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Luciano Lamberti: «El aburrimiento es

el peor de los pecados»


Texto: Pablo Díaz Marenghi / Fotos: Florencia Alborcen

Si uno se guiara plenamente por su prosa, se podría imaginar el encuentro con este
escritor en una pulpería de mala muerte, alejada del cemento gris de la ciudad. O en un
matadero, con la sangre de las vacas destripadas aún fresca. Sin embargo, estamos acá,
en el corazón de Caballito, una mañana soleada en un bar que bien podría ser el punto
de encuentro de una pareja hipster. “Mi vida es cada vez más burguesa y aburrida”,
cuenta Lamberti, y sonríe mientras disfruta de un cigarrillo tempranero. Su obra toca las
mismas cuerdas de toda una generación de escritores argentinos contemporáneos que
exploran la dimensión más ominosa de lo cotidiano. El terror de lo no dicho, bajo el
tamiz del realismo sucio norteamericano y la tradición local, conviven en sus cuentos y
novelas.

Su último libro, La casa de los eucaliptus (Random House, 2017), es un compendio de


sus propias miserias y obsesiones, con una fuerte raigambre en lo rural, clara influencia
de su crianza en San Francisco, Córdoba. Allí se leen muertos que vuelven a la vida,
pandillas de skaters vampiros, ofrendas demoníacas y mutilaciones espantosas e
impredecibles. Hay, además, cosas que no se explican y que tampoco tienen por qué
explicarse. El lector completa el sentido de estos relatos que profundizan sobre la
oscuridad más terrenal, esa que tanto miedo da por lo cercana que uno la percibe.
Lamberti suele publicar reseñas y entrevistas sobre literatura contemporánea y desde su
época como estudiante de Letras está preocupado acerca de qué se escribe y qué se dice
sobre ello. En este diálogo hablamos de su obra y también de su manera de vivir la
literatura, de la influencia de géneros como el policial o la ciencia ficción, de por qué le
fascina tanto la carne y el terror.

-¿Cómo fueron tus primeros acercamientos a la literatura?


-Arranqué de muy niño. Es raro porque es como la refutación de la sociología. Mis
padres son carniceros. No había muchos libros en casa más que Selecciones, algunos
libros religiosos y giladas por el estilo. Desde chico me gustó mucho leer. Mi viejo ni
terminó la primaria y mi vieja no hizo la secundaria. Escribo desde que tengo memoria.
Siempre me gustó. En la clase de lengua era el que se destacaba. Lo que implicaba una
absoluta falta de interés por las otras asignaturas (risas). Leía esos libros de horror que
son recopilaciones de cuentos norteamericanos.

-De chico tuviste un acercamiento con el terror…


-Sí. Uno lo primero que empieza a leer es Cortázar, Quiroga, Bradbury. Empezás a
escribir a partir de eso. Después estudié letras y un poco eso te lo prohiben. El género
está muy mal visto. Escribí más del realismo. Empecé a leer mucho a Saer mientras
estudiaba. Estudié Letras porque quería ser escritor. Sabía que no me iba a convertir en
escritor la carrera pero era lo más parecido. Mis viejos insistían con que estudiara,
tenían esa cosa peronista de «estudiá una carrera universitaria cualquiera, la que sea».
Estudié Letras porque era lo más parecido a lo que quería hacer. Sabía que se leía
mucho y me gustaba esa idea. A la vez que estudiaba, leía mucho, empecé a escribir mi
primer libro –El asesino de chanchos– y era muy apegado a cierta tradición realista
como de recuperación del lugar de donde venía, de los paisajes que conocía. En general,
los primeros libros son autobiográficos, enmascarados en el sentido de que ponés lo
poco que viviste a esa edad en el libro. Los paisajes que conocía estaban ahí. Las
estaciones de servicio, el campo, toda esa cuestión estaba muy presente. Al mismo
tiempo, leía contemporáneos, que es algo que en Letras (sobre todo en Córdoba) no se
hace mucho. No les dan mucha bola. Pero me parecía que en los contemporáneos había
una forma de escribir, una respiración y un lenguaje que necesitaba incorporar. Hice dos
carreras al mismo tiempo: la de Letras y la de leer lo que no entraba en Letras y me
interesaba.
-¿Te acordás alguna de esas lecturas contemporáneas que te influenciaron?
– Todo lo que es la poesía de los 90: Fabián Casas, Washington Cucurto. En Córdoba,
en esa época Internet estaba en pañales todavía, y estabas como en una especie de
burbuja. La generación anterior a la nuestra era muy académica. (Federico) Falco,
(Carlos) Godoy y yo, que éramos amigos, tratábamos de salir de eso e introducir
elementos que no estaban presentes en la literatura cordobesa. Era darle mucha bola a lo
joven. Conocer a esta parva de dementes fue muy liberador. Vimos un palo muy distinto
a lo que estábamos haciendo y a lo que conocíamos en nuestro contexto. Nos dimos
cuenta de que la figura del escritor podía no ser un embole. Podías poner lo
contemporáneo, escribirlo y que no quedara mal. Por otro lado, podíamos defender lo
que éramos. Nuestra realidad no era esa. Queríamos contar nuestra realidad en un
lenguaje que no sea el ñoño de la literatura en el mal sentido. A partir de unas ferias que
hicimos en el Centro Cultural España en Córdoba, pudimos leer a todos estos tipos, y
conocer cómo escribían. Fue muy estimulante. Incluso para sentirnos más cordobeces.
Por eso mi primer libro de poemas se llamó San Francisco, que era la ciudad pequeña
donde vivía y a la vez estaba influenciada por la literatura norteamericana. En esa época
leía mucha poesía norteamericana y eso está re presente. Escribí un libro de poesía
narrativa que tenía mucho que ver con la imagen más que con la palabra. Después me
dijeron «si estás escribiendo poesía narrativa ¿por qué no escribís cuentos? Dejate de
joder (risas)». Entonces decidí pasar eso a la narrativa.

-¿Qué encontraste en el género cuento como atractivo?


-Leo más novela que cuento. Me gusta mucho el cuento, me parece como el gran
género. Es lo que decía Faulkner: «Traté de escribir poesía, fracasé, traté de escribir
cuento, fracasé, terminé escribiendo novela». Era una humorada pero tiene algo de
razón porque la novela es como un género más flexible que el cuento. Soy muy
tradicionalista en ese sentido. El cuento no es una anécdota. Tiene que suceder algo.
Tiene que apuntar en una dirección. Tiene que tener un sentido por más que después los
lectores lean otra cosa. Creo que el cuento me elige a mí. No es que yo elija escribir
cuentos. Igual me gusta escribir novelas también. Ahora estoy escribiendo una novela.
Del cuento me gusta la idea como de explosión. Como de fósforo que se prende y es
algo que explota y se apaga. Eso me interesa. Me parece que hay cierta dinámica del
cuento que por ahí no me sale en la primera escritura, pero que con la reescritura, si el
cuento realmente lo vale, se termina imponiendo. Eso me gusta. En mis talleres trabajo
mucho más con cuento que con pedazos de novela. El cuento corto, para mí, no es
menos complejo que una novela si es realmente bueno. Lo que decía Flannery
O´Connor: «Si el cuento realmente es bueno, es un mundo». Un universo creado en diez
páginas.

«El cuento corto para mí no es menos complejo que


una novela si es realmente bueno»

-¿Creés que cuando uno escribe un cuento tiene que tener presente el final, hacia
donde uno se dirige, o te dejás llevar también?
-Nunca sé hacia dónde voy. No soy esa clase de escritores. Los entiendo y quizás
cuando estás empezando a escribir es necesario, pero a mí nunca me salió planificar un
cuento. Con la novela quizás tenga una idea más general. Tampoco sé cómo va a
terminar. Pero sí conozco el medio. En el cuento puede ser cualquier cosa. Desde una
idea de trama, a una imagen o a una frase. Me pongo a escribir y estoy completamente
ciego. Después, obvio, tengo que corregir, que reescribir. A veces esa semilla te lleva en
cualquier dirección y la idea inicial queda cambiada. Con el tiempo aprendés a dejar de
lado el ego, al igual que esa frasecita que tanto te gusta, dejarla de lado porque el cuento
se fue transformando en otra cosa. Hay que respetar eso que fue saliendo. Es como si se
te cayera pintura en un lienzo y la forma en la que queda eso es lo que tenés que
trabajar. Tiene que ver un poco con el accidente. Hay etapas. Una es el accidente, lo
inconsciente, lo que vomitás, lo que te sale sin pensarlo, y otra es la etapa de la razón y
de decir «esto sirve, esto no sirve». Siempre pienso en términos de efecto, de tensión, de
sorpresa. De lo que le va a pasar al lector cuando lea y de jugar un poco con sus
expectativas. Uno cuando está leyendo está siempre adelantando el final. O te pasa
cuando ves una serie. Siempre estás adelantando lo que va a pasar. Jugar con eso que va
a pensar el lector me parece esencial.

-Hay varios escritores contemporáneos, como tu caso, Tomás Downey, Samanta


Schweblin, Mariana Enríquez, que se nutren del género terror y lo llevan a lo
cotidiano, a lo no dicho y lo cruzan con el cuento fantástico. Esta idea de utilizar el
género en función de otra cosa (tus cuentos narran relaciones familiares, parejas).
¿Cómo manejas esa cuestión?
-Siempre descubro de qué estoy hablando después. Cuando lo descubro, el cuento se
cierra. En el sentido de la historia. A mí me interesa contar historias, no interpretarlas.
Ese es el trabajo de los críticos o de los lectores, que lo hacen mejor que yo. Siempre
ven cosas que vos no habías advertido. Son paranoicos los lectores. Siempre ven cosas
raras que a vos se te pasan. Para mí, la historia, el arco dramático, tiene que estar entero,
tiene que ser divertido, tiene que ser atrapante. Pero a la vez, estoy consciente de que los
monstruos siempre hablan de algo. Siempre están hablando de cuestiones inconscientes
a las que no se podría acceder de otra forma. Creo que para eso sirve un poco el género.
Estos escritores que nombrás son todos renovadores del género y lo trabajan con una
idea contemporánea. La idea de género puro, del Castillo de Otranto, ya nadie la curte.
Es imposible porque además estamos super estimulados con millones de cosas para
escribir sólo dentro de determinado género. La literatura es un espacio de libertad donde
podés usar todo lo que te pasa. Desde tu tara cotidiana y la serie que estás viendo hasta
las noticias del diario. Incluso tus propios contemporáneos, cuando los leés, si te gusta
algo, lo tomás con total tranquilidad (risas) porque es una cuestión mucho más
participativa la literatura en ese sentido. Además, entre tanto influjo no se nota cuando
robás algo (risas).
-¿De qué manera se
refleja lo humano en este género?
-Creo que los monstruos son un reflejo de lo humano. Stephen King tiene un libro
impresionante que se llama Danza Macabra que es un análisis del terror. A él siempre
le preguntan por qué mierda escribe terror y se propone explicarlo. Ahí habla de cómo
los monstruos tienen siempre un significado histórico. Él da el ejemplo de El exorcista y
dice que Regan, la protagonista, es un reflejo de cómo los padres veían a los
adolescentes en esa época histórica. ¡Los veían como locos, como sacados! Que se
drogaban, que estaban en contra de las reglas. Así los veían. O Los usurpadores de
cuerpos, escrito durante el macartismo y hay un montón de interpretaciones políticas
alrededor de eso. Habla de cómo el fantasma siempre es un indicador de culpa, de lo
que uno no puede procesar, de lo que pervive del pasado, y de cómo el hombre lobo es
nuestra animalidad nunca del todo contenida o el vampiro es la pulsión sexual
hinchando los huevos. Los monstruos y lo fantástico son una excusa para mirarnos a
nosotros mismos como sociedad y para significar cosas que por ahí no se pueden contar
de otro modo. Además si vos leés a Cortázar –Bestiario, que me parece su mejor libro-
hay una cuestión que él traía del surrealismo que es cómo el fantástico te enfrenta a lo
desconocido, al otro, a lo oscuro, y a la vez eso es liberador de lo cotidiano. El mundo
real puede ser opresivo. El fantástico es una especie de salida de ese mundo. Aunque
sea complicado de vivir. No es el paraíso, ¿no? (risas). Puede ser algo oscuro y terrible
pero es la salida del mundo.

-Respecto a tu historia familiar, que se cuela en tu literatura, ¿Qué te pasaba con


la carne? ¿Te generaba cierta fascinación?
-Me imagino que es una cuestión inconsciente. No hago terapia pero creo que sale por
ahí. En La casa de los eucaliptus es más violento, más cruel que en otras cosas que
escribí. A la vez, mi vida personal es cada vez más burguesa, tranquila, aburrida. Es
como que sale todo por ahí. La cuestión de la carne… yo me acuerdo cuando vi los
cuadros de (Carlos) Alonso en Córdoba, donde él estaba trabajando la dictadura desde
reses colgadas, y a la vez Bacon, que también tenía un simbolismo de la carne y el
sufrimiento. A mí me fascinó. Era una forma de trabajar lo político que me pareció
genial y a la vez pop. No era depresiva. Cuando lo vi a los veintipico me dio vuelta la
cabeza y me pareció que se correspondía a mi forma de ver el mundo. O a recuerdos que
ni yo sabía que tenía. Obviamente, me crié en una carnicería, moliendo carne, con reses
colgadas. Jugaba a pegarle piñas tipo Rocky. Mi viejo me retaba porque la dejaba fea a
la carne (risas). Además hay una cuestión política. La literatura política argentina que a
mí me interesa trabaja con esa clase de simbolismos, desde El matadero hasta
Lamborghini. Incluso en algunos libros de Saer como Nadie, nada nunca. El chabón
que mata caballos. O la descripción del cordero en El limonero real. La cuestión de las
materialidades es algo que me fascina.

«Me crié en una carnicería, moliendo carne, con reses


colgadas. Jugaba a pegarle piñas tipo Rocky»

-Además le das mucha importancia a los lugares. Pienso en el cuento La ventana ,


que se podría emparentar con Casa tomada de Cortázar, en donde el protagonista
es la ventana, más allá de las transformaciones de los personajes. Y el tema de los
paisajes, que en su mayoría son rurales.
-Los paisajes me salen naturalmente, el espacio es un actor más. No es una decisión
consciente, la veo con el ojo de la mente. Es también lo que conozco, ahora vivo en
Buenos Aires y viví 15 años en Córdoba, pero es lo que me sale. Son los paisajes que
me impulsan a escribir. Buenos Aires me encanta, me parece divina como ciudad, linda
de ver, todo funciona. ¡Es una maravilla! No es que tenga un cuelgue con el interior.
Escucho a los porteños hablar de «ay, qué lindo el interior» y pienso «andá a vivir al
interior boludo, te pegás un embole que te queres morir» (risas). Me sale así. A lo mejor
en algún momento me sale algo sobre Buenos Aires.

-Hablando un poco de la tradición argentina, tu cuento Muñeca se puede


emparentar con La gallina degollada de Horacio Quiroga.
-Algunos cuentos de este libro son muy viejos y otros los escribí en gran parte el año
pasado. Pensando en qué me daba miedo a mí, las enfermedades mentales, más allá de
la corrección política, me siguen dando miedo. Más allá de que uno diga «no, pero en
realidad te deberían dar miedo los políticos corruptos» (risas). Lo que te da miedo es
algo muy básico. Esta cuestión también inocente que aparece en La gallina…, que es
uno de mis cuentos favoritos, junto con Casa tomada y La pata de mono -la base de lo
que después va a ser Cementerio de Animales, de King. Se me cruzaron esas cosas. La
locura también me da miedo. Enloquecer. Ves a gente que de la nada le da un brote, sin
ninguna clase de antecedente, y entra en ese otro mundo. Eso está en el segundo cuento
(La casa de los eucaliptus). Son cuestiones personales que trato de sociabilizar, que me
parece un poco la función de la literatura; el trabajar con tu tara pero no ser
autobiográfico. A mí la literatura autobiográfica, si no es una cosa maravillosa, me da
un embole absoluto. Tiene que estar muy bien contado. Tiene que ser Proust. Si no es
un embole. Como el correlato objetivo del que hablaba T.S. Eliot. Él hablaba de la
poesía y decía «Shakespeare a sus propias miserias las convierte en algo universal».
Saltando las grandes diferencias, trato de sociabilizar mis miedos, mis taras y mis
problemas. Y a mis locuras cotidianas volverlas algo que pueda ser experimentado por
otra persona.

«Trato de sociabilizar mis miedos, mis taras y mis


problemas. Y a mis locuras cotidianas volverlas algo
que pueda ser experimentado por otra persona»

-Hablabas de la cuestión política antes. Uno de tus cuentos más políticos, que es El
espíritu eterno, incluso tiene mucho humor en ese narrador que construís en
segunda persona. ¿Ese cuento es reciente?
-Ese es del año pasado. Fueron muchas cosas. Estaba reviendo The wire con mi mujer,
que no la había visto, y vimos esa temporada donde está todo el crecimiento de este
alcalde de Baltimore como político, que me pareció una figura re bien construida, entre
lo que vos esperás que sea corrupción y lo que termina siendo corrupción. A la vez, un
cuento de Karen Russell de presidentes norteamericanos que mueren y se despiertan y
son caballos en un establo. ¡Es genial! Por otro lado, la figura de Macri, que desconcertó
a todos cómo llegó a ganar la presidencia. Me parecía copado eso y que no había
muchos cuentos argentinos sobre presidentes. Ahora está la película La Cordillera. Me
pareció copado escribir en segunda persona. Da una intimidad rara con el personaje, que
después se descubre que está narrado por los ex presidentes, en esa sala en donde están
todos. Y quise meter algo extraño que fue imaginar a Perón como dirigiendo todavía los
destinos de la Nación. Es un cuento exteriormente político. Es más político un cuento
que no lo sea. Hay otros cuentos que son más políticos que ese y no son tan evidentes.

-¿Querías meterte con algo más político?


-No soy un escritor ni comprometido -aunque tenga esas inquietudes en mi vida
personal-, ni político en el sentido partidario o que haya una moral política en lo que
escribo. Es un espacio de libertad también en ese sentido. Sigo lo que busca el personaje
y lo que crea el personaje. No me voy a poner a torcer su voluntad porque yo creo tal
cosa. Yo no soy importante. No soy más importante que uno de mis personajes. Si él
quiere asesinar mujeres, es problema de él y lo voy a tener que seguir (risas).
«No soy un escritor ni comprometido -aunque tenga
esas inquietudes en mi vida personal-, ni político en el
sentido partidario o que haya una moral política en lo
que escribo»

-También aparece en tus cuentos la figura del sacrificio, hacia una entidad mágica
o demoníaca. Pienso en La casa de los eucaliptus o El loro que podía adivinar el
futuro, de tu libro anterior. ¿Te interesa eso?
-Tiene que ver con esto de La pata de mono. Cómo una entidad desconocida, un genio,
te da cierto poder o la posibilidad de acceder a este y, a la vez, te pide algo a cambio. Es
la idea de la divinidad. De que siempre que te encontrás con algo más poderoso, que te
puede conceder deseos, algo a cambio te va a pedir. Entonces me parece que el deseo es
en todo sentido como la pulsión de los personajes. La búsqueda de los personajes es
cumplir su deseo a rajatabla por más que tengan que pagar consecuencias espantosas. Es
algo que también vivimos en nuestra sociedad. En esta época donde el deseo es como el
dios, somos hedonistas y solo queremos el placer. Esos cuentos plantean el precio que
tenés que pagar por conseguir el placer.

-Nombraste varias series y películas. ¿Cómo influye lo audiovisual en tu


literatura?
-Es la tradición de la literatura norteamericana y anglosajona, que yo la leo en muchos
argentinos, que busca poner énfasis en las imágenes y narrar hasta cierto punto. Callar el
sentimiento, el pensamiento, y dejar que la cámara muestre lo que suceda y que el
sentido surja sólo, sin necesidad de apuntalarlo. Creo que la influencia de las series tiene
que ver más con la forma de enganchar al lector, de contar las historias para que las
historias sean divertidas, atrapantes y estimulantes. Como un objeto casi de consumo.
Algo que se pueda leer cagando. Soy de esa ética. El aburrimiento es el peor de los
pecados.

«Creo que la influencia de las series tiene que ver más


con la forma de enganchar al lector, de contar las
historias para que las historias sean divertidas,
atrapantes y estimulantes. El aburrimiento es el peor
de los pecados»

-¿Estás viendo alguna serie ahora?


–Game of thrones, Twin Peaks, The Walking Dead. Me encanta la forma en la que los
guionistas se las ingenian para que uno esté desesperado por seguir viendo. Me parece
muy divertida esa construcción. Es robada de la literatura además. Siempre cito el caso
de (Charles) Dickens que escribía en folletín, llegaban los capítulos sueltos a EE.UU. y
cuando llegó el último capítulo de Grandes Esperanzas en barco, la gente que estaba en
el puerto se tiraba al mar porque estaban desesperados por leer ese capítulo y saber
cómo terminaba. Es algo parecido a lo que pasa con las series y es una influencia de esa
clase de literatura menos existencial y pajera y más atenta a divertir al lector, que la
pase bien y quiera saber qué pasa a continuación.

-Respecto a The Walking Dead y a tu cuento El tío Gabriel, ¿Cómo ves la figura del
zombie? ¿Te parece una figura que permite pensar la actualidad?
-Creo que es una figura casi atávica. Es el miedo a la muerte representado en un
monstruo. ¿Cuándo no vamos a tener miedo a la muerte o rechazo hacia todo lo que
significa? Hay un libro de un francés que había leído para escribir sobre (Juan) Rulfo en
la facu, Philippe Ariès, que es La muerte en occidente, que muestra cómo evoluciona la
figura de la muerte y los tratamientos, la forma en que tratamos a los agonizantes a
través de la historia y cómo primero se morían en la casa, y después se van alejando
hasta terminar muriéndose en el hospital, solos, lejos de sus seres queridos. Cómo
vamos alejando la idea de la muerte haciéndola desaparecer cada vez más, porque no
podemos soportarla. El zombie te pone frente a eso. Lo que hice fue un zombie
inofensivo. Que no hace nada. Simplemente se dedica a estar ahí. Fue mi forma de
reinterpretar el género, desde algo más familiar. Además esa cosa de la agonía eterna,
que está presente en el cuento, de cómo sentimos alivio cuando se muere y nos sentimos
culpables por sentir alivio, cuando es completamente comprensible que alguien se
muera y que estés harto de ver a alguien que se está muriendo. No podemos decírselo a
todo el mundo porque te van a considerar desalmado pero la humanidad tiene que ver
con eso, con lo que por ahí no es socialmente aceptado.
-La cuestión de la tecnología aparece en tu cuento Carolina baila, en donde el
personaje se reconecta con un amor fallecido chateando y se pregunta si está ahí o
no.
-Eso un poco viene de la historia de un amigo que se le murió una ex de sobredosis y
quedó el Facebook abierto. Esa cosa de que quedan las redes sociales como flotando,
que también se escribió mucho sobre eso. O gente que conocí que se murió, que empecé
a escribirle en el muro y era raro, muy impresionante. Gente de mi edad. Me daba un
escalofrío. Y pensé: ¿Qué pasaría si alguna vez contestan? Se va todo a la re concha
puta. ¡Wow! (risas) Fue un poco eso y un poco también estaba releyendo Bestiario y
hay un cuento que se llama Las puertas del cielo donde en ese espacio de lo popular,
que Cortázar le tenía tanto rechazo y fascinación al mismo tiempo, aparece esta mina
bailando. Es un poco un homenaje.
-Aparece también el tema de Dios, de la religión en tu escritura. Directamente en
La santa y en otros cuentos se cuela un poco también. ¿Te interesa el tema de la
religión? ¿Sos creyente?
-Fui muy católico de chico y ahora creo en Dios sin ser religioso. No creo que Dios sea
un señor de barba blanca sino que creo que es algo mucho más evanescente, mucho más
parecido a un animal, sin una consciencia como la nuestra. ¿Cómo alguien eterno va a
tener una consciencia como la nuestra? No estamos hechos a su imagen y semejanza. O
es una semejanza muy extraña. Más allá de que seas religioso o no, hay ciertas
cuestiones relacionadas con el vivir en un mundo judeocristiano como Occidente…
cuestiones de culpa, de moral, de qué está bien y qué está mal, que es algo que está
bueno recuperar. No está todo bien, hay cosas que están mal. El mal existe, no es
agradable. Como lo digo en Los chicos de la noche, cuando uno es adolescente por ahí
busca el mal y le fascina, y el mal es la salida a la aburrida sociedad de los padres y de
todo lo que nos imponen, el deber ser. Y cuando uno se encuentra con el mal no es nada
lindo (risas). Es más pesado de lo que podés soportar. Si no habla del mal y del bien en
la literatura, ¿qué sentido tiene? ¿Para qué mierda vamos a escribir? Siempre lo que
escribo se corre hacia decisiones morales. Por ejemplo, para mí la mejor serie de la
historia es Los Soprano. Cada capítulo es una decisión moral. A veces Tony hace las
cosas bien, te cae bien, y después hace las cosas mal, te cae mal. Esa ambigüedad moral
se juega en toda la serie.

«No creo que Dios sea un señor de barba blanca sino


que creo que es algo mucho más evanescente, mucho
más parecido a un animal, sin una consciencia como la
nuestra. ¿Cómo alguien eterno va a tener una
consciencia como la nuestra?»

-Mencionamos antes a Stephen King. Es una gran influencia para vos. ¿Lo leíste
siempre?
-Lo que más me gusta son sus libros de juventud. Tuve la suerte de, cuando estaba
todavía en la primaria, una tía me regaló una bolsa llena de libros donde estaba la
traducción de Misery hecha por (César) Aira que salió en Emecé, que era impresionante
porque es un libro impresionante traducido de una manera impresionante. Además se
nota que le gustó. Después leí que realmente le gustó. Es un libro maravilloso, que
habla sobre el hecho de escribir. En las obras que él escribía más hecho mierda hay algo
impresionante. Cementerio de animales, Misery, Carrie, El umbral de la noche -que es
su primer libro de cuentos-. Muchos escritores como protagonistas, y para un escritor no
hay nada mejor que leer una novela protagonizada por un escritor.

-¿Cómo te marcó?
-Fue una re influencia. Nadie como él sabe ser tan realista. Para mí, la mejor radiografía
de EE.UU es su obra. Por más que él estuviera escribiendo sobre sus adicciones y sus
problemas personales, estaba describiendo de una forma casi «dickensiana» la sociedad
de la época antes de meterte el monstruo. El monstruo aparece a la mitad. Eso es muy
genial. Después hay muchos libros más cercanos que no me interesan, me aburren. Y no
lo puedo creer, porque es él (risas). El último que me gustó muchísimo fue Corazones
en la Atlántida. Pero después… El atrapador de sueños es un libro pésimo, además está
muy alargado. Tiene mucho la necesidad de hacer libros largos al pedo. Pero sigue
siendo un genio. Incluso ahora los académicos lo reivindican, le dan premios. Cuando
estudiaba letras lo tenía que leer a escondidas. Se la tuvieron que comer doblada.

-Respecto a los talleres literarios, que decías antes que dictabas, ¿Qué opinión
tenés sobre ellos? ¿Qué pensás que pueden aportar a alguien que quiere ser
escritor?
-Como alumno fui algunos meses de muy chico a un taller municipal en San Francisco.
En mi época de la facu teníamos una revista que se llamaba Fe de Ratas que hicimos
con Fede Falco y un montón de amigos. Teníamos una especie de taller horizontal,
donde discutíamos acerca de los artículos que iban a ir en la revista o no y después nos
empezamos a pasar lo que escribíamos. El taller tiene que ver con eso, con la camarilla,
con el grupo literario. Pasar tus textos con un filtro. Incluso ahora lo hago. Siempre mi
primera lectora es mi mujer y algunos amigos. Siempre los escucho. Cuando aciertan, te
dicen algo que ya sabías, que pensabas que nadie se iba a dar cuenta, porque sos un
boludo. En general, lo que vos ya sabías había que cambiarlo. Y lo cambio. Está bueno
tener una mirada externa. Si no, a veces estás tan involucrado, lo reescribiste tantas
veces que ya no sabés de qué mierda estás hablando. Pienso que la literatura es un
código. Si vos no leíste mucho y no entendés los alcances de ese código no vas a poder
escribir. El taller también sirve para dar cierta disciplina para la corrección. Hasta que
no entiendas que quizás el 70 por ciento de escribir es corregir, no vas a haber entendido
nada. Porque escribir escriben todos, pero los que terminan son los escritores.

-Hay mucho debate respecto a si se puede enseñar o no a escribir.


-La escritura depende mucho de la obsesión por algo, por sentarse lejos de todo el
mundo y perder el tiempo por algo que no te va a dar guita. Eso no se puede enseñar.

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