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Fragmento de la novela “Sinuhé el egipcio” de Mika Waltari

Editorial Debolsillo, 2017


pp 103-105

Por esto me lavé y purifiqué lo mejor que supe y salí de la Casa de la Muerte
bajo los insultos y las pullas de los embalsamadores. No era que estuviesen
mal dispuestos contra mí, sino que era su manera de hablar entre ellos. Me
ayudaron a llevar la piel de buey en que estaban cosidos los cuerpos de mis
padres. Pero, pese a que me había lavado cuidadosamente, la gente se
apartaba de mí y se tapaba la nariz y demostraba su repugnancia con gestos,
hasta tal punto se me había impregnado el olor de la Casa de la Muerte, y
nadie se prestó a pasarme al otro lado del río. Por esto esperé la noche y, sin
temor a los guardias, robé una barca y transporté los cuerpos de mis padres a
la necrópolis.

La Villa de los Muertos estaba tan vigilada por la noche que no conseguí
encontrar una sola tumba donde esconder los cuerpos de mis padres para que
viviesen para siempre en ella y se beneficiasen de las ofrendas hechas a los
ricos y nobles. Tuve que llevármelos al desierto y el sol me abrasaba la espalda
y me agotaba tanto que me creí a punto de morir. Pero con mi fardo al hombro
tomé los peligrosos senderos a lo largo de las colinas por las cuales sólo los
ladrones de tumbas se atreven a aventurarse y entré en el valle prohibido
donde estaban enterrados los faraones.

Los chacales aullaban, las serpientes venenosas del desierto silbaban a mi


vista y los escorpiones caminaban sobre las rocas ardientes, pero yo no tenía
miedo, porque mi corazón estaba endurecido contra todo riesgo y, pese a que
fuese joven, hubiera saludado a la muerte con júbilo si ella hubiese querido de
mí. No sabía todavía que la muerte se aparta de los que la llaman. Por esto las
serpientes venenosas se apartaban de mí y los escorpiones no intentaban
atacarme, y el sol no conseguía consumirme abrasado.

Los guardianes de la villa prohibida fueron ciegos y sordos, no me vieron ni


oyeron los guijarros resbalar bajo mis pies. Porque si me hubiesen visto me
hubieran dado muerte en el acto abandonando mi cuerpo a los chacales. Pero
yo llegaba de noche y acaso temiesen al valle que guardaban, porque los
sacerdotes habían hechizado y encantado todas las tumbas reales con su
potente magia. Al oír las piedras resbalar por los flancos de las montañas y
verme pasar en medio de la noche cargado con una piel de buey a la espalda,
volvían probablemente la cabeza y se tapaban la cara, pensando que los
difuntos erraban por el valle.

Yo no los evitaba ni hubiera podido evitarlos, puesto que ignoraba la situación


de sus puestos y no me ocultaba de ellos. El Valle de los Reyes se abría ante
mí, tranquilo como la muerte en toda su desolación, más majestuosa a mis
ojos de lo que pudieron ser los faraones sobre su trono durante su vida.
Anduve toda la noche por el valle en busca de la tumba de un gran faraón cuya
puerta hubiese sido sellada por los sacerdotes, porque hasta entonces no había
encontrado nada suficientemente bueno para mis padres. Quería también la
tumba cuyo faraón no hubiese tomado la barca de Amón hacía mucho tiempo,
para que las ofrendas estuviesen frescas todavía e impecable el servicio del
templo mortuorio de la orilla del río, porque sólo lo mejor era suficientemente
bueno para mis padres, ya que no podía darles una tumba particular.

Cuando la luna se acostó, cavé una fosa al lado de la puerta de una tumba de
un gran faraón, metí en ella la piel de buey en que estaban cosidos los cuerpos
de mis padres y volví a cubrirla de arena. A lo lejos, en el desierto, los
chacales aullaban, de manera que supe que Anubis erraba por las soledades y
se ocuparía de mis padres para guiarlos durante su último viaje.

Estaba seguro de que delante de Osiris mis padres pasarían con éxito el pesaje
de los corazones, aun sin tener un Libro de los Muertos escrito por los
sacerdotes y repleto de mentiras. Por esto experimentaba un inmenso alivio al
amasar la arena sobre la tumba de mis padres. Sabía que vivirían eternamente
al lado del gran faraón y que gozarían humildemente de las piadosas ofrendas.
En el país del Poniente podrían navegar en la barca real, comer el pan de los
faraones y beber sus vinos. Esto es lo que había obtenido exponiendo mi
cuerpo a las lanzas de los guardianes del valle prohibido pero no hay que
darme mérito alguno por esto, porque no temía sus lanzas, ya que aquella
noche la muerte me hubiera sido más deliciosa que la mirra.

Mientras cerraba la tumba, mi mano tropezó con un objeto y vi que era un


escarabajo tallado en una piedra roja, cuyos ojos eran piedras preciosas y
estaba cubierto de signos sagrados. Entonces un temblor se apoderó de mí y
mis lágrimas resbalaron en la arena, porque en pleno Valle de la Muerte me
parecía haber recibido de mis padres el signo que indicaba que estaban
tranquilos y felices. Esto es lo que quería creer, pero no obstante, sabía que
aquel escarabajo había caído seguramente de entre los objetos del faraón
durante el entierro.

La luna se acostaba y el cielo tomaba un color gris. Me postré sobre la arena y


levantando los brazos saludé a mi padre Senmut y a mi madre Kipa. Que sus
cuerpos duren eternamente y su vida sea feliz en el reino del Poniente, porque
solamente por ellos quería creer en la existencia de este país. Después me
alejé sin volver la cabeza. Pero llevaba en la mano el escarabajo sagrado y su
fuerza era grande, porque los guardianes no me vieron, pese a que yo los
viese a ellos cuando salían de sus cabañas para preparar al fuego sus comidas.
El escarabajo era muy poderoso, porque mi pie no resbaló sobre la roca ni las
serpientes y los escorpiones me tocaron, a pesar de que no llevaba ya la piel
de buey sobre los hombros. Aquella misma noche alcancé la ribera del Nilo y
bebí el agua del Nilo, después me acosté entre los cañaverales y me dormí. Mis
pies estaban llenos de sangre y mis manos desgarradas; y el desierto me
había deslumbrado, mi cuerpo ardía y estaba cubierto de ampollas, pero vivía,
y el dolor no me impidió dormir porque estaba muy cansado.

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