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Pero hablemos ahora, queridos amigos, de la linda muchacha que llegó hace dos días
a Greenhills Village.
A menudo se pierde a bordo de su bicicleta en el corazón del gran bosque de pinos,
muy cerca de… de ese lugar… sí, donde los más ancianos aseguran que ocultos a los
ojos de los hombres se congregaban, en tiempos de nuestros ancestros, los tripulantes
de los barcos corsarios naufragados, cautivos del mismísimo anticristo. En noches de
luna nueva, conjuraban su inminente regreso celebrando sangrientos aquelarres… Al
menos, eso reza la leyenda en el reverso de las guías turísticas que envejecen en la
barra de la taberna, a falta de algún incauto lector.
Será Pío, mi gato el único que pueda añadir, con cierta autoridad, algo más sobre ella.
Cerca del bosque de pinos, la joven tropezó con él y lo adoptó sin condiciones, sucio,
flaco y maldito. Y es que corrieron rumores de que en el mismo instante de mi
fallecimiento el travieso felino sufrió una espantosa mutación. Saltó de los pies del
lecho donde me despedía del mundo, y salió disparado por la ventana de la estancia
maullando como un poseso. Thomas Carrot el sacristán, único testigo ocular del
suceso, recuerda que surgió en medio del pasillo central de la iglesia ejercitando
cabriolas imposibles y declamando pasajes sagrados en hebreo. Se detuvo un instante
con el lomo arqueado, le llamó calzonazos cornudo, y orinó profusamente sobre los
pies de nuestro mártir San Teobaldino, venerado patrón de la región.
- Apesta a incienso Thomas. Parece que os lo regalan por toneladas - gruñó a modo de
despedida.
Seis meses, seis días y seis horas después, entré en la taberna de Greenhills, sin
ningún temor a ser reconocido.
- ¿Es usted el dueño? - pregunté abriendo mi pequeño maletín.
- Así es caballero ¿Qué desea?
- Quisiera adquirir ese objeto del estante. Su precio no tiene importancia.
El avaro Mcarthy, me propuso una cantidad astronómica y, sin pronunciar una sola
palabra, posé sobre la barra la jugosa suma.
- Bájelo de ahí, por favor - ordené tajante - tengo mucha prisa.
- En seguida caballero. Sepa que pagué una auténtica fortuna al taxidermista, creame.
Un buen trabajo. Sin embargo, parece que la humedad de estos parajes pudre las
entrañas del más bizarro. Yo sufro también…
- De acuerdo, gracias - interrumpí.
Mientras el viejo borracho humedecía una y otra vez sus sucios dedos sin aventurarse
a recoger el abultado fajo de billetes, extraje del maletín una correa de cuero negro y la
ceñí a uno de los cuellos del cordero disecado.
- Aguarde un instante… sus cejas azules - exclamó Mcarthy - ¿dónde he oído yo…?
¡Usted es…!
- Vámonos Trinitario, aquí hemos terminado. Por ahora.
- Un poco de calma, amo - me contestó desperezándose lentamente de su letargo -
¿dónde está Pío?
- En la puerta, esperándonos.
Saltó de la barra con una agilidad pasmosa, salimos del local y nos reunimos con el
gato en el callejón. Sin que nadie nos viera, tampoco el tabernero, que yacía en el
suelo cubierto por una alfombra de billetes con los que se costearon sus funerales,
iniciamos camino hacia otro lugar, que como bien sospechan, no viene a cuento
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