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UN UNIVERSO DONDE TODO ES EXPLICADO

En una nueva muestra de lo que puede definirse como “ciencia ficción crepuscular”, el director de Memento y
la última trilogía de Batman subestima la inteligencia del espectador con una trama apocalíptica que abusa de
subrayados y largos parlamentos.

Por Ezequiel Boetti

Es un mal síntoma que Christopher Nolan sea, desde la trilogía de Batman en adelante, una de las voces autorales
más reconocidas del Hollywood moderno y, por ende, uno de los pocos realizadores de su sistema de estudios
con libertad creativa absoluta y luz verde para disponer a voluntad de presupuestos multimillonarios. Especialista
en dotar a sus proyectos de una trascendencia por momentos insoportable, fanático irredento de la puesta en
palabras de todos y cada uno de los mecanismos narrativos de sus films, y con la subestimación de la inteligencia
del espectador promedio como norte innegociable, el realizador británico muestra en Interestelar una nueva
recaída en todos los vicios adquiridos, sumándole además una ambición desmedida incluso para sus parámetros
habituales.
El paseíto psicológico-onírico de El origen y la superposición de tramas de El caballero de la noche asciende son
juegos de niños al lado de Interestelar. El opus nueve del británico no sólo es un menjunje temático (viajes
espaciales, cruces y choques temporales, atisbos de filosofía new age, física cuántica) y referencial (Kubrick,
Malick, Shyamalan y siguen las firmas); también es la elevación a la enésima potencia de la obsesión de Nolan
por las distintas formas de control y manipulación, aplicándola ya no a la esfera social (Batman) o mental (El
origen), sino a esa materia prima del cine que es, como bien marcó la reciente Boyhoood, el tiempo. Claro que
todo es cuestión de forma e intención: si Richard Linklater acepta su avance irrefrenable registrándolo con un
naturalismo ejemplar, el director de Memento imagina las mil y una formas de deconstruirlo y someterlo al arbitrio
humano.
El punto de partida de Interestelar es propio de los exponentes de un subgénero que podría denominarse ciencia
ficción crepuscular. Esto es: películas que relatan la supervivencia de pequeños grupos humanos dentro de un
mundo inhóspito y devastado por una circunstancia reciente, siempre con la reinstalación de un orden social como
meta. Las razones del Apocalipsis están generalmente asociadas a una guerra total, una invasión extraterrestre o
la expansión de un virus a raíz de un caso de mala praxis médica, pero Nolan es un tipo muy progre y tiene una
conciencia ecológica obvia y bienpensante digna de las peores épocas de M. Night Shyamalan, así que el presente
imaginado es producto de una plaga que amenaza el abastecimiento de recursos alimenticios naturales.

Al igual que varios films de esa tendencia, como Oblivion: El tiempo del olvido, Elysium o Después de la Tierra,
la solución consiste en emigrar la humanidad a otro planeta. ¿Marte? ¿Júpiter? No, la Vía Láctea es demasiado
próxima para un megalómano como Nolan, por lo que las potenciales locaciones están a varios años luz y a un
agujero negro de distancia, tal como le explica –porque aquí todo, pero todo, se explica– el profesor Brand
(Michael Caine) a un Cooper (Matthew McConaughey) atónito. Aunque su sorpresa es improcedente: al fin y al
cabo, él es un ex piloto de la NASA devenido granjero que llegó hasta esa base súper secreta gracias a un mensaje
que la gravedad (!) le envió a su hija. A no preocuparse por la incoherencia de lo anterior: Nolan se egresó con
honores de la escuela Shyamalan y jamás dejará un hueco para la interpretación del espectador.
Dos o tres planos después, Cooper está sentado en una nave espacial encabezando un grupo de astronautas
dispuestos a todo con tal de salvar el mundo, incluso a internarse en una galaxia en la que una hora de viaje
equivalen a siete años terrestres. Como Armage-ddon, la lejanía y el sacrificio latente encarnan la excusa perfecta
para un sinfín de videos familiares y confesiones, hasta desembocar en un desenlace digno del Malick más
metafísico y trascendente, todo musicalizado por una partitura de Hans Zimmer siempre lista para subrayar
emociones. Porque Interestelar no sólo se explicita a sí misma mediante los largos parlamentos de sus
protagonistas, sino que también puntea qué sentir y en qué momento, confirmando a Nolan como un director
anómalo, quizás el único trabajador de las imágenes que, paradójicamente, descree de su poder subjetivo.

ESTRELLA DISTANTE

Después de haberse consagrado como el director que volvió a recrear los orígenes de Batman no sin aires de
delirio megalómano, Christopher Nolan se puso al hombro un proyecto de proporciones celestiales: Interestelar,
una épica espacial que se lanza esta semana en todo el mundo y que narra las tribulaciones de un grupo de
astronautas en busca de un lugar en el cielo para llevar lo que quede de la humanidad en el futuro.
Por Mariano Kairuz

Las épicas espaciales suelen ser de algún modo películas religiosas. Tiene sentido que así sea, que miren hacia
las estrellas en busca de explicaciones; del origen o el final de las cosas. La Tierra vista desde el espacio es la
imagen que lo pone en perspectiva todo; todos los miserables problemas que saturan nuestro planeta, e incluso
los más rigurosos conocimientos científicos: allá donde la comprobación fáctica no ha podido llegar, empiezan
las especulaciones, y en eso, la ciencia se parece un poco a la fe. Incluso Alien, el octavo pasajero, que es una de
las mejores películas sobre el afuera sideral, y a la vez una de lo más terrenal, eventualmente tuvo su Prometeo,
suerte de precuela que se pregunta quién nos puso en este planeta, quién estuvo antes que nosotros. Debe ser por
esto también que las grandes películas sobre el espacio empiezan técnicas y factuales y rumbean inexorablemente
hacia cierto lirismo abstracto. Siempre hubo algo de eso en Solaris; y más recientemente en Contacto, de Carl
Sagan. Pero el caso más obvio, el paradigma, es la inoxidable 2001, odisea del espacio, estrenada en 1969 pero
tanto más moderna que todas las que le siguieron. El 2001 de Kubrick y Clarke es la película que fascina a todo
el mundo, que ha subyugado a generaciones enteras, pero que hasta sus fans reconocen no haber entendido nunca
del todo. Lo reconocen porque está bien que no todo se entienda: el misterio es parte de la religión.
Cuando un par de años atrás se anunció que la nueva película del ya no tan niño-maravilla Christopher Nolan
sería una odisea espacial, parecía obvio que el tipo que se propuso convertir a Batman en el superhéroe más
realista, sucio y político y alegórico de la historia y que invistió a la aventura más bien delirante de El origen de
una gravedad y unas pretensiones metafísicas desproporcionadas, iba a apuntar esta vez al infinito y más allá, a
nada menos que hacer su propio 2001. Que si quienes lo precedieron buscaron algunas grandes respuestas en el
cielo, él iba sencillamente a encontrar a Dios.

Bueno, Interestelar llega finalmente a los cines de casi todo el mundo la semana que viene, con una expectativa
construida minuciosa y costosamente por Warner-Paramount-Legendary (las tres compañías que se repartieron
sus 165 millones de dólares de presupuesto), destinada a ser el estreno-evento de fin de año, la película enorme y
oscarizable que todos-tienen-que-ver, y las primeras críticas estadounidenses ya la alzan –con alguna que otra
objeción menor– como una de las obras maestras que habrá de dejar el 2014. Pero lo que es bastante evidente
para quienes vienen siguiendo la filmografía de su autor es que en ella Nolan repite la operación que hizo de él
uno de los personajes más requeridos de la industria; eso de convertir el tipo de materiales en los que en otras
épocas se embarraba la clase B más desvergonzada, en algo más, algo más grande, más ambicioso (y pretencioso).
En este caso, en una ópera de alcances desmesurados, que se propone como el choque perfecto entre varios
mundos –el conocimiento técnico, la reflexión filosófica y moral, y la emoción más profundamente humana–,
repleta de imágenes elegantes y ansias de trascendencia. Pero eso es la forma; el argumento es otra cosa: y
separando la paja del trigo es fácil discernir el corazón más sencillo, más simpático y aventurero de la película,
su espíritu, digamos, más Julio Verne que Clarke-Kubrick.
Reducida a su mínima expresión, la premisa es tan básica como irresistible: en un futuro cercano y apocalíptico,
un cuarteto de astronautas emprende un viaje en busca de un planeta al cual mudar a la humanidad para empezar
de nuevo. Después de todo, el guión es de Jonathan Nolan -hermano y colaborador habitual de Chris– pero su
primer boceto lo escribió por encargo, unos años atrás, para que lo dirigiera Steven Spielberg, quien luego se bajó
del proyecto.
Interestelar expone su discurso “político” en unas pocas escenas iniciales. En este futuro próximo pero
indeterminado, la contaminación ambiental –producto, se dice, de una cultura donde todos “quieren tenerlo todo”–
termina por cambiar la composición del aire y reventar las cosechas: a la gran hambruna mundial, le seguirá la
asfixia masiva. La civilización ha vuelto a una etapa agrícola, abandonado el desarrollo tecnológico, al punto que
en las escuelas se enseña que las misiones Apolo fueron falsas, meras puestas en escena. La NASA ha sido
desmontada por el gobierno, tras negarse a bombardear a grandes poblaciones de muertos de hambre a los que ya
no se va a poder alimentar. Sin embargo, nos enteramos bien pronto, una reducida comunidad de científicos
espaciales resiste y ha decidido que la única esperanza para la humanidad es encontrarle casa nueva. El héroe
habrá de salir, como corresponde a este nuevo mundo, de una familia de granjeros. Pero el que interpreta Matthew
McConaughey con su acento indisimuladamente texano no es cualquier granjero, sino uno de los mejores ex
pilotos del mundo, que ahora se dedica, porque no le queda otra, a la economía de supervivencia. El único, le
dicen en la NASA clandestina, capaz de llevar a cabo la misión. Y lo que hace posible la misión es un
descubrimiento relativamente reciente: un wormhole, un “agujero de gusano”, subproducto teórico de la teoría de
la relatividad; un pliegue en el espacio-tiempo que permitiría tomar atajos para realizar viajes interestelares que
de otro modo serían imposibles en el tiempo de una vida humana. Cómo la película va transformando su premisa
tecnofantasiosa inicial en la posterior experiencia filosófica, moral y extrasensorial (y en un discurso sobre el
amor que todo lo puede) es algo que no vamos a contar acá, para no arruinársela a nadie.
Y en todo caso puede adelantarse que la verosimilitud de las ideas que se proponen a medida que avanza el viaje
depende un poco del tono narrativo: las cosas más ridículas se han dicho en La guerra de las galaxias y Viaje a
las estrellas, y ambas, en general muy divertidas sagas, han arrastrado legiones de fans. Ahora bien, otra cosa es
cuando las especulaciones más lejanas se sirven en plan cientificista y con toda seriedad. A este respecto mucho
se ha promocionado la estrecha colaboración entre los Nolan y el físico y divulgador estrella Kip Thorne –amigo
del fallecido Carl Sagan y Stephen Hawking, entre otras celebridades científicas–, quien habría ayudado a los
expertos en efectos de la película a diseñar un wormhole y un agujero negro lo más realistas posibles, de acuerdo
con las teorías más actuales y sólidas disponibles en relación con estos dos objetos que aún no se ha probado que
no pertenezcan al orden de la fantasía. Hay, entre los elementos más desembozadamente trash de la historia, unos
robots nada antropomórficos que probablemente se sumen a la gloriosa dinastía de acompañantes cibernéticos
para astronautas a la que pertenecen los traicioneros HAL de 2001 y Ian Holm en Alien, o R2D2 y su émulo
berreta en el Buck Rogers de los ‘80.
Interestelar es un viaje de tres horas con algunas turbulencias: hay ingenio pero también mensajes machacosos;
gravedad e ínfulas y grandilocuencia, pero también algunas imágenes de verdad asombrosas (¡La ola gigante!
¡Gargantúa!). Como la más prosaica clase B, exige el clásico suspension of disbelief: suspender la incredulidad,
y entregarse al relato. Como las épicas espaciales sobre las que busca modelarse, reclama algo de paciencia. Y
como casi todo el cine contemporáneo –esa cosa que ha sido decretada muerta ya tantas veces–, sólo pide un poco
de fe.

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