Sei sulla pagina 1di 57

James C.

Scott (2017), Against the Grain: A Deep History of the Earliest States, Yale University
Press

Traducción de Diego A. Barreyra Fracaroli

Introducción

Una Narrativa en Jirones: Lo Que Yo No Sabía

¿Cómo vino el Homo sapiens sapiens, muy recientemente en la historia de su especie, a vivir en
populosas comunidades sedentarias, repletas de ganado domesticado y un puñado de granos de
cereal, gobernadas por los ancestros de lo que ahora llamamos Estados? Este novedoso complejo
ecológico y social se convirtió en el modelo para prácticamente toda la historia registrada de
nuestra especie. Amplificado enormemente por el crecimiento demográfico, por la energía
hidráulica y la tracción a sangre, por la navegación y el comercio de larga distancia, este modelo
prevaleció por más de seis milenios hasta el uso de combustibles fósiles. El relato a continuación
está animado por la curiosidad sobre el origen, estructura y consecuencias de este complejo
fundamentalmente agrario, ecológico.

La narrativa de este proceso ha sido por lo general expresada como una de progreso, de
civilización y orden público, y de creciente salud y esparcimiento. Dado lo que sabemos ahora,
gran parte de esta narrativa está equivocada o es gravemente falaz. El propósito de este libro es
cuestionar esa narrativa en base a mi lectura de los avances arqueológicos e históricos realizados
en las últimas dos décadas.

La fundación de las primeras sociedades agrarias y Estados en Mesopotamia ocurrió en el último


5% de nuestra historia como especie en el planeta. Y en esos parámetros, la era del combustible
fósil que comienza a finales del siglo XVIII representa sólo el último 0,25% de nuestra historia
como especie. Por razones que son alarmantemente obvias, estamos cada vez más preocupados
por nuestra huella en el medioambiente durante esta última era. El grado de masividad que ha
alcanzado este impacto está plasmado en el animado debate en torno al término “Antropoceno”,
acuñado para denominar una nueva época geológica durante la cual las actividades de los
humanos se volvieron decisivas para afectar los ecosistemas y la atmósfera del mundo.

Si bien no hay duda acerca del decisivo impacto contemporáneo de la actividad humana sobre la
ecosfera, la cuestión de cuándo se volvió ésta decisiva está en disputa. Algunos proponen datarla
en los primeros experimentos nucleares, que depositaron un manto permanente y detectable de
radioactividad en el mundo entero. Otros proponen que el cronómetro del Antropoceno inició con
la Revolución Industrial y el uso masivo de combustibles fósiles. Se podría defender también la
postura de que todo comenzó cuando la sociedad industrial obtuvo las herramientas –por
ejemplo, dinamita, excavadoras, hormigón armado (especialmente para diques)- para alterar
radicalmente el paisaje. De estos tres candidatos, la Revolución Industrial tiene apenas dos siglos
de vida y las otras dos forman parte todavía de la memoria viva. Medido con la escala temporal de

1
aproximadamente 200,000 años de existencia para nuestra especie, el Antropoceno comenzó
entonces apenas unos minutos atrás.

Propongo un punto alternativo de partida que es mucho más profundo históricamente. Aceptando
la premisa de un Antropoceno como salto cualitativo y cuantitativo de nuestro impacto sobre el
medioambiente, sugiero que comencemos con el uso del fuego, la primera gran herramienta de
los homínidos para modificar el paisaje –o, mejor dicho, la construcción de nichos. La evidencia de
uso de fuego data al menos de 400,000 años atrás, y quizás de tiempos aún anteriores, mucho
antes de la aparición del Homo sapiens. El asentamiento permanente, la agricultura y el pastoreo,
que aparecen hace unos 12,000 años, representan un salto adicional en nuestra transformación
del paisaje. Si lo que nos ocupa es la huella histórica de los homínidos, podríamos identificar un
Antropoceno “tenue” mucho antes del más explosivo y reciente Antropoceno “denso”; tenue en
gran medida porque existían muy pocos homínidos para empuñar estas herramientas de
transformación del paisaje. Nuestra población alrededor del 10,000 a.C. era de unos escasos dos-
cuatro millones en todo el mundo, menos del 0,001 % de nuestra población actual. La otra
invención decisiva premoderna fue institucional: el Estado. Los primeros Estados en la llanura
aluvial mesopotámica surgieron no antes de aproximadamente 6,000 años atrás, varios milenios
después de la primera evidencia de agricultura y sedentarismo en la región. Ninguna institución ha
hecho más para movilizar tecnologías de modificación del paisaje en función de sus intereses que
el Estado.

Un sentido, entonces, de cómo vinimos a ser súbditos sedentarios, cultivadores de cereales,


criadores de ganado gobernados por la novedosa institución que ahora llamamos Estado requiere
de una excursión a la historia profunda. La historia en su mejor versión, pienso yo, es la disciplina
más subversiva, en tanto y en cuanto nos pueda decir cómo las cosas que probablemente vamos a
dar por sentadas surgieron por primera vez. El atractivo de la historia profunda es que, revelando
las muchas circunstancias que convergieron para dar forma a, digamos, la Revolución Industrial, el
Último Máximo Glacial o la Dinastía Qin, responde al reclamo de la generación de historiadores
franceses de la Escuela de Annales por una historia de procesos de larga duración (la longue durée)
que reemplace la crónica de acontecimientos públicos. Pero el llamado contemporáneo por una
“historia profunda” supera a la Escuela de Annales en su apelación por lo que frecuentemente se
considera una historia de la especie. Este es el espíritu en el que me encuentro, un espíritu
seguramente ilustrativo de la máxima “el búho de Minerva vuela sólo al atardecer”.

Paradojas de las Narrativas del Estado y la Civilización

Una cuestión fundamental que subyace a la formación del Estado es cómo los Homo sapiens
sapiens vinimos a vivir en medio de concentraciones sin precedentes de plantas, animales y
personas domesticados, que son características de los Estados. Desde este amplio punto de vista,
la forma estatal está lejos de ser natural o determinada. El Homo sapiens apareció como
subespecie hace aproximadamente 200,000 años, y se encontraba fuera de África y el Levante
unos 60,000 años atrás. La primera evidencia de plantas cultivadas y de comunidades sedentarias
aparece aproximadamente hace 12,000 años. Hasta entonces –lo que equivale a decir durante el

2
95% de la experiencia humana en la tierra- vivimos en pequeñas bandas de cazadores-recolectores
móviles, dispersas y relativamente igualitarias. Más destacable aún para aquellos interesados en la
forma estatal es el hecho de que los primeros pequeños Estados estratificados, recaudadores de
impuestos y amurallados surgieron en el valle del Tigris y el Éufrates recién en 3,100 a.C., más de
cuatro milenios después de las primeras domesticaciones de cultivos y del sedentarismo. Este
inmenso intervalo es un problema para los teóricos que naturalizan la forma estatal y suponen que
una vez que los cultivos y el sedentarismo, requerimientos tecnológicos y demográficos para la
formación del Estado, fueran establecidos, los Estados/imperios surgirían inmediatamente como
lógicas y más eficientes unidades de orden político.

Estos hechos crudos ponen en problemas la versión de prehistoria humana que la mayoría de
nosotros (me incluyo aquí) ha heredado sin reflexionar. La humanidad histórica ha sido
hipnotizada con la narrativa de progreso y civilización, tal como fue codificada por los primeros
grandes reinos agrarios. Como nuevas y poderosas sociedades decidieron distinguirse tan
claramente como fuese posible de las poblaciones de las que surgieron, que aún eran atrayentes y
representaban un desafío en sus límites. En sus puntos esenciales, fue un relato de “ascenso del
hombre”. La agricultura, sostenía, reemplazó al mundo salvaje, primitivo, sin normas y violento de
los cazadores-recolectores y los nómadas. Los cultivos en parcelas delimitadas, por otro lado, eran
el origen y el garante de la vida sedentaria, de la religión formal, de la sociedad y del gobierno con
leyes. Aquéllos que rechazaban la adopción de la agricultura lo hacían por ignorancia o por
inadaptación. En casi todos los espacios de agricultura temprana, la superioridad del cultivo fue
respaldada por una elaborada mitología que relata cómo un dios o diosa poderosa confiaba el
grano sagrado a un pueblo elegido.

Una vez que se cuestiona la básica suposición de superioridad y atractivo del cultivo de parcelas
delimitadas sobre todas las formas previas de subsistencia, queda claro que esta misma suposición
descansa en una más profunda y más arraigada suposición que casi nunca es cuestionada. Y esa
suposición es que la misma vida sedentaria es superior a y más atractiva que las formas móviles de
subsistencia. El lugar del domus y la residencia fija en la narrativa civilizatoria es tan profundo que
es invisible; ¡el pez no habla acerca del agua! Simplemente se asume que el fatigado Homo sapiens
no veía la hora de finalmente asentarse de modo permanente, de terminar con cientos de miles de
años de movilidad estacional. Sin embargo, hay abundante evidencia de una férrea resistencia de
los pueblos móviles al asentamiento permanente en todas partes, incluso en circunstancias
relativamente favorables. Los pastores y las poblaciones de cazadores-recolectores han luchado
contra el asentamiento permanente, al que asociaban, con frecuencia correctamente, con las
enfermedades y el control estatal. Muchos pueblos indígenas en Estados Unidos fueron
confinados en reservas sólo tras su derrota militar. Otros aprovecharon las oportunidades
históricas presentadas por el contacto con europeos para incrementar su movilidad: los Sioux y los
Comanches se convirtieron en cazadores, mercaderes y saqueadores montados, y los Navajos se
volvieron pastores de ovejas. La mayoría de los pueblos que practicaban formas móviles de
subsistencia –cría, búsqueda de alimento, caza, recolección de productos marinos e incluso el
cultivo itinerante-, si bien se adaptaron al intercambio moderno con presteza, combatieron

3
implacablemente el asentamiento permanente. Al menos no tenemos ninguna justificación para
suponer que las “obviedades” sedentarias de la vida moderna pueden presumirse en la historia
humana como aspiración universal.

La narrativa básica del sedentarismo y la agricultura ha sobrevivido a la mitología que


originalmente hizo de su estatuto. De Thomas Hobbes a John Locke, Giambattista Vico, Lewis
Henry Morgan, Friedrich Engels, Herbert Spencer, Oswald Spengler y los relatos del darwinismo
social sobre la evolución social en general, la secuencia de progreso desde la caza-recolección al
nomadismo y luego a la agricultura (y de la banda a la aldea, el poblado y la ciudad) fue doctrina
corriente. Esas visiones prácticamente imitaban el esquema evolutivo de Julio César, de los
hogares a las familias, a las tribus, a los pueblos y al Estado (un pueblo que vive bajo las leyes),
donde Roma era la cúspide, con los celtas y luego los germanos en rango inferior. Aunque varían
en detalles, esos relatos registran la marcha de la civilización transmitida por la mayor parte de las
rutinas pedagógicas e impresa en los cerebros de los escolares en todo el mundo. El movimiento
de un modo de subsistencia al siguiente se ve tan drástico como definitivo. Nadie, una vez que se
le haya mostrado las técnicas de la agricultura, desearía continuar siendo un nómada o un
buscador de alimento. Cada etapa se supone representa un salto marcador de época en relación al
bienestar de la humanidad: más ocio, mejor nutrición, mayor expectativa de vida y, por fin, una
vida asentada que promueve las artes domésticas y el desarrollo de la civilización. Desplazar esta
narrativa de la imaginación del mundo es casi imposible; el programa de recuperación de doce
pasos requerido para lograr eso empobrece la imaginación. No obstante, comienzo aquí a hacerlo.

Resulta que la mayor parte de lo que podríamos llamar narrativa estándar tuvo que ser
abandonada cuando se contrastó con la evidencia arqueológica acumulada. Contrariamente a las
anteriores suposiciones, los cazadores-recolectores –incluso hoy en los refugios marginales donde
viven- no tienen nada que ver con los forajidos hambrientos, a punto de perecer, del folklore.
Cazadores y recolectores de hecho nunca lucieron mejor –en términos de su dieta, su salud y su
tiempo de ocio. Los agricultores, por el contrario, nunca han lucido tan mal –en términos de su
dieta, su salud y su tiempo de ocio. La actual moda de las dietas “paleolíticas” refleja la filtración
de este conocimiento arqueológico hacia la cultura popular. El cambio de caza y recolección a la
agricultura –un cambio que fue lento, vacilante, reversible y a veces incompleto- conllevó al
menos tantos costos como beneficios. Así, si bien la plantación de cultivos ha aparecido en la
narrativa estándar como un paso crucial hacia un presente utópico, no puede haber sido visto de
ese modo por aquellos que lo experimentaron por primera vez: un hecho que algunos estudiosos
ven reflejado en la historia bíblica de la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén.

Las heridas que ha sufrido la narrativa estándar de manos de la reciente investigación son, creo yo,
mortales. Por ejemplo, se ha supuesto que la residencia fija –el sedentarismo- fue una
consecuencia de la agricultura en campos. El cultivo permitió a las poblaciones concentrarse y
asentarse, suministrando una necesaria condición para la formación del Estado. Inconveniente
para la narrativa, el sedentarismo es en realidad bastante común en escenarios preagrícolas
ecológicamente ricos y variados –especialmente en zonas húmedas que bordean las rutas de
migración estacional de peces, pájaros y presas mayores. Allí, en la antigua Mesopotamia (griego

4
para “entre ríos”) meridional, se encuentran poblaciones sedentarias, incluso poblados, de hasta
cinco mil habitantes, con poca o ninguna agricultura. La anomalía opuesta también se halla
disponible: la plantación de cultivos asociada con movilidad y dispersión, excepto en un breve
periodo de cosecha. Esta última paradoja nos alerta nuevamente sobre el hecho de que la
suposición implícita de la narrativa estándar –es decir que la gente no veía la hora de abandonar la
movilidad y “asentarse”- puede también ser errónea.

Tal vez lo más perturbador de todo, el acto civilizatorio en el centro de toda la narrativa, la
domesticación, resulta ser obstinadamente elusivo. Los homínidos han estado después de todo
moldeando el mundo de las plantas –en gran medida con fuego- desde antes del Homo sapiens.
¿Cuál sería el Rubicón de la domesticación? ¿El cuidado de plantas silvestres, el deshierbe a su
alrededor, su mudanza a nuevos sitios, el lanzamiento de un puñado de semillas en suelos de limo
enriquecido, el depósito de una o dos semillas en un pozo realizado con un palo de siembra, o el
arado? No parece haber ningún “¡ahá!” o momento “lamparita de Edison”. Hay incluso hoy en día
grandes mantos de trigo silvestre en Anatolia, en los cuales, como mostró Jack Harlan, se puede
juntar suficiente grano con una hoz de pedernal durante tres semanas como para alimentar una
familia por un año. Mucho antes de la deliberada siembra de semillas en campos arados, los
recolectores habían desarrollado todas las herramientas para cosechar, cestas de aventar, piedras
de moler y morteros para procesar granos silvestres y legumbres. Para el lego, echar semillas en
una zanja u hoyo preparados parece decisivo. ¿El descarte de los carozos de una fruta comestible
en un área de compostaje de residuos vegetales cercana al campamento, en conocimiento de que
muchos de ellos iban a germinar y florecer, cuenta?

Para los arqueobotánicos, la evidencia de granos domesticados dependería del hallazgo de granos
con raquis robustos (favorecidos intencional y no intencionalmente por los primeros plantadores,
pues las cabezas de semilla no se quebraban y “esperaban a los cosechadores”) y semillas más
grandes. Ahora resulta que estos cambios morfológicos parecen haber ocurrido mucho después de
que los cultivos de grano se hubiesen practicado. Lo que antes había parecido ser inequívoca
evidencia ósea de ovejas y cabras completamente domesticadas ha sido también cuestionada. El
resultado de estas ambigüedades es doble. Primero, hace de la identificación de un único
acontecimiento de domesticación algo tanto arbitrario como sin sentido. Segundo, refuerza las
razones para un muy extenso periodo de lo que algunos han denominado “producción de
alimento de nivel bajo” con plantas no enteramente silvestres y tampoco completamente
domesticadas. Los mejores análisis de domesticación de plantas eliminan la noción de un solo
acontecimiento de domesticación y en cambio argumentan, sobre la base de datos genéticos y
arqueológicos sólidos, que los procesos de cultivo se extendieron a lo largo de unos tres milenios
en muchas áreas y condujeron a múltiples y dispersas domesticaciones de la mayoría de los
cultivos principales (trigo, cebada, arroz, garbanzos, lentejas).

Si bien estos descubrimientos arqueológicos dejan la narrativa civilizatoria estándar hecha añicos,
quizás podamos ver este periodo temprano como parte de un largo proceso que aún continúa, en
el cual los humanos hemos intervenido para obtener más control sobre las funciones
reproductivas de las plantas y los animales que nos interesan. Los criamos, los protegemos y los

5
explotamos selectivamente. Probablemente se pueda extender este argumento a los primeros
Estados agrarios y su control patriarcal sobre la reproducción de mujeres, cautivos y esclavos.
Guillermo Algaze lo plantea todavía con más audacia: “Las primeras aldeas del Cercano Oriente
domesticaron plantas y animales. Las instituciones urbanas de Uruk, a su vez, domesticaron
humanos”.

Poniendo al Estado en Su Lugar

Una investigación sobre la formación del Estado como ésta arriesga, por definición, dar al Estado
un lugar de privilegio mayor del que podría merecer de otro modo en una explicación más
balanceada de los asuntos humanos. Quisiera evitar esto. Los hechos, como he llegado a
entenderlos, llevan a que una historia imparcial de la especie debería otorgar al Estado un papel
mucho más modesto del que normalmente se le adjudica.

Que los Estados vinieran a dominar el registro arqueológico e histórico no es ningún misterio. Para
nosotros –es decir, los Homo sapiens- acostumbrados a pensar en unidades de una o unas pocas
generaciones, la permanencia del Estado y de su espacio administrado parece una inevitable
constante de nuestra condición. Además de la completa hegemonía de la forma estatal hoy en día,
una gran parte de la historia y la arqueología alrededor del mundo está financiada por los Estados
y con frecuencia equivale a un ejercicio narcisista de autorretrato. Lo que agrava este prejuicio
institucional es la tradición arqueológica, hasta muy recientemente, de excavar y analizar las
principales ruinas históricas. Así, si construiste monumentalmente en piedra y dejaste tus restos
convenientemente en un solo lugar, es probable que seas “descubierto” y domines las páginas de
la historia antigua. Si, por el contrario, construiste en madera, bambú o cañas, tienes muchas
menos chances de aparecer en el registro arqueológico. Y si fuiste cazador-recolector o nómada,
por más que hayas sido numeroso, esparciendo tus escasos residuos biodegradables a través del
paisaje, es probable que desaparezcas por entero del registro arqueológico.

Una vez que los documentos escritos –es decir, jeroglíficos o signos cuneiformes- aparecen en el
registro histórico, el prejuicio se vuelve aún más pronunciado. Estos son textos invariablemente
centrados en el Estado: impuestos, unidades de trabajo, listas de tributo, genealogías reales, mitos
fundadores, leyes. No hay voces opuestas, y los esfuerzos por leer tales textos en sentido contrario
son heroicos y excepcionalmente dificultosos. Cuanto más grande sean los archivos estatales
encontrados, hablando en general, más numerosas serán las páginas acerca de ese reino histórico
y su autorretrato.

Y sin embargo los primeros Estados en surgir en las llanuras aluviales y en los limos eólicos
sedimentados de Mesopotamia meridional, Egipto y el Río Amarillo fueron asuntos minúsculos,
tanto demográfica como geográficamente. Fueron una mera mancha en el mapa del mundo
antiguo y no mucho más que un error de redondeo en una población global total estimada en
alrededor de veinticinco millones en el 2,000 a.C. Fueron diminutos nodos de poder rodeados por
un vasto paisaje habitado por pueblos no estatales –los llamados “bárbaros”. A pesar de Sumer,
Akkad, Egipto, Micenas, Olmecas/Mayas, Harrapa y la China Qin, la mayor parte de la población
del mundo continuó viviendo lejos del alcance inmediato de los Estados y sus impuestos por
6
mucho tiempo. Cuándo precisamente el paisaje político pasó a ser definitivamente dominado por
el Estado es algo difícil de decir y bastante arbitrario. En una lectura generosa, hasta hace unos
cuatrocientos años una tercera parte del planeta estaba aún ocupada por cazadores-recolectores,
labradores itinerantes, pastores y horticultores independientes, mientras que los Estados,
esencialmente agrícolas, estaban confinados en esa pequeña porción del planeta disponible para
el cultivo. Una gran porción de la población mundial podría nunca haber conocido ese sello
distintivo del Estado: el recaudador de impuestos. Muchos, tal vez la mayoría, eran capaces de
entrar y salir del espacio estatal y cambiar de modos de subsistencia; tenían la posibilidad de
evadir la pesada mano del Estado. Por lo tanto, si localizamos la era de definitiva hegemonía
estatal comenzando alrededor del 1,600, puede decirse que el Estado sólo ha dominado las
últimas dos décimas porcentuales de vida política de nuestra especie.

Al focalizar nuestra atención en los lugares excepcionales donde aparecieron los primeros Estados,
nos arriesgamos a perder de vista el hecho clave de que en gran parte del mundo no hubo Estado
hasta tiempos muy recientes. Los Estados clásicos del Sudeste asiático son contemporáneos del
reinado de Carlomagno, más de seis mil años después de la “invención” de la agricultura. Los del
Nuevo Mundo, con excepción del Imperio Maya, son creaciones incluso más recientes. También
eran muy pequeños territorialmente. Fuera de su control estaban los grandes conglomerados de
pueblos “no administrados” que se congregaban en lo que los historiadores pueden llamar tribus,
jefaturas y bandas. Habitaban en zonas sin soberanía o de soberanía nominal, muy débil.

Los Estados en cuestión sólo en raras ocasiones fueron los formidables Leviatanes que una
descripción de su reinado más poderoso tiende a presentar. En la mayoría de los casos, los
interregnos, la fragmentación y las “edades oscuras” fueron más comunes que el gobierno
consolidado, efectivo. Aquí también, nosotros –y también los historiadores- somos propensos a
resultar hipnotizados por el hallazgo de los registros de una dinastía o por su periodo clásico,
mientras que los periodos de desintegración y desorden dejan poco o nada en cuanto a registros.
La “Edad Oscura” de Grecia, de cuatro siglos de duración, cuando aparentemente se perdió la
escritura, es casi una página en blanco comparada con la vasta literatura sobre obras teatrales y
filosofía de la Edad Clásica. Esto es completamente entendible si el propósito de una historia es
examinar los logros culturales que veneramos, pero esto pasa por alto la fragilidad de las formas
estatales. En una buena parte del mundo, el Estado, incluso cuando era robusto, fue una
institución estacional. Hasta tiempos muy recientes, durante las lluvias monzónicas anuales del
Sudeste asiático, la habilidad del Estado para proyectar su poder se reducía prácticamente a los
muros de su palacio. A pesar de la imagen que se daba el propio Estado y su centralidad en la
mayoría de las historias estándar, es importante reconocer que por miles de años después de su
primera aparición no fue una constante, sino una variable, y una muy inestable en la vida de gran
parte de la humanidad.

Ésta es una historia no estatal en otro sentido también. Capta nuestra atención en todos aquellos
aspectos de la construcción del Estado y del colapso del Estado que están o ausentes o han dejado
sólo huellas borrosas. Más allá del enorme progreso en la documentación del cambio climático, de
los cambios demográficos, de la calidad del suelo y de los hábitos dietarios, hay muchos aspectos

7
de los primeros Estados que no podemos encontrar constatados en restos físicos o en antiguos
textos porque son procesos insidiosos, lentos, quizás simbólicamente desafiantes, e incluso
indignos de mención. Por ejemplo, parece que la fuga de los dominios del Estado temprano a la
periferia era muy común, pero, como contradice la narrativa del Estado como civilizatorio
benefactor de sus súbditos, es relegada a oscuros códigos de leyes. Algunos estamos
prácticamente seguros de que las enfermedades fueron un factor principal en la fragilidad de los
Estados tempranos. Sus efectos, sin embargo, son difíciles de documentar, ya que eran muy
súbitos y muy poco entendidos, y porque muchas enfermedades epidémicas no dejaron ningún
signo obvio en los huesos. De modo similar, la magnitud de la esclavitud, de la servidumbre y la
relocalización forzada es difícil de documentar pues, en ausencia de grilletes, los restos de esclavos
y hombres libres son indistinguibles. Todos los Estados estuvieron rodeados de pueblos no
estatales, pero debido a su dispersión conocemos muy poco sobre sus movimientos, sus
cambiantes relaciones con los Estados y sus estructuras políticas. Cuando una ciudad es quemada
hasta los cimientos es difícil decir si fue un incendio accidental como los que plagaron a todas las
ciudades antiguas hechas de materiales combustibles, una guerra o levantamiento civil, o un
ataque exterior.

A un grado posible, he tratado de correr mi mirada del resplandor de la autorepresentación del


Estado para examinar las fuerzas históricas sistemáticamente pasadas por alto en las historias
dinásticas escritas, que son resistentes a las técnicas arqueológicas estándar.

El Itinerario en Miniatura

El tema del primer capítulo trata de la domesticación del fuego, las plantas y los animales, y de la
concentración de alimento y población que tal domesticación posibilita. Antes de que pudiéramos
ser objeto de la construcción del Estado, fue necesario que nos juntemos –o que nos junten- en
números sustanciales, con la razonable expectativa de no sufrir una hambruna inmediatamente.
Cada una de estas domesticaciones reordenó el mundo natural de un modo que redujo
enormemente el radio de una comida. El fuego, que le debemos a nuestro anciano pariente Homo
erectus, ha sido nuestra gran carta de triunfo, permitiéndonos remodelar el paisaje para estimular
el crecimiento de las plantas comestibles –árboles y arbustos frutales- y crear puntos de atracción
para presas deseadas. Usado en cocina, el fuego convirtió un conjunto de plantas anteriormente
indigestas en agradables y más nutritivas. Debemos nuestro cerebro relativamente grande y
nuestros intestinos relativamente pequeños (comparados con otros mamíferos, incluyendo
primates), se ha planteado, al auxilio predigestivo externo que la cocción de los alimentos
posibilita.

La domesticación de los granos –especialmente del trigo y la cebada, en este caso- y las legumbres
fomenta el proceso de concentración. En coevolución con los humanos, las variedades eran
seleccionadas especialmente por su fruto de mayor tamaño (semillas), por su determinada
maduración y por su facilidad para la trilla (calidad de irrompibles). Pueden plantarse anualmente
alrededor del hogar (granja y sus inmediatas adyacencias) y proveer de una fuente muy confiable
de calorías y proteína –tanto como reserva en un año malo o como alimento básico. Los animales

8
domesticados –especialmente ovejas y cabras, en este caso- pueden verse del mismo modo. Son
nuestros dedicados y serviciales recolectores de cuatro patas (o en los casos de gallinas, patos y
gansos, de dos patas). Gracias a sus bacterias intestinales ellos pueden digerir plantas que
nosotros no podemos encontrar y/o deshacer, y nos las traen en su forma “cocida” de grasa y
proteína, que apetecemos y podemos digerir. Selectivamente criamos estos domésticos para las
calidades de nuestro deseo: reproducción rápida, tolerancia al confinamiento, docilidad, carne y
producción de leche y lana.

La domesticación de plantas y animales no era, como he adelantado, estrictamente necesaria para


el sedentarismo, pero creó las condiciones para un nivel sin precedentes de concentración de
alimento y población, especialmente en los escenarios agroecológicos más favorables: ricas
llanuras de aluvión o suelos de loess y agua perenne. Esta es la razón por la que elijo llamar a estos
espacios campos de reasentamiento de especies múltiples en el Neolítico Tardío. Resulta que, si
bien provee de condiciones ideales para la construcción del Estado, el campo de reasentamiento
de especies múltiples en el Neolítico Tardío significó mucho más trabajo pesado que la caza y
recolección y de ninguna manera fue beneficioso para la salud. Es difícil entender por qué alguien
no impelido por el hambre, el peligro o la coerción abandonaría por decisión propia la caza-
recolección o el pastoreo para pasar a la agricultura de tiempo completo.

El término “domesticar” se entiende normalmente como verbo activo que toma un objeto directo,
como en “el Homo sapiens domesticó el arroz…domesticó la oveja”, etc. Esto pasa por alto la
agencia activa de los domesticados. No es tan claro, por ejemplo, en qué grado nosotros
domesticamos el perro o el perro nos domesticó. Y qué ocurre con los “comensales” –gorriones,
ratones, gorgojos, garrapatas, chinches- que no estaban invitados al campo de reasentamiento
pero que irrumpieron de todas maneras, cuando encontraron agradable la compañía y el
alimento. ¿Y qué pasa con los “domesticadores en jefe”, los Homo sapiens? ¿No fueron ellos a su
vez domesticados, sujetos al ciclo de arar, sembrar, desmalezar, cosechar, trillar, moler, todo por
cuenta de sus granos favoritos y del cuidado de las necesidades diarias de su ganado? Es casi una
cuestión metafísica quién es el siervo de quién –al menos hasta que llega el momento de comer.

El significado de la domesticación para plantas, hombre y animales se explora en el capítulo 2.


Argumento, como lo han hecho otros, que la domesticación tiene que entenderse de una manera
amplia, como el esfuerzo en curso del Homo sapiens para modelar todo el medioambiente a su
antojo. Dado nuestro pobre conocimiento sobre cómo funciona el mundo natural, se podría decir
que el esfuerzo ha sido más abundante en las consecuencias no deseadas que en los efectos
previstos. Aunque algunos piensan que el Antropoceno denso comenzó con un depósito de
radioactividad a nivel mundial que siguió a la explosión de la primera bomba atómica, está lo que
yo he denominado un Antropoceno tenue cuyo inicio data del uso del fuego por parte del Homo
erectus, aproximadamente medio millón de años atrás, y que se extiende a través de los
desmontes para la agricultura y el pastoreo y de la resultante deforestación y entarquinamiento. El
impacto y el ritmo de este temprano Antropoceno aumentan en la medida en que la población
mundial crece a alrededor de veinticinco millones de individuos en el 2,000 a.C. No hay razón
particular para insistir con la etiqueta “Antropoceno” –un término tanto en boga como muy en

9
disputa en este momento- pero hay muchas razones para insistir en el impacto medioambiental
global de la domesticación del fuego, las plantas y el pastoreo de animales. La “domesticación”
cambió la composición genética y la morfología de cultivos y animales alrededor del hogar. La
reunión de plantas, animales y humanos en los asentamientos agrícolas creó un nuevo
medioambiente mayormente artificial en el que la presión selectiva darwiniana actuó para
promover nuevas adaptaciones. Los nuevos cultivos se volvieron la “canasta básica” que no podía
sobrevivir sin nuestras constantes atenciones y protección. Lo mismo fue cierto para las ovejas y
cabras domesticadas, que se volvieron más pequeñas, más plácidas, menos atentas a sus
alrededores y menos sexualmente dimórficas. En este contexto me pregunto si es posible que un
proceso similar nos haya afectado. ¿Cómo fuimos también domesticados por el hogar, por nuestro
confinamiento, por la aglomeración, por nuestros diferentes patrones de actividad física y
organización social? Finalmente, comparando el mundo vital de la agricultura –atado como está al
metrónomo del grano de cereal principal- con el de la caza-recolección, planteo el caso de que la
vida agrícola es mucho más acotada en experiencias y, en un sentido tanto cultural como ritual,
más empobrecido.

La pesada carga en la vida de los comunes de los primeros Estados, tema del capítulo 3, fue
considerable. La primera, como fue mencionado, fue una ingrata tarea. No hay duda de que, con la
posible excepción de la agricultura de inundación (descenso), la labranza de campos fue mucho
más onerosa que la caza y la recolección. Como han observado Ester Boserup y otros, no hay razón
por la que un recolector en la mayoría de los medioambientes cambiaría a la agricultura, salvo que
fuese forzado por presión demográfica o por alguna forma de coerción. Una segunda gran e
imprevista carga pesada de la agricultura fue el efecto epidemiológico directo de la concentración
–no sólo de gente sino de ganado, cultivos, y el gran grupo de parásitos que los siguieron al hogar
o se desarrollaron allí. Las enfermedades con las que estamos familiarizados ahora –sarampión,
paperas, difteria y otras infecciones adquiridas comunalmente- aparecieron por primera vez en los
Estados tempranos. Parece casi seguro que una gran parte de los primeros Estados colapsó como
resultado de epidemias análogas a la plaga antonina y la plaga de Justiniano en el primer milenio
de la Era Cristiana o la Peste Negra del siglo XIV en Europa. Luego hubo otra plaga: la estatal de los
impuestos en forma de grano, fuerza de trabajo y conscripción sobre y por sobre el oneroso
trabajo agrícola. ¿Cómo logró el Estado temprano congregar, mantener y aumentar su población
de súbditos en esas circunstancias? Algunos han incluso argumentado que la formación del Estado
sólo fue posible en escenarios donde la población estaba cercada por desierto, montañas o una
periferia hostil.

El capítulo 4 está consagrado a lo que podría llamarse la hipótesis del grano. Seguramente llama la
atención que prácticamente todos los Estados clásicos estuvieron basados en el grano, incluyendo
el mijo. La historia no registra Estados en base a mandioca, sagú, batata, malanga, plátano, o pana.
(“Repúblicas bananeras” no califican) Mi intuición es que sólo los granos son los más apropiados
para la producción concentrada, la liquidación de impuestos, la apropiación, los estudios
catastrales, el almacenamiento y el racionamiento. En suelo adecuado, el trigo provee de la
agroecología para densas concentraciones de súbditos humanos.

10
En cambio, el tubérculo mandioca crece subterráneo, requiere poco cuidado, es fácil de ocultar,
madura en un año y, lo más importante, puede dejarse en el suelo y permanece comestible por
dos años más. Si el Estado quiere tu mandioca, tendrá que venir y desenterrar los tubérculos uno
por uno, y así tendrá una carga de poco valor y gran peso para transportar. Si evaluáramos los
cultivos desde la perspectiva del “recaudador de impuestos” premoderno, los granos principales
(sobre todo, el arroz irrigado) estarían entre los preferidos, y las raíces y tubérculos entre los
menos buscados.

En consecuencia, pienso, la formación del Estado sólo es posible cuando hay pocas alternativas a
una dieta dominada por los granos domesticados. Si la subsistencia se extiende a través de varias
cadenas alimentarias, como es el caso de la caza-recolección, el cultivo itinerante, la recolección
de productos marinos, etc. no es posible que surja un Estado, pues no existe una materia prima
fácilmente medible y accesible que sirva de base para la apropiación. Se podría imaginar que las
antiguas legumbres domesticadas, digamos –guisantes, porotos de soja, maníes o lentejas, todas
ellas nutritivas y que pueden secarse para su almacenamiento- pueden servir de cultivo tributario.
El obstáculo en este caso es que la mayoría de las legumbres son cultivos indeterminados que
pueden extraerse en la medida en que crecen; no tienen un tiempo de cosecha determinado, algo
que sí requiere el recaudador de impuestos.

Algunos escenarios agroecológicos pueden considerarse “preadaptados” para concentrar parcelas


de grano y población, debido a la riqueza del limo y la abundancia de agua, y estas áreas son a su
vez posibles locaciones para la construcción del Estado. Tales escenarios son necesarios quizás
para la formación del Estado, pero no son suficientes. Se puede decir que el Estado tiene una
afinidad electiva por tales lugares. Contrario a algunas suposiciones anteriores, el Estado no
inventó la irrigación como medio de concentrar población, y menos la domesticación de los
cultivos; ambos fueron logros de los pueblos preestatales. Lo que con frecuencia ha hecho el
Estado una vez establecido, sin embargo, es mantener, amplificar y expandir el escenario
agroecológico que es la base de su poder a través de lo que podríamos denominar alteración
estatal del paisaje. Ésta incluía reparación de canales sedimentados, excavación de nuevos canales
de alimentación, asentamiento de cautivos de guerra en tierra arable, penalización para súbditos
que no están cultivando, desmonte de nuevos campos, prohibición de actividades de subsistencia
no imponibles como la recolección y la movilidad, e intento de prevenir la fuga de sus súbditos.

Hay, creo, algo como un módulo agroeconómico que caracteriza a la mayoría de los Estados
tempranos. Ya sea el grano en cuestión trigo, cebada, arroz o maíz –los cuatro cultivos que suman
hasta el día de hoy más de la mitad del consumo calórico mundial- los patrones revelan una
similitud familiar. El Estado temprano se esfuerza para crear un paisaje legible, medido y muy
uniforme de cultivos de grano imponibles y para mantener en esta tierra una gran población
disponible para la prestación forzada de mano de obra, la conscripción y, por supuesto, la
producción de grano. Por docenas de razones, ecológicas, epidemiológicas y políticas, el Estado
con frecuencia fracasa en lograr este objetivo, pero éste es, como lo fue, el brillo de sus ojos.

11
Un lector alerta podría preguntar en este momento: ¿qué es un Estado? Pienso en las
organizaciones políticas de la antigua Mesopotamia como volviéndose Estados de manera gradual.
Esto es, la “condición de Estado” es para mí una continuidad institucional, menos una proposición
“o esto o lo otro” y más un juicio de más o menos. Una forma política con un rey, un cuerpo
administrativo especializado, una jerarquía social, un centro monumental, murallas citadinas y la
recolección y distribución del tributo es ciertamente un “Estado” en el sentido estricto del
término. Tales Estados surgen en los últimos siglos del cuarto milenio a.C. y parecen estar bien
documentados a más tardar por el poderoso reino territorial de Ur III en Mesopotamia meridional
hacia el 2,100 a.C. Antes de ello hubo organizaciones políticas con poblaciones importantes,
comercio, artesanía y, parece, asambleas urbanas, pero uno podría discutir en qué medida estas
características satisfacen una clara definición de la condición de Estado.

Obviamente la planicie de aluvión del sur de Mesopotamia está en el centro de mi interés


geográfico por la simple razón de que allí fue que surgieron los primeros pequeños Estados. El
adjetivo que se usa normalmente para describirlos es “prístino”. Si bien los asentamientos fijos y
los granos domesticados pueden encontrarse antes en otros espacios (por ejemplo, en Jericó, el
Levante y los “flancos montañosos” al este de la llanura de aluvión), no provocaron el surgimiento
de Estados. Las formas estatales mesopotámicas, a su vez, influyeron en las subsiguientes
prácticas de construcción estatal en Egipto, Mesopotamia septentrional e incluso el valle del Indo.
Por esta razón, y con el auxilio de las tablillas cuneiformes sobrevivientes y los prodigiosos
estudios en el campo, me concentro en los Estados mesopotámicos. Cuando los paralelos y
contrastes son llamativos y pertinentes, me refiero ocasionalmente a la formación de primeros
Estados en el norte de China, Creta, Grecia, Roma y Mayas.

Podría uno tentarse y decir que los Estados surgen, cuando lo hacen, en áreas ecológicamente
ricas. Esto sería un malentendido. Lo que se requiere es riqueza en la forma de un dominante
cultivo de granos apropiable, mensurable, además de una población que lo produzca, que pueda
ser fácilmente administrada y movilizada. Áreas de gran aunque diversa abundancia como los
humedales, que ofrecen docenas de opciones de subsistencia para una población móvil debido a
su ilegibilidad y su muy fugaz diversidad, no son zonas de exitosa construcción del Estado. La lógica
de cultivos obtenibles y accesibles y gente es aplicable también a esfuerzos de menor escala en
control y legibilidad que uno encuentra en las reducciones españolas del Nuevo Mundo, muchos
asentamientos de misioneros y ese parangón de legibilidad que es la plantación de monocultivo
con la fuerza de trabajo en las barracas.

La cuestión mayor, que abordo en el capítulo 5, es importante porque trata del papel de la
coerción para establecer y mantener el Estado antiguo. Aunque es un tema de candente debate, la
cuestión va directamente al corazón de la tradicional narrativa de progreso civilizatorio. Si la
formación de los primeros Estados se demostrase fue en mayor medida una empresa coercitiva, la
visión del Estado, la estimada por los teóricos del contrato social como Hobbes y Locke, la que lo
presenta como polo de paz civil, orden social y liberación del miedo, atrayendo a la gente por su
carisma, tendría que reexaminarse.

12
El Estado temprano, de hecho, como veremos, fracasó frecuentemente en su tarea de conservar
su población; era excepcionalmente frágil epidemiológica, ecológica y políticamente, y con
tendencia al colapso o la fragmentación. Sin embargo, si el Estado con frecuencia se desintegró, no
fue por falta de ejercicio de los poderes coercitivos que pudiera conseguir. Los datos acerca del
uso extensivo de trabajo servil –cautivos de guerra, servidumbre temporaria, esclavitud del
templo, mercados de esclavos, relocalización forzada en colonias de trabajo, trabajo convicto y
esclavitud comunal (por ejemplo, los ilotas en Esparta)- son muy numerosos. El trabajo servil fue
particularmente importante en la construcción de murallas en las ciudades y de caminos, en la
excavación de canales, minería, cantería, explotación forestal, construcción monumental, tejido de
lana, y por supuesto trabajo agrícola. La atención prestada a “la cría” de la población de súbditos,
incluidas las mujeres, como forma de riqueza, igual que el ganado, en la que se estimulaban la
fertilidad y los altos índices de reproducción, es clara. El mundo antiguo claramente compartía el
juicio de Aristóteles de que el esclavo era, como un animal de tiro, una “herramienta de trabajo”.
Incluso antes de que encontremos términos para esclavos en los primeros registros escritos, el
registro arqueológico expresa mucho con sus descripciones en bajorrelieves de andrajosos
esclavos cautivos siendo conducidos desde el campo de batalla y, en Mesopotamia, miles de
pequeños e idénticos cuencos biselados, muy probablemente para las raciones de cebada o
cerveza de los grupos de trabajadores.

La esclavitud formal en el mundo antiguo alcanza su apoteosis en la Grecia clásica y a comienzos


de la Roma imperial, que fueron Estados esclavistas en el sentido completo que uno le otorga al
Sur de Estados Unidos antes de la guerra. La propiedad de esclavos en este orden, aunque
presente en Mesopotamia y el antiguo Egipto, fue menos dominante que otras formas de trabajo
servil, como los miles de mujeres en los grandes talleres de Ur que tejían prendas para la
exportación. Que una buena porción de la población de Grecia y la Italia romana estaba sujeta
contra su voluntad está atestiguado por las rebeliones de esclavos en Italia y Sicilia, por las ofertas
de libertad en tiempos de guerra –por Esparta a los esclavos atenienses y por los atenienses a los
ilotas espartanos- y por las frecuentes referencias a poblaciones en fuga en Mesopotamia. En este
contexto uno recuerda la admonición de Owen Lattimore de que la gran muralla china fue
construida tanto para mantener a los bárbaros fuera como para mantener a los contribuyentes
chinos dentro. Variable como es a lo largo del tiempo y difícil como es para cuantificar, la
servidumbre parece haber sido una condición para la supervivencia del antiguo Estado. Los
primeros Estados seguramente no inventaron la institución de la esclavitud, pero sí la codificaron y
organizaron como proyecto estatal.

Los primeros Estados fueron instituciones históricamente novedosas; no había manuales de


administración estatal ni Machiavello que los gobernantes pudiesen consultar, así que no
sorprende que frecuentemente duraran poco. La China de la Dinastía Qin, famosa por sus muchas
innovaciones de poderosa gobernanza, duró escasos quince años. La agroecología favorable a la
formación del Estado es relativamente estática, mientras que los Estados que aparecen
ocasionalmente en estos lugares parpadean como los semáforos erráticos. Las razones de esta
fragilidad y cómo podríamos entender su significado más amplio son el tema del capítulo 6.

13
Mucha tinta arqueológica ha sido usada tratando de explicar, por ejemplo, el “colapso” maya, el
“primer período intermedio” egipcio y la “Edad Oscura” de Grecia. Con frecuencia la evidencia que
tenemos no suministra ninguna pista determinante. Las causas son por lo general múltiples, y es
arbitrario señalar una sola como decisiva. Como en el caso de un paciente que sufre de muchas
enfermedades subyacentes, es difícil especificar la causa de la muerte. Y cuando, digamos, una
sequía lleva a la hambruna y luego a la resistencia y fuga, lo que a su vez aprovechará un Estado
vecino para invadir, saquear el reino y deportar su población, ¿cuál de estas causas deberíamos
preferir? El escaso registro escrito raramente ayuda. Cuando un reino es destruido por invasión,
saqueos, guerra civil o rebelión, los escribas depuestos rara vez permanecen en sus puestos el
suficiente tiempo para registrar la debacle. Ocasionalmente hay evidencia de que un complejo
palaciego ha sido incendiado –pero por qué y por quién raramente aparece con claridad.

Aquí enfatizo particularmente aquellas causas de fragilidad que son intrínsecas a la agroecología
de los primeros Estados. Las causas extrínsecas –digamos, la sequía o el cambio climático (que está
implicado claramente en varios “colapsos” simultáneos en la región)- pueden en realidad ser más
importantes en general para el colapso del Estado, pero las causas intrínsecas nos dicen más sobre
los aspectos autolimitantes de los Estados tempranos. Para este propósito, especulo sobre tres
líneas de falla que son subproductos de la misma formación del Estado. Las primeras son los
efectos patológicos de las concentraciones sin precedentes de cultivos, gente y ganado en forma
conjunta con sus parásitos y patógenos acompañantes. Imagino, como otros, que las epidemias de
una clase u otra, incluyendo las enfermedades de los cultivos, fueron responsables de bastantes
colapsos súbitos. Los datos, sin embargo, son difíciles de obtener. Más perniciosos son dos efectos
ecológicos del urbanismo y la agricultura de irrigación intensiva. El primero resultó en la constante
deforestación de las cuencas altas en Estados fluviales y las subsecuentes sedimentaciones e
inundaciones. El último resultó en la bien documentada salinización del suelo, del rendimiento
agrícola decreciente y del eventual abandono de la tierra arable.

Finalmente quiero cuestionar el uso del término “colapso” para describir muchos de estos
eventos. En uso irreflexivo, “colapso” significa la tragedia civilizatoria de un gran reino antiguo
destruido junto con sus logros culturales. Deberíamos hacer una pausa antes de adoptar este uso.
Muchos reinos eran, en realidad, confederaciones de asentamientos más pequeños, y el “colapso”
podría no significar más que una fragmentación, una vez más, de sus partes constituyentes, para
tal vez volver a juntarse más tarde. En el caso de una reducción de la pluviosidad y de las
producciones agrícolas, “colapso” podría significar una dispersión razonable de la rutina para
enfrentar la periódica variación climática. Incluso en caso de, digamos, fuga o rebelión contra los
impuestos, la prestación forzada de mano de obra o la conscripción militar, ¿no podríamos
celebrar –o al menos no deplorar- la destrucción de un orden social opresivo? Finalmente, en caso
de que sean bárbaros los que asedian, no deberíamos olvidar que ellos suelen adoptar la cultura y
la lengua de los gobernantes a quienes deponen. Las civilizaciones nunca deberían confundirse
con los Estados a los que generalmente sobreviven, ni deberíamos preferir irreflexivamente las
unidades mayores de orden político a las unidades menores.

14
¿Y qué sucede con estos bárbaros que, en la época de los primeros Estados, son mucho más
numerosos que los súbditos del Estado y, aunque dispersos, ocupan la mayor parte de la superficie
habitable de la tierra? El término “bárbaro”, sabemos, fue originalmente asignado por los griegos
a todos los no hablantes de griego –tanto esclavos capturados como vecinos muy “civilizados”
como los egipcios, los persas y los fenicios. “Ba-ba” pretendió ser una parodia del sonido del habla
no griego. De una forma u otra, el término fue reinventado por todos los primeros Estados para
distinguirse de aquéllos por fuera del Estado. Por lo tanto, es apropiado que mi séptimo y último
capítulo esté dedicado a los “bárbaros” que eran simplemente la vasta población no sujeta al
control estatal. Continuaré usando el término “bárbaro” –irónicamente- en parte porque quiero
argumentar que la era de los primeros y frágiles Estados fue un tiempo en donde era bueno ser un
bárbaro. La longitud de este periodo varía de lugar en lugar, dependiendo de la fortaleza y la
tecnología militar del Estado; mientras duró pudo llamarse la edad de oro de los bárbaros. La zona
bárbara es esencialmente la imagen en espejo de la agroecología del Estado. Es una zona de caza,
cultivo de tala y quema, recolección de mariscos, búsqueda de alimento, pastoreo, raíces y
tubérculos, y pocos o ningún cultivo permanente de granos. Es una zona de movilidad física, de
mezcladas y cambiantes estrategias de subsistencia; es decir, de producción “ilegible”. Si el ámbito
bárbaro es diverso y complejo, el del Estado es, hablando agroeconómicamente, relativamente
simple. Los bárbaros no son esencialmente una categoría cultural; son una categoría política para
designar poblaciones (todavía) no administradas por el Estado. La línea de frontera donde los
bárbaros comienzan es donde terminan los cultivos de grano y los impuestos. Los chinos usaban
los términos “crudo” y “cocido” para diferenciar entre bárbaros. Entre grupos de misma lengua,
cultura y sistemas de parentesco, el segmento “cocido” o más “evolucionado” comprendía a
aquellos cuyos hogares habían sido registrados y quienes eran, aunque sea nominalmente,
gobernados por los magistrados chinos. Se decía de ellos que “habían entrado al mapa”.

Como comunidades sedentarias, los primeros Estados fueron vulnerables a los pueblos no
estatales más móviles. Si se piensa en cazadores y recolectores como especialistas en localizar y
explotar recursos alimenticios, las agregaciones estáticas de gente, grano, ganado, textiles y
bienes metálicos de las comunidades sedentarias representaron elecciones relativamente
sencillas. Por qué debería uno pasar por las dificultades del cultivo de cereales cuando, como el
Estado, puede simplemente confiscarlos del granero. Como dice el dicho bereber tan
elocuentemente, “el saqueo es nuestra agricultura”. El crecimiento de asentamientos agrícolas
sedentarios que en todas partes fueron la base de los Estados tempranos puede verse como un
nuevo y muy lucrativo sitio de recolección para los pueblos no estatales –como si fueran una
ventanilla única. Como los nativos americanos descubrieron, la vaca europea domesticada era más
fácil de “cazar” que los ciervos de cola blanca. Las consecuencias fueron de consideración para el
Estado temprano. O invertía mucho en defensas contra los asaltos y/o pagaba tributo –dinero por
protección- a los potenciales saqueadores a cambio de que no ataquen. En cualquier caso, la carga
fiscal sobre el Estado temprano, y por lo tanto su fragilidad, se incrementó apreciablemente.

Si bien la espectacular calidad de las incursiones de saqueo tiende a dominar los relatos acerca de
la relación entre los Estados tempranos y los bárbaros, seguramente fueron mucho menos

15
importantes que el comercio. Los Estados tempranos, localizados generalmente en ricas tierras
bajas de aluvión, fueron socios comerciales naturales de los bárbaros cercanos. Distribuyéndose
extensamente en un medioambiente mucho más diverso, sólo los bárbaros podían abastecer las
necesidades sin las cuales el Estado temprano no podía sobrevivir por mucho tiempo: minerales
metálicos, madera, pieles, obsidiana, miel, plantas medicinales y aromáticas. A la larga, el reino de
la llanura fue más valioso como centro comercial que como sitio de pillaje. Representaba un gran,
nuevo y lucrativo mercado para productos del hinterland que podían ser intercambiados por
productos de las tierras bajas, como granos, textiles, dátiles y pescado seco. Una vez que el
desarrollo de la pesca costera permitió un comercio de más larga distancia, el volumen de este
comercio explotó. Para imaginar el efecto sólo necesitamos pensar en el impacto que el mercado
de pieles de nutria en Europa tuvo sobre la caza de los nativos americanos. La recolección y la caza
se volvieron, con la expansión del comercio, más una empresa comercial que una pura actividad
de subsistencia.

El resultado de esta simbiosis fue una hibridez cultural mucho mayor que la que la típica dicotomía
“civilizado-bárbaro” posibilitaría. Ha sido defendido convincentemente que el Estado o imperio
temprano fue usualmente empañado por un “mellizo bárbaro” que creció a su lado y compartió su
destino cuando decayó. El oppida mercantil celta en los márgenes del Imperio Romano es un
ejemplo de esta dependencia.

Así, la larga era de los Estados agrarios relativamente débiles y de los numerosos pueblos
montados no estatales fue algo así como la edad dorada de los bárbaros; ellos disfrutaron de un
comercio beneficioso con los Estados tempranos, aumentado con tributo y con pillaje cuando se
hacía necesario; evitaron las inconveniencias de los impuestos y el trabajo agrícola; disfrutaron
una dieta más nutritiva y variada y una mayor movilidad física.

Dos aspectos de este intercambio, sin embargo, fueron tristes y funestos. Quizás la principal
mercancía comerciada con los Estados tempranos fue el esclavo –comúnmente proveniente de los
bárbaros. Los Estados antiguos reforzaron su población mediante las guerras de captura y las
compras de esclavos en grandes números a los bárbaros que se especializaban en este comercio.
Además, es raro el caso de algún Estado temprano que no se haya relacionado con mercenarios
bárbaros para su defensa. Vendiendo a sus bárbaros y sus servicios marciales a los Estados
tempranos, los bárbaros contribuyeron fuertemente al declive de su breve edad dorada.

Capítulo Uno

La Domesticación del Fuego, las Plantas, los Animales y…Nosotros

Fuego

Lo que el fuego significó para los homínidos y en última instancia para el resto del mundo natural
es claramente presagiado por una excavación en una cueva de Sudáfrica. En los estratos más
profundos y por lo tanto más antiguos, no hay depósitos de carbón y por lo tanto no hubo fuego.
Aquí se encuentran restos óseos completos de grandes felinos y fragmentos de hueso- que tienen

16
marcas de dientes- de muchos animales, entre los cuales está el Homo erectus. En un estrato
superior, más tardío, se encuentran depósitos de carbón que indican presencia de fuego. Aquí hay
restos esqueléticos completos de Homo erectus y fragmentos óseos de varios mamíferos, reptiles
y pájaros, entre los que figuran unos pocos huesos roídos de grandes felinos. El cambio en la
“propiedad” de la cueva y la inversión de quién aparentemente estaba comiendo a quién habla
elocuentemente del poder del fuego para la especie que aprendió primero a usarlo. Como
mínimo, el fuego suministra calor, luz y seguridad relativa contra los predadores nocturnos, y se
erige en precursor del hogar.

La idea del uso del fuego como la transformación decisiva en el destino de los homínidos es
convincente. Ha sido la más grandiosa y más antigua herramienta de la humanidad para reformar
el mundo natural. “Herramienta”, sin embargo, no es la palabra correcta; a diferencia del
inanimado cuchillo, el fuego tiene vida propia. Es, en el mejor de los casos, un “semidomesticado”
que aparece espontáneamente y que, si no se lo vigila cuidadosamente, escapa de su
confinamiento para volverse peligrosamente salvaje.

El uso del fuego por parte de homínidos es históricamente profundo y generalizado. La evidencia
de fogones humanos es por lo menos de una antigüedad de 400,000 años, mucho antes de que
nuestra especie apareciera en escena. Gracias a los homínidos, gran parte de la flora y fauna del
mundo consiste en especies adaptadas al fuego que han sido estimuladas por la quema. Los
efectos del fuego antropogénico son tan grandes que podrían ser juzgados, en un relato imparcial
del impacto humano sobre el mundo natural, como habiendo superado a las domesticaciones de
los cultivos y el ganado. La razón por la que el fuego humano como arquitecto del paisaje no está
registrado como debiera estar en nuestros relatos históricos quizás se deba a que sus efectos se
propagaron por cientos de miles de años y a que fueron logrados por pueblos “precivilizados”
también conocidos como “salvajes”. En nuestra era de dinamita y excavadoras, sería una suerte de
muy lenta modificación del paisaje medioambiental. Pero sus efectos acumulados fueron
trascendentales.

Nuestros ancestros no pudieron no haber notado cómo los incendios naturales transformaban el
paisaje: cómo desmontaban la vieja vegetación y estimulaban una multitud de eficientes
colonizadoras hierbas y arbustos, muchos de ellos trayendo semillas, bayas, frutas y frutos secos
del gusto de ellos. Tampoco pudieron no haber notado que un incendio espantaba las presas,
exponía las madrigueras ocultas y los nidos de pequeñas presas y, lo más importante, estimulaba
posteriormente el crecimiento de hongos y brotes que atraían como pastura. Los indígenas de
América del Norte esculpían con fuego los paisajes a gusto de alces, venados, castores, liebres,
puercoespines, urogallos, pavos y codornices, a las que cazaban. Las presas de caza que ellos así
embolsaban representaron una especie de cosecha de animales que habían sido congregados
deliberadamente mediante la cuidadosa creación de un hábitat que ellos encontrarían atractivo.
Además de ser los diseñadores de escenarios de caza –verdaderos parques de cacería- los
humanos tempranos usaban el fuego para cazar grandes presas. La evidencia sugiere que mucho
antes que aparecieran el arco y la flecha, aproximadamente veinte mil años atrás, los homínidos

17
usaban fuego para espantar manadas en dirección a precipicios y forzar elefantes a que entren en
pantanos, donde quedaban inmovilizados y podían ser matados más fácilmente.

El fuego fue la clave para la creciente influencia humana sobre el mundo natural –monopolio y
carta de triunfo de la especie en el mundo entero. La selva amazónica tiene marcas indelebles de
uso del fuego para el desmonte de tierra y la apertura del follaje; el paisaje de eucaliptos en
Australia es, en grado considerable, efecto del fuego humano. El volumen de tal modificación del
paisaje en América del Norte fue tal que cuando se detuvo abruptamente por las devastadoras
epidemias que entraron con los europeos, el renovado crecimiento sin límites de la cubierta
forestal creó la ilusión entre los colonos blancos de que Norteamérica era un bosque primigenio
prácticamente intacto. De acuerdo con algunos climatólogos, la ola de frío conocida como la
Pequeña Edad de Hielo, que se extendió aproximadamente de 1500 a 1850, puede haberse debido
a la reducción de CO2 –un gas de invernadero- a causa de la muerte de los nativos agricultores de
roza en América del Norte.

Desde nuestra perspectiva, lo que esta lenta ingeniería del paisaje logra con el paso del tiempo es
concentrar más recursos de subsistencia en un área cada vez más pequeña. Reorganiza, mediante
una forma de horticultura aplicada asistida por el fuego, la flora y fauna deseable en un círculo
más ajustado alrededor de los campamentos y hace de la caza y la recolección tareas más
sencillas. El radio de una comida, podría decirse, se reduce. Los recursos de subsistencia están más
cercanos, más a la mano, abundantes y predecibles. Donde sea que los humanos y el fuego
estuvieran actuando para esculpir el paisaje en beneficio de la caza-recolección, pocos bosques
“clímax” pobres en nutrientes tuvieron la posibilidad de desarrollarse. Estamos muy lejos de los
bueyes, los arados y el ganado doméstico de las granjas, pero no obstante estamos observando
una sistémica intensificación del control del paisaje y los recursos que es de grandes proporciones
y precede por cientos de miles de años al cultivo de granos totalmente domesticados y al
pastoreo. A diferencia de la conveniente teoría de la recolección que entiende la disposición del
mundo natural como algo dado y se pregunta cómo un actor racional distribuiría sus esfuerzos en
la búsqueda de alimento, lo que tenemos aquí es una ecología de alteración deliberada en la que
los homínidos crean a lo largo del tiempo un mosaico de biodiversidad y una distribución de los
recursos deseables más acorde con sus preferencias. Los biólogos evolutivos denominan esta
actividad que combina locación, reposicionamiento de los recursos y seguridad física, como
construcción de un nicho: pensar como castor. Ver la concentración de recursos de esta manera
coloca los hitos de la narrativa civilizatoria clásica –la domesticación de plantas y animales- como
elementos en una continuidad de larga duración de una cada vez más elaborada construcción de
nicho.

El fuego tiene el poder de concentrar la gente todavía de otro modo: la cocción de los alimentos.
Es prácticamente imposible exagerar la importancia de la cocción en la evolución humana. La
aplicación de fuego al alimento crudo externaliza el proceso digestivo; gelatiniza el almidón y
modifica la proteína. La desintegración química de la comida cruda, que en un chimpancé requiere
de un aparato digestivo aproximadamente tres veces el tamaño del nuestro, permite al Homo
sapiens ingerir menos alimento y gastar muchas menos calorías al extraer nutrientes de él. Los

18
efectos son enormes. Permitió al hombre temprano colectar y comer una gama mucho más amplia
de alimentos que antes: plantas con espinas, pieles gruesas y cortezas podían ahora ser abiertas,
peladas y desintoxicadas mediante la cocción; las semillas duras y los alimentos fibrosos, que no
habrían devuelto los costos calóricos de digerirlos, se volvieron aceptables; la carne y las entrañas
de pequeños pájaros y roedores pudieron ser esterilizados. Incluso antes del advenimiento de la
cocción, el Homo sapiens era un omnívoro de amplio espectro, machacando, moliendo,
fermentando y escabechando carne cruda y plantas, pero con el fuego se expandió
exponencialmente la gama de alimentos que él podía digerir. Como testimonio de ese espectro,
un sitio arqueológico en el Rift Valley que data de hace veintitrés mil años entrega datos de una
dieta que cubre cuatro redes alimenticias (agua, bosque, pradera y tierra árida) y que incluye al
menos 20 animales grandes y pequeños, 16 familias de pájaros y 140 variedades de frutas, frutos
secos, semillas y legumbres, para no mencionar plantas de uso medicinal y propósitos artesanales
–cestas, tejidos, trampas, encañizadas.

El fuego para cocción fue tan importante como el fuego como arquitecto del paisaje para la
concentración de la población. El último ubicaba los bienes más buscados en un radio más
cercano, mientras que el primero convertía una amplia gama de alimentos hasta ese momento
indigestos en nutritivos y aceptables. El radio de una ingesta se redujo más. No sólo eso, sino que
los alimentos cocidos más blandos como forma de premasticación externa facilitaron el destete y
la alimentación de los mayores y sin dientes.

Armados con fuego para esculpir el medioambiente y capaces de comer mucho más de él, el
primer hombre podía permanecer cerca del hogar y, al mismo tiempo, establecer nuevos hogares
en medioambientes previamente prohibidos. La colonización que hicieron los neandertales del
norte de Europa es un buen ejemplo; habría sido inconcebible sin fuego para calefacción, caza y
cocina.

Los efectos genéticos y fisiológicos de al menos medio millón de años de cocción han sido
enormes. Comparados con nuestros primos primates, tenemos unos intestinos de menos de la
mitad del tamaño y dientes mucho más pequeños, y gastamos muchas menos calorías masticando
y digiriendo. Los beneficios en eficiencia nutricional, plantea Richard Wrangham, explican en gran
medida el hecho de que nuestros cerebros sean tres veces el tamaño que esperaríamos, a juzgar
por otros mamíferos. En el registro arqueológico, el aumento del tamaño cerebral coincide con los
fogones y los restos de comida. Cambios morfológicos de esta magnitud ocurrieron en otros
animales en tan sólo los veinte mil años que siguieron a una dramática modificación de la dieta y
el nicho ecológico.

El fuego en gran medida explica nuestro éxito reproductivo como el “invasivo” más exitoso del
mundo. Como ciertos árboles, plantas y hongos, somos una especie adaptada al fuego: pirófitos.
Hemos adaptado nuestros hábitos, nuestra dieta y nuestro cuerpo a las características del fuego, y
habiendo hecho eso nos comprometimos con su cuidado y alimentación. Si la prueba decisiva de
la domesticación para una planta o un animal es que no pueda propagarse sin nuestro auxilio,
entonces, del mismo modo, nos hemos adaptado tanto al fuego que nuestra especie no tendría

19
futuro sin él. Incluso soslayando por completo los oficios dependientes del fuego que se
desarrollaron posteriormente –alfarero, herrero, panadero, ladrillero, vidriero, orfebre,
metalúrgico, cervecero, carbonero, ahumador, yesero- no es exagerado decir que dependemos
totalmente del fuego. Nos ha realmente domesticado. Un dato pequeño pero revelador es que los
que insisten en no cocer nada y comer todo crudo invariablemente pierden peso.

Concentración y Sedentarismo: Una Tesis de los Humedales

Lo que puede haber sido una tendencia más temprana al crecimiento demográfico y al
asentamiento en el Creciente Fértil, debido a condiciones más cálidas y húmedas, terminó
abruptamente alrededor del 10,800 a.C. La fría ruptura de un milenio de duración que le siguió se
cree fue causada por un gran deshielo de glaciares en América del Norte (Lago Agassiz), que
súbitamente drenó hacia el este, hacia el Atlántico, a través de lo que ahora llamamos el Río Saint
Lawrence. La población disminuyó, y el remanente se contrajo desde las tierras altas marginales a
los refugios donde el clima, y por lo tanto la flora y la fauna, eran más favorables. Luego,
aproximadamente en 9,600 a.C., la ruptura fría finalizó y nuevamente volvieron las condiciones
más cálidas y húmedas –y de manera rápida. La temperatura promedio puede haber aumentado
unos siete grados centígrados en una sola década. Los árboles, los mamíferos y los pájaros salieron
de los refugios para colonizar un paisaje ahora menos inhóspito –y con ellos, por supuesto, su
especie compañera, el Homo sapiens.

Para la misma época, los arqueólogos encuentran evidencia dispersa de ocupación anual de
muchos sitios –el Periodo Natufiense en el Levante meridional y la etapa “precerámica” en las
aldeas neolíticas de Siria, centro de Turquía y oeste de Irán. Generalmente ellas se encuentran en
áreas bien irrigadas y subsisten en gran medida gracias a la caza y la recolección, aunque hay
evidencia –discutible- de horticultura cerealera y cría de ganado. No se discute, sin embargo, que
entre 8.000 y 6.000 a.C. todos los llamados “cultivos fundacionales” –cereales y legumbres:
lentejas, arvejas, garbanzos, algarroba y lino (para ropa)- se estaban sembrando, aunque
generalmente en una escala modesta. En esos mismos milenios –la sincronización con los cereales
no está clara- hicieron su aparición los animales domesticados: cabras, ovejas, cerdos y ganado
vacuno. Con este grupo de domésticos se tiene el “paquete neolítico” completo, considerado la
revolución agrícola decisiva que marca el comienzo de la civilización, incluyendo las primeras
pequeñas aglomeraciones urbanas.

Asentamiento protourbanos permanentes surgen en los humedales del aluvión meridional, cerca
del Golfo Pérsico, hacia el 6.500 a.C. El aluvión meridional no es el primer espacio de
asentamientos de todo el año; ni es el lugar donde aparece la primera evidencia de cereales
domesticados. Respecto a esto, es una región de las últimas en llegar. En este libro me concentro
en estos últimos sitios por dos razones importantes. Primero, estas aglomeraciones urbanas en la
desembocadura del Éufrates –por ejemplo, Eridu, Ur, Umma y Uruk- se convertirán mucho
después en los primeros “Estaditos” del mundo. Segundo, si bien otras sociedades antiguas como
Egipto, el Levante, el Valle del Indo, el Valle del Río Amarillo y los mayas en el Nuevo Mundo tiene
sus propias variantes de la revolución neolítica, Mesopotamia meridional no sólo fue el espacio del

20
primer sistema estatal, sino que influenció directamente la posterior formación del Estado en
otros lugares del Cercano Oriente y en India.

Incluso sobre la base de esta cronología en bruto –en gran medida todavía en disputa- se puede
ver cuán obstinadamente contraria es a lo que se ha denominado narrativa civilizatoria estándar.
Esa narrativa giraba en torno a la domesticación del grano como precondición básica de la vida
sedentaria permanente, y por lo tanto de los poblados, las ciudades y la civilización. La suposición,
todavía en uso, fue que la caza y la recolección requieren un grado de movilidad y dispersión tal
que el sedentarismo es imposible. Sin embargo, el sedentarismo es muy anterior a la
domesticación de granos y animales, y con frecuencia persiste en escenarios con poco o ningún
cultivo de cereales. Lo que es también absolutamente claro es que los granos y animales
domésticos se conocían mucho tiempo antes de que apareciera algo similar a un Estado agrícola –
mucho antes de lo que se había imaginado. En base a las últimas evidencias, se reconoce ahora
que la brecha entre estas dos domesticaciones clave y las primeras economías agrícolas basadas
en ellas es de unos 4.000 años. Claramente nuestros ancestros no se precipitaron de cabeza a la
revolución neolítica o se arrojaron a los brazos de los primeros Estados.

Aquellos que crearon la vieja narrativa se equivocaron radicalmente también en otro sentido.
Tomando como punto de partida las condiciones excepcionalmente áridas que han prevalecido en
el Tigris-Éufrates en la historia reciente, proyectaron bastante razonablemente su aridez hacia los
orígenes de la agricultura. Se suponía que una creciente población, confinada en unos pocos oasis
y en los valles fluviales, se vio obligada a intensificar sus prácticas de subsistencia para extraer más
de tierra arable limitada. La única estrategia de intensificación viable era la irrigación, para la que
había evidencia arqueológica. Sólo la irrigación podía garantizar cosechas abundantes donde las
lluvias eran tan deplorablemente insuficientes. A su vez, un gran proyecto de modificación del
paisaje como ése requería la movilización de fuerza de trabajo para excavar y mantener los
canales, lo que implicaba la existencia de una autoridad pública capaz de congregar y disciplinar
esa mano de obra. Los trabajos de irrigación condujeron a una densa economía agro-pastoril que,
suponían ellos, alentó la formación del Estado como condición de su existencia.

Humedales y Sedentarismo

La prevaleciente visión de que “hacer florecer el desierto” mediante la agricultura de irrigación fue
la base de fundación de las primeras comunidades sedentarias de importancia, sin embargo,
resulta ser errónea en casi todos los detalles. Como veremos, los primeros grandes asentamientos
permanentes surgieron en tierras pantanosas, no en zonas áridas; dependían abrumadoramente
de recursos acuáticos, no del grano, para su subsistencia; y no tenían necesidad ninguna de la
irrigación en el sentido en que generalmente se entiende el término. Si una modificación del
paisaje se necesitaba en este escenario, habría sido más probablemente un drenaje. La visión
clásica de que el antiguo Sumer fue un milagro de irrigación organizada por el Estado en un paisaje
árido resulta ser totalmente equivocada. Debemos el más comprehensivo y documentado caso
revisionista en este sentido al estudio pionero de Jennifer Pournelle sobre el aluvión meridional
mesopotámico durante los milenios séptimo y sexto a.C.

21
La Mesopotamia meridional por ese tiempo no era árida en absoluto, sino más bien como un
paraíso pantanoso para cazadores-recolectores. Debido al aumento sustancial de los niveles
marinos y a la planicie del delta, hubo una masiva “transgresión” marina en zonas que ahora son
áridas. Pournelle reconstruye esta vasta zona de humedales del delta en base a detección a
distancia, inspecciones aéreas, historia hidrológica, mediciones de antiguos sedimentos y cursos
de agua, historia del clima y restos arqueológicos. El error cometido por la mayoría de los
observadores anteriores no había sido sólo proyectar hacia atrás la general aridez de la región en
diez mil años, sino también ignorar el hecho de que el aluvión estaba por entonces –antes de las
deposiciones anuales de sedimento- más de diez metros por debajo de su nivel actual. Las aguas
del Golfo Pérsico, en las condiciones de esa época, llegaban a las puertas de la antigua Ur, hoy
muy lejos de la costa, y el agua salada de las mareas se extendía hacia el norte hasta Nasiriya y
Amara.

Una breve descripción de cómo numerosas poblaciones dependientes en gran medida de plantas
silvestres y recursos marinos pudieron surgir sin contar con el beneficio de la irrigación para
importantes cultivos de cereales iluminará dos problemas de materia analítica. Primero,
demuestra la estabilidad y la riqueza de una subsistencia basada en varias y diversas redes
alimentarias. Gran parte de la dieta durante el Periodo Ubaid (6.500-3.800 a.C., bautizado por un
estilo cerámico ampliamente difundido) consistía de pescado, aves y tortugas que abundaban en
los humedales. Segundo, servirá luego para mostrar cómo la misma amplitud de una red
alimentaria –caza, pesca, forrajeo y recolección en escenarios ecológicos variados- coloca
insalvables obstáculos a la imposición de una autoridad política única.

En vez de una zona árida entre dos ríos, como lo es hoy, el aluvión meridional fue un intrincado
humedal en forma de delta, cruzado por cientos de distribuidores, ahora fundiéndose, luego
divergiendo, con cada estación de inundación. El aluvión funcionó como una gran esponja,
absorbiendo el flujo anual de la marea alta, elevando la napa freática y luego liberándola
lentamente durante los meses de sequía que comienzan en mayo. La planicie inundable del Bajo
Éufrates es extremadamente plana: la pendiente varía de veinte-treinta centímetros por kilómetro
en el norte a dos-tres centímetros por kilómetro en el sur, lo que hace que el curso histórico del
río sea muy errático. En el pico máximo de inundación anual, los cursos de agua superan
regularmente sus crestas o diques, creados por el depósito anual de sus sedimentos más gruesos y
derramados por la ladera exterior, inundando en consecuencia las tierras bajas y depresiones
adyacentes. Como los lechos de muchos cursos de agua estaban más elevados que la tierra
circundante, una simple fisura en el dique en marea alta cumpliría el mismo propósito –podríamos
llamar a esta última técnica “irrigación natural asistida”. Semillas de cereales podían ser esparcidas
sobre el campo naturalmente preparado. El aluvión enriquecido con nutrientes, en la medida en
que se secaba lentamente, producía también abundante forraje para herbívoros salvajes y cabras,
ovejas y cerdos domesticados.

Los habitantes de estos pantanos vivían en lo que se denomina “caparazones de tortuga”, es decir
pequeñas parcelas de suelo apenas más alto, comparables a las cheniers en el delta del
Mississippi, por lo general no más de un metro por sobre el nivel de la marea alta. Desde estos

22
caparazones de tortuga los habitantes explotaban prácticamente todos los recursos acuáticos a su
alcance: cañas y juncos para construcción y alimento, gran variedad de plantas comestibles
(juncos, totoras, lirios de agua, espadañas), tortugas, pescados, moluscos, crustáceos, pájaros,
aves acuáticas, pequeños mamíferos y gacelas migratorias que proveían de una fuente importante
de proteína. La combinación de ricos suelos de aluvión y un estuario de dos grandes ríos repleto
de nutrientes, muertos y vivos, posibilitó una vida ribereña excepcionalmente rica que a su vez
atrajo enormes números de peces, tortugas, pájaros y mamíferos -¡para no mencionar humanos!-
en búsqueda de presas menores en la cadena alimentaria. En las condiciones cálidas y húmedas
prevalecientes en los milenios séptimo y sexto a.C., los recursos silvestres de subsistencia eran
diversos, abundantes, estables y robustos: prácticamente ideales para un cazador-recolector-
pastor.

La densidad y diversidad de recursos inferiores en la cadena alimentaria, en particular, hicieron


posible el sedentarismo. Comparados con, digamos, los cazadores-recolectores que pueden seguir
grandes presas (bisontes, caribúes, focas), los que obtienen la mayor parte de su dieta de los
niveles tróficos más bajos (plantas, mariscos, frutas frescas, frutas secas y peces pequeños que son
más densos y menos móviles que los mamíferos mayores y los grandes peces) pueden ser mucho
menos migratorios. El cuerno de la abundancia de los recursos de subsistencia de los niveles
tróficos menores en los humedales de Mesopotamia fue quizás especialmente favorable para la
creación de comunidades sedentarias de tamaño considerable.

Las primeras aldeas en el aluvión meridional no solamente estaban en una zona productiva de
humedales; estaban localizadas en la soldadura de varias zonas ecológicas diferentes, permitiendo
a los aldeanos obtener alimentos de todas ellas y protegerse del riesgo de la exclusiva
dependencia de cualquiera de ellas. Vivían en el límite entre el medioambiente marino de la costa
y el estuario con sus recursos y la muy diferente ecología de agua dulce del medioambiente río
arriba. La confluencia de agua salada y agua dulce, de hecho, fue una frontera móvil que mudaba
según las mareas, las que en un terreno tan plano se movían a grandes distancias. Así, para un
gran número de comunidades las dos zonas ecológicas se movían a través del paisaje mientras
ellas permanecían fijas, obteniendo el sustento de ambas. Lo mismo podría decirse, incluso más
enfáticamente, de las estaciones de inundación y sequía y de los recursos particulares de cada
una. La transición entre los recursos acuáticos de la estación húmeda y los recursos terrestres de
la estación seca era el gran pulso anual de la región. En vez de que la población del aluvión tuviera
que moverse de una zona ecológica a otra, podía permanecer en el mismo sitio mientras los
diferentes hábitats se presentaban ante ella. Un nicho de subsistencia en los humedales de
Mesopotamia meridional era, comparado con los riesgos de la agricultura, más estable, más
duradero y renovable con poca mano de obra anual.

Una locación propicia y un sentido de medición del tiempo son cruciales para los cazadores-
recolectores de otro modo. La “cosecha” de cazadores y recolectores no es un diario intento
aleatorio, sino un esfuerzo cuidadosamente calculado para interceptar la casi predecible (fines de
abril y mayo) migración masiva de presas como las grandes manadas de gacelas y onagros a la
planicie de aluvión. La caza se preparaba cuidadosamente desde antes. Senderos largos y

23
estrechos se preparaban para canalizar las manadas hacia un lugar de matanza, donde pudieran
ser despachadas las presas y preservadas mediante salación. Para los cazadores aquí, como para
todos los pueblos cazadores del planeta, una parte crucial de su provisión anual de proteína
animal provenía de esfuerzos intensivos durante aproximadamente una semana para conseguir la
mayor cantidad de presas posible. Dependiendo del lugar, las presas migrantes en cuestión
pueden incluir grandes mamíferos (caribús, gacelas), aves acuáticas (patos, gansos), otros pájaros
migratorios en los sitios donde descansan o se posan, o peces migratorios (salmones, anguilas,
pinchaguas, arenques, sábalos, eperlanos). En muchos casos el factor limitante de la “cosecha de
proteína” no fue la escasez de presas sino la escasez de mano de obra para procesarlas antes de
que se descompongan. El asunto es que el ritmo de la mayoría de los cazadores está gobernado
por el pulso natural de las migraciones que representa gran parte de su más preciado suministro
de alimento. Algunas de estas migraciones en masa pudieron bien ser una respuesta a la
depredación humana, como lo sugería Herman Melville para los cachalotes, pero no hay duda de
que le dan un ritmo radicalmente diferente a las vidas de los pueblos cazadores y pescadores en
contraste con los agricultores -un ritmo que los granjeros toman frecuentemente como desidia.

La ruta más común para muchas de estas migraciones ha sido a través de los pantanos, estuarios y
valles fluviales de los principales cursos de agua, debido a la densidad de recursos nutricionales
que ofrecen. Las rutas migratorias de pájaros toman los humedales y los valles fluviales, como más
obviamente lo hace el movimiento del salmón anádromo y su imagen en espejo, la anguila
catádroma, para mencionar sólo dos de las numerosas especies de peces migratorios. Todo curso
de agua es en sí mismo un nutriente por medio de sus propias llanuras inundables, ciénagas
secundarias y abanicos aluviales. La vida acuática en ellos no depende de su cauce, sino de su
periódica invasión de la llanura (el pulso de la inundación) para el desove y el crecimiento -lo que a
su vez la hace atractiva para las migraciones de pájaros. Así, para una población localizada en ricos
humedales al borde de ecotonos, en un periodo climático favorable, y dominando las
intersecciones de las rutas de migración de animales para favorecer su caza, su florecimiento en el
aluvión estuvo quizás superdeterminado. Muchas buenas explicaciones del sedentarismo
temprano han enfatizado también la importancia de los recursos acuáticos como proveyendo de
las condiciones más favorables para una subsistencia confiable.

El énfasis exclusivo en la superabundancia de pantanos y zonas ribereñas pasa por alto una crucial
ventaja adicional de los lugares de costa y de ríos: el transporte. Los humedales pueden haber sido
una condición necesaria para el sedentarismo temprano, pero el posterior desarrollo de los
grandes reinos y centros de intercambio dependió de un posicionamiento ventajoso con respecto
al tráfico por agua. La ventaja del transporte acuático comparado con el carro terrestre o el viaje
en asnos es imposible de exagerar. Un edicto de Diocleciano especificaba que el precio de una
carreta cargada de trigo se duplicaba luego de cincuenta millas. Porque reduce la fricción
radicalmente, el movimiento por agua es mucho más eficiente. Para tomar el ejemplo de la leña,
algunas fuentes (antes del ferrocarril y las carreteras) aconsejan que una carga de leña en carreta
no puede venderse provechosamente a una distancia mayor a unos quince kilómetros -en terreno
agreste, incluso menos. La importancia del carbón, aunque sea considerablemente residuo de

24
madera, se debe exclusivamente a su superior transportabilidad; su valor calórico por unidad de
peso y volumen es muy superior a la leña “en bruto”. En la era premoderna, ningún bien en masa -
leña, mineral metálico, sal, grano, cañas, recipientes de cerámica- podía ser enviado a distancias
apreciables salvo por vía acuática.

El aluvión meridional, en este sentido también, estuvo singularmente favorecido. La mitad del año
fue un mundo acuático donde se facilitaba el transporte en barcas de caña y, por su locación río
abajo con respecto a las fuentes de muchos materiales que la población de los humedales
necesitaba, ellos pudieron aprovechar la corriente. No debemos imaginar estas primeras aldeas
sedentarias como economías autárquicas que consumían sólo lo que ellas producían. Incluso sus
ancestros cazadores-recolectores no estuvieron aislados en absoluto, pues comerciaban obsidiana
y bienes de prestigio a grandes distancias. El fácil acceso al comercio por agua en gran parte del
aluvión amplificó estos intercambios mucho más que lo que habría sido posible en un paisaje
interior.

¿Por Qué Fue Ignorado?

Uno podría preguntarse porqué se pasaron por alto los orígenes acuáticos de las aldeas
sedentarias y del urbanismo temprano. En parte, por supuesto, esto se debe a las viejas narrativas
de civilizaciones surgiendo de la irrigación de las tierras áridas, una narrativa que acuerda con el
paisaje contemporáneo que estaban observando aquellos que formularon la narrativa. Creo, sin
embargo, que el contexto mayor de esta miopía histórica proviene de la casi imborrable asociación
de la civilización con los principales granos -trigo, cebada, arroz, maíz. (Piénsese en las “ambarinas
olas de grano” en America the Beautiful) Dentro de esta perspectiva, los pantanos, ciénagas,
marismas y humedales han sido vistos por lo general como la imagen en espejo de la civilización -
como una zona de naturaleza indomable, un área residual intransitable, peligrosa para la salud y la
seguridad. La función de la civilización, cuando llegó a los pantanos, fue precisamente drenar y
transformar esas tierras en campos y aldeas productores de cereales. Civilizar las tierras áridas
significa irrigarlas; civilizar los pantanos significa drenarlos; el objetivo en cada caso es obtener
tierras de cultivo arables. H. R. Hall escribió que la antigua Mesopotamia “estaba en el estado de
caos, mitad agua mitad tierra, de los abanicos aluviales de Babilonia meridional antes que la
civilización comenzara sus trabajos de drenaje y canalización.” La función de la civilización, o más
precisamente del Estado, como veremos, consiste en la eliminación del fango y su reemplazo por
sus constituyentes más puros, la tierra y el agua. Tanto en la antigua China, en Países Bajos, en las
marismas de Inglaterra, en las Lagunas Pontinas finalmente sometidas por Mussolini, o en los
pantanos del sur de Irak drenados por Saddam Hussein, el Estado ha procurado convertir
ingobernables humedales en campos cerealeros tributarios, a través de la reingeniería del paisaje.

Amerita notar al paso que el papel absolutamente central de la abundancia en los humedales no
ha sido ignorado sólo en el caso de Mesopotamia. Las primeras comunidades sedentarias cerca de
Jericó y los primeros asentamientos en el Bajo Nilo se basaban en los humedales y sólo
marginalmente dependían del cultivo de granos. Podría decirse lo mismo de la Bahía de Hangzhou,
sitio de la temprana cultura neolítica Hemudu en la zona más acuática de la costa oriental china a

25
mediados del quinto milenio a.C., rica en arroz silvestre -una planta acuática. Los asentamientos
tempranos en el río Indo, Harrapa y Haripunjaya, encajan en esta descripción, así como también la
mayor parte de los importantes sitios de la cultura Hoa Binh en el sudeste asiático. Incluso sitios
de mayor altitud -por ejemplo, Teotihuacan temprano, cerca de la Ciudad de México, o el Lago
Titicaca en Perú- se ubicaban en humedales extensos que ofrecían una abundante provisión de
pescado, aves, crustáceos y pequeños mamíferos de medioambientes en el borde de varias
ecologías.

Los orígenes de humedal del asentamiento humano han permanecido relativamente invisibles
también por otras razones. Después de todo estamos tratando aquí con culturas orales que no han
dejado registros escritos que podamos consultar. Su relativa oscuridad se magnifica
frecuentemente con la naturaleza perecedera de sus materiales de construcción: caña, junco,
bambú, madera, mimbre. Incluso pequeñas sociedades posteriores de las que sabemos por
comentarios escritos de vecinos alfabetizados, como la Srivijaya en Sumatra, han sido casi
imposibles de localizar, porque sus restos han sido borrados por el agua, el suelo y el tiempo.

Una última y más especulativa razón para la oscuridad de las sociedades de humedal es que eran,
y siguen siendo, medioambientalmente resistentes a la centralización y control desde arriba.
Estaban basadas en lo que ahora se han denominado “recursos de propiedad común” -plantas,
animales y criaturas acuáticas a las que toda la comunidad tenía acceso. No había un único recurso
dominante que pudiese monopolizarse o controlarse desde el centro, por no decir gravarse
fácilmente. La subsistencia en estas zonas fue tan diversa, variable y dependiente de tal multitud
de tempos que desafiaba cualquier simple contabilidad central. A diferencia de los Estados
tempranos que examinaremos más adelante, ninguna autoridad central podía monopolizar -y por
lo tanto racionar- el acceso a la tierra arable, el grano o el agua de irrigación. Hubo, en
consecuencia, poca evidencia de alguna jerarquía en tales comunidades (medida usualmente por
la diferencia en bienes funerarios). Una cultura bien podría desarrollarse en esas áreas, pero la
probabilidad de que tal intrincada red de asentamientos relativamente igualitarios produjera
grandes jefes o reinos, por no decir dinastías, era mínima. Un Estado -incluso un pequeño proto-
Estado- requiere de un medioambiente de subsistencia que sea mucho más simple que las
ecologías de humedal que hemos examinado.

Tomando en Cuenta la Brecha

La asombrosa brecha de cuatro milenios que se extiende entre la primera aparición de granos y
animales domesticados y la reunión de sociedades agro-pastoriles que hemos asociado con la
civilización temprana capta nuestra atención. La anomalía de tal extensión de historia, en donde
todos los elementos constitutivos de una sociedad agraria clásica están disponibles, pero no logran
ensamblarse, demanda una explicación. Una implícita suposición de la narrativa estándar sobre el
“progreso de la civilización” es que, una vez que los cereales y el ganado domesticados estuvieron
a disposición, ellos habrían de generar, más o menos automática y rápidamente, una sociedad
agraria completamente formada. Como con cualquier técnica nueva, se podría esperar algo de
vacilación mientras las nuevas rutinas de subsistencia se acomodaban -quizás incluso un milenio-,

26
pero cuatro mil años, o aproximadamente 160 generaciones, exceden por mucho margen el
tiempo de solución de las fallas.

Un arqueólogo ha caracterizado este largo periodo como de “baja producción de alimento”. Tal
término, sin embargo, parece particularmente inapropiado, pues su énfasis en la “producción”
implica la existencia de una sociedad que está “atascada” en un equilibrio inferior e insatisfactorio.
Melinda Zeder, una prominente teórica de la domesticación, ha evitado esta teleología de un
modo que supone por el contrario que las poblaciones que no confiaban por completo el grueso
de sus necesidades calóricas en los cultivos de cereales realizados en parcelas habrían en realidad
sabido lo que estaban haciendo: “Las economías de subsistencia estables y altamente sustentables
basadas en una combinación de recursos libres, gestionados y completamente domesticados
parecen haber persistido por 4.000 años o más antes de la cristalización de las economías agrícolas
en el Medio Oriente basadas fundamentalmente en los cultivos y el ganado domésticos”. Para
Zeder, el Cercano Oriente de ningún modo fue excepcional en la materia. Citando trabajos en Asia,
Mesoamérica y el este de América del Norte, ella afirma que “los cultivos y animales domésticos
fueron incorporados al ciclo general de estrategias de subsistencia, a veces por miles de años, con
mínima alteración del tradicional modo de vida cazador-recolector”.

En efecto, servían como alimentos adicionales -y con frecuencia poco importantes- que “diferían
de los recursos silvestres sólo en el hecho de que requerían propagación en vez de caza o
recolección para asegurarlos… Así, ni la presencia de recursos domésticos o domesticables ni la
difusión de tecnologías de producción de alimento es suficiente para inducir la adopción de la
producción alimentaria como principio guía de la economía de subsistencia”.

La primer y más prudente suposición acerca de los actores históricos es que, dados sus recursos y
lo que ellos saben, actúan razonablemente para asegurar sus intereses inmediatos. En este
espíritu, y porque en este caso no pueden ellos hablar directamente por sí mismos, tiene el mayor
sentido verlos como ágiles y astutos navegantes en un medioambiente diverso, pero también
cambiante y potencialmente peligroso. Así como cazadores y recolectores fueron pioneros del
sedentarismo temprano, aprovechando las múltiples opciones de subsistencia que los escenarios
diversos de humedales les ofrecían, consideramos este largo periodo como de continua
experimentación y gestión de este medioambiente. En vez de basarse en sólo una pequeña franja
de recursos alimentarios, parecen haber sido generalistas oportunistas con una gran gama de
opciones de subsistencia esparcida por varias cadenas alimentarias.

El aluvión mesopotámico, junto con el Levante, se caracteriza por tener la mayor variación de
pluviosidad y vegetación sobre distancias cortas del mundo. La variación estacional de las
precipitaciones era también excepcionalmente alta. Aunque esta diversidad ponía los diferentes
recursos bastante al alcance de la mano, también requería de un gran repertorio de estrategias de
subsistencia que podían desplegarse para tratar con las variaciones. También hubo
acontecimientos macroclimáticos mayores que, con el paso de los milenios, antes de que los
primeros reinos agrícolas surgieran alrededor del 3.500 a.C., pueden haber dejado su marca en la
memoria popular en la forma de una “gran inundación”. El periodo más cálido y húmedo que se

27
extiende aproximadamente desde el 12.700 al 10.800 a.C. (que tiene muchas oscilaciones) dio
lugar al extremadamente frío (Dryas Reciente) de 10.800-9.600 a.C., durante el cual los
asentamientos fueron abandonados y la población restante se retiró a refugios en las tierras bajas
más cálidas y en las costas. Aunque las condiciones luego del Dryas Reciente fueron en general
favorables para la expansión cazadora-recolectora, hubo retrocesos climáticos como un periodo
de frío seco de un siglo de duración (que comenzó alrededor del 6.200 a.C.) más severo que la
Pequeña Era de Hielo de 1550-1850 que los historiadores de la Europa moderna conocen. Los
arqueólogos de los cinco milenios posteriores al 10.000 a.C. acuerdan en que hubo muchos
impulsos de crecimiento demográfico y de sedentarismo: los periodos fríos y secos, cuando el
sedentarismo puede haber sido el resultado de la aglomeración en los refugios disponibles, y los
periodos cálidos y húmedos de crecimiento demográfico y dispersión. Dada la variación y los
riesgos, no habría tenido sentido para las poblaciones antiguas basarse en una estrecha franja de
recursos de subsistencia.

Hasta aquí hemos considerado sólo los hechos climatológicos y ecológicos, así como su efecto
sobre la distribución de la población y el sedentarismo. Es totalmente posible que algo o incluso la
mayor parte de esta variación pudiese haber tenido causas humanas: enfermedades, epidemias,
rápido crecimiento demográfico, agotamiento de recursos locales y de las presas de caza, conflicto
social y violencia, muchas de las cuales no han dejado indicios claros en el registro arqueológico.

Hemos seguramente subestimado el grado de agilidad y adaptabilidad de nuestros ancestros


preestatales. Esta subestimación se integra en la narrativa civilizatoria que representa a cazadores-
recolectores, agricultores itinerantes y pastores prácticamente como subespecies de Homo
sapiens, con cada uno de ellos marcando una etapa de progreso humano. Sin embargo, la
evidencia histórica muestra que los pueblos se movían bastante fácilmente entre estos distintos
modos de subsistencia y, de hecho, los combinaban en un número de ingeniosos híbridos en el
Creciente Fértil y otros lugares. Hay evidencia, por ejemplo, de que poblaciones cuasi sedentarias
en el aluvión mesopotámico durante la ola de frío del Dryas Reciente adoptaron estrategias de
subsistencia más móviles cuando se redujo la abundancia para la búsqueda local de subsistencia,
igual que, mucho después, los agricultores que migraron de Taiwan al Sudeste Asiático (hace
aproximadamente cinco mil años) abandonaban frecuentemente el cultivo a cambio de la
recolección y la caza en su nuevo y generoso asentamiento boscoso. A comienzos del siglo XX, un
exponente mayor de la perspectiva geográfica en historia rechazó toda distinción categórica entre
cazadores-recolectores, pastores y agricultores, enfatizando que en aras de su seguridad la
mayoría de la gente ha preferido combinar al menos dos de estos nichos de subsistencia –
“manteniendo dos cuerdas para sus arcos en caso de necesidad”.

Por lo tanto, deberíamos seguir siendo agnósticos militantes en cuanto a los términos básicos que
han animado las narrativas históricas sobre el surgimiento de civilizaciones y Estados. Tanto el
escepticismo intelectual como la evidencia reciente apuntan en esta dirección. La mayoría de las
discusiones acerca de la domesticación de plantas y el asentamiento permanente, por ejemplo,
supone sin más preámbulos que los pueblos antiguos no veían la hora de asentarse en un lugar.
Tal suposición es una injustificada nueva lectura de los discursos estándar de Estados agrarios

28
estigmatizando a las poblaciones móviles como primitivas. La “voluntad social de sedentarizarse”
no debe darse por hecha. Tampoco los términos “pastor”, “agricultor”, “cazador” o “recolector”, al
menos en sus significados esencialistas. Se los entiende mejor como definiendo un espectro de
actividades de subsistencia, no pueblos separados, en el Medio Oriente antiguo. Los grupos de
parentesco y las aldeas pueden tener segmentos pastoriles, cazadores y cultivadores de cereales
como parte de una economía unificada. Una familia o aldea cuyos cultivos hayan fracasado puede
volcarse total o parcialmente a la cría de ganado; los pastores que hubieran perdido sus rebaños
pueden volverse labriegos. Áreas totales durante una sequía o periodo más húmedo pueden
cambiar radicalmente su estrategia de subsistencia. Tratar a los comprometidos en estas
diferentes actividades como pueblos esencialmente diferentes que habitan diferentes mundos es
nuevamente trasladar la muy posterior estigmatización de los pastores por parte de los Estados
agrarios a una era donde no tiene sentido. Una llamativa ilustración del cambio puede encontrarse
en la perceptiva lectura que hizo Anne Porter de las muchas variantes de la Épica de Gilgamesh. En
las versiones más antiguas, el amigo de Gilgamesh, Enkidu, es simplemente un pastor,
emblemático de una fusionada sociedad de plantadores y criadores. En las versiones mil años
posteriores, él es descripto como subhumano, criado entre animales y requiriendo de sexo con
una mujer para humanizarse. Enkidu se vuelve, en otras palabras, un bárbaro peligroso que no
conoce el grano, las casas, las ciudades o cómo “hincarse”. El Enkidu “tardío” es, como veremos, el
producto de la ideología de un Estado agrario maduro.

Habiendo ya domesticado algunos cereales y legumbres, así como también cabras y ovejas, la
gente del aluvión mesopotámico ya era agricultora, pastora y cazadora-recolectora. En la medida
en que había abundantes reservorios de alimento silvestre que podían recolectar y migraciones
anuales de gacelas y aves acuáticas que podían cazar, no existía ninguna razón por la que se
arriesgarían a descansar principalmente, por no decir exclusivamente, en la agricultura intensiva y
en la cría de ganado. Fue precisamente el rico mosaico de recursos a su alrededor y su capacidad
para evitar especializarse en una sola técnica o fuente de alimentos lo que ofició de mejor garantía
para la seguridad y relativa prosperidad de las poblaciones.

¿Por Qué Cultivar?

Sin embargo, muchos sitios del Neolítico temprano contienen clara evidencia de cultivo de
cereales silvestres y (discutible) evidencia de domesticación de plantas. A la luz de la presencia en
la región de densos reservorios silvestres de cereales y otros recursos, la cuestión no es tanto
porqué nuestros ancestros no se lanzaron directamente a cultivar el suelo, sino porqué ellos se
molestaron en hacerlo. Una respuesta común ha sido que los granos de cereal pueden ser
cosechados, trillados y almacenados en un granero por varios años, y representan una densa
reserva de féculas y proteína si, por casualidad, hay una súbita escasez de recursos silvestres. Sin
importar la inversión de mano de obra, continúa el argumento, el cultivo representó algo así como
una medida que aseguraba la subsistencia para los cazadores-recolectores que también sabían
cómo plantar.

29
Esta explicación, en sus formas más burdas, no resiste el escrutinio. Supone, implícitamente, que
la cosecha de un cereal plantado es más confiable que la explotación de los sitios silvestres de
grano. En todo caso, lo contrario es más probable de haber sido el caso, ya que la semilla silvestre
se podía encontrar sólo en lugares donde prosperara. Segundo, esta perspectiva soslaya los
riesgos de subsistencia que el sedentarismo asociado con tener que sembrar, cuidar y vigilar un
cultivo conlleva. Históricamente, la seguridad en la subsistencia de cazadores y recolectores radica
precisamente en su movilidad y la diversidad de fuentes de alimento que ellos pudieran reclamar.
Fue, después de todo, sólo la rara proximidad de tantos recursos ecológicamente variados -en
otros lugares mucho más desperdigados temporal y espacialmente- en el aluvión mesopotámico lo
que permitió el sedentarismo temprano en primer lugar. Si la agricultura posteriormente
restringió los potenciales movimientos de los cazadores-recolectores sedentarios, su incapacidad
para responder rápidamente ante, digamos, una temprana migración de pájaros o peces puede
bien haber disminuido, y no mejorado, su seguridad alimentaria. La evidencia periódica a través de
este largo periodo de abandono del asentamiento por parte del pastoreo y la recolección y caza
migratorias confirma que el sedentarismo fue una estrategia y no la ideología en que se convertirá
posteriormente.

Las versiones más crudas de la “hipótesis del almacenaje de alimento” son también singularmente
miopes acerca de la gran variedad de técnicas de almacenamiento simultáneamente practicadas
en el aluvión y en otras partes. El almacenamiento “sobre pezuñas” en la forma de ganado es el
más obvio. El dicho de que “la vaca es el granero del hausa” capta esta idea perfectamente. El
tener a la mano un pronto suministro de grasa y proteína cuando se necesitara puede haber hecho
parecer menos riesgosos a los pequeños experimentos de plantación, y de hecho algunos teóricos
de la agricultura temprana especulan que fue la relativa ausencia de ganado domesticado el que
ayuda a explicar porqué el cultivo de cereales se expandió tan tardíamente; era simplemente
demasiado riesgoso sin un reaseguro confiable. Otros comestibles podían también ser fácilmente
conservados por periodos cortos o largos: el pescado y la carne podían salarse, secarse y
ahumarse, legumbres como el garbanzo y la lenteja podían secarse y almacenarse, frutos y granos
podían fermentarse y destilarse. Un tazón de cerveza de cebada fermentada era, aparentemente,
la ración diaria para los trabajadores del templo en Uruk. Desde una perspectiva más amplia, se
podría ver el paisaje del modo en que un cazador-recolector probablemente lo veía: un masivo,
diverso y viviente área de almacenaje de pescado, moluscos, pájaros, frutos secos, frutas, raíces,
tubérculos, juncos y juncias comestibles, anfibios, pequeños mamíferos y grandes presas. Si una
fuente decaía en un año determinado, otra podía ser abundante. En la diversidad y en las variadas
temporalidades de este complejo de almacenaje viviente radica su estabilidad.

Una línea de teorización, favorecida por un tiempo entre los estudiantes de evolución social,
describía a la agricultura como un crucial avance civilizatorio, pues era una actividad de “beneficio
diferido”. El labriego, aseguraba, es una persona cualitativamente nueva porque debe mirar al
futuro cuando prepara un campo para la siembra, luego lo debe desmalezar y cuidar del cultivo
mientras madura, hasta que produce una cosecha. Lo que es erróneo -muy erróneo, en mi
opinión- no es tanto su descripción de los agricultores, sino su caricatura de los cazadores-

30
recolectores. Sugiere, por contraste implícito, que el cazador-recolector es una criatura
improvisada, espontánea, impulsiva, que se mueve por el paisaje con la esperanza de tropezarse
con una presa o encontrar algo bueno para arrancar de una arbusto o árbol (“beneficio
inmediato”). Nada podría estar más lejos de la verdad. Todas las capturas masivas -migraciones de
gacelas, peces y aves- necesitan de una elaborada y cooperativa preparación previa: la
construcción de largos y estrechos “pasillos” en dirección a un área de matanza; la construcción de
trampas, redes y diques; la construcción o excavación de espacios para ahumar, secar o salar lo
atrapado. Éstas son actividades de beneficio diferido por excelencia. Envuelven un gran conjunto
de herramientas y técnicas, y un grado mucho mayor de coordinación y cooperación del que
requiere la agricultura. Más allá de estas más espectaculares actividades de captura masiva, los
cazadores y recolectores, como hemos visto, han estado por mucho tiempo esculpiendo el paisaje:
estimulando plantas que luego producirán alimento y materias primas, quemando para crear
forraje y atraer a las grandes presas, desmalezando los reservorios naturales de granos y
tubérculos. Salvo por el acto de la apertura y la siembra, ellos realizan todas las otras operaciones
que los agricultores llevan a cabo en sus cultivos, sólo que en los reservorios silvestres de cereales.

Ni el “almacenamiento de alimento” ni el “beneficio diferido” son razones plausibles para el


limitado uso de granos domesticados que encontramos en el registro histórico. Propongo una
explicación muy diferente para la siembra de cultivos, una basada en la simple analogía entre el
fuego y la inundación. El problema general con la agricultura -especialmente la de arado- es que
conlleva una gran inversión de mano de obra intensiva. Una forma de agricultura, sin embargo,
elimina la mayor parte de este trabajo: la de “retroceso de las aguas” (conocida también como
recesión). En esta agricultura, las semillas por lo general se esparcen sobre el fértil sedimento
depositado por la anual inundación fluvial. El sedimento fértil en cuestión es, por supuesto, una
“transferencia por erosión” de los nutrientes río arriba. Esta forma de cultivo fue casi con certeza
la primera forma de agricultura en la planicie inundable del Tigris-Éufrates, por no mencionar el
valle del Nilo. Aún hoy se practica ampliamente y ha demostrado ser la forma de agricultura que
ahorra más fuerza de trabajo, sin importar qué cultivo sea plantado.

Para nuestros propósitos, la inundación en este caso puede verse como logrando la misma
transformación del paisaje que realiza el fuego usado por cazadores-recolectores o por
cultivadores migratorios (roza). Una inundación despeja un “campo” mediante el fregado y el
ahogo de toda vegetación competidora, y en el proceso deposita un manto de sedimento blando,
nutritivo, fácil de trabajar. El resultado, bajo buenas condiciones, es con frecuencia un campo
perfectamente removido y fertilizado, listo para la siembra sin costos de mano de obra. Así como
nuestros ancestros se dieron cuenta de cómo el fuego limpiaba la tierra para una nueva sucesión
natural de especies colonizadoras rápidas (las llamadas plantas R), del mismo modo deben haber
notado la misma sucesión con las inundaciones. Y como los cereales antiguos son hierbas (plantas
R), habrían progresado y tenido una ventaja de partida sobre las hierbas competidoras si se los
esparcía sobre este limo. Tampoco es tan difícil imaginar, como se observó anteriormente, que
una pequeña brecha en el dique natural provocaría una pequeña inundación y la posibilidad de

31
realizar agricultura de retroceso. Voilà, una forma de agricultura que un cazador-recolector
inteligente y haragán podría adoptar.

Capítulo Dos

Diseñando el Mundo: el Complejo del Domus

Contrariamente a la narrativa tradicional, no hay un momento mágico en el que el Homo sapiens


cruza alguna línea decisiva que separa la caza-recolección de la agricultura -de la prehistoria a la
historia, del salvajismo a la civilización. El momento en que una semilla o tubérculo es depositada
en un suelo preparado es más adecuadamente visto como un acontecimiento -y no uno muy
significativo para aquellos que lo estaban haciendo- en una larga e históricamente muy profunda
serie de modificación del paisaje que comienza con el Homo erectus y el fuego.

Nosotros, por supuesto, difícilmente hayamos sido la única especie en modificar el


medioambiente para nuestro beneficio. Aunque los castores son tal vez el ejemplo más ostensible,
elefantes, perritos de la pradera, osos -prácticamente todos los mamíferos, en realidad- se
involucran en la “construcción de nichos”, que cambia las propiedades físicas del paisaje y la
distribución de otras especies de flora, fauna y vida microbiana en él. Los insectos, en particular
los insectos “sociales” -hormigas, termitas, abejas- hacen lo mismo. En una perspectiva histórica
más amplia y profunda, las plantas se involucran activamente en la modificación masiva del
paisaje. Así, el expansivo “cinturón de robles” luego de la última glaciación creó, con el tiempo, su
propio suelo, sombra, plantas compañeras y un suministro de bellotas que fue una bendición para
docenas de mamíferos, entre ellos las ardillas y el Homo sapiens.

Mucho antes de lo que muchos considerarían una agricultura “propiamente dicha”, el Homo
sapiens había estado reordenando deliberadamente el mundo biótico con consecuencias buscadas
y no buscadas. Gracias en gran parte al fuego, esta horticultura de baja intensidad practicada por
miles de años tuvo un sustancial impacto sobre el mundo natural. A partir de once o doce mil años
atrás hay evidencia firme de que las poblaciones en el Creciente Fértil estaban interviniendo para
modificar comunidades locales de plantas “silvestres” para su beneficio, miles de años antes de
que cualquier evidencia morfológica clara de granos domesticados apareciera en el registro
arqueológico. Podemos datar la aparición de granos domesticados por el revelador complejo de
especies de maleza características del arado y el cuidado de campos cultivados que aparecen
simultáneamente, así como el aparente declive de flora indígena menos adaptada a este
medioambiente gerenciado.

En ningún lugar la evidencia de remodelación del paisaje ha tenido más impacto que en nuestro
entendimiento del temprano poblamiento de los bosques del aluvión amazónico. Allí, parece
ahora que la cuenca estuvo bien poblada y se hizo habitable en gran medida gracias al manejo del
paisaje de palmeras, árboles frutales, castañas de pará y bambúes que gradualmente creó bosques
culturalmente antropogénicos. Dado el tiempo suficiente para que su magia tenga efecto, esta
clase de lenta “jardinería” del bosque puede crear suelos, flora y fauna que representan un nicho
abundante de subsistencia.

32
Plantar una semilla o un tubérculo es, en este contexto, sólo una de cientos de técnicas diseñadas
para incrementar la productividad, densidad y salud de plantas deseables, pero morfológicamente
silvestres. Algunas de estas técnicas incluyen la quema de flora indeseable, el desmalezado de
reservorios silvestres de plantas y árboles favorecidos con el objetivo de eliminar competidores,
poda, raleo, cosecha selectiva, recorte, trasplante, cobertura con mantillo, relocalización de
insectos protectores, anillado de corteza, tallado, riego y fertilización. En cuanto a los animales, sin
una domesticación completa, los cazadores han estado por mucho tiempo quemando para
estimular la búsqueda de presas, salvando a las hembras en edad reproductiva, seleccionando,
cazando en base a ciclos de vida y población, pescando selectivamente, gestionando arroyos y
otros cursos de agua para promover el desove y los mantos de moluscos, trasplantando los huevos
y crías de pájaros y peces, manipulando el hábitat y ocasionalmente criando menores.

La domesticación, a la luz de la historia profunda y de los efectos masivos de estas prácticas,


necesita ser vista en una magnitud mucho mayor que el simple cultivo y pastoreo. Desde el origen
de la especie, el Homo sapiens ha estado domesticando medioambientes completos, no sólo
especies. La herramienta principal para esto, antes de la Revolución Industrial, no fue el arado sino
el fuego. La domesticación de medioambientes enteros a su vez hizo posible la otra ventaja
adaptativa de nuestra especie, es decir los altos índices de reproducción, que nos convierten en el
mamífero invasor más exitoso del mundo. Tanto si deseamos llamarlo construcción de nichos,
domesticación del medioambiente, modificación del paisaje o control humano de los ecosistemas,
es claro en una visión de largo espectro que gran parte del mundo fue modelada por la actividad
humana (antropogénico), mucho antes de que las primeras sociedades basadas en trigo, cebada,
cabras y ovejas completamente domesticados aparecieran en Mesopotamia. Esta es la razón,
finalmente, por la que las convencionales “subespecies” de modos de subsistencia -caza,
recolección, pastoreo y agricultura- tienen tan poco sentido histórico. Los mismos grupos
humanos han practicado los cuatro, a veces en el transcurso de una sola vida; las actividades
pueden y han sido combinadas por miles de años, y cada una de ellas corre imperceptiblemente
hacia la siguiente, a lo largo de un vasto continuo de reorganizaciones humanas del mundo
natural.

Desde el Cultivo Neolítico al Jardín Botánico: Consecuencias del Cultivo

Incluso cuando la búsqueda de un momento decisivo en la domesticación de los primeros granos


es una empresa sin sentido, no hay duda de que hacia 5.000 a.C. hubo cientos de aldeas en el
Creciente Fértil cultivando granos completamente domesticados como su principal bien primario.
Por qué esto debía ser así es un enigma alrededor del cual aún gira la disputa. La explicación
dominante hasta tiempos muy recientes fue lo que podría llamarse la teoría “espaldas contra la
pared” de la agricultura de arado, asociada a la gran economista danesa Ester Boserup. Partiendo
de la premisa irrefutable de que la agricultura de arado requería de mucha más mano de obra en
relación con las calorías obtenidas que la caza-recolección, ella razonaba que el cultivo completo
fue aceptado no como una oportunidad, sino como último recurso cuando no era posible otra
alternativa. Alguna combinación de crecimiento demográfico, declive de las proteínas silvestres
para cazar y de la flora silvestre nutritiva para recolectar, o coerción debió haber forzado a la

33
gente, a regañadientes, a trabajar más duro para extraer más calorías de la tierra a la que tenían
acceso. Esta transición demográfica hacia el trabajo pesado ha sido entendida por muchos como
metafóricamente capturada en el relato bíblico de Adán y Eva, quienes son expulsados del Edén
para vivir en un mundo de grandes esfuerzos.

Más allá de su aparente lógica económica, la tesis de la espalda contra la pared, al menos en
Mesopotamia y el Creciente Fértil, no se corresponde con la evidencia disponible. Uno esperaría
que el cultivo sea adoptado primero en esas áreas donde los recolectores en apuros habían
alcanzado la capacidad de sustentación de su medioambiente inmediato. En cambio, parece haber
surgido en áreas caracterizadas más por la abundancia que por la escasez. Si, como se hizo notar
antes, estaban practicando una agricultura de retroceso de las aguas de inundación, entonces la
premisa central del argumento de Boserup, aquella de que el cultivo requería grandes esfuerzos,
podría bien ser inválida. Finalmente, parece no haber evidencia firme que asocie los primeros
cultivos con la desaparición de animales presas o de plantas forrajeras. La teoría espaldas contra la
pared de la agricultura está hecha jirones (al menos en lo que respecta al Medio Oriente), pero no
ha sido reemplazada por una explicación alternativa satisfactoria de la expansión del cultivo.

El Domus Como un Componente de la Evolución

La cuestión misma puede ser menos importante de lo que se supone. Siempre y cuando no sea
terriblemente demandante de mano de obra, el cultivo puede haber sido una entre las muchas
técnicas de ingeniería medioambiental en las comunidades sedentarias tempranas. Lo que parece
ser más importante que la cuestión de por qué sembrar y labrar los campos se volvió más común
son las consecuencias de gran alcance de la domesticación de grano y animales una vez que se
consiguió: un tema al que apuntamos ahora.

Más allá de las razones para el creciente peso de los granos y animales domesticados en la
subsistencia, ellos representaron un cambio cualitativo en la modificación del paisaje. Las
variedades de plantas fueron transformadas; el ganado fue transformado; los suelos y el forraje
del que dependían ellos fueron transformados; y, no menos importante, el Homo sapiens fue
transformado. Aquí el término “domesticación” -de “domus”, hogar- necesita ser entendido más
bien literalmente. El domus fue una concentración singular y sin precedentes de campos labrados,
semillas y graneros, gente y animales domésticos, coevolucionando todos con consecuencias que
nadie podría haber previsto. Igual de importante, el domus como componente de la evolución fue
irresistiblemente atractivo para miles de simpatizantes sin invitación que prosperaban en su
pequeño ecosistema. Los primeros en la lista eran los llamados comensales: gorriones, ratones,
ratas, cuervos y (los cuasi invitados) perros, cerdos y gatos, para los que este nuevo Arca era un
verdadero cebadero. Cada uno de estos comensales trajo consigo su propio tren de microparásitos
-moscas, garrapatas, sanguijuelas, mosquitos, piojos y ácaros- y también sus predadores; los
perros y gatos llegaron allí en gran medida por los ratones, ratas y gorriones. Ni un solo bicho
emergió de su estadía en el campo de reasentamiento de especies múltiples en el Neolítico tardío
sin muestras de haber sido afectado.

34
Los arqueo-botánicos han puesto la mayor parte de su atención en los cambios morfológicos y
genéticos de los principales granos: trigo y cebada. Los trigos antiguos -escanda y, especialmente,
el candeal- junto con la cebada y la mayoría de las legumbres “fundadoras” -lentejas, arvejas,
garbanzos, algarroba e incluso lino- pertenecen en general a la familia de los “granos”, porque son
anuales y se polinizan a sí mismos, además de que no se cruzan fácilmente con sus progenitores
silvestres (a diferencia del centeno). Muchas plantas son bastante quisquillosas sobre dónde y
cuándo van a crecer. Las más elegibles para la domesticación eran, aparte de su valor alimenticio,
“generalistas” que podían prosperar en suelos alterados (el campo labrado), crecer en reservorios
densos y ser almacenados fácilmente. El problema para el aspirante a agricultor era que la presión
de la selección natural en las plantas silvestres promueve características que están diseñadas para
derrotarlo. Así, las espigas silvestres son por lo general pequeñas y se quiebran fácilmente, por lo
que se siembran solas. Madurecen desigualmente; sus semillas pueden permanecer latentes por
un largo tiempo, pero de todos modos germinan; tienen muchos apéndices, barbas, glumas y
mantos de semillas gruesas, todo lo cual disuade a herbívoros y pájaros. Todas estas
características son seleccionadas para y seleccionadas contra por el agricultor. Es diagnóstico que
las principales hierbas que afectan al trigo y la cebada -uno puede pensarlas como comensales
salvajes haciendo dedo en el camino- tienen precisamente esas características. Les gusta el campo
labrado, pero escapan del cosechador y del herbívoro. La avena comenzó aparentemente su
carrera agrícola como hierba (una plaga obligada que imitaba al cultivo) en el campo labrado, y
eventualmente se convirtió en un cultivo secundario.

El campo labrado, sembrado y desmalezado es en conjunto un terreno diferente de selección. El


agricultor quiere espigas que no se quiebren (indehiscentes) y que puedan recolectarse intactas,
como así también un determinado crecimiento y madurez. Muchas de las características de un
grano doméstico son simplemente efectos en el largo término de la siembra y la cosecha. Así, las
plantas que producen más y más grandes semillas, con mantos finos (que les permiten germinar
rápidamente y superar a los competidores herbosos cuando son sembradas), que maduran
uniformemente, que son trilladas con facilidad, que germinan con seguridad y tienen menos
glumas y apéndices, probablemente contribuyan desproporcionadamente a la cosecha, y así su
progenie será favorecida en la siembra del próximo año. Las diferencias morfológicas entre las
continuamente seleccionadas variedades que se plantaban y su progenitor silvestre se volvieron
muy grandes con el paso del tiempo. En trigos, la diferencia entre variedades silvestres y
domesticadas salta a la vista fácilmente, pero no tan pronunciadamente como el contraste entre
maíces y su ancestro primitivo, el teosinte, que es difícil de imaginarlo como miembro de la misma
especie.

Los primeros campos agrícolas fueron muchísimo más simplificados y “cultivados” que el mundo a
su alrededor. Al mismo tiempo, fueron mucho más complejos que la agricultura industrial, con sus
híbridos estériles y clones cultivados en gran medida para obtener beneficios. La agricultura
temprana fue algo así como una cartera de variedades y especies autóctonas que eran cultivadas
para más de un propósito y deliberadamente elegidas no tanto por su rendimiento promedio, sino
por su resistencia a las varias tensiones, enfermedades y parásitos, y su confiabilidad para cubrir

35
las necesidades de subsistencia. La diversidad de cultivos y subespecies fue la mayor en escenarios
naturales de una mayor diversidad ecológica y climática, y menor en las tierras bajas de aluvión
con más condiciones de dependencia del agua y del cultivo.

El propósito del campo cultivado y de la huerta es precisamente eliminar la mayoría de las


variables que pudieran competir contra el cultigen. En este medioambiente hecho y defendido por
el hombre -otra flora, exterminada por un tiempo por el fuego, la inundación, el arado y la azada,
se arrancó de raíz; pájaros, roedores y exploradores ahuyentados o con el acceso vedado -hemos
construido un mundo casi ideal en el que nuestros favoritos, quizás regados cuidadosamente y
fertilizados, florecen. Sin pausa, por medio de cuidados, creamos una planta completamente
domesticada. “Completamente domesticada” significa simplemente que es, en efecto, nuestra
creación; ya no puede prosperar sin nuestras atenciones. En términos evolutivos, una planta
completamente domesticada se ha vuelto un “caso perdido” superespecializado, y su futuro es
enteramente dependiente del nuestro. Si ya no nos gusta más, será desterrada y casi con certeza
morirá. Algunas plantas y animales domésticos (avena, bananas, narcisos, lirios, perros y cerdos)
han resistido, como ya sabemos, la domesticación completa y son capaces, en grados variables, de
sobrevivir y reproducirse fuera del domus.

De Ser Presa del Cazador al Corral del Granjero

Podemos seguramente entender cómo perros, gatos e incluso cerdos se han sentido atraídos por
los cazadores y por el domus a causa del alimento, del calor y la concentración de presas
disponibles que ellos prometían. Ellos -algunos de ellos en todo caso- aparecieron en el domus
más como voluntarios que como conscriptos. Lo mismo puede decirse del ratón casero y el gorrión
casero, los que, aunque tal vez menos bienvenidos, llegaron evadiendo la domesticación
completa. El caso de las ovejas y las cabras, los primeros domesticados no comensales en el Medio
Oriente, sin embargo, constituye una profunda revolución en el mundo de los mamíferos. Eran,
después de todo, animales que por miles de años fueron presa del Homo sapiens cazador. En vez
de simplemente matarlas, los aldeanos del Neolítico las capturaron, las encerraron, las
protegieron de otros predadores, las alimentaron cuando era necesario, las criaron para
incrementar su progenie, usaron la leche, la lana y la sangre del animal vivo y luego usaron el
cadáver del animal carneado como un cazador pudiera. La transición de presa a especie
“protegida” o “cultivada” estuvo cargada de enormes consecuencias para ambos bandos en la
transacción. Si el Homo sapiens es juzgado como la más exitosa y numerosa especie invasora de la
historia, este dudoso logro se debe a los batallones aliados de plantas domesticadas y ganado que
ha llevado con él a prácticamente todos los confines del globo.

No todos los animales eran candidatos adecuados. Aquí los biólogos evolutivos e historiadores
naturales subrayan que ciertas especies estaban “preadaptadas”, pues tenían características en
estado salvaje que las predisponían a una vida en el domus. Entre las características propuestas
está, en primer lugar, el comportamiento de manada y las jerarquías sociales que lo acompañan, la
capacidad de tolerar diferentes condiciones medioambientales, una dieta de amplio espectro,
adaptabilidad al amontonamiento y las enfermedades, habilidad para aparearse en el

36
confinamiento y, por último, una respuesta relativamente silenciosa de miedo y huida ante los
estímulos externos. Si bien es cierto que la mayoría de los domésticos principales (ovejas, cabras,
ganado vacuno y cerdos) son animales de manada, como lo son la mayoría de los animales de
tracción domesticados (caballos, camellos, asnos, búfalo acuático y renos), el comportamiento de
manada no garantiza la domesticación. La gacela, por ejemplo, fue por lejos el animal más
frecuentemente cazado durante milenios. En el norte de Mesopotamia se encuentran unos largos
muros en forma de embudo (denominados barriletes del desierto), diseñados para interceptar sus
manadas que migraban cada año. A diferencia de las ovejas, las cabras y los bovinos, sin embargo,
esta fuente de valuada proteína no sobrevive en domesticación.

Esos animales que fueron domesticados, sin embargo, entraron a un mundo vital completamente
nuevo, donde encontraron presiones evolutivas radicalmente diferentes de las que habían
experimentado como presas libres. Primero y ante todo, para tomar los primeros domesticados
más comunes, ovejas, cabras y cerdos no eran libres para moverse adonde quisieran. Como
especie cautiva, su dieta estaba, junto con su movilidad, restringida, y frecuentemente estuvieron
amontonados en corrales, cauces de arroyos y cuevas a un grado sin precedentes en su historia
evolutiva. El amontonamiento tuvo, como veremos, consecuencias para su salud y organización
social. Un objetivo central de sus captores fue maximizar su reproducción. Esto por lo general se
alcanzaba, como se hace en los rebaños modernos, mediante la selección de machos y hembras
jóvenes más allá de la edad reproductiva para maximizar el número de hembras fértiles y su
progenie. Cuando los arqueólogos quieren saber si un gran hallazgo de huesos de ovejas y cabras
proviene de un rebaño silvestre o uno domesticado, la distribución de edad y género de los restos
provee de la más sólida evidencia de gestión y selección humana activa. Como estaban vigilados y
cuidados por sus dueños humanos, los domésticos, como las plantas en el campo, evitaron
muchas de las presiones selectivas (predadores, competencia por el alimento, batallas por el
acceso a una pareja de apareamiento) del estado salvaje, pero estuvieron sujetos a una nueva
presión selectiva, tanto deliberada como sin intención, impuesta por sus “dueños”.

El nuevo terreno de selección no puede limitarse a los designios del Homo sapiens, pero se ajusta
más generalmente a la microecología y el microclima de todo el complejo del domus: sus campos,
sus cultivos, sus refugios y la masiva caballería de animales, pájaros, insectos, parásitos y hasta
vida bacteriana que se congregó allí como comensales. Prueba del efecto independiente del
complejo del domus, independiente de la directa gestión humana, es que los comensales sin
invitación, como los ratones, gorriones e incluso cerdos (quienes pueden haber llegado también
para escarbar en las ricas cosechas del asentamiento humano) exhiben algunos de los mismos
cambios físicos que los domesticados completos.

Sujetos a nuevas y radicales presiones en el domus, los principales domésticos se convirtieron en


diferentes animales, tanto física como conductualmente. Estos cambios, por otra parte, ocurrieron
en lo que en términos evolutivos fue un parpadeo. Sabemos esto en parte por comparar restos
óseos de animales domesticados en Mesopotamia con los restos de sus primos y progenitores
silvestres, así como por los experimentos más contemporáneos de domesticación. El ahora famoso
experimento ruso de la domesticación de zorros plateados es un ejemplo sorprendente. Mediante

37
la selección de los menos agresivos (más domesticados) entre 130 zorros plateados y la posterior
cruza entre ellos, los experimentadores produjeron, en sólo diez generaciones, un 18 por ciento de
progenie exhibiendo un comportamiento extremadamente doméstico -con lloriqueo, agitación de
la cola, una favorable respuesta a las caricias y manejándose como un perro doméstico lo haría.
Luego de veinte generaciones de cruzamiento de este tipo, el porcentaje de zorros
extremadamente domesticados prácticamente se duplicó, alcanzando el 35 por ciento. La
transformación conductual estuvo acompañada por cambios físicos tales como orejas caídas,
manchas en el pelaje y una cola erguida que algunos relacionan genéticamente con la disminución
de la producción de adrenalina.

La diferencia conductual distintiva entre animales domesticados y sus contemporáneos silvestres


es un umbral más bajo de reacción a estímulos externos y, en general, una menor desconfianza
por otras especies -incluyendo al Homo sapiens. La probabilidad de que tales rasgos sean en parte
un “efecto domus” en vez de que se deba por entero a una consciente selección humana es, una
vez más, sugerida por el hecho de que comensales sin invitación, tales como las palomas de
estatua, ratas, ratones y gorriones, exhiben en gran medida la misma reducida desconfianza y
reactividad. La selección, por ejemplo, favoreció a las ratas más pequeñas y menos molestas, así
como a ratones mejor adaptados a vivir a pesar del rechazo humano y evitando la detección y
captura. Como criador de ovejas por más de veinte años, siempre me ha ofendido cuando se usa a
las ovejas como sinónimo de conducta cobarde en grupo y falta de individualidad. Durante los
pasados ocho mil años hemos estado seleccionando ovejas por su docilidad -sacrificando primero
a las agresivas que escaparon del corral. ¿Cómo nos atrevemos, entonces, a denigrar una especie
por causa de una combinación de conducta de rebaño considerada normal y precisamente
aquellas características por las que hemos seleccionado?

Asociada con este proceso de cambio conductual hay una variedad de cambios físicos.
Típicamente incluyen una reducción de las diferencias macho-hembra (dimorfismo sexual). Los
cuernos de las ovejas macho, por ejemplo, disminuyen o desaparecen porque ya no son
seleccionados para mantener a raya a los predadores o para competir por las parejas de
apareamiento. Los domésticos son mucho más fértiles que sus primos silvestres. Otro cambio
morfológico común y sorprendente entre los domésticos se conoce como neotenia: la
relativamente temprana consecución de la adultez por parte de muchos domésticos y su
retención, como adultos, de gran parte de la morfología juvenil -especialmente el cráneo- y del
comportamiento juvenil de sus ancestros libres. Un acortamiento de la cara y la mandíbula resulta
en molares más cortos y, por así decirlo, un cráneo más saturado.

La reducción del tamaño del cerebro y, algo más especulativamente, sus consecuencias, parecen
decisivos para el conjunto de lo que podríamos llamar “domesticación” entre los animales
domésticos en general. Comparados con sus ancestros silvestres, las ovejas han sufrido una
reducción del tamaño cerebral del 24 por ciento durante los diez mil años de la historia de su
domesticación; los hurones (domesticados mucho más recientemente) tienen cerebros 30 por
ciento más pequeños que los de los turones silvestres; y los cerdos (sus scrofa) tienen cerebros
más de un tercio más pequeños que sus ancestros. En la nueva frontera de la domesticación -

38
acuicultura- incluso las truchas arcoíris criadas en cautiverio tienen cerebros más pequeños que las
truchas silvestres.

Más diagnósticas que la general reducción del cerebro son las áreas cerebrales que parecen ser
desproporcionadamente afectadas. En el caso de perros, ovejas y cerdos, la parte del cerebro
mayormente afectada es el sistema límbico (hipocampo, hipotálamo, pituitaria y amígdalas), el
cual es responsable de la activación de las hormonas y de las reacciones del sistema nervioso ante
amenazas y estímulos externos. La reducción del sistema límbico está asociada con la elevación
del umbral que provocaría la agresión, la huida y el miedo. A su vez, esto ayuda a explicar las
características diagnósticas de prácticamente todas las especies domesticadas: a saber, la general
reducción de la reactividad emocional. Tal moderación emocional puede entenderse como una
condición para vivir en el populoso domus y bajo supervisión humana, donde la reacción
instantánea al predador y la presa ya no es una poderosa presión de la selección natural. Con
protección física y nutrición más segura, el animal domesticado puede estar menos alerta a sus
alrededores inmediatos que sus primos en el mundo salvaje.

Así como el sedentarismo humano representa una reducción en la movilidad y un aumento de la


densidad poblacional en la aldea y el domus, así también el relativo confinamiento y
amontonamiento de los animales domésticos tiene consecuencias inmediatas en la salud. El stress
y trauma físico del confinamiento, junto con una dieta de espectro más limitado y la facilidad con
la que las infecciones pueden propagarse entre los individuos amontonados de la misma especie,
le abrieron las puertas a una variedad de patologías. Patologías óseas debidas a repetidas
infecciones, relativa inactividad y una dieta más pobre son particularmente comunes. Los
arqueólogos han llegado a esperar casos de artritis crónica, evidencia de enfermedad en las encías
y las señales del confinamiento en los huesos a la hora de analizar los restos de animales
domésticos arcaicos. El resultado es también índices mucho más altos de mortalidad entre
domésticos recién nacidos. Entre llamas encerradas, por ejemplo, el índice de mortalidad para
recién nacidos se acerca al 50 por ciento, mucho más alto que entre llamas silvestres (guanacos).
La diferencia puede atribuirse en gran medida a los efectos del confinamiento -corrales fangosos
cargados de excremento en los que virulentas bacterias clostridium, entre otras, florecen y, como
otros parásitos, encuentran una abundante provisión de anfitriones al alcance de la mano.

Los altos índices de mortalidad de los domésticos recién nacidos parecerían frustrar el propósito
de la gestión humana, que es en gran medida maximizar la reproducción de la proteína animal, así
como se maximiza la cosecha de granos. Parece, sin embargo, que los índices de fertilidad pueden
incrementarse tan dramáticamente que superan la compensación de las pérdidas por mortalidad.
Las razones no están enteramente claras, pero los animales domesticados por lo general alcanzan
la edad reproductiva antes, ovulan y conciben más frecuentemente y tienen vidas reproductivas
más largas. Los zorros plateados domesticados del experimento ruso entraron en celo dos veces al
año, mientras que los silvestres sólo lo hicieron una vez. El patrón para ratas es más sorprendente,
aunque como comensales que son incluso en estado salvaje, permiten sólo inferencias
especulativas sobre otros domésticos. Ratas silvestres capturadas tienen muy bajos índices de
fertilidad, pero luego de sólo ocho generaciones de cautiverio sus índices de fertilidad subieron del

39
64 al 94 por ciento, y hacia la vigésimo quinta generación la vida reproductiva de las ratas cautivas
duplicaba en duración a la de las “libres”. Eran, en general, casi tres veces más fecundas. La
paradoja de la salud relativamente precaria y la alta mortalidad de los recién nacidos, por una
parte, sumada al incremento superador de la compensación en fertilidad por otra, es una a la que
regresaremos más adelante, pues influye directamente en la explosión demográfica de los pueblos
agricultores a expensas de cazadores-recolectores.

Especulación sobre Paralelos Humanos

¿A qué grado es plausible buscar cambios análogos en la morfología y conducta del Homo sapiens
cuando se adaptó al sedentarismo, a la aglomeración y a una dieta cada vez más dominada por los
cereales? Esta ruta de la investigación es tan especulativa como intrigante. Pero es, creo, fructífera
precisamente porque entraña la idea de que somos un producto de la autodomesticación de
modos intencionales y no intencionales, así como otras especies del domus son productos de
nuestra domesticación.

Una manera de determinar si una mujer que murió hace nueve mil años vivió en una comunidad
sedentaria agricultora, comparada con una banda recolectora, sería simplemente examinar los
huesos de su espalda, dedos de los pies y rodillas. Las mujeres en las aldeas agricultoras tenían
característicos dedos de los pies curvados hacia abajo y rodillas deformadas que son producto de
largas horas arrodilladas moliendo el grano. Ha sido un pequeño pero revelador modo de saber
cómo las nuevas rutinas de subsistencia -lo que llamaríamos una lesión por estrés repetitivo-
modelaron nuestros cuerpos para nuevos propósitos, del mismo modo que los animales de tiro
domesticados luego -bóvidos, caballos y asnos- llevaban la marca de sus rutinas de trabajo.

Las analogías son potencialmente de largo alcance. Se podría argumentar que la expansión del
sedentarismo transformó al Homo sapiens en algo mucho más parecido a un animal de manada de
lo que había sido previamente. Concentraciones de gente sin precedente, como en otras manadas,
presentaron las condiciones ideales para epidemias y propagación de parásitos. Pero esta
congregación no fue una manada de una sola especie, sino una de muchas manadas de mamíferos
que compartían patógenos y generaban nuevas enfermedades zoonóticas por el solo hecho de
estar juntas alrededor del domus por primera vez. Por lo tanto, el término “campo de
reasentamiento de especies múltiples en el Neolítico tardío”. Estuvimos todos, se podría decir,
amontonados en la misma arca, compartiendo su microambiente, compartiendo nuestros
gérmenes y parásitos, respirando su aire.

No sorprende entonces que las señales arqueológicas de una vida llevada en gran parte en el
domus sean similares en el hombre y el animal. Las ovejas radicadas, por ejemplo, son por lo
general más chicas que sus ancestros silvestres; llevan señales reveladoras de vida doméstica:
patologías óseas típicas de la aglomeración y de una dieta limitada con deficiencias distintivas. Los
huesos del Homo sapiens “radicado”, comparados con los de los cazadores-recolectores, son
también distintivos: son más chicos; los huesos y dientes llevan con frecuencia la señal del
sufrimiento nutritivo, en particular, una anemia notable sobre todo en mujeres en edad
reproductiva cuyas dietas consisten cada vez más de granos.
40
El paralelo, por supuesto, surge de un medioambiente común de movilidad más restringida,
aglomeración y las oportunidades de contagio que ella presenta, una dieta más limitada (menor
variedad para herbívoros, menor variedad y menos proteínas para omnívoros como el Homo
sapiens), y relajamiento de algunas de las presiones selectivas provenientes de predadores
acechantes fuera del domus. En el caso del Homo sapiens, sin embargo, el proceso de
autodomesticación había comenzado mucho antes (incluso antes de ser “sapiens”), con el uso del
fuego, la cocina y la domesticación del grano. Así, la disminución del tamaño de los dientes, el
acortamiento facial, una reducción de la estatura y robustez del esqueleto y menor dimorfismo
sexual fueron efectos evolutivos que tenían una historia mucho más larga que el Neolítico solo. No
obstante, el sedentarismo, la aglomeración y una dieta dominada cada vez más por los cereales
fueron cambios revolucionarios que dejaron una inmediata y legible marca en el registro
arqueológico.

La posibilidad de que la domesticación sea, en el sentido más amplio, un proceso análogo que
podemos ver en acción entre los humanos y sus domésticos ha sido planteada más elocuente y
vehementemente por Helen Leach. Ella detecta las similares tendencias a partir del Pleistoceno en
tamaño, estatura (las dietas de grano están típicamente asociadas con la estatura más baja),
reducción del tamaño de la dentadura y acortamiento de la cara y mandíbula, y pregunta
intencionadamente si podría haber un “síndrome distintivo” de domesticación que surja del
medioambiente común que ellos comparten. Por “medioambiente común” ella quiere decir no
simplemente sedentarismo y grano, sino la totalidad del domus. Podríamos verlo como un “domus
módulo”, uno que eventualmente colonizaría gran parte del mundo.

Considerando la domesticación en su sentido más amplio como aclimatación a la vida en un hogar,


y extendiendo ese concepto para incorporar la casa y las dependencias, patios, huertas y jardines,
podemos pensar algunos de los criterios de domesticación como cambios biológicos producidos
por la vida en el medioambiente culturalmente modificado, artificial, que llamamos domus.

“El complejo de casas y alrededores albergó a todos los habitantes del asentamiento durante los
meses del invierno, incluyendo a los comensales invitados y no invitados. Bocaditos, restos o
piezas estropeadas, alimentos preparados a partir de partes de plantas machacadas y molidas
llegaban a los perros y después, en la era neolítica, los cerdos se quedaron en las instalaciones del
hogar. Una dieta compartida por humanos, perros y cerdos -una que fue volviéndose más blanda
en su consistencia- podría explicar en parte la suavización (pérdida de masa ósea debida a la
evolución) compartida y la reducción craneofacial y dental en estas especies.”

Más allá de las consecuencias morfológicas y fisiológicas de la domesticación para hombres y


animales se encuentran los cambios en el comportamiento y la sensibilidad que son más difíciles
de codificar. Los ámbitos físico y cultural están estrechamente conectados. ¿No es el caso, por
ejemplo, que al igual que sus domésticos, la gente sedentaria, cultivadora de granos, que vive en
un domus ha experimentado un declive comparable en la reactividad emocional y está menos
intencionadamente alerta hacia sus alrededores inmediatos? Si es así, ¿no estaría relacionado
esto, como en los animales domésticos, con cambios en el sistema límbico, el que controla las

41
respuestas del miedo, la agresión y la huida? No conozco ningún dato directamente pertinente
para esta cuestión, ni es fácil imaginar cómo tratar ésta de un modo objetivo.

En lo referente a cambios biológicos asociados con la agricultura, debemos ser doblemente


cautos. La selección funciona a través de la variación y la herencia: sólo 240 generaciones
humanas han pasado desde la primera adopción de la agricultura y quizás no más de 160
generaciones desde que se extendió. Estamos, por lo tanto, difícilmente en la posición de alcanzar
conclusiones radicales. Si bien los problemas de este alcance pueden estar más allá de nuestra
capacidad de resolución, podemos ser capaces de decir más sobre cómo el sedentarismo, la
domesticación de plantas y animales y una dieta formada en gran medida por granos han
moldeado nuestras conductas, rutinas y salud.

La Domesticación de Nosotros

Como especie, estamos inclinados a considerarnos como el “agente” en las narrativas de


domesticación. “Nosotros” domesticamos el trigo, el arroz, la oveja, el cerdo y la cabra. Pero si
agudizamos la vista sobre el asunto, desde un ángulo algo diferente, se podría argumentar que
somos nosotros los que hemos sido domesticados. Michael Pollan lo ve de este modo en su
inesperada y memorable visión general mientras trabajaba en el jardín. En la medida en que él
está desmalezando y usando la azada en los alrededores de sus florecientes plantas de papa, cayó
en la cuenta de que se ha vuelto, involuntariamente, el esclavo de la papa. He aquí él, en cuatro
patas, día tras día, desmalezando, fertilizando, desenmarañando, protegiendo y en general
reformando el inmediato medioambiente con las expectativas utópicas de sus plantas de papa en
el horizonte. Visto desde este ángulo, quién hace los mandatos de quién se vuelve casi un
problema metafísico. Si bien nuestras plantas domesticadas no pueden prosperar sin nuestra
ayuda, es igualmente cierto que nuestra supervivencia como especie se ha vuelto del mismo modo
dependiente de un puñado de variedades domésticas.

La domesticación de animales puede verse en términos prácticamente idénticos. Quién sirve a


quién no es un problema simple cuando los bovinos y otro ganado son criados, llevados a pastar,
alimentados con forraje y protegidos. Evans-Pritchard, en su famosa monografía sobre el pueblo
ganadero Nuer, tuvo la misma interpretación sobre ellos y su ganado que había tenido Pollan
acerca de sus papas.

“Ha sido subrayado que los Nuer pueden ser llamados parásitos de la vaca. Pero con igual fuerza
se puede plantear que la vaca es un parásito de los Nuer, cuyas vidas se concentran en la tarea de
asegurar el bienestar de aquélla: ellos construyen establos, fogones y despejan corrales para su
confort, la mueve de las aldeas a los campamentos, de los campamentos de vuelta a las aldeas por
su salud, desafían a las bestias salvajes por su protección y crean ornamentos para su adorno. La
vaca lleva su vida apacible, indolente y perezosa gracias a la devoción de los Nuer.”

Uno puede bien objetar esta línea de pensamiento observando que, en el análisis final, Pollan
come su papa y los Nuer comen (venden, intercambian y curten el cuero de) su ganado. La
disposición final no está en duda. Pero esto pasa por alto el hecho de que mientras viven, la papa y

42
la vaca son objetos de una rutina demandante y solícita que satisface sus necesidades de bienestar
y seguridad.

Así, por más que las mayores cuestiones de cómo nuestros cerebros y sistemas límbicos han sido
moldeados por la domesticación no pueden todavía ser determinadas, podemos sin embargo decir
algo sobre cómo la vida en el Neolítico tardío ha sido moldeada por nuestra relación con nuestros
domésticos en el domus.

Primero comparemos, generalmente, el mundo vital del cazador-recolector con el del agricultor,
con o sin ganado. Observadores minuciosos de la vida del cazador-recolector se han sorprendido
por cómo está puntuada por ráfagas de actividad intensa en cortos periodos de tiempo. La
actividad misma es enormemente variada -caza y recolección, pesca, selección, armado de
trampas y embalses- y está diseñada de un modo u otro para el mejor aprovechamiento del ritmo
natural de disponibilidad de alimento. “Ritmo”, creo, es la palabra clave aquí. Las vidas de los
cazadores-recolectores están orquestadas por una multitud de ritmos naturales de los cuales ellos
deben ser atentos observadores: el movimiento de manadas de presas (venados, gacelas,
antílopes, cerdos); las migraciones estacionales de aves, especialmente las acuáticas, que pueden
ser interceptadas y atrapadas en sus lugares de descanso o anidamientos; los flujos de peces
apetecibles río arriba o río abajo; los ciclos de recolección de frutas frescas y secas, que deben ser
sacadas antes que otros competidores lleguen o antes de que se pudran; y, menos
predeciblemente, las apariciones de caza, peces, tortugas y hongos que deben ser explotadas
rápidamente. La lista podría expandirse casi indefinidamente, pero muchos aspectos de esta
actividad sobresalen. Primero, cada actividad requiere una diferente “caja de herramientas” y
técnicas de captura o recolección que deben ser dominadas. Segundo, no deberíamos olvidar que
los recolectores habían cosechado por mucho tiempo granos en reservorios naturales de cereales
y ya habían desarrollado para este propósito prácticamente todas las herramientas que asociamos
con el Neolítico: hoces, esteras y canastas de trilla, bandejas de separado, morteros y piedras de
molienda, etc. Tercero, cada una de estas actividades representa un problema distinto en tal
grado de coordinación que el grupo cooperativo y la división del trabajo para cada una es
diferente. Finalmente, las actividades, como las de las primeras aldeas en el aluvión
mesopotámico, se extienden sobre varias redes alimentarias -humedales, bosques, sabanas y
tierras áridas -cada una de las cuales tiene su propia estacionalidad distintiva. Si bien los
cazadores-recolectores dependen vitalmente de esos ritmos, son, al mismo tiempo, generalistas y
oportunistas siempre alertas para sacar ventaja de las recompensas desperdigadas y episódicas
que la naturaleza pueda presentar a su paso.

Botánicos y naturalistas se han maravillado siempre del grado y amplitud del conocimiento que los
cazadores-recolectores poseen del mundo natural a su alrededor. Sus taxonomías de las plantas
no están clasificadas en las categorías de Linneo, pero son más prácticas (buena para comer,
curará heridas, producirá colorante azul) e igualmente elaboradas. Las codificaciones del
conocimiento agrícola en los Estados Unidos, por el contrario, han tomado tradicionalmente la
forma del Almanaque de los Granjeros, el que sugiere, entre otras cosas, cuándo se debe plantar el
maíz. Podemos, en este contexto, pensar a los cazadores y recolectores como teniendo una

43
completa biblioteca de almanaques: uno para los reservorios naturales de cereales, subdividido en
trigos, cebadas y avenas; uno para frutas frescas y secas del bosque, subdividido en bellotas,
semillas de hayuco y varias fresas; uno para la pesca, subdividido en moluscos, anguilas, arenques
y sábalos; y así continuaría la extensa lista. Lo que quizás impresione más es que esta verdadera
enciclopedia del conocimiento, que incluye su larga historia de experiencia pasada, se preserva
por completo en la memoria colectiva y la tradición oral de la banda.

Para volver al concepto de ritmo, uno puede pensar a los cazadores y recolectores como atentos al
distinto metrónomo de una gran diversidad de ritmos naturales. Los agricultores, especialmente
los que residen en un único campo, cultivadores de granos de cereal, están limitados en gran
medida a una sola red alimentaria, y sus rutinas están orientadas a su particular ritmo. Conducir
un puñado de cultivos hacia el momento cúlmine de la cosecha es seguramente una actividad
demandante y compleja, pero está usualmente dominada por los requerimientos de una planta de
almidón dominante. No es exagerado decir que la caza y la recolección son, en términos de
complejidad, tan diferentes de la agricultura cerealera como lo es ésta del repetitivo trabajo en
una línea de montaje moderna. Cada etapa representa una reducción substancial del enfoque y
una simplificación de las tareas.

La domesticación de plantas en última instancia representada por la agricultura sedentaria, por lo


tanto, nos ha enredado en un conjunto anual de rutinas que organizan nuestra vida laboral,
nuestros patrones de asentamiento, nuestra estructura social, el desarrollado medioambiente del
domus y gran parte de nuestra vida ritual. De la limpieza del campo (por medio del fuego, el arado,
la grada), a la siembra, a la extracción de malezas, al riego, a la constante vigilancia mientras
madura el cultivo, la variedad dominante organiza gran parte de nuestro cronograma. La misma
cosecha pone en marcha otra secuencia de rutinas: en el caso de los cultivos cerealeros, tala,
hacer fardos, trilla, separación de la paja, tamizado, secado, clasificación -la mayor parte de las
cuales ha sido codificada históricamente como trabajo de mujeres. Luego, la preparación diaria de
los granos para el consumo -machacado, molienda, encendido del fuego, cocción y horneado
durante todo el año- marca el ritmo del domus.

Estas rutinas anuales y diarias, que son meticulosas, demandantes, interconectadas y obligatorias,
yo diría, están en el centro de todo relato comprehensivo del “proceso civilizatorio”. Ellas atan a
los agricultores a una rutina minuciosamente coreografiada de pasos de danza; moldean sus
cuerpos físicos, forman la arquitectura y diseño del domus; insisten, por así decirlo, en un cierto
patrón de cooperación y coordinación. En ese sentido, para continuar la metáfora, son la música
de fondo del domus. Una vez que el Homo sapiens dio el paso decisivo a la agricultura, nuestra
especie entró a un austero monasterio cuyo capataz es mayormente el demandante reloj genético
de unas pocas plantas y, en Mesopotamia en particular, del trigo o de la cebada.

Norbert Elias escribió convincentemente sobre las crecientes cadenas de dependencia entre las
nunca tan densas poblaciones de la Europa medieval, las que permitieron el mutuo acuerdo y
restricción que él denominó “el proceso civilizatorio”. Pero literalmente miles de años antes de los
cambios sociales que describe Elias -y además de algún hipotético cambio de nuestro sistema

44
límbico- gran parte de nuestra especie ya estaba disciplinada y subordinada al metrónomo de
nuestros propios cultivos.

Una vez que los cereales se establecieron como una materia prima en el antiguo Medio Oriente, es
llamativo cómo el calendario agrícola vino a determinar gran parte de la vida ritual pública: arado
ceremonial de sacerdotes y reyes, ritos y celebraciones de la cosecha, oraciones y sacrificios para
una cosecha abundante, dioses para granos particulares. Las metáforas con las que la gente
razonaba estuvieron cada vez más dominadas por los granos y animales domesticados: “un tiempo
de siembra y un tiempo de cosecha”, ser “un buen pastor”. Difícilmente se encuentre un pasaje en
el Antiguo Testamento que no haga uso de tal imaginería. Esta codificación de la subsistencia y la
vida ritual alrededor del domus es evidencia contundente de que, con la domesticación, el Homo
sapiens había trocado un amplio espectro de flora silvestre por un puñado de cereales, así como
un amplio espectro de fauna silvestre por un puñado de ganado.

Estoy tentado de ver la revolución del Neolítico tardío, con todas sus contribuciones a las
sociedades de gran escala, como una descualificación. El icónico ejemplo de Adam Smith sobre la
productividad que se alcanza a través de la división del trabajo fue la fábrica de alfileres, donde
cada mínimo paso en su fabricación se transformaba en una tarea llevada a cabo por un
trabajador diferente. Alexis de Tocqueville leyó La Riqueza de las Naciones con simpatía, pero se
preguntaba: “¿qué puede esperarse de un hombre que ha pasado veinte años de su vida
poniéndole la cabeza a los alfileres?”

Si ésta es una visión demasiado sombría de un avance que se ha pensado hizo posible la
civilización, digamos al menos que representó una contracción de la atención y del conocimiento
práctico de nuestra especie hacia el mundo natural, una contracción de la dieta, una contracción
del espacio, y quizás también una contracción del alcance de la vida ritual.

Capítulo Tres

Zoonosis: Una Tormenta Epidemiológica Perfecta

El Arduo Trabajo y Su Historia

El agropastoreo -campos labrados y animales domésticos- llegó a dominar gran parte de


Mesopotamia y el Creciente Fértil mucho antes de la aparición de los Estados. Con la excepción de
las áreas favorecidas por la agricultura de retroceso de aguas de inundación, este hecho
representa una paradoja que, para mí, no ha sido aún explicada satisfactoriamente. ¿Por qué los
recolectores habrían de elegir en su sano juicio el enorme incremento del trabajo pesado que
conllevaban la agricultura sedentaria y la cría de ganado, salvo que hubiesen tenido, por así decir,
una pistola apuntándoles al pecho? Sabemos que incluso los cazadores-recolectores
contemporáneos, reducidos a vivir en medioambientes pobres de recursos, pasan aún así sólo la
mitad de su tiempo en algo que podríamos llamar actividad de subsistencia. Como lo plantearon
los investigadores de un raro sitio arqueológico en Mesopotamia (Abu Hureyra), donde puede
trazarse toda la transición desde la caza y recolección a la agricultura completa, “ningún cazador-

45
recolector en una locación productiva, con una gama de alimentos silvestres capaz de proveer en
todas las estaciones es posible candidato para haber comenzado voluntariamente el cultivo de sus
materias primas calóricas. La inversión de energía por unidad de retorno energético habría sido
demasiado alta.” Su conclusión fue que la “pistola apuntando a su pecho” fue en este caso la ola
de frío del Dryas Reciente (10.500 – 9.600 a.C.), que redujo la abundancia de plantas silvestres,
sumada a las hostiles poblaciones adyacentes que restringían su movilidad. Esta explicación, como
se ha notado anteriormente, ha sido impugnada con vehemencia en términos tanto empíricos
como lógicos.

No estoy en posición de adjudicar, y menos de resolver, la controversia acerca de qué condujo a la


gente durante varios milenios a la agricultura como modo dominante de subsistencia. La
explicación aceptada por mucho tiempo, prácticamente una ortodoxia, fue una intelectualmente
satisfactoria narrativa de intensificación de las actividades de subsistencia que cubre unos seis mil
años. El primer impulso de intensificación fue denominado “la revolución de amplio espectro”, en
referencia a la explotación de recursos de subsistencia más variados en los niveles tróficos más
bajos. La transición fue ocasionada en el Creciente Fértil por la creciente escasez (¿por excesiva
caza?) de las fuentes de proteína salvaje de las grandes presas -uros, onagros, ciervos rojos,
tortugas de mar, gacelas- las “frutas que cuelgan en las ramas bajas”, para introducir metáforas de
caza temprana. El resultado, quizás impulsado también por la presión demográfica, forzó a la
gente a explotar recursos que, si bien abundantes, requerían más trabajo y eran tal vez menos
deseables y/o nutritivos. La evidencia para esta revolución de amplio espectro es omnipresente en
el registro arqueológico, ya que disminuyen los huesos de grandes animales salvajes y comienza a
predominar el volumen de materia vegetal farinácea, moluscos, pájaros y mamíferos pequeños,
caracoles y almejas. Para los fundadores de esta ortodoxia, la lógica detrás de la revolución de
amplio espectro y de la adopción de la agricultura era idéntica y, además, global. El crecimiento
demográfico en todo el mundo, especialmente después de 9.600 a.C., cuando mejoró el clima,
sumado al declive de la población de grandes presas (documentado claramente en el Medio
Oriente y en el Nuevo Mundo), forzaron a los cazadores-recolectores a intensificar su actividad.
Ejerciendo una presión más pesada sobre la capacidad de sustentación de los recursos de su
medioambiente, estuvieron obligados a trabajar más duro para su subsistencia. Así, la revolución
de amplio espectro fue, en esta visión, el primer paso de un prolongado incremento del trabajo
pesado que posteriormente alcanzó su lógica conclusión en el incluso más incesante esfuerzo de la
agricultura de arado y la cría de ganado. En la mayoría de las versiones de esta narrativa, la
revolución de amplio espectro y la agricultura fueron también nocivas nutricionalmente,
resultando en una salud más pobre y en una mortalidad más elevada.

Como explicación de la revolución de amplio espectro, la presión demográfica sobre la capacidad


de sustentación parece en muchos lugares estar en conflicto con la evidencia disponible. La
“revolución” tiene lugar en escenarios donde parece existir poca presión demográfica sobre los
recursos. También puede ser que las condiciones más húmedas y cálidas que se verifican luego de
9.600 a.C. hayan promovido una mucho mayor abundancia de vida vegetal, como en la llanura
aluvial mesopotámica, que podía ser fácilmente recolectada, aunque esto no explicaría las

46
deficiencias nutricionales observadas en el registro arqueológico. No hay duda de la revolución de
amplio espectro, pero el jurado aún está deliberando cuando se trata de entender sus causas o sus
consecuencias.

Sobre el desarrollo de la agricultura propiamente dicha tres o cuatro milenios después, por el
contrario, el jurado llegó a un veredicto. Hubo una creciente presión demográfica; cazadores y
recolectores sedentarios difícilmente podían moverse y se vieron obligados a extraer más, a un
costo de mano de obra mayor, de sus alrededores; las presas mayores estaban extinguiéndose o
ya lo habían hecho. Éste, por lo tanto, no es ningún relato Whig de la invención y el progreso
humano. Las técnicas agrícolas se conocían desde hacía mucho tiempo y eran usadas en
ocasiones; las plantas silvestres eran recolectadas rutinariamente y sus semillas se almacenaban;
todas las herramientas para el procesamiento de los granos estaban disponibles, e incluso un
animal cautivo o dos podían mantenerse en reserva. Sin embargo, la agricultura y la cría de
ganado como prácticas de subsistencia dominantes fueron evitadas por el mayor tiempo posible a
causa del trabajo que requerían. Y la mayor parte del trabajo surgía de la necesidad de defender
un paisaje artificial simplificado del resurgimiento de la naturaleza excluida de allí: otras plantas
(hierbas), pájaros, animales herbívoros, roedores, insectos, y las infecciones oxidantes y micóticas
que amenazaban a un campo de monocultivo. El campo agrícola labrado no sólo demandaba
mucho trabajo; era frágil y vulnerable.

El Campo de Reasentamiento de Especies Múltiples en el Neolítico Tardío: Una Tormenta


Epidemiológica Perfecta

La población mundial en 10.000 a.C., de acuerdo con una estimación cuidadosa, era de
aproximadamente 4 millones. Cinco mil años después, en 5.000 a.C., había aumentado a sólo 5
millones. Esto difícilmente represente una explosión demográfica, a pesar de los logros
civilizatorios de la revolución neolítica: sedentarismo y agricultura. En los siguientes cinco mil
años, por el contrario, la población mundial iría a crecer veinte veces, llegando a superar los 100
millones. La transición neolítica de cinco mil años fue así como un cuello de botella demográfico,
reflejando un nivel prácticamente estático de reproducción. Suponiendo incluso un índice de
crecimiento demográfico sólo por encima de los niveles de reemplazo (por ejemplo, 0,015 por
ciento), la población total se habría más que duplicado en el transcurso de esos cinco milenios.
Una posible explicación de esta paradoja de aparente progreso humano en técnicas de
subsistencia y un largo periodo de estancamiento demográfico es que, epidemiológicamente, éste
fue quizás el periodo más letal de la historia humana. En el caso de Mesopotamia se plantea que,
debido precisamente a los efectos de la revolución neolítica, se convirtió en el punto focal de
crónicas y agudas enfermedades infecciosas que devastaron la población una y otra vez.

Es difícil encontrar evidencia en el registro arqueológico, ya que tales enfermedades, a diferencia


de la malnutrición, sólo muy raramente dejan rastros en los huesos humanos. La epidemia es,
creo, el silencio “más estruendoso” del registro arqueológico neolítico. La arqueología sólo puede
evaluar lo que puede recuperar y, en este caso, debemos especular más allá de los datos duros.
Hay sin embargo buenas razones para suponer que muchos de los súbitos colapsos de los

47
primeros centros de población se debieron a enfermedades epidémicas devastadoras. Una y otra
vez se encuentran datos acerca de súbitos y, de otra manera, inexplicables abandonos de sitios
previamente bien poblados. En el caso de cambio climático adverso o salinización del suelo
también sería esperable un despoblamiento, pero conforme a su causa sería más probable que sea
regional y bastante más gradual. Otras explicaciones de la repentina evacuación o desaparición de
un sitio populoso son por supuesto posibles: guerra civil, conquista, inundaciones. La enfermedad
epidémica, sin embargo, dada la completamente novedosa aglomeración que la revolución
neolítica hizo posible, es el sospechoso más probable, a juzgar por los masivos efectos de la
enfermedad que aparecen en los registros escritos una vez que están disponibles. La importancia
de la enfermedad epidémica en este contexto no se limita sólo al Homo sapiens. Epidemias
afectaron a los animales domésticos y a los cultivos que también se habían concentrado en el
campo de reasentamiento de especies múltiples del Neolítico tardío. Una población podía ser tan
fácilmente devastada por una enfermedad que arrasaba sus rebaños o sus campos de grano como
por una plaga que la amenazaba directamente.

Una vez que los registros escritos estuvieron disponibles, sin embargo, tuvimos amplia evidencia
de epidemias mortales, que pueden, con cautela, pensarse en periodos anteriores. La Épica de
Gilgamesh presenta quizás la evidencia más contundente, cuando su héroe afirma que su fama
sobrevivirá a su muerte en el contexto de la descripción de una escena de cuerpos abatidos,
probablemente por una peste, flotando corriente abajo por el Éufrates. Los mesopotámicos,
parece, vivían siempre amenazados por epidemias fatales. Tenían amuletos, oraciones especiales,
muñecos profilácticos, diosas “sanadoras” y templos -el más famoso de ellos estaba en Nippur-
diseñados para prevenir la enfermedad masiva. Tales acontecimientos eran, por supuesto, poco
entendidos en ese momento. Se los veía como “la devoración” de un dios y como castigo por
alguna falta que requería un ritual compensatorio, incluyendo el sacrificio de chivos expiatorios.

Las primeras fuentes escritas también dejan en claro que las poblaciones mesopotámicas antiguas
entendían el principio de “contagio” que expandía la enfermedad epidémica. Cuando era posible,
tomaban medidas para poner en cuarentena a los primeros casos discernibles, confinándolos en
sus distritos y no dejando a nadie entrar y salir. Entendían que los viajeros a larga distancia,
comerciantes y soldados eran probables vehículos de la enfermedad. Sus prácticas de aislamiento
y elusión prefiguraron los procedimientos de cuarentena de los “lazaretti” en los puertos
renacentistas. Un conocimiento del contagio estaba implícito no solamente en la elusión de la
gente que estaba infectada, sino también en la abstención del uso de sus copas, platos, ropas y
sábanas. Los soldados que retornaban de una campaña y estaban sospechados de transportar una
enfermedad eran obligados a quemar sus prendas y escudos antes de entrar a la ciudad. Cuando el
aislamiento y la cuarentena fallaban, los que podían abandonaban la ciudad, dejando atrás los
moribundos y muertos, y retornando, si eso ocurría alguna vez, sólo tiempo después de que
finalizara la epidemia. Al hacerlo debieron haber llevado muchas veces la epidemia a zonas
alejadas, desencadenando una nueva ronda de cuarentenas y éxodos. Tengo pocas dudas de que
unos cuantos abandonos tempranos y no registrados de áreas populosas se debieron más a las
enfermedades que a la política.

48
La evidencia del papel de los patógenos en las enfermedades de humanos, animales y cultivos
domesticados antes de mediados del cuarto milenio a.C. es necesariamente especulativa. Cuando
los registros escritos proliferan, sin embargo, la evidencia de epidemias crece en proporción; los
textos se refieren, plantea Karen Rhea Nemet-Nejat, a la tuberculosis, el tifus, la peste bubónica y
la viruela. Una de las primeras y más ampliamente documentadas es una epidemia devastadora en
Mari, sobre el Éufrates, en 1800 a.C. La lista de otras es larga, aunque la naturaleza de la
enfermedad es por lo general oscura. La epidemia que destruyó al ejército de Senaquerib, hijo de
Sargón II y rey de Asiria, en 701 a.C., que figura también en la letanía de pestes del Antiguo
Testamento, se cree ahora fue tifus o cólera, tradicionales azotes de los ejércitos en campaña.
Después, la peste aplastante de Atenas en 430 a.C., descripta memorablemente por Tucídides, y
las pestes antoninas y justinianas de Roma juegan un papel decisivo en lo que equivale a la historia
“imperial” temprana. Dadas las mayores poblaciones y el creciente comercio de larga distancia de
esta era más tardía, hay pocas dudas de que la epidemia alcanzaba más gente y más áreas que
antes. No obstante, la Mesopotamia de fines del cuarto milenio a.C. fue un medioambiente
históricamente novedoso para las epidemias. Hacia 3.200 a.C. Uruk era la mayor ciudad del
mundo, con una población de entre veinticinco mil y cincuenta mil habitantes, junto con sus
rebaños y campos cultivados, eclipsando las concentraciones demográficas del anterior periodo
Ubaid. Como el área más densa demográficamente, el aluvión meridional era especialmente
vulnerable a las epidemias; la palabra acadia para enfermedad epidémica significa literalmente
“muerte segura”, y puede aplicarse tanto a epidemias animales como a humanas. La
concentración y un flujo sin precedentes de tráfico comercial crearon, como explicaremos ahora,
una singularmente nueva vulnerabilidad a las enfermedades de la aglomeración.

El sedentarismo solo, mucho antes del extendido cultivo de especies domesticadas, creó las
condiciones de amontonamiento que resultaron ser “corrales” ideales para los patógenos. El
crecimiento de grandes aldeas y pequeños pueblos en el aluvión mesopotámico representó un
incremento de la densidad demográfica de diez a veinte veces con respecto a lo que el Homo
sapiens había experimentado previamente. La lógica de la aglomeración y de la transmisión de
enfermedades es simple. Imaginemos, por ejemplo, un corral con diez gallinas, una de las cuales
está infectada con un parásito que se expande a través de las heces. Luego de un tiempo -
dependiendo en parte del tamaño del corral, la actividad de las aves y la facilidad de la
transmisión- otra gallina se infectará. Ahora, en vez de diez gallinas, imaginemos quinientas en el
mismo corral y entonces las posibilidades de que otra ave se infecte rápidamente crecen al menos
cincuenta veces, y así exponencialmente. Dos aves están ahora excretando el parásito, duplicando
la probabilidad de una nueva infección. Recordemos que incrementamos no solamente las aves,
sino también sus heces por cincuenta, así que pronto, cuanto más chico el corral disminuyen las
chances de que otras aves eviten el contacto con el patógeno.

Para los propósitos presentes estamos aplicando la lógica de la aglomeración y las enfermedades
al Homo sapiens, pero, como en el ejemplo anterior, se aplica de igual manera a la aglomeración
de cualquier organismo propenso a las enfermedades, sea flora o fauna. Es un fenómeno de la
aglomeración que actúa igualmente en bandadas de pájaros y rebaños de ovejas, cardúmenes de

49
peces, manadas de renos o gacelas, y campos de cereales. Cuanto mayor la similitud genética -la
menor variación-, mayor también la posibilidad de que sean todas vulnerables al mismo patógeno.
Antes del viaje humano extensivo, las aves migratorias que anidaban juntas combinaban viajes de
larga distancia con aglomeración para constituir, tal vez, el principal vector para la diseminación de
enfermedades a distancia. La asociación de infección y amontonamiento era conocida y utilizada
mucho antes de que se entendieran los reales vectores de transmisión de las enfermedades. Los
cazadores-recolectores sabían lo suficiente como para alejarse de los asentamientos grandes, y la
dispersión fue vista por mucho tiempo como una manera de evitar contraer una enfermedad
epidémica. En tiempos medievales tardíos, Oxford y Cambridge mantuvieron hogares para
apestados en el campo, adonde eran enviados los estudiantes con los primeros signos de la peste.
La concentración poblacional podía ser letal. Así, las trincheras, campos de desmovilización y
barcos transporte de tropas a fines de la Primera Guerra Mundial presentaron las condiciones
ideales para la masiva y letal pandemia de influenza en 1918. Los sitios sociales de aglomeración -
ferias, campamentos militares, escuelas, prisiones, arrabales, peregrinaciones religiosas como la
hajj a La Meca- han sido históricamente lugares donde se contraen enfermedades infecciosas y
desde donde ellas se dispersan subsecuentemente.

La importancia del sedentarismo y de la aglomeración que permitió difícilmente pueda ser


sobreestimado. Significa que prácticamente todas las enfermedades infecciosas debidas a
microorganismos adaptados específicamente al Homo sapiens surgieron sólo en los últimos diez
mil años, con muchas de ellas quizás solamente en los últimos cinco mil años. Fueron, en sentido
estricto, un “efecto civilizatorio”. Estas enfermedades históricamente nuevas -cólera, viruela,
paperas, sarampión, influenza, varicela y tal vez malaria- aparecieron sólo como resultado de los
comienzos del urbanismo y, como veremos, de la agricultura. Hasta tiempos muy recientes
representaron colectivamente la principal causa general de mortalidad humana. No es que las
poblaciones presedentarias no hayan tenido sus propios parásitos y enfermedades, pero esas
enfermedades no habrían sido las debidas a la aglomeración, sino aquellas caracterizadas por una
larga latencia y/o reservorio no humano: fiebre tifoidea, disentería amebiana, herpes, tracoma,
lepra, esquistosomiasis, filariasis.

Las enfermedades de la aglomeración son llamadas también enfermedades dependientes de la


densidad o, en la jerga de la salud pública contemporánea, infecciones agudas de la comunidad.
Para muchas enfermedades virales que han llegado a depender de un anfitrión humano es posible,
conociendo el modo de transmisión, la duración de la infectividad y la duración de la inmunidad
obtenida luego de la infección, inferir el mínimo poblacional requerido para que la infección no se
extinga a causa de la falta de nuevos anfitriones. Los epidemiólogos se complacen en citar el
ejemplo del sarampión en las aisladas Islas Feroe durante los siglos XVIII y XIX. Una epidemia
llevada por navegantes devastó las islas en 1781 y, dada la prolongada inmunidad conferida a los
sobrevivientes, las islas estuvieron libres de sarampión por sesenta y cinco años hasta 1846,
cuando retornó infectando a todos menos a los viejos que habían sobrevivido a la epidemia
anterior. Una posterior epidemia, treinta años después, infectó sólo a los menores de treinta años.
Para específicamente el sarampión, los epidemiólogos han calculado que al menos tres mil nuevos

50
posibles portadores serían necesarios anualmente para mantener una permanente infección, y
que sólo una población de aproximadamente 300.000 individuos podría suministrar tantos
anfitriones. Al tener una población muy por debajo de este umbral, las Islas Faroe tuvieron que
“importar” su sarampión nuevamente en cada caso de epidemia. De la misma manera, por
supuesto, esto significa que ninguna de estas enfermedades pudo haber existido antes de las
poblaciones del Neolítico. También explica esto la por lo general vibrante buena salud de las
poblaciones del Nuevo Mundo -así como también su posterior vulnerabilidad a los patógenos del
Viejo Mundo. Los grupos que cruzaron el Estrecho de Bering en varias oleadas alrededor del
13.000 a.C. llegaron antes de que la mayor parte de tales enfermedades surgiera y, en cualquier
caso, en grupos demasiado pequeños como para sustentar ninguna de las enfermedades de la
aglomeración.

Ningún relato de la epidemiología del Neolítico está completo si no resalta el papel clave de los
domesticados: ganado, comensales y granos y legumbres cultivados. El principio clave de la
aglomeración es de nuevo operativo. El Neolítico no sólo fue una congregación poblacional sin
precedentes; al mismo tiempo fue una concentración completamente nueva de ovejas, cabras,
vacunos, cerdos, perros, gatos, gallinas, patos, gansos. Como ya eran animales de “manada”,
“rebaño” o “bandada”, habrían llevado consigo algunos patógenos de aglomeración específicos de
la especie. Congregados por primera vez alrededor del domus, en contacto continuo y estrecho,
rápidamente llegaron a compartir una amplia gama de organismos infecciosos. Las estimaciones
varían, pero de los 1.400 organismos patógenos humanos conocidos, entre 800 y 900 son
enfermedades zoonóticas, originadas en portadores no humanos. Para la mayoría de estos
patógenos, el Homo sapiens es un anfitrión “sin salida”: los humanos no lo transmiten a otro
anfitrión no humano.

El campo de reasentamiento de especies múltiples era, entonces, no solamente una reunión


histórica de mamíferos en número y proximidad nunca vistos hasta ese momento, sino también
una confluencia de todas las bacterias, protozoos, helmintos y virus que se alimentaban de ellos.
Los vencedores en esta carrera de plagas fueron aquellos patógenos que pudieron adaptarse
rápidamente a los nuevos huéspedes en el domus y multiplicarse. Lo que estuvo sucediendo fue la
primera aparición masiva de patógenos atravesando la barrera de las especies, estableciendo un
orden epidemiológico completamente nuevo. La narrativa de esta brecha se ha contado
naturalmente desde la perspectiva (horrorizada) del Homo sapiens. No puede haber sido menos
melancólica desde la perspectiva de, digamos, la cabra o la oveja, quienes después de todo no se
ofrecieron voluntariamente a entrar en el domus. Dejo al lector imaginarse cómo podría narrar la
historia de la transmisión de enfermedades en el Neolítico una cabra precoz y omnisciente.

La lista de enfermedades compartidas con los domésticos y comensales del domus es


cuantitativamente sorprendente. En una vieja lista, ahora seguramente más extensa, los humanos
compartimos veintiséis enfermedades con las aves de corral, treinta y dos con ratas y ratones,
treinta y cinco con caballos, cuarenta y dos con cerdos, cuarenta y seis con ovejas y cabras,
cincuenta con vacas, y sesenta y cinco con nuestro bien estudiado y más antiguo doméstico, el
perro. Se sospecha que el sarampión surgió de un virus de peste bovina entre ovejas y cabras; la

51
viruela de la domesticación del camello y un ancestro roedor portador de la viruela bovina, y la
influenza de la domesticación de aves acuáticas unos cuatro mil quinientos años atrás. La
generación de nuevas zoonosis aumentó en la medida en que las poblaciones de hombres y
animales crecieron y el contacto a larga distancia se volvió más frecuente. Así continúa siendo hoy.
Por ello no sorprende que el sudeste de China, específicamente Guangdong, probablemente la
mayor, más densa y más históricamente profunda concentración de Homo sapiens, cerdos,
gallinas, gansos, patos y mercados de animales salvajes en el mundo, haya sido una placa de Petri
de gran importancia mundial para la incubación de nuevas cepas de gripe aviar y porcina.

La ecología de las enfermedades del Neolítico tardío no fue simplemente un resultado de la


aglomeración de gente y sus domésticos en asentamientos fijos. Fue más bien un efecto del
complejo domus entero como módulo ecológico. El desmonte de la tierra para la agricultura y el
pastoreo de los nuevos animales domesticados creó un paisaje completamente nuevo, y un nicho
ecológico completamente nuevo, con más luz solar, con más suelos expuestos, al que nuevos
grupos de flora, fauna, insectos y microorganismos se mudaron al ver perturbado su patrón
ecológico previo. Parte de la transformación fue por diseño, como con los cultivos, pero la mayor
parte son efectos colaterales de segundo y tercer orden de la invención del domus.

Emblemática de este efecto colateral fue la concentración de desperdicios animales y humanos:


en particular, las heces. La relativa inmovilidad de los humanos y ganado sedentarios, así como sus
desperdicios, permite la repetida infección con las mismas variedades de parásitos. Mosquitos y
artrópodos, frecuentes vectores de enfermedades, encuentran en los desperdicios sitios ideales
para la reproducción y la alimentación. Los grupos móviles de cazadores-recolectores, por el
contrario, dejan frecuentemente sus parásitos atrás cuando se mueven a un nuevo
medioambiente donde ellos no pueden crecer. Una vez estacionados, el domus, con sus humanos,
ganado, grano, heces y desperdicios vegetales es un atractivo cebadero para muchos comensales,
desde ratas y golondrinas a pulgas y piojos, bacterias y protozoos. Los pioneros que crearon esta
ecología históricamente nueva no tenían la posibilidad de conocer los vectores de enfermedad
que estaban liberando sin darse cuenta. De hecho, no fue sino hasta los descubrimientos de los
fundadores de la microbiología, Robert Koch y Louis Pasteur, a fines del siglo XIX que se vio
claramente el alto precio que había estado pagando el Homo sapiens en la forma de infecciones
crónicas y letales a causa de la falta de agua limpia, saneamiento y evacuación de excrementos.
Como las nuevas devastadoras enfermedades no dejaban a los humanos saber qué era lo que los
atacaba, proliferaron teorías y remedios folklóricos. Sólo uno -la “dispersión”- identificaba
implícitamente a la aglomeración como causa básica.

Las enfermedades dependientes de la densidad poblacional que afligían a los campos de


reasentamiento de especies múltiples en el Neolítico tardío representaron una nueva y rigurosa
presión selectiva de parte de los patógenos, nunca experimentada por sus ancestros. Uno imagina
que no pocas concentraciones tempranas de pueblos sedentarios fueron exterminadas por
enfermedades para las que no tenían prácticamente ninguna resistencia. Para sociedades
preliterarias más pequeñas es imposible saber con seguridad el papel de las epidemias en la
mortalidad, y gran parte de la evidencia proveniente de los primeros cementerios no es

52
conclusiva. Es muy probable, sin embargo, que las enfermedades de aglomeración, incluyendo
especialmente las zoonosis, fueran responsables en gran medida del cuello de botella demográfico
del Neolítico temprano. Con el tiempo -hace cuánto es incierto y varía según el patógeno- las
poblaciones aglomeradas desarrollaron un grado de inmunidad a muchos patógenos, que a su vez
se convirtieron en endémicos, lo que significa una relación patógeno-anfitrión estable y menos
letal. Después de todo, solamente los que sobreviven pueden tener hijos. Algunas enfermedades -
tos convulsa y meningitis, por ejemplo- pueden aún poner en peligro a los muy pequeños,
mientras otras, si fueron contraídas por una persona muy joven, eran relativamente inofensivas y
conferían inmunidad: polio, viruela, sarampión, paperas y hepatitis infecciosa.

Una vez que una enfermedad se vuelve endémica en una población sedentaria es mucho menos
letal, circulando frecuentemente en una forma subclínica para la mayoría de los portadores. En
ese momento, poblaciones no expuestas que tienen poca o ninguna inmunidad contra este
patógeno probablemente sean singularmente vulnerables cuando entran en contacto con una
población en la que éste es endémico. Así, los cautivos de guerra, esclavos y migrantes de aldeas
aisladas o distantes, con anterioridad fuera del círculo de inmunidad de la población local, tienen
menos defensas y probablemente sucumban ante enfermedades a las que las grandes poblaciones
sedentarias se han vuelto inmunes en gran medida. Fue por esta razón, por supuesto, que el
encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo fue un cataclismo para los nativos americanos,
inmunológicamente cándidos, aislados por más de diez mil años de los patógenos del Viejo
Mundo.

Las enfermedades del sedentarismo y la aglomeración en el Neolítico tardío fueron agravadas por
una dieta cada vez más agrícola, deficiente en muchos nutrientes esenciales. Las chances de
sobrevivir a una enfermedad epidémica, en igualdad de condiciones, especialmente en el caso de
infantes o mujeres embarazadas, dependían mucho del estatus nutricional. Los extremadamente
altos índices de mortalidad para los infantes (40-50 por ciento) entre la mayoría de los agricultores
tempranos fueron resultado de la confluencia de una dieta que debilitaba a los vulnerables y
nuevas enfermedades infecciosas que se los llevaban.

Los datos de la relativa restricción y empobrecimiento de las dietas de los primeros agricultores
provienen en gran medida de las comparaciones de restos óseos de agricultores con los de
cazadores-recolectores que vivían en las inmediaciones. Los cazadores-recolectores eran más altos
en promedio. Esto presumiblemente reflejaba su más variada y abundante dieta. Sería difícil,
como hemos explicado, exagerar esa variedad. No solamente podía cubrir varias redes
alimentarias -marina, de humedal, bosque, sabana, tierras áridas-, cada una de ellas con su
variación estacional, sino que, incluso cuando se llegó a plantar alimentos, la diversidad fue, para
los estándares agrícolas, asombrosa. El sitio arqueológico de Abu Hureyra, por ejemplo, en su fase
cazadora-recolectora, reveló restos de 192 plantas diferentes, de las que 142 pudieron ser
identificadas, y 118 son conocidas como consumo de cazadores-recolectores contemporáneos.

Un simposio dirigido a analizar el impacto de la revolución neolítica en la salud humana en todo el


mundo concluyó sobre la base de datos paleopatológicos:

53
“El estrés [nutricional]… no parece haberse vuelto común y extendido hasta después del desarrollo
de altos grados de sedentarismo, densidad demográfica y dependencia de la agricultura. En esta
etapa… la incidencia del estrés fisiológico aumenta significativamente y los índices de mortalidad
promedio suben con claridad. La mayoría de estas poblaciones agrícolas tiene altas frecuencias de
hiperostosis porótica (excesivo crecimiento de hueso mal formado asociado a la malnutrición, en
particular la deficiencia de hierro) y criba orbitalia (una versión localizada de la anterior condición,
en la cavidad ocular), y hay un sustancial incremento en el número y severidad de hipoplasia del
esmalte dental y de patologías asociadas con enfermedades infecciosas.”

Gran parte de la malnutrición detectada en lo que podríamos llamar “la mujer agricultora” -
porque las mujeres, debido a la pérdida de sangre por la menstruación, fueron las más
gravemente afectadas- parece deberse a una deficiencia de hierro. Las mujeres preagrícolas
llevaban una dieta que otorgaba abundantes cantidades de ácidos grasos omega 6 y 3, derivados
de la carne, el pescado y ciertos aceites vegetales. Estos ácidos grasos son importantes porque
facilitan la absorción de hierro necesario para la formación de glóbulos rojos portadores de
oxígeno. Las dietas basadas en cereales, por el contrario, no sólo carecen de ácidos grasos
esenciales, sino que en realidad inhiben la absorción del hierro. El resultado de las cada vez más
intensivas primeras dietas de cereales durante el Neolítico tardío (trigo, cebada, mijo) fue
entonces la aparición de la anemia por deficiencia de hierro, que deja signos inconfundibles en los
huesos.

La mayor parte de la agregada vulnerabilidad ante las nuevas infecciones parece haberse debido a
una dieta de carbohidratos relativamente alta y limitada, sin mayor presencia de alimentos y
carnes salvajes. Era probable que careciera de algunas vitaminas esenciales y que fuera pobre en
proteínas. Incluso la carne de los domesticados que pudieran ocasionalmente consumir contenía
muchos menos ácidos grasos vitales que las presas salvajes. Enfermedades atribuibles a la dieta
neolítica que dejan señales óseas, como el raquitismo, pueden documentarse; aquellas que
afectan los tejidos blandos son mucho más difíciles de documentar (excepto en las ocasionales y
bien preservadas momias). Sin embargo, sobre la base de conocimiento dietario y registros
escritos tempranos de enfermedades que probablemente puedan suponerse existieron antes, de
nuevo basados en conocimiento dietario, las siguientes enfermedades relacionadas con la
nutrición han sido atribuidas a los hábitos alimenticios neolíticos: beriberi, pelagra, deficiencia de
vitamina B2 y kwashiorkor.

¿Qué sucede con los cultivos? También estuvieron sujetos a una suerte de “sedentarización” en
campos fijos y a condiciones de aglomeración, como así también a un nuevo proceso de selección
conducido por humanos que redujo su diversidad genética en procura de características
deseables. Ellos también, como cualquier organismo, estuvieron sujetos a sus propias
enfermedades dependientes de la densidad, como ya veremos. Porque “tanto la cría como la
agricultura están frecuentemente afectadas por epidemias, cultivo deficiente u otros infortunios”,
Nissen y Heine sostienen que los primeros granjeros preferían, cuando era posible, confiar en la
caza, la pesca y la recolección. Nuevamente aquí, el registro arqueológico no es de mucha ayuda.
Es posible mostrar, digamos, que un área previamente populosa fue abandonada súbitamente;

54
antes de los registros escritos, sin embargo, el saber por qué lo fue es otro asunto. Un hongo de
cultivos, un moho, una invasión de insectos, o incluso una tormenta que destruya un cultivo
maduro, al igual que las enfermedades de los tejidos blandos, dejan pocos o ningún indicio. Es más
factible que los registros escritos, cuando están disponibles, mencionen una “cosecha fallida” o
una hambruna a que citen la causa, que en muchos casos las mismas víctimas no entendían.

Los cultivos constituían su propia tormenta epidemiológica “floral” perfecta. El paisaje agrícola
neolítico no solamente era populoso, sino que, comparado con las praderas silvestres, estaba en
gran medida destinado a sólo dos granos principales: el trigo y la cebada. Además, eran campos
delimitados que se plantaban más o menos continuamente, en comparación con el cultivo de
campos por roza, en el que un campo era plantado por un año o dos y luego dejado en barbecho
por más de diez años. El cultivo anual repetido proveyó, en efecto, de un cebadero para las plagas
de insectos y las enfermedades de las plantas -para no mencionar las inevitables malezas- que
crecieron a niveles poblacionales que no podían haber alcanzado antes del monocultivo en
campos fijos. Grandes comunidades sedentarias necesariamente implicaban muchos campos
arables en las proximidades, en donde se cultivaba una variedad similar de granos; esto promovió
una acumulación proporcional de poblaciones de plagas. Como con la epidemiología de la
densidad poblacional humana, parece lógico suponer que muchas de las enfermedades de los
cultivos que acosaban a los labriegos neolíticos eran nuevos patógenos que evolucionaron para
aprovechar una agroecología tan nutritiva. El significado literal de “parásito”, por la raíz griega
original, es “junto al grano”.

Los cultivos no sólo están amenazados, como los humanos, por enfermedades bacterianas,
micóticas y virales, sino que también enfrentan una multitud de predadores grandes y pequeños -
caracoles, babosas, insectos, pájaros, roedores y otros mamíferos, así como también una gran
variedad de hierbas que compiten con la variedad cultivada por los nutrientes, el agua, la luz y el
espacio. La semilla en el suelo es atacada por larvas de insecto, roedores y pájaros. Durante el
crecimiento y el desarrollo del grano, las mismas plagas están aún activas, así como áfidos que
absorben la savia y transmiten enfermedades. Las pestes micóticas son especialmente
devastadoras, incluyendo el moho, la carbonilla, el carbón parcial, óxidos y los cornezuelos
(famosos como Fuego de San Antonio cuando son ingeridos por humanos), en esta etapa. La parte
del cultivo que no sucumbe ante estos predadores debe competir con un cúmulo de hierbas que
han llegado a especializarse en los suelos arados y en mimetizarse con ciertos cultivos. Y una vez
que la cosecha está en el granero, todavía está sujeta a gorgojos, roedores y hongos.

Es bastante común en el Medio oriente contemporáneo que se pierdan varios cultivos en serie por
insectos, pájaros o enfermedades. En un experimento en el norte de Europa, un cultivo de cebada
moderna fertilizado, pero no protegido con herbicidas o pesticidas, se redujo a la mitad: 20 por
ciento debido a una enfermedad del cultivo, 12 por ciento por animales y el 18 por ciento restante
a causa de las malezas. Amenazados por las enfermedades de la aglomeración y el monocultivo,
los cultivos domesticados deben ser defendidos constantemente por sus custodios humanos si van
a producir una cosecha. Es en gran medida por esta razón que la agricultura temprana fue tan
desalentadoramente intensiva en su demanda de mano de obra. Se diseñaron varias técnicas para

55
reducir el trabajo y mejorar el rendimiento. Los campos estaban dispersos para que fuesen menos
contagiosos; se practicaron el barbecho y la rotación de cultivos; y se buscaron semillas en lugares
distantes para reducir la uniformidad genética. Las cosechas eran vigiladas de cerca por los
granjeros, sus familias y los espantapájaros. Pero dada la tendencia a las enfermedades de la
agroecología del cultivo domesticado, era incierto si el cultivo iba a sobrevivir a todos los
predadores para alimentar a su guardián y predador máximo: el agricultor.

La más antigua narrativa de progreso civilizatorio es, en un aspecto básico, indudablemente


correcta. La domesticación de plantas y animales hizo posible un grado de sedentarismo que
formó la base de las primeras civilizaciones y Estados, así como sus logros culturales. Descansaba,
sin embargo, en una base genética extremadamente delgada y frágil: un puñado de cultivos, unas
pocas especies de ganado y un paisaje radicalmente simplificado que debía ser constantemente
defendido de la reconquista por parte de la naturaleza excluida. Al mismo tiempo, el domus jamás
fue ni remotamente autosuficiente. Requería de una constante subvención, por así decirlo, de esa
naturaleza excluida: madera para combustible y construcción, pescados, moluscos, pasturas en
tierras boscosas, presas pequeñas, vegetales silvestres, frutas frescas y secas. En una hambruna
los agricultores recurrían a todos los recursos externos al domus, en los que se basaban los
cazadores-recolectores.

El domus al mismo tiempo fue un verdadero salón de banquetes y sitio de peregrinación para
comensales y plagas sin tarjeta de invitación, grandes y pequeños, hasta los virus más diminutos.
Su misma concentración y simplicidad lo hacían singularmente vulnerable al colapso. La agricultura
del Neolítico tardío fue la primera de muchas etapas de desarrollo de técnicas especiales para
maximizar la producción de un pequeño número de especies preferidas de plantas y animales. Una
enfermedad -de los cultivos, el ganado o la gente-, una sequía, excesivas lluvias, una plaga de
langostas, ratas o pájaros podía echar abajo todo el edificio en un abrir y cerrar de ojos. Basada en
una muy limitada red alimentaria, la agricultura neolítica era mucho más productiva, de una
manera concentrada, pero también mucho más frágil que la caza-recolección o incluso del cultivo
migratorio, que combinaba movilidad con la dependencia de una diversidad de alimentos. Es una
suerte de milagro que, a pesar de su fragilidad, el módulo domus de una agricultura en campos
fijos se volviera la topadora agroecológica, demográfica y hegemónica que transformó gran parte
del mundo a su imagen.

Una Nota Sobre Fertilidad y Población

La dominación última del complejo de granos del Neolítico estaba difícilmente prefigurada por la
epidemiología del domus. Un lector atento podría no sólo estar perplejo por el surgimiento de la
civilización agraria, sino que se preguntaría cómo, a la luz de los patógenos con los que se
enfrentaban los labriegos del Neolítico, esta nueva forma de vida agraria consiguió sobrevivir, y
mucho menos prosperar.

La respuesta más rápida, creo, es el mismo sedentarismo. A pesar de la baja salubridad en general
y la alta mortalidad infantil y materna con respecto a los cazadores y recolectores, resulta ser que
los agricultores sedentarios también tuvieron altos índices de reproducción, sin precedentes -los
56
suficientes para más que compensar los también sin precedentes altos índices de mortalidad. El
efecto de la transición al sedentarismo sobre la fertilidad ha sido convincentemente documentado
en estudios contemporáneos por Richard Lee, quien comparó mujeres bosquimanas Kung aún
móviles con aquellas que se asentaron recientemente y ha llevado adelante otros estudios
comparativos de fertilidad entre agricultores y recolectores.

Las poblaciones no sedentarias por lo general limitan su reproducción de manera deliberada. La


logística de mover el campamento regularmente convierte en una carga pesada, si no imposible, el
tener dos infantes que deban ser llevados al mismo tiempo. Como resultado, el intervalo entre los
hijos de cazadores-recolectores está en el orden de los cuatro años, un intervalo que se alcanza
mediante el retraso del destete, uso de abortivos, y la negligencia o el infanticidio. Además, alguna
combinación de ejercicio agotador y una dieta magra y rica en proteínas significaba que la
pubertad llegaba más tarde, la ovulación era menos regular y la menopausia llegaba antes. Entre
los agricultores sedentarios, por el contrario, la carga de un intervalo más corto entre los hijos es
reducida y, como veremos, crece el valor de los hijos como fuerza de trabajo en la agricultura. En
virtud del sedentarismo, la menarquía es antes; con una dieta de granos, los infantes pueden ser
destetados antes con alimentos blandos; y con una dieta alta en carbohidratos se estimula la
ovulación y se extiende la vida reproductiva de una mujer.

Dada la carga epidémica de la sociedad agraria y su fragilidad, la “ventaja” demográfica de los


granjeros sobre los cazadores-recolectores podría haber sido muy pequeña. Pero lo que hay que
recordar en este contexto es que en un periodo de cinco mil años -como el “milagro” del interés
compuesto- la eventual diferencia se vuelve masiva. Por ejemplo, si se computan los tiempos de
duplicación para los diferentes índices de reproducción, resulta ser que un índice anual del 0,014
por ciento duplica la población a los cinco mil años, mientras que un índice del 0,028 por ciento,
todavía minúsculo, duplica la población en la mitad de ese tiempo (dos mil quinientos años), y por
lo tanto en cinco mil años habrá una población cuatro veces mayor. Con el tiempo suficiente, la
pequeña ventaja reproductiva de los agricultores fue abrumadora.

La expansión demográfica (si el orden crudo de la magnitud que estamos usando es realista) de la
población mundial de cuatro millones a cinco millones en cinco mil años parece ciertamente
insignificante. Como la proporción de los agricultores neolíticos con respecto a los cazadores-
recolectores fue bastante mayor en 5.000 a.C. que en 10.000 a.C., es muy probable que incluso en
este periodo de cuello de botella, los productores de grano del mundo estaban superando
demográficamente a los cazadores-recolectores. Las otras dos posibilidades son que muchos
cazadores-recolectores estuvieran adoptando la agricultura por elección o coacción, o que los
patógenos agrarios que se habían vuelto endémicos y menos letales para los granjeros estuvieran
devastando a los todavía inmunológicamente indefensos cazadores-recolectores con los que
aquéllos entraban en contacto, así como los patógenos europeos mataron a la gran mayoría de los
pobladores del Nuevo Mundo. No hay datos claros que confirmen o rechacen estas posibilidades.
De un modo u otro, sin embargo, las comunidades agricultoras del Neolítico en el Levante, Egipto
y China estaban expandiéndose y ocupando las tierras bajas de aluvión, aparentemente a
expensas de los pueblos no sedentarios. Si bien vagos, los indicios estaban a la vista.

57

Potrebbero piacerti anche