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Losada Cultural Octubre 1998

Apostillas a Seres imaginarios y reales de Thomas De Quincey

Fabio S. García.

El libro

Inaugura el presente volumen un ensayo sobre un discípulo de Jesús y otro


llamado “la Esfinge tebana”.

Según Renan, es imposible de explicar cómo Judas el Iscariote, ese jueves 13


de aquel Nissan, actuó como actuó. Si intentamos la hipótesis acerca de una
personalidad mezquina, celosa, avara, etc…, poco nos ilumina. Tampoco nos
ayuda a justificarla acción de Judas como consecuencia de la reprimenda que
Jesús le dio durante la comida en Betania. Y es menos probable que el
tesorero del grupo se pierda por unas pocas monedas.

El tiempo fue testigo de los diversos rostros que desfilaron silenciosamente.


Ser “el abogado” de Iscariote, era una tarea difícil de ser aceptada.

Un hombre aceptó el reto. De Quincey pensaba que éste era el discípulo que
mejor comprendió al maestro, ya que, en una extraña complicidad, fue el
factor desencadenante de la tragedia. Encarnar, a través de los tiempos, la
sombra de haber sido el traidor del Cristo no es poco. Pero para De Quincey,
los once discípulos restantes no eran menos culpables que aquel. Solo uno
entendió más allá el oscuro deseo del Mesías ¿Por qué aquel discípulo trocó
el reino de los cielos por el de los hombres? Es una de las preguntas que el
texto intenta develar.

El conocimiento que De Quincey tenía de la obra de Sófocles es de larga data,


sabemos que a los trece años dominaba con fluidez el griego. Al seleccionar
entre sus pertenecías (para su fuga del colegio), tomó un abrigo para
proteger su cuerpo y se proveyó también de unos pequeños volúmenes para
proteger su alma. Y así lo acompañaron en la aventura su poeta inglés
favorito en un bolsillo y otro libro conteniendo las nueve tragedias de
Eurípides en la mano.

Agamben dice que el misterio que encierra un enigma y que secretamente


espera ser develado solo sostiene su tensión a costa de la secreta verdad. Por
lo tanto, ¿Qué unían a Edipo, a ese secreto hombre, con el monstruo que
desolaba las costas de Boecia? ¿Qué intrincada trama, haría de Edipo un
héroe, un rey y un mendigo desterrado?

Del cúmulo de vidas que consumió ese ser que era mitad animal y mitad
mujer, ¿Por qué se detuvo en él y solo en él? De Quincey no duda al decir,
que más allá de la inteligencia, el ingenio, de las palabras que profirió Edipo
aquella tarde frente a la esfinge, solo él podía vencerla. Entonces nos dirá
“…la respuesta completa y final al enigma de la esfinge reside en la palabra
EDIPO”. Al exclamar su voz una verdad, desencadenó inesperadamente la
vertiginosa secuencia de otras tantas verdades, ya sean las que pronunció
anteriormente el Dios por medio de la Sibila de Delfos, como las que se
ocultaban en el abanico de sentidos de su trágica vida.

Solo cada uno de nosotros, nos advierte serenamente De Quincey sabrá


también dar con el jeroglífico oculto de nuestra mitología particular.

En este volumen también encontraremos un ensayo sobre Goethe y otro


sobre Kant. Los mismos no se reducen a la mera acumulación de datos. Lejos
de ser un frío prontuario, no se olvida el autor de su contraparte, el lector.
No faltan anécdotas que hacen atractivos el relato.

Por ejemplo la lectura sobre el filósofo, nos depara en suerte, la extraña


sensación de presenciar la agonía del genio. Nos invita a asistir a las
anticipadas despedidas y a compartir el misterioso combate contra la
silenciosa decrepitud, entre la impaciencia y la metamorfosis que,
lamentablemente, la enfermedad nos lega. Tomaremos parte de los
perpetuos cambios, los sentimientos de esperanza y temor, que lentamente
se confunden. Podemos compartir con el maestro el oscuro camino de los
olvidos y los recuerdos.

Y solo el talento de De Quincey, nos muestra a un hombre muriendo solo, sin


más, pero que es Kant.

El autor.

Quienes lo conocieron lo describieron de la siguiente forma: estatura


mediana y de aspecto desalineado. Se lo podía ver con un gabán, que dejaba
imaginar el color que fue. Debajo, un abrigo modesto con agujeros y con
algunos pequeños hilos desunidos que aún persistían en su función. En el
cuello un trapo azul a modo de pañuelo. Y zapatos a rayas. Todos coincidían
en remarcar su aspecto infantil. En contraposición a la adversidad de la
indumentaria, lo remata una cara resplandeciente y una extraña luz en sus
profundos ojos azules, que son remarcados por el color opaco de unas ojeras
fruto de sus noches de insomnio.

Hay quien lo recuerda solitario, tímido e introvertido. El mismo no dudaba en


llamarse depresivo nervioso. Algo melancólico. Nace un 17 de agosto de
1785. A los siete años muere su padre y lo deja a cargo de cuatro tutores.
Transita por varios colegios en los cuales se destaca su inteligencia. Cierta
mañana realiza un sueño que lo venía atormentando. Y se lanza a la
aventura. Se escapa del Manchester Grammar School y se pierde por el País
de Gales. Acabando el escaso dinero con que contaba, lo sorprende el
hambre y se gana la comida escribiendo cartas de amor para amantes sin
palabras. En las calles de Londres se expone brutalmente a tormenta internas
y externas. De esa época, sorprendentemente y al igual que Kant, heredará,
producto de la adversidad, una dolencia estomacal que le durará toda la vida.
Conoce a la primera de las dos mujeres que sus huellas recuerdan “…solo era
un estudiante hambriento y una chica abandonada. Ella, de quién años
después me he esforzado vanamente en encontrar sus huellas, aparte de su
situación, no era la que podía llamarse una chica interesante; no era ni
bonita, ni de compresión inmediata, ni de agradables modales.Pero gracias a
Dios! En aquella época no necesitaba de embellecimientos de los accesorios
novelescos para atraerse mis afectos; la simple naturaleza humana, en su
apariencia más humilde y casera me bastaba. Y yo amaba a la niña porque
era mi compañera de desventura”. El rostro y el nombre de ella se han
perdido. La otra de las mujeres que entró en su vida, se llamaba Ann. Era una
chica que subsistía a través del ejercicio de la prostitución. Bajo diversas
lunas se los podía observar juntos, sentados en algún pórtico abrazados,
soportando el frío y el hambre. Años más tarde recordará haberla buscado
por “el laberinto” de Londres. (Nacho: la metáfora es De Quincey)

Un hombre camina en una noche son estrellas por Oxford Street. Al escuchar
una melodía, que es música y es también una mujer, llora. Perdido en un
recuerdo. El solitario hombre, siente un frío antiguo. Llueve en la acera gris.

Al igual que Sócrates, prescinde del prejuicio ilusorio del dinero y ofrece su
conversación a cualquier persona buscando lo humano en los hombres. En
1803 estudia en el Worcester College pero no llega a graduarse. Lo apasionan
la metafísica y la obra kantiana. Lo tortura el alcohol. Y apacigua sus dolores
visitando los paraísos artificiales que le ofrece el opio. En 1816 se casa con
Margaret Simpson que es hija de un granjero. Sus obras completas abarcan
16 intrincados volúmenes. Hasta el final de sus días lo agobian las deudas y
sus vicios.

De este hombre que camino por tantos infiernos y paraísos terrenales y


etéreos. Un 8 de diciembre de 1859 en su vivienda de Lonthian Street de
Edimburgo, acompañado por dos niñas (esta vez sus hijas), quizás como
reminiscencia de otras mujeres. Aquella tarde presencia como su padre se
pierde lentamente, tal vez como en un sueño, tal vez como en la nada.

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