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.EL CORDERO TRICÉFALO.

- ¿Qué hice mal? ¡Ese bellaco timonel de cejas azules se la llevó!


Asfixiado por los turbios vapores de la embriaguez, ​el desdichado Jonás Barrett
interrogaba al hombrecillo plateado que decoraba la panza de la enésima botella.
Desde que su mujer le abandonó, consumía su existencia naufragando en un proceloso
mar de whisky. No lograba digerir la vil traición de Camilla, soberbia hembra galesa de
pecho exuberante y no menos fértiles caderas. ​Así lo confirmaban media docena de
sonrosados cachorros venidos al mundo de una sola vez. Mientras Jonás consultaba
su particular oráculo, reptaban berreando por el suelo grasiento de la choza,
aferrándose con saña a cualquier objeto que recordara, aunque fuera vagamente, el
cálido tacto de los nutritivos pezones de mamá.

- ​Cosas más raras hemos visto. Si al menos se mantuviera convenientemente aseado y


confesado... - susurró la viuda Carltonsen.
Pero atendiendo a su patético estado, nadie quiso prestar crédito a Barrett cuando
profanó los oficios de misa de once. Ante la estupefacción de los allí presentes, se
encaramó con la habilidad de una ardilla en el altar mayor despojándose violentamente
de sus harapos hasta exhibirse en cueros vivos, y gritó enloquecido:
- ¡He visto al difunto padre Stockton!
Cierto es que su breve discurso, breve gracias a la resuelta intervención del fornido
sargento Tanks, sembró incómodas convulsiones en las frágiles almas ​de los más
devotos. Pero el espinoso altercado cayó temporalmente en el pozo ​del olvido, quizá
por culpa del cordero con tres cabezas que nació en Bigfish, la aldea vecina.
A pesar de lo acontecido, Jonás conservaba una chispa de cordura aún incandescente,
y valoró como extremadamente útil a su descabellada causa la visita anunciada del
nuevo párroco del condado, con el fin de supervisar tan inaudito alumbramiento.
Hizo el camino a lomos de un mulo repitiendo ​incansable, con los ojos fijos en el
cogote del vehículo, la perorata mil veces ensayad​a y entró enfurecido en el salón
del Ayuntamiento, donde se hallaba expuesta la criatura al juicio de los curiosos.
- ¡Yo lo vi!, ¡debe creerme pastor Philipsen! - gritó con la mirada perdida en las
telarañas que decoraban techo - ​¡Era el finado Stockton!, ¡su hábito, su birrete, sus
gafas redondas de concha, predicando a mis vacas! ¡Yo lo vi!
- Aguarde un momento - balbuceó Philipsen, que inclinaba la petaca hacia el gaznate
pretendiendo calmar con un generoso trago de ginebra el irrefrenable impulso de
vomitar ante la pavorosa visión del palpitante ​engendro tricéfalo - ¡Sigue afirmando que
usted ha sido testigo de una aparición! ¿El padre Stockton hablaba con las vacas?
¡Váyase a casa con sus hijos buen hombre, tome un largo baño y duerma un poco!​
Barrett, profundamente contrariado por la ruidosa carcajada que había desatado ​su
brillante intervención, se arrastró gimoteando hasta fondo del local, y se desplomó con
un dramatismo casi teatral sobre la mesa de juntas.
Le dejaron hacer. Quizá por lástima.
- Aquí está el doloroso efecto - aullaba impetuoso el sacerdote, ​posando un dedo sobre
las costillas del cordero - y aquí la causa - y abría los brazos mansamente, abarcando
con un aspaviento fraternal al grupo de cándidos infieles - ¿Acaso alguien acudió a mí
el pasado domingo de San Antón con el fin de solicitar que sus bestias recibieran la
oportuna bendición? ¡Por supuesto que no! ¡Ahí tenéis las amargas consecuencias! -
vociferaba, apuntando de nuevo al recién nacido con su índice acusador - ¡​Esto no
puede ser obra de Dios! ¡es el esbirro de satanás, a quien vosotros mismos
habéis invocado!
Un espeluznante rugido interrumpió la enervada arenga estremeciendo las entrañas de
los presentes.
- Ha sido Barrett, ronca como un oso – anunció una mocosa de cabello rojizo. Absorta
en su quehacer, ensayaba nudos marineros con una indefensa lombriz bajo la mesa -
Y mi cordero no es feo. Se llama Trinitario.

Pero hablemos ahora, queridos amigos, de la linda muchacha que llegó hace dos días
a Greenhills Village.
A menudo se pierde a bordo de su bicicleta en el corazón del gran bosque de pinos,
muy cerca de… de ​ese lugar​… sí, donde los más ancianos aseguran que ocultos a los
ojos de los hombres se congregaban, en tiempos de nuestros ancestros, los tripulantes
de los barcos corsarios naufragados, cautivos del mismísimo anticristo. ​En noches de
luna nueva, conjuraban su inminente regreso celebrando sangrientos aquelarres… Al
menos, eso reza la leyenda en el reverso de las guías turísticas que envejecen en la
barra de la taberna, a falta de algún ​incauto​ lector.
Será Pío, mi gato el único que pueda añadir, con cierta autoridad, algo más sobre ella.
Cerca del bosque de pinos, la joven tropezó con él y lo adoptó sin condiciones, sucio,
flaco y maldito. Y es que corrieron rumores de que en el mismo instante de mi
fallecimiento el travieso felino sufrió una espantosa mutación. Saltó de los pies del
lecho donde me despedía del mundo, y salió disparado por la ventana de la estancia
maullando como un poseso. Thomas Carrot el sacristán, único testigo ocular del
suceso, recuerda que surgió ​en medio del pasillo central de la iglesia ​ejercitando
cabriolas imposibles y declamando pasajes sagrados en hebreo. Se detuvo un instante
con el lomo arqueado, le llamó calzonazos cornudo, y orinó profusamente sobre los
pies de nuestro mártir San Teobaldino, venerado patrón de la región.
- Apesta a incienso Thomas. Parece que os lo regalan por toneladas - gruñó a modo de
despedida.

Documentada la ​más que ​probable herejía,​ Philipsen decidió enviar a la diócesis de


Edimburgo una ardorosa ​misiva, rogando el beneplácito del jerarca eclesiástico local
para proceder ​con extrema urgencia a la excomunión del peludo sacrílego, y de otros
tantos perros, bueyes, gallinas y patos de la zona, ​que mostraban ​conductas
manifiestamente indecorosas​.
No falta quien asegura que nuestra encantadora vecina practicaba, casi a diario,
horribles artes de brujería. Dicha evidencia, afirma la venerable viuda Carltonsen,
explicaría la estrecha complicidad de la bruja con el gato, que vivía en ​pecado mortal
preventivo​ a la espera del veredicto del obispado.

Cuando la joven entró en el salón de reuniones sosteniendo a Pío en su regazo, el


rostro ya desencajado de Philipsen tomó una bonita tonalidad púrpura.
- ¡Usted! - gritó - ¡Usted aquí! ¡con esa alimaña infernal!
- ¿Thomas? - replicó sonriendo - ¿Thomas ​orejones Philipsen? ¿No me reconoces?
¡Soy Hanna Ritman, de Blacktable!
- ¿De qué diablos está hablando señorita?
Entonces se oyó una voz apagada emergiendo del fondo del local.
- Ella también lo vio. Desde el cerro de la colina. También vio a Stockton en el prado -
suspiró lloriqueando Jonás Barrett que dormitaba entre dos luces su eterna merluza
desparramado sobre la mesa de juntas.
- ¡Claro que lo vi, podría jurarlo! - afirmó la recién llegada​.
Demasiadas emociones para el cándido ​orejones Philipsen. La “s” de satanás, a quien
maldijo con un desgarrador berrido, sonó aguda y burlona, acompañándole en su caída
hasta golpear violentamente con la tarima, que soportó el envite sin daño aparente. De
hecho, aquellos tablones fueron parte del casco de ​El Conquistador​, la nave que
condujo cien veces a la victoria a mi valeroso antepasado, el comandante Sir Charles
Torrington, tristemente ajusticiado en la hoguera por motivos que ahora no vienen a
cuento.
Canastos, queridos lectores, deben ustedes disculparme, aún no me he presentado.
Soy el difunto Jeremíah Stockston, pastor de estos contornos hasta hace unas pocas
semanas, hijo, nieto y bisnieto de marineros ilustres, condecorados por sus respectivos
monarcas en no pocas ocasiones. Y he de confesar que todo lo que el inconsolable
Jonás refiere, fue rotundamente cierto.
Tras mi muerte, a la espera de instrucciones, ​dispuse de demasiado tiempo para
reflexionar sobre el aparente flaco favor que hice en vida a estos lugareños, y
determiné, con las lógicas limitaciones que impone mi naturaleza incorpórea, hacer
algo por ellos en un póstumo servicio a la comunidad, sin sospechar que en esta recién
estrenada fase de metamorfosis ideológica, mis actos provocaran tan inesperadas
consecuencias, pues jugaba sin saberlo en el bando contrario.

De vuelta con nosotros, recuperada la consciencia y evitando cualquier contacto con


Hanna Ritman, quien le forzaba a recordar el ya desterrado aroma ​dulzón de sus tersas
carnes de mozuela adolescente, ​orejones Philipsen decidió desertar lo antes posible de
aquel ​abismo infecto de pecado, feudo de ​lucifer​. Ya en Greenhills, embaló su exiguo
equipaje y desapareció para siempre, sin dejar el más minúsculo rastro.
La señorita Ritman, mostró sus credenciales. Resultó ser una brillante veterinaria al
servicio del Ministerio de salud animal, desplazada a la zona con el fin de investigar,
repito textualmente el párrafo del comunicado oficial: “​supuestos ​actos de fornicación
lujuriosa entre individuos de diferentes especies, levitaciones, ataques violentos y
demás situaciones equívocas e / o inexplicables que se vienen observándose en la
cabaña ganadera del distrito 666 - Greenhills Village”​ .

La joven descubrió horrorizada, gracias a las explicaciones de los lugareños


capitaneados por Jonás, la identidad de aquel venerable anciano de gafas redondas y
sotana roída que tanto la había divertido con su actuación en el prado. ​Asomaron
entonces por la puerta del salón, a modo de robusto mascarón de proa, los rollizos
pechos de Camilla, agitándose sin contención bajo la blusa estampada que vestía la
noche que desapareció, y el incrédulo Barrett acompañó en su corto viaje a la doctora,
que también cayó redonda sobre el​ ​esqueleto de ​El Conquistador.​

Como pueden suponer, el revuelo causado por estos curiosos acontecimientos,


traspasó las fronteras del condado y se convirtió durante unos pocos días, por esos
extraños resortes que gobiernan la curiosidad humana, en ingrediente indispensable de
cualquier conversación.
Para cuando Greenhills y Bigfish acogían de mala gana auténticos ejércitos de
periodistas que merodeaban hambrientos por las calles en busca de noticias frescas,
no quedaban testigos directos que aportaran algo de luz al misterio.
Jonás, aceptó gustoso la declaración de intenciones de la oronda Camilla, felizmente
embarazada, ​con la que regresó, prole incluida, a su Gales natal; la joven doctora
solicitó ante el Ministerio la concesión de una excedencia para ingresar en no sé qué
sanatorio, y yo, queridos amigos, partí raudo a otra dimensión que no estoy autorizado
a desvelar, lejos, muy lejos, eso sí, de cualquier latitud escrita en un mapa.

Seis meses, seis días y seis horas después, entré en la taberna de Greenhills, sin
ningún temor a ser reconocido.
- ¿Es usted el dueño? - pregunté abriendo mi pequeño maletín.
- Así es caballero ¿Qué desea?
- Quisiera adquirir ese objeto del estante. Su precio no tiene importancia.
El avaro Mcarthy, me propuso una cantidad astronómica y, sin pronunciar una sola
palabra, posé sobre la barra la jugosa suma.
- Bájelo de ahí, por favor​ ​- ordené tajante - tengo mucha prisa.
- En seguida caballero. Sepa que pagué una auténtica fortuna al taxidermista, creame.
Un buen trabajo. Sin embargo, parece que la humedad de estos parajes pudre las
entrañas del más bizarro. Yo sufro también…
- De acuerdo, gracias - interrumpí.
Mientras el viejo borracho humedecía una y otra vez sus sucios dedos sin aventurarse
a recoger el abultado fajo de billetes, extraje del maletín una correa de cuero negro y la
ceñí a uno de los cuellos del cordero disecado.
- Aguarde un instante… sus cejas azules - exclamó Mcarthy - ​¿dónde he oído yo…?
¡Usted es…!
- Vámonos Trinitario, aquí hemos terminado. Por ahora.
- Un poco de calma, amo - ​me contestó desperezándose lentamente de su letargo -
¿dónde está Pío?
- En la puerta, esperándonos.
Saltó de la barra con una agilidad pasmosa, salimos del local y nos reunimos con el
gato en el callejón. ​Sin que nadie nos viera, tampoco el tabernero, que yacía en el
suelo cubierto por una alfombra de billetes con los que se costearon sus funerales,
iniciamos camino hacia otro lugar, que como bien sospechan, no viene a cuento

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