su sistema judicial para encontrar y juzgar a los
responsables. Antes de que este reconocimiento llegase, se produjo
la desaparición de cinco mil militantes de la organización y de cerca
de treinta mil colombianos como producto de la acción paramilitar,
reactivada por el Estatuto de Vigilancia y Seguridad Privada (Decreto
356 de 1994), y otras numerosas disposiciones.

En el marco del relanzamiento de la estrategia contrainsurgente, la


violencia parainstitucional adquirió en los años noventa rasgos muy
definidos y explícitos. Por un lado, logró comprometer a diversas
fracciones de las clases dominantes, incluyendo a los agentes
emergentes de la economía transnacional. Por otra parte, obtuvo la
protección legal y el financiamiento estatal necesarios para su
expansión, así como la cooperación técnica y económica de los
Estados Unidos. Con base en estos apoyos, la lucha
contrainsurgente desarrolló diversas tácticas, una de las cuales fue
la privatización de la violencia y la seguridad en diversos grupos que,
en la segunda mitad de los noventa, quisieron dar una apariencia
unificada bajo la égida de las Autodefensas Unidas de Colombia
(AUC).
La presentación de las AUC como un tercer actor (los otros dos
serían la guerrilla y el Estado) en la dinámica del conflicto cumplió
diversos fines. En primer lugar, desligar al Estado de su
responsabilidad en la comisión de crímenes haciendo descansar en
la organización paramilitar la agencia de la nueva etapa de la lucha
contrainsurgente. En segunda instancia, presentar a las AUC como
un actor político beligerante a los efectos de una eventual
negociación con el Gobierno tendiente a su desmovilización.
Finalmente, lograr el perfeccionamiento táctico de la guerra
contrainsurgente a lo largo del territorio nacional, gracias a la
actuación relativamente coordinada de ejércitos paramilitares
regulares. Encontramos fundamental partir de las consideraciones
anteriores, como condición para una comprensión del proceso de
confederación de las “autodefensas”, que nos permita desmarcarnos
de la retórica desplegada por el Estado colombiano, por cierto sector
de la intelectualidad y por las propias AUC que disfrazan/legitiman su
acción. De no hacerlo, perderemos de vista la matriz que articula
Establecimiento y paramilitarismo: su complementariedad en el
ejercicio de la función ofensiva y punitiva en contra de las llamadas
“bases sociales” de la insurgencia armada, y de aquellos procesos
organizativos y reivindicativos de fuerzas políticas y sociales
opositoras o alternativas al orden hegemónico.
2.1. Contra las lecturas “autonomistas” del fenómeno paramilitar
Nuestra perspectiva discute abiertamente con los planteos de
Rangel (2005) y Duncan (2007) quienes sostienen que las
Autodefensas Unidas de Colombia son actores criminales
autónomos del Estado. Según Duncan la fase evolutiva de los
grupos paramilitares entre 1994 y 2002, se caracteriza por un
«proceso de construcción de ejércitos con mandos, doctrina e
iconografía, de una organización suficientemente cohesionada y
disciplinada al servicio de los señores de la guerra” […]». En este
orden de ideas, «[a]hora no se trataba de grupos armados
subordinados a las Fuerzas de Seguridad o al poder de
narcotraficantes, eran ejércitos de combatientes con una doctrina,
canales de mandos, iconografía (uniformes, escudos, himnos) y
armamento de guerra, que garantizaban la primacía de sus jefes con
el poder local» (2006: 294-295).
Duncan retoma de los análisis de Giustozzi (2005) para comprender
la realidad colombiana. Los “señores de la guerra” serían
“manifestaciones de control armado” con las siguientes
características: i) la aparición de aparatos armados bajo un interés
privado, así estuviera soportado en alguna reivindicación ideológica,
de facciones o étnica; ii) la apropiación de las funciones de Estado
en el plano local en medio de situaciones de Estados-Nación
colapsados o en proceso de colapso, no necesariamente en todo el
territorio pero sí al menos en alguna porción, y iii) la explotación de
algún tipo de economía ilícita o extractiva (Duncan, 2007: 24). Estas
tres características se resumirían, en la teorización de Giustozzi en
un elemento común: la hegemonía político-militar.
Trasladado a la experiencia colombiana, el término “señores de la
guerra” daría cuenta de «la existencia de organizaciones armadas
que cumplen funciones estatales sobre extensas regiones del país,
en concreto los “bloques” que están o estuvieron en algún momento
reunidos alrededor del proyecto de las Autodefensas Unidas de
Colombia» que, según el autor, «lograron establecer un control
militar y político con relativa autonomía de otros actores de poder
como las Burocracias del gobierno central, las fuerzas armadas o la
rama judicial» (Duncan, 2007: 245, cursivas nuestras).
La manera en que Duncan define la “autonomía” de las AUC
buscando encajarlos en la categoría de “señores de la guerra”
resulta cuando menos, problemática. Los vocablos auto, “uno
mismo”, y nomos, “norma”, describen una situación ideal en la que
un sujeto es capaz de darse a sí mismo sus propias leyes, sin
injerencias extrañas. Precedida por el sustantivo relativa, pero
incluso sin éste, toda autonomía debe ser puesta en relación con
otros: sujetos, instituciones, etc., vale decir, nunca una autonomía es
total. Duncan supone que las “autodefensas” son autónomas porque
tienen una capacidad mayor que «otras formas de organizaciones
armadas con propósitos políticos de establecer un control autónomo
sobre la sociedad» (p. 246).
La pregunta a ésta altura sería respecto de qué o quiénes se da esta
autonomía. La argumentación de Duncan se dirige a marcar la
autonomía de las autodefensas respecto al Estado. Aun a sabiendas
de las numerosas evidencias empíricas sobre sus vínculos
orgánicos, el autor los singulariza como «vínculos entre los
miembros de las fuerzas armadas y del establecimiento político con
los grupos de autodefensas». Serían relaciones episódicas que, en
realidad «subestiman la iniciativa y la defensa de los intereses» de
los señores de la guerra presentándolos «al nivel de unos grupos
armados al servicio de los altos intereses del Estado o de élites
nacionales.» En contraste, su lectura mostraría que «la producción
de violencia por los grupos de autodefensa pasa por decisiones
independientes de acuerdo con la conveniencia de sus jefes» (p.
246, cursivas nuestras)
Como corolario de su hipótesis, afirma:
Y más importante que la discusión sobre “quien tiene la última
palabra para ordenar la ejecución de violencia”, es lo concerniente al
peso que tienen los jefes del ejército privado en la definición del tipo
de orden de las cosas que se impone en el territorio. Por
“autonomía” –continúa- se hace referencia entonces a la capacidad
superior a otras fuerzas que tiene una organización armada para
apropiarse de las funciones de Estado y de establecer un orden
social en una región, indistintamente de la naturaleza de acuerdos
que se transen con las otras fuerzas para garantizar la primacía
sobre lo local» (Duncan, 2007: 26 cursivas del texto original).
Podríamos señalar numerosas objeciones pero nos interesa
remarcar al menos tres. Primera. Ninguno de los conceptos de
autonomía (relativa, independencia del Estado, capacidad superior a
otras fuerzas) esgrimidos por el autor se condice con el significado
propiamente dicho del término. Pero más allá de la cuestión
terminológica, la historia del poder alcanzado por las AUC es la
historia de las alianzas que tejió con múltiples sectores del estatales
y civiles del bloque dominante. Por lo tanto, el argumento de la
“autonomía” como ausencia de relaciones de injerencia es
absolutamente contrafáctico.
Segunda. Como veremos en las próximas páginas, a partir de la
revisión de las confesiones de los paramilitares desmovilizados, el
vínculo de las autodefensas con los gobiernos locales, regionales y
nacionales no sólo no fue incidental sino que llegó a la instancia de
consolidarse en varios pactos de “refundación de la patria”, de los
cuales el más publicitado ha sido el Pacto de Ralito11. Al entender al
Estado como un conjunto de aparatos e instituciones (las
burocracias del gobierno central, las fuerzas armadas o el poder
judicial), Duncan desconoce que el Estado es un proceso histórico
inacabado, mediante el cual un colectivo nacional instituye y respeta
un orden regulador del “vivir juntos”. Al suscribir el consensus iuris, al
cual dicen defender, los ejércitos de los “señores de la guerra” se
hallan en todo, menos una relación de autonomía respecto del
Estado, en tanto orden regulador, pues si bien tienen márgenes de
acción en cuanto a los medios de la violencia, carecen en absoluto
de autonomía respecto de los fines de la unidad política. Por eso,
disentimos profundamente del autor cuando desdeña la pregunta por
«quien tiene la última palabra para ordenar la ejecución de
violencia». Ésta en absoluto es una cuestión menor. Todo lo contario,
se trata de la pregunta por quién decide en última instancia, lo cual,
en un estado de excepción como el abierto por la guerra
contrainsurgente, coincide con la pregunta por la soberanía. Duncan
soslaya la pregunta por el decisor último porque sabe que la
respuesta lo va a conducir al Estado: el detentor del monopolio de la
producción simbólica, que no obstante decide delegar en otros el
monopolio de la violencia física.
Tercero. En el argumento de Duncan que hace pasar la autonomía
de las “autodefensas” por “las decisiones independientes tomadas
de acuerdo con la conveniencia de los jefes”, subyace una visión
fragmentaria de lo social. Duncan atiende a la particularidad de estas
conveniencias como si tuvieran valor en sí mismas y piensa lo
relativo, es decir lo relacional, en términos meramente contingentes.
Si en algún momento las autodefensas se vincularon con miembros
del Estado, esto puede considerarse algo anecdótico. De este modo,
pasa por alto las condiciones estructurales de la estrategia
contrainsurgente. En este punto, su análisis se emparenta con la
episteme neoliberal, que insiste en que al delegar sus funciones en
otros, el Estado se autoexime de su responsabilidad con los sectores
sociales. Al desconectar el paramilitarismo de las prácticas sociales
en las cuales se inscribe, el análisis de Duncan aporta más sombras
que luces al momento de analizar las relaciones de fuerza que
operan en la formación histórica del Estado colombiano. Por otra
parte, al privilegiar los intereses extractivos de las “autodefensas”,
termina invisibilizando el papel central de la violencia
parainstitucional en la construcción política del orden dominante.
Duncan busca confirmar su hipótesis reproduciendo la ideología
paramilitar: «En el propio discurso de sus miembros se hace
manifiesto el cambio, se hacen llamar autodefensas y niegan su
carácter de paramilitares» (p. 295). No hace falta ser un experto en
análisis crítico del discurso para saber que el lenguaje no es
simplemente un medio que exprese o refleje la experiencia, sino que
es, en tanto práctica social, un modo de constituir los objetos de los
que se habla, produciendo experiencias y significados. Tal como ha
sostenido Van Dijk (1997), a través del discurso ciertos grupos
resisten o reproducen relaciones de desigualdad, pero esto no
quiere decir que podamos deducir las prácticas de los discursos que
las fundan y las justifican o viceversa. Como afirma Chartier, entre
los conjuntos de discursos y los regímenes de las prácticas, «no hay
ni continuidad ni necesidad. Si están articulados no es según el
modo de la causalidad o de la equivalencia, sino a partir de la
distancia existente entre la especificidad singular de las prácticas
discursivas y todas las demás» (1996:29-30)
Es en esta clave de producción de sentido y significados, y no de
reflejo de la experiencia efectiva que deben ser interpretadas las
declaraciones de las AUC citadas por Duncan: «Las autodefensas
son un grupo político, militar, antisubversivo, al margen de la ley,
anticomunista, antiterrorista que busca la paz del país. Las
autodefensas no son paramilitares; ellos eran los de antes, los que
hacían masacres y mataban gente inocente. Nosotros solo matamos
guerrilleros» (El Tiempo, diciembre 14 de 2002, citado por Duncan).
Aun sosteniendo que los discursos son sistemas de representación y
de acción, no podemos suponer que de las producciones verbales
de las AUC se deduzca una forma de actuar determinada. Los
juicios y valoraciones implícitos en sus enunciados buscan construir
su imagen social como «formación elitista orientada a la defensa, la
protección y la restauración» (Bolívar, 2006).

2.2 Las Convivir: consagración formal del “monopolio


delegativo”

Tras su prohibición a finales del gobierno Barco, la actividad de los


grupos de “autodefensa” fue nuevamente habilitada en dos
disposiciones estatales de 1991 y 1994. En el marco de la estrategia
andina de lucha contra las drogas, el Ministerio de Defensa expidió
en 1991 la Orden 200-05-91 en la que «acogiendo las
recomendaciones militares realizadas por la Comisión de asesores
de las Fuerzas Militares estadounidenses», facultó al Ejército, la
Armada y la Fuerza Aérea «para establecer redes de inteligencia
que recibieran órdenes del Estado Mayor Conjunto y dieran
información que ayudara a la organización de las operaciones
contrainsurgentes y a la identificación de la organización del
enemigo» (HRW, 1996). Dicha orden sentó las bases para continuar
con la asociación ilegal y encubierta entre militares y narco-
paramilitares.
Sin embargo, el empujón definitivo para la consolidación de la
violencia parainstitucional tuvo lugar el 11 de febrero de 1994 con la
Expedición del Estatuto de Vigilancia y Seguridad Privada (Decreto
356/94). En su Artículo 2°, el Estatuto definió tales servicios como
(…) las actividades que en forma remunerada o en beneficio de una
organización pública o privada, desarrollan las personas naturales o
jurídicas, tendientes a prevenir o detener perturbaciones a la
seguridad y tranquilidad individual en lo relacionado con la vida y los
bienes propios o de terceros y la fabricación, instalación,
comercialización y utilización de equipos para vigilancia y seguridad
privada, blindajes y transporte con este mismo fin.

Por su parte, el Capítulo III previó la creación y regulación de un


nuevo tipo de organización privada de la coerción: las Cooperativas
de Vigilancia y Seguridad Privada:

empresa[s] asociativa[s] sin ánimo de lucro en la[s] cual[es] los


trabajadores, son simultáneamente los aportantes y gestores de la
empresa, creada con el objeto de prestar servicios de vigilancia y
seguridad privada en forma remunerada a terceros en los términos
establecidos en este Decreto y el desarrollo de servicios conexos,
como los de asesoría, consultoría e investigación en seguridad (Art.
23).

En adición, el Artículo 39 habilitó la prestación de “Servicios


Especiales de Vigilancia” en los siguientes términos:
Servicio especial de vigilancia y seguridad privada es aquella que en
forma expresa, taxativa y transitoria puede autorizar la
Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada, a personas
jurídicas de derecho público o privado, con el objeto exclusivo de
proveer su propia seguridad para desarrollar actividades en áreas de
alto riesgo o de interés público, que requieren un nivel de seguridad
de alta capacidad.

Por último, el Capítulo IV contempló la creación del Servicio


Comunitario de Vigilancia y Seguridad privada: «la organización de
la comunidad en forma de cooperativa, junta de acción comunal o
empresa comunitaria, con el objeto de proveer vigilancia y seguridad
privada a sus cooperadores o miembros dentro del área donde tiene
asiento la respectiva comunidad». Quedaban así demarcadas tres
modalidades de organización privada de la seguridad: las
cooperativas de vigilancia y seguridad privada, los servicios
especiales de vigilancia y seguridad y los servicios comunitarios de
vigilancia y seguridad privada.
El Estatuto de Vigilancia y Seguridad Privada no sólo relanzó y
legitimó la formación de grupos de violencia parainstitucional en el
país, sino que terminó entregando el ejercicio de la violencia a la
iniciativa privada. Desde entonces, los civiles asociados pudieron ser
“aportantes” y “gestores” de las cooperativas de seguridad;
“capacitadores” y “entrenadores” en técnicas y procedimientos
especiales en escuelas de vigilancia; “fabricantes”,
“comercializadores” y “usuarios” de armas de fuego de uso
restringido; y “asesores”, “consultores” e “investigadores” en materia
de seguridad.
La reglamentación confusa del Estatuto corrió por cuenta de la
administración de Ernesto Samper (1994-1998). Durante su
mandato, la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada
organizó la creación de las Cooperativas de Vigilancia y Seguridad
Privada (CONVIVIR), según Resolución 368 de 1995, asimilando los
Servicios Especiales de Seguridad Privada a los Servicios
Comunitarios de Seguridad. Este error fue advertido por ciudadanos
que demandaron la inconstitucionalidad de los Servicios Especiales
de Seguridad. El voto mayoritario de la Corte Constitucional, emitido
mediante Sentencia C-572 de 1997, no sólo declaró exequible el
Decreto 356/94 (con excepción de un parágrafo del artículo 39), sino
que abundó en razones para defender la privatización del ejercicio
de la violencia a través de dichas cooperativas. Más allá de su
controvertido carácter, el análisis del fallo es interesante, por cuanto
encarna la más completa argumentación en defensa del “monopolio
delegativo” de la violencia realizada hasta entonces.
La Corte Constitucional empezó por invocar el artículo 95 de la Carta
Política según el cual «es deber de todas las personas respetar y
apoyar a las autoridades democráticas legítimamente constituidas
para mantener la independencia y la integridad nacionales» y
«colaborar con el buen funcionamiento de la administración de
justicia». Denunciar ante las autoridades la comisión de delitos
cometidos o “por cometer” no puede ser entendido, según la corte,
como una labor de inteligencia. A posteriori se conoció que las más
de cuatrocientas CONVIVIR que se crearon hasta 1997 no sólo
cumplieron tareas de información sino que también tomaron parte
activa en operaciones militares de inteligencia y contrainteligencia
con fines insurgentes y tributación forzada.
En segunda instancia, argumenta la Corte, la sociedad colombiana
«se encuentra ante una agresión actual o potencial que reúne las
siguientes características: es colectiva, es organizada y es
permanente». Ante esta situación, «la comunidad ejerce su derecho
a la legítima defensa también en forma colectiva, organizada y
permanente». De este modo, la Corte estima no sólo que la defensa
colectiva, organizada y permanente, es un derecho, sino que
también es un deber, el cumplimiento de un mandato constitucional.
Las razones para entrever la falacia de este argumento saltan a la
vista. Partamos de considerar que el ejercicio de la violencia en
defensa propia está sujeto a diversas restricciones en cuanto a
intencionalidad, referencia, proporcionalidad, finalidad y último
recurso. La violencia debe ejercerse con la intención de defenderse
a sí mismo, y no en la pretensión predeterminada de matar a otro. El
derecho socorre a la defensa del propio cuerpo, y no del cuerpo de
otros. Además, la violencia desplegada debe ser proporcional al
ataque, no pudiendo exceder el uso de la fuerza o los medios
empleados. En cuarto lugar, el derecho de autodefensa proviene del
principio de autoconservación y no de la injusticia o mala conducta
del agresor, por lo que la acción de autodefensa es siempre
defensiva, no punitiva. En la misma línea, el acto de defensa se
produce ante un ataque inminente, no pudiendo ser anterior o muy
posterior a éste. Finalmente, como último recurso, el derecho de
autodefensa implica que antes se descartaron otros medios de
disuasión. En este orden de ideas, el derecho a la “defensa
colectiva, organizada y permanente” no sólo es diametralmente
distinto al derecho individual a la propia defensa, sino que es
ontológicamente incompatible con éste o con cualquier
argumentación del mismo corte.
Lo que subyace al razonamiento de la Corte, que insiste en defender
“el derecho a la autodefensa colectiva, permanente y organizada” en
la mentada sentencia, es el remanido pensamiento de la Doctrina de
Seguridad Nacional en virtud del cual la sociedad civil no puede
mantenerse al margen de la lucha entre las diversas organizaciones
delictivas y las autoridades de la República, sino que por el contrario,
se halla inmersa dentro del conflicto, siendo su principal víctima. Los
magistrados involucran a los ciudadanos en el conflicto a través de
la colaboración activa a las fuerzas de seguridad, violando todas las
convenciones del derecho humanitario, y esperan que no por esto
sean declarados “objetivos militares”.
Anticipándose a las críticas basadas en la violación del derecho
internacional humanitario, la Corte esgrimió un tercer argumento a
favor de los servicios privados de seguridad: «su autorización
expresa en tiempos de guerra o conflicto interno por parte del
Derecho Internacional». La Corporación cita en tal sentido, el artículo
61 del Protocolo I adicional y la “Cláusula Martens” del Protocolo II,
señalando que los servicios de vigilancia y seguridad privada son
“verdaderos organismos de protección civil” según los términos de
las Convenciones de Ginebra.
Finalmente, la sentencia señala que la seguridad es un “servicio
público”. Bajo esta denominación, se atiene a las disposiciones
sobre servicios públicos contenida en el Art. 365 de la Constitución:

Los servicios públicos son inherentes a la finalidad social del Estado.


Es deber del Estado asegurar su prestación eficiente a todos los
habitantes del territorio nacional. Los servicios públicos estarán
sometidos al régimen jurídico que fije la ley, podrán ser prestados
por el Estado, directa o indirectamente, por comunidades
organizadas, o por particulares. En todo caso, el Estado mantendrá
la regulación, el control y la vigilancia de dichos servicios. Si por
razones de soberanía o de interés social, el Estado, mediante ley
aprobada por la mayoría de los miembros de una y otra cámara, por
iniciativa del Gobierno decide reservarse determinadas actividades
estratégicas o servicios públicos, deberá indemnizar previa y
plenamente a las personas que en virtud de dicha ley, queden
privadas del ejercicio de una actividad lícita (CP/91, cursivas
nuestras).

Definido como un servicio público más, el ejercicio de la fuerza


legítima del Estado, sufrió el mismo proceso de privatización que el
sistema de salud, los sistemas de acueducto alcantarillado y agua
potable, y la prestación de energía eléctrica, entre muchos otros, que
fueron desguazados y puestos en manos de privados a comienzos
de los noventa. La argucia de los guardianes de la Constitución en el
fallo es alarmante no sólo porque naturaliza la privatización de todos
los servicios básicos sino porque hace de la seguridad uno del
mismo talante.
La jurisprudencia sentada en esta sentencia contradice
flagrantemente lo expuesto en fallos anteriores donde se señaló
taxativamente que la Constitución en el artículo 216 consagra que
“La Fuerza Pública estará integrada en forma exclusiva por las
Fuerzas Militares y la Policía Nacional”. Sin embargo hay que
reconocer la ambigüedad del propio texto constitucional que, a
continuación del principio de exclusividad, el artículo 216 reza que:
“Todos los colombianos están obligados a tomar las armas cuando
las necesidades públicas lo exijan para defender la independencia
nacional y las instituciones públicas” (cursivas nuestras). Así las
cosas, debemos a los Honorables Constituyentes el haber abierto la
puerta a la desconcentración del ejercicio de la violencia. En el
futuro, este será uno de los pasajes más invocados por los
defensores del paramilitarismo (Mancuso, 16 de mayo de 2007).
Los argumentos recurridos en este fallo, y reproducidos en las
intervenciones de los impulsores de las CONVIVIR, parten de
reconocer la incapacidad del Estado colombiano para cumplir con su
función principal: proteger a sus ciudadanos en su vida, honra,
bienes y libertades. Acto seguido, trasladan a los ciudadanos el
cuidado del orden público y la defensa de las instituciones, para
atender el derecho de las comunidades a “vivir en paz” y organizarse
para enfrentar a la delincuencia y colaborar con las autoridades. Así
increpaba el gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez, a la Corte
Constitucional, tras que ésta conminara a las CONVIVIR a devolver
las armas de uso privativo de las FF.MM. colombianas e imponerles
otras restricciones:

Ningún Estado puede impedir que sus ciudadanos colaboren con la


autoridad pública, en la protección policiva necesaria a sus derechos
e incluso complementen su accionar, sobre todo frente a realidades
como la nuestra, que presenta niveles de violencia y criminalidad […]
hasta hacer sospechar la impotencia del Estado frente al crimen
organizado (Uribe Vélez, 26 de agosto de 1997).

En 1996 y 1997, Uribe Vélez y su vicegobernador Pedro Juan


Moreno defendieron la organización y operación de las CONVIVIR
locales en su departamento, con base en las reglas establecidas por
la administración central del Estado. Posteriormente, el presidente
de la Federación Nacional de las CONVIVIR ordenó desmantelar
unilateralmente la mayoría de dichos grupos por medio de su
desarme y desmovilización organizada. Pero como ha sido
constatado por diversas fuentes esto nunca ocurrió (Banco de Datos,
2004; CCJ, 2008). En su lugar, las CONVIVIR estuvieron en la base
de una nueva fase de expansión del paramilitarismo, actuando a
media luz, entre la legalidad y la clandestinidad. No obstante sus
consabidos efectos, el ex presidente Uribe insiste, aún hoy, en su
necesidad y pertinencia:

Como Gobernador de Antioquia la apoyé y la promoví porque creo


en la colaboración ciudadana con la Fuerza Pública. Esta
colaboración construye confianza institucional en los ciudadanos,
evita su postración ante el crimen o que busquen salidas contrarias a
la ley. También la colaboración del ciudadano, al poner sus ojos en la
Fuerza Pública, obliga a sus integrantes a ser más eficaces y a
proceder con transparencia. El principio Constitucional de la
solidaridad lo he entendido, además, como la obligación de cada
persona de colaborar con las instituciones, en busca de los fines
superiores del Estado, en este caso, la seguridad. Como Presidente
promoví que cuatro millones de ciudadanos, sin armas, con
comunicaciones, fueran cooperantes o informantes de la Fuerza
Pública y de la Justicia. Colombia tuvo casi 700 organizaciones
Convivir, a partir de 1994, mucho después del nacimiento del
paramilitarismo, en Antioquia aprobamos alrededor de 67 (Uribe
Vélez, 2014).

2.3. Segundo ciclo paramilitar: las Autodefensas Campesinas de


Córdoba y Urabá (ACCU)
Un sector del paramilitarismo de los años ochenta se acogió a la
política de sometimiento a la justicia del presidente Gaviria en 1991.
Este fue el caso de doscientos hombres del grupo de Rodríguez
Gacha que operaba en Pacho (Cundinamarca), cuatrocientos
hombres del grupo de Ariel Otero que funcionaba en Puerto Boyacá,
y unos seiscientos hombres del grupo de Fidel Castaño que
funcionaba en Córdoba y Urabá. Sin embargo, a partir de 1994,
cuatro factores rehabilitaron la actividad paramilitar: la recomposición
de las estructuras de Puerto Boyacá que estaban al mando de
Rodríguez Gacha y Pablo Escobar tras el fallecimiento de ambos; la
legalización de las CONVIVIR que estimuló la expansión de las
Autodefensas en Córdoba y Urabá (nucleadas como ACCU desde
1995) y de numerosos grupos de seguridad privada a lo largo del
país; y la percepción de los diálogos de paz entre las FARC-EP y el
gobierno de Andrés Pastrana, como una amenaza para sus
intereses de parte de algunos sectores sociales, políticos y
económicos.
Las Autodefensas de Córdoba y Urabá encarnaron la experiencia
“modelo” del paramilitarismo de los años noventa. Limitando con
Panamá, la región de Urabá se ubica en la confluencia de los
departamentos de Antioquia, Córdoba, Chocó y el Tapón del Darién.
Es reconocida por contar con una extraordinaria posición geográfica,
en el cruce entre los Océanos Atlántico y Pacífico, que favorece el
tráfico de armas, insumos químicos y drogas ilícitas con
Centroamérica y Panamá; adicionalmente, es un territorio
estratégico a nivel militar porque sirve de zona de refugio y de
corredor al suroeste y bajo Cauca antioqueño, el Valle del Sinú y el
Nudo de Paramillo. Con respecto a su riqueza natural se destacan
su diversidad biológica, su potencial hidroeléctrico y su clima
favorable para el cultivo de palma africana, la exportación maderera,
el cultivo de banano y la ganadería extensiva.
Las ventajas geoestratégicas de la región del Urabá la convirtieron
desde finales de los ochenta en un escenario de constantes disputas
territoriales entre actores armados (los Comandos Populares, la
disidencia del EPL, las FARC, las ACCU, el Ejército y la Policía
Nacional, las Convivir, los grupos narcotraficantes) fuertemente
interpenetrados con actores políticos y sociales (la Unión Patriótica,
el Partido Comunista, el Movimiento Político Esperanza, Paz y
Libertad, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria
Agropecuaria (SINTRAINAGRO) y la Asociación de Bananeros de
Colombia (AUGURA)). La intensidad de la violencia y las variaciones
en las dinámicas de guerra, hacen del caso de Urabá una especie
de paradigma del conflicto armado reciente. De símbolo del éxito
social y político de la guerrilla a fines de los ochenta, la región devino
el símbolo del proyecto contrainsurgente a mediados de la década
siguiente (García de la Torre y Aramburu, 2011).
Siendo una región periférica, el Urabá fue objeto de un ambicioso
programa de inversión pública a comienzos de los noventa: el Plan
Urabá. Se trató, desde la visión del gobierno, de un proyecto de
fortalecimiento institucional consistente en la creación de una
dependencia exclusiva para la coordinación y monitoreo regional del
nivel central, la Consejería Presidencial para Urabá, y el aumento
de la presencia de fuerzas de seguridad con la creación de la XVII
Brigada del Ejército Nacional y el Comando departamental de
Policía.
Junto al aparato represivo del Estado, vino la violencia
parainstitucional con un mismo objetivo: el reordenamiento político y
social del territorio con miras a garantizar la seguridad inversionista.
Como señala Suárez (2007),
no sólo estaba en juego la vigencia de un proyecto político
revolucionario para la guerrilla, sino la consolidación de un nuevo
proyecto político institucional emergente del Estado basado en el
neoliberalismo y la democracia participativa. Urabá era una zona
estratégica dentro de la apertura económica del gobierno Gaviria por
sus ventajas comparativas para la expansión del comercio exterior y
la creciente centralidad de los exportadores dentro de las élites
económicas emergentes (p.141).
Desde 1984, año de la firma de la tregua del EPL, las FARC y el
M19 con el gobierno de Betancur, se multiplicaron las tomas de
tierras, se fortaleció el movimiento sindical, se presentó una amplia y
permanente movilización política de la población a favor de las
propuestas del Partido Comunista Marxista Leninista PC-ML, el
Partido Comunista PC, el EPL y las FARC, en medio de una gran
polarización de la población y de las organizaciones sociales y
sindicales que apoyaban a las FARC y al EPL. Así describe el
panorama Darío Agudelo, reinsertado del EPL en entrevista
realizada por Suárez:
Apareció la teoría de que Urabá era una esquina roja. Desde las
instituciones, los partidos políticos tradicionales, empresarios y
algunos sectores de opinión, se levantaron voces que interpretaron
los desarrollos del trabajo político y militar de la izquierda como un
eslabón de los fenómenos que se estaban presentando en
Centroamérica (…). De allí que prendieron las alertas y plantearon
que en Urabá estaba en peligro la soberanía nacional (p. 120)
Haciendo referencia al ingreso de los paramilitares en la región
Agudelo agrega:
A la par, entraron en escena quienes consideraban que en Urabá lo
que se había presentado era una revolución. Para ellos, los
sindicatos y las invasiones eran expresiones de un poder popular, de
corte marxista, de una lucha de clases que estaba expropiando la
propiedad y el capital privado, agravado por los altos índices de
extorsión, secuestros y asesinatos de funcionarios de las empresas
bananeras; el crecimiento electoral de la UP lo veían como parte de
un proceso de desinstitucionalización de la región (p. 120-121)
La ruptura del vínculo entre las guerrillas de las FARC y el EPL12
estuvo en la base de la configuración y activación de los contextos
agravantes de la violencia parainstitucional en la región. La división
al interior de las izquierdas13 fue aprovechada estratégicamente por
los paramilitares para penetrar y consolidar su poder en el Urabá. La
desmovilización del EPL en 1991 marcó un desequilibrio de poder
entre las guerrillas, luego de que los desmovilizados realizaran una
alianza con los grupos paramilitares para atacar a las FARC y sus
bases sociales.
La primera incursión paramilitar tuvo lugar en 1988 por parte de los
grupos de autodefensas de Puerto Boyacá, que ejecutaron cuatro
masacres y asesinaron a Argemiro Correa, el líder sindical más
importante de la región. La finalidad de las primeras incursiones no
fue el control territorial sino el ejercicio del terror contra la población,
la dirigencia política y sindical de izquierda, con el objetivo de
restarle apoyo popular a sus estructuras políticas, sindicales y
sociales. La reacción social local y nacional terminó obligando a las
autodefensas de Puerto Boyacá a retirarse de la zona. Un año más
tarde, el ataque fue retomado por las autodefensas de Córdoba al
mando de los hermanos Castaño, quienes continuaron con la
modalidad de las masacres y sumaron a estas el asesinato selectivo
de dirigentes. Pero, a diferencia de los ataques de los paramilitares
de Puerto Boyacá, los de Córdoba tenían como objetivo el control
territorial de la zona. De ahí la introducción de una tercera modalidad
de violencia: el desplazamiento forzado de población.
Hasta 1995, la avanzada paramilitar no estuvo plenamente
identificada por los pobladores, quienes se mostraban
desconcertados por la intensificación de la violencia que rodeaba los
conflictos políticos, laborales y armados entre sindicalistas, partidos
políticos, empresarios bananeros y guerrilla. En marzo de 1995,
hicieron su aparición formal Autodefensas Unidas de Córdoba y
Urabá (ACCU), fundadas por Carlos Castaño (hermano del fundador
de las autodefensas de Puerto Boyacá, el fallecido Fidel Castaño),
junto con su hermano Vicente y el ex capitán del Ejército Carlos
Mauricio García, alias “Rodrigo” o “Doble Cero”. En su primer año de
funcionamiento, las ACCU perpetraron 29 masacres (Ronderos,
2014:235) Entre 1991 y 2001, se registraron 96 masacres que
dejaron 597 personas asesinadas a manos de los distintos actores
armados. A partir de 1995 la mayor prevalencia en la autoría de
masacres será de los grupos paramilitares (CNMH, 2015).
La organización paramilitar no creció solo por la acción de sus
dirigentes, contó con el respaldo de posiciones de mando de la
Fuerza Pública y dirigentes empresariales locales y nacionales que
la financiaron. La elite bananera tuvo una mayor influencia sobre el
poder ejecutivo central desde comienzos de los noventa. La política
de apertura económica y la crisis de los precios del café y la
expansión del mercado del banano, hicieron que éste último
desplazara al primero como primer producto agrícola de exportación.
Hacia 1993, se produje una crisis internacional del sector bananero
(sobreoferta) que coincidió con un retraso cambiario a nivel interno
que derivó en una caída estrepitosa de las ganancias en este sector.
En este contexto, creció la presión de los empresarios bananeros
sobre el Estado para que aumentara su pie de fuerza en la región de
Urabá. Es así como se crea la XVII Brigada del Ejército a finales de
1993.
Para 1994 se buscó una salida pactista a la competencia electoral
en Urabá a través del Consenso de Apartadó que erigió como
candidata única a la Alcaldía del Municipio a Gloria Cuartas. Sin
embargo, el acuerdo no tuvo mayores resonancias dentro de las
bases sociales y políticas que seguían sin alcanzar acuerdos
sustanciales. Los grupos paramilitares explotaron esta división
política agravándola y profundizándola, generando, mediante el
terror, desconfianza e incertidumbre generalizadas. El movimiento
Esperanza Paz y Libertad y los Comandos Populares, ambos
formados por disidencias del EPL, se alinearon con el Ejército
Nacional y los grupos paramilitares para hacer presencia en las
fincas bananeras, las vías comunales y servir de escolta a los buses
que transportaban obreros bananeros. El mediador de esta alianza
fue el General del Ejército Rito Alejo del Río, comandante de la XVII
Brigada desde 1995, quien no sólo interlocutó con Esperanza, Paz y
Libertad sino que convocó a otros actores políticos y económicos
para que se alinearan con el aparato militar del Estado y asumieran
el compromiso de cooperar en la derrota de las FARC.
La crisis política del gobierno Samper, por sus presuntas conexiones
con el Cartel de Cali, redundó en un mayor margen de autonomía
para las fuerzas militares en el manejo del orden público. Además
del General del Río, otros militares como Harold Bedoya
(comandante general de las Fuerzas Armadas en 1996) levantaron
las astas de guerra aprovechando la poca capacidad de interferencia
del poder civil. Para completar la liberación de controles sobre la
zona, el entonces gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez
declaró el Urabá zona especial de orden público (Decreto del 25 de
junio de 1996), restringiendo el derecho a la circulación y a la
residencia, y facultando a las autoridades civiles y militares para
suspender los salvoconductos de armas y controlar el comercio de
primera necesidad. El camino quedó así allanado para una
expansión del paramilitarismo sin precedentes.
La triple alianza Ejército-paramilitares-Esperanzados reordenó
Urabá. El sindicalismo nucleado en SINTRAINAGRO se convirtió en
un aliado del enemigo de clase: los dueños de las fincas bananeras
donde empresas conocidas mundialmente como DelMonte y
Chiquita Brands Co. mandaban. Los máximos jefes paramilitares
como “HH”, “El Alemán” y Salvatore Mancuso han confesado y
relatado a la fiscalía, tras su desmovilización, cómo los dueños de
todas las empresas bananeras pagaban su cuota a través de una
empresa de vigilancia de fachada paramilitar liderada por Pedro
Juan Moreno, asesor político del entonces gobernador Uribe Vélez, y
fallecido en un accidente de avioneta en 2006.
La investigación de Romero y Fernández (2011), corrobora los
dichos de los ex paramilitares:
entre 1997 y 2006, Chiquita Brands14, a través de la filial Banandex,
empresa bananera, y Drummond Ltda,15 empresa minera (…)
aportaron 3, 2 millones de dólares a los grupos paramilitares de
Urabá y Santa Marta en retribución a la prestación de “servicios de
seguridad” y “normalización” del conflictivo clima laboral en el que
operaban”. Además de la financiación Banandex facilitó armas y
municiones a esta organización ilegal. Por su parte, “los directivos de
la Drummond están acusados de participar en el asesinato de dos
presidentes y un vicepresidente del sindicato de la compañía en
2001 (p.150-151).
La acción de los paramilitares en la zona de Urabá estuvo orientada,
entre otras cosas, a garantizar la actividad de las empresas
transnacionales allí asentadas. A medida que avanzó la arremetida
paramilitar, se registró un descenso en la actividad sindical y un
deterioro en la capacidad de negociación salarial por parte de los
trabajadores. La cooperación y complicidad de las empresas con los
grupos paramilitares en la realización de miles de asesinatos,
desplazamientos forzados y desviación de recursos públicos se
adelantó a partir de tres mecanismos:
Primero, la mediación de élites locales entre las necesidades de
seguridad de las multinacionales y los paramilitares (…) Segundo,
coordinación y acuerdos de seguridad entre las compañías y grupos
privados de seguridad y vigilancia, miembros retirados de las
Fuerzas Armadas, o unidades e individuos activos de las mismas,
todos con intereses coincidentes o afinidades ideológicas frente a las
AUC, para formar un dispositivo de seguridad que combinaba
legalidad e ilegalidad. Y tercero, delegación implícita de la autoridad
central en Bogotá para que intereses privados regionales definan la
gobernanza local, sin importar el beneficio de sectores ilegales o
violaciones a la ley (Romero y Fernández, 2011: 153)
Por su parte, la responsabilidad estatal en la expansión de las ACCU
radica, primero, en la delegación del poder coercitivo en las
CONVIVIR que dieron forma legal a la máquina paramilitar en Urabá
y Córdoba y permitieron su financiamiento. Segundo, en la
participación activa de altos mandos militares en la realización de
alianzas contrainsurgentes, y la comisión de masacres y asesinatos.
Y tercero, en su ansiedad de atraer inversiones extranjeras al país
ofreciendo no sólo marcos de regulación flexibles, sino un
movimiento obrero y sindical desahuciado. Se advierte así una
complementariedad entre los procesos de desregulación laboral que
siguieron a la reforma constitucional y la expansión de la violencia
parainstitucional en las zonas donde se ha requerido “incentivar” la
actividad de las transnacionales. Lejos de padecer los “horrores” de
la guerra, las empresas transnacionales han sabido aprovechar las
ventajas que ofrecen las zonas de conflicto. En la zona de Urabá, se
crearon doce CONVIVIR a través de las cuales se captaban los
recursos de las empresas, que aceptaban y participaban en la
formación de esquemas de seguridad que incluían miembros legales
e ilegales. Los empresarios y los operadores de violencia «idearon el
cobro de tres centavos de dólar por cada caja de bananos que salía
de la región. Dos centavos costeaban los gastos en seguridad en las
fincas y las vías, y un centavo tenía como destino la financiación del
grupo paramilitar» (Romero y Fernández, 2011:171). El
procedimiento para acceder a los servicios de seguridad también
estaba debidamente formalizado: «cada empresa bananera enviaba
una carta de autorización de retención a la comercializadora
correspondiente, luego esta consignaba a la CONVIVIR de la zona, y
finalmente se hacía un giro a la CONVIVIR Papagayo», que era la
central (p. 171).
En la versión libre que rindió el administrador de la CONVIVIR
Papagayo, Raúl Hasbún, a la Fiscalía el 6 de agosto de 2008
trascendió que «el dinero que ingresaba a la CONVIVIR también era
utilizado en política, para ayudar económicamente a las fuerzas del
Estado y a las comunidades con puentes, carreteras y todo» (p.172).
Así mismo, se conoció la colaboración de la empresa Banadex en el
tráfico de armas para las autodefensas. Según la OEA, un
cargamento de 3000 fusiles AK 47 y 2,5 millones de cartuchos
desembarcaron en el Puerto de la empresa el 5 de noviembre de
2001 y fueron recogidos por los paramilitares en las instalaciones de
la Banadex al día siguiente (OEA, enero 29 de 2003).

Aprovechando la crisis de la investidura presidencial y la autonomía


alcanzada por los militares para apoyarlas, las ACCU lograron
posicionarse estratégicamente y aspirar a expandirse territorialmente
a nivel nacional. Mientras Carlos Castaño buscaba instalar ante la
sociedad colombiana una imagen del paramilitarismo como actor
político con ideología y proyecto propios, comandaba una guerra
más dura con los civiles que con los guerrilleros. Por su parte,
Vicente Castaño se dedicaba a tejer alianzas con otros grupos de
autodefensas y narcotraficantes en diversos puntos de la geografía
nacional. Para 1997, ya tenían consolidado el dominio del Urabá y
de buena parte de Antioquia, y habían logrado incursionar en Chocó,
Cesar, Santander, el sur de Bolívar, Sucre, los Llanos Orientales y el
Tolima. Según la historia de las ACCU escrita por Vicente Castaño
«se conformó el grupo más disímil del mundo: militares retirados, ex
guerrilleros, ganaderos, empresarios, comerciantes, arroceros,
cacaoteros, cafeteros, palmeros, los cultivadores y transportadores,
la clase media y las víctimas de la guerrilla, todos se orientaron en
una sola causa: La Autodefensa» (Castaño, 2005, citado por
Ronderos, 2014: 234).

La difícil gobernabilidad en el posconflicto


Desde el comienzo de las negociaciones en Cuba en noviembre de
2012, la meta de la paz pareció perderse en el horizonte en diversos
momentos. La desconfianza entre las partes fue el primer escollo,
pero logró superarse para dar paso al “Acuerdo Final para la
finalización del conflicto y el logro de una Paz sostenible y
duradera”2. Cuando se creyó que lo más difícil había sido vencido, el
proceso de paz estuvo a punto de expirar con el triunfo del No en el
plebiscito de octubre de 2016. Reanimado y modificado en diversos
ítems por el presidente Santos3, el Acuerdo pudo superar la
refrendación en el Congreso de la República en diciembre del año
pasado.
A un año de firmados los acuerdos con los que el gobierno y las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP)
buscaron finalizar el conflicto, varios factores mantienen a la paz en
vilo. La dificultad para implementar lo pactado en medio de múltiples
violencias (nuevas y recicladas) sumada a la falta de apoyo político
para concretar legislativa e institucionalmente lo pactado con la
insurgencia son los obstáculos que enfrenta el posconflicto en el
corto plazo. De profundizarse, estos factores pueden hacer que la
paz, de por si esquiva, escape por completo al alcance de los
colombianos.
Violencias recicladas y nuevas conflictividades
Desde la instalación de las conversaciones en Cuba, un renovado
orden ilegal se ha venido configurando en el país en articulación con
las múltiples economías ilícitas enclavadas en los territorios. Como
documenta la investigación de la Fundación Ideas para la Paz
(2016), una serie de dinámicas vienen transformando el mapa de la
conflictividad en el país. Por un lado, la suplantación y transferencia
de capacidades de las FARC-EP a las guerrillas en actividad (el
Ejército de Libeeración Nacional- ELN y el Ejército Popular de
Liberación-EPL) y la disputa entre estas, el neoparamilitarismo y la
delincuencia común por el control de los territorios liberados. Esta
pugna se vincula con el control de las vías y recursos asociados al
narcotráfico, la minería ilegal (incluido el coltán4) y las actividades
predatorias como la extorsión, agudizando las ya críticas
condiciones de seguridad.
Como agravante, las intervenciones del Estado se dirigen a los
eslabones más débiles de la cadena, como los cultivadores de coca,
y enfrentan serias dificultades para generar una respuesta integral y
no exclusivamente represiva. La exacerbación de este último
componente ha impedido la reconstrucción de un lazo de confianza y
legitimidad entre el Estado colombiano y sus ciudadanos, un
requisito indispensable para consolidación de la paz. Como muestra,
el Paro Nacional Indígena, o “Minga por la Vida”, iniciado a finales de
octubre, movilizó a cien mil colombianos en 24 de los 32
departamentos del país en protesta por la constante represión de la
que son objeto los pueblos originarios y las comunidades
afrodescendientes por parte de las fuerzas de seguridad5 y en
reclamo por la implementación del capítulo étnico del Acuerdo de
Paz.
Las dificultades del Estado colombiano para garantizar la seguridad
se hacen más evidentes ante los numerosos casos de asesinato de
líderes sociales, defensores de derechos humanos y activistas
políticos. Entre enero de 2016 y septiembre de 2017, 186 líderes han
sido ejecutados por grupos paramilitares, según informes de
organizaciones comunitarias y de DDHH (IECAH, 2017). Aunque el
neoparamilitarismo se ha fortalecido en las zonas de donde han
salido las FARC-EP, el gobierno se niega a reconocer su existencia
así como la sistematicidad de los hechos. También el asesinato de
integrantes de las FARC-EP que han sido indultados o que están en
proceso de reincorporación incumple con las garantías pactadas en
La Habana. Hasta el momento, 37 integrantes de la ahora llamada
“Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común” (FARC) han sido
asesinados. Los integrantes de la organización ven en estas muertes
la repetición del genocidio sufrido por la Unión Patriótica (UP),
partido político de las FARC, en las décadas del 80 y 90.
Frente a este panorama, el fantasma de la deserción de los farianos
recorre el país. Los defectos del proceso de reincorporación a la vida
civil hacen prever que la actual cifra de 400 desertores seguirá en
aumento. A los problemas referidos para garantizar la seguridad
física, se suman gruesos inconvenientes en materia de seguridad
jurídica, reincorporación material y reincorporación política. En el
aspecto jurídico, la ley de amnistía funcionó parcialmente. Quienes
lograron la libertad lo hicieron bajo la figura de gestores de paz y no
en virtud de la Ley de amnistía, y quedan aun 1270 excombatientes
en prisión. En cuanto a la reincorporación económica, el avance es
mínimo. Según el informe de Observatorio de Seguimiento a la
Implementación del Acuerdo de Paz (OIAP), de las 26 zonas
veredales donde habrían de concentrarse los desmovilizados, solo 7
vieron sus construcciones de viviendas, carreteras y servicios
públicos finalizadas y en 19 las obras quedaron inconclusas. Por otra
parte, si bien al 30 de septiembre de 2017, 10.172 excombatientes
de las FARC-EP habían recibido los recursos de la asignación única
de normalización de dos millones de pesos (663 USD aprox.) y
9.843 habían sido vinculados al sistema de salud, sólo 3.850
estaban afiliados al sistema de pensiones y una cantidad aun menor
se encontraba inscrita en programas académicos (OIAP, 2017).
Por último, la reincorporación política se halla a medio camino y sin
garantías. Pese al lanzamiento de la Fuerza Alternativa
Revolucionaria del Común (FARC) como partido político a mediados
de 2017 y al reciente anuncio de la candidatura presidencial de su
líder, Rodrigo Londoño Echeverry “Timochenko”, la violencia ejercida
contra los militantes de esta agrupación política dificulta su inserción
en el juego democrático.
El déficit político o la paz sin quórum
La piedra angular de todo posconflicto es el modelo de justicia que
se aplicará a los hechos ocurridos durante los enfrentamientos. La
Justicia Transicional (JT), marco en el que habrán de conocerse y
juzgarse los hechos del pasado, se caracteriza por su carácter
excepcional y extraordinario, así como por su potencial para
propiciar transformaciones en la justicia en el posconflicto e incluso a
posteriori. Se trata, como señala Aukerman (2002), de una
oportunidad para la reforma institucional, el ajuste normativo, y sobre
todo, el cambio cultural en relación con la justicia. No obstante su
excepcionalidad, la JT coexiste con la justicia ordinaria (JO) y con
los valores culturales y filosóficos propugnados por esta. La
coexistencia entre ambas no es sencilla, pudiendo ocurrir que la
pregnancia de los valores de la JO pongan en riesgo la viabilidad de
la JT.
En Colombia tal parece ser el caso. Como analiza Molano (2016) las
expectativas de los colombianos en torno a la justicia están más
cerca de la demagogia punitiva que de la justicia restaurativa. Así,
“se tiende a ver la justicia como un castigo o sanción que se impone
a un sujeto como condición acaso necesaria para la satisfacción del
derecho de otro”, es decir, ha echado raíces la idea de que “los
problemas sociales deben resolverse mediante la intervención del
aparato punitivo del Estado, y de que dicha intervención es efectiva
sólo en función y proporción directa de su severidad. Esta
demagogia punitiva -insiste el autor- sobre-simplifica el debate
público sobre los fines y los límites de la justicia penal” (Molano,
2016:19).
La observación de Molano explica, en parte, las dificultades que ha
experimentado la Jurisdicción Especial para la Paz en su concepción
y reglamentación. El llamado a la mano dura contra la guerrilla ha
sido uno de los emblemas de campaña de los opositores al proceso
de paz que más receptividad ha tenido entre los colombianos. En
diversos momentos, la insistencia de ciertos grupos de presión en
judicializar a los ex-guerrilleros según los cánones de la justicia
ordinaria, e incluso con mayor severidad, pusieron en peligro la
continuidad del proceso de paz.
La otra parte que explica el retraso en la implementación de la JT es
el clientelismo endémico del parlamento colombiano. Con enorme
esfuerzo y tras meses de estar paralizada en el Congreso,
finalmente pudo ser aprobada la Ley estatutaria que reglamenta la
Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). La disolución de la coalición
oficialista en el Congreso y la cercanía de las elecciones legislativas
y presidenciales (marzo y mayo de 2018) motivaron diversas
estrategias de dilación por parte de los congresistas que buscaron
sacar provecho de la urgencia presidencial para exigir dádivas y
cargos que les permitan enfrentar los próximos comicios. Durante
meses, un número inaudito de congresistas se declaró impedido
para participar en la votación del Reglamento de la JEP, impidiendo
completar el quórum aprobatorio. La lentitud6 de los legisladores
provino de su particular interpretación de la conexión entre la
participación política de la FARC y lo reglamentado en la JEP.
Según el Acuerdo Final, las personas que dejaron las armas y tienen
responsabilidades en crímenes de guerra y delitos de lesa
humanidad pueden excepcionalmente ejercer el derecho político de
ser elegidos, previa manifestación expresa de acogerse a la
Jurisdicción. Sin embargo, la ley estatutaria debía aclarar cómo se
puede ejercer un cargo de elección popular y, al mismo tiempo,
acatar las restricciones que imponga el Tribunal de Paz.
Con sendas modificaciones respecto a lo pactado en La Habana, la
aprobación de la JEP, columna vertebral de la Justicia Transicional,
pudo resolverse antes del vencimiento del fast track7, o vía rápida.
Sin embargo, quedan pendientes 11 leyes ordinarias, 18 decretos,
tres leyes estatutarias, dos leyes orgánicas y dos actos legislativos
para completar el paquete contemplado en el Acuerdo Final, que
deberán seguir el curso ordinario en el Congreso durante el 2018.
Pasito a pasito...
Más allá del ralentismo descrito, algunos elementos del Sistema de
Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (SVJRN) que
contempla el Acuerdo de Paz, han ido avanzando. La
reglamentación del Sistema, la selección de los magistrados de la
JEP, la designación de la directora de la Unidad de Búsqueda de
Personas Desaparecidas y la reglamentación de la Comisión de
Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición
(CEV) son algunas muestras.
Este último paso es fundamental en el imperativo moral y político de
ofrecer Verdad y Reparación a las víctimas del conflicto armado y
recomponer el tejido social afectado por la violencia. Conformada
por once miembros y presidida por el sacerdote jesuita Francisco de
Roux, la CEV tendrá como objetivo “contribuir al esclarecimiento de
lo ocurrido, de acuerdo con los elementos del mandato y ofrecer una
explicación amplia de la complejidad del conflicto, de tal forma que
se promueva un entendimiento compartido en la sociedad, en
especial de los aspectos menos conocidos del conflicto, como el
impacto del conflicto en los niños, niñas y adolescentes y la
violencia basada en género, entre otros”. Además deberá “promover
y contribuir al reconocimiento de las víctimas como ciudadanos y
ciudadanas que vieron sus derechos vulnerados y como sujetos
políticos de importancia para la transformación del país” y “el
reconocimiento individual y colectivo de las responsabilidades por
parte de todos aquellos que directa o indirectamente participaron en
el conflicto” (Art. 2, Decreto 588/2007).
De lo citado se colige que, más que publicar un informe sobre la
verdad del conflicto armado, que como sabemos no va a ser única y
causará disputas, la CEV será un mecanismo de memoria que jalone
procesos de reconciliación y de participación de las víctimas con
miras a su reparación. Un país como Colombia, que lleva más de
medio siglo en conflicto armado, necesita con urgencia identificar
cuáles han sido los patrones de comportamiento violento y proponer
posibles terapéuticas. El trabajo de la Comisión le permitirá a los
colombianos entender por qué pasó lo que pasó y cómo evitar que
vuelva a ocurrir. Es una tarea compleja de cumplir en los tres años
que tendrá de existencia la CEV y que difícilmente dejará satisfechos
a todos, pero que deberá realizarse con el mayor rigor posible.
Como en el caso de otras Comisiones de la Verdad, como las de
Perú, Sudáfrica, Argentina o Chile, la CEV colombiana se orientará a
la búsqueda de la verdad sin implicaciones judiciales, pero su
particularidad radicará en el reto de reconstruir un conflicto de larga
duración, de enorme magnitud y complejidad y con una abrumadora
cantidad de víctimas.
Lo que se viene...
Ningún proceso de paz es un camino rectilíneo y fácilmente
transitable. A veces toma la forma de un vía crucis, un recorrido
tortuoso y extenuante de una estación a otra, donde la redención
amenaza con disiparse antes de llegar a destino. Tras sufrir el
impacto político, económico y social de una confrontación armada, la
sociedad colombiana encara el desafío de superar la violencia,
reconstruir su institucionalidad, recuperar la convivencia civil,
neutralizar las causas y catalizadores del enfrentamiento armado, e
impedir su reactivación o transmutación.
En este trasegar, dos elementos dificultan el logro de una paz
sostenible y duradera. De un lado, el carácter parcial de los
Acuerdos, que han negociado y firmado con uno de los
protagonistas de la violencia y dejado por fuera a otros que muy
pronto han tomado las banderas, las zonas y los negocios de
quienes salieron de la confrontación. Urgen, en este sentido, el
avance de las conversaciones con el ELN y el EPL, así como la
adopción de medidas tendientes al desmonte definitivo del
neoparamilitarismo. La otra amenaza al proceso de paz, es el
escaso avance en la implementación de los acuerdos destinados a
la reparación de las víctimas y a garantizar la no repetición de
hechos de violencia, que ha traído como consecuencia nuevas
violaciones de derechos humanos tanto por parte de los grupos
armados como del propio Estado.
En este contexto tan complejo, el presidente Santos debe jugarse el
todo por el todo para lograr que el Congreso le cumpla a la paz.
Junto a él, los partidos políticos, la Corte Constitucional, el gobierno
en todos sus niveles, las FARC y, por supuesto, la sociedad
colombiana tienen que aportar los cimientos para que la paz
prevalezca.

REFERENCIAS
Aukerman, M. (2002). Extraordinary evil, ordinary crime: A
Framework for understanding transitional justice. Harvard Human
Rights Journal, 15, 39-96.

Fundación Ideas para la Paz (FIP) (2016). Economías criminales en


clave de postconflicto: Tendencias actuales y propuestas para
hacerles frente. Bogotá: FIP.
Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)
(2017). Los asesinatos de líderes sociales dificultan la paz en
Colombia. [en línea]. Disponible en:
https://www.iecah.org/index.php/articulos/3257-los-asesinatos-de-
lideres-sociales-dificultan-la-paz-en-colombia
Molano, A., (2015). “Justicia para el posconflicto: viejos y nuevos
problemas en escenarios complejos”, en Andrés Molano (comp.). El
posconflicto en Colombia: Reflexiones y propuestas para recorrer la
transición. Bogotá: Instituto de Ciencia Política Hernán Echavarría
Olózaga: Fundación Konrad Adenauer Colombia.
Observatorio de Seguimiento a la implementación del Acuerdo de
Paz (OIAP) (2017). ¿En qué va la implementación de la Jurisdicción
Especial para la Paz? [en línea] Disponible en:
https://goo.gl/XM62Bo
Rodríguez, G., (2016). “¿Cesó la horrible noche? Marchas y
contramarchas de la paz en Colombia”, Revista Política
Latinoamericana N° 3, julio-diciembre [en línea]. Disponible en:
http://www.politicalatinoamericana.org/revista/index.php/RPL/issue/vi
ew/3

Potrebbero piacerti anche