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Por esto me lavé y purifiqué lo mejor que supe y salí de la Casa de la Muerte
bajo los insultos y las pullas de los embalsamadores. No era que estuviesen
mal dispuestos contra mí, sino que era su manera de hablar entre ellos. Me
ayudaron a llevar la piel de buey en que estaban cosidos los cuerpos de mis
padres. Pero, pese a que me había lavado cuidadosamente, la gente se
apartaba de mí y se tapaba la nariz y demostraba su repugnancia con gestos,
hasta tal punto se me había impregnado el olor de la Casa de la Muerte, y
nadie se prestó a pasarme al otro lado del río. Por esto esperé la noche y, sin
temor a los guardias, robé una barca y transporté los cuerpos de mis padres a
la necrópolis.
La Villa de los Muertos estaba tan vigilada por la noche que no conseguí
encontrar una sola tumba donde esconder los cuerpos de mis padres para que
viviesen para siempre en ella y se beneficiasen de las ofrendas hechas a los
ricos y nobles. Tuve que llevármelos al desierto y el sol me abrasaba la espalda
y me agotaba tanto que me creí a punto de morir. Pero con mi fardo al hombro
tomé los peligrosos senderos a lo largo de las colinas por las cuales sólo los
ladrones de tumbas se atreven a aventurarse y entré en el valle prohibido
donde estaban enterrados los faraones.
Cuando la luna se acostó, cavé una fosa al lado de la puerta de una tumba de
un gran faraón, metí en ella la piel de buey en que estaban cosidos los cuerpos
de mis padres y volví a cubrirla de arena. A lo lejos, en el desierto, los
chacales aullaban, de manera que supe que Anubis erraba por las soledades y
se ocuparía de mis padres para guiarlos durante su último viaje.
Estaba seguro de que delante de Osiris mis padres pasarían con éxito el pesaje
de los corazones, aun sin tener un Libro de los Muertos escrito por los
sacerdotes y repleto de mentiras. Por esto experimentaba un inmenso alivio al
amasar la arena sobre la tumba de mis padres. Sabía que vivirían eternamente
al lado del gran faraón y que gozarían humildemente de las piadosas ofrendas.
En el país del Poniente podrían navegar en la barca real, comer el pan de los
faraones y beber sus vinos. Esto es lo que había obtenido exponiendo mi
cuerpo a las lanzas de los guardianes del valle prohibido pero no hay que
darme mérito alguno por esto, porque no temía sus lanzas, ya que aquella
noche la muerte me hubiera sido más deliciosa que la mirra.