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El filósofo y las ideas

Fabián Jaimes. 91247994

En el libro V de la república, Platón ha establecido inicialmente la naturaleza y las tareas de


la mujer, así como le necesidad de que las mujeres y los niños sean comunes para todos los
hombres. De hecho, un elemento central de esa sociedad parece ser su carácter comunitario
extremo: “…todos los ciudadanos deben poder regocijarse y entristecerse por las mismas
cosas”. Ante esta propuesta de estado ideal, Glaucón increpa con la pregunta de si es
posible que tal organización política exista. Platón, representado en Sócrates, afirma que
más importante que demostrar la posibilidad de la existencia de dicho estado, es el hecho de
señalar el paradigma para fundar un estado lo más próximo posible al descrito. Una
condición necesaria, no obstante, es que en esta clase de estados sean los filósofos quienes
reinen o, dicho de otra forma, que los gobernantes sean realmente capaces de filosofar. De
esta premisa, en cierta forma revolucionaria, se desprenden las dos líneas argumentales que
propongo desarrollar en este escrito: 1. ¿Qué es lo que define al verdadero filósofo y cuál es
su relación con las ideas? y, 2. ¿Cuál es la diferencia entre conocimiento y opinión?
Veremos que esta segunda línea argumental, a la cual dedicaré mucha más elaboración, es
el complemento necesario para la primera. Es necesario aclarar, por otra parte, que ni los
anteriores argumentos ni ningún otro apartado de este libro V, dan respuesta a la pregunta
ni justifican la razón por la cual los filósofos deben gobernar.

A partir de las analogías con el amor íntegro; es decir, el amor dirigido no solamente a una
parte del objeto sino a su totalidad, por ejemplo a los jóvenes con cualquier característica
que tengan, a los vinos o a los honores, Sócrates define el verdadero filósofo como aquel
que “ama el espectáculo de la verdad”. El amante de la sabiduría, o verdadero filósofo, ama
esta sabiduría no en parte sino íntegramente. Para Sócrates, el filósofo es una persona de
extraordinarias cualidades intelectuales y prácticas, pero que además ha recibido una
educación muy específica para el realce y el desarrollo completo de sus atributos. Este
componente educativo, o lo que el filósofo verdadero puede obtener de él, es una primera
diferenciación con respecto a aquellos “parecidos a filósofos”; porque mientras estos
últimos pueden llegar a ser aprendices incluso de lo que Sócrates denomina artes menores,
los verdaderos filósofos tienen un gusto natural por aprender sin límites ni restricciones. La
segunda y más importante característica del filósofo es su capacidad para diferenciar y
entender la naturaleza de las ideas, con respecto a las acciones que representan esas ideas.
Las ideas pueden entenderse como conceptos abstractos únicos e indivisibles, que delimitan
en cierta forma la necesidad de una apreciación superior o de sentidos superiores. La
bondad, la belleza, la justicia y sus respectivos opuestos, son ejemplos típicos de ideas. Sin
embargo, estas ideas en el mundo real o sensible se expresan en acciones, en cuerpos y en
interacción de unas con otras; en una manera que incluso a veces puede parecer
contradictoria. Por ejemplo, puede verse algo de injusticia a corto plazo en una acción que
al final producirá un bien mayor a más personas y por tanto será muy justa; y puede
entenderse algo como bello con ciertas particularidades, aunque haga parte de un contexto
en el cual la belleza puede ser, al menos, cuestionable –piensen en el tríptico “El jardín de
las Delicias" del Bosco, que tiene algunas imágenes horrendas pero es una obra de un valor
estético y simbólico innegable-. Las ideas de belleza y de fealdad o de justicia e injusticia,
como en los anteriores ejemplos, al aparecer en conjunto con los hechos, objetos, sujetos o
acciones que las representan, parecen múltiples en su composición y no una cada una, como
son esencialmente. Esta diferencia entre las ideas y sus expresiones es fundamental, porque
los verdaderos filósofos, a diferencia de los parecidos a filósofos, no confunden la idea con
las cosas que la representan y que participan de esa idea.

Esta capacidad de entender la diferencia entre las ideas y sus representaciones es la que
origina la segunda línea argumental: el pensamiento diferenciador es el conocimiento y
aquel individuo que es capaz de entender la idea en sí misma, es el que conoce; mientras
que el pensamiento que confunde o es incapaz de captar la naturaleza de la idea en sí, es la
opinión y quien lo hace así, solamente opina. En una primera aproximación a la diferencia
entre conocimiento (episteme) y opinión (doxa), se empieza por trazar una antonimia entre
“lo que es” y “lo que no es”, como objetos conocibles. Es necesario un breve paréntesis acá
para definir el significado de “lo que es”. Si bien parece darse cierta controversia en la
literatura filosófica acerca del verdadero significado de este pasaje del texto -Stanley
Rosen: “es una afirmación de sentido común, no una declaración de principios
ontológicos”1. David Sedley: “Es suficiente decir que en Griego clásico “lo que es”
típicamente se expande en “lo que es algo u otro”2-; la que parece encajar mejor como
definición es una de las que propone Aristóteles en su Metafísica, según la guía de lectura
de Giovanni Reale3: “se menciona el significado del ser como verdadero, al que se
contrapone el «no ser» como falso. Se trata de ese tipo de ser que podríamos llamar
«lógico», por cuanto denota el ser del juicio verdadero, mientras que el «no ser» como falso
indica el juicio falso”. Con base en la anterior concepción del ser, aunque también en cierto
sentido lo podemos ver de manera intuitiva y pragmática, Sócrates afirma taxativamente
que “tenemos seguridad en esto, desde cualquier punto de vista que observemos: lo que es
plenamente es plenamente conocible, mientras que lo que no es no es conocible en ningún
sentido”. Desde este límite de los objetos, o la ausencia de ellos, es fácil trazar los sentidos
correspondientes: el conocimiento se refiere a lo que es y la ignorancia se refiere a lo que
no es4. En este punto, además de precisar del párrafo anterior que realmente no se puede
considerar a la ignorancia como un verdadero sentido o facultad cognitiva, es necesario
redefinir a los sentidos como sinónimo de poderes. La vista y el oído, que son ejemplos
clásicos de los sentidos, en el lenguaje Platónico son poderes; que únicamente se
materializan por medio de aquello a lo que están referidos, representan o producen. El
poder de la vista no tiene una forma o un tamaño propios, como el poder del oído no tiene
una figura o un color que lo distingan de otros poderes. Ambos, vista y oído, solo son
poderes y se perciben como tales en la medida en que se puede con ellos ver un paisaje o
escuchar una melodía, respectivamente. Cada poder, por tanto, está asignado a una sola
cosa y debe producir el mismo tipo de cosas. El conocimiento científico, el más vigoroso de
todos los poderes, está asignado por naturaleza a lo que es, al objeto conocible, al ente. Acá
debemos regresar a la dicotomía inicial de lo que puramente es y de lo que por completo no

1
Rosen, S. (2005). Plato's Republic: a study. Yale University Press.
2
Ferrari, G. R. (Ed.). (2007). The Cambridge Companion to Plato's Republic. Cambridge University Press.
3
Reale, G., & de Castro, J. M. L. (1999). Guía de lectura de la" Metafísica" de Aristóteles. Herder.
4
Debemos reconocer que en el lenguaje cotidiano cuesta asimilar esta “ignorancia platónica” del “no ser” con
la sencilla ignorancia, o la cualidad del ignorante como carente de cultura o conocimientos (Diccionario RAE,
actualización 2017).
es, porque realmente hay una tercera cosa o estado intermedio entre estos dos. Esta cosa
intermedia que es y que no es, que participa tanto del ser como del no ser, pero que no
podemos denominar exactamente ni como uno ni como otro en forma pura, requiere de un
poder distinto; un poder que es inferior al conocimiento pero superior a la ignorancia. Este
poder distinto del conocimiento es la opinión y su objeto necesariamente debe ser opinable.
Volvamos a los ejemplos iniciales de la aparente multiplicidad en las expresiones de
justicia, injusticia o belleza: las cosas bellas pueden parecer, en algún sentido y desde
algunas perspectivas, feas; y las cosas justas pueden parecer, para algunas personas,
injustas. Textualmente, en palabras de Glaucón “estas cosas se pueden interpretar en doble
sentido, y no es posible concebirlas con firmeza como siendo ni como no siendo, ni ambas
a la vez o ninguna de ellas”. A partir de acá, es fácil y esperable la derivación del diálogo
hacia el poder de la opinión y su objeto:

“-Por consiguiente, hemos descubierto que las múltiples creencias de la multitud acerca de
lo bello y demás cosas están como rodando en un terreno intermedio entre lo que no es y lo
que es en forma pura.

- lo hemos descubierto.

-Pero hemos convenido anteriormente en que, si aparecía algo de esa índole, no se debería
decir que es cognoscible sino opinable y, vagando en territorio intermedio, es detectable
por el poder intermedio.”

Por tanto, aquellos que contemplan las cosas bellas o aprecian los actos justos, pero son
incapaces de ver lo bello o lo justo en sí mismo, opinan acerca de todo pero no conocen
nada acerca de lo que opinan. Y estos “amantes de la opinión” no son filósofos y por tanto
no son los llamados a gobernar.

Para finalizar, siguiendo a Gerasimus Santas5, podemos resumir las diferencias entre el
conocimiento y la opinión así:

5
Santas, G. (2010). Understanding Plato's Republic. John Wiley & Sons.
1. El conocimiento solo puede ser verdadero, la opinión puede ser verdadera o falsa.
2. El conocimiento necesita una causa; es decir, para saber que algo es cierto
necesitamos tener evidencia o prueba de su verdad. La opinión, en cambio, incluso
si es verdadera no necesita demostración
3. El conocimiento, a diferencia de la opinión, no puede ser modificado por la
persuasión
4. El conocimiento solo se obtiene de las cosas que son inmutables y eternas; mientras
que de las cosas cambiantes, solo es posible tener opinión.

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