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Ideología, conflictos y poder - Pierre Ansart

En este texto es esencial entender cómo participa la ideología en la estructuración de los individuos,
la movilización de las energías y el estrechamiento de los vínculos sociales. Además de entender
cómo explica el autor el imaginario social, la ideología política y la relación existente entre ambos.

Cap 1: los imaginarios sociales


Weber definió la acción social como una actividad en la cual los agentes se proponen un
sentido. Al llevarse a cabo esta actividad, supone que cada comportamiento individual está
integrado en una continuidad, que las conductas se coordinan y responden conforme reglas
interiorizadas, de acuerdo con expectativas recíprocas. Una práctica social supone una
compleja estructura de designación, de integración significante, de valores, un código
colectivo interiorizado. Toda sociedad crea un conjunto coordinado de representaciones, un
imaginario a través del cual se reproduce y que identifica consigo mismo al grupo. Tanto
las sociedades modernas como las sociedades sin escritura producen este tipo de
imaginarios sociales, estos sistemas de representación a través de los cuales se
autodesignan, fijan simbólicamente sus normas y sus valores.
Y si es cierto que para realizarse, las normas deben aparecer, de alguna manera, como
deseables y articularse a los deseos individuales y colectivos, ¿cuáles serían las
consecuencias de un distanciamiento entre las normas y los afecots? y ¿cómo se
manifestará esta separación y este desinvestimiento? Estas preguntas rebasan el solo
problema de las ideologías políticas y se plantean en toda formación histórica cualquiera
sea su aparato simbólico. El problema, en efecto, debe plantearse en toda su generalidad:
¿cómo se articulan estos sistemas simbólicos con los conflictos sociales?

EL MITO
Se puede admitir provisionalmente que en una sociedad sin escritura, se realiza la mayor
adecuación de todas las prácticas sociales al sistema de significación. El mito es la
experiencia cotidiana, lo imaginario vivido, el modo de relación de los hombres consigo
mismos, el mundo y el prójimo. El relato mítico aporta la red de significaciones por medio de
la cual se explica y se concibe el orden del mundo en su totalidad.
Al mismo tiempo que los relatos, las estructuras simbólicas establecen ordenadamente un
sistema de pensamiento, una red de interpretación que nos permitirá, por proyección,
reinterpretar y ordenar todos los fenómenos. Las identidades parciales se constituyen por
identificación con los diferentes momentos del relato. La lógica social, en su totalidad, se
encuentra transpuesta idealmente en la lógica del mito.
El relato menciona implícitamente los fines esenciales de la vida colectiva y sitúa la finalidad
suprema precisamente en la realización del mito, en la fidelidad a los modelos y la
presentación renovada de su sentido colectivo mediante el rito y la ceremonia. El rito
justifica, al mismo tiempo, los ciclos de la vida colectiva.
La religión y la ideología se esforzarán por alcanzar, sin lograrlo, la adecuación de la
experiencia vivida a las significaciones.
El mito que unifica, une diferenciando, expresa las diferencias de valores y funda las
relaciones de autoridad entre ambos sexos. La estructura fundamental de la distinción entre
lo masculino y lo femenino en numerosos mitos africanos, asocia a los hombres con el
orden y a las mujeres con lo asocial. Así mismo los relatos míticos señalan a las diferentes
generaciones como a las diversas funciones sociales, su lugar dentro de una jerarquía,
proveen el modelo de las relaciones de autoridad que conviene respetar para asegurar el
cumplimiento del sentido. El relato mítico no es sólo la estructura totalizante del sentido
colectivo sino, señaladamente, un instrumento de regulación social, el código a la vez
funcional y coercitivo que impone el mantenimiento del sistema de estratificación.
El mito lo que hace es participar en la orientación de las conductas, en la canalización de
las energías tanto como en la represión simbólica de las desviaciones. El mito responde,
entonces, dinámicamente a una amenaza latente de descomposición, de violencia, de
desviación. Va a constituir, entonces, un elemento esencial del control social.
Ahora bien, los partidarios del sistema jerárquico reafirman el mito tradicional para asegurar
su superioridad, mientras que sus oponentes transforman la genealogía para negar su
situación plebeya. Las comunidades impugnantes oponen al mito dominante un contra-
mito que se podría llamar “dominado” y que participa como un instrumento y un desafío
simbólico, en su esfuerzo de transgresión.
Toda manipulación del aparato simbólico global es pues decisiva en la renovación o la
transformación de las relaciones sociales y este trabajo de reescritura simbólica puede
volverse, por sí mismo, un campo estratégico y táctico en el conflicto entre los grupos
rivales.

LA RELIGIÓN
Cuando la religión reemplaza al mito, cumple lo esencial de las funciones que cumplía éste
último, pero dentro de otros límites y con otras modalidades. Como el mito, la religión se
propone dar la explicación última del orden del mundo, rendir cuentas de la existencia social
y de sus razones de ser.
La religión indica lo deseable, ordena los actos individuales para la realización de los
deseos justos, exalta las formas supremas de la realización de uno mismo. El amor a Dios
es propuesto como la forma más elevada del deseo, al final de una jerarquía compatible de
deseos y placeres individuales.
Las actividades sociales en su conjunto no están ya encargadas, a un mismo título del
sentido supremo: sin entrar necesariamente en conflicto con la práctica religiosa, otras
prácticas se especializan en la producción de los bienes materiales o en la gestión política
de las relaciones sociales. Tal es lo que erige esa vasta tripartición indo-europea que une y
separa en una jerarquía conjunta la práctica religiosa, la actividad política y el trabajo de
producción material. El discurso religioso no recubre ya con igualdad al conjunto de las
significaciones. Toda una parte de la vida social implica un proceso de secularización. A
partir de entonces surgen nuevos conflictos. La religión, como el mito, dicta las razones de
las separaciones sociales y explica la desigualdad de los grupos, legitimando así el poder
“el ungimiento del Señor”. Tal como el mito podría ser objeto de una manipulación por parte
de los grupos adversos a los clanes dominantes, los bienes religiosos van a ser el objeto de
múltiples versiones e impugnaciones, en función de las luchas individuales y sociales.
En provecho de un análisis de los conflictos ideológicos, se puede hacer ver hasta qué
grado supremo el debate religioso posee significaciones múltiples, siendo apto para totalizar
todas las significaciones implícitas en una sociedad.
Los conflictos ideológicos tienen pues múltiples significaciones que los desbordan
infinitamente, pero a pesar de esto no constituyen una simple forma de contenidos que les
serían exteriores: son a la vez simbolización, desplazamiento, cristalización, escena crucial
en que se toman las decisiones que conciernen a la vida de todos.
LA IDEOLOGÍA POLÍTICA
Esta evocación de los mitos y las religiones no conduce en modo alguno a confundirlos con
las ideologías políticas y todavía menos a hacer de estas últimas simplemente las religiones
del mundo moderno.
Al comparar el mito, la religión y la ideología política, se revela desde el principio que la
desaparición de garantías supra-terrestres, levanta los obstáculos a la emergencia de los
conflictos y hace de la última no ya un campo accesible en forma secundaria a tales
conflictos, sino más bien el lugar simbólico en que éstos tienen lugar.
Una ideología política se propone señalar a grandes rasgos el sentido verdadero de los
actos colectivos, trazar el modelo de la sociedad legítima y de su organización, indicar
simultáneamente a los detentores legítimos de la autoridad, los fines que la comunidad
debe proponerse y los medios para alcanzarlos.
La ideología política provee una explicación sintética en que toma sentido el hecho
particular, en que los acontecimientos se coordinan en una unidad plenamente significativa.
La ideología toma a su cargo esta función social general y universalizante de dar sentido a
la acción y, en primer término, a los proyectos y las empresas políticas. Pero, con ello, la
ambición ideológica abre un nuevo campo de conflicto en relación con los límites de su
jurisdicción. La religión esbozaba una solución a este problema por medio de la distinción
entre lo sagrado y lo profano: al especializarse en la manipulación de los bienes de
salvación, las autoridades religiosas reconocían a las autoridades políticas y civiles el
derecho de legislar en su dominio propio.
La sustitución de la religión por la ideología política, en tanto que aparato simbólico
integrador, ha iniciado un conflicto permanente que concierne al derecho de producción de
los bienes de significación.
En la ideología política se plantea como problema la misma ambición de retotalizar la
experiencia social y reconstruir una verdad política, ya que se trata de producir una verdad
viva, vedándose empero al mismo tiempo la referencia a lo absoluto. La ideología política se
dice totalizante pero no puede descartar la conciencia de la arbitrariedad histórica.
Cada ideología construye un sistema temporal donde el pasado y el futuro se coordinan,
proveyendo una plenitud de significación a la acción presente.
La ideología da sentido al presente, no relacionándolo ya con los orígenes o inscribiéndolo
en la voluntad de Dios, sino situándolo en un tiempo significativo y en una intencionalidad
colectiva. La ideología debe, entonces, responder a las preguntas que la religión permitía
eludir. Ahí donde la religión podía aportar una respuesta evasiva o referir el drama del futuro
a la sola salvación individual, la ideología debe responder con precisión, incluso antes de
que pueda ser anticipado algún criterio puesto que se trata de decidir lo que todavía no es.
La ideología va a hallarse en la obligación de reinventar los argumentos necesarios para
establecer los valores, sin poder fundarse sobre una autoridad inalienable.
En fin, la ideología política renueva la función tradicional de los mitos y las religiones, la de
asegurar el consenso social, construyendo un modelo, un paradigma de lo social que
señala, justificándolas, las posiciones sociales.
Gracias a estos aspectos, la ideología política constituye de las tres grandes modalidades
del imaginario social, la más favorable para la expresión y la intensificación de los conflictos.
En las tres modalidades se pone en juego el mismo asunto: el sentido común, universal,
que transmitirá las representaciones colectivas que conciernen a las finalidades y las
acciones legítimas.
Los filósofos racionalistas creyeron que el abandono de las indentificaciones religiosas, al
conllevar el despojamiento de las ataduras apasionadas a lo irracional, introduciría en las
relaciones sociales una mayor paz. Sin embargo, la experiencia muestra que los valores
políticos transmitidos por las ideologías están tan investidos afectivamente como los
religiosos.
A diferencia del religioso, el discurso político, se dirige a un sujeto explícitamente
socializado para incitarlo a participar en las empresas mundanas pero, como el llamado
religioso, erige al sujeto individual en sujeto kantiano, en agente autónomo portador en sí
mismo de la verdad transmitida y responsable de su defensa.

Cap 8: Eficacia de lo simbólico


La distinción entre la función y el efecto se verifica en la práctica social, en la medida en que
un discurso puede ser funcional para una clase y serlo menos, o nada, para la otra.
En todo campo social heterogéneo y de dominación, la ideología dominante participa en el
funcionamiento del poder, pero ejerce un efecto coercitivo sobre las clases dominadas. La
consideración exclusiva de las funciones nos llevaría a ignorar esta dimensión esencial y
tornaría incomprensible la resistencia a la dominación ideológica y a las innovaciones
diferenciales que le están ligadas.

LA INTEGRACIÓN IDEOLÓGICA
El ejercicio de la censura, “la vigilancia ideológica”, el control y la represión de las
expresiones por parte de los gobiernos autoritarios, advierten lo suficiente la importancia del
discurso político en el dominio de los conflictos y en el mantenimiento de la sumisión.
En la medida en que se reúnen las condiciones generales que conciernen por una parte a la
cohesión de los mensajes y por otra a la interiorización bajo la forma de la creencia, la
potencialidad de integración viene a reforzar las adhesiones y cada adhesión oportuna
consolida la conformidad con las prácticas.
La ideología produce el acuerdo de los individuos en el terreno simbólico, la concordancia
viva entre conciencias que juzgan, conciliadas con su propio discurso. La ideología viene a
responder de inmediato a la necesidad individual de identidad, procurándole a cada quien
una identificación positiva -eventualmente exaltada- de sí mismo. Funciona la ideología así,
como medio de inculcación de la identidad social, dentro de una red de relaciones prácticas,
procura simultáneamente la identidad individual y la identidad definitiva dentro de un
conjunto de relaciones significativas, resolviendo el problema de la primera mediante la
interiorización activa de la última. Funciona así como medio de integración de los egos en la
práctica de las relaciones sociales al dar a la vez una significación positiva al individuo, una
significación legítima a las relaciones sociales y establecer vínculos dinámicos de
interioridad entre una y otra. El sujeto está llamado a definirse permanentemente, a
reconocerse en la imagen gratificante que se le propone y de ahí a consolidar esta imagen
en el ejercicio de sus relaciones significativas con el prójimo.
Los análisis de Freud revelan que las ideologías políticas, fenómenos eminentemente
colectivos y en apariencia alejados de la estructura psíquica individual, están, por el
contrario, en relación esencial con éstas y son susceptibles de responder a las pulsiones y
aportarles una respuesta. La ideología política resuelve el conflicto psíquico imponiendo su
modo particular.
Al “hacer creer” y al “hacer amar”, el trabajo de persuasión participa en el “hacer actuar”.
Mientras que la ciencia hace pensar sin hacer amar, mientras que el arte conmueve sin
racionalizar, el discurso ideológico logra integrar estas tres vías de influencia y procura la
seguridad que proviene del acuerdo que logran entre sí.
Al conjuntar estos tipos de influencia, el sistema simbólico toma parte no sólo en la
orientación de los actos, sin en la sublimación de las energías colectivas.
Por este medio y en la medida en que los mensajes están fuertemente interiorizados, la
ideología es, con mucho, una de las fuerzas productivas, que participa en todos los niveles
de la sociedad, en la producción, tanto de los bienes económicos como de los del poder.
La función de la ideología no es sólo asegurar el orden sino, sobre todo, la vitalidad de ese
orden, la intensidad de los intercambios adecuados, la movilización de las energías.

LA EFICACIA DE LA VIOLENCIA SIMBÓLICA


Donde se manifiesta sin ambigüedad la eficacia del discurso agresivo es en el seno de las
ortodoxias.
Gracias a que el sistema ideológico ha construido una subjetividad trascendente, presente
en todos los grupos y en todas las relaciones: la mínima expresión heterodoxa viene
efectivamente a perturbar el conjunto de las significaciones, las adhesiones y las prácticas.
Las expresiones que llamaremos “imaginarias” para diferenciarlas de las que sistematiza la
ideología política, realizan un verdadero trabajo social en el cual los locutores, a partir de
sufrimientos e insatisfacciones difusas, producen, mediante la palabra, un desvestimiento,
un abandono colectivo con relación a las integraciones anteriores. Estas expresiones
provocan un cambio en las actitudes y las orientaciones, en el nivel de la creencia y el
afecto.
La ironía que se formula contra las prácticas impuestas o contra los detentadores del poder,
ejerce una acción disolvente, en cuanto rompe la relación de identificación y confianza, el
vínculo de identidad simbólica anteriormente constituido.
Para desarticular la ideología impuesta y el régimen social que legitima, la ideología hace
más que oponer un contra-discurso: constituye una estructura de sentido en que la
imposición pierde su carácter absoluto y se convierte en objeto de una explicación
desvalorizadora. La contra-ideología que radicaliza la agresión contra el orden establecido,
constituye una nueva distribución de la afectividad, mediante la creación de un nuevo
sistema de valores.

EL EFECTO DE UNIVERSALIDAD
Lo que diferencia a la ideología política en tanto que institución, de toda otra institución
particular, es su potencialidad indefinida de hacerse presente en todas las actividades,
individuales o colectivas. A diferencia de cada institución, que regula un sector finito de
prácticas sociales, la institución ideológica puede erigirse en norma de todas las prácticas y
aparecer en todos los sectores de la vida social. En relación con el individuo, lo puede
acompañar y guiar en cada uno de sus logros. Además, puede intervenir intensa e
íntimamente en cada uno de estos niveles para apropiárselos y regularlos, realizando esa
función unificadora que Gramsci evocaba con la metáfora del “cimiento político”.
La ideología política posee, pues, la singular propiedad de hacerse omnipresente en la
actividad social, no como un discurso superficial o como una mera apariencia, sino más bien
como un lenguaje totalizador, un sobrecódigo susceptible de intervenir en todos los niveles
y todas las acciones, de acuerdo con modalidades diferenciadas. A partir de esto puede
constituir un lenguaje concreto de integración universal, la cohesión universal que asegura
la inaccesible totalización concreta a través de la totalización simbólica. La ideología será,
pues, un instrumento privilegiado del poder político, en tanto poder que afronta la totalidad,
a la vez que, eventualmente, el instrumento privilegiado de la reducción de las diferencias.

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