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SANTIAGO AGRELO

Fuera de los pobres no hay


salvación
"El mismo Espíritu me enseñó a bajar crucifijos de las
paredes"
Santiago Agrelo, 04 de agosto de 2018 a las 10:46

Santiago Agrelo

RELIGIÓN | OPINIÓN
Quien rechaza a Cristo en los pobres, come del pan y bebe del cáliz del Señor
indignamente
(Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger).- "Lo que oímos y aprendimos, lo
contaremos a la futura generación". A decir "Padre nuestro", a confiar en
Dios, a tener responsabilidad ante Dios, lo aprendí de mis abuelos, de mis padres,
de mis maestros, de mi párroco.

Cosas asombrosas de Dios las leí en la Historia sagrada.

A bajar crucifijos de las paredes para dar alivio al Señor crucificado me lo


enseñó el que todo lo sabe, aunque yo no sabía para qué me lo enseñaba.
Luego, de franciscanos y benedictinos aprendí las cosas de Dios en la Historia de
la salvación.

Y con todos los que han oído y aprendido, vamos contando las obras de Dios,
su poder, sus alabanzas.

Oímos, aprendimos y contamos que Dios caminaba con su pueblo en el


desierto, que lo guiaba hacia una tierra de libertad y de abundancia, que hizo con
su pueblo una alianza de recíproca fidelidad y pertenencia.

Oímos, aprendimos y contamos que Dios alimentó a los hijos de su pueblo


con el maná, un pan de gracia recogido bajo la capa de rocío de la mañana, y los
hizo vivir con el trigo celeste de la divina palabra.

Oímos, aprendimos y contamos que Dios puso su tienda entre nosotros, y


preparó para todos el banquete de su reino, un festín de bendiciones del cielo
sobre la vida de los redimidos, de los rescatados, de los liberados, de los
justificados, de los salvados, de los resucitados con Cristo.

Oímos, aprendimos y contamos -lo hacemos cada vez que celebramos la


eucaristía-, que Jesús, "la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y dando
gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos", y declaró que aquel pan, del que
todos habíamos de comer, era su cuerpo entregado por nosotros.

Hoy, comulgando, aceptamos ese cuerpo entregado, recibimos a Cristo, nos


hacemos de Cristo, para ser todos, en Cristo, un solo cuerpo, un solo Cristo.

Entonces, el mismo Espíritu que me enseñó a bajar crucifijos de las paredes,


me recuerda que he de aliviar el dolor de Cristo en su cuerpo que son los pobres,
y aprendo -¡con cuánta lentitud y poco empeño!- que no resulta coherente
comulgar con Cristo en la eucaristía y rechazar a Cristo en los pobres; aprendo
que no puedo decir sí a Cristo y decir no a los pobres; aprendo que no habrá
eucaristía para mí si no recibo a Cristo en los pobres, si no amo a los pobres, si
no cuido de ellos como se supone que cuidaría de Jesús si él, cansado del camino,
hambriento y sediento, llegase a mi casa.
Quien rechaza a Cristo en los pobres, come del pan y bebe del cáliz del
Señor indignamente, come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su
propia condenación.

Así he oído y aprendido a Cristo, y así lo voy contando a todos los que esperan
salvarse.

No creo equivocarme si digo que nuestra salvación son los pobres en los que
Cristo nos visita.

Ciertamente, ellos serán la clave con la que se nos abrirá la puerta del reino que
Dios ha preparado para los justos desde la creación del mundo.

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