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Plan supremo de evangelización

Por Robert Coleman


CAPÍTULO 3

Llevad mi yugo sobre vosotros. Mateo 11:29

3 • CONSAGRACION

Exigió obediencia
Jesús contaba con que los hombres que le acompañaban le obedecieran. No les
exigió que fueran inteligentes, pero tenían que ser fieles. Esto se convirtió en la
característica que los distinguía. Se les llamaba sus "discípulos" en el sentido de que
eran "aprendices" o "alumnos" del Maestro. No fue sino hasta mucho más tarde que
se les llamó "cristianos" (Hch. 11:26), aunque fue inevitable, porque con el tiempo los
seguidores obedientes invariablemente adoptan las características del líder.
Lo sencillo de este enfoque es maravilloso si no sorprendente. A ninguno de los
discípulos se le pidió al principio que hiciera profesión de fe o aceptara un credo
bien concreto, aunque sin duda reconocieron y aceptaron que Jesús era el Mesías
(Luc. 5:8; Jn. 1:41, 45, 49). De momento, todo lo que se les pidió que hicieran fue
seguir a Jesús. Por supuesto, que esta invitación inicial implicaba claramente un
llamamiento a la fe en la persona de Cristo y obediencia a su palabra. Si no
entendieron esto al principio, lo percibirían en el curso de su asociación con el Maes-
tro. Nadie sigue a una persona en la que no confía, ni da con sinceridad el paso de fe
a no ser que esté dispuesto a obedecer lo que el líder dice.

El camino de la cruz
Seguir a Jesús pareció bastante fácil al principio, pero fue así porque no lo habían
seguido muy lejos. Pronto se vio claro que ser discípulo de Cristo implicaba más que
una aceptación gozosa de la promesa mesiánica: significaba la entrega de la vida
toda al Maestro en sumisión absoluta a su soberanía. No cabían componendas.
"Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al
otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las
riquezas" (Luc. 16:13). Tenía que haber una separación completa del pecado. Las for-
mas de pensar de antes, los hábitos y placeres del mundo debían conformarse a la
nueva disciplina del reino (Mat. 5:1—7:29; Luc. 6:20-49). Ahora la única norma de
conducta era el amor perfecto (Mat. 5:48), y este amor había de manifestarse en
obediencia a Cristo (Jn. 14:21, 23), y expresarse en dedicación a aquellos por cuya
salvación él murió (Mat. 25:31-36). Había una cruz en ello: la negación voluntaría del
yo por los demás (Mat. 16:24-26; 20:17-28; Mar. 8:34-38; 10:32-45; Luc. 9:23-25; Jn.
12:25, 26; 13:1-20).
Se trataba de una enseñanza exigente. No muchos de ellos supieron aceptarla. Les
agradó contarse entre sus seguidores cuando los alimentaba con panes y peces, pero
cuando Jesús comenzó a hablar acerca de las características espirituales genuinas del
reino y de los sacrificios necesarios para alcanzarlas (Jn. 6:25-59), muchos de los
discípulos "volvieron atrás, y ya no andaban con él" (Jn. 6:66). Tal como ellos mismos
lo expresaron: "Dura es esta palabra; ¿quién la puede oir?" (Jn. 6:60). Lo
sorprendente es que Jesús no salió corriendo tras ellos para que permanecieran en el
grupo de los discípulos. Preparaba líderes para el reino, y si iban a ser instrumentos
útiles de servicio, tenían que pagar el precio.

Calcular el costo
Los que no pudieron persistir, con el tiempo se desviaron. Por su propio egoísmo se
separaron del grupo escogido. Judas, al que se le calificó de diablo (Jn. 6:78) se
mantuvo hasta el final, pero en el momento decisivo su codicia lo perdió. (Mat.
26:14-16; 47:50; Mar. 14:10, 11, 43, 44; Luc. '.',2:3-6; 47-49; Jn. 18:2-9). Nadie podía
seguir a Jesús por lodo el curso de su vida a menos que se separara del mundo; los
que pretendieron hacerlo sin llenar esta condición, cargaron su conciencia de
angustia y tragedia (Mat. 27:3-10; Hch. 1:18, 19).
Quizá por esto Jesús habló con tanto rigor al escriba que fue a decirle: "Maestro, te
seguiré adondequiera que vayas." Jesús le dijo con toda franqueza, a éste que se
ofrecía voluntario para servir, que no iba a ser fácil. "Las zorras tienen sus guaridas, y
las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene donde recostar su cabeza"
(Mat. 8:19, 20; Luc. 9:57, 58). Otro discípulo quiso que Jesús lo dispensara de la
obligación inmediata de obedecer para poder ir a cuidar a su padre enfermo, pero
Jesús no aceptó dilaciones. "Sigúeme" le dijo, "deja que los muertos entierren a sus
muertos; y tú vé, y anuncia el reino de Dios" (Mat. 8:21, 22; Luc. 9:59, 60). Otro
hombre indicó que seguiría a Jesús, pero a su manera. Quería primero ir a decir adiós
a su familia, quizá con la idea de que ello le iba a proporcionar momentos
agradables. Pero Jesús le advirtió esto: "Ninguno que poniendo su mano en el arado
mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios" (Luc. 9:62). Jesús no tenía ni el
tiempo ni las ganas de dedicarse a los que querían ser discípulos suyos a su manera.
De ahí que el que quisiera ser discípulo suyo tenía primero que calcular el costo.
"Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y
calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?" (Luc. 14:28). No
hacerlo así equivalía a acabar por hacer el ridículo ante el mundo. Así ocurriría en el
caso del rey que se lanzara a la guerra sin calcular el costo de la victoria antes de
comenzar las hostilidades. Para resumirlo con claridad Jesús dijo: "Así, pues,
cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi
discípulo" (Luc. 14: 33; cp. Mat. 19:21; Mar. 10:21; Luc. 18:22).

Pocos quisieron pagar el precio


De hecho, cuando los oportunistas lo abandonaron en Capernaum porque no
satisfacía sus expectativas populares, a Jesús le quedó sólo un puñado de seguidores.
Volviéndose a los doce les dijo: "¿Queréis acaso iros también vosotros?" (Jn. 6:67). Se
trataba de una pregunta crucial. Si estos pocos hombres no seguían con él, ¿qué iba a
ser de su ministerio? Pero Simón Pedro respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú
tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Jn. 6:68, 69). En realidad estas palabras del Apóstol
tuvieron que resultar tranquilizadoras para el Maestro, porque en adelante Jesús
comenzó a hablar con sus discípulos mucho más acerca de su sufrimiento y muerte,
y con mucha mayor franqueza1

Obedecer es aprender
Esto no quiere decir, sin embargo, que los discípulos entendieran de inmediato todo
lo que el Señor les decía. Lelos estaban de ello. Su habilidad para comprender las
verdades más profundas del ministerio vicario del Señor se veía limitada por la
fragilidad humana. Cuando Jesús dijo i los discípulos después de la gran afirmación
en Cesárea de Filipo, que los líderes religiosos de Jerusalén le iban a dar muerte,
Pedro de inmediato lo contradijo, diciendo: "Señor, ten compasión de ti; en ninguna
manera esto te acontezca" (Mat. 16:22; cp. Mar. 8:32). Ante lo cual Jesús tuvo que
decirle al buen pescador que Satanás lo estaba engañando, "porque no pones la mira
en las cosas de Dios, sino en las de los hombres" (Mat. 16:23; Mar. 8:33). Ni esto
bastó. Una y otra vez Jesús se vio constreñido a hablar de su muerte y del significado
que la misma tenía para los discípulos, pero éstos no lo llegaron a entender de
verdad hasta el día en que fue entregado en manos de sus enemigos.
Al no comprender con claridad el mensaje de la cruz, desde luego, los discípulos al
principio no entendieron el lugar que ocupaban en el reino. Les resultaba difícil
aceptar la enseñanza del servicio humilde en bien de los demás (Luc. 22:24-30; Jn.
13:1-20). Pleiteaban entre sí acerca de quién sería el mayor en el reino (Mat. 18:1-5;
Mar. 9:33-'17; Luc. 9:46-48). Santiago y Juan deseaban ocupar los lugares

1Por lo menos dieciséis veces antes de que los soldados lo arrestaran habló Jesús de sus sufrimientos y muerte. Sus primeras
alusiones estuvieron envueltas en penumbras, pero la implicación fue clara: la comparación de su cuerpo con la destrucción del
templo (Jn. 2:19); la alusión al Hijo del Hombre que sería levantado como la serpiente en el desierto (Jn. 3:14); la observación
respecto al día en que sería quitado como el esposo (Mat. 9:15; Mar. 2:20; Luc. 5:35); la analogía de sí mismo con el pan de vida que
ha de fraccionarse y comerse (Jn. 6:51-58); y posiblemente la alusión al profeta Jonás como señal (Mat. 16:4). Luego de la afirmación
clara de Pedro en Cesárea de Filipo, Jesús comenzó a mostrar con mayor claridad a los discípulos "que le era necesario al Hijo del
Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar
después de tres días" (Mar. 8:31; Mat. 16:21; Luc. 9:22). En adelante predijo su muerte y resurrección con detalle al cruzar por
Galilea con sus discípulos (Mat. 17:22, 23; Mar. 9:30-32; Luc. 9:43-45); y de nuevo, en el último viaje a Jerusalén, después del
ministerio en Perea (Mat. 20:18-19; Mar. 10:33, 34; Luc. 18:32, 33). Su muerte fue el tema de la conversación con Moisés y Elias en el
monte de la Transfiguración (Luc. 9:31). También estuvo implícita en su observación acerca de un profeta que muera fuera de
Jerusalén (Luc. 13:33), así como en la alusión a su sufrimiento y repudio de parte del pueblo antes de su retorno glorioso
(Luc. 17:25). Se comparó al buen pastor que "su vida da por las ovejas" (Jn. 10:11, 18), y al grano de trigo que ha de caer en la
tierra y morir para poder dar fruto (Jn. 12:24). Pocos días antes de la Pascua Jesús volvió a recordar a los discípulos que había de ser
"entregado para ser crucificado" (Mat. 26:2), y más larde, ese mismo día, explicó, en la casa de Simón el leproso, <|iie el ungüento
precioso que María le derramó en los pies era preparación para su sepultura (Mat. 26:12; Mar. 14:8). Por fin, en la última cena con
los discípulos, Jesús habló de su sufrimiento ya inminente (Luc. 22:15), y luego estableció el acto recordatorio de su muerte al comer
el pan y beber el vino (Mat. 26:26-29; Mar. 14:22-25; Luc. 22:17-20).
prominentes (Mat. 20:20; Mar, 10:35-37), y los otros 'lie/,, llenos de envidia, se
indignaron por ello (Mat. 20:24; Mar. 10:41). Se mostraban innecesariamente duros al
juzgar a otros que no estaban de acuerdo con ellos (Luc. 9:51-54). Se llenaban de
indignación con los padres que querían que Jesús bendijera a sus hijos (Mar. 10:13).
Obviamente, no habían llegado a experimentar de una manera plena las
consecuencias prácticas de lo que significaba seguir a Cristo.
Con todo, Jesús soportó lleno de paciencia estas falléis! humanas de sus discípulos
porque, a pesar de todas sus deficiencias, estaban dispuestos a seguirlo. Por un
breve lapso de tiempo, después del llamamiento inicial, volvieron a su ocupación
previa de pescadores (Mat. 4:18; Mar. 1:16; Luc. 5:2-5; cp. Jn. 1:35-42), pero no parece
que ello se debiera a ningún acto de desobediencia de su parte. Sólo que no habían
llegado a darse cuenta de lo que Jesús esperaba de ellos como líderes futuros, o quizá
todavía no se les había dicho. Sin embargo, desde el momento en que se acercó a
ellos para pedirles que lo siguieran para llegar a ser pescadores de hombres,
"dejándolo todo, le siguieron" (Luc. 5: j 11; cp. Mat. 4:22; Mar. 1:20). Más adelante,
aunque les quedaba mucho por aprender, pudieron decir que su entrega a Cristo
seguía siendo total (Mat. 19:27; Mar. 10:28; Luc. 18:28). A tales hombres Jesús estuvo
dispuesto a pasarles por alto muchas cosas que nacían de su inmadurez espiritual.
Sabía que podían llegar a vencer estos defectos a medida que fueran creciendo en
gracia y conocimiento. Su capacidad para recibir la revelación iba a crecer con tal de
que siguieran practicando cuantas verdades fueran entendiendo.
La obediencia a Cristo fue, pues, el medio por el cual los que lo acompañaban fueron
aprendiendo más. No pidió a los discípulos que siguieran aquello que todavía no
sabían que fuera verdad, pero nadie lo siguió sin aprender la verdad (Jn. 7:17). Así
pues, Jesús no urgió a sus discípulos a que entregaran la vida a una doctrina, sino a
una persona que era la doctrina, y sólo a medida que prosiguieran en su Palabra
podían llegar a conocer la verdad (Jn. 8:31, 32).

La prueba del amor


La obediencia suprema se interpretó como la expresión del amor. Esta lección quedó
puesta de relieve sobre todo en la víspera de la muerte del Maestro. A los discípulos
reunidos en torno a él en el aposento alto después de la cena pascual, Jesús dijo: "Si
me amáis, guardad mis mandamientos. El que tiene mis mandamientos, y los
guarda, ése
es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me
manifestaré a él. El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada con él. El que no me ama no guarda mis
palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió. Si
guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor... Este es mi
mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Vosotros soís mis
amigos, si hacéis lo que yo os mando" (Jn. 14:15, 21, 23, 24; 15:10, 12, 14).

Jesús lo demuestra
La obediencia absoluta a la voluntad de Dios fue, desde luego, el principio rector de
la vida del Maestro. Su vida fue plenamente dirigida y utilizada, según el propósito
divino, porque en su naturaleza humana Jesús se sujetó continuamente a la voluntad
del Padre. Repetidas veces lo expresó así: "Mi comida es que haga la voluntad del que
me envió, y que acabe su obra" (Jn. 4:34); "no busco mi voluntad, sino la voluntad del
que me envió, la del Padre" (Jn. 5:30; cp. 6:38); "yo he guardado los mandamientos de
mi Padre, y permanezco en su amor" (Jn. 15:10; cp. 17:4). Se podría resumir en su
exclamación en Getsemaní, "pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Luc. 22:42;
cp. Mat. ;>6:39, 42, 44; Mar. 14:36).
La cruz no fue sino el remate glorioso de la entrega de Jesús al cumplimiento de la
voluntad de Dios. Demostró para siempre que con la obediencia no se anda en
componendas: fue siempre una entrega hasta la muerte.
Los líderes religiosos de mentalidad mundana dijeron la verdad cuando expresaron
con burla: "A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar" (Mat. 27:42; Mar. 15:31; Luc.
23:35). Desde luego que no se podía salvar a sí mismo. No había venido para salvarse
a sí mismo. Vino a salvar al mundo. Vino no "para ser servido, sino para servir, y para
dar su vida en rescate por muchos" (Mat. 20:28; Mar. 10: 45). Vino "a salvar lo que se
había perdido" (Luc. 19:10).
Vino a ofrecerse en sacrificio a Dios por los pecados de todos los hombres. Vino a
morir. En ninguna otra forma se hubiera podido satisfacer la inviolable ley de Dios.
Esta cruz, que ya había sido aceptada de antemano (Apoc. 13:8; cp. Hch. 2:32), hizo
de cada paso que Cristo dio en la tierra una aceptación consciente del propósito
eterno de Dios para su vida. Cuando Jesús, por tanto, hablaba de obediencia, era algo
que los discípulos podían ver encarnado en forma humana. Como dijo Jesús:
"Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también
hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado
es mayor que el que le envió" (Jn. 13:15, 16). Nadie pudo hacer caso omiso de esta
lección. Al igual que Jesús halló su bienaventuranza en hacer la voluntad de su
Padre, sus seguidores hallarían la suya. Este es el único deber del siervo. Fue así en el
caso de Cristo, y nada que no sea esto se podrá aceptar jamás como digno de un
discípulo suyo (Luc. 17:6-10; cp. 8:21; Mat. 12:50; Mar. 3:35).

El principio en perspectiva
Desde el punto de vista de estrategia, sin embargo, esta obediencia fue el único
modo cómo Jesús pudo moldear las vidas de sus discípulos con su Palabra. Sin eso,
de ningún modo podría darse en los discípulos crecimiento en cuanto a vida y
propósito. El padre debe enseñar a sus hijos a obedecer si espera que los hijos sean
como él.
Se debe recordar también que Jesús preparaba a hombres para que dirigieran a su
iglesia en la conquista del mundo, y nadie puede ser líder a no ser que antes haya
aprendido a seguir a un líder. Por esta razón escogió a sus futuros dirigentes de entre
el pueblo, enseñándoles sin cesar la necesidad de la disciplina y el respeto a la autori-
dad. Junto a él no cabían insubordinaciones. Nadie sabía mejor que Jesús que las
fuerzas satánicas de las tinieblas estaban bien organizadas y pertrechadas en contra
de ellos a fin de volver estéril cualquier esfuerzo de evangelización hecho a medias.
De ningún modo podían superar a los poderes diabólicos de este mundo si no se
adherían en forma estricta al único que conocía la estrategia del triunfo. Esto exigía
obediencia absoluta a la voluntad del Maestro, y al mismo tiempo olvido total de la
voluntad propia.

Aplicación actual del principio


Hoy día debemos aprender de nuevo este principio, con los mandatos de Cristo no
se puede jugar. Estamos metidos en una guerra, cuyo resultado es la vida o la
muerte, y cada día en que nos mostramos indiferentes a nuestras responsabilidades
es un día perdido para la causa de Cristo. Si hemos aprendido aunque sólo sea la
verdad más elemental acerca del discipulado, debemos saber que hemos sido
llamados a ser siervos de nuestro Señor y a obedecer su Palabra. No es deber nuestro
andar averiguando por qué habla como lo hace, sino sólo cumplir sus órdenes. A no
ser que haya esta dedicación a todo lo que sabemos que desea que hagamos, por
inmadura que sea nuestra comprensión, es dudoso que lleguemos a hacer avanzar su
vida y misión, En el reino no hay lugar para los cobardes, porque una actitud así no
sólo impide cualquier crecimiento en gracia y conocimiento, sino que destruye
también cualquier posible nulidad en el campo mundial de batalla del evangelismo.
Uno debe preguntarse: ¿Por qué tantos llamados cristianos en la actualidad no
crecen y son ineficaces en su testimonio? O para formular la pregunta en un
contexto más amplio: ¿por qué la iglesia contemporánea vive tan frustrada en su
testimonio al mundo? ¿No es acaso porque tanto entre el clero como entre los laicos
existe una indiferencia general a los mandamientos de Dios, o por lo menos, una
especie de aceptación complacida de la mediocridad? ¿Dónde está la obediencia de
la cruz? En realidad, pareciera que las enseñanzas de Cristo acerca de la auto-
negación y la dedicación, han quedado suplantadas por una especie de filosofía
respetable de hacer lo que a uno más le convenga.
La gran tragedia es que se hace muy poco para enmendar la situación, incluso por
parte de quienes se dan cuenta de lo que sucede. Ciertamente que lo que nuestro
tiempo necesita no es desesperar, sino acción. Ya es hora de que los requisitos para
formar parte de la iglesia se interpreten y se exijan en términos del auténtico
discipulado cristiano. Pero esto sólo no bastará. Los seguidores deben disponer de
líderes, y esto significa que antes d© que se pueda hacer mucho en cuanto a lo que
significa formar parte de la iglesia, se tendrá que hacer algo por los oficiales de la
iglesia. Si esta tarea parece demasiado grande, entonces tendremos que comenzar
como lo hizo Jesús: escoger a unos pocos e imbuir en ellos el significado de la
obediencia.
Cuando este principio se acepte en la práctica, entonces se podrá llegar a un
desarrollo pleno, de acuerdo con el siguiente paso en la estrategia del Maestro para
la conquista.

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