Sei sulla pagina 1di 178

1

Luis Javier Mateo Acín

EL AMOR NO ES
FILOSOFÍA
2

I-
SÁBATO
4
___________________

______
II-
CERVANTES
27
___________________

_
III- ÍNDICE
SCHOPENHAUER
44
___________________

____
IV-
DE LA ROCHEFOUCAULD

63

___________________
V-
______
PASCAL
84
___________________

_____
VI-
ERASMO
107

VII-NIETZSCHE
125

++
VIII-
DALÍ
139
___________________

_____
IX
CAPRA
158
3
4

I
“El hombre concreto, pertenece al mundo turbio y carnal.”

Ernesto Sábato. Antes del fin

Recuerdo cuando le escribía poemas a Eva Lange (entre versos

eclécticamente románticos y eróticos y de surrealismo genuino), una chica de

provincias que debió conseguir urbanizarse a base de tesón y de sudores

extraordinarios perpetuados durante años sin que por ello se le notase la mella

de sus esfuerzos, pero que sin embargo, ese curtimiento no arrojaba una cara

demudada que delatara sus abstrusos procedimientos, al contrario, su cara era

de esas que constituyen un duro pergeño que sin dejar de ser femenino,

mantiene una posición imperturbable ante cualquier circunstancia y situación;

podría decirse que no frunciría el ceño tanto si tuviera delante una tragedia como

una comedia, pudiendo proteger el delato espontáneo de los rasgos faciales con

unos aderezados trazos de cosméticos sutiles y exquisitos que proyectaban una

seguridad inmediata, ante cualquier situación, ajena o propia, amenazante o

favorable; daría igual, esos gestos estaban tan estudiados ante un espejo que su

persona podría mitigar y moderar sus movimientos para no dar ni un solo paso

en falso, siquiera en la más fútil situación o tejemaneje. La vi entre la

muchedumbre acompañando a mi amiga Pilar que, levantó la mano para hacer


5

notar su presencia y poder provocar un cariñoso saludo entre los dos.

Estábamos en una galería de arte en la que concurrimos los más allegados

de una pintora amiga común, aunque por mi parte, hubiera resultado aliviador

poder ausentarme del compromiso, porque no era de mi agrado

aquella exposición figurativista con tantas rémoras recursivas cientos de veces

revisitadas en la pintura contemporánea, plagadas de tópicos con aires de falsa

modernidad, pero que a los supuestos artistas les hacen comportarse con

ínfulas desbaratadas que están fuera de lugar, y que, si por novedosos y

renovadores se tienen, parece que no están al día de lo que los marchantes más

vanguardistas pasean por los círculos artísticos. En cuestiones de Arte hay que

tener cuidado con lo que se hace, es importante saber reconocer qué

fundamentos forman parte del bagaje histórico cuya tradición tiene que

perpetuarse y cuáles se quieren insertar como renovación o novedad, marca

personal o estilo, y no era el caso, por lo que aquella situación en la que

me estaba encontrando con otra amiga me salvaba de tener que guardarle el

cumplido a la anfitriona con cercanía y complacencia, y, debió de ser por el

hecho de no sentirnos observados por ningún otro conocido que el desparpajo

de Teresa, sin ambages ni miramientos, después de que hubimos sorteado al

trasegado público, se colgó de mi cuello contoneando su cuerpo hasta dejarlo

flácido como el de una María Magdalena de un cuadro renacentista; mientras

Eva, apartada del marco a unos dos metros, me dirigió una mirada prepotente,

hecho que advertí al instante, y como consecuencia, la trocó por esquiva e

intentó temperar su altiva impronta esbozando una edulcorada sonrisa, pero ya

era tarde, sus ojos penetrantes me habían escrutado en cinco segundos,

mientras que yo, con indulgencia (Pilar estaba detrás de ella, a su espalda,

como para no poder reprobarle la actitud siquiera con la mirada), había


6

tomado su implacable reconocimiento como una de tantas miradas femeninas

que dan por fiable su impresión de primera vista, amparadas en esa falaz

intuición (femenina) que tan ufanas hace sentirse a las mujeres. Mi amiga Pilar

me ofreció una profusa risotada cómplice, producto de tantas tardes a tiempo

perdido y dedicación exclusiva que yo le había regalado en el pasado. Esa

confianza era de las que dejan una huella tan persistente como para que

cualquier tiempo pasado devengue en el recuerdo a retribuirle un capital de

actualidad y presencia. Los tiempos pasados, los presentes y los futuros, sólo

son conjugaciones del destino para vivir con independencia del individuo su

propia realidad, que se nos hace presente sin advertirlo, porque, nadie es dueño

de su destino, y como reverso, todo destino busca un dueño para explicarse a sí

mismo con autonomía e independencia del individuo en el que se ha de encarnar,

“cosas del destino,” suele decirse. Dicen que el destino es todo aquello que te

trae el futuro y que a uno nunca se le hubiera ocurrido imaginar, por lo que en el

caso de mi amiga Pilar, el destino le ha transformado su carácter tomentoso por

una sosegadora seguridad personal de la que siempre alardean los intérpretes

(Pilar es pianista de vocación y musicóloga de dedicación) y que, siquiera lo

disimulan, por el contrario, tienen sometidos al público con un engreimiento

gratuito ante la admiración del graderío por la extraordinaria dificultad reconocida

ante el dominio del instrumento.

¡Ay!, mi Pilar. Cuántas veces ha llorado en mi hombro pensando que yo era

su único paño de lágrimas y consuelo de sus aflicciones; y algo de cierto había

en ello cuando me rascaba la espalda y ponía su cabeza sobre mi hombro

afectivamente, en unas de esas ocasiones de debilidad de espíritu en que el

contacto y la complicidad con la otra persona le convierte a uno en soporte de

sus inmundicias, consiguiendo que todo lo compartido pueda ser más soportable
7

y llevadero. Creo que dejó esos hábitos cuando descubrió que si yo cruzaba la

entrepierna no era porque en ciertas ocasiones la gravedad del asunto se

reflejaba en cierta circunflejidad de mi cuerpo compungido, sino porque tenía

que tapar mi miembro erecto. El hecho de que llevásemos aproximadamente dos

años sin vernos no sería sólo por eso, cuando las amistades cambian de aire es

porque otro aire corre por otras latitudes, y entonces, como navegantes

compartiendo una aventura por el mar es en los momentos borrascosos cuando

se luce el buen piloto, resulta imprevisible la tormenta que ha de arrastrare hacia

las aguas del olvido. Pasase lo que pasase en todo lo sucedido, ambos

seguimos respetándonos al conocer el potencial de nuestras respectivas fuerzas.

El baúl de los recuerdos confesos de nuestras vidas íntimas es el guardián de

las formas, las composturas y las apariencias; porque esa intimidad compartida

(antaño refugio de los más dañinos males que nos infundía el mundo) podía

ahora convertirse en arma (y ya no en escudo) que se volviera en contra

de nosotros, pudiendo llegar a ser tan peligrosa como para revelarse en favor

del oscuro proceder ajeno de controlar y manipular tu independencia, postrada a

la intemperie del trasiego urbano, siempre osado con querer saber más de lo

que debiera, y por lo tanto, traficante de información privilegiada, es sin

duda alguna el chismorreo la moneda de cambio más preciada de tus enemigos,

que te escudriñan, te sonsacan y te amedrentan subrepticiamente sin siquiera

percibirlo, forjan de tu persona una máscara que figurará en mentideros y

reuniones de amigos, porque todo se extiende y se hace público como en un

acto carnavalesco, todo se transforma y no somos dueños ni de nosotros

mismos ni podemos hacer demasiadas cosas para procurarnos aquello que nos

hace felices o incluso aquello que nos complace, es necesario estar solo y no

depender de nadie, y eso es difícil y un desaire para los otros, que nos
8

buscan y nos quitan tiempo para hacernos confidencias o contarnos su actual

insustancial vida, nos dejamos llevar por condescendencia y por mundanal

ruido, se habla y se habla como si no se supiese estar en el más puro

aislamiento, pues como pecadores y confesos conversamos con nuestro interior

sin cortapisas ni frenos y terminamos haciendo filosofía de la vida cotidiana y nos

reinventamos a nosotros mismos, no sin mezclar a los otros (yo no suelo

hacerlo), vivimos encabalgados como si fuésemos uno en todos y todos en uno;

no hay corriente de pensamiento (salvo la Metafísica) que no sea paralelamente

aplicable a la persona de al lado, a su contigua, o a la emparentada a través de

los amigos de los amigos.

— Salva, Salva, ¿cómo estás? ¿Qué es de tu vida?— me preguntó Pilar

con cierto tono retórico y algo forzado, pero cuidadosamente disimulado—. Te

presento a Eva Lange—dijo, girando su cuerpo (ahora ya derecho) y

señalándola con la palma de la mano, abierta en dirección a su talle que se

encontraba todavía a unos metros por detrás de nosotros. Eva se había

quedado parada, firme y algo despreocupada para posibilitar el acomodo de

nuestra situación personal, por lo que en ese vacío momentáneo en el que los

tres nos habíamos quedado callados, hice una inocua broma:

— Si esta es la auténtica Eva, yo quiero ver el verdadero paraíso. Y proseguí—.

¡Hola! Pilar, qué alegría. Me alegro de verte de nuevo. Mi vida transcurre sin

muchos nuevos acontecimientos— dije retóricamente al retrotraer la pregunta.

Después de que hube dado los dos besos protocolarios a su amiga, Eva Lange

sonrió bajando la cabeza con un aire de timidez, ternura y provocación, que mi

súbito interés de “primera vista” se exponenció al igual que en una operación de

álgebra y cuyo resultado obtenido en la ecuación me intrigaba a resolverlo

aquella misma noche en la que pronto empezamos a hablar de una manera muy
9

natural y distendida, yendo de un cuadro a otro sin que lo que más importase

fuese la pintura. Sin embargo, al poco tiempo, mi aplomo e implacabilidad

que otrora hiciese gala ante cualquier fémina se estaba viniendo abajo; mi

impresión de primera vista se había mostrado errática y me estaba dejando

desconcertado, Eva se mostraba con una resolución y una soltura que yo no

había advertido en ese primer chequeo, y, siquiera sin saber por qué había

perdido yo las riendas de la situación, era ella la que estaba predominando en la

conversación con una ponderación diligente. Eva era escritora y reconocía cierto

defecto en el arte de la Pintura de expresar emociones demasiado abstractas y

de representar ideas ambiguas a las que no se les podían poner

calificativos ni descripciones precisas como si puede hacerse mediante el

dominio de la palabra: El ser humano no puede reducirse a descripciones

abstractas, porque su intrínseca complejidad invita a inferirlo con un léxico

preciso, e ineludiblemente, tiene que ser definido con palabras que

circunscriban concreciones exactas y específicas. “Es como la Literatura”,

decía Eva, con un tono implacable en el que la seguridad de sus palabras

debían de haberse meditado en pro de la deformación profesional, y que,

siempre termina por ser el punto de vista más preciso para las

generalidades de la vida. “La tragicomedia de tu vida tiene que bosquejarse en

la pubertad, tiene que escribirse en la juventud y debe concluir con

un final feliz en la madurez. Hay que pasar por la vida como si fuera una

obra de teatro, pero tienes que ser el autor, el director, el protagonista y el

escenógrafo a la vez”, proseguía. Ante la contundencia de sus palabras, a mí,

me pasaron por la cabeza estas otras extraídas de una novela de Sábato de la

que no recuerdo el título: “aunque terrible es comprenderlo, la vida se hace

en borrador, y no nos es dado corregir sus páginas”, a lo que yo añadía


10

para mis adentros en una reflexión algo intempestiva para ese momento, algo

así como que, la propia fragilidad del ser hace que se pueda deleznar en

cualquier momento, y su reconstrucción sólo da lugar a la improvisación in

situ, con lo que la vida dentro de una obra de teatro me parecía excesivamente

ordenada, estructurada y formalizada para asirla en los momentos en que

necesitase auspicio. Sin embargo, no dije nada, no era momento pertinente

para semejante disertación filosófica, y más, sabiendo que si empiezo a forzar

mis intervenciones por ese camino me pierdo yo solito entre cumbres

borrascosas y bosques animados en la propia complejidad de la lógica,

llegando a un punto del camino en el que se entrelaza con otros senderos harto

encrucijados y laberínticos, e incluso interminables, si no fuese porque

concluyen llevándome al punto de partida desde el que suelo resumir que

filosofar es perder el tiempo. Ante esta conclusión, dejé que E v a se

explayase a sus anchas, era ella la que parecía que tenía más ganas de

dar rienda a su parlamento, mientras que yo, me limitaba a escucharla

pacientemente mientas la incoaba a que desvelase sus interiores,

interviniendo sólo puntualmente en sus sentencias, dejando entrever por mi

parte una solvencia expeditiva que suele gustar a las mujeres, más a las

que tienen una vasta cultura labrada con convicción y desfondamiento.

Con ese propicio acercamiento de temática común, nuestras parcelas

personales más oscuras y críticas estaban siendo exteriorizadas como catarsis

propia de camaradería, con lo que una temperancia de náufragos y

perdedores estaba saltando a la palestra como buena moneda de cambio

para el acercamiento y el colegueo; a fin de cuentas, yo también era

escritor y los temas personales salían espontáneamente como los incisos en

una discusión futbolística entre hombres, acalorándonos en cada jugada y


11

compartiendo momentos de distensión y complicidad propios de tarde de

domingo en un bar de barrio, en el que la familiaridad fluía como si la causa

común fuera ganar un partido contra alguien, quizá contra todos los demás

invitados que se reunían por grupos y por turnos alrededor de la autora de los

cuadros, y que al parecer, hablaban de sus pinturas con una solicitud medrosa,

más propia de advenedizos y principiantes que de entendidos, mientras

que nosotros, ajenos a lo presente, yo ya le había advertido de la falta de

interés de la exposición, con lo que en ese deambular por la sala sin más

fijaciones hacia los cuadros que las protocolariamente correctas, íbamos

desmenuzando, tema por tema, cuestión por cuestión, lo que de artístico tiene

la vida. Y si de arte iba el asunto en cuestión, no lo era menos intentar subsistir

con mi dedicación de aquellos momentos (transitoria, le iba deduciendo), que

era escribir guiones para Comedias acomodadas, un programa de reciente

estreno en una televisión local que lo iba combinando con otras empresas

menores, siempre de humor, claro, le subrayaba yo, mientras le

confesaba que mis verdaderas aspiraciones eran escribir un guion para una

comedia cinematográfica, aunque añadía, que esa realidad estaba tan lejana

como una isla del Caribe para un africano de la selva de Kenia. —Todo

llegará—, me animaba ella por condescendencia hacia mi inferioridad

profesional, porque ella acababa de publicar su primera novela, y su orgullo

translucía cierta petulancia de distinguirse ante los demás asistentes de la sala.

— ¿Cómo es que te apellidas Lange?— No había ninguna evidencia en su

acento para pensar que no fuera española, le pregunté en un momento dado en

el que se hizo un vacío circunstancial cuando nos detuvimos enfrente de un

cuadro incomprensible, no había por dónde cogerlo, Eva porque no entendía

mucho de Pintura, y yo, porque le atisbaba demasiadas rémoras de estilos ya


12

pasados de moda.

— Mi madre era inglesa, cambié el primer apellido por el materno— respondió.

Eva debía haber sido una muchacha que se había ido curtiendo y modelado a

sí misma a golpe de fuerza de voluntad, yendo los veranos a trabajar a algún

restaurante de la costa para pagar sus estudios universitarios y sobrevivir en

invierno (obligada por la orfandad paterna, único dato de su infancia que me

había regalado), porque no tenía pintas de haber sido una niñita pija ni

enmadrada.

— No, no, ¿por qué te presentan con el nombre y el apellido?

— ¡Ah! ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!— Se empezó a reír a carcajadas contagiándome

a mí también—. Es un secretillo.

— La vida está plagada de secretillos que queremos descubrir ¿no?— Le

dije yo con un tono de chascarrillo, muy propicio para subir un

peldaño en nuestro acercamiento, de seguro que la broma me allegaría un

poco a la vez que la estimularía a sentirse más receptiva hacia mis envites.

— ¡Ja, ja, ja!— Esta vez irónica y con maleamiento —. Vaya con el filósofo

éste, la vida y los secretillos, ¡ja, ja, ja, ja…!— Se reía con una sonrisa

contagiosa, frunciendo el ceño ligeramente hacia arriba por el carrillo

izquierdo y entrecerrando un poco el ojo, y que a mí me estaba también

dando la risa al ver su caricaturizada cara.

— ¡Bueno! Hay quien piensa que la vida no tiene demasiados secretos, que

sólo hay que fijarse en lo que hacen los demás y copiarlo.— Dije yo.

— Je, je, graciosillo, el chico.—Esta vez, respondiendo con una sonrisa

ambigua hacia mi respuesta, a caballo entre la ironía y el consentimiento,

y, prosiguió con que lo de presentarse como Eva Lange, la distinguía de

todas las Evas, Anas, Pilares, Martas o Marías—. Un apellido de actriz de


13

cine me da cierta pose que me beneficia de antemano.—Añadía. No sabía

si sentirme aludido y considerar que tenía razón porque estaba empezando a

domeñarme con una actitud altanera que parecía que quería abocarme a un

estado de inferioridad que, pronto debería de contrarrestar si quería salir

airoso de aquél lance en el que yo creía que me estaba prodigando con

una sagaz probidad, aunque quizá esto, no fuese del todo cierto, empezaba

yo a cuestionarme.— Un artista no es nadie sin su pose,— seguía así con

su tesis—. Hay quien empieza por inventarse una pose y luego encuentra lo

verdaderamente creativo.— Continuaba con su disertación, dejándola yo

que se recreara lo más posible en esa autodescripción suya de la pose,

por otro lado, artificio ingenioso para esconder las armas y las

defensas ante los contrincantes; la vida es lucha o ruedo, ring o campo de

batalla, de eso no tengo duda—. La pose puede ser un buen comienzo, lo

demás viene por sí solo cuando tu imagen tira de ello como los

personajes en las novelas que quieren independizarse del narrador

imponiendo un carácter personal que escapa al control del autor.—

Sentenció con un ejemplo literario, tal y como había empezado su alocución.

— ¿Sabes quién fue el primer artista que inventó la pose?—Le pregunté.

— ¿Quién? ¿A qué genio se le ocurrió presentarse con semejante actitud

ante sus conciudadanos?

— A Beethoven. Un genio entre todos los genios,— le apunté. No tenía yo

ejemplos literarios con lo que tenía que echar mano de mi vocación frustrada, la

Música. Ante la imposición de estos puntos de vista suyos se me ocurrió en

mi pensamiento cambiar de tercio y mirarlo todo como con una cámara de cine,

haciendo zooms y planos cortos de su figura, y por ello, al mirarla, Eva Lange

me parecía una mezcla de erotismo a lo Hayworth, profundidad de expresión a


14

lo Davis y provocación e irreverencia a lo Bacall. Las tres actrices como en

una sola intentando ser protagonista de una película que pugnaba por ser

taquillera en las plateas de las relaciones públicas. Sin embargo, yo no sabía

todavía qué papel tenía en esta película y ya empezaba a admitir que mi

papel, por el momento, era secundario, hecho que asumía como el ciclista

que chupa rueda para dar su ataque final en el momento menos pensado y

ganar la carrera, pero, ¿qué es lo que había que ganar? Me preguntaba, a lo

que la respuesta inmediata me recordaba que la dejaba hablar a sus anchas

porque Eva me había gustado desde el primer momento, y en el fondo, le

aguantaba cualquier discurso (aunque fuera improcedente para una tarde de

sábado) y le llevaba el agua porque me la quería ligar, nada más que eso.

Entre esas reflexiones ya habían pasado como dos horas; era la una de la

mañana y la gente se había ido marchando poco a poco. Los cuatro gatos

que quedábamos ni nos conocíamos de nada ni parecía que pudiésemos

tener demasiados puntos de encuentro como para sustentar una

conversación estimulante o medianamente divertida, salvo con Pilar, claro,

que se acercó para charlar un rato con nosotros.

— ¿Qué vais a hacer vosotros?—preguntó mi amiga después de que nos

impuso unos minutos de cháchara contrastadamente vacua y superficial.

— He invitado a Eva a un pub que está aquí al lado, el Qué bello es vivir — dije

yo.

— No, no me has invitado, lo acabas de hacer ahora.

— Sí, lo he hecho en un trance de la conversación en la que te he

mencionado un lugar especial para mí, quizá vayamos, te he dicho.

— Yo no he asentido—dijo ella, sin darse cuenta de la verdadera

realidad, que yo había forzado una situación con un interés ladino.


15

— He creído que sí, que habías aprobado mi proposición.— Mentí yo.

Esa era mi estrategia, la de inventarme una afirmación mezclada en un

discurso cautelosamente fugaz, confundiendo e introduciéndole en una

maraña farragosa e irresoluble por su parte ante tal prestidigitación con

mis palabras, vistas y no vistas, dichas con tanta rapidez como para no

dejar demasiado recuerdo. Si empezábamos a discutir con frases como: “sí,

sí te lo he dicho”; “no, no me lo has dicho”, para mí suponía perder un

tiempo que se podía resumir en algo tan implícito como que, hechos

consumados son más difíciles de refutar y rebatir. Le había robado el balón en

el centro del campo, estaba ya en el área delante de su portería y si esta

jugada colaba, ¡gol!

—¡Bien, bien! ¡Vamos entonces, vamos!—Dijo ella sin advertir ningún embuste

ni intención taimada.— ¡Gol! Le había colado el primer gol. Ir por delante en

el marcador obliga a quien se defiende a extremar sus precauciones. Minar

y conquistar poco a poco los puntos que se consideran más vulnerables

son las estrategias más firmes de toda batalla, por asedio y desgaste, estas

son las tácticas.

Pilar posee el secreto de mis procedimientos (ocho años de amigos

dan para mucho), y por lo aprendido, sabía que ella estaba de más. Esta

Pilar, tiene el don de la oportunidad, sabe que es lo más conveniente para

cada momento.

— Esta gente de ahí quiere ir a bailar, a mí también me apetece, así

que, si no os importa, me voy con ellos, eso sí, la Lange duerme en mi

casa, Salva, con lo que como muy tarde, llamadme a las cuatro.—Dijo

sentenciosamente Pilar.

— ¿Oirás el teléfono? — La predije yo.


16

— Ésta oye hasta lo que no tiene que oír,— apuntó puntillosamente Eva.

S i n m á s d e m o r a , Pilar nos dio dos besos y se marchó con celeridad y

cierto desapego, o al menos eso me pareció a mí, con lo que me dio que pensar

que, irreductiblemente, Pilar no sólo no era la de antes sino que no quería

posibles fijaciones postreras cuyas ataduras pudieran siquiera forjarse. Por fin

nos habíamos quedado totalmente solos, y yo, me creía como Gary Cooper

en Solo ante el peligro, teniendo que esperar pacientemente, haciendo

frente a esta cita de mi destino de aquélla noche para, por fin, enfrentarme

cara a cara y sacar mi arma para poder zanjar la situación y aniquilar (cuando

llegase el momento) a la quimera de su posible desconfianza, pero mientras

tanto, tendría que entretenerla y divertirla para poder consumar mi

seducción; ese es mi estilo, no conozco otros y así me desenvuelvo siempre.

Habíamos hablado de tantas cosas y tan rápido que ya no me quedaba

repertorio de mi cajón donjuanesco, y no tuve más remedio que improvisar una

futilidad.

—¿Por qué Susan oye hasta lo que no tiene que oír?

— Era una frase hecha. No tiene más intríngulis la cosa.

— Sí, seguro, tú y tu retórica literaria se iban a pronunciar ahora con

convencionalismos de andar por casa— dije irónicamente.

— ¿Sabes? Eres un tocanarices. Te lo dicen tus amigos, ¿no?

—Y mis amigas.

— ¡Ah! Yo soy tu amiga. Dos horas y ya soy tu amiga. ¡Fantástico!

— ¿Por qué cambias de tema? ¿Otro secretillo?

— ¡Ja, ja, ja, ja! Era una cosa de mujeres, impertinente.

¡Bien! ¡Bien Salva! ¡Bien! Todavía íbamos andando por la calle y ya se estaba

riendo sin haber forzado la situación. Diez puntos Salva, me decía para mis
17

adentros a la vez que me preguntaba cuántos serían necesarios para

acostarnos juntos aquella noche. ¿Cien puntos en otras dos horas en el Qué

bello es vivir y me llevará a casa de Pilar? Me preguntaba de manera dubitativa,

debatiéndome entre el sí y el no, sopesando los pros y los contras como quien

teme las consecuencias de una decisión errabunda. Entretanto, seguía

pensando que también me había dicho que a la exposición llegaban

directamente desde Valencia, conduciendo ella su coche. ¿Estará muy

cansada? Seguía con mi mundo interior a la vez que la dejaba que hablara a

sus anchas, y que en aquellos momentos, no requerían una atención

sobreexpuesta, porque la futilidad del tema en cuestión anudaba mis

reflexiones sin ningún esfuerzo añadido. Es posible, me respondía, y seguía yo

pensando que, en el mes de Septiembre se han amontonado tanto los

excesos libertinos como para que nadie, más todavía las mujeres, se

conformen con cualquier cosa. Ella es una mujer bandera (como suele

decirse), así que deberá de ser consecuente con sus agraciadas

congéneres, tendrá que ser muy selectiva… pensaba. Aunque yo, estaba

seguro de que le había gustado, o al menos agradado; es posible que esta

chica sólo quiera un apego acorde a la circunstancia, es seguro que le caigo

bien y posiblemente, ya irá viendo y decidiendo, y no es posible que sea una

calientabraguetas. Dentro de todo lo posible, lo estamos pasando bien, y eso

ya es mucho. Dejémonos llevar, seguía yo pensando sin más trascendencia

que disfrutar de cada momento presente. Aunque, algún síntoma capturado en

su cara, en su cada vez más desandada seguridad, estaba captando, quizá

intuitivamente, que había empezado a gustarle, eso es lo que pensaba en

aquellos momentos, sin dejar de dar crédito a mi posible error, claro. Cuando

menos, le había estado agradando de una manera sorpresiva y expectante,


18

pero su bien dibujado disimulo me hacía dudar, y yo que me debatía entre el

sí y el no y entre el éxito y el fracaso, quizá, me estaba balanceando entre la

seguridad y el miedo sin un punto intermedio entre la temeridad y cierto

retraimiento. Eva es una mujer que está tan buena que asusta, y tú eres

tan sólo un hombre atractivo, pero no te preocupes, algún día sabrás (si es

que no lo sabía ya) por qué se te pegan tanto a tu lado las mujeres, aunque no

deja de ser un tanto enigmático el asunto. Dejé que cesara ya mi voz interior

sin necesidad de resolver esa cuestión tan aplazable para esos momentos.

No me resultaba difícil poder llevar un monólogo interior a la vez que

atendía su disertación, que, otra vez, intentaba acomodar similitudes entre la

vida real y la literaria; cuando me perdiera, bajaría un poco la cabeza

asintiendo y ya le cogería el hilo otra vez a la conversación, me aseguraba yo,

inconsecuentemente.

— No me escuchas, Salva, ¿te aburro? ¡No! No me escuchas, estás en otra

parte— me recriminó ella.

— No, no, qué va.— ¡Vaya!, me había pillado y yo no sabía ahora qué cara

poner—. Es que, soy de esos hombres que puede hacer dos cosas a la

vez.

— ¡Venga ya! —Dijo súbitamente enconada.

— Eso casi no lo sé hacer ni yo, y muy pocas mujeres por muy convencidas

que se sientan de ello.— Decía mientras soltaba presión al aire que había

inspirado en su enfado y contrariedad por no haberla escuchado con

detenimiento. Justo entonces llegábamos al Qué bello es vivir y la situación se

salvó por sí sola cuando se hizo un silencio al abrirle yo la puerta y pasando

ella por delante, bajó levemente la cabeza con una sonrisa de agradecimiento

hacia mi cortesía.
19

— ¿Bonito sitio, no?— le dije, extendiendo las palmas de la mano y forzando

una sonrisa como el que se autoexplica por haberse metido en algún lío

o entornado en una situación peliaguda.

— ¡Ostras! Tienes sensibilidad de artista, en realidad, no te imaginaba

con menos gusto.

El cumplido me daba cinco puntos más. La exquisitez también suma en la

cuenta (en este caso, cuenta atrás) y las exquisiteces, se suelen multiplicar

por ellas mismas cuando consigues vender más de una. Tal y como dije

con respecto al álgebra, las operaciones estaban en tránsito de solución,

y, tanto si el resultado dase números negativos como positivos empezaba a

estar cada vez más cerca el final, intentando columbrar yo el momento y la

situación del desenlace para no fallar en mi ataque resolutivo.

Eva hizo una panorámica desde la entrada, desde un piso superior al que por

unas escaleras se bajaba por un pasillo estrecho (en dos tramos en L) con

unos siete peldaños en cada uno (recto y hacia la derecha), y un pasamanos

hasta bajar al local, en el que se situaba una larga barra situada a la derecha, y

que, terminada en unas cortinas rojas con una posible entrada a una estancia

mayor. Mientras ella visualizaba el garito, yo le hacía planos cortos y planos

detalle de sus zapatos con tacón rojos vistos como un fetiche preciosista. Eva

tenía una estatura media-alta, entre 1,68 y 1,70, naciendo en unos pies

ligeramente curvados, seguidos por unas pantorrillas de un diámetro perfecto, al

menos a mí así me lo parecía, y que se prolongaban sobre unas piernas muy

proporcionadas, cilindradas y algo gruesas para redondear unas caderas de

esas que sacan en los anuncios anticelulíticos. Tenía un culo levantado,

redondo y pomposo como las mujeres de color, no demasiado grande pero muy

orondo, justo el que su cuerpo necesitaba para considerarlo rayano a la


20

perfección. No más de noventa de unos pechos turgentes y levemente

despuntados hacia arriba que estiraban a un vestido negro con florecillas,

un traje de sport y de andar por casa, aunque ella lo luciera como si la

estuviesen esperando en una pasarela o fuera vestida para una relevante

fiesta muy anteriormente prevista. Creo que me detuve demasiado tiempo en

su cabello moreno (ella se giró por un segundo al ser observada mientras

oteaba la sala, o bien, observaba detenidamente para dejarme a mí hacer lo

mismo con ella) con reflejos violetas y rojizos, ondulado y levemente rizado

en las puntas, que a veces le tapaba el ojo derecho, confiriendo si cabe, más

enigma y profundidad a su mirada de ojos oscuros y redondos, circunvalados

por unas largas pestañas muy bien pintadas y un rosa tenue en sus ojeras y

sus pómulos prominentes y cárdenos, el burdeos de sus labios, en el que el

leve grueso inferior y un poco más fino el superior, distinguían las cuatro partes

de su boca como el infantil entrelazado de una caja de cartón de una tarta de

chocolate, y que a mí tanto me gustan, y ahora más que nunca, me apetecía

tomar aunque sólo fuese un pedacito, un mordisquito, un piquito, como suele

decirse, esas eran mis mínimas intenciones ya de por sí muy satisfactorias

en su posible conclusión. Si los hombres tuviésemos que puntuar a las

mujeres por su físico, hecho que casi todos hemos prodigado en alguna

ocasión (nadie lo desmentiría estando entre hombres), Eva era impuntuable

sobre diez, número que, intrínsecamente ligado a su atractivo personal para

el que no había adjetivos posibles en el diccionario, constituían en su persona

una cábala de simbolizaciones fantásticas y subjetivas mil veces meditadas

por mí, y que me hacían visualizar el arquetipo de la femineidad. Bajamos l o s

siete escalones del primer tramo de las escaleras que, nos dejaban en un

descansillo en el que en la pared frontal había colgado un cartel (debajo de


21

una barra fluorescente) de la película Qué bello es vivir, y Eva se giró hacia

él para mirar detenidamente sobre la lámina a James Stewart subiendo en

volandas a Donna Reed; dos figuras que le hicieron tanta gracia que le

provocaron una sonrisa acompañada de un tenue balanceo de cabeza hacia los

lados. Desde allí, situados en esa repisa intermedia, torcimos hacia la derecha

y bajamos las escalerillas. Una vez abajo, había que volver a girar a la

izquierda para divisar el largo de toda la pared del local. Ya de frente en ese

peculiar antro, la barra a la derecha y a la izquierda la pared de enfrente, en la

que a diferentes niveles, la saturaban doce carteles enmarcados con películas

míticas entre las que se encontraban además de la de Capra, otras no menos

grandiosas: Lo que el viento se llevó, Vértigo, La palabra, Metrópolis, Historias

de Filadelfia, Ciudadano Kane, El tercer hombre, Centauros del desierto, El

padrino, Ser o no ser, Casablanca y Con faldas y a lo loco, conformaban la

decoración de aquél estrecho antro. Nos sentamos más o menos en el centro

de la barra y empecé a explayarme con convicción y con aires de

naturalidad (aunque la situación se prestaba tramoyesca), como suelo hacerlo

cuando quiero ligar, así que le dije: —Si te cuento la historia de éste local no te

la vas a creer.

— ¿Por qué no había de creérmela? Tú cuéntamela, no pierdes nada.

— Tienes razón, ¿Por qué no habías de creértela? Aunque quiero que sepas

que mi explicación va a ser una concesión que te hago, nunca se la he contado

a nadie.

Saqué un cigarrillo de mi pitillera a la vez que intentaba poner también una

pequeña pose seria, como de club de la comedia, mientras ralentizaba y

enfatizaba mis palabras: “Es algo rocambolesca, ya verás”, e intercalándolas

entre mis gestos de aplomo mientras me encendía el cigarrillo con mi mechero


22

zippo y, dando la primera bocanada, iba yo expulsando el humo como Bogart

en uno de esos planos en que tenía expectante a la Bacall. Una vez hube dado

dos caladas, arranqué con la historia:

— Mariano, un amigo mío argentino, quería montar un pub, lo quería hacer a lo

grande, no le importaba cuanto tendría que invertir en su empresa ni

quería calcular previsiones ni riesgos. Llevaba diez años en esta ciudad en los

que ya había erigido dos pequeños y modestos locales nocturnos cuya

prosperidad (al principio paulatina) era en esos momentos notoriamente

rentable, a la que se le sumaba su ambición para poder pensar en algo

verdaderamente magnificente. Él buscaba algo muy original, algo con qué

llevarse a toda la clientela de la ciudad y hacerse rico de una vez por todas, o

quizá todo lo contrario, fracasar en el intento perdiendo en su inversión todo

lo ganado hasta entonces, pero que, sin duda alguna, su arrojo le impelía a

jugar con el riesgo. Mariano tenía su segundo local secundado por turnos

con el primero, en el casco antiguo de la ciudad, trabajaba a destajo y

a horas perdidas; se llamaba “Kill Bill”, el “quílvil” le bromeaba yo,

acentuando destacadamente la primera sílaba de la palabra, inserta en alguna

conversación a solas con él en aquellos días en los que se metía detrás de la

barra sirviendo copas para ayudar al barman, y el trabajo tan mecánico para tal

menester, ya sabes, puede llegar a ser tan monótono, más cuando había

exceso de faena, como para que cualquier broma de un cliente conocido le

hiciera exhalar una sonrisa cómplice que yo agradecía. En fin, que en una de

sus confidencias nocturnas de la hora del cierre, tomándonos los dos unas

cañas sentados en la barra, me contó sus propósitos. Al cabo de una semana,

yo había diseñado la idea del susodicho local. Quería comentársela para ver si

le gustaba y fui a verle, aunque no estaba, con lo que me marché y volví al


23

sábado siguiente. En una semana pude perfeccionarla hasta convertirla en un

proyecto final, que es lo que tienes ante tus ojos. Le dije a Mariano que si

por fin llevaba a cabo la idea, me daría el ocho por ciento de los beneficios,

pero que eso había que firmarlo delante de un notario, era lo más conveniente.

— Pero no seas voludo, vos fantaseás mucho, hablá si querés y si no

cerrá la boca, pibe. — Se expresaba con un acento acusadamente patriota.

— ¡Vale, vale! Ya, ya es suficiente. — Le dije, —pero; si te gusta la idea y

la llevas a cabo, ¿aceptarás mi proposición?- —Le advertí con cierta

desconfianza.

— ¡Pues claro! Si la idea es buena, prospera y me forro, qué me importa el

ocho por ciento, ¡carajo!

— Por si así fuere, vamos a grabar esta conversación en mi teléfono móvil

y será como un contrato vinculante que podrá defenderse ante unos

tribunales. No es que desconfíe, pero hay que proteger el derecho de autor de

las transacciones empresariales.

— Eres un soplanucas ¿sabes? Al desconfiar tanto, como si no me conocieras

de nada.—me recriminó Mariano.

—Bueno, bueno, nunca se sabe. Otros, aún con vínculo fraterno han partido

los cuartos y se han peleado como si no se conociesen de nada.

Le expuse el proyecto grabando la conversación tal y como habíamos

prefijado, con un preámbulo en el que exponía la parte verbal del contrato que

quedaba reflejaba las condiciones contractuales. Actualmente, percibo entre mil

y mil quinientos euros al mes.

— Y, ¿dónde está tu idea? Esto no es más que una barra con unos carteles

pegados en la pared, algo tan habitual como cualquier otro lugar noctámbulo.—

Se quedó pensando unos segundos y dijo: — ¡Ya, ya, ya! Está detrás de
24

aquellas cortinas.

— Eso es. Todos los fines de semana se formula una pregunta que se ha de

resolver con la ayuda de esos tres ordenadores que ves allí al fondo (en

el extremo opuesto a las cortinas), detrás de las escaleras. Al principio, los

dos primeros años, eran preguntas cinematográficas, pero ahora pueden

versar sobre cualquier tema, y, sólo los que le dicen la respuesta

correctamente al camarero pueden entrar. La pregunta la formulo yo todas las

semanas, motivo añadido para recibir la cuantiosa comisión que regularmente

percibo.

— ¿Y, cuál es la pregunta de este fin de semana, si puede saberse?

— La tienes allí, en un cartel fosforescente, enfrente de las escaleras de

entrada. Sólo se permiten quince minutos de tiempo y un solo intento,

aunque también existe la posibilidad de permanecer todo el tiempo que

quieras navegando; aquí hay wifi de alta velocidad y uno puede conectar

con el móvil, pero si utilizas los ordenadores del local, míralos los tres al lado

el cartel que te he dicho, allí incrustados en la pared, entonces, la primera

consumición es gratis. Le mandas al camarero un mensaje con la respuesta

que él recibe desde otro ordenador y estás dentro con un sitio.

— Pero, alguien te puede soplar las respuestas.

— ¡Imposible! A media noche la gente hace cola para que t o d o s vayan

saliendo porque ya no cabe ni un alma y, a nadie le interesa regalar un

puesto detrás de aquéllas cortinas.

— Y, ¿tú tendrás pase permanente?

— Sí, pero no entraremos si no vas al ordenador y hallas la respuesta.

-- ¡No! No voy a hacerlo. Estoy bastante cansada. No me maltrates. No

juegues conmigo—dijo en un tono renqueante pero jocoso.


25

En ese momento, improvisé un chiste para restituir el apacible y sedante

estado en el que desde el primer momento había estado sumiéndola, al menos

eso creía yo, y, no había que bajar la guardia ni el tesón, (ni la tensión), así

que, ante su desganado ánimo para introducirse en el juego que habría de

dejarnos entrar dentro, intenté instaurar un relajante y ocioso espacio de

tiempo:

— ¿Sabes en qué se parece una chica cansada a una chica casada?

— ¡No! No puedo saberlo—me respondió expectante y, ahora risueña, al ver

que era un tipo con recursos.

— En que las dos dependen de la “N”. La casada tiene que fingirla de vez

en cuando, y a la cansada (de buscar) le gustaría suprimirla.

— ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!— Se reía a los dos carrillos a la vez que me

recriminaba muy burlescamente: — Es muy malo, es muy malo, de puro malo

me estoy desternillando de risa. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!—Seguía riéndose

mientras que yo, intentaba escudarme con una leve sonrisa que pugnaba por

excusar cierta timidez contrarrestante, y a la vez, abría yo las palmas hacia el

exterior de mi cuerpo en posición de santo penitente.

— ¡Je, je, je, je, je! —Seguía todavía riéndose—. Es el chiste más malo que

he escuchado en mi vida. Es ridículo.

— Bueno, hay una modalidad de humor que se basa en el ridículo.—Me

espetaba yo.

— Pero, ¿acaso tú no tienes sentido del ridículo?

— No, no lo tengo. ¿Pasa algo? ¿Hay que tenerlo forzosamente?

—Casi todos lo tenemos. ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Pues oye. Eso sí que me hace

gracia. Que seas tan bravucón y autosuficiente. Vaya, vaya, con este

¿Salva? ¿Salva te llaman? O ¿Salvador?


26

— Me llaman Salva aunque a mí me gusta Salvador.—¡Bien Salvador! (Me

decía para mis interiores), la paz está respuesta y conquistados otra vez tus

dominios.
27

II
“El amor es deseo de belleza”.

“El amor es invisible y entra y sale por donde quiere, sin que nadie le pida cuenta de sus
hechos.”
“Donde hay mucho amor no suele haber demasiada desenvoltura.”

Miguel de Cervantes. El Quijote.

Eva estaba sentada en una banqueta frente a un ordenador mientras yo le

recordaba la pregunta que había ideado para ese día: El verdadero quinto

beatle no fue Neil Aspinall ni Brian Epstein. ¿Quién fue entonces? Pista:

percusionista.

Estuvo trasteando por internet hasta agotar todo su tiempo mientras que a mí

no me había importado en absoluto esperar, entre otras cosas, porque yo

permanecía a su lado (en otra banqueta) fumando y saboreando el cigarrillo y

la cerveza mientras me regocijaba en lo bien que estaba funcionando mi

entramado, sobre todo, no sólo porque su buena predisposición hacia mis

envites me exhortaba en mi lucha, sino porque veía como a cada lance la

victoria se acercaba, a la vez que me percataba de la solvencia con que me

estaba desenvolviendo en toda la noche y cómo la confianza y seguridad en

mí mismo iban en el mismo aumento en que iba ganando en animosidad y

ocurrencia. Descartado Brian Epstein, que fue el primer manager, Neill Aspinal
28

aparecía en muchas de las entradas de Google pero la respuesta demandada

no aparecía, el enigma se resistía a ser resuelto, había que rastrear un dato

histórico muy conciso, había que ser selectivo con las búsquedas, algo para

navegadores con perseverancia y paciencia.

— ¿Me he pasado del tiempo?-- Me dijo, como fingiendo la pregunta, deduje

yo, creí que me estaba pidiendo cierta actitud de clemencia hacia su errado

propósito; hecho que no le negué, sino que más bien, le introduje una

adulación morigerada , aunque algo desproporcionada con respecto a su

demanda, pero eso era lo más oportuno para el momento, hacerla que se

sintiese bien tanto conmigo como consigo misma para que no flaqueara en

sus ánimos.

— Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Todo aquél

que busque sin cesar en su hondo caminar, tendrá su recompensa en mejora

de honores y condiciones. Para aquellos que busquen sin cesar el bien,

recibirán el ciento por uno y heredaran el honor eterno de un ganador con cielo

particularmente incluido.

— Pareces un predicador, con esas frases bíblicas mezcladas con las de tu

cosecha. No puedo hacer más. Eres elocuentemente alentador, pero no puedo

más.

— Tranquila, no obstante, hay un programa ideado para este juego en el

que el software contabiliza el número de consultas que, están en una relación

inversamente proporcional al tiempo invertido, con lo que cuantas menos

consultas hace el jugador el programa le regala un tiempo extra y, la

interacción entre los dos parámetros da el tiempo justo permitido para cada

consultante. Has fracasado por perder demasiado tiempo distrayéndote

intentando acaparar todo el contenido de cada consulta, absorbes información


29

como las esponjas, te dejas llevar y la curiosidad te puede, eres increíblemente

pertinaz en tu empeño. Vamos a reiniciar el juego.— Había que pedir una

nueva clave en la barra para volver a entrar a jugar. Fui a por ella. Cuando

regresé al ordenador Eva esbozó una sonrisa y me dijo:

— Eres testarudo ¡eh¡ No tienes piedad de mí. No me reconoces el esfuerzo.

— No te preocupes, esta vez te voy a ayudar.— Yo la fui guiando dándole

pistas, y todo fue mucho más fácil. Se quedó muy sorprendida cuando

el quinto beatle era un percusionista que t e r m i n ó tocando en la

Filarmónica de Londres, y que con muy mal ojo dejó su puesto a Ringo, era

esa la respuesta que se pedía, una respuesta no exenta de un dificultoso

trabajo a realizar, que, animada y auxiliada por mí, encontró en un post de un

blog acerca de los Beatles.

— ¿Me he ganado un cubata doble, ¿no? ¿O qué he ganado?

— Por lo menos— le dije, a la vez que pensaba: si la embriago (pero no con

palabras, pues ya llevábamos los dos una media melopea entreverada de

discursos inusuales y algo transcendentes) puede ser una buena estrategia,

aunque, eso es indudablemente rastrero, me corregí al instante, y me

espeté: deberías seguir utilizando tu mejor estilo y recurso; el de

improvisador y dicharachero, respetuoso y certero, sentencioso y

puntualizador. Nos levantamos por fin de las banquetas de la barra y la invité a

entrar adentro. Nos dirigíamos ya hacia las cortinas mientras ella iba

imitando el redoble de un tambor a la vez que se reía, de mí claro, pensé en

aquellos momentos, ¿o creía ella que se iba a sorprender mucho por lo que

le esperaba detrás de aquél telón? No se lo pregunté y dejé que comprobase

por ella misma. Cruzamos el umbral del cortinaje y se volvió hacia mí

profiriéndome una interrogación desdeñosamente osada.


30

— ¿Y, esto? La sala es muy entrañable a la vez que acogedora, pero esto es

un simple ciberbar. Me recriminó clavándome sus ojos inquisitorios en los míos,

como preguntándome por qué había creado tanta expectación en mi explicación

de la invención de mi idea, si sólo estábamos en un tan rutinario espacio tantas

veces visto en cualquier otro lugar.

— No, no lo creas, no es un simple ciber, esto es algo diferente.

— ¿Ah no? Pues no. Se contestó a sí misma. No lo es. Tiene algo que me hace

pensar que esto es otra cosa.

— Déjame explicarte. Toda la gente que estás viendo en su mesa con su

correspondiente pantalla, están conectadas entre sí a través de un programa

chat, y en este caso, obviamente, todo el mundo está viéndose la cara, algo tan

natural como que, aunque un poco alejados, los gestos y los emoticonos

son reales, y la posible virtualidad sólo queda entre la equidistancia de la

clientela.— Todos los concurridos allí estaban dispersos en cuatro p a r e s de

filas de mesas arqueadas, a cada lado de la sala, componiendo casi un

medio semicírculo, quedando un pasillo por fila de mesa, otro pasillo en el

centro y otro que daba una vuelta entera a la sala formando casi un

círculo. A la izquierda se situaban los chicos y a la derecha las chicas. Cada

pantalla (pequeña, para hacerse visibles a todos los demás) estaba separada a

un metro de la otra como para no poder ver las palabras del chat de la persona

contigua y además proporcionar cierta intimidad—. Detrás de aquellas otras

cortinas azules hay otra estancia espaciosa, es un reservado con otra barra

parecida a la que ves allí a la derecha.—Le informé yo. En aquella larga

barra donde, chicas exuberantes y estilizadas, y guapos y esbeltos camareros

que poseían el perfil de un modelo publicitario; atendían a las señoritas y a los

caballeros intentando abundar en la idea de suscitar sensualidad y morbo


31

de manera incesante, sucediéndose en las idas y venidas de los servicios de

barra en un trasiego estimulante para la vista. Una camarera mestiza, vestida

con un ropaje agreste y junglesco, con tiras alrededor de su cuerpo y que

enseñaba el ombligo y las piernas, vino hacia nosotros y se acercó a un chico

que teníamos justo al lado, y le dijo: “Aquella señorita con la que usted está

chateando, le invita a tomar una cerveza”. La misiva resultó ser muy

sorprendente para ese chico, pero no por lo que él podría haber pensado, sino

porque justo cuando le estaba sirviendo la cerveza recibía en la

pantalla una frase tan inesperada como extraña, a la vez que veía justo en

frente de él, al fondo, cómo ella se levantaba para lucir su precioso vestido

rojo de satén, y sus tacones altos, mientras él, atendía embelesado a sus

gestos femeninos en los que se retiraba su media melena hacia atrás con cierto

gesto automatizado, quizá muchas veces pensado con antelación. Estaba ya

dando la vuelta por toda la sala, apartando su trayectoria hacia el chico para

evitar un cruce de miradas.

— Por tímido y por parado—dijo Eva.

— ¿Qué dices? ¿Por qué lo sabes?

— Porque he leído en la pantalla en letras mayúsculas: “¡TÚ, YA TARDABAS!”

— ¿Sabes? Siempre me ha intrigado por qué las mujeres sois tan cotillas.

— No generalices, pero, no obstante, esto es una cuestión antropológica.

— ¿Cómo? ¿Qué dices?— Me dejó sorprendido. Primero, su prisma literario

para explicar los pormenores de la exposición de Pintura. Ahora, la antropología

para exculpar a una congénere cuya actitud sañuda habría dejado noqueado al

chico como para levantarse y marcharse de vergüenza.

— Te explico: En tiempos pretéritamente ancestrales, la observación era la

mejor arma de defensa contra la brutalidad del macho, era la mejor


32

estratagema de selección de la especie. Una mujer debería saber siempre a

qué hombre acercarse apenas habiendo escuchado unos tenues gruñidos.

Además, un hombre, en su postura erguida y en sus ademanes distintivos está

regalando una información a tener en cuenta por la hembra acerca de su salud

corporal. Algunas mujeres, esa información la guardan como capital propio y

exclusivo, otras, la comparten como un acto de generosidad hacia el género.

— Buena teoría, ¿quién la ha enunciado? ¿Dónde está escrito eso?

— No está escrito en ningún sitio sino leído en los actos, hechos y causas de

aquéllas mujeres que compartieron u ocultaron información, y que en este

último caso, a la vez, aportaban el dato de la ocultación misma como

dominio hacia los machos y como monopolio de pertenencia.—Creo que Eva

estaba inventándose sobre la marcha su discurso. De seguro que mis

sentencias le habían dejado mella, le había sorprendido mi facilidad para

sentenciarlo todo con una facilidad inusual, mi irónica mirada del mundo, mi

talante circunspecto y hondo en lo que de oportuno tiene el momento, y ella,

quizá no quería ser menos.

— Una antropología muy sui generis la tuya.— Le dije, esbozando una sonrisa

sarcástica pero dulzona.

— Tú lo has dicho, sui generis, una ciencia hecha a la medida del género

femenino.

—Tienes razón, no obstante, la antropología siempre descifra y

simplifica la comprensión de estos hábitos tan arraigados entre ambos

sexos. Tienes respuestas para todo y muy pocas preguntas para nada. — Le

advertí.

—Yo, sin embargo, esperaba una respuesta tuya.— Me quedé pensando un

segundo y empecé a besarla apasionadamente. Sí, era el momento, esa


33

era la respuesta a la que se refería, y que yo también tardaba. Nos dimos

un beso que duró como una media hora, respirando por la nariz, sin

despegar los labios y, he de reconocer, que casi siquiera en mis mejores

orgasmos había sentido tanto placer como en aquél beso en el que una

sensación de arrobamiento sensual se iba expandiendo por todo el interior

de mi cuerpo, conformando un placer jamás antes experimentado y

llevándome a un estado de éxtasis mezclado con una gran relajación y un

enajenamiento que creía que estaba siendo transportado a otro mundo, así

creo que debe de ser un orgasmo femenino, en ocasiones lo envidio—.Muy

bien Salva. Te lo has currado ¿eh?— me dijo con una sonrisa cómplice, pero

con cierto tono cínico y guasón, cuya broma oportuna siempre es precisa

como alivio ante una situación de tensión emocional—.¿A dónde me vas a

llevar ahora?— Me preguntó ella—. Confío en tu imaginación y en tu sublime

romanticismo.— Era una exigencia.

— Déjame pensar— le expliqué yo con cara de cierta preocupación. Como si

el asunto no diese lugar a elegir cualquier cosa, sino que la ocasión requería

algo muy especial. Primero, había que llamar a Pilar y convencerla para que

me confiase por un tiempo indefinido a Eva. Después de que lo hice, pensé

llevarla a mi piso e instalarle en un ambiente apacible poniendo unas velitas y

música de jazz, de esa tan sensual que los legendarios saxofonistas tocaban

en los años cincuenta, acariciando el metal o como queriendo besar a su chica,

siempre he pensado eso, La Música es el erotismo en el estado más pulcro

y puro. En esos momentos me acordé de mi compañero de piso, Richi,

precisamente saxofonista, que me había dicho que tenía una cena con los

amigotes, con lo que quizá todavía no se hubieran marchado todos, y lo que

requería la ocasión era un intimidad sin límites, un momento especial que


34

no podía ser coartado por ninguna voz exterior a mi habitación, menos aún,

con la jarana que posiblemente llevarían todavía en el cuerpo, así que, dispuse

llevarla a un parque que está situado en lo más alto de la ciudad donde se

divisa casi toda la urbe. Yo no tenía coche, y cuando salimos, fuimos a coger un

bus. Íbamos cogidos de la mano por la calle como si fuésemos una pareja bien

avenida pretéritamente conjuntada. Tan sólo anduvimos cinco minutos, mi

ciudad es una ciudad medium-size (como yo la denomino) que, con respecto a

Madrid, todo está a la vuelta de la esquina. Cuando llegamos a la parada, ella

se sentó encima de mí en el banco de la marquesina, a horcajadas, tenía yo

que contener su efusividad por lo que vengo diciendo, no me gusta dar la nota,

ni que pareciésemos dos jovenzuelos ebrios y disolutamente incorrectos,

aunque, por una vez, di rienda suelta a mis instintos y empecé a acariciarle el

cabello y, mientras le daba besos en la cara, le rodeaba su espalda con mi

brazo derecho (ella sentada a mi izquierda en un extremo del banco) mientras

le pasaba la mano por el dorso como quien desempaña un cristal, ya no hacía

calor y mis refriegas hacían que se apretujase contra mí con un embeleso

impropio para dos personas que, prácticamente, acababan de conocerse. Ella

quería besarme con denuedo a todo trance, pero yo rehuía sus envites con

tímidos pero golosos y sonoros besos en la boca que hicieron que una señora

mayor (de unos setenta años) que estaba al lado nos mirase con desdén y

rechazo por nuestra impropia descompostura, si bien, a los cinco minutos de

estar sentados retomamos nuestra cabal actitud al llegar el bus que nos habría

de dejar al otro lado de la ciudad, donde por una prominente cuesta, se sube a

un parque con un mirador escudado por una estatua de proporciones

desmesuradas de un rey feudal muy batallador. Desde allí, la panorámica de la

ciudad refractaba unas luces como en el arranque de algunas películas


35

americanas de serie B, un lugar visto desde las alturas donde parecía que

éramos las únicas y elegidas almas para una noche de fantasía y ensueño, y

que, si el resto de la ciudad dormía era porque lo que yo sentía en esos

momentos todos los demás sólo lo podían soñar. Desde aquél encumbrado

lugar permanecimos como unos diez minutos vislumbrando la panorámica que

nos ofrecía el privilegiado y estratégico enclave, imán de enamorados o

enamoradizos y soñadores, lo digo con respecto a lo que el amor tiene de

efímero, al menos del que yo podía hablar, mis relaciones anteriores no habían

sido nunca tan intensas en la impronta de los comienzos, algo tan inesperado

para mí por lo que de expectante podía tener todavía lo que nos quedaba por

vivenciar esa noche, y que lo que de resultado final dio, después de que nos

deleitamos con la vista y Eva hizo unas expectoraciones para inhalar el aroma

de los pinos del parque mezclado con el de la noche fresca; el cielo estaba

totalmente despejado, y por ello, más que nunca incitador al romanticismo más

delicado, con un sinfín de estrellas que parecían el techo de un lejano plató de

rodaje repleto de focos. Nos retiramos de aquel lugar porque otra pareja parecía

querer emularnos, y nos metimos en el frondoso parque en el que nos

percatamos que había cinco coches que habían elegido el mismo destino,

estaban dispersos en un diámetro de cincuenta metros, un incordio, sin duda,

con lo que había que buscar todavía más intimidad. Bajamos un poco por una

ladera del elevado terreno, por donde todavía se prolongaba un césped que se

perdía paulatinamente en la lejanía sobre un descenso de matorrales

campestres y suburbiales. Nos tumbamos en una pequeña repisa de la

ladera, casi suspendidos en el aire, como en el nido de dos aves rapaces. Allí

mismo, abrazados y acurrucados por el estrecho espacio en el que cabían

justo nuestros cuerpos tendidos, hicimos el amor con los únicos espectadores
36

posibles; la Luna y los infinitos astros de una noche como pintada en un

cuadro de Van Gogh, donde el furibundo color amarillo de los reflejos de

la Luna llena se empastaba con los cálidos azules oscuros del cielo iluminado,

conformando unos rasgos fantásticos y violentos, y a la vez, sutiles y sedantes,

no sabría cómo explicarlo, todo ello como mezclado en el trazo de una sola

pincelada, que, al mirar hacia el cielo que era un auténtico deleite, se apoderó

de mí un extrañamiento de carácter artístico y de intención románticamente

exacerbada, hasta tal punto que no creía ni conocerme a mí mismo, y no

porque pensara que el calor del cuerpo de una mujer nunca no me había

causado tanto impacto, sino porque todo resultaba tan novedoso para mí que

no daba pábulo a mi descrédito, a pesar de que era la enésima vez que visitaba

aquellos parajes que para mí eran de lares y penates. Después de que

hubimos satisfecho nuestros deseos, nos cogíamos de la mano y nos

hablábamos a susurros interrumpidamente por docenas de besos a la hora en

que el lucero del alba empezaba a reflejar en nuestras caras ya cansinas

y algo exhaustas, las mellas de tanto erotismo exasperado, era puro

agotamiento. Nos habíamos quedado dormidos por momentos, despertándonos

nuestros estertores de la respiración, mientras, mutuamente, emergía un afecto

incontrolablemente nuevo, como si de verdadero amor se tratara, florecía

como algo inédito jamás antes experimentado, eso mismo iba deduciendo;

quizá antaño vivido por ambos en la tierna adolescencia, en la que uno no

se cuenta nunca el tiempo para ver pasar las horas y los minutos como un

juego de ensoñación y regodeo. Fue esta descomedida actitud en contra del

tiempo, que, nos habían dado las siete de la mañana con los destellos del

amanecer reflejando nuestras extenuadas y desfiguradas caras cuando nos

levantamos para intentar marcharnos al piso de Pilar, llevábamos ya once horas


37

juntos. Cuando llegamos, subimos por el ascensor, y una vez dentro, nos

colmamos de besos en un sinfín de arrumacos entre intentonas por parte de

ella de rebuscar la llave del piso en su bolso, colgado en el hombro derecho, lo

hacía con el brazo izquierdo, metiendo la mano mientras con la otra pendía de

mi cuello, y en el forcejeo, cuanto más se perdían sus dedos por el interior de

su accesorio con bolsillos, más se apretaba y me atornillaba a mí los labios

con un deseo arrebatador que me sorprendió debido a la postura tan

incómoda que estábamos manteniendo. Ni que empezáramos en ese

mismo momento a besarnos. Por fin encontró la llave, y también,

incomprensiblemente, se soltó de mi cuello al instante. Al abrir, entró ella

primero sin soltarme la mano y, aunque no era la primera vez que estaba en

el piso de Pilar (era de suponer), se quedó tan anonadada como yo cuando

observamos al detalle el pasillo, porque el inmueble, ahora tenía otro aspecto

del de hace unos años cuando yo acudía a secar sus plañideros ojos. Lo

había redecorado con cierto estilo Bauhaus en el que denotaba ese

interiorismo tan cuidado, que Pilar estaba atravesando un periodo boyante, no

sólo económicamente, sino también emocionalmente, porque la geometría del

diseño y el orden de los enseres y objetos; jarrones, espejos, mesa de entrada,

etc. ubicados dentro de ese estilo donde la serenidad y la placidez le

conferían una armonía inusitada, parecían el reflejo de su personalidad

más actualizada. Olía a café colombiano por todo el pasillo que recorrimos

hasta que llegamos a la cocina, ambos conocíamos el camino, y Pilar, sentada

en una silla con las piernas cruzadas al lado de una mesa de diseño, nos

estaba esperando. Aún no habíamos cruzado del todo el marco de la

puerta cuando nos regaló una sonrisa cómplice en aquél espacio pequeño y

acogedor donde los rayos del sol empezaban a entrar por la puerta de una
38

pequeña terraza, consiguiendo un momento lenitivo e íntimo. Los tres

estuvimos charlando un rato, y, si bien, el interés de Eva y el mío por las

progresiones de Pilar en su noche del viernes eran menos predecibles

que las nuestras, ella, con respecto a nosotros, parecía haberlo premonitado

todo mucho antes de que nos quedásemos solos. Esa solicitud de Celestina

tan eficiente hizo que me quedase pensando un rato acerca de ella: El caso

de Pilar es curioso; a pesar de su aguda y resuelta psicología femenil que le

permite empatizar con la gente con facilidad y decisión (con personas

de ambos sexos), es incapaz de manipular a los hombres con esa

superioridad que confiere la intuición femenina. Recuerdo que ella siempre

decía que era una chica muy yang, carente de las armas propias de las

mujeres mejor protegidas y diligentes, pensaba yo. La fragilidad y

candidez con que se expone y responde ante el sexo opuesto con estos

exiguos mecanismos de defensa, irremediablemente, no le puede conducir al

éxito, seguía pensando. Ese era el centro de sus problemas, siempre

candentes y acuciantes y que le producían un ensimismamiento proclive hacia

un egocentrismo enfermizo en el que siempre estaba observando todos los

resquicios de su interior con conmoción y sin desapego. Pilar se

explayaba acerca de su nueva psicóloga: “me está ayudando mucho, me

va muy bien”; aunque yo creía en aquellos momentos, que le habría

venido mejor prodigarse un poco más en cierta promiscuidad y el libertinaje

que guardar un decoro propio de una niñata pija adolescente discípula de las

ursulinas, que, a la vez que descubre los mundos del sexo se vanagloria tanto

como se culpabiliza y goza tanto como sufre en sus mejoras y

conseguimientos. Pilar todavía no sabe discernir cuando sólo existe una

auténtica e irrefrenable atracción física de cuando esta misma atracción


39

acarrea o puede hacer advenir sentimientos. Creo que su salvación está en que

ella sabe que no sabe discernir, y por ese motivo, es más cauta que hace algún

tiempo, y por fin, se está haciendo fuerte, pensaba acerca de ella, y seguía

con que, lo importante era que yo creía que estaba aprendiendo, que no se

dejaba llevar por las apariencias, que todo lo reflexionaba antes de dar un

solo paso, como el hecho de medir las preguntas y encontrar las

respuestas propias más oportunas para cada ocasión, y en nuestro caso, por

parte de los tres, después de media hora de charla distendida y liberadora,

encontramos la respuesta al interrogante (acerca de qué hacer), que se

hizo después de un breve silencio de unos cuantos segundos, así que, nos

fuimos a nuestras sendas habitaciones, ese fue el desenlace. Nosotros

tomamos la de invitados, aunque sentíamos estar como en nuestra

propia casa dentro de esa armónica geometría que subyace al estilo y al

gusto de esa acertada decoración de interiores ya mencionada. Nos habíamos

metido en la cama y sólo habían pasado diez minutos desde que

entramos en la habitación cuando Eva y yo empezamos a besarnos otra vez,

siendo conscientes de que algo extraordinariamente mágico estaba ocurriendo,

no cabía la menor duda. Después de tres horas de besos interminables

precedidos por otro acto de carnalidad frenético, nos quedamos dormidos cara

contra cara como dos perritos cachorros en una cesta. Nos levantamos

tarde, hacia las siete, momento idóneo para pasear por algún otro lugar de cielo

abierto y espaciado y tener ese tipo de conversaciones que siempre crees que

son necesarias para iniciar una relación, de la naturaleza que sea, siquiera de

complicidad o de amistad; lo crees a posteriori, claro, cuando ya te has pasado

y has hablado más de la cuenta, porque en el presente más momentáneo,

la fluidez de sentimientos es inconmensurable, y por lo tanto,


40

incontinente ante su natural resorte de exteriorización. Sin embargo,

contradictoriamente, al principio nos sentíamos los dos algo distantes, como

quien teme un avatar decisivo en su vida y no quiere desvelar más misterios de

los necesarios para poder crear ante el otro unas expectativas

estimulantemente atractivas, pero pasada una hora deambulando por el centro

de la ciudad, volvíamos a emular los mejores momentos de la noche del

viernes, aunque esta vez no hubo exposición de pintura sino una película en

la sesión golfa de un cine por aquellos aledaños en los que la gente se reúne

en baraúnda para robarle el último resquicio al fin de semana. Al salir del cine

fuimos otra vez a parar a casa de Pilar y permanecimos encamados hasta la

mañana del lunes en la que el despertar, fue como el despertar de la siesta

de un fauno y una ninfa en un grácil sueño largamente deseado y esperado

y no vivido ni aceptado como algo real, sino como eso mismo, como un

sueño. Eva tenía prisa, no quiso siquiera desayunar, “me tomaré algo por el

camino”, dijo, e hizo la maleta en diez minutos y bajó las escaleras del edificio

después de dejarle una nota a Pilar, que, permanecía todavía dormida, (eran

las nueve de la mañana) y, sin esperar al ascensor, bajaba las

escaleras perseguida por mí como perro detrás de su amo, cariñoso, fiel y

protector. Ya en la calle, se dirigió a otra paralela para coger su coche y

querer regresar sin más demora a Madrid, aunque yo la retuve como unos tres

minutos, forzándola a que me mirara a la cara para ver yo sus gestos y

averiguar el significado de su silencio y de sus suspiros. Después de

intercambiarnos los teléfonos, como quitándole importancia al asunto, la

despedida sólo consistió en un abrazo y tres o cuatro besos, pero que fue lo

suficientemente emotiva para predecir que yo era susceptiblemente

vulnerable a enamorarme de ella, y creí que también podría ocurrir de


41

manera inversa, con una magnitud y pasión equivalentes, aunque todo tendiera

a interiorizase de una forma diferente. Subí al piso, y también le dejé otra nota

a Pilar para aclararle nuestra repentina marcha. Llegué a mi casa y me acosté

en mi cama, no para dormir, a pesar del agotamiento acumulado, sino para

reflexionar acerca de todo lo acontecido, y que, confluía en un sinfín de

pensamientos que me asaltaban sin poder controlarlos. Habían pasado

ya tres horas y un flujo incontrolado de emociones se arremolinaba en mi

interior de una manera convulsa. Pensaba que Eva se podía enamorar

plenamente llegando a ser el amor de mi vida (yo, creía estar ya

enamorado), que si era la mujer que más me convenía para una relación

duradera, que si era como mi alma gemela. la Belleza, la Inteligencia, la

Dulzura, la Ternura, la Indulgencia, la Complacencia y la Generosidad

personificada, me repetía una y otra vez, como queriendo asegurarme de

que esta vez todo era diferente, que estaba en uno de esos momentos donde

confluyen los hemiciclos cósmicos para regalarle a tu destino una situación

única e irrepetible. ¿Era esto tan sólo el espejo de una ilusión? O, ¿era el

reflejo desdibujado en culebrillas de un tren que se ve llegar de lejos? Por

otro lado, un tren cargado de cualidades y virtudes que estaba arribando a la

puerta de mi actualidad. Han llegado tantos trenes a mi puerta que podría

competir cotejándolos con los del museo de Renfe. Me he montado en trenes

de Alta Velocidad, Expresos, Rápidos, Cercanías, Largo trayecto, Metros y

vagonetas. Quiero decir, sin necesidad de explicarlo, que he salido con chicas

de todos los estratos sociales, de todos los temperamentos imaginables,

alturas, gorduras y composturas y, nunca he tenido demasiado claro si yo he

llegado tarde a la hora de la salida o si se retrasaron ellas. Tampoco he

sabido si cuando yo he sido la máquina me he pasado de frenada; si he


42

descarrilado yo o ellas se han salido de la vía, si sólo eran viajes de recreo

aunque yo siempre estaba creyendo que eran largas tournés, y que, nunca

sabía a dónde me dirigía y en qué dirección marchaba. Tengo la conciencia

tranquila porque nunca quise hacer daño a ninguna, ni consciente ni

inconscientemente. En realidad, más bien, siempre he tenido la sensación de

que, bien directa o indirectamente, por activa o por pasiva, he estado ayudando

a las mujeres, y ellas a mí, por supuesto. A algunas les he ayudado a madurar

(a las que les llevaba más de ocho años), a otras, les he enseñado la lección

de que hombres como yo son malos compañeros de viaje, y a otras las he

hecho tan felices en la inmediatez del amor en la misma medida en que lo han

hecho ellas conmigo; a otras las he divertido, escuchado y aclarado ideas, y

que en otro momento, como un rédito atesorado por el destino, otras me lo

han aclarado a mí. En las relaciones que he tenido, he hecho,

simplemente, lo que he podido, sabido o he ido aprendiendo. Ya no me juzgo

como lo hacía antes, el exceso de culpa las ahuyenta. Soy indulgente conmigo

mismo porque nunca he tenido malas artes y siempre he puesto claras mis

reglas de juego para que pudiese existir igualdad de condiciones, nunca he

hecho trampas. Algunas chicas no han entendido mis reglas, y con otras no he

debido de entender yo las suyas, no lo sé, pensaba. Sólo sabía que en esta

recién construida estación, ese día pitaba una locomotora cuya salida era

apremiante, y yo, no quería perder ese tren, por lo que no había mucho más

que deliberar; quizá, hay ocasiones en la vida en que la reflexión es un incordio

y una traba para la determinación y la diligencia de las acciones más

importantes y responsables de uno mismo, hay que dejarse llevar por la

intuición y cerrar los ojos para decir, ¡sí! Allá voy, me tiro a la piscina,

aunque me ahogue. Por otro lado, pensaba que, por muy mal que se
43

presentaran y rodaran los acontecimientos, hacía tiempo que había aprendido a

nadar y a adentrarme en un mar adentro en el que la valentía consiste en

hacerlo con el agua fría y sin demoras ni miramientos.


44

III

“En efecto, como la pasión se funda en una ilusión de felicidad personal, en provecho de
la especie, una vez pagado a ésta el tributo, al decrecer, la ilusión tiene que disiparse. El
genio de la especie, que había tomado posesión del individuo, le abandona de nuevo a su
libertad. Desamparado por él, cae en los estrechos límites de su pobreza, y se asombra al
ver que después de tantos esfuerzos sublimes, heroicos e infinitos, no le queda más que
una vulgar satisfacción de los sentidos. Contra lo que esperaba, no se encuentra más
feliz que antes. Advierte que ha sido víctima de los engaños de la voluntad de la especie.
Por eso, regla general: cuando Teseo consigue a su Ariadna, la abandona luego. Si
hubiese sido satisfecha la pasión de Petrarca, hubiera cesado su canto, como el del ave
en cuanto están puestos los huevos en el nido.”

Arthur Schopenhauer. El amor, las mujeres y la muerte.

Algunos días más tarde, inmiscuido en los quehaceres de mi profesión se

entrecruzaban en mis interiores locuciones que ambos intercambiamos

durante aquellos dos días, hasta el punto de que cuando descansaba no podía

atender a la televisión siquiera media hora seguida. Intentaba no darle

demasiada importancia al asunto y comportarme con respecto a mi trabajo

como si no hubiese ocurrido nada extraordinario, pero seguían y seguían mis

voces interiores convulsas en las que ella era mi interlocutora y yo como autor

de los diálogos. Esa madeja de ideas inconexas por mi mente se paró

súbitamente cuando Eva me llamó por teléfono el miércoles, eso sí, antes de

que yo le hubiera mandado el mismo lunes, cuando calculé que estaba


45

llegando a su casa, un sms fiel a mi estilo poético, muy pensado y

trabajado, aunque quizá algo largo y arriesgado, temí por mi imprevisto

arrebato, es difícil mantenerse en las distancias cortas del amor prematuro, tanto

para no llegar como para pasarse, y uno no sabe de primeras, a ciencia cierta, si

se sostiene uno en el punto medio. Mientras nos entreteníamos en esa llamada,

creí que era el momento de pasar a la acción y dejar de pensar. Le dije que el

viernes estaría en Madrid.

—¿Por Trabajo?— Me preguntó ella.

— En realidad, no. Voy para verte, sí tú me lo permites. Y de ser así,

también aprovecharé la coyuntura para intentar quedar a tomar alguna

cerveza con alguno de los contactos que tengo en Madrid, los cuales me han

proporcionado alguna vez algún trabajo por allí.— Decidido y sin miedo, como

el torero que sabe que de ese lance, o va al hospital o sale a hombros por la

plaza, cogí el tren a las siete de la tarde, aunque lo hubiera cogido a las siete

de la mañana si no fuese porque tanta impulsividad temía que la asustase,

además de que no quería interferir en su cotidianidad, porque la prudencia

siempre suele ser más conveniente para este tipo de situaciones. En

mitad del trayecto a Madrid terminé el primer poema que ya venía trabajando

durante todo el día y se lo mandé en un sms, respondiéndome ella con un

gracias repleto de emoticonos risueños. Una vez en Madrid, ya juntos,

volvimos a pasar un fin de semana idílico, y, cuando ya de regreso a casa

recordaba todo lo vivido en esos dos días, recababa otra vez en la

consiguiente idea de que, sin lugar a dudas, lo que nos acontecía era algo

distinto, algo no vivido siquiera en sueños, corroborado por esa intensidad tan

desbocada que no podíamos contener, tanto emotiva como sexual. Quizá si

contase esto a alguien, pensaría que con el preámbulo del primer día todo era
46

predecible, pero estas cosas no se pueden prever, el tiempo va marcando los

tiempos, no es una frase hecha ni un gratuito pleonasmo, quiero decir que, uno

se deja llevar en la misma medida en que el otro (en este caso la otra) también

retrocede o avanza, intenciona intensidad o mesura sus ánimos y emociones

para acomodarlos a la relación que uno quiere tener, quizá aquélla que siempre

se quiso vivenciar, la que de ideal llevamos todos en nuestra mente de vez en

cuando, cuando nos embargan las ensoñaciones con la nostalgia del desterrado

o del pródigo, o algo así, ¿cómo explicarlo? En realidad, no tiene explicación,

siempre demanda el destino de uno, aquello que a uno nunca se le hubiera

ocurrido imaginar, ya he pensado antes, y me reafirmo férreamente en mi

sentencia. El caso es, que empecé a perpetuar mis visitas los fines de

semana, aprovechando para hacer de las relaciones públicas un menester

habitual del que ella me acompañaba en mis citas sin que le notase yo ningún

esfuerzo añadido; incluso decididamente tomaba parte en las conversaciones

que yo mantenía con mis posibles agentes de trabajo, en las que se mostraba

resolutiva cuando intervenía, lo justo para no sentirse incómoda, y a la vez,

arroparme en los momentos de mayor desamparo para mis intereses; no era

maternalismo, sino hacer de ilación del refrán, “más sabe el diablo por viejo

que por sabio”, ella estaba más curtida en el oficio que yo, una realidad.

Perpetué los viajes de fin de semana a Madrid durante tres meses; a veces

salíamos a ver exposiciones y al cine, pero en ocasiones nos quedábamos

todo el día en casa, viendo películas, leyendo, o charlando de cualquier

cosa fútil e intrascendente, y sobre todo, haciendo el amor sin mesura; en fin

de cuentas, una vida de pareja, podría decirse (al menos durante cada fin de

semana) y, cosas del destino, la suerte siempre suele ser la aliada del que más

la persigue. Un día, un productor me llamó al móvil; yo estaba sentado


47

en un sofá cheslong a juego con el salón enmaderado de la casa de Eva, de

un estilo kitsch, ambos, orientados (a unos cinco metros) hacia un

mueble setentero repleto de libros ordenados asimétricamente. Lo había

hecho construir a medida y a su gusto para hacer juego con todo el salón

también enmaderado en caoba roja, donde una veintena de largos estantes

(sin contar con los del mueble), que iban de pared a pared, soportaban unos

cinco millares de libros en diferentes niveles.

— Hola, Salvador, ¿qué tal te va? Te llamaba para preguntarte si estarías

dispuesto a trabajar para una serie de televisión.

— ¿Qué tal se paga eso?— Le pregunté yo, mientras valoraba los riesgos y

los beneficios. Nunca había hecho series para la televisión nacional e

imaginaba que si no estaba llamando a un experto sería porque la

inmediatez de la emisión no le ofrecía otras posibilidades. Seguía

haciéndole preguntas acerca del contenido, de la temática, y de

todo lo que tuviera que ver con la serie, concediéndome así el

tiempo suficiente para reflexionar acerca de si ponía en riesgo mi reputación

como guionista ante la premura que requería ese trabajo, y que,

suponía una dificultad añadida a todas las previsibles, al ser yo, en cierta

medida, un neófito. Por el contrario, también pensaba en cerrar los ojos y

decir que sí. Era la ocasión para instalarme en Madrid y vivir con Eva. Lo

primero podía esperar pero lo segundo no lo tuve ni que pensar. El regocijo

de las palabras “vivir con Eva” por mi mente desencadenó un ¡sí! Súbito y

firme en el que no me creía mi propia entereza y seguridad , al contrario

que mi interlocutor.

— ¿Cuando empezamos?—Le dije sonriendo mientras la procesión de

mártires y santos penitentes seguía pasando por dentro.


48

— ¡Ya! Lo antes posible, según dónde estés.— (Ya le había dicho que

estaba en Madrid)—. Te paso todos los guiones de los tres últimos meses de

la serie Madrid no es Nueva York, ¿la has estado siguiendo, no?

—Sí, sí, es divertidísima, no obstante, preferiría ver todos los guiones de la

serie para adecuarme al estilo.— Era mentira, sólo había visto cuatro

capítulos y medio, el otro medio que faltaba para el quinto lo abandoné

porque me pareció una serie soporífera y con un humor demasiado manido

para que a mí me hiciese gracia.

— No puedes perder mucho tiempo, sólo contamos con cinco capítulos

grabados, dentro de cinco semanas y dos días, contando que el siguiente lo

emiten pasado mañana, saldrá en antena el tuyo.

— Sólo era para hojearlos todos e intentar ser lo más fiel posible al discurso

narrativo.

—Como quieras, pero son cuarenta y dos.

— ¡Ya, ya! Pero creo que es mejor repasarlos un poco.

—Pásate entonces tú por canal 34 y llévate copia de los que quieras.

Pregunta por mi secretaria, Ana Marlones, se los dejaré a ella.

La dificultad engrandece y estimula a los triunfadores, con lo que la primera

semana ya me había leído todos los guiones a la vez que hacía notas para

escribir los dos siguientes en las dos semanas que me restaban de tiempo.

Un día después del señalado, emitido mi primer capítulo como guionista de

una serie de televisión nacional, el productor me dijo que la audiencia se

había mantenido igual hasta el final de la emisión. Era previsible, los

seguidores de una serie se caracterizan por su fidelidad intrínseca. Sin

embargo, en las tres semanas siguientes conseguí aumentar la audiencia en

todos puntos y, a lo largo de tres meses, en más de cinco. Se comentaba por


49

los círculos de la cadena, que yo, a pesar de haberle dado un considerable

giro a la serie, mi humor surrealista había conseguido captar a un grupo de

audiencia con un nivel cultural más alto, y por ello, me estaban dejando hacer a

mis anchas. Estuve trabajando en la serie siete meses más, hasta que terminó

la temporada, consiguiendo elevar la audiencia hasta ocho puntos de rating.

Después de siete meses de autorrealización personal en la que el trabajo

estaba siendo considerado como la esencia de mi propia existencia, y que en

mi caso, siempre he creído que estaba predestinada a divertir a los demás,

para hacerles felices, así de fácil, sin más pretensiones morales que me

enrolen en una pseudoreligión con bautismo, confesión y comunión diaria;

aunque, sin embargo, mi trabajo estaba lleno de ritos como leer a

determinadas horas prefijadas y adscritas a aprender diferentes recursos de

escritura, con la ayuda, la bendición y la redención de mi compañera, que me

aconsejaba cómo podía ir mejorando la dicción de mis guiones. Todo era

perfecto, el ideal soñado por cualquier pareja; conjunción, complicidad, amor y

buen sexo, con lo que, estaba tan motivado que me daba tiempo para

escribirle poesías a Eva y dejárselas por los rincones de la casa para que

ella las descubriera y se llevase una sorpresa, o incluso dejarle pistas,

para que al final encontrase, aunque fuese una sola frase ingeniosa, en que

el hecho de leerla así a botepronto, le hacía vibrar con un incontrolable

arrebato que ella lo tomaba como un juego tan divertido como estimulante.

Eva era la primera lectora de mis guiones y se desternillaba de risa cuando yo

intentaba dar un giro a la serie a través de un nuevo capítulo. A la vez, yo me

maravillaba de cómo iba desarrollando su siguiente novela encargada por su

editorial, y, era este ejercicio de colegueo, como consanguíneo y emparentado

por algo más que el destino, que parecía que fuésemos dos almas que
50

siempre se han estado buscando y que por fin se encuentran. Con tanta

afinidad por el oficio de la escritura y tanta complicidad en la conjunción de

caracteres, el amor aumentó hasta llevar también al deseo a unos límites

casi insoportables. Todo parecía conjurado por una pitonisa como por ensalmo

o hechizo. Yo tenía fuerzas para todo y rebosante de energía, tan sólo yacía

cinco o seis horas al día en la cama de las que casi todos los días, una era

exclusividad del sexo. Y, lo que es la rueda del destino, el dinero llama al

dinero; a la vez que escribía los capítulos para Madrid no es Nueva york,

otro productor muy interesado en mi trabajo me propuso un encargo para una

serie de otra cadena cuyo creador y guionista tenía que ser yo. Mi reputación

estaba subiendo en la bolsa de los cotilleos del oficio como las acciones de la

incipiente telefonía móvil de los años noventa, así que, sin pensarlo dos

veces aproveché mi racha de buena suerte para decidirme y aceptar.

Quizá era mucho todo el sumatorio del trabajo requerido por todas mis

ocupaciones, pero, ¿a quién no le gusta ganar dinero? Acepté el encargo de la

serie y la titulé Napoleón y sus amigos, en cuyo guion desarrollé una

irónica e hilarante trama ambientada en un hospital psiquiátrico donde

los locos siempre terminaban por hacer ver la realidad a los despistados

psiquiatras. Era una parodia irónica donde ponía en tela de juicio el concepto

convencional de lo que es la locura y lo que es la realidad o la

cordura. Los psiquiatras terminaban desquiciados por los desmanes y

diabluras de sus pacientes mientras ellos lo pasaban pipa, incluso algunos,

cuando les sacaban del psiquiátrico, ya curados, empezaban a hacer otra vez

de las suyas para volver a entrar y divertirse. A mí también me divertía

escribir cada episodio, de hecho, nunca me había divertido tanto, y a la vez,

mi trabajo resultaba tan contrastante con los argumentos que esgrimía Eva en
51

la novela que estaba entretejiendo, que esta disparidad temática y

estilística hacía posible ese tópico de que los extremos se atraen, por lo que

ambos nos profesábamos una admiración que incrementaba nuestro encanto

personal. Eso fue al principio, empero, aunque no parezca creíble, en esta

desigualdad de temperamentos entre nuestros sendos personajes de nuestros

escritos y, la peculiar manera de pensarlos y de escribir sus chanzas o sus

seriedades, según de quien fueran, nos contagiaban el ánimo a cada uno y

nos sumían en un status psicológico diferente, y que al cabo de un tiempo ya

juntos donde habíamos desojado ya lo más granado de la relación, se tornó, en

cierta medida e incomprensiblemente, en incompatible, ya que, mi buen humor

contrastaba con el carácter introspectivo y meditabundo de Eva, que se

manifestaba en sus andanzas por la casa silenciosa y pausadamente, mientras

que las mías, cuando ya íbamos por la mitad de los capítulos de la serie,

eran de un trajín y de un tejemaneje tan brioso como inconsecuente con

respecto al acompasado proceder de Eva. A los ocho meses (más o menos),

había algo que empezaba a chirriar, el engranaje de nuestra convivencia no

conseguía rodar fino, andábamos por la casa marcando tiempos y horas

disímiles y, muchos días ya no comíamos ni cenábamos juntos, sino que cada

uno, atendiendo a su trabajo, iba desentendiéndose del otro para

desenvolverse en un estado individual y desconcertante para ambos. Hasta tal

punto que la armonización de nuestros temperamentos, meses antes tan bien

conjuntados, estaba empezando a desencajarse, y, después de esos

meses viviendo juntos, como la pasión estaba empezando a declinar

hacia la rutina, nuestros vínculos y adaptaciones que en el primer periodo de

nuestra relación nos hicieran tan fácil todas las cosas, empezaron a

tambalearse poco a poco. El primer síntoma de que la pareja se estaba


52

deleznando era que, si en un principio nos ayudábamos mutuamente, por el

contrario, poco a poco empezamos a desentendernos del trabajo del otro,

obviando compartir la lectura de la tarea realizada cada día, en la que

antes, poníamos en común como acto de perfecta convivencia, e

inesperadamente, eso es lo que tiene de perfunctorio el desamor, lo que

antes uno veía virtud en el otro ahora empezaba a tornarse en defecto y, si

en un principio Eva me ayudaba con la redacción (sobre todo con el

vocabulario más apropiado) de mis escritos, ahora empezaba a hacer críticas

severas cuando por casualidad hurgaba en mis papeles, menoscabándolos

con respecto a los suyos, y yo, como defensa, le decía que ella invertía

unos esfuerzos inconsecuentes para el ejercicio de la escritura, “escribir, tan

sólo es escribir”, le decía, “no hace falta tanto denuedo y fruición”, a la vez que

le reprochaba que por su culpa, por su ensimismado carácter y su

descompostura tan afectada, estaba desencajándolo todo en la convivencia;

mientras que ella me reprochaba mi talante huero e insustancial, “un trabajo

artesanal pero intrascendente es el tuyo”, me dijo en una ocasión, y yo, me

sentí tan herido por la baja consideración que ella estaba mostrando acerca de

la profesión que tanto había yo idealizado como de entre las más excelsas que

podían existir, que al ser infravalorada y denostada con sus punzantes

comentarios, me rebajó la autoestima hasta el punto de que mi buen sentido

del humor se trocó por un humor huraño y cáustico, y que, como

mecanismo de defensa, hacía que la rehusase en algunos momentos de

asueto. Las primeras discusiones empezaron a aparecer, y ya empezado

el pastel de la discordia, las siguientes hicieron de los enfados y las

polémicas un hábito que terminó por convertirse en el pan nuestro de cada día.

Si no era porque yo dedicaba menos tiempo a las tareas de la casa


53

escudándome en que tenía más trabajo que ella en aquellos momentos,

argumento añadido que estaba aportando más dinero al bien común, y que nos

serviría para viajar cuando los dos descansásemos un poco, era porque nos

disputábamos las horas del único despacho o escritorio que teníamos, y que,

mientras uno estaba en una silla ergonómica con un ordenador cuya pantalla

tenía veinticuatro pulgadas, el otro estaba incómodo en el sofá o en una silla

del salón con el portátil. A todo eso se le añadieron las peleas por quién

hacía más veces la compra, o quién gastaba más dinero en ropa, libros o

caprichos (el dinero era compartido), o quién llegaba más tarde a casa

cuando nuestros compromisos de los saraos nocturnos relacionados con

nuestro trabajo nos hacían dividirnos en el tiempo y en el espacio de la ciudad,

para empezar a no coincidir en la hora de llegada a casa y dejar de hacer el

amor como si ya no lo considerásemos necesario. Los coitos sólo se sucedían

cuando discutíamos y nos reconciliábamos, pero pronto se desequilibró la

balanza en la que a un lado estaban las discusiones y los enfados, y al otro las

reconciliaciones, eso sí, acompañadas de pequeños regalos inmediatos que

comprábamos al día siguiente si la discusión había entonado demasiado

los ánimos, compensando nuestro alejamiento y tensión con unos regalos y

concesiones simbólicas que volvían a incluir sexo, por otra parte,

constratadamente monótono que no aportaba nada nuevo ni excitadamente

erótico, cualificación tan apreciada poco tiempo atrás. Era el momento de

pararse a pensar en la relación, nos estábamos dando cuenta los dos y así lo

hicimos. Determinamos establecer unas reglas de juego que al principio

cumplimos a rajatabla. Nos repartirnos los horarios de escritorio o las tareas

de casa bajo unas imposiciones estrictas y metódicas, y también, antinaturales,

con lo que las propias reglas empezaron a constreñir nuestra


54

espontaneidad y la facilidad con la que unos meses atrás nos desenvolvíamos

en lo pequeño y lo grande de una puesta en escena de los sentimientos

naturales y espontáneos que ahora costaba exteriorizar. La ortopedia del

remedio nos estaba convirtiendo en unos lisiados en franqueza de

emociones que, bajo el recelo y el miedo y bajo el peligro y la sanción por no

respetar las normas cuando éstas eran infringidas por parte de uno de los

dos, los reproches de la otra parte nos volvían a enzarzar en una discusión

tan innecesaria como hiriente para ambos, ya que los dos queríamos

tener razón, y lo que antes era fluidez y malabar por parte de los dos, ahora

se había tornado en una prestidigitación oculta por no dejar entrever el truco de

cierto egoísmo e individualidad por parte del otro, y que, indefectiblemente,

todo esto, estaba llevando a la relación de pareja a la deriva. Lo que

tiempo atrás era amor desgarrado ahora sólo era respeto y

apreciación mutua entremezclada con intermitentes cariños que, por otra

parte, cada vez se hacían menos manifiestos. Con estas medidas de urgencia

para salvar la situación, si bien, estábamos protegiendo nuestros sendos

trabajos al conseguir mantenernos concentrados y eficientes por la propia

rigurosidad del método; “el pacto entre caballeros” nos estaba abocando a una

situación artificial, entre otras cosas porque las mujeres no son caballeros y

por su propia naturaleza femenil les conduce a elaborar otros códigos de

honor y de proceder que no son precisamente los de los hombres que,

resolvemos los conflictos con profusos razonamientos y nobles

comportamientos, mientras que las mujeres, con una inconmensurable

empatía que les hace manejar las emociones y los sentimientos manifiestos

con una implacabilidad cuya comprensibilidad hacia el otro siempre suele ser

más diligente, por otra parte, facultades que antes exteriorizábamos


55

indiscriminada y equitativamente el uno con el otro, pero que, ahora, todo era

confusión y egoísmo. En aquellos momentos habíamos llegado a una situación

en la que, donde antes de nuestro declive, el “tanto”, el “cómo” y el

“cuando” de las transacciones emocionales no importaban mucho, porque

todo nos lo perdonábamos sin hacer demasiados esfuerzos, ahora, estas

adverbiaciones se tornaban imprescindibles, porque un poco de menos del

“tanto”, una pequeña variación del “cómo” y un desfase del “cuando”, nos

propendía a un rechinar de dientes que cualquier desagravio era sentido

de una manera dolientemente perjudicial para la relación. La situación era

insostenible con lo que decidimos que teníamos que vivir separados, y que, tan

sólo el tiempo quizá podría volver a poner las cosas en su sitio. Un día, ante

una disputa desorbitada en las formas y en los ánimos, rayana a la bronca

barriobajera, yo ya no pude más y decidí marcharme a dormir tres días a un

hotel, y a mi vuelta, le dije que había decidido irme a vivir a un piso yo solo.

Ya habían pasado diez meses desde que nos conocimos, y Eva, empezó a

sentir la nostalgia de los días felices, se empezaba a sentir apesadumbrada y

condolida, posiblemente incluso culpable, hasta que su soledad debió de

hacérsele insoportable, porque un día, sin más ni más, aunque lleváramos más

de dos meses sin hablarnos, me llamó por teléfono con aires zalameros para

pedirme tomar un café juntos. El día que quedamos ella se manifestó tan

entusiasta y alegre que me conminó a quedar de vez en cuando a seguir

con el mismo protocolo de tomar café de una manera periódica, hecho que

yo acepté sin pensarlo, porque yo también la echaba de menos. ¿Por qué

había que cortar de cuajo nuestra relación por el hecho de que la vida en pareja

se nos había truncado hasta terminar los dos por dejarlo? Porque en el

fondo, ambos nos profesábamos un cariño subsidiario del amor pretérito


56

que con profusión y enmarañamiento ciego había encabalgado nuestras

vidas tan afanosamente, aunque después no supiéramos como tomar las

riendas de la convivencia con decisión y acierto para sobrellevar una vida

en común. Esto era, que bien podía resultar ser un remedio

medianamente sostenible, tener un trato de amistad con un regularizado

número de encuentros. En ellos, charlábamos acerca de cualquier cosa,

pero sobre todo se imponía el tema de la profesionalidad de nuestros

respectivos trabajos, las quedadas servían de solaz a nuestras obligaciones

diarias, y en aquellos cafés vespertinos se prodigaba un intercambio de

halagos y ánimos que en otro tiempo se nos habían negado. Eva estaba ya

con su segunda novela y yo, en ese mismo periodo estival, casi un año

después de haberla conocido, me había tomado unas vacaciones esperando la

reposición de mis dos series. Me había ido dejando suficiente trabajo hecho

como para vivir de rentas, con lo que mi tiempo libre era fácilmente aplicable a

cualquier hora y no me importaba ver de vez en cuando a Eva, cuando ella

quisiera, y que, en poco tiempo, esa costumbre se perpetuó en dos veces por

semana y, este proceder, se transformó en un no poder estar ni juntos ni

separados. En aquéllas conversaciones con café y cake a la inglesa, yo

interpretaba que ella me estaba invitando, aunque de una manera subrepticia, a

pensar que, si bien habíamos perdido o desaprovechado el amor, bien

podríamos beneficiarnos del sustrato afectivo emanante, y que, parecía ser lo

suficientemente alentador para mantener un apego satisfactoriamente

beneficioso para nuestros ánimos y nuestras atareadas vidas. Al final, le

recogí el guante de sus profusas sugerencias, y sin darme cuenta,

también lo que cubre el guante. Un sábado, después de haber salido a

cenar juntos, estábamos bebiéndonos una botella de cava en su casa porque


57

estaba ya por el ecuador de su novela. Creo que los dos sabíamos lo que iba a

ocurrir. Nos reímos juntos hasta la saciedad, como en nuestros primeros

tiempos, y al final, terminamos por rememorar días pretéritos hasta que nos

fuimos a la cama. Nos volvimos a besar como el primer día y en uno de los

intervalos de silencio entre besos, se me quedó mirando con cierta acuosidad

en los ojos, diciéndome:

— ¿Por qué no vuelves a esta casa? ¿Por qué no lo volvemos a intentar?

— No lo sé, tengo que pensarlo mucho, valorar los pros y los contras.— Le

contesté, quizá muy secamente.

— Siempre estás pensando, nunca te dejas llevar, no fluyes, amas más tu ego

al creer que amas que el hecho de dejarte llevar por la propia naturaleza del

amor.

— Siempre me estás menoscabando. No sabes si lo que sucede es todo lo

contrario, que suprimo mi ego para poder amar desinteresadamente. No

sabes cuándo echo mano de mi ego y cuando lo suprimo, no estás dentro

de mí.— Ya estábamos discutiendo y, una cosa llevó a la otra, con lo que los

besos ininterrumpidos se convirtieron en un chasco de charla que creíamos

ya olvidada y cuyo decurso empezaba a ser la confusión, la subida de tono y

los reproches. Cuando los dos fuimos conscientes de la dinámica en la que

estábamos entrando callamos súbitamente, y casi a la vez, dentro de un

silencio desolador de una noche tornada ahora en un desairado encuentro,

exenta en todo momento de ese punto de complicidad que tanto éxito en la

relación nos había dado en otros momentos, me dijo:

— ¿Quédate a dormir, olvida esta discusión y mañana será otro día?

— No, me voy a mi casa, y recuerda que sólo hemos echado un polvo.— Eva

se dio la vuelta, se tapó la cara con el almohadón mientras yo me vestía


58

cadenciosamente. Estaba ya en el pasillo para salir por la puerta y cuando la

abrí, Eva me dijo desde la cama:

— ¡Piensa si quieres! Pero piensa bien, por favor— dijo esta última frase con

un tono vagamente audible pero que el silencio de la noche clarificó su

comprensión. Ahora tenía un coche de alta gama para irme a mi casa y a toda

velocidad, llegué por la M-40 en unos veinte minutos. Me acosté y, cuando me

levanté por la mañana empecé a pensar de una manera profusa y caótica en un

frenético ir y venir por la casa, como desorientado y perdido en mis propios

razonamientos aunque les intentara dar una salida que satisficiera mi lógico

proceder de l a n o c h e a n t e r i o r , pero todo era confusión y embrollo, así

que, tenía que aclararme. Primero, retomé mi vieja teoría del amor que bien

puede resumirse en que el enamoramiento dura lo que dura la pasión, y

que la vida en pareja no es más que una convención plagada de normas y

ataduras implícitas cuyo objetivo es paliar el miedo a la soledad, añadiendo,

que el amor es una celada que nos tiende la Naturaleza (por incomprensible

que parezca) para proseguir su eterno decurso que sólo propende a perpetuar

la especie. No tuve que pensar mucho para recabar que con las mujeres me

iba mejor que nunca. Los fines de semana acudía a fiestas de actores y

actrices, productores y productoras, compañeros y compañeras de trabajo.

De entre el elenco de chicas, vanidosas algunas, arribistas otras y algo

afectuosas las que menos, conseguía llevar a mi piso a una chica un fin de

semana sí, y otro no, en cuyo defecto, me emborrachaba si no conseguía

ligar, y, no era por frustración sino por entretenimiento. Creía, al igual que

Hipócrates, que emborracharse al menos una vez a la semana era

beneficioso para el cuerpo (incluso para el alma) ya que lo purgaba,

aunque me preguntaba mientras sostenía mis cervezas en la mano, (daba


59

igual con quién estuviera hablando en ese momento, nada importante requería

mi total atención) que si lo que realmente estaba purgando era mi cuerpo, o

si bien, solamente estaba expiando mi conciencia ante la idea de que estaba

apareciendo en mí una frivolidad jamás antes experimentada, arrastrándome a

cambiar mis procedimientos concienzudos y morales con respecto al otro

sexo, antaño llevados a la práctica con una rigurosidad estricta, y ahora, en

cuya posible transgresión, intentaba redimirme con unos días sin pisar la

calle, siquiera por despiste pudiese yo pisar o empujar a alguna señora

mayor en mis andares por las vías públicas y tener la sensación de que

estaba dañando al género femenino. Fuere lo que fuere, todos los fines de

semana, o tenía sexo o redención moral, con lo que alternativamente; o bien

mi ética quedaba siempre inmaculada por el sólo ejercicio de pensar acerca de

ello, o mi cuerpo quedaba satisfecho sin pasar por los infiernos de la rectitud.

Estaba abocado a una situación cómoda en la que, tenía que valorar decidir

entre tener cierta paz interior y sexo renovable e independencia, o por el

contrario, una vuelta al subyugo del amor “verdadero” en el que creía que

nunca había creído, y que, mi experiencia en la convivencia había constatado.

Quizás, yo sólo era como cierto donjuán bien amañado con ausencia de

psicoanalista (no como todos los demás donjuanes), con una vida libertina y

sumamente divertida, y que podía prodigar mientras el cuerpo aguantase mi

ritmo de vida y mi pergeño físico se mantuviera jovial, y en cierto modo, atlético;

eso sí, siempre y cuando siguiera cuidándolo como hasta ahora, o más

adelante, pudiese mostrar una figura de cincuentón irreconocible en la edad,

siempre rejuvenecido, renovado e ilusionado por una existencia que me

permitiría vivir con tranquilidad, aunque siempre con una mujer a mi lado, claro.

Me esperaban años de prosperidad, tiempo libre para escribir a mis anchas sin
60

protocolos ni formularios morales, ausencia de complicaciones e implicaciones

afectivas que, en su defecto posible de algunos casos contenciosos, los

resolvería gracias a las patas que sostienen la cama del dormitorio, como suele

hacerse, eso era lo que imaginaba para mi futuro. Todo ello se ponía al otro

lado de la balanza de volver a experimentar el único supuesto amor que había

intentado vivir con convicción y esperanza, y que había frustrado mis ilusiones

con la única chica con la que me había atrevido a intentarlo, no por miedo ni

egoísmo, sino porque nunca deseé y creí amar tanto, me he dejado claro. La

preocupación entre dos posibilidades desigualmente satisfactorias, pero

indiscernibles por el momento, requería algo de tiempo para pensar con el

debido detenimiento y poder así decidirse. Eva me llamó el sábado siguiente

quitándole hierro al asunto, proponiendo que todo quizá podía seguir

como antes, sugiriendo vernos cuanto antes para conquistar de nuevo la

complicidad y la camaradería de los tiempos del café y el parloteo.

Quedamos esa misma semana y, de entre las muchas cosas de que

volvimos a hablar, de soslayo, sugirió tocar el tema de la pareja. Cuando salió

a la palestra la cuestión y perdimos los pudores y entramos de lleno en el

asunto, convenimos que todo podía seguir así, si bien, Eva sugirió que el

acto carnal del sábado podría añadirse a discreción e indiscriminación de

veces por mes, día y horario. Reflexión que me sorprendió por improcedente. —

¡Uf! Eso terminaría por ser muy comprometedor y también eso habría que

rumiarlo— pensé en voz alta, inconsecuentemente, pues habría ella de fruncir

el ceño con actitud desairada. Después de casi dos horas juntos, dije—

:¡Bueno!—( Exhortando a retirarnos), es hora de marcharse. —A la vez que

añadía.— El día cinco me marcho de vacaciones, me voy a los Alpes, hasta

el día quince.
61

— Yo me voy a Moscú con una amiga. Y tú, ¿Te vas solo?

— Vaya pregunta. ¿Tú, que crees?

— Que no, que te vas con una de tus amiguitas tan aficionadas al esquí

como a los paseos montunos— dijo con un retintín reprochador y acusador.

— Pues crees mal, me marcho solo a Engelberg. Cerca hay un pueblecito de

cincuenta habitantes en las faldas del Mont-Blanc, y que se multiplica por

diez en el periodo estival (población perfecta para no experimentar una

excesiva soledad y sí un gran sosiego compartido). Nos dimos un beso en

la boca y nos deseamos la mayor suerte del mundo pasase lo que pasase

después de nuestro regreso.

Durante toda la semana que me restaba para marcharme pensaba en lo que

debería de hacer en mi soledad de la inspiradora montaña mágica (que si no

la de Thomas Mann, sí la de cualquier suizo), para resolver el conflicto y

tomar la importante decisión que me esperaba a la vuelta. A mitad de semana

ya di por hecho que si Eva me propuso el añadido del sexo era para atraerme

cada vez más (conocía mi exacerbada salacidad hacia ella) y terminar por

recuperarme definitivamente, porque Eva me amaba con certeza, no lo

dudaba, mientras que yo, sí que tenía mis dudas acerca de mi amor por ella.

Cuando estaba en el avión camino del aeropuerto de Lucerna, cinco minutos

después de despegar de Barajas, pensé que si me volvía a acostar con

Eva quizá no podría dejar de hacerlo nunca en toda mi vida. El debate

existencial para las vacaciones era decidirme entre una cárcel de amor a lo

San Juan de la cruz y Santa Teresa (pero intercambiando el confesionario

por un jacuzzi como Kermés punitiva), o seguir representando Don Juan

Tenorio versión propia. Se contraponía la devoción a una idea cuasi mística

de vivir el supuesto auténtico amor, o estar reinventándome siempre la misma


62

obra de teatro. Ante tal enmarañamiento de ideas y dudas acerca de este

conturbado dilema cerré los ojos intentando no pensar en nada, pero fue

inútil, vaya disyuntiva la que tenía que dirimir y, no era ese el momento más

apropiado para ello, porque, la cavilación se suele tornar en pesadumbre

insoportable en momentos de debilidad y preocupación del espíritu, y en el

fondo, por eso me había recluido a aquellos parajes, para apelar a la soledad

como la mejor compañía consejera de los momentos más trascendentes de

la vida. En fin, tenía diez días por delante para no pensar en otra cosa

salvo en las ensoñaciones propias del entorno natural, así que, no era

cuestión de empezar ¿ya!, antes de llegar a mi destino vacacional, con

tormentos y hurgamientos de conciencia que requerían una especial

delicadeza y devoción hacia mí mismo, porque estaba empezando a

creer que me preocupaba en exceso y, no era el momento de

culpabilizarme por nada que mi conciencia y discernimiento no había

escrutado todavía, era momento de cerrar los ojos y no pensar en nada. A

veces me cuesta, pero cuando lo consigo, mi paz interior se parece más a

los santos devotos antes invocados que a la insalvable pesadumbre del

donjuán, siempre insatisfecho, nunca conforme, y que, por más que sus

consumaciones seductoras le engrosen el ego, nunca termina por estabilizar

un amor que dé paz a su conciencia. P

ero; qué narices, mi vida era mucho más intensa y divertida que la del Don

Juan de José Zorrilla, determinaban así mis pensamientos. Tenía treinta y

cinco años, había consumido los mejores momentos de mi vida junto a las

mujeres, aunque ese papel empezaba a aburrirme, pero quizá, era el único

que sabía representar.


63

IV

“El silencio es el partido más seguro para el que desconfía de sí mismo.”

“El verdadero amor es como los espíritus: todos hablan de ellos, pero pocos los han
visto.”
“Si no tenemos paz dentro de nosotros, de nada sirve buscarla fuera.”

François de la Rochefoucauld. Máximas.

Ya llevaba cinco días en una pequeña cabaña redonda de cemento

(de unos siete metros de diámetro), colgada en la falda de una montaña y

aislada de cualquier rastro de humanidad, ya que, estaba a tres kilómetros

de Engelberg, el pueblecito desde donde salía un estrecho camino por el que

justo cabía un coche, y, serpenteando a una ladera de un monte en el que el

verde de la hierba se apoderaba de cualquier otro color (casi no había flores

por la falda de la montaña), me servía de distracción y aliciente para la vista a

lo largo de un paseo placentero que yo hacía todos los días para comprar

pan reciente y víveres. La cabaña era de tejado de pizarra, con unos

angostos ventanales por donde no entraba demasiada luz a mi austero

saloncito que sólo se componía de un sofá de madera con una colcha

vieja a cuadros marrones claros (tirando a beige), que tenía una gran mancha
64

de café que hacía parecer al diseño más oscuro y asimétrico. En una esquina

de la estancia había una mesa camilla con tres sillas, donde el faldón cubría a

un brasero natural que no me era necesario. Directamente, por un sombrío y

corto pasillo se accedía a un dormitorio donde un camastro con un nórdico

de plumas y un armario viejo ocupaban casi toda la pared, dándole

estos atributos a mi circunstancial morada un aire de limpieza,

acogimiento y bastante confortabilidad, al menos para mí; no soy

persona de exigencias y lujos, suelo ser conformado y acomodaticio a las

circunstancias. Esas dos habitaciones se adosaban a la cocina (que con

ella, me infundía suficiente amplitud general), en la que se instalaba una

mesa de madera y cuatro sillas que casi tocaban a unas paredes desnudas

y desconchadas (por toda la cabaña) en las que sólo una fresquera

empotrada (tapada con una cortina) rompía la uniformidad del blanco

permanente de toda la casa, por dentro y por fuera. Esos tres lugares,

como en compartimentos estancos, los iba alternando casi equitativamente

con mis paseos contemplativos por la Naturaleza, y que, se

confrontaban a un encarecido declive hacia la abstracción que yo mismo había

invocado, refugiándome dentro de la casa donde me amparaba del

problema que había traído puesto como mono de trabajo, alternado con la

paz y el sosiego exterior restablecedor de cada momento contrito,

hallándome inmerso en una quietud y una paz implorada con tendencia

hacia Lo Inefable. En la puerta de la salida de la casa, casi a modo de

porche, había dos escalones de madera en los que me sentaba para ver a

lo lejos el Mont-Blanc, escudado por docenas de picos y aristas que

conformaban un paisaje tantas veces visto en fotografías turísticas y en

escritorios de ordenadores, y, esa supuesta pantalla que también se


65

divisaba desde mi cocina en aquellos días en los que tanto se aceleraban

los pensamientos en mi interior como se ralentizaban en mi exterior,

lejos de despejar o aclarar dudas, estaba yo sumido en un estado de ánimo

sereno que se permutaba con otros comprometidamente convulsos. Se me

había presentado un tercer dilema a resolver que estaba coartando

la resolución de los otros dos y no era fácil de dilucidar, ni mucho menos.

Cuando me detenía a pensar acerca de mi vida más actualizada, con la

ausencia de Eva bajo techo común, mantenía la consciencia de que estaba

disfrutando de una gran apacibilidad material y espiritual, y, dentro de este

estado satisfactorio que bien podía perpetuarse en el futuro, proponía con una

claridad meridiana de razonamientos conservar mi independiente vida. Cuando

por el contrario, me detenía a valorar volver con Eva, me asaltaban los

recuerdos de los momentos más felices, e influenciado por ellos, me invitaban

a pensar en regresar otra vez junto a ella, por lo que estimaba que, los mismos

sentimientos estaban coartando a mi capacidad de discernimiento objetivo,

subyugando de este modo los razonamientos a los movimientos del

corazón e imposibilitando el juicio ecuánime y justo del que quiere obrar

con rectitud y beneficio para su propia existencia. Y, Tampoco podía

considerar si lo más favorable era precisamente eso, dejar fluir los

sentimientos de la manera más pura y natural. No habría sido del todo

razonable, si lo razonable era que me había recluido para pensar. Las

personas que yo considero sumamente inteligentes, aunque sean presos de

los sentimientos, siempre consiguen poner a La Razón por delante de estos,

logrando manipularlos y poder así rebajar sus emociones hasta un punto en

que puedan contrarrestarse con cualquier otra sensación, y que a la vez,

pueda ser manipulada por otro pensamiento, y de esta manera, el individuo


66

puede visualizar el control de todo su mundo mental con la seguridad de

que la racionalidad manda y los sentimientos obedecen. Pero, tanta

elucubración me situaba ante una nueva contrariedad; poner en el centro del

problema a la reflexión como juez de los sentimientos, o por el contrario,

dejar surgir los sentimientos sin ninguna cortapisa de la reflexión. Inmerso en

este círculo vicioso, cortaba yo por lo sano, por lo que sólo cabía una tercera

opción, y que, posiblemente, era la más acertada porque se acercaba a una

solución intermedia, y de tomarla por óptima, bien podía resumirse en ( algo

así como) llegar a convertirme en una persona tan especial para Eva como

imprescindible, como un confidente y confidenciado a la vez, amigo y amante

en la misma persona. Esa era mi mayor lucidez al respecto, mi mejor

conclusión si me reconvertía en esa persona de comportamiento inimitable

cuya disponibilidad estaría incluso fuera de horas, proporcionándole un reflejo

de conmociones y turbaciones, que, como en un espejo mágico de cuento,

iría yo sosegando sus palpitaciones de ánimo, siquiera sólo por el hecho de

sentirse escuchada y comprendida, y que, íntegramente, despejaría todas sus

dudas y sofocos con un ejercicio de eficaz puntualización, esas eran mis

mejores armas. Mientras, Eva sería la galería artística de mis penas,

deshechos y aflicciones, el soporte de la estabilidad emocional de la que

carezco en ocasiones, y a la vez, el objeto de mis pulsiones

sexuales más idealizadas, intentando conseguir con todo ello cierta

individualidad e independencia en la relación, no había que olvidarlo.

Todas estas cavilaciones las escuchaba fluir en mi cabeza en los

descansos de mis paseos por aquél ecosistema, y que en ocasiones,

estando tumbado en el suelo bajo la sombra de cualquier abeto,

contemplaba a esa Naturaleza incorpórea (aunque hombres y animales


67

la compartan), cuyo ente se vislumbra por la luz y colores que desprenden

las nubes, los arroyos, los árboles, las plantas, las mariposas y los pájaros,

que en su gay-trinar, componían una sinfonía acompasada con el hollar de

mis pasos entre la hojarasca de las sendas que horadaban las colinas, y

que, en un haz de sensaciones uniformes, constituían la integración de mi

ser con Lo Absoluto. Una paz interior propiciada por el ruido de mi propio

pulso, o por el del pitido de mis oídos, atraían a tal silencio exterior que en

mis interiores se instauraba un equilibrado orden entre todas las cosas del

mundo. Era esa paz interior la que me permitía manipular cualquier

sensación y pensamiento. Sin embargo, aunque el resultado de mis largas

operaciones lógicas estaba siendo fructífero, pensaba que esta disyuntiva,

la de tratar a los sentimientos y los razonamientos por igual, terminaría por

acercarme cada vez más a la segunda opción, y el resultado final sería

sucumbir al encanto de Eva y a su ecuánime y personal manera de manejar

todas las cosas. Por otra parte, yo que siempre había estado sojuzgado

por mi ciclotimia emocional (hecho que al final terminaba por resultar

desequilibrante para mí), podía deducir por fin, que de dejarme llevar por mis

emociones más avenidamente actuales, de ser así, terminaría por vivir

definitivamente con Eva, al considerarla a ella como una medicina que

ayudase a restablecer mis desequilibrios; pero, ese desenlace, era lo que

precisamente estaba en tela de juicio, con lo que el juzgado y el telar se

encontraban en el mismo edificio. Me daba cuenta de que estaba metido

en una dicotomía difícil de solventar en cuya libre racionalidad debería

resolver el conflicto. A pesar de ser consciente de esta mezcla de aciertos y

desaciertos con mi raciocinio, los días iban pasando, y mi mente, poco a

poco, se iba declinando por una feliz y dispersa contemplación de ese


68

bucólico y prístino lugar y entorno, disipando así mi tiempo para pensar

detenidamente en el asunto de marras, por lo que la concentración y la

energía mental propia para discernir y aclararlo todo se estaba

desvaneciendo cada vez más hacia una placidez y despreocupación que

no había entrado en mis planes, pillándome así desprevenido, por lo que

estaba empezando a demorar el asunto en cuestión que me había llevado

hasta allí. Sin más quebraderos de cabeza, un día antes de coger el avión de

regreso, llegué a la conclusión de que las dos opciones eran igualmente

favorables y que debía de tomar la decisión en el momento en que estuviera

confrontado cara a cara con Eva; valorando intuitiva e improvisadamente el

peso específico de sus sentimientos para averiguar si su

determinación hacia un regreso a la vida en común sin condiciones era lo

que ella deseaba únicamente. Si conseguía tomarle el pulso y la temperatura

al entusiasmo mostrado por ella en ese mismo momento y lugar, y que

debería de ser el mismo (lo pensaríamos así) que cuando comenzamos a

vivir juntos, estaba seguro de que arrastraría súbitamente al mío para que mi

sesuda parte emocional se decantara por dejarse convencer, y la propia

dinámica de la situación me haría ser tan receptivo a sus palabras que ya no

tendría que pensar nada, y por lo tanto, Eva y yo volveríamos a estar unidos.

Habían pasado ya diez días de soledad eremítica y aunque resultaba

desahogante y cargada de cierto misticismo purificador, estaba empezando ya

a ser insoportable, en cuyo auxilio apremiaba el regreso a Madrid sin más

dilación, con lo que había que marcharse ¡ya! Además, tenía ganas de volver

a ver a Eva, sobre todo, para zanjar esta importante decisión que tenía que

tomar, así que, por fin decidí regresar. Un día después de llegar, con la

sensación de haber situado todas mis deducciones y reconcomios en el lugar


69

que les correspondían, ya pasado el día dieciséis, fui yo quien llamó a

Eva para reanudar nuestros cafés vespertinos de los jueves. En realidad,

para mí sólo era necesario uno para tomar la decisión, si a ella le faltaban

más, esta parte mía de sensatez, lucidez y síntesis, saldría ganando,

decidiendo así quedarme con la situación actual, por lo que, nuestro primer

encuentro después de las vacaciones bien podía ser el último. Llamé a Eva

hacia las dos del mediodía y, mostrándole un tono distendido la invité a un

café en el centro, concretamente a las ocho de la tarde. Cuando aceptó,

decidí que, en todo el tiempo de la espera hasta la hora “H” debía de pasarlo

en mi casa con la mente fuera de todo asunto que tuviera que ver con ello,

creyendo que la Música, como por ejemplo la de Mozart, mantendría mi

cabeza distraída. No fue tarea fácil, en cierto modo, estaba nervioso, en

cuyo auspicio para restablecer la serenidad opté inicialmente por el Concierto

para clarinete, e inevitablemente me venían recuerdos de la película

Memorias de África (banda sonora de la película), abocándome a un

sentimentalismo poco propicio para llegar a mi encuentro con Eva. Era de

esperar, que no estaba limpio de condicionamientos emotivos y, no debía de

dejarme llevar por ese camino, ya que podían emerger los sentimientos

justo en el momento preciso del encuentro y jugarme una mala pasada.

Puse entonces la Misa de la Coronación, después la Missa Solemnis, y

posteriormente, algunas de sus misas breves. Durante toda la espera he de

confesar que aunque no soy cristiano, un sentimiento de paz, relajación

y elevación de espíritu se había instalado por completo en mi interior,

consiguiendo que no se filtraran en mi cabeza más sentimientos ni

pensamientos que los relacionados directamente con el mundo mozartiano y

el propiamente musical. Llegué al café poco antes de las ocho, saboreando


70

todavía el recuerdo de las sublimes melodías escuchadas en mi casa.

Eran ya las ocho y cuarto y ella no había llegado todavía, y pensaba que,

si el protocolo marca veinte o veinticinco minutos de espera, todavía

quedaba tiempo para empezar a preocuparme y, en última instancia, a

ponerme nervioso. Se hicieron las ocho y media y empezó a fallar el

recurso de la música de Mozart, y también, el común recurso usado por el

común de los mortales, el de observar a los viandantes que van pasando

ante tus ojos. Aunque la mesa elegida me ayudaba a ello porque estaba

ubicada junto a un ancho ventanal, estaba ya empezando a inquietarme y,

todos los razonamientos de la casa de los Alpes estaban entrando otra vez

en mi cabeza, por lo que, sumados al nuevo pensamiento de que Eva

se había rajado, una nueva sensación de decepción y frustración me

condujo a un precario estado de ánimo, sorprendiéndome a mí mismo, ya

que lo previsto de antemano era que la arbitrariedad y la serenidad

preponderaría hasta tener delante a Eva. Sin embargo, cada vez más, el

desasosiego, la inseguridad de carácter, la zozobra del espíritu, la angustia,

la tristeza y la decepción, se estaban apoderando de mí, y como ya habían

pasado más de cincuenta minutos decidí marcharme. Una vez en casa tomé

una cena liviana, se me había ido el apetito ante el sinfín de ideas y frases

inconexas que estaban empezando a enredar mi mente, y, sin más tregua,

decidí acostarme. No conseguí dormir en toda la noche (esto sí que lo

esperaba). En las circunstancias en las que me hallaba, la noche podía

convertirse en un suplicio mortificante, un alma tan intensa y desmesurada

como la mía podía terminar cayendo en un bucle de recuerdos,

sentimientos, emociones, sensaciones y razonamientos en todas las

direcciones que podían empezar a introducirme en una vorágine


71

peligrosa. Recordaba el relato de Allan Poe, Un descenso al Maelstrom, en

el que un barco de pesca es engullido por un remolino en un fiordo del Mar

Nórdico. Todos estos temores se consumaron, con lo que empezaba a creer

que estaba descendiendo a los infiernos de la locura y, ya no sabía qué eran

sentimientos y qué razonamientos y, qué era lo más importante y qué lo

que menos, y lo peor, empezaba a superarme el problema de cómo salir

de esa situación. No estaba ni siquiera en condiciones de coger el coche para

ir a urgencias y que me dieran un tranquilizante o un ansiolítico, por lo que,

un tortuoso sufrimiento desembocó en tal agotamiento que por fin me quedé

dormido. Cuando me desperté hacia las cinco de la tarde del día siguiente,

todavía abatido y confuso, me seguía debatiendo en una espiral que ahora

ya se estaba tornando como algo peligroso para mi salud mental debido a su

estado obsesivo y, como medicina para mis males, volví a echar mano de la

música de Mozart pensando que paulatinamente habría de volver al antecesor

estado inicial de emprender el camino hacia el café. Estaba manteniéndome en

un debate de fragmentos de voces interiores contractas, confrontados a una

paz contrahecha, dentro de una alternancia de desconcentración y olvido, y

en éstas, sonó el teléfono. Mi ilusión me hizo pensar que era Eva, pero no,

era mi representante (de artistas). El asunto era, que, casualmente, se

había encontrado con una filtración de una propuesta sugerida por la una

cadena inglesa para que yo iniciase una serie de humor. Me llamaba por si

podía interesarme y negociar mi contratación de la manera más favorable para

mis intereses. En aquellos momentos tenía medio año de contrato con la serie

Madrid no es Nueva York y solamente hasta Junio del próximo año con

Napoleón y sus amigos, aunque, ya tenía escritos la mitad de los

consiguientes guiones de las dos series para llenar ese espacio de tiempo.
72

Ante la situación de urgencia propiciada por aquél estado de ánimo y

confusión mental jamás antes experimentada, dije que sí; que defendiese,

negociase y optimase mi contratación. Las gestiones del agente fueron tan

fructíferas que pasados veinte días me marché por fin a Londres. El tiempo

pasó, y, casi sin darme cuenta ya llevaba cinco meses trabajando allí, y,

sin moverme de la ciudad (Internet y la tecnología nos acercaba en el

espacio) había estado cumpliendo mis compromisos con las cadenas

españolas; ya me había adaptado a la idiosincrasia inglesa, tenía nuevas

amistades, y también, nuevo pasto de escarceos sexuales, con lo que mi

vida volvía a transcurrir feliz, aunque no exenta de mucho trabajo. Sólo

esperaba llegar a final de Junio para concederme unas largas vacaciones

una vez finalizados los trabajos y contratos vinculantes con España. Todo

pasa, y, por fin, Llegó el mes de Julio y tenía el contrato preparado para

renovar con las series de mi país por un año más, además de seguir con

la serie de la cadena inglesa, England is different, que acababa de concluir. Mi

situación económica seguía en ascenso y mi progresión profesional era

inimaginable. Dados estos hechos, en cierto modo, tan aceptadamente

liberadores, decidí que pasaría todo el mes de Julio en Madrid (aún tenía

mi antiguo piso), paseando por la ciudad y encontrándome con mis

antiguos amigos y amigas, viendo exposiciones solo, como solía hacerlo

en Londres, y haciendo viajes alternos a mi ciudad natal para recuperar a

mis antiguas amistades, y también, decidí que pasaría algún fin de semana

entero visitando sólo a mis familiares. Ya en Madrid, quedé un día con

Toni (un cámara de la serie Madrid no es Nueva york) en una taberna

irlandesa por el centro de la ciudad, era una tarde de sábado. ¡Caramba con

el Toni! Lo que sabía el “joío” de cine, estuvimos refrescándonos la memoria


73

con películas clásicas. Él me recordaba planos y secuencias concretas, y

yo, alternadamente, le recordaba pequeños fragmentos de diálogos.

Estuvimos un buen rato, recuerdo, aproximadamente una hora hablando

de cine e intercalando algún que otro trapicheo acerca de algunos de

nuestros amigos comunes de la serie, y, viendo a Toni un poco ebrio por las

cuatro pintas de cerveza de fabricación Ale que se había tomado (yo sólo

llevaba dos), y que yo le había propuesto esa marca porque la había probado

en Londres, la conversación empezaba a degenerar y ya no daba mucho más

de sí, permitiéndome esta situación un momento oportuno para zanjar nuestra

charla.

— ¡Bueno, Toni! Me voy a marchar ya. Qué rato tan divertido hemos pasado. A

ver si lo volvemos a repetir.

— Sí, eso sería una buena y grata idea. ¿A dónde vas? Aunque sea por

curiosidad.

— No lo sé, voy a improvisar, voy a pasear un rato por la Plaza Mayor y

algo se me ocurrirá.— Me despedí de él con un fuerte abrazo, de esos que

no dan lugar a duda de que esa amistad es genuina y duradera, mientras

le conminaba a repetir nuestro encuentro cualquier día de desapacible

aburrimiento. Ya bajando por Sol, me vino a la cabeza que el café del “día H”

estaba a cinco minutos. De pronto, me entraron unas imperiosas ganas de

ver a Eva, y sin pensarlo dos veces, entendí que bien podía ir allí; no porque

pensara encontrarla, no, sino porque; la fantasía, el recuerdo y la nostalgia

se estaban apoderando de mí, y sin saber por qué, inmiscuido en mis

pensamientos, no era consciente de que me estaba desviando de calle en

dirección al citado café. “De perdidos al río”, pensé, así que decidí pasarme

por el lugar para tomarme una caña e intentar organizar desde allí con unas
74

cuantas llamadas telefónicas todo el resto de la noche. Abrí la puerta y, era de

suponer, ¡no! No estaba Eva. La decepción de una fantasía frustrada nunca

puede igualarse a la de una realidad con posibilidades de consumación, con lo

que no le di excesiva importancia al asunto. Justo entonces, se levantaban

de la misma mesa en que había estado yo aquél día, unos jóvenes que tenían

algunos años menos que yo, se estaban manoseando acarameladamente. El

chico besaba a su chica morena mientras la llevaba de la mano, y lo que es

la casualidad, esa chica se daba cierto aire a Eva; su mismo estilo de

vestir, su mismo color de pelo moreno y una cara con un óvalo también

semejante. No lo pude resistir, me senté en esa misma mesa, y súbitamente; el

recuerdo, la melancolía y la tristeza empezaron a surgir espontáneamente sin

yo querer reprimirlas, quizá era la mejor catarsis para esos momentos. Estuve

quince minutos con pensamientos en la cabeza hacia todas las direcciones (sin

querer yo contenerlos) y me venían recuerdos de mi convivencia con Eva, en el

fondo me sentía frustrado, y parecía ser que los recuerdos me embebían en un

estado de consuelo o nostalgia imperecedera. De pronto, mirando por la

ventana, como a unos veinte metros hacia la derecha, sin saber por qué, me

fijé en cómo dos chicas muy estilosas estaban mirando un escaparate. Mi

atención se detuvo en observarlas detenidamente. Miraba sus cabellos, sus

gestos con las manos señalando algún trapo, sus piernas, los zapatos de aguja

rojos de la chica de la izquierda que parecían idénticos a los que le regalé un

día a Eva. Se giraron un poco como para cambiar de acera y mi corazón

empezó a latir. ¡Es Eva, es Eva! Imaginé. ¡No, Salva! Me corregí, lo

estás proyectando todo como un inconsecuente paranoico, es demasiada

casualidad, estás bajo el influjo de los recuerdos. No fantasees más que estás

caminando junto a un precipicio, me advertí. No sé por qué, pero no le tenía


75

miedo al peligro, y también, sin saber por qué, salí corriendo a la calle dejando

cinco euros en la mesa en busca de aquélla cara. Empecé a emocionarme con

la misma progresión con que me estaba acercando a ellas, pues ya las había

visto cruzar la acera. Para contener mi efusividad, decidí detenerme

unos instantes a unos quince metros de distancia sobre ellas, pues quizá,

remotamente posible podía ser realmente Eva. Empecé yo también a mirar

escaparates mientras comenzaban a andar calle abajo. Me dispuse a

seguirlas por la otra acera hasta que estuve casi a la misma altura que

ellas. La emoción seguía subiendo de temperatura, acelerándose los pálpitos

de mi corazón, y cada vez más, daba crédito a mis ilusiones creyendo que mi

fantasía no era tal sino la más absoluta realidad. Si esa chica morena

fuese Eva y me viera a mí en este estado de ánimo, ahora irreprimible,

translucirían mis sentimientos perjudicando la espontaneidad del encuentro,

deducía mientras me ocultaba en un portal. Para que toda la trama resultase

exitosa para mis intereses, la situación debería de hallarse bajo un clima de

naturalidad y distensión, iba pensando yo mientras me entremezclaba con la

gente previniendo que no pudiera verme si por casualidad ellas se giraban.

Decidí continuar siguiéndolas hasta que sin ser visto, pudiera averiguar si mi

imaginación me estaba traicionando o si la casualidad era mi mejor aliada en

aquellos precisos momentos. Unos treinta metros más abajo doblaron la esquina

a la derecha y anduvieron por esa otra calle que comenzaban como otros veinte

metros, hasta que se metieron en un café. Ahora, por fin, ya podía resolver mi

dilema si entraba y me comportaba como cualquier otro cliente, no sin

antes calmar mis nervios y preparar mi coartada para justificar mi presencia si

realmente mi imaginación no me engañaba. En el caso de estar equivocado,

consideraría que de ilusiones se nutre el espíritu, y la satisfacción ya está en la


76

propia experimentación, independientemente de si la ilusión puede

materializarse en un hecho real o todo lo contrario, una inesperada frustración.

Hacía un año que había dejado de fumar y en esos momentos me

apetecía más que nunca fumarme un pitillo mientras reflexionaba en cómo me

comportaría si me topaba con ella. Pasó un señor anciano fumando por la otra

acera y, aun siendo consciente de los riesgos que entrañaba el pedirle un

cigarrillo, lo hice, quizá porque me vino a la cabeza la idea de que aun fumando

puede llegarse a una edad provecta. Me lo fumé y entré como despistado y

contenido, el café era largo y ancho, me coloqué en la barra, de pie, y, una

vez hube pedido una cerveza hice una panorámica atenuada con cierto

disimulo. Las vi al fondo sentadas, como a siete metros, muy cerca de la puerta

de los baños. No veía a mi hipotética Eva que, aunque estaba situada justo

enfrente de mí, la tapaba casi por completo su amiga. Fui hacia los servicios

decididamente, y cuando me desvié hacia la puerta, a unos dos metros de la

mesa, Eva giró su cara hacia mí (yo ya la había reconocido), se le iluminó el

rostro y se levantó enérgicamente.

— ¡Salva!— dijo casi gritando y denotando una emoción irreprimible—.Pero,

pero… ¿qué haces aquí? Qué casualidad. Qué coincidencia.— Y al decir

esto, se levantó súbitamente y nos dimos dos besos sonoros

acompañados por un fuerte abrazo a la vez que le respondía:

— Es verdad, ¡qué casualidad! Estaba paseando por estos aledaños,

deambulando un poco. He Salido a la calle con la intención de ir a una

tienda de deportes que está un poco más abajo, en la que suelo comprar

material de montaña, me encontraba un poco soñoliento y he entrado a

tomar un café. ¿Y vosotras? ¿Qué hacéis por aquí?

— Nada importante, más o menos lo mismo; pasear, mirar tiendas. Ya casi


77

cansadas hemos entrado a tomar un café para charlar más tranquilas. Te

presento a Elena, una gran amiga mía.

— Es un placer.—Le dije a Elena y la retuve por el hombro izquierdo para que

no se levantara, incliné la cabeza y le di dos besos.

— ¡Siéntate, siéntate! No te demores—dijo Eva.

—Esperad un momento, iba al baño y…— dije yo.

--¡Ah, ah! ¡Vale, vale! Ve tranquilo— contestó Eva.

Entré en el servicio, miré el reloj y expiré un ¡buf!, bastante sonoro, y

empecé a respirar lentamente intentando eliminar toda la tensión acumulada.

Después de tres minutos cronometrados de intensas y forzadas respiraciones,

me lavé la cara y salí. Me senté en medio de las dos con un atisbo de

tranquilidad (la procesión iba por dentro) y empecé a explayarme, resumiendo

en los primeros minutos de la conversación, simplemente; que llevaba una

temporada trabajando en Londres.

—¿Y tú novela? —Le pregunté.

— No va mal, llevo unos veinte mil ejemplares vendidos en cinco meses

que lleva en circulación, es el último recuento de la editorial.

— La progresión es el doble con respecto a la anterior, ¿no? Si mal no

recuerdo.—Seguíamos comentando cosas acerca de su libro y su

publicación. Pasados como unos diez minutos, su amiga ya había percibido

en nuestras caras lo que ese momento requería.

— Me tengo que marchar, nosotras ya llevamos una hora aquí charlando

(mintió con un buen propósito), y además, he quedado dentro de un cuarto de

hora cerca de aquí— dijo Elena. Me dio dos besos al igual que a su amiga y

se marchó. Era el momento de empezar a estrechar el círculo para llegar a la

pregunta de ¿por qué no había acudido a la cita del café? Los dos éramos
78

conscientes de que ese era precisamente el tema tabú, y que, en

esos momentos, sólo yo podría aludirlo, pensé. Los tabúes sólo se pueden

romper con brusquedad y ultraje, así que, fui derivando la conversación

en un flash-back controlado y, aunque estaba improvisando, iba midiendo

los tiempos de reposo y de desviación hacia otros temas hasta que pude

situarme en el momento justo en el que volví de vacaciones.

— Por cierto, ¿Por qué no acudiste al café de nuestra cita? —Le pregunté.

— ¿Cómo?— Dijo en un tono bajo y grave, ladeando un poco la cabeza,

torciendo el gesto, mostrando su contrariedad y decepción—. ¿Cómo puedes

decir eso? ¡Tú! — Elevó algo la voz—. ¡Tú no estabas allí!— Ahora ya estaba

incrementando más aún el volumen de la palabra, esta vez con enfado. Se

levantó haciendo gesto de marcharse, pero no dejé que se consumara la

acción, pues ya la había retenido yo del brazo, y le dije:

— Creo que uno de los dos se equivocó de café porque yo, sí estaba el

veinte de Julio a las ocho en punto en el Café El Jarama.

— ¿En el café El Jarama? Tú me dijiste en un café que hay junto a la

esquina de la calle Cava baja. No me dijiste nada de El Jarama.

— Si te lo dije.— Le reproché yo con un tono de decepción y pesadumbre.

— No, no me lo dijiste, crees o creíste habérmelo dicho.— Revocó ella,

quizá para exculparse de tamaño error.

— Quizá te diría algo como: creo que se llama El Jarama y tú no retuviste o

escuchaste ese dato en el momento de la conversación.

— Puede ser, y si fue así, entonces, yo estuve media hora en un café contiguo.

— Sí, estuviste en uno que está a solo diez metros en la acera de enfrente, de

ese no sé el nombre.— De súbito, nos miramos fijamente a los ojos y

seguidamente los dos nos pusimos las palmas de las manos tapándonos la
79

nariz en gesto de rezo. Eva rompió a llorar lentamente; yo tampoco pude

contener las lágrimas. Nos volvimos a mirar, yo le di un abrazo con fuerza de

oso, y ella, con la languidez de un salmón pescado y moribundo, se me

escurría por mis brazos a la vez que la besaba delicada y amorosamente la

frente, la nariz, los ojos, la barbilla, los pómulos, la cabeza, las manos; y

creo que le hubiera besado también los pies—. Volvamos a intentarlo,— le

susurré al oído. Entonces, al oír esas palabras, rompió a llorar

desgarradamente. Tardó unos minutos en calmarse, mientras yo

seguía besándola por todo el rostro.

— Yo ya no puedo hacer eso, me voy a casar— respondió, quitándose una

lágrima con el dedo índice derecho en el ojo del mismo lado—.Todo ha

cambiado mucho en un año, Salva, todo ha cambiado mucho. Te cuento.

Después de aquél día, no más tarde de una semana, padecía de una depresión

hondísima, tuve que ir a un psiquiatra para que me recetase unos

antidepresivos. Después de dos meses, ya un poco repuesta, proseguí

escribiendo, y cuatro meses más tarde de lo acordado con la editorial,

entregaba la novela. Como así ha sucedido siempre en mi vida, La Literatura

volvió a salvarme la vida. Durante cuatro meses sólo salí a la calle para

comprar víveres, aguantando en nuestra antigua fortaleza. Ahora estaba sola

para combatir el asedio de la decepción más grande de mi vida. Mis amigas

me venían a ver y me decían que saliera un poco para que me diera el aire,

pero, yo me recluía para terminar mi libro a la vez que reflexionaba acerca de lo

que es el amor.

— ¿Y, qué es el amor? Si puede saberse.—Le pregunté en un tono suspirado.

— El amor es una falacia, Salva, es un autoengaño, una fantasía imposible,

una ilusión con los días contados, cerrándose la cuenta cuando se acaba la
80

pasión.

— Entonces, ¿estos sentimientos qué son?

— Por mi parte, esto no es nada, Salva. Esto es sólo una emoción

momentánea producto del desprendimiento de un dolor lacerantemente

contenido, y cuya herida ya está cerrada. Por tu parte, esta emoción

momentánea que, puede ser similar a la mía, mañana ya se habrá mezclado y

confundido con razonamientos que desvirtúen este mismo instante. — Nunca

antes me creí mejor conocido y descrito. Creo que mi rostro se estaba

poniendo blanco al darme cuenta de que Eva sabía de mis interiores, con

todos sus intersticios, casi mejor que yo mismo. Intenté seguir con la

conversación no sin ciertas dificultades para recomponerme.

— Pero, ¿por qué te vas a casar, si no crees en el amor?

— Porque él es multimillonario y su dinero me va a dar tiempo para escribir lo

que yo quiera y al ritmo que quiera.

— Pero, casarte sin amor contradice mucho tus principios.

— Ahora ya, si el amor es lo que es, qué más da. Ese hombre me gusta

físicamente, sí, me gusta mucho. Y además, ya no creo en los principios, sino

en los finales.— Me hizo gracia, el doble sentido de la palabra principios.

Sonreí, y ella también—. Y además, tú tampoco crees en el amor porque de

lo contrario me habrías vuelto a llamar, te conozco, y no tienes tanto

orgullo como para que éste le gane a tu razón. No me llamaste. No me

engañes tampoco a mí. Tú tampoco creíste demasiado y tampoco creo que

creas ahora.

— Escúchame, Eva, lo último sólo es verdad a medias. No creo en el amor, solo

creo en tu amor.

—Eres un boato romanticón, y para venir de ti esa frase, no tiene mucha


81

gracia, la verdad. No te engañes Salva, no me llamaste.

— Ni tú tampoco me llamaste. ¿Por qué? — Le reproché con una visible cara

de extrañeza.

— ¿Por qué? ¿Por qué? Yo fui quien te había sugerido volver a estar juntos.

Entonces, si tú no te presentaste en el café, qué iba yo a interpretar.

—¿Ya no hay ningún remedio? ¿No hay vuelta a atrás? Le dije con cierto tono

misericorde.

—Ninguna, te lo aseguro.

—Entonces, con él, vives dentro de una mentira perpetua.

— Creo que no, le suelo decir que le quiero, nunca le he dicho “te amo”, y entre

las dos palabras hay un matiz muy grande. Yo no tengo la culpa de que él no

sepa apreciar ese matiz. Le digo que le quiero, y querer casarme con él ya es

querer bastante.

—Tú, a quien quieres es a su dinero.

— Él sabe que no le amo, no tiene ni un pelo de tonto, lo que sucede es, que

cree que entre querer y amar hay una distancia muy pequeña, así que, en

cierta medida, él me está comprando.

— Quizá quiera comprarte ahora y salvar el matiz más adelante.

— Si es así, no tengo la culpa de que sea él quien viva dentro de un

engaño, o que él no sea lo suficientemente avispado para no s a b e r

apreciar en su justa medida el peso y la dimensión del matiz. Los

sentimientos no se pueden comprar, y él está o estaría dispuesto a

comprar el matiz que separa el querer del amar. Cree que ese matiz solo es

un guion entre dos palabras y que con el tiempo y la confortabilidad que me

proporcionará su dinero se podrá añadir otro guion debajo para que aparezca

el signo de, “igual a” … pero se equivoca, en estos momentos, para mí,


82

querer ya es querer, y eso ya es mucho por mi parte, eso es todo lo que

puedo dar. Si él quiere comprar, que compre. Yo le daré todo lo puede dar una

persona después de ese poco tiempo variable, que, como si caminase hacia

atrás, va consumiendo la pasión. Sin embargo, sí que le voy a dar cariño,

mucho cariño. No hay un sentimiento de mayor magnitud pasado este

periodo.— En aquellos momentos, después de su reflexión, me creí más que

nunca ser su alma gemela, ya que sus disquisiciones y conclusiones acerca del

tema en cuestión eran las mismas que las mías.

— ¿Podremos ser amantes?— Le pregunté en un tono suplicante. Poco

frecuente en mí.

— Ni lo sueñes. Si compra, lo compra todo, también mi fidelidad. En toda

compra hay un contrato implícito. A día de hoy y en nuestra sociedad actual,

en un matrimonio, la fidelidad forma una parte vinculante contractual. Si los

cónyuges saben que no hay amor, más razón para estar de acuerdo los dos en

todos los puntos del contrato.

— ¿Cuándo se firma dicho contrato?

— El veintiuno de septiembre.

— De este año, ¿no?

— Claro. Y, no seas ingenuo, no te hagas ninguna ilusión porque lo vas a

pasar muy mal, te conozco y te lo aseguro categóricamente.

— Eres una pretenciosa, ¿por qué afirmas categóricamente lo que

podría pasarme asegurando del mismo modo que tan bien me conoces?

— ¡Adiós Salva!—Se levantó de repente y vi que ya no podía retenerla ni un

minuto más. Se hizo un silencio sepulcral durante unos instantes, me

dio dos besos rechazando con el codo mi intención de abrazarla y sin yo

poder hacer nada, se zafó de mí y se marchó. Mientras caminaba hacia la


83

puerta, en la mitad del trayecto se giró para decirme muy despectivamente—.

Eres un imbécil, tenías que haberme llamado.— Intenté rebatirle la

despreciativa palabra con algún argumento y me salió un, “pero…”, y

cuando iba a terminar de decir, ¿”entonces”…? La mayor impedancia de

su “e” de otro nuevo “eres un imbécil” (ésta vez con más fuerza),

confrontada con la impedancia de la letra “e” de la pregunta “¿entonces?” Hizo

que ni siquiera yo oyese mi propia “e”. Cuando ella ya había salido a la calle,

yo no podía en esos momentos articular ninguna palabra en mi interior y me

quedé con que soy un auténtico imbécil.


84

"El hombre está visiblemente hecho para pensar. En ello radica su fin y su esencia.”

"El corazón tiene razones que la razón desconoce."

"El hombre tiene ilusiones como el pájaro alas. Eso es lo que lo sostiene."

“Cuanto más talento tiene un hombre más se inclina a pensar en el ajeno.”

Blaise Pascal. Pensamientos.

Me marché a mi casa en cuyo trayecto preferí ir a pie para airearme un poco

del sofoco que llevaba encima. No podía dejar de cavilar. La situación en

la que me hallaba era catastrófica, porque había ocurrido una catástrofe,

más si pensamos que un error de escucha había truncado nuestros destinos.

Cuando llegué a casa, después de cenar, me acosté con un grado de

turbación tal, que no sabía cómo dar solución a mi chirriante engranaje mental,

porque estaba sumido en tal estado de desconcierto que una dinámica de

pensamientos inconexos y de asociación libre de ideas no me llevaban sino a

la perdición y al desastre. Durante todo el día siguiente estuve debatiéndome

entre el delirio y la decrepitud moral hacia mi persona, no quiero ni

recordarlo. Por el día intentaba distraerme leyendo, pero, lo peor fue la noche,

no podía dormir; los recuerdos se amontonaban de una manera inconexa

y mi discurso interior era caótico.


85

Esto es lo que recuerdo de aquél día, en el que, tumbado en la cama

intentando relajarme, como suelo hacerlo escuchando música en mi iPod con

pretensiones de sumirme en un profundo relax, contrariadamente, más o menos,

éste era yo: Soy un auténtico imbécil. Esta cama es un incordio. Los muelles

hacen ruido. Desafinan con la música de Mozart. Otra vez el Requiem. Estoy

muerto. Hablo pero estoy muerto. “Eres un imbécil”. Me retumban los oídos.

“Eres un imbécil”. Me has matado Eva. No era necesaria tanta saña. Un

incordio perpetuo. Me has matado, Eva. Eres cruel. How Cruel is the Story of

Eve, decía Stevie Smith. Poetisa y novelista. Esto es de novela o de película

de cine. No tiene perdón de Dios. Pues, sin perdón. Yo te perdono amor mío.

¿Qué estoy diciendo? No me parezco ni a mí mismo. Te voy a recuperar,

mi amor. ¿Qué digo? Ella me ha dejado. ¿Te ha dejado, te ha dejado?

¿Recuerda quién dejó a quién? Recuerda, recuerda. Vaya película. ¿Cuál? ¿La

de Hitchcock? Piensa… No, la tuya. Pues deja ya de pensar. Eres un imbécil.

Volver a empezar. ¡Vaya! Más películas… No pienses en nada, porque ella no

es nada, ¿lo sabes? Ahora no es nada, ni amor ni nada. La nada no existe.

Triste existencia la que deambula por la nada. El templo del espíritu siempre se

hace visible. Templanza, Salva. Todo a su tiempo. Tiempo para recordar. No, no

recuerdes nada. ¡Tranquilízate! Todo saldrá bien. No me lo creo ni yo. Donde

dije digo, digo Diego. La he perdido para siempre. Seré imbécil. ¿Qué he

hecho? No merezco tanto. Quizá merezca aún más. A los imbéciles nada

les sale bien. Eres un tipo con suerte, no eres un imbécil. Recomponte

Salva. La vas a recuperar. ¿Cómo narices la voy a recuperar? ¿Qué dices?

¿Qué importa el cómo? ¿Alguna vez te ha importado el cómo? Lo que

importa es el cuándo. “Cuándo, cuándo tu vendrás…dime cuándo, cuándo,

cuándo.” ¡Mierda! Un gusano musical que se está comiendo a Mozart. Baja


86

la música. Mejor, cambia de tercio, otra música. Y, ¿qué ponemos? Cualquier

cosa que te haga salir de este estado, ¿me expreso? Expresionismo. Pon a

Schoenberg, el monodrama Erwartung (*). Muy apropiado, es una música

sedante. Pero ¿Qué digo? La amada encuentra a su amado muerto en el

bosque y yo estoy más muerto que vivo. Ya resucitarás, hay que esperar.

Sobreviviré. I Will Survive, at first I was afraid I was petrified, I will survive. Otro

gusano musical, vaya contratiempo. Todo a su tiempo. Sí, hay que esperar.

El que espera desespera. Entonces deja el Requiem puesto. No cambies

nada. Todo tiene que cambiar. Esperanza. La voy a recuperar. Ten confianza.

Ten fe. ¿En quién? Yo no creo en Dios, aunque tengo fe en él. Eso es una

contradicción. Por si acaso existe. La existencia es independiente de la

creencia. ¿Qué quieres decir? Dios existe aunque yo no crea. Dios no existe

aunque tú creas. Y entonces, ¿la fe? La fe es para los pobres de espíritu.

Ten fe en ti mismo. No estoy convencido de nada. Tú déjate llevar. Todo

saldrá bien. ¿Sueñas? La vida es sueño. Teatro del mundo. El mundo es

una representación. El mundo como voluntad y representación. La vida solo se

comprende hacia atrás, escribió Kierkegaard. También dijo que la angustia es

el vértigo de la voluntad. No hay nada que no pueda conseguirse con voluntad

y afán. Y esfuerzo. La vida es dura. Y bella. La vida es bella, qué bello es vivir,

me da vértigo. Tú has visto demasiadas películas. Encadenados, estamos

encadenados a una ficción manifiesta, nuestra propia vida. En la vida real

tienes que ser el autor, el protagonista, el director, el escenógrafo y el guionista,

decía Eva el primer día que la conocí. Esto es volver al principio. Para

digresiones estamos. Te estás haciendo un lío. Madeja inconexa que llevas.

_____________________________________________________________________________

(*) La espera
87

Emplasto de ideas que no te llevan a ninguna parte. Eso es, esto es un viaje

a ninguna parte. Y, ¿a dónde hay que ir? Vete al infierno. El infierno son los

demás, diría Sartre. Los demás no están ahora. Estás solo como un chucho

abandonado en una carretera. Chucho Valdés. ¿Ponemos a Chucho Valdés?

Estoy baldado. No estoy para escuchar música de Jazz. ¿Por qué no? Del dicho

al hecho hay un trecho. Maltrecha situación que tienes. ¿Cómo se sale de ésta?

No seas ingenuo, corazón tan blanco el tuyo. ¿Pero eso qué más

da? Tal sanción punitiva es insoportable para tus cree ncias y

convicciones, el amor perfecto, ahora me meo de risa, tú que no

creías, y ahora, ¿qué crees? No sé en qué creer, estoy tan

desolado que me tiraría al río con una piedra al cuello. ¿Acaso no

hay más remedio, bobalicón? ¿Qué otro remedio? Déjame pens ar.

Tienes que ir al psicoanalista y vomitarle encima. Dicen que

desahoga, ir a un terapeuta y soltar la porquería. Les pagan por eso, por

aguantar la mierda ajena. Son la cloaca de los sentimientos y las emociones.

Son muy caros y no aclaran nada, me dijo un día Pilar. Vaya remedio. Prefiero

un remedio casero. Tú no tienes remedio. Nada tiene ya remedio. No

desesperes. Quien espera desespera. Eso ya lo has dicho antes. Tómate un

tiempo muerto. Me muero de desesperación. Y, ¿qué le vamos a hacer? ¿Quién

te lo iba a decir? Que saltarías por los aires. Necesito cambiar de aires.

Administrarme una cura. ¿Acaso sabes la receta? La receta de la abuelita.

Tostadas con mermelada y miel. Me iré a mi casa. Mi madre tiene miel y

mermelada natural. Salud y buenos alimentos, por algo se empieza.

Entonces, ¡empieza ya! Mándale un mail a Eva. No pierdas ni un minuto.

Piensa y, piensa bien. Mándale un mail bonito que le haga

recapacitar, pensaba entretanto. ¿Recapacitar? ¿Es capaz? Parece que todo


88

lo tiene muy claro. No dudes del destino. Pues vaya desatino. ¿Qué más

crudezas insalvables me esperan? El destino es imprevisible. Toca

madera. Madera de campeón. Tú confía. No te desanimes. ¡Vamos ya!

Mándale un mail a Eva.

Así me conducía yo por la casa, entre el delirio y la exaltación crítica, porque

estaba con tal turbación rayana a la enfermedad mental, de pura

desesperación, de conturbado dilema, ¿Podía recuperarla? Había que

intentarlo. Un individuo tan luchador como yo no podía arrojar la toalla, aunque

en aquellos momentos quizá era más conveniente el reposo para mi quebradizo

estado de ánimo, lo digo por decir algo, porque ahora que lo pienso, no me

reconozco en aquellos momentos ni a mí mismo porque estaba bajando a los

infiernos, y me daba cuenta, pero no podía contenerme. Intentaba darme

ánimos y serenarme pero me resultaba imposible. Estaba tocado. Qué digo,

herido de muerte. No tenía salida ni mi discernimiento aclaraba otra cosa que

pensar en recuperarla cuanto antes, con lo que retomé la última idea pasada

por mi mente antes de volver a la momentánea cordura, si así puede llamarse,

yo no puedo saberlo, no soy psiquiatra, pero, ¿qué más da? Cada cual es quien

quiere creer ser y yo, en aquellos momentos me sentía como un aguerrido

guerrero que tenía que luchar. ¿Guerrero he dicho? No, mejor, un gladiador que

antes de abandonar, morir en el ruedo, porque Eva me estaba matando, pero,

así estaban las cosas, no podía evitarlas, así que, decidí en mi empeño de

intentar convencerla y le mandé un mail a la media hora de mi conversación

interior, conmigo mismo, así de sencillo, ¿quién no habla consigo mismo alguna

que otra vez? El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, ¿qué digo?

¿Yo recordando el Evangelio? Como quien se está confesando o como quien se

está exculpando, pero, ¿de qué tenía yo culpa? De todo y de nada, según se
89

mire. Había obrado en todo momento con convicción y preclaro discernimiento,

o al menos eso creía yo, pero quizá, esto no fuese del todo cierto porque estaba

purgando algo, no tenía la menor duda, y cuando pensé esto mismo, me

desembaracé de la idea de que estaba bajando a los infiernos, he dicho,

purgando, digo ahora, y digo…

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------

Para: evalange@coolmail.com

CC:

Asunto: Si no hay amor, no veo ninguna razón para que no podamos

continuar nuestra amistad.

Querida Eva. Aunque pudiese parecer lo contrario, concluyo de nuestra última

conversación, y así lo tomo, que, no va a haber lugar ni momento para que

entre nosotros exista ninguna relación afectiva que tenga algún grado de

vinculación sobreentendido. A regañadientes, he aceptado el hecho ya

consumado, intentando salvar otro tipo de eventualidad que concluye en tu

pasividad para que entre nosotros pudiese existir algún tipo de lazo

afectivamente considerable. Por lo tanto, he pensado, que quizá podría darse

entre nosotros un tipo de amistad desprendida de todo compromiso, así

que, abogando en los valores intrínsecos que las propias palabras poseen,

entre ellas, la libertad, de este modo, te tiendo la mano para que en su apretón

se selle tu voluntad. Siendo consciente de la embarazosa proposición que te

envío y, sin ninguna espera que fuerce u obligue una respuesta, te envío un

entrañable saludo.

Salva.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------
90

Cuando con el ratón de mi ordenador dio la orden de enviar, parecía que un

cable con toma a tierra unido entre el ordenador y mi cuerpo estuviese

descargando emociones y energías conexas a una motricidad anímica, que, por

otra parte, necesitaban reponerse; se hacía imperioso descansar, por lo que me

tumbé en la cama para intentar dormir sin añadirle a mi deplorable estado

conjetura alguna, apremio o desasosiego acerca del compromiso de Eva de

responder a mi mail. Esos eran mis propósitos, pero con la boca pequeña

porque realmente estaba desesperado. Intentaba tener la conciencia

tranquila sin ensañamientos hacia mí mismo que me hicieran sentir

culpable porque creía haber procedido correctamente, y, teniendo

en cuenta las limitadas posibilidades de maniobrabilidad que poseía, me dejé

llevar. Estaba agotado. Al final, dormí doce horas seguidas. Al levantarme, sin

más dilación, sino más bien, con una urgencia liberadora de todo pensamiento

errante; me duché, me afeité y estuve todo el día fuera de casa; paseando,

primero por el parque del Retiro, y después, por la colina de Puente de

Vallecas desde donde divisaba una ciudad de la que intentaba soltar lazos

afectivos por si la situación lo requiriese. Ya de noche, preparando la vuelta a

casa, me concedí la total indulgencia hacia la pena y el castigo moral que

mi conciencia se estaba infringiendo por mis errores cometidos, y sin

más demoras, sin cenar (me había comido unas tapas por el camino), me

acosté, relajado y como ausente de todo, embebido en una nada consoladora y

sedativa, sin albergar más pensamientos en mi mente que intentar

obtener un necesitado y apremiante alivio con el efecto reparador inherente al

sueño. Cuando me levanté al día siguiente, sin haber madrugado y habiendo

conseguido dormir plácidamente, fui al ordenador por si la respuesta se

hubiera ubicado ya en la bandeja de entrada de mi correo electrónico. Ante la


91

ausencia de respuesta por parte de Eva, debido a la decepción, mi desolado

estado de ánimo cobró una angustia que osaba por abatirme aún más, con lo

que, no hice sino empezar a prepararme para aceptar el hecho de perderla

definitivamente; como si en esos momentos, los más crudos e inclementes

de toda mi vida, no requiriesen más solución que tratar el asunto con una

indiferencia que restase importancia al presente para poder adecuarme a

unos hábitos con los que abordar todo momento futuro. Tenía que empezar,

ya, a pensar en superarlo, la sentencia de Eva había sido mi puntilla, y, dados

los hechos, no era fácil volver a recuperarla aunque mi ilusión me dijese lo

contrario. Tenía que empezar a olvidar, era totalmente necesario, como alivio

del espíritu, como fortaleza del corazón. Para una puesta en práctica de una

profilaxis para mis males, no hube de revisar el correo con más regularidad

de la habitual. Con la mente puesta ya en otra cosa, decidí hacer las maletas

para marcharme a mi ciudad a pasar unos días con los míos, sin más

pretensiones que intentar restablecer mi quebradizo ánimo al calor del

contacto con la familia, sin más proyectos que descansar e intentar

regularizar lo antes posible mi flema humorística y poder empezar a realizar

una vida lo más normalizada posible. No era una empresa fácil, creer definitiva

e irreversiblemente que quizá no volvería a ver nunca más a Eva. Aceptaría,

que ello fuere lo que el destino hubiere decidido. ¡Ah! El destino, “nadie

es dueño de su destino”, pensé; el destino que me espera puede resultar

inmanejable, tendría que intentar llenar el vacío en mi vida que me puede

dejar su ausencia. La única salvación que tengo en estos momentos depende

de ella y de sus reflexiones, pensaba yo desandando muchos caminos.

Quizá Eva llegue a la conclusión de que mi pérdida también va a dejarle

un gran vacío, y su paliación pasa por no abandonarme definitivamente.


92

Sabedora de que tan importante para mí es el amor y el placer como la

ausencia de dolor, si me castiga severamente será ella la que corra excesivos

riesgos al sentirse culpable, pensaba. Teniendo en cuenta que estas reflexiones

son posibles dentro de su cabeza, no debería de abandonar la esperanza de

que sea más objetiva consigo misma para que nunca tenga que

atormentarse por haber errado, por lo tanto, que tenga que pensar mejor su

decisión y que me recoja el guante que le he lanzado. En cualquiera de los

casos, solo hay que darle tiempo y esperar. Sí, hay que esperar y mantener la

compostura, pensaba. Dicho y hecho, al día siguiente hice las maletas y me

puse en camino, y conduciendo plácidamente, recreándome con el paisaje y

como queriendo restarle importancia al asunto, me decía para mí mismo:

Templanza Salva. Vive el presente, en otros momentos fuiste autosuficiente, así

que, los autosuficientes no necesitan a nadie, con ellos mismos se bastan y los

demás están por añadidura o suerte, cosas del destino. Yo ya me entiendo…

Llegué a mi ciudad y fui directo a casa de mis padres. “Vaya alegría que nos

has dado”, dijo mi madre nada más verme, a la que le correspondió mi padre con

un “sí, qué alegría”, súbito y firme, corroborando los dos que tenían ganas de

verme y que me echaban de menos. Normal, tanto tiempo, más de un año sin

aparecer por casa, ni que fuera un mal hijo, pensaba y proseguía: Es Eva, te ha

bebido el juicio y te ha emborrachado de incongruencia, desazón y olvido (para

con los míos). Había que vomitarla, olvidarla y recomponer mi estilo,

campechano y sociable (no siempre), y había que retomar esos hábitos tan

comunes en otros tiempos. Primero había de prodigar verme con mi familia, y

que, de seguro, creía que me ayudaría a recomponerme, todos ellos, incluidos

mis tíos y mis primos, paternos y maternos, los visitaría a todos, uno por uno,

aunque la mitad ya estuvieran casados o a medio casar y no los encontrase


93

salvo en el hilo telefónico de la apacible casa de mis padres, que al principio, al

llegar, así me lo pareció, pero era consciente de que para la cura de mis males

me tenía que administrar yo solito mi propia medicina. Mesura, compostura y

razón, qué remedio, pero, al final, el remedio no fue eficiente; los buenos

alimentos y la ausencia de quehaceres domésticos me dejaban tiempo para

entretenerme con mis pensamientos, aunque, no pudiera hacer nada salvífico

con ellos; no podía evitarlo, todavía estaba con la cabeza puesta en el E-mail

que le había mandado, con lo que, casi sin deshacer las maletas, en aquellos

momentos en que iba a abrir mi correo pensaba que no debía de ilusionarme

demasiado creyendo que Eva me había contestado, de lo contrario, la

decepción me sumiría en un estado de ánimo que, por contradicción con

respecto a lo que había estado elucubrando en las últimas horas, no ayudaría

en ningún caso a conseguir la vuelta a la normalidad que quería restablecer.

Me miraba a mí mismo y me veía dependiente de Eva, como el niño

pequeño que depende de las decisiones de los demás para enarbolar las

suyas. Y, he de decir, que nada he creído nunca insalvablemente abatidor que

no fuese lo suficientemente recuperable y corregible, y de esta manera, con

un acto de valentía, soportando el dolor de su pérdida, intentaba darme

esperanzas. Pasó un día y mi lucha interior por reponerme seguía viva,

intentaba administrarme mis propios medicamentos, trabajo (preparaba un

nuevo guion) y humor, me contaba chistes a mí mismo, sin embargo, seguía

tocado de muerte, como albergador de un tumor cancerígeno que no se puede

extirpar, tenía metido dentro a Eva con afrenta enfermiza e inconsciencia

ineludible. Sin ella, Todo era monotonía de invierno, sopor continuo,

ausencia de exuberancias febriles, tranquilidad y paz, tedio y hastío, como los

monjes de los monasterios, que por pasar la vida, esperan igual la muerte
94

que el nuevo día soñoliento o radiante, da igual, el tiempo no apremia, solo

calienta o enfría, me refiero ahora al otro tiempo, para el caso es el mismo; total,

no hay que llegar a ningún sitio, salvo al Cielo, y que, ya está ganado, y por

ello, el aburrimiento es como el ocio, y el ocio es como no tener

aburrimiento, pensaba y seguía con mis disquisiciones: Bajeza humana,

depender del tiempo a expensas de los otros. La mayor bajeza humana consiste

en depender de los demás, porque la dependencia es una sumisión, y la

sumisión te arroja a un estado de inferioridad y de indiferencia, solo hay que

darle tiempo al tiempo para que te vayas muriendo poco a poco, o los demás te

vayan matando, que para el caso, es lo mismo. Como cordero llevado al

matadero. ¡Jesús! ¿Qué digo? Yo hablando en cristiano. No me lo creo.

Estoy en inferioridad de condiciones. La inferioridad es un síntoma de

decrepitud moral. Se degradan los valores. ¿Qué valores? Todo es relativo,

como el tiempo. ¿De qué hablas ahora? Lo que faltaba, meter un tercer tiempo.

Tú mézclalo todo. Yo no mezclo, añado frases como el que gasta tiempo,

porque me sobra. Si me falta Eva, todo me sobra, puedo hacer lo que quiera. Si

voy a morir de pena, o a estar como enfermo, que se joda la razón, me

importa poco, aunque todos los demás me estuviesen viendo el

pensamiento. ¡Que se jodan! ¿Qué saben ellos? Pero, ¿qué dices?

¿Sometido al juicio de los demás? ¿Quién habló de sometimientos?

Que piensen ellos lo que quieran, que gasten sus pensamientos y su

tiempo como quieran. ¿Aunque te estén matando ellos a ti? Pero si eso del

prójimo casi no existe, es un cuento de beatas y curas. Esas sí que tienen

tiempo. Lo tuyo es obsesión. No te jode, y Heidegger marinero, pensaba.

Me recuerdo a mí mismo siempre pensado, como una obsesión imperecedera,

desde niño, como enfermedad del alma. Me dijo una vez un maestro que tenía
95

alma de genio. Aunque yo, ante mis compañeros de colegio lo soportaba todo

con oprobio y desconcierto, porque era el rarito de la clase; el despistado, el

esquivo, el contestatario, el solitario que siempre va a su bola, el

gracioso que soltaba una mofa en el momento menos pensado, el original y

sorpresivo, el meditabundo, el melancólico, el cabizbajo y solipsista que

necesitaba menos de lo que daba al resto. Cuando me volví mayor, quería ser

íntegro e integrado, recuerdo que me decía: el que no pase la crisis de los

treinta no entrará en el reino de los cielos. Porque todo se ordena, o al

menos, todo parece que empieza a cobrar sentido. Las preguntas

incontestables de toda una vida empiezan a regalar sus respuestas. Y la

revelación es como algo Divino. ¡Ya! Ahora entiendo, ahora recuerdo: alcanzar

la verdad, demasiado ego. Seguro que llega la crisis de los cuarenta, la de los

cincuenta, y así hasta que te mueras, esa es la verdad, seguía pensando en

aquellos momentos. ¿La Verdad? Pero, ¿qué verdad? Habíamos quedado

en que todo era relativo. El túnel del tiempo. ¿Qué túnel? ¿El de Hawkins

con sus agujeros negros o el del terror de las ferias de pueblo? ¿En qué se

parecen? En que los dos dan miedo. Aunque uno es fraudulento y el otro es

muy serio. En los dos está todo oscuro. Negro. Pero si todo es gris, nada es

blanco ni negro. Nada es del todo verdadero y nada es del todo falso. Pues

como en los cuadros de Durero. Creía que hablabas de claroscuros y eso no es

propio de Durero. El círculo cromático. ¿El que va del blanco al negro? Más o

menos. Tú confundes términos. Y, ¿en qué me diferencio? Porque, Así

hacen todos, y así hacen todas, Cosi fan tutte. ¿Acaso no solemos confundir

nuestros términos con los del otro? Como si todos nos repitiéramos, nuestro

engreimiento nos confunde como en una torre de Babel, no hay lenguaje

común, me iba yo contestando. No existe ninguna realidad descifrable. La


96

Realidad es como un puente colgante. Los extremos son la vanidad y la

alimentación del ego, eso es lo único común, que se trata de un puente que

une dos orillas, la del razonamiento y la del juicio, pero el que sometemos

a los demás. Habíamos quedado que los demás son un infierno. Todos nos

creemos los más cuerdos y subyugamos al prójimo hasta hacerle parecer

ridículo, proseguía yo. La reflexión no sirve para nada, es inútil ver la otredad

en el extremo del puente, solo pensamos como en madejas conexas de

pensamientos propios para en satisfacer nuestros anhelos y paliar nuestras

frustraciones, nuestro enfermizo ego. No existe pensamiento que no sea sano y

enfermo a la vez. Más o menos. Hay que unir extremo con extremo. La realidad

(o irrealidad, según se mire) pasa por los meridianos de la acción, el trabajo y

la meditación consecuente; ora et labora, esas deberían ser las dos orillas,

porque pensar demasiado te lleva a la perdición, te caes al río de la

incomprensión y te cubre la soledad más absoluta, me iba yo diciendo

despistado por la casa, y que, en ocasiones, desconectaba por completo y

subía a mi antigua habitación y me aislaba de todo y de todos, no podía evitarlo,

y en aquellos momentos que ahora recuerdo, sin poder aguantarme más, tal y

como estaba observando frente al ordenador, había cinco mensajes en mi

bandeja de entrada de mi correo electrónico y, un gusanillo empezaba a

moverse por todo mi cuerpo. El gusanillo no debería de ser el señuelo para

que me pescase el abandono. Viendo ya el encabezado del mensaje de Eva

en la lista de los cinco primeros, ya se estaba moviendo la comisura de mis

labios, estaba esbozando una sonrisa y se estaban zarandeando un

poco mis tripas. Cualquiera que fuera su contenido había de dejarme en

el mismo estado de tranquilidad y claridad mental en el que más o menos

entonces me hallaba, al menos me había recompuesto un poco, o al menos eso


97

creía, pero no lo sabía a ciencia cierta. Todo esto lo decía con la boca

pequeña, por supuesto, porque debería de repetírmelo como si fuese la

tabla de multiplicar del cinco, que debía estar tranquilo, pensaba.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------

De: evalange@coolmail.com

CC:

Asunto: Re: Si no hay amor, no veo ninguna razón para que no podamos

continuar nuestra amistad.

Querido Salva. Bonita epístola. Para mi gusto, rayana a la pedantería.

En fin, que quieres ser mi amigo. ¿Para qué? Creo que no aceptas los

hechos tal y como han sucedido (desde que nos conocimos). Te

contesto citando tus propias letras: “Abogando en los valores intrínsecos

que las propias palabras poseen, entre ellas, la libertad”. Por ello, No sería

muy conveniente para ambos guardar ningún grado de vinculación afectivo.

Siquiera la amistad nos aboque a un pasado que deberíamos enterrar

para tranquilidad de nuestras vidas futuras.

Estoy de vacaciones y no tengo muchas ganas de pensar en todo esto. Piensa

tú si quieres, pero no me comprometas… Te envío una foto que me he hecho

con una amiga en Rusia (viviendo tan revolucionariamente como un

bolchevique), no como potencia de nada, sino, simplemente, para tu propia

recreación de las imágenes y como consecuencia del acto espontáneo de un

día cualquiera de mis vacaciones. Por cierto, observa bien a mi amiga,

tiene unos ojos preciosos y está soltera y sin compromiso…


98

-------------------------------------------------------------------------------------------------------

Angustia, cerrazón, contumacia, incomprensión. Cambiaba otra vez el estilo

de mis pensamientos. Vuelta a empezar. Como si mi E-mail no hubiera

servido de nada. Negación por segunda vez se siente más punzante. No

quiero creérmelo, pensaba. Me estaba volviendo otra vez obsesivo, era

inevitable: Piensa Salva. La tienes que recuperar. ¿Rendirte? Eso nunca; hasta

que se rinda ella a mis pies. Sí, para bravuconadas estamos; menos lobos

caperucita. Ojalá esto fuera un cuento. El cuento de nunca acabar.

Acabáramos. Ordena tus pensamientos. No puedo, fluyen solos. Estoy

nervioso. Normal, te juegas la vida, pensaba. No será para tanto. Ni para

menos. Eva es lo mejor que he tenido en toda mi existencia. Podías haberte

dado cuenta antes. Antes, después. ¿Con quién hablas? Conmigo mismo.

¿Voces interiores? Sí, y ¿qué pasa? Pues dicen que eso es de locos. Que

digan lo que quieran. Yo no estoy loco. Poco te falta. Eva te está

desequilibrando. Ya lo veo. Ya lo pienso, quiero decir. Pues no pienses tanto.

No puedo. Los pensamientos se aceleran como una moto de carreras. No

puedo pararlos. Tranquilo, ya te quedarás sin gasolina. Desacelera los

pensamientos. Tranquilo, ya te quedarás sin gasolina. Respira hondo.

Desacelera los pensamientos. Respira hondo. Se distancian los pensamientos.

Ves cómo puedes. Tranquilo, ya te quedarás sin gasolina.

¡Ostras! Vaya suerte, el piloto de la reserva. Deberías descansar. ¿Una

siesta? Sí, me hará falta, decidía.

La siesta me había sentado muy bien. Soñé con Eva. Soñé que me casaba

con ella. ¡Buf! Despierta ya de una vez, Salva. ¿Será una premonición? No, es

una complacencia en un deseo que nunca satisfarás, aunque, ¿quién sabe? Ya


99

es tarde, pensaba. “Nunca es tarde si la dicha es buena”. Recomponte.

Lúchala. Recapitula. Empieza de nuevo. Tomémosle el pulso al E - mail de

Eva. Lo voy a leer otra vez, me dije. Me levanté a botepronto y fui al

ordenador inmediatamente. Voy a imprimirlo para escudriñarlo, me decía a mí

mismo. Cuando cesó mi voz interior, abrí otra vez el E-mail y me puse a

releerlo: -Querido Salva. Bonita epístola. Para mi gusto, rayana a la

pedantería-. Rayana a la pedantería, rayana a la pedantería, nunca me

valoras. -En fin, que quieres ser mi amigo.- ¡Ja, ja, ja! Me entró la risa.

No es el fin, esto solo es el principio, no el final. Pensaba y proseguía: -

¿Para qué? Creo que no aceptas los hechos tal y como han sucedido

(desde que nos conocimos)-. ¿Qué hechos? Todavía no han terminado los

hechos. ¿Acaso no me conoces? ¿Cuándo he arrojado yo la toalla? ¿Por qué

iba a hacerlo ahora? -Te contesto citando tus propias letras: “Abogando en

los valores intrínsecos que las propias palabras poseen, entre ellas,

la libertad” -. También hablaba de la mía, ¿lo entiendes? -Por ello, No sería

conveniente para ambos guardar ningún grado de vinculación

afectivo.- Perfecto Eva, “No sería”, es un tiempo verbal en condicional. Los

condicionales establecen una posibilidad (en este caso futura) hipotética o

posible. Es decir, que la condición está supeditada a otras causas o

acciones, y éstas, todavía no han terminado. -Siquiera la amistad nos

subyugue a un pasado que deberíamos enterrar para tranquilidad de

nuestras vidas futuras.- Para tranquilidad de la tuya, ¿crees? Te conozco.

Vas a ser muy infeliz con ese hombre. Esa no eres tú, Eva. Por eso tengo fe

en recuperarte. -Estoy de vacaciones y no tengo muchas ganas de pensar

en todo esto. Piensa tú si quieres.- ¿Qué me estás diciendo? ¿Qué piense

por los dos? ¿Me estás dejando una puerta abierta? -Pero no me
100

comprometas…- Tranquila, ya estoy yo lo suficientemente comprometido con la

causa. -Te envío una foto que me he hecho con una amiga en Rusia

(viviendo tan revolucionariamente como un bolchevique)-, Que te lo

estás pasando muy bien. Genial. Me alegro. Tus mecanismos de defensa

están bajo mínimos en relación a mi ofensiva. -¿Revolucionariamente?- No

tienes ni idea de la revolución que te espera.- No como potencia de nada,

sino, simplemente, para tu propia recreación de las imágenes y

como consecuencia del acto espontáneo de un día cualquiera de mis

vacaciones.” La espontaneidad es un arma de doble filo. Ya lo verás,

pensaba. “Por cierto, observa bien a mi amiga, tiene unos ojos

preciosos y está soltera y sin compromiso…-leía. Tu amiga, tu amiga.

¿Para qué narices mencionas a tu amiga? Yo te quiero a ti, tonta. Me quieres

confundir. Voy a descargar la foto porque la que debe de estar guapa es ella

con esa tez aceitunada que reluce el rostro cuando en el periodo estival el sol

ya le ha dejado sus huellas, es el estigma que la belleza del físico elige para

plasmar su nombre, me iba yo diciendo. Mira que soy poeta, no tengo nombre.

Mi nombre es Salvador y hoy yo soy el salvado, me decía para mis adentros.

Me reconforta extremadamente este E-mail a la vez que inspecciono esta

bonita foto, proseguía. Dos caras apretujadas que se tocan en la mesa de un

restaurante. Podría ser un lugar espacioso si se tiene en cuenta la continuidad

que el objetivo de la cámara fotográfica ha ocultado, razonaba. Las dos sonríen

frente a un ventanal amplio donde se columbra un edificio. Por cierto, ¿qué se

ve por ese ventanal? ¿Es una plaza? Me suena ese edificio ¿Es un

monumento? En la parte izquierda de la foto está su amiga y detrás de su

costado aparece un pequeño borde de un gran edificio rojizo que está al lado de

una torre que parece un minarete. Ese edificio me suena, iba pensando.
101

¿Por qué se habrán hecho la foto allí? Mejor razonado. ¿Por qué me ha

mandado esa misma foto cuando dispone de muchas otras con su amiga en

esos días? Estoy seguro de ello. Aquí hay trama. ¿Qué edificio es ese? Maldita

sea, maldita memoria. Ni en las películas salen peor las cosas. Qué guapa estás

en esa foto Eva, con tus labios pintados de rojo. Los zapatos también rojos,

haciendo juego, con esos tacones de aguja, y que sabes que a mí me

erotizan tanto. Lo que faltaba. Te estás pasando Eva. Pareces Irène Jacob en

la película Rojo de Kieslowski. Recuerdo cuando conocí a Eva y hablamos en

el Qué bello es vivir de la película Rojo. Un juez jubilado intenta expiar una

antigua culpa por haber errado mal en un juicio y haber perjudicado a un

hombre. Espiaba a sus vecinos con un sofisticado montaje de dispositivos de

radio para escucharlos, conocer sus emociones y pensamientos, y sin

embargo no tener que juzgarlos, recordaba. ¿Es un juicio lo que me sugiere Eva

con esta foto? ¿Quiere que dé yo un veredicto final a nuestra relación? ¿Solo el

amor tiene un color tan puro como el rojo? ¿Me lo está queriendo decir de una

manera simbólica? Esto es una recreación de mi desconcertada cabeza y de la

libre asociación de ideas en mi mente. -Un día cualquiera en un acto

espontáneo- ¿Es eso lo que me estás pidiendo Eva? ¿Un acto espontáneo en

un día cualquiera de estas vacaciones? Pensaba. O estoy confuso o tengo

una mente preclara para jugar con los extremos. ¿Acaso a Eva no le

gustaban los extremos? O blanco o negro quería el amor ella. Recuerdo que

hablamos de la película Rojo en el Qué bello es vivir. Qué noche aquélla. El

enigma de los Beatles, recordaba. Vuelve mi amor, por favor. ¿Los

Beatles? ¿Qué digo? Get Back. Na, na, na, na, na, ni, no, no, no, no, ni, na

¡Get Back! Como me gusta esa canción de los Beatles. ¿Me está pidiendo

que vuelva? ¿Que vaya allí, donde la foto, a buscarla? ¿Me lo está
102

queriendo decir de una manera metafórica? ¿Son estos pensamientos

míos parte de una realidad imaginaria? O, ¿Es mi poderosa imaginación la

que se hace cargo de una cadena lógica de construcciones simbólicas

inexistentes? ¿Es esta foto una cadena de significantes cuyo significado

tengo que ponerlo yo mismo? ¿Es esta foto producto de la casualidad o esta

imagen es el constituyente de un mensaje encriptado? Pensaba. Caliente,

caliente. Rojo, rojo. ¡Ostras! ¿Será ese edificio la catedral de San Basilio en

la plaza roja de Moscú? ¿Me está diciendo Eva que me espera con su amiga

allí, en el mismo lugar de la foto? Me estoy volviendo loco. Para mí, que no

estás en tu sano juicio. ¿Y por qué no? Eva quiere que me esfuerce, no va a

dármelo todo mascado. Eso es un absurdo. La vida es un absurdo. Te estás

volviendo loco. Qué le vamos a hacer. C’est la vie. Ta, to-ta, to-ta- to-ta, Quand

il me prend dans ses bras, Il me parle tout bas, Je vois la vie en rose.

Cantaba yo una canción como el que quiere abstraerse de un peligro

inminente, recuerdo. La vida es rosa, o sea, casi roja. No puedo parar. De

perdidos al río. Ante esta maraña de ideas solo me quedaba detenerlas por un

momento y pasar a la acción. Había que hacer algo, mi mente estaba

enredada en una madeja inconexa rayana a la locura. No podía desacelerar

mi cabeza, estaba unido a una hiperactividad incontrolable. Me movía

por la habitación como el que tiene el baile de San Vito. Ordena tus

pensamientos, Salva, me dije imperativamente. Qué ordena, ni ordena. Tú

sigue. Ordena. Voy al ordenador. Fui al ordenador e introduje en la barra de

Google: - “hoteles en la Plaza Roja de Moscú”- y me apareció el hotel Dolce

Vita. Dolce vita, dolche vitae, bolche vite, -bolchevique-. Seguía yo. ¿Me está

pidiendo Eva una revolución? O ¿Me estoy convirtiendo en un paranoico

obsesivo donde nada es verdad? Esto es una locura. Todo es una locura.
103

De perdidos al río, pensaba. Eva trata de confundirme. No, que va, está siendo

sincera. Creo que en estos momentos, no hay sinceridades que valgan, ni por

su parte ni por la mía, los dos nos queremos llevar el gato al agua. Agua,

puente, verdad. Ya lo pensaba antes. Nada es blanco ni negro, todo es como

un gris oscilante hacia los extremos. Yo soy el color negro, ella es el blanco.

¿Dónde estamos entonces? Creo que más cerca del negro. ¿Mucho más? No

lo sé. Habrá que comprobarlo, entonces, salir de dudas. Duda metódica. Lógica

cartesiana. Razono bien. Pienso y existo en otra parte. ¿Quién soy ahora?

El desequilibrio se apodera de mí. Tengo dudas acerca de mi salud mental,

pensaba. Todo es lejanía con respecto a otro tiempo. Todo se vuelve cada vez

más gris. Grisey. Tempus ex machina (*1). Soy una máquina de pensar.

Entonces no estás loco si piensas bien. El tiempo apremia. Tengo que

recuperarla antes del día veintiuno. ¿Qué o quién soy ahora? Duda

metódica. Descartes. Cuantas veces Descartes. Entonces juega al descarte.

Pensemos. ¿Qué me quiere decir Eva? Solo puedo salir de dudas si viajo a

la Plaza Roja de Moscú y al alojarme en el hotel Dolce Vita, en el comedor,

puedo reconstruir esta foto, razonaba. Vuelvo a recurrir a mi amigo Google. Me

dice que sale un avión para Moscú dentro de ocho horas desde esta ciudad,

con la compañía Fliying in Red. Más asociaciones. ¿Es una señal esta

coincidencia? Todo es una coincidencia en el pensamiento de un loco,

todo sería azaroso en el pensamiento de un cuerdo. Tampoco existe una

realidad que separe la cordura de la locura. Otra vez un puente colgante

entre dos extremos. El ego, todo es una compensación del ego. Un tributo

a la imagen de la figura deformada de la personalidad, pensaba. ¿Y Eva?

¿Acaso no tiene también un crecido ego? ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Ahora me río, ella

está en el lado blanco del puente. Si estamos en el gris, caminamos hacia ella,
104

círculo cromático, llegaremos al rojo. Teléfono rojo, volamos hacia Moscú.

Más asociaciones. No se pueden ver tantas películas. Todo es ilusión, pura

ilusión. Pues concretiza. ¡Ok! Piensa en una idea concreta. Una concreta y

certera idea: voy a reservar un billete en ese vuelo y no tardaré mucho

tiempo en aclarar todas mis dudas. Sí, es lo mejor, pasar a la acción. De

perdidos al río dije, y digo. Total, estamos en un puente. Hay que pararse. Pero,

no podía descansar. Mi mente estaba embrollada otra vez en un maremágnum

inconexo e irrefrenable de pensamientos y sentimientos de libérrima ubicación.

Desde luego que no estaban en el lado de la cordura. Y proseguía: Mirar el

precipicio de este puente colgante. Pues sí, a río revuelto, ganancia de

pescadores. Refranero, refranero popular. Popule meus. Mea culpa. ¿Culpa de

quién? La culpa fue del cha, cha, cha (*2). Quien canta sus males espanta.

Serenidad, Salvador, serenidad. Avanza hacia tu destino. Destino, infortunio,

pesadumbre paranoica. Me agota pensar. Habrá que descansar, me decía. Al

instante cené, después me preparé una pequeña maleta y ya estaba en pro de

acostarme cuando recapacitaba que estaba dispuesto a ir en busca de Eva, sí,

ya lo tenía decidido, fui al ordenador e hice mi reserva con decisión. Una vez con

el billete en la mano, estaba yo satisfecho y algo más calmado. Cené y me

acosté. Intenté hacer respiraciones para relajarme y lo conseguí, tanto así que

me quedé dormido plácidamente. Cuando me desperté, eran las siete de la

mañana. Desayuné y caí en la cuenta de que en algo más de una hora salía el

avión para Moscú. Me fui raudo al aeropuerto en un taxi. El avión despegó y

una vez en el aire, con la ciudad bajo mis pies, increíble y contrastadamente,

___________________________________________________________________________
(*1) Tempus ex machina es una obra del compositor contemporáneo Gérard Grisey,
ideólogo del Espectralismo. (*2) Canción de Gabinete Caligari. Grupo de música Pop que fue
muy popular en los años 80.
105

se instauró una paz en mi espíritu que cesó mi anterior desasosiego y

mi torbellino de pensamientos se apaciguó como si todo lo anterior no

hubiera existido. Estaba sentado al lado de la ventanilla y veía desde lo alto

una panorámica de calles y avenidas en las que se escondían en la

profundidad de la depresión de un valle lejano en la nostalgia de lo

efímero. Eran alrededor de las tres de la tarde, y después de pasar horas

pensando sin descanso donde las asociaciones habían volado y aterrizado en

cualquier pista de cualquier idea, recordaba esa frase de Sábato en Antes del

Fin: “En la irremediable soledad de este amanecer escucho a Brahms, y

siempre, por sus melancólicas trompas vuelvo a vislumbrar, tenue pero

seguramente, los umbrales del absoluto”. Otra vez la Música, esta música

que se repetía una y otra vez en mi iPod me estaba salvando de una

situación comprometida y peligrosa. La nostalgia y el dolor mitigados con un

bálsamo de notas musicales. ¡Ay! Si no fuera por la música, pensaba.

Me había quedado dormido y el rugido de las ruedas al aterrizar me

despertó. Un taxi en su parada me esperaba para llevarme ante la puerta del

Dolce Vita. Llegué. Nada más entrar, sobre una puerta de cristal se extendía

una alfombra azul por más de diez metros hasta llegar a un mostrador en que

se hallaba el hall que era muy espacioso, rodeado de sillas decimonónicas al

estilo de los zares. Me acerqué con cautela mirando la decoración en la que en

las paredes se saturaban de volutas y arabescos con cierto aire de Art

Nouveau. Detrás se situaban unas escaleras amplias (por las que se subía a

las habitaciones) con un grueso pasamanos y unas barras finas de metal

con adornos en espiral, atravesándolas. Me acerqué al mostrador de recepción

y le pregunté al recepcionista en inglés, mientras que él, me contestó en

un español aceptable. Si es que se nos nota, jolines.


106

— ¿Le ha dejado alguien algún objeto o algo para que recogiera una persona?

— No, no sé de qué me habla. Bueno, la señorita Lange ha llamado hace

tan solo una hora diciendo que se había olvidado en la mesilla de su

habitación un anillo de gran valor, me ha dado su dirección para que se lo

enviemos.

— ¿Un anillo? Yo soy la persona que ha venido a recoger ese anillo, soy amigo

suyo.

— ¿Se encuentra bien, caballero?

— Sí, sí, me encuentro bien.— No sabía qué decirle.

— Yo creo que no. Tome la llave de una habitación y descanse un poco

mientras me pongo en contacto con la señorita Lange y aclaramos esta

situación, ¿Le parece?— Dijo amablemente, posiblemente debía de tener yo la

cara descompuesta y yo mismo me delataba.

— Me parece, me parece bien. Cuando la tenga al teléfono páseme la

conversación a mi habitación por favor.

— Si ella me autoriza.

— Evidente, mi querido Whatson.

Estaba en la habitación 89. Me encontraba despatarrado en la cama como

un perro tullido a palos. Otra vez dependiendo de una decisión ajena. Vivía a

expensas de que Eva quisiera hablarme y decirme la verdad. Tenía que dormir

un poco, el sueño podía ser un aliado de la claridad de ideas.


107

VI

“En principio es evidente que todas las pasiones desordenadas son producidas por la
locura, porque la diferencia que existe entre un loco y un sabio, es que el primero
obedece a sus pasiones y el segundo a su razón”.

“Algunos dirán que es una desgracia el engañarse. Y yo digo que es mayor desgracia el
no engañarse nunca. Están en un error, ¿qué duda cabe?, los que suponen que la
felicidad del hombre se halla en las cosas mismas, mientras lo cierto es que depende de
la opinión que de ellas nos formamos.”

Erasmo de Rotterdam. Elogio de la locura.

(Riiiiing, Riiiiing, Riiiiing). ¿Sonó el teléfono? Y, ¿este espasmo que me ha

dejado sentado súbitamente en la cama a qué se debe? ¿A qué va se va

a deber? ¿No será que presientes que es Eva? ¡Claro! Estoy seguro,

Veamos, me decía yo.

— ¡Sí! Dígame.

— La señorita Eva Lange quiere hablar con usted, ¿acepta la llamada?

— Este conserje parece idiota, — dije tapando el auricular—. Por supuesto,

pásemela.

— ¡Salvaaaaaa! — Eva estaba muy contrariada y furiosa. Me estaba gritando.

— ¡Pero bueno! ¿Esto qué es? ¿Qué asalto es este? ¿El del 23 F o qué? ¿A
108

Santo de qué vienen tantas ínfulas y atropellos? —Le respondí yo con el

tono algo subido, para defenderme.

— ¿Qué narices haces en Moscú, en mi hotel? El conserje me lo ha explicado

todo.

— Vaya. ¿Todo? ¿Qué es todo?

— Que has estado preguntando si yo había dejado algo para ti. ¡Contéstame!—

Ahora sí que estaba furiosa.

— Dímelo tú. Dime tú que hago aquí. ¿Acaso no me dejaste pistas en el E-

mail para conducirme hasta este lugar?

— ¿Pistas? ¿Qué pistas? ¿Te estás volviendo loco, o qué? No sé de qué me

hablas.

— ¡Sí! Pistas. Que si una foto donde se ve la catedral de San Basilio

diciéndome que observara bien a tu amiga por donde encima del hombro se

veía la Plaza Roja. “Acto espontáneo”, ”libertad”, “foto”, “recreación”,

“bolchevique”. ¿Acaso no te suenan estas palabras?

— Pues claro que me suenan. Pero, ¿qué tienen que ver todas ellas con esta

asociación libérrima de ideas a las que las sometes?— Se quedó un rato

callada y dijo—: Espera un momento. Voy a leerte mi E-mail.— Al cabo de

unos tres minutos volvió y siguió a la carga—: “Aunque pudiese parecer lo

contrario”, te repito, “Aunque pudiese parecer lo contrario, excluyo del contenido

de tu mail y que aceptadamente así debes de tomarlo, que no va a haber lugar

para que entre nosotros exista alguna relación afectiva que tenga algún grado

de vinculación sobreentendido”. ¿Te suenan a ti estas?

— Sí, sí. Así comenzabas tu E-mail. Pero era para ocultar el verdadero

contenido del mensaje, para no hacerlo tan evidente queriendo tú que yo

tomase la negación por afirmación. Es decir, que cuando dices, “aunque


109

pudiese parecer lo contrario”, dejas la puerta abierta para que “lo contrario”,

aparezca en realidad como lo semejante, porque, de otra manera, “lo

contrario”, no hubiese necesitado tal justificación con la negación. Las

contrariedades cotejadas con sus opuestos no necesitan justificación porque ya

poseen una disimilitud intrínseca en la propia oposición de significados. Lo que

has hecho tú es como hacer una apuesta entre dos personas echando una

moneda al aire. Si el tirador atrapa la moneda y dice, ¡gané! Porque salió

cara, y yo elegí la cara, si pensamos que la elección del tirador era la cara (y

no la cruz), no habría sido necesario recordarle al contrincante lo siguiente:

Detrás de la cara hay una cruz, y tú, elegiste la cruz, entonces perdiste, porque

aunque pudiese parecer lo contrario, que es lo que has dicho tú, “aunque

pudiese parecer lo contrario”, ha salido cara. Así que, hay que preguntarse,

¿Por qué iba a parecer lo contrario si la cara ya es lo contrario de la cruz. ¿Por

qué la cara de una moneda iba a parecerse a la cruz como para tener que

aclararlo? ¿Por qué? Sino porque en un acto de birlibirloque, cuando iba a salir

la cruz, se le ha dado la vuelta a la moneda para invertir los intereses y

convertirlos de este modo en favorables para su beneficio. Es justo lo que has

hecho tú con esa frase, volverla del revés en el momento del escrutinio, por lo

tanto, has hecho trampa, iba a salir cruz, y entonces, es cuando has apostillado:

“aunque pudiese parecer lo contrario”, sacando así la cara de la moneda,

echando mano de una justificación tan extraña como engañosa, con lo cual, si

tenemos en cuenta esta evidencia, de que tu artificio ha sido engañoso, tengo

yo razón. De este modo, con este acto de prestidigitación de tus palabras, has

sembrado tal duda que has orientado el razonamiento hacia la dirección

contraria. En cuestiones de amor, es una estrategia muy precisa hacer arte de

birlibirloque para enmascarar lo evidente. Es justo lo que has hecho tú.


110

— Te estás volviendo loco y estás utilizando una lógica errónea y hecha a

tu medida para entender lo que quieres entender. “Aunque pudiese parecer lo

contrario”, es igual a: no fantasees que te conozco.

— Me sigues dando la razón, puesto que si me conoces, no deberías de haber

insertado esa frase, para mi lógica y para la tuya, puesto que me conoces,

deberías de haberla obviado.

— Escucha. Sigo: “que no va a haber lugar para que entre nosotros exista

alguna relación afectiva que tenga algún grado de vinculación sobreentendido”.

¿Entiendes eso, loco majadero?— Ahora ya estaba muy, muy enfadada.

— Un grado de vinculación sobreentendido sobre una relación afectiva es

acerca de lo que estamos hablando nosotros en estos mismos momentos. Ves,

mi lógica funciona bien, tengo razón. “Que no va a haber lugar”. Pues lo ha

habido, estoy donde estuviste tú ayer. Ves, sí que hay lugar, y éste, querías

que lo sobreentendiera en tu E-mail. Que le diera una interpretación por

encima de las palabras, que leyera entre líneas.

— ¿Entre líneas? Tú te estás volviendo loco. Salva, mi amor, te estás poniendo

enfermo, necesitas ir a un psiquiatra urgentemente.— Mi amor ¿he dicho?

Debió dudar ella en sus adentros, y proseguiría más o menos en estos

términos, la conozco bien: Cómo le digo yo ahora al loco este que solo le

puedo salvar hablándole con cariño. Porque se me ha escapado, siempre me

he expresado muy afectivamente con él, incluso después de dejarlo, y, no

puedo dejar de ser yo misma, y menos en estos momentos tan alienados para

él.

— De la abundancia de las palabras habla el corazón— dije yo.

No quiere oír nada que sea real, se ha vuelto loco. Tengo que convencerle

para que vuelva a Madrid y que lo visite un psiquiatra, o de lo contrario,


111

tendré que ir yo a por él.— Debió cavilar ella. También la conozco.

— Escúchame, Salva. La que está confusa ahora soy yo. Dame unas horas

para pensar y te vuelvo a llamar. Se puede hacer un lío mayor y ponerte tú

peor de lo que estás.

— Ves, ya estás empezando a dudar de tus propias palabras, me estás dando

la razón. Piensa, piensa lo que quieras, pero has sido tú la que me ha

montado todo esto, reconócelo de una vez.— Le reproché yo.

— Luego te llamo. Un besito.

--Un beso, amor mío.— Le dije con una voz susurrada.

No sé cómo voy a darle la vuelta a esta situación y cómo puedo hacerle

entrar en razón. Salva, ¿qué te ha pasado? Debió pensar ella, y

proseguiría: Me ha dado mucha pena colgarte el teléfono cuando más que

nunca necesitas la ayuda que quizá en otro momento te negué. Te has vuelto

loco, loco de remate… pero de amor. En treinta y dos años de vida nunca me

había ocurrido nada parecido, ni me ocurrirá nunca jamás, estoy segura de

ello. Nadie se había vuelto nunca loco de amor por mí. Y yo me pregunto:

¿acaso este amor no es puro y genuino? Con la virtud y el distintivo de marca

de la mejor fábrica del amor, la locura. Salva, me quieres, me quieres más

que nunca, locamente, en el sentido más amplio de la palabra. Pero, ¿es

este un amor real? Y me respondo con otra pregunta, ¿cuál es el amor real?

¿Qué es lo real y lo imaginario? ¿Qué es el amor? Sencillamente, ¿qué es?

Acaso no es una ficción sobreentendida, tomada como hecho real al igual que

en una obra de teatro, donde lo que hay al otro lado del telón es una

“representación” de lo real, porque la realidad misma es la propia obra cuyo

cometido es tapar con un velo el horror que produce darse cuenta de que el

amor es una quimera difícil de entender y de vivir. ¿Realidad? ¿Ficción? ¿La


112

Realidad es una ficción? O ¿La ficción es la única realidad que existe? El

Amor perfecto solo ocurre en las novelas, es decir, en un mundo de ficción.

Ficción o realidad, locura o cordura, Salva me ama en estos momentos como

nunca nadie se ha atrevido a hacerlo, esa es la realidad, pero se ha vuelto loco.

Solo si la ficción que se ha inventado se convierte ahora en su realidad,

podremos llevar a buen puerto esta situación. Ahora lo tengo claro, voy a

escribirle un E-mail ahora mismo. Estos debían ser sus pensamientos. Debió de

tener un nudo en el estómago ante tal tribulación, y que, no sabía cómo

deshacer. Quizá escribiendo acostada en la cama, en una postura plácida, lo

consiguiera, aunque, primero, debería de descansar un poco, dejar la

mente en blanco. Ante la ilusión que me producía que Eva se implicara en mi

juego, pensaba que ya se le ocurriría algo, pero por el momento, era mejor no

pensar, no pensar. Dormirá unas cuantas horas, pensaba acerca de ella. Sueño

reparador. Se pondrá manos a la obra con el ordenador y se dejaría fluir,

pensé. Dejé que pasara el tiempo tumbado en la cama intentando mantener

la mente en blanco, cosa difícil, pero tenía que esperar. Al cabo de unas dos

horas se expresó de una manera sencilla y automática, sin rodeos ni

circunloquios. Pero yo me adelanté, dos horas antes le había mandado yo un

mensaje:

-----------------------------------------------------------------------------------------------------

Para: evalange@coolmail.com

CC:

Asunto: Re Re: Si no hay amor, no veo ninguna razón para que

no podamos continuar nuestra amistad.


113

Querida Eva. Aunque pudiese parecer lo contrario, excluyo del contenido de tu

E-mail y que argumentativamente así debes aceptarlo, que no haya habido

lugar para que entre nosotros exista alguna relación afectiva que tenga algún

grado de vinculación sobreentendido. No sé exactamente qué pretendías

haciéndome viajar hasta Moscú. No sé si todo ha sido una venganza, no sé si

todo este enredo al que me has sometido ha sido una prueba de amor. Si no

me explicas cuáles eran tus intenciones al montarme esta trama

detectivesca para que diera con tu paradero, no haré otra cosa que intentar

hallar un razonamiento óptimo que satisfaga mi lógica. Escribiste un E - mail

encriptado que yo he descifrado y que, ahora te toca a ti transcribirme por

qué procediste de esta manera. Porque de lo contrario, esto sería una

tomadura de pelo sin ninguna gracia ni sentido alguno, en cuya ofensa hacia

mi persona, no me cabría otra posibilidad que determinar no volver a verte

nunca más. Ante la humillación a la que me habrías sometido, nunca más

podría mirarte a la cara, por pudor, por honor, por desdicha. Espero que tengas

respuestas concluyentes a mis preguntas.

¡Un abrazo! Salva.

-------------------------------------------------------------------------------------------------------

Ésta fue su respuesta a las dos horas:

Para: salvagutierrez@yanoeshoo.es

CC:
114

Asunto: Re Re Re: Si no hay amor, no veo ninguna razón para que no

podamos continuar nuestra amistad.

Querido Salva, siempre has hablado del amor con el vocabulario y sintaxis de

La Razón, aunque ayer, al venir a Moscú a buscarme me demostraste que

utilizas el lenguaje de los más sublimes sentimientos. Sin embargo, tú, cuando

vivíamos juntos, solías herir los míos cuando considerabas que escribir era un

acto de simpleza y rutina. “Escribir, tan solo es escribir”, me decías, “no hace

falta tanto denuedo y fruición”. Una vida literaria no requiere menos, esto es así,

La Literatura requiere una complacencia hacia ella en detrimento de todas las

demás cosas, y también, requiere una implicación absoluta e irresponsable con

todo lo demás. Esto es lo que te está pasando a ti. No existe nada más en

estos momentos que tu novelesco amor, y que te está destrozando, de hecho,

te está volviendo loco. Desde que decidimos separarnos la primera vez has

estado yendo a la deriva, más aún, poco a poco, has terminado por

desesperarte y sacarte de tu juicioso comportamiento del que tanto te

vanagloriabas. Incomprensiblemente, te has bebido el juicio con tamaña

afrenta hacia ti mismo que, incluso me has involucrado a mí en todo esto. Eres

todo ilusión y me estás arrastrando a mí, con lo que solo cabe en tu dimensión

(y en parte en la mía), una redención equiparable a través de la ilusión. Y yo

soy tu ilusión. En tus argumentos de la conversación telefónica que mantuvimos

ayer, te comportaste con asociación libre de ideas, introduciéndome en un

diálogo absurdo más propio de una ficción que de la realidad. Sin embargo,

aunque tus reflexiones lógicas estaban fundamentadas sobre cimientos

erróneos, de ahí tus conclusiones, has demostrado ser el loco más genial de

cuantos puedan existir en este mundo gris, donde la pureza, lo originalidad, lo


115

deífico y lo sublime ya no existe, siquiera como atributos del amor. Acaso si en

este mundo alguna vez existió algo con un fragor de pureza, fue la locura del

amor, o si prefiere, el amor con locura. Por otra parte, me da miedo de que todo

haya sido una estratagema tuya para volver a retomar una estrecha relación

conmigo que, siquiera tú te hayas creído ni una palabra de todas las que

dijiste ayer. Pues bien, si tú estás emulando un comportamiento más

propio de una ficción literaria, vas a tener tu redención y tu espacio para sentirte

cómodo; ahora me toca a mí inventar. ¿Por qué voy a hacer esto? Para que me

demuestres si me estás mintiendo o realmente eres capaz de todo por

recuperarme. Por el momento, estás siguiendo mis pasos y, aunque en un

principio intenté disuadirte de todo, ahora te confieso que tenías razón,

hacerte desplazarte hasta Moscú era un reto impuesto por mí para medir la

capacidad, la fuerza y la decisión de tu amor. Era la entrada de un laberinto

en la que sentirte tú Teseo y seguir el hilo que voy tejiendo será la prueba

definitiva de lo que sientes verdaderamente por mí. Siento introducirte en esta

encrucijada pero no me queda otro remedio, has liado tanto las cosas que has

sido tú el que ha diseñado esta prueba, y a mí, solo me queda seguirte un

juego al que le has puesto unas reglas. Por lo tanto, Desde la puerta del

laberinto en el que te has introducido, has de buscarte a ti mismo en línea

transversal, y como un cometa por los cuatro mares del viejo mundo, por el

camino, llegarás hasta mí a través de la Creación del Mundo.

¡Besos de mariposa! Eva.

---------------------------------------------------------------------------------------------------------

Leído esto, la constancia y la ilusión por el amor perfecto me dio la razón.

Estos eran mis razonamientos: Eva claudicaba, admitía, reconocía, no


116

desmentía, se sinceraba. ¿Ella estaba atropellada o confusa? Qué va, la

había pillado. Ya no podía fingir más. Solo podía decir la verdad para no

quedar como ridícula. Es decir, que yo le importaba verdaderamente. Pero,

¿cuánto? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? ¿Hasta el final del camino? Había

que recorrerlo para saberlo. Tenía que llegar hasta el final, hasta la salida del

laberinto. Ariadne me había tejido un hilo en cuyo recorrido me toparía con la

la salida. Había que pensar, había que pensar, detenida y concienzudamente,

para atar cabos. Calma Salva, calma, me iba yo diciendo para mí mismo,

con lo que me puse, ipso facto, sin descansar ni entretenerme en ninguna otra

cosa, a seguir interpretando el E-mail de Eva. Proseguí hablando conmigo

mismo: Vamos a ver, si Eva dice: -Tú has puesto las reglas-, me está dando

la razón cuando ayer me la quitaba. Si también dice, -Desde la puerta del

laberinto en el que te has introducido-, está abundando en su

ambigüedad de conferir una paternidad a todo este juego. El laberinto es igual

a la prueba de amor que tan pronto reconoce habérmela puesto ella como

habérmela inventado yo, y de la que pueden desprenderse dos cosas: Una,

que yo he sido el escritor del primer capítulo de la serie y que ella va a

escribir los siguientes; dos, que solo es ella la ideóloga y la escritora de los

guiones. Tanto monta, monta tanto. Si bien un día me acusó de amar para

engrosar mi ego al creerme yo mismo que verdaderamente amaba con la

más absoluta certeza, anularé esta vez mi ego y que se cuelgue ella la

medalla, porque en la escritura, siempre es más importante el desarrollo que

la idea. Y además, pensándolo bien, en cualquiera de los casos, por activa o

por pasiva, ¿qué importancia tiene que yo me haya vuelto loco? Si ella lo ha

terminado tomando por una actitud más digna de un genio que de un loco,

aunque haya intentado contrariar sus propios razonamientos y conferirme una


117

realidad que antes era un disparate digno de psiquiatra. Porque, ¿sería propio

de una mujer que no ama, poner semejante prueba para medir el amor de…

¿De quién? ¿Quién podría ser el sujeto-objeto de semejante desafío? Sino una

persona cuya pasión y fidelidad a la causa esté en relación directamente

proporcional al esfuerzo de esta gincana. ¿Para qué querría Eva un hombre

con semejante arrojo si ella misma no se hiciera cargo de que puede

corresponder con la misma magnitud de atrevimiento? Y, ¿qué

atrevimiento equilibraría la balanza con respecto a todo el que tengo que

desplegar yo? Anular la boda, ni más ni menos que eso. Ya me lo irá diciendo,

clara o subrepticiamente, pero me lo irá diciendo. Así que, prosigamos, estoy

bajo razonamientos correctos, no estoy loco. Sigamos interpretando su

mensaje: -Poco a poco llegarás hasta mí-. Ahora estaba más emocionado

que nunca, hasta tal punto que ya no podía pensar en nada más, y, el juego

que estábamos llevando a cabo me parecía el más divertido y estimulante de

cuantos había vivido hasta entonces. Seguía descifrando el mensaje: Si

razonamos la frase: -Desde la puerta del laberinto en el que te has

introducido-, me decía, ¿qué laberinto Eva? ¿Qué me he vuelto loco con tanta

asociación de ideas? ¿Es eso el laberinto? Pues ya no estoy en la puerta, ni

estoy loco, así que descartemos esa idea. Prosigamos pensando. La puerta es

la entrada de algo y he entrado en una persecución, ¿desde dónde? ¿Qué

puedo colegir? ¿Qué quiere decir con las palabras -Desde la puerta del

laberinto-? ¿Desde las misivas que nos hemos intercambiado por E-mail

“me he introducido”, pero, ¿tendré que seguirla por correo? Eso no puede

ser, tengo que haber recorrido ya un trecho, así que, el laberinto es igual

a mi anterior libre asociación de ideas, no puede ser otra cosa, entonces, la

puerta comienza aquí mismo, en Moscú, ni más ni menos. ¿Lo doy por
118

seguro? Sí, primera deducción. Sigamos: -Has de buscarte por los cuatro

mares del viejo mundo-. -Has de buscarte-. No lo entiendo, no sé a qué se

puede referir ahora. –Por los cuatro mares del viejo mundo-. El viejo mundo,

o es la felicidad de antaño ( y que nos espera en el futuro a los dos), o

simplemente, el viejo mundo es Europa, y los cuatro mares del viejo mundo de

izquierda a derecha y de arriba abajo son; el mar Del Norte, el mar Báltico,

el mar Mediterráneo y el mar Negro, razonaba. ¿Me va a hacer ir a nado a

buscarla? Es capaz, Eva es capaz de todo. Pero, esto no puede ser,

perderíamos mucho tiempo atravesando mares, aunque, ella está decidida,

Eva es capaz de todo, es ella la que se ha bebido el juicio. No sé quién está

más loco de los dos. Tomemos el viejo mundo como Europa y sigamos

escrutando su mensaje, pensaba. -En línea transversal. -¿En línea

transversal? ¿Puede ser esta una pista disuasoria del camino recto? Porque

yo nunca voy en línea recta, voy siempre en línea transversal, podríamos

decir. O ¿puede ser algo muy truncado precisamente por eso? Y, ¿Si tomo

estas frases al pie de la letra? -En línea transversal- y -desde la puerta del

laberinto en el que te has introducido.- Entonces, la puerta del laberinto, si

es este hotel en Moscú desde el que me introduje a través de un mensaje de

un E-mail de Eva, deberé de cruzar la puerta. Puerta, portal. Portal de Internet.

¿ Desde Internet debería de encontrar el siguiente destino? ¿Y si fuera así?

Probemos, me dije. Cogí mi portátil y me conecté online con la clave del hotel.

Empecé a buscar mapas de Europa y me perdí en farragosas asociaciones

que no me llevaban a ninguna parte, pero había que insistir en “la línea

transversal”. Descargué el programa Google Earth para hacer más eficiente

mi seguimiento con planos. Coloqué una marca de posición desde Moscú y

Google Earth me contó esto:


119

Una línea transversal es aquélla que atraviesa al menos otras dos líneas.
120

Así, desde esta marca de posición de Moscú, tengo que trazar una línea

transversal. Las líneas a atravesar, según nos orienta este mapa son los

meridianos y los paralelos. De esta manera, mi posible transversal iría

orientada en una de estas direcciones que marcan las flechas: Es decir, que

podemos viajar hacia el oeste (imposible viajar al norte, a Siberia), el sur y el

este. Sigamos. Pongamos que viajamos hacia el oeste. Comprobemos sus

posibles transversales: Nos llevan a Azerbaijan & Turkmenistan y Uzbekistan.

Pero, si allí no hay más que rémoras de guerras intestinas y terrorismo. No

puede ser, habrá que orientarse hacia el sur. Evidente, habrá que orientarse

hacia el sur, giremos Google Earth:


121

Pensemos, razonemos, enjuiciemos, me decía yo. Si trazo una línea recta

desde donde estoy ahora, desde Moscú, voy a parar directamente al Mar

Negro, si no me detengo en Ucrania, claro. De no ser así, me ahogo, y esto es

algo inconcebible. Ni me quiere muerto ni ella se va a convertir en una sirena.

Entonces, ¿Hay posibilidades lógicas de que quiera introducirme en una

tournée por la Unión Sovética? Sería posible, sin duda alguna, pero, ¿a qué

ciudades me llevaría? ¿San Petesburgo? Y ¿cuáles más? Ninguna, todas las

demás no tienen demasiado atractivo turístico. Demasiado aburrido. Ella

únicamente me dijo que viajaba a Moscú con una amiga. Pensemos

juiciosamente, me decía a mí mismo. De optar por escribirme una serie de

aventuras, habría que elegir ciudades lo suficientemente representativas dentro

de la geografía europea para que el atractivo de su búsqueda y de su estancia

compensase el esfuerzo. ¿Pista positiva? Démosla por buena. Bajo estas

premisas, démosle otra oportunidad al amigo Google Earth.

Pongamos como punto de salida Moscú y vayamos buscando transversales tal y

como ella dice en su mensaje. Habrá que girar poco a poco el mapa hasta

encontrar una ciudad notoriamente importante para ser tenida en cuenta en mi

búsqueda. ¡Buf! Nos cruzamos toda Europa antes de caer al agua. ¿Qué
122

ciudades más importantes nos encontramos en esta línea recta? Pues, pues,

todas o ninguna. Todas no pueden ser, no sería una pista clara y objetiva.

Tiene que existir una ciudad lo suficientemente diferente de todas las demás

para que en su hallazgo no haya posibilidad de error, iba razonando yo, y

seguía: Leamos entonces otra vez su mensaje: -Desde la puerta del

laberinto en el que te has introducido, has de buscarte a ti mismo en

línea transversal, como un cometa por los cuatro mares del viejo mundo,

y por el camino, poco a poco llegarás hasta mí a través de la Creación del

Mundo-.

“La puerta del laberinto”, ya está deducida (creo), estoy descifrando su E -

mail desde aquí, desde este hotel y la “línea transversal” hay que

hallarla. Vamos a suponer que estamos ante pesquisas correctas. ¿En qué

ciudad podría yo? “Buscarte (me) a mí mismo”. Seguía pensando. Ni idea.

Qué desconcierto. Me estaba poniendo frenético. Santo Dios, Sálvame. Eva

me quiere en el fondo del mar. No entiendo nada. Voy a dejar la mente en

blanco, No puedo, eso es para los monjes Zen. Hay que intentarlo. Me

tumbé en la cama para favorecer no pensar en nada pero, no podía, seguía

con mi inquietud y sospecha: Se cuelan pensamientos en una libre

asociación de ideas, no puedo dejar de pensar. Santo Dios, sálvame,

Santo Dios, Santo Dios, sálvame. ¡Ostras! Santo Dios, Sálvame. Santo Dios,

Sálvame. ¡Eureka! Hay que buscar mi nombre, Salvador. Esa puede ser

una pesquisa correcta. Prosigamos: ¿Qué ciudad contiene la primera inicial

de mi nombre? Sevilla, San Petesburgo, San Marino, San Sebastián, Santa

Sede. Seguí dándole vueltas a Google Earth y después de un rato hice la

siguiente asociación, alargar la flecha de la anterior búsqueda, con lo que

el resultado era el siguiente: La Santa Sede. Por partida doble aparece la


123

“S”, me decía a mí mismo.

No hay duda, la Santa Sede tiene que ser mi siguiente destino, hay que ir a

Roma. Di un salto de alegría y me puse a bailar por toda la habitación. El

ordenador estaba encendido, me senté tranquilamente, y ahora sí, ya más

calmado, me puse a buscar vuelos hacia Roma aunque no salía ninguno hasta

el día siguiente. La tarde avanzaba hacia el despuntar de la Luna y, había que

cenar antes de marcharse a dormir, reponer fuerzas, preparase para hacer

esfuerzos sin paliativos. Bajé al comedor y de entre el variado menú que me

propusieron, pedí de primero una sopa Borsch, que es una sopa de origen

ucraniano, me dijo el camarero de mesa, y que se componía de un caldo

parecido al potage compuesto de remolacha y patata, verduras variadas y

carne, y, de segundo, pedí Stroganoff, que era carne de ternera cortada en


124

trozos finísimos con una salsa de nata. En Rusia todo es Popoff, Strogoff,

Rachmaninoff, es decir, que todo está apagado, porque termina en off, me hice

un chiste a mí mismo, recuerdo.


125

VII
“En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre.”

Fiedrich Nietzsche. Más allá del Bien y del Mal.

Al día siguiente por la mañana, temprano, hacia las seis y media salía en

avión para Roma en una compañía de Low cost, sin duda alguna, la suerte me

estaba acompañando. Llegué a Roma a las 15 horas. Cogí un taxi y fui a un

hotel del centro. Una vez allí, me di una ducha y bajé al comedor, y después

de comer, me eché una siesta para infortunio mío. No podía dormir, me

asaltaban las ideas por doquier y sin mesura, seguía con mis tormentos: ante

todo, hay que mantener la compostura, pensaba. Eva siempre me decía que yo

padecía del síndrome de Stendhal. Pues ahora estoy en Italia, pensaba, y

seguía pensando: Todo va cuadrando. Hay diligencia y acción. La diligencia

en las acciones está en el arte de la frialdad. Deshago esta pequeña

maleta y me vienen recuerdos de todos mis viajes. Imposible, ya habría escrito

una novela de aventuras. Si los demás supieran. A este Salva no lo

conocen. Nadie. En verdad nadie conoce a nadie. Los chinos dicen que para

conocer a una persona hay que comerse un saco de arroz con ella. Eso es

exagerado, pero, al menos, unas cuantas paellas sí que son necesarias.

Todos somos una sorpresa. Recuerdo a mi amigo Alberto. Quince años con
126

su novia, desde que eran adolescentes. Se iban a casar y se fueron a vivir

juntos. Con las invitaciones repartidas y deshicieron la boda, y todo lo demás.

Cada uno por su lado. Es necesario mucho tiempo para conocer hondamente a

las personas, y para ello, hace falta perder tiempo. El tiempo es lo más preciado

que tiene el individuo. Hay que leer bien los tiempos para perderlos o ganarlos.

Pocos han leído El ser y el tiempo. Ni falta que les hace. El tiempo apremia.

Manos a la obra. Dependiendo del tiempo que permanezca aquí tendré que

hacer lavar mi ropa, ya casi no me queda casi nada limpio, pensaba. Al igual

que se ordena la ropa de una maleta en un armario debe de procederse con

las ideas. Desdoblar una por una y volverla a plegar en el mismo orden del

despliegue. El orden de despliegue de todas mis ideas en Moscú,

elocuentemente hilvanadas (modestia aparte), y bajo una ilación muy lógica

me ha llevado hasta aquí, seguía pensando. Estaba casi seguro de que había

recabado las pesquisas correctas, no podía ser de otra forma, así que, continué

y procedí con respecto a mis mapas, los mentales y los geográficos. Me

encontraba algo más calmado. El hecho de seguir las pistas que me había

dejado Eva me estimulaba hasta tal punto que la diversión hacía olvidar todas

mis penas, únicamente había que llegar al final, ya llevaba andado un trecho y,

me decía a mí mismo: Estoy en Roma, en un hotel de la via dei Greci (cerca

del río Tíber), y tengo que buscar a Eva en el Vaticano. ¿Estará Eva bajo una

de las columnas de Brunelleschi de la plaza de San Marcos? Como Isolda

esperando las velas blancas del barco de regreso de Tristán? Había que

comprobarlo. Entre tantas reflexiones ya eran las cinco de la tarde así que

salí a la calle en la que seguía hablando conmigo mismo: Camino por Vía

della Scrofa sin saber el itinerario correcto para ir al Vaticano. Todos los

caminos conducen a Roma, menos el de en medio. Pero, si ya estoy en Roma.


127

Necesario ahora encontrar el camino que lleva al Vaticano. Pregunté a un

transeúnte por un puesto de información turística. Fui, me informé y seguí

hacia mi destino. Iba reflexionando con mi gatuperio interior andando por la

calle: Esto es una locura. Jamás había cometido tamaña locura. Pues ya era

hora. Todo hombre (o mujer) tiene que cometer al menos una locura en su

vida. ¡Ya! Pero, esta es una locura que no se cura, ¿te vas dando cuenta,

Salva? ¿Qué no se cura? No hay nada que ni cura ni remedio tenga. Para eso

está La Ciencia, la religión moderna. O el Arte, la religión de los antiguos. Arte-

ciencia, Ciencia-Arte. Tanto monta, monta tanto, Mdme Curie como Pontormo.

¿Habrá algún cuadro de Pontormo en los museos vaticanos? ¿Lo recuerdas?

Sí, ¡Seguro! Pues vayamos directos allí, al primer lugar de búsqueda. ¿A Los

Museos Vaticanos? No, mejor a la Capilla Sixtina, no, mejor a los Museos

Vaticanos. Da igual, total, si no sabes dónde ir, en los dos sitios te

deleitarás con el arte de La Pintura. Allí hay cuadros de Adán y Eva. ¡Ah! El

paraíso perdido, estoy perdido si no te encuentro, Eva. Pero te encontraré, te

buscaré por todas las capillas, mejor, veremos a Miguel Angel. Angel mío,

¿dónde estarás? O, ¿dónde estará tu pista? Da igual, todo va bien. Estoy bajo

las pesquisas correctas. Eva sabe cómo puedo encontrarla. Ni que Ella me

hubiese leyendo los pensamientos. La muy astuta va por delante. Ya te

encontraré, te lo aseguro, que tú no te casas el d í a veintiuno, y si lo

haces ha de ser conmigo, pensaba. Con todo este hervidero de

pensamientos, sin darme cuenta, había llegado a la plaza de San Marcos y mi

cabeza no podía parar: Este acariciador sol de verano me hace cosquillas en

las mejillas mientras aguanto esta fila sobre las empalizadas de madera. Miré el

reloj: las 17,45h. Esos cuatro carabinieri que custodian la puerta de entrada

tienen peor cara que un guardia civil con mostacho y tricornio custodiando
128

un calabozo. Espero que la Guardia Suiza, que se encarga de la encomienda

de los interiores (y exteriores), tenga mejor aspecto. Tengo que llegar a la

Torre León XIII y entrar en los Museos Vaticanos, o ¿voy directamente al

Barrio de Santa Ana a la Capilla Sixtina? Una lira, me lo dirá una Lira. Cara o

cruz. Cara a la Capilla Sixtina, cruz a los Museos Vaticanos. Saqué una

moneda, la tiré al aire y salió cara. La música soluciona todos los problemas

del mundo. Ojalá esto fuese cierto, pensé en aquellos momentos. A la Capilla

Sixtina vamos directos, opté con diligencia. Llegué hasta la plaza de San

Pedro y entré en la basílica. Estuve andando más de diez minutos medio

despistado, ya no recordaba el camino, hasta encontrarme en un pasillo lleno

de turistas, la Guardia Suiza por todas partes. Caminaba por aquélla galería

interminable, mi paseo vespertino. Las fuerzas de seguridad me hicieron pasar

por un arco antimetales. Como si yo tuviese cara de llevar alguna navaja, o

algo así. Si yo fuera ellos solo tendría que mirar en la cara de la gente,

pensaba. Porque mi mirada es profunda. Escruta todo lo que se mueve, y lo

que parado es fulgente. Nadie sabe leer en las miradas. La gente suele mirar a

los ojos, pero no la mirada. Los ojos son a la mirada lo que la ventana a la

habitación. Una mirada resplandeciente lo ordena todo. No hay nada más

halagador que una mirada brillante. No hay nada más cómplice que una mirada

entrecejada. No hay nada más amenazante que una mirada esquiva. No hay

nada más erótico que una mirada furtiva. No hay nada más desconfiado que

una mirada torcida. No hay nada más alertador que una mirada de reojo. No

hay nada más sincero que una mirada extensa. No hay nada más subsanador

que una mirada sonriente. No hay nada más triste que una mirada caída. Los

ojos pueden llorar mientras la mirada puede permanecer serena. No hay

nada más expectante que una mirada profunda. No hay nada más profundo que
129

una mirada ausente. No hay nada más apacible que una mirada tranquila. No

hay nada que no se pueda decir con la mirada. El ojo no es ojo porque tú lo

veas, sino porque te ve, decía Bécquer. La mirada no es mirada porque te

mire, sino porque tú la miras, digo yo, pensaba. Yo diría tantas cosas que mi

mirada me dice que, no hay rincón oculto en el mundo que la mirada no

descubra. Una fracción de segundo de la mirada de ese guarda suizo, me mira

mal —¡Pero oiga! ¡Que esa puerta está cerrada! No se puede entrar— me dijo

el guardia (en italiano) con cara de pocos amigos. Con tanto pensamiento

andaba yo despistado y me di de bruces con una puerta errónea—.

Perdone, ya no recuerdo cómo se va a la Capilla Sixtina.—Me excusé,

poniendo cara de atontado. Anduve un trecho más, como unos treinta metros,

doblé a la derecha y, ¡Voila!


130

Pasé la puerta de seguridad, entré, miré al techo, y mi mirada ya no era mía…

Tampoco hubiera deseado la mirada de nadie sobre mí en aquellos momentos.

Quiero la soledad del Paraíso, me decía para mis adentros, sin embargo,

estaba todo repleto de gente. Tenía que sortearlos para poder colocarme

justo en el centro. Sus pisadas retumbaban como en una caverna. La

caverna es el vientre de la cultura. El hombre comenzó a hablar al fuego de la

caverna y empezaron a transvasarse los saberes. La tierra, el aire, el fuego,

el agua, sabiduría para ser descifrada, pensaba. No soporto las

concentraciones masivas. Quería estar a solas con la representación de La

Creación del Mundo. Solo podía esperar a que se marchase la gente. Se

hicieron la 19’45h. y, un guardia de seguridad anunció que desalojáramos el

recinto. Me agaché y me puse en cuclillas. Casi ya no quedaba nadie. El

guardia se acercó a donde yo estaba y me preguntó en inglés:

— ¿Se encuentra bien?

— En realidad, no— le respondí—. Me encuentro bastante mareado, se me ha

ido la luz de los ojos, no puedo mantenerme en pie. Mentí para justificarme.

— Espere aquí que voy en busca de un médico.— Hecho que me vino

“que ni a pelo”, como suele decirse, así que, se marchó y aproveché aquellos

momentos de soledad para buscar la pista. Me puse en pie, miré hacia

arriba y todo mi ser se quedó mudo, aunque empecé a pensar:


131
132

Dios dotando de inteligencia al hombre. Adán y Eva. El pecado original, la

tentación de Eva. Vaya original pecado. Con permiso, Don Michelangelo

Buonarroti, me siento en la repisa de esta balaustrada. No puedo soportar la

mirada. Me desvanezco. El poder de La Pintura me extrae las fuerzas del

cuerpo. Es el tributo a los dioses, pensaba. Me defiendo. Miro al suelo y parece

como si Dios existiera, uno y trino. Tienes un don en la mirada, me dijo una vez

Marianela. Ella sí que era verdaderamente buena. Fui yo el bandido y el ciego

que la dejó por otra, recordaba. Me entran ganas de llorar. Los chicos no

lloran, tienen que pelear (*), dijo ese hijo del torero que canta. Me abruma el

pasado. Si esta mirada me falla puede pasar cualquier cosa. Me

puede el pensamiento. La vista se me nubla. Las sienes me palpitan. Me

asalta la duda. Las dudas entumecen el pensamiento y retrasan las

resoluciones cabales, me iba yo diciendo. ¿Acaso estás en tus cabales?

¿Qué más dan los cabales ahora? Que, ¿qué más dan? Ya están dando

bastante, tus cabales te están guiando. O despistando, aún no lo sé. Y ¿qué

sabes? ¿Qué sé de qué? ¿Qué es lo que hay que saber? Ser o no ser, saber o

no saber, he ahí la cuestión. ¿That is the question? Me preguntaba la

guapísima profesora de inglés cuando hacía primaria. Trece años.

Pubertad recién estrenada. El chuleta de la clase nos preguntaba si la

profesora también nos intimidaba con su mirada. ¿Por una mirada? No

estábamos entre iguales. Las profesoras son amores imposibles o madres.

Lo mismo da. Amores platónicos por inalcanzables. No hay nada que una

mirada no pueda alcanzar ni existe alcance en ninguna mirada para intimidar

___________________________________________________________________________

(*) “Los chicos no lloran, tienen que pelear”. Estribillo de una canción de Miguel Bosé.
133

tanto, si uno sabe resguardarse. Debía ser eso. Quizá yo también sabía cómo

intimidarla a ella, aunque fuese adulta y profesora. ¿Acaso los niños con

nacedero bigote no pueden intimar a las mujeres hechas y derechas? Imposible.

Nunca un niño puede intimidar a ninguna mujer, más bien es al contrario. ¿Y

tú qué sabes? Nunca ninguna profesora te contó de sus intimidaciones. Creo

que, a todos nos encantaba oír orinar a la profesora. No la dejábamos en paz.

¿Acaso no podía aguantarse y hacer pis cuando estuviera sola sin los alumnos

jugueteando por los servicios? ¿Quién ha dicho que quisiera aguantarse? Le

traicionaban las fijaciones de su niñez. Los pre-púberes en el estadio de la fase

de los esfínteres buscando una satisfacción, si nos ponemos

ortodoxamente freudianos. Siempre me he preguntado por qué el sexo tiene

la doble función de esfínter y de aparato procreador. Que le pregunten al

altísimo por qué esa cortina de humo. Aun así existió Sodoma y Gomorra. Pues

como ahora. No exageres. Además, cada cual vive en el capítulo que le da la

gana. El hombre no puede ser dueño de su destino pero puede escribirse e

inscribirse donde quiera. Si empiezas con estas libertades eres un perverso.

Ten cuidado, estás en un lugar sagrado, me reprochaba a mí mismo. ¿Cómo

se te ocurre pensar en estas cosas? ¿En qué cosas? Ya sabes a qué me

refiero. Déjame en paz, conciencia católica, apostólica y romana, que me

despojas de mi libertad. Pienso en lo que me da la gana, aunque se

pueda pecar solo de pensamiento, palabra u omisión. También se puede

pecar con la mirada. El pecado, la conciencia del pecado. No hay nada

más pecaminoso que creer que un niño puede cometer pecados, razonaba. La

inocencia y el pecado. Ese es el pecado original; la falsa inocencia del

hombre y de la mujer. Sobre todo de ella, de Eva. ¿De cuál hablas? ¿De la

tuya o de la de Adán? De las dos. Mujer o serpiente. Veneno o ponzoña.


134

Sublime tentación que vive arriba (por encima de nosotros, los hombres) y

debería derivar en mácula, pensaba y proseguía: carne trémula. La

castidad, misión imposible, es la mayor aberración sexual. Tampoco es

cuestión de con faldas y a lo loco. No estoy para cursiladas. Deja de pensar.

Déjame en paz, pienso en lo que me da la gana, el cielo puede esperar.

Amanece, que no es poco. Tú y tus películas. Te das cuenta de que no

estás en un lugar cualquiera sino en un lugar sagrado. Concéntrate. ¿En

qué? Me concentro en…en Zoroastro, por decir algo. No, mejor en Zaratustra,

que es cómo lo mismo, si no puedes hacerlo con el Dios de los cristianos,

pensaba y seguía con mi monólogo interior: También es pagano. O

Jesucristo es El idiota, como diría Nietzsche parafraseando a Dovstoieski.

Ten cuidado, que estás debajo de la cúpula de la Capilla Sixtina. Nunca

mejor observado por Dios. Pero puedo cuestionarte, ¿no? ¿O también eso

es pecado? ¿Es pecado pensar? ¿Me vas a aniquilar por pensar? Serás

malvado, Dios de los cristianos. Ya sé que no eres idiota, pero yo tampoco, no

me confundas. No me fastidies, déjame pensar. Antes muerto que sin

pensamiento. Eso ya es Descartes. Eso ya lo has dicho antes. ¿Y qué? Sigo

existiendo. Pues entonces descarta que existe el mal pensamiento. ¿Acaso

serán estos unos pensamientos inadecuados? Me peguntaba. ¿Falta

de decoro, entonces? Porque si es así, eres un insolente o no puedes

controlar tu mente. ¿Y quién sí? Controlar la mente es un arte para

privilegiados. Hay que controlar la mente, y más en un recinto sagrado,

pensaba. Eres un irreverente, puedes suscitar la ira de Dios. ¿Te arrepientes?

Posiblemente, pero lo dicho, dicho está, y que Dios reparta suerte. Tienes

suerte entonces. Dios te deja pensar en lo que quieras. ¿Habrá represalias?

No, no las habrá. Eso sería coacción y falta de libertad. Y lo que tú estás
135

pensando es, coacción a un jurado. No, porque Dios es juez y parte. Te

equivocas, no es eso, coartar al yo pensante es como matar a un ruiseñor,

seguía con mi película interior. ¿Acaso el Arte no es la forma más pura del

pensamiento y la forma más primigenia y pura de lo sagrado?

Refréndamelo tú, mi Dios, porque yo, hace ya muchos días que lo

tengo claro. ¿Entonces? ¿Acaso no es el Arte deleite y reflexión profunda?

Una miríada hacia lo Infinito. Espacio inhabitable pero tangible. No hay

nada que no sea inhabitable aunque sea con la mirada. O la escucha, si

se trata de música. Ya vas entrando en razones. Entonces, había que

dejarme, dejarme pensar. No pienses, mira hacia arriba, me decía para mí

mismo. Dios me da la mano. Me está tocando. No creo, después de todo lo que

has pensado. Por eso. El Dios de los cristianos es el Dios del perdón.

Entonces, ¿te arrepientes? Ya estoy perdonado. Me arrepiento por mi falta

de decoro, mi discurso no era muy artístico, la verdad; cada cosa en su

sitio. “Paz a los hombres de buena voluntad”. “Bienaventurados los mansos

porque ellos verán a Dios”. Lo tengo encima. A esto se le llama privilegio.

Entonces, saldré y volveré a entrar para volver a pensar. Como si lo hubiera

hecho. Que se borre de mis recuerdos todo lo pensado. Hay que construir algo

artístico. ¿Una plegaria al Dios de los cristianos? ¿Un padrenuestro? Y, ¿por

qué no? Eso sí que es decoro y, cada cosa en su sitio. Padre nuestro, que

estás en los cielos, santificado sea tu nombre…

Cuando dejé de rezar, como por acto milagroso, vi una postal doblada

en cuatro pliegues en una rendija sobre la base de la balaustrada, a dos

metros de donde estaba yo sentado. La cogí. La desdoblé y, era una foto de

Eva, de su busto. Exhalé un ¡bien! Ostensible y con puño cerrado incluido. Ya

no estoy loco, me parezco más a un genio, pensaba. Que nadie me mire que
136

quiero estar tan a solas como para llorar sin ser visto y ver mi llanto como

ausente. Esto es gloria. Triunfo. Que nadie me mire, que este momento es mío,

me decía. ¿Cómo he podido ser tan hábil y certero? Mi cara es un poema. Se

me sale de la cara mi propia sonrisa. Le adiviné el pensamiento a Eva. Pero,

¿qué digo? Seré majadero, ¿Yo soy el hábil y el certero? Eva sabe que me

chifla La Pintura. Me sequé las lágrimas y pensé: Mi mirada tendida y el

tendido sin torero. Soy Teseo encontrando la salida del laberinto. Estoy

abatido, pero, primera etapa cumplida. Soy un ganador. Y, el guardia que no

llegaba con el médico. A saber dónde estaría. Miré el reloj y quedaban cinco

minutos para el cierre de la Capilla. Saqué mi portátil mini de mi bolso, me

conecté a Internet con un pincho USB que tengo para estas ocasiones y releí

el E-mail de Eva: -desde la puerta del laberinto en el que te has

introducido, has de buscarte a ti mismo en línea transversal, como un

cometa por los cuatro mares del nuevo mundo, y por el camino, poco a

poco llegarás hasta mí a través de la Creación del Mundo.-Leído esto me

puse a pensar detenidamente: primera conclusión, ya me he buscado a mí

mismo. Encontré mi primera inicial, o ¿acaso las dos primeras?= Sa-nta

Sede? ¡Eh! -como un cometa por los cuatro mares del viejo mundo-. Si

el viejo mundo fuera Europa y, pensando que los cuatro mares más

importantes que lo delimitan son; el mar del Norte, el mar Báltico, el mar

Mediterráneo y el mar Negro, ante esta anterior deducción, que podría ser

correcta, ya que, si tomo como referencia el punto de salida, Moscú, todo mi

periplo tiene que estar delimitado por los cuatro mares. Si ahora estoy en

Roma, habrá que buscar entre el mar del Norte y el mar Báltico una ciudad

que contenga mi tercera inicial, la “L”. Entonces, tendré que viajar a

Luxemburgo, Lucerna o Londres y, habremos llegado al mar del Norte. De


137

lo contrario, sí solo tomo la primera inicial, tendríamos que viajar a Ankara

(Turquía) si vamos hacia el mar Negro, por ejemplo. Pensemos,

proseguía…Roma=Londres, Roma=Luxemburgo, Roma=Lucerna. ¡Ja!

Roma=Londres=Capitales de países. Abrí el programa Google Earth y tracé

una línea entre las dos ciudades. Otra “línea transversal” se proyectaba hacia

mi siguiente destino:

Seguí pensando: Pero, ¿a qué lugar de Londres tendré que ir? Londres

es muy Grande. ¿Dónde me espera mi siguiente pista? ¿Qué día es hoy?

Trece de septiembre, me contesté. Me queda poco más de una semana

para encontrarla.

Tengo tiempo suficiente, proseguía. Londres. Lugar emblemático. Arte.

Catedral o basílica. ¡Ja, ja, ja, ja, ja! El Big Ben o la abadía de Westminster.
138

O la catedral de San Pablo. Mañana estoy allí. A todo esto, pasados como

unos tres minutos llegó el guardia con un médico. Mientras escuchaba sus

pisadas desde fuera, volví a colocarme en cuclillas y recogí mi portátil ipso

facto, (si lo cierras se apaga) y lo metí en el bolso mientras seguía pensando: El

Big Ben o la abadía de Westminster, allí tengo que ir, seguro. Por fin entraron

el guardia y el médico, q u e , se preocupó por mí. Le dije que solo necesitaba

tomar el aire. Me sacaron de allí entre los dos. Yo apoyado en el hombro del

guardia de seguridad. Tengo dotes de actor, pensaba, que bueno soy

representando. Me encontraba perfectamente, mejor que nunca después de la

segunda pista recabada. Una vez fuera, les di las gracias y les dije que me

dejaran solo, que era cuestión de respirar hondo, sin más, a solas, con mucho

espacio para coger aire. Estuve unos quince minutos apoyado en una

columna de Brunelleschi. Ya habían dejado de observarme, por lo tanto, me

marché.
139

VIII
“La única diferencia entre un loco y yo, es que el loco cree que no lo está, mientras yo sé

que lo estoy.”

"La actividad paranoica-crítica le permite al mundo delirante pasar al plano de la realidad.”

Salvador Dalí

Al día siguiente, hacia el mediodía, aterricé en Londres. Busqué un hotel.

Me instalé. Comí y dispuse a echarme una siesta. Duró dos horas. Me sentó

bien. Desperezado y relajado, me vestí, y al poco tiempo salí a la calle.

Deambulé por el centro. Estuve pensando detenidamente durante toda la tarde

y, me concedí el beneficio de la duda. Así eran mis disquisiciones: ¿Eran mis

razonamientos los más lógicos? Sería una posibilidad. ¿Y los de ella? Mis

razonamientos eran los de ella. Perdón, es al contrario, los de ella eran los

míos. Entonces, ¿estaba bajo la pista correcta? No lo sabía. Caminaba hacia el

puente del Támesis y pensaba: Mi cabeza hierve por dentro. Mis sienes

suenan al mismo ritmo que mi pulso. Rapido, presto, molto veloce. Erotonina

como medicina. Estoy ya cerca de la abadía de Westminster y se parece a la

pirámide de Keops, iba pensando mientras caminaba por el puente. Yo era

Marco Antonio en busca de Cleopatra como bicho innoble al olor de los

estrógenos. Mi mente traspasada por una obsesión y, una estocada al

corazón. ¿Me clavará la puntilla? Da igual, curaré mis heridas a cada lance.
140

¿Qué hago? ¿Lanzo una moneda al aire? ¿Por dónde empiezo? ¿Por la

abadía o por el Big Ben? ¡Detente salva! Me ordené. Piensa. Fúmate

un cigarrillo. ¿Quién te lo iba a decir? Que volverías a fumar. ¡Sí! En aquél

estanco de La Avenida, compré ayer Pepe. Muy español, aunque sea tabaco

de Virginia. Recuperando el peñón, nos han quitado hasta la autoestima. Los

ingleses siempre dicen que los españoles no sabemos hablar inglés. A ver si

ellos empiezan con algo simple. Pepe. Pepe es José, ¿me entiendes? Pe-

pe-pe-riódico. A Ver, ¡dilo! Le diré mañana a la kioskera cuando compre

el Newspaper. Me desternillaré de risa si me hace caso. Seguro que dice

algo así como: pariótchiko. ¡Ja,ja,ja,ja! Me imagino la escena con la kioskera.

“A niuspaipa, plis.”- Can you spell it out, please?- Responderá ella en un inglés

que solo ellos entienden, porque para inglés correcto el que hablamos los

españoles, italianos, franceses o argentinos. Nos entendemos mejor en inglés

entre nosotros que con ellos mismos. El inglés oficial debería ser el inglés

europeizado, donde todo se pronuncia mejor, más parecido a como se escribe,

razonaba.
141

¡Qué vista más bella! Es de postal turística. Mira que utilizo tópicos. Da igual,

todo el mundo utiliza tópicos para desviar la atención ante el descubrimiento de

un pensamiento vacío. El Támesis a su paso por la abadía de Westminster,

un lugar legendario que ha visto pasar el curso de la Historia con indiferencia

y apatía. Seguro que los monjes lascivos iban directos al agua. Qué más da,

para el caso, morir ahogado o morir de continencia sexual. La castidad es

ahogar el flujo de la libido. Vamos, que te mueres. Luego que les acusan de

pederastas y de homosexuales. Sí, las monjitas iban a aguantar, para eso se

casaron con Nuestro Señor. Llevan ventaja en eso del derecho marital y los

deberes de familia. Aunque, ahora que se pueden casar los homosexuales, ¿por

qué no se podrán casar los curas también con Nuestro Señor y no con la

Virgen María? Blasfemas Salva. ¡No Blas! Me salva la flema. Juego de

palabras, humor negro. No, si yo también estoy negro, hay que pararse, se

zarandeaba mi cabeza, no la podía parar: Miro río abajo desde este

inmemorial puente que parece que no va a llegar nunca al mar. Va entretejiendo

parajes para recreo y meditación de las gentes que se conturban ante su paso.

Caminar y más caminar, como el río. Me aprietan los zapatos y pienso en

mis pies. Pies de plomo, quietud, sosiego vespertino, sol que declina en rosa

rosae. Los reflejos en el agua entonan ya sol menor. El atardecer arroja

destellos rosáceos y volátiles. Debería de pararme y contemplar este

contingente momento, pensaba. Una fotografía a la abadía y se inmortalizará

esta atmósfera comprimida en un fracción infinitesimal de segundo. Este gótico

flamígero tan radiante me recuerda la fragilidad del esqueleto humano, el

temblor de la carne demudada hacia el tránsito de lo efímero. El crujir de

tus clavículas. La música de tu cuerpo. Dame las costillas que me faltan, Eva.

Son Las tuyas, rebozadas de carne iridiscente con aroma de lluvia de


142

primavera. La lluvia / como una lengua de prensiles musgos / parece

recorrerme, buscarme la cerviz, bajar, / lamer el eje vertical, / contar el número

de vértebras que me separan / de tu cuerpo ausente. Recito. ¡Oh Valente! (1)

¿Y ahora te das cuenta? Me contestas. Busco ahora despacio con mi lengua /

la demorada huella de tu lengua / hundida en mis salivas. Eran Tus besos,

Eva, los que me dejaron sordo. Nunca existieron en mí otros tan sonoros,

no lo supe nunca salvo en tu ausencia. Me bebí el seso con mi ignorancia.

Bebo, te bebo / en las mansiones líquidas / del paladar/ y en la humedad

radiante de tus inglés, / mientras tu propia lengua me recorre / y baja, / retráctil

y prensil, como la lengua / oscura de la lluvia./ Huelo en la distancia tus

sábanas, sudarios para un eterno moribundo. Ese era mi temor. Morir de

placer y de dolor al mismo tiempo. Ahora lo sé, que ese era mi temblor. La raíz

del temblor llena tu boca, / tiembla, se vierte en ti / y canta germinal en

tu garganta (2). Cántico espiritual hacia tu cuerpo, poesía inclemente hacia mi

sino. He de comerme tu cuerpo y comulgar con lo eterno de tu espíritu.

Al cruzar el puente tuve una sensación paranoide, como si alguien me

estuviera observando, con lo que, me quedé pensando: irrealidad manifiesta.

Yo soy el único que se observa a sí mismo. Ese ósculo de la entrada. El ojo de

Dios, la luz iniciática, el principio del fin. Ya me reconozco, otra vez Teseo.

Extiéndeme el hilo y llegaré hasta ti, Ariadne. Las vidrieras son los ojos de luz

de la abadía. Los escasos turistas minimizaban la muchedumbre. Los

impertinentes turistas, el quebradero de cabeza del Arte. El Arte no es para

todos, y si es para todos no es Arte, decía Arnold Schoenberg (3). Ya estaba

_____________________________________________________________________________

(1) y (2)- El temblor: José Ángel Valente. (3)- Compositor, creador del dodecafonismo.

dentro de la Abadía de Westminster y recababa en la idea de que, por qué


143

estábamos tan pocos en ese ala de la Abadía, pensaba, con lo que la frase

de Schoenberg me venía que ni bordada. Una mujer con un jersey rojo me

antecedía a unos quince metros por una nave con vidrieras en la pared de la

derecha. Rojo es el color de la energía vital y del amor, estoy sobre la

pista. Sincronía jungniana. Su melena se parecía a la de Eva. ¿Asociación

de ideas incorrecta? Me preguntaba. Aquella mujer se giró hacia atrás y me

miró a los ojos. Se paró, como si me conociese de algo. Después de

girarse, súbitamente, aceleró el paso sobre la nave. La seguí. Aceleré yo

también el paso. Era una pista, tenía que serlo, si no, ¿por qué tan extraño

comportamiento? Mis obsesiones trastocadas en realidades. Una irrealidad

de cuento hecha vivencia. No estaba tan loco. Se volvió a girar hacia atrás,

me miró otra vez y aceleró el paso todavía más. Le seguí tras los talones al

mismo paso. Comenzó a andar a un trote lento que intenté alcanzar sin

despertar sospechas entre los turistas. ¿Y ella? ¿Qué hace? Pensé. Empezó a

acelerar su paso cada vez más. Eso era muy extraño. Mi locura ahora hecha

realidad consecuente. Corría por lo largo de la nave. No podía yo correr más

para alcanzarle, alertaría a la gente. Seriedad, comportamiento, pensaba.

Seguía de lejos a la mujer de rojo. Ahora había más turistas. Una

barahúnda de ida y vuelta. Chocaba con la gente. La perdí de vista. Me detuve.

Aún me duraba la conmoción. Ahora comprendía o creía comprender. Se

alborotó la sangre en mi cabeza hasta tal punto que mi resoplo me aturdía.

¿Qué pasaría ahora? Estaba como afligido. Seguía hablando conmigo mismo:

Sigo los pasos de un espíritu, sombras chinescas como frases ordenadas.

Parece teatro. En el fondo, la vida es un teatro. Necesito un mapa, no el de mis

sueños sino el de la abadía. Hay que volver a salir fuera y vuelta a empezar,

recobrar la pista o recabar en otra. Turistas y más turistas, me pongo negro. El


144

boulevard de la abadía lleno de turistas o de ingleses bebiendo cerveza. Yo

también necesitaba una cerveza, una pinta tostada, llevaba una hora

caminando, me hacía falta. Marchando una guinness, pensé. ¿No

perderemos mucho tiempo? Como si se marcha Eva, toca una

guinness. Lo siguiente fue como para desternillarse de risa. Salí hasta la

puerta de la Abadía para comprar un mapa. Estaba yo afuera, al lado de la

puerta. Una voladera de aire se llevó mi pequeño folleto. Impetuosamente,

dando unos pasos, me tiré sobre él. Empujé a una señora mayor. A su vez,

la señora empujó a un niño. Ambos cayeron al suelo. Me puse a ayudar a

levantarse a la señora. El padre del niño me recriminó mi actitud a gritos con

cara de demonio, parecía que se me iba a comer. Intenté excusarme. No sé

si, no entendió mi comportamiento o mi precaria pronunciación del inglés,

porque siguió vociferando de tal forma que el policía de la entrada se acercó

al ver semejante altercado. El policía, el muy patriota, me cogió fuertemente del

brazo y me preguntó:

— ¿Qué ha pasado?—A lo que le respondí—. “Damned air breeze” (1).

Entonces él se llevó la mano a las esposas. Me percaté de que mi mal

perfeccionado inglés (a pesar de llevar viviendo un año en Londres) me había

jugado una mala pasada. El policía, inesperadamente, entendió mal, entendió y

tradujo libremente (al ver que pronunciaba mal): “damned hybrid” (2). En el

forcejeo le di un fuerte codazo al padre del niño. El policía contumaz en

esposarme. Me zafé de los dos a puro de fuerza bruta y eché a correr hacia

dentro de la abadía. Llegué a un pasillo que daba a una capilla privada. Se

golpeó la puerta de entrada e hizo un estrepitoso ruido. Me escondí en un

confesionario. Todo estaba bastante oscuro. Dos policías alertados por el

ruido entraron en aquella sombría capilla. Estaban oteando todo el


145

recinto, revisando banco por banco y mirando detenidamente en todos los

altares y rincones. Cuando rebasaron la altura del confesionario salí

corriendo de allí. Los policías se alarmaron. Gritaron: ¡halt! ¡Halt! (3). Eché a

correr por el pasillo de la derecha de la capilla. Salí de allí y fui a parar a la

nave principal de la abadía. Había un grupo de turistas con un guía. Eran

italianos. Un muchacho de una complexión parecida a la mía llevaba un fino

jersey blanco encima de su bolso de calle. Me pegué a él, como despistado.

Tan despistado él, que se lo quité (como visto y no visto) y di media vuelta. Me

lo puse encima de mi camiseta azul. Me puse las gafas de sol que llevaba en el

bolso. Cuando salí al pasillo cinco policías iban escrutando el pergeño de la

gente para ver si encontraban al hombre de la camiseta azul. Salí de la abadía

entre medio de un grupo de turistas. Ya fuera, anduve un poco (como unos

cien metros) y me detuve en una terraza. En la acera, prolongando la

puerta del bar había como unas diez mesas en un espacio de unos veinte

metros cuadrados. Quedaban tres libres. Me senté en una de ellas. Al instante,

vino un camarero y me preguntó:

— Are you Mr. Gutiérrez, Salva Gutiérrez? —Qué extraño, pero, ¿de qué me

conoce este camarero? Pensé.

— Sí, soy yo, dígame—Respondí.

— Tengo una carta para Ud. ¿Podría enseñarme el DNI? —me dijo en

un español irrisorio.

— Por supuesto, tenga.— Le entregué el DNI y aproveché para pedirle una

cerveza.

___________________________________________________________________________

(1) ¡Maldita brisa de aire! (2) Algo así como: ¡maldito bastardo! (3) ¡Alto!
146

— One guiness, please.

— Ok! Right away.— Y prosiguió en español—. Alguien acaba de dejar una

carta para Ud.

— ¿Cómo?— Pregunté tan extrañado como expectante.

— Sí, hace diez minutos, una señorita con un jersey rojo ha dejado este sobre

para Ud. Tómelo.— Hurgó en su bolsillo y me dio el sobre. No entendí nada

después de leerlo. Este contenía una fotografía mensaje encriptado que no

conseguía descifrar. Me estaba dejando preocupado y otra vez absorto en

el ejercicio de la adivinación. Pagué la cerveza una vez e s t u v o dentro de

mi barriga y me marché de aquella terraza con cara de idiota. Iba paseando

por Morpeth Terrace, y me decía: ahora ya no sé si soy Teseo o el minotauro

toreado. En el sobre había una fotografía de Eva en tamaño 8x5cm., y en cuyo

reverso, en letra bastante pequeña, se leía: “Busca a otra persona en Londres.

Recuerda esto (a la primera y sigue) y, no olvides los dos significados”.

Me fui al hotel con cara de tonto y, ya en mi habitación, estuve un rato

intentando adivinar el significado oculto del mensaje. Todo parecía absurdo.

Desistí. Me di un baño de agua caliente para relajarme. Cuando salí,

pensé: Este baño con sales minerales ha sido tan estimulante que ha

resultado ser como un afrodisíaco. Hay que sublimar, a leer tocan… Leí y releí

el contenido de la carta: ”Busca a otra persona en Londres. Recuerda esto (a

la primera) y, no olvides los dos significados”.

Intenté escrutar el mensaje pero lo di por imposible. Esto no hay quien lo

entienda. ¿Qué me quieres decir Eva? He hecho cincuenta permutaciones con

tus palabras y sigo sin entender nada, me espetaba. Pasaron dos horas y mi

cabeza echaba humo. Se hizo medianoche. Me bebí otra cerveza del mueble-

bar. Llevo más de una hora con esta indagación imposible. Me lo estás
147

poniendo difícil, Eva. De eso se trata, ¿no? Pensaba. Volvamos otra vez sobre

el mensaje. “”Busca a otra persona en Londres. Recuerda esto (a la primera y

sigue) y, no olvides Los dos significados”. ¿Busca a otra persona? ¿Qué

persona? Me preguntaba yo, y seguía. “Recuerda esto”. “Recuerda esto”, es: -

busca a otra persona- está claro. “Y, no olvides los dos significados”. ¿Cuál es

el primer significado? Pues, es, busca a otra persona. Es literal. Bien. Y, el

segundo significado es: recuerda esto (mismo), es decir ¿Otra persona diferente

a ella? U ¿Otro artista como Miguel Ángel? Maldita sea, no entiendo nada.

Empecemos de nuevo. Saqué mi ordenador portátil y me puse a escribir su

mensaje en un archivo Word. Lo hice en mayúsculas: RECUERDA ESTO (A LA

PRIMERA) Y, NO OLVIDES LOS DOS SIGNIFICADOS. Había que interpretar

tres frases. 1ª: RECUERDA ESTO. 2ª: (A LA PRIMERA Y SIGUE). 3ª: NO

OLVIDES LOS DOS SIGNIFICADOS. Mi primera ilación de ideas fue la

siguiente: “Busca a otra persona”, es decir, que no eres tú, Eva. “RECUERDA

ESTO”. ¿Qué había que recordar? (A LA PRIMERA). ¿A la primera qué? ¿A la

primera vez? ¿A la primera persona? La primera persona eres tú, Eva, o es

Miguel Ángel Buonarroti. Los dos estáis ya encontrados en la Capilla Sixtina.

Utilicemos una lógica formal: Eva y Miguel Ángel=busca a otra persona

diferente. Seguí: A LA PRIMERA=Miguel Ángel Buonarroti. Pero, y si fuera a

otra primera. Otro significado de “primera”. ¿Y si fuera a la primera sílaba por

palabra? Me pregunté circunspectamente. Probé con toda la frase: RE-ÉS-A-

LA-PRI, Y, NO, OL-, LOS, DOS, SIG. Pero, ésta deducción no tenía ningún

sentido. Seguí insistiendo: RECUERDA ESTO (A LA PRIMERA)= Miguel Ángel

Buonarroti. Y si fuese (A LA PRIMERA LETRA). Es decir que, Miguel Ángel

Buonarroti, la primera letra de cada palabra es con mayúsculas. Entonces, si

traslado este razonamiento a la frase entera después de la primera (frase) ya


148

descifrada, el resultado era el siguiente: Recuerda Esto (a la primera y sigue) Y,

No Olvides Los Dos Significados”. “Y busca a otra persona en Londres” ¡Ya,

ya, ya está! Me dije en un intento de gritar, pero me contuve porque eran las

tres de la madrugada: R -E –Y –N –O-L–D –S. Hay que buscar a otra

persona, o sea, a Reynolds. Pero, ¿Quién sabe cuántos Reynolds hay en

Londres? Me decía. No puede ser. ¿Qué Reynolds, Eva? ¿Qué Reynolds,

Eva? Me vas a volver Loco. Pero Sigamos, creo que estamos cerca. Me acosté

en la cama y me relajé. Estuve un largo rato pensando: ¿Qué Reynolds? y (a la

primera). Eso estaba deducido, pero (“a la primera” -y sigue”-). ¿Qué podía ser

“y sigue”? ¿Sigue con la primera? Pero, ya seguí con la primera letra, me dije.

Pensé un poco más y deduje: y, si fuese - y sigue- con “a la primera”. Entonces,

debería de seguir razonando con la palabra “primera” en primer lugar y con

Reynolds como consecuencia. A ver. Primera=Reynolds. Alguien de

primera=Reynolds. Alguien en primera línea=Reynolds=un relevante Reynolds=

Joshua Reynolds. ¡Ah, ja, ja,! ¡Ya, ya, ya! Joshua Reynolds es un pintor inglés

del siglo XVIII. Fue uno de los más importantes e influyentes pintores ingleses

neoclasicistas del siglo XVIII. Fue el primer presidente de la Royal Academy.

Sus cuadros están por doquier en la Tate Gallery, recordé. ¡Bien, bien, bien!

Mensaje descifrado. Mañana a la Tate Gallery.

Cansado, exhausto, frenético y exaltado, le di un beso a la fotografía del

encriptado mensaje de Eva. Lo dejé ya por aquella noche y me acosté para

intentar descansar y prepararme para la jornada siguiente. Me desperté a las

seis de la mañana con tal estímulo que mi cabeza ronroneaba con todos los

posibles cuadros de Reynolds que tenía en mi memoria. Me vestí. Bajé al

comedor y tomé un copioso desayuno con zumo, tostadas, galletas y café

con leche. Me fui otra vez para mi habitación para coger mi bolso bandolera
149

donde llevaba mis documentos, la cámara fotográfica y mi portátil. Salí al

pasillo y a menos de diez pasos tenía el ascensor. Me metí en él. Estaba

en el cuarto piso. Mientras bajaba me miré en el espejo del ascensor y, yo

me decía delante de él, señalando con el dedo la imagen que me reflejaba, tú,

tú eres un triunfador, ¡Vamos Salvador! ¡Adelante! Eres un triunfador,

encontrarás a Eva. Salí a la calle, iba paseando tranquilo y pensando.

Llevaba ya diez minutos caminando cuando en una acera me choqué con una

cabina telefónica, de esas rojas, distintivo de Londres, tan patronímicas, tan

obsoletas. Había un escuálido joven de unos veinticinco años (parecía un

yonki) hablando por teléfono. Dejó el auricular y se me quedó mirando. Me

echó un improperio. Me supo mal. Le saqué la lengua y le hice un corte de

mangas. Se proponía salir pero yo se lo impedí, sujeté el tirador de la puerta.

Le volví a sacar la lengua y lo solté, me eché a correr. El joven salió y se

puso a correr tras de mí. Me alcanzaba. Doblamos una calle. Tenía que

cruzar una avenida con un semáforo en rojo y el chaval a menos de quince

metros. Me tenía que arriesgar. Me puse a cruzar y un coche tuvo que dar un

frenazo. Sorteando al tráfico. Por fin estaba al otro lado y me había

desembarazado de mi perseguidor. ¡Ay! Qué susto, me dije. Resoplaba. Estás

contestatario y rebelde, ¿eh Salvador? Me preguntaba, y proseguí: Estoy

con la adrenalina sin control, me llevo a todos por delante. Eres chuleta, eh,

Salvador. Me como el Mundo. Se te atragantará. Déjame en paz, moral

atosigadora, me dije para mis adentros. Por fin llegué a la parada de metro y

cesó mi voz interior. Cogí el metro, la línea Victoria, hasta la parada de Pimlico.

A seiscientos metros, en Sumner Street, al lado del Támesis, está erigida la

Tate Gallery. Londres, una ciudad de 8 millones de habitantes y, cinco

personas habíamos entrado al abrir las puertas del museo. Fui a la cafetería a
150

tomarme otro café con un cake. Me senté plácidamente. Rememoré la frase de

Schoenberg, “el Arte no es para todos, y si es para todos no es Arte”. Un

Miércoles como hoy en Londres, y casi no me acompaña nadie para visitar

estos legendarios e históricos cuadros, pensaba. Subí por las escaleras para

entrar en las salas. Sala nº 8, segundo piso, William Turner y yo solos,

deambulando por la bruma de este romántico y lúgubre siglo XIX. Lluvia,

vapor y velocidad. No había nadie, así que, saqué la cámara y le hice una

foto. Hablaba para mí mismo: Soy un alma solitaria y muda en este desierto

del Arte. El cielo, la bruma y la lluvia se entremezclan en un estado de

ánimo convulso que quiere abarcar la Naturaleza en su estado más óptimo.

Ser viento, vapor y lluvia a la vez, libertad conmovedora como en una

nube de voluptuoso color que pugna por desasir a la tierra de sus

exclusivas propiedades. Un reto, una insolencia propia de artista, este

desafío a la Naturaleza por intentar presentarla aún más bella de lo que ya

es en sí misma. Los grandes artistas no imitan a la Naturaleza, la mejoran. La

belleza de la realidad. ¿Qué realidad? Cada uno tiene su propia realidad y,

ésta es la de William Turner. Embellecer la Naturaleza, un capricho de

dioses, una epifanía de genio, una impudicia de artista o, según se

mire, una absorta mirada hacia lo inefable, pensaba.


151

Lluvia, vapor y velocidad.

Genio versus genio. La sala contigua estaba llena de cuadros de Joshua

Reynolds. Vislumbré la pared frontal y, en hilera, aparecían estas maravillas de

retratos. Y ¿Si se viesen los modelos inmortalizados por el ojo de un

artista?, me preguntaba. Quizá este sea su Cielo. ¿Acaso hay otro Cielo u

otros mundos? “hay otros mundos pero están en éste”, decía el poeta Paul

Elouard. Existen los mundos, los inmundos, los inframundos, los hipermundos

y los supramundos, me decía yo. El mundo de La Pintura es un

supramundo que sublima la esencia de la naturaleza de todas las cosas para

hacerlas más tangibles en el continuum de un tiempo indefinido e

inconmensurable. La Pintura es como tiempo en conserva. Seguí haciendo

fotos a cuadros de Reynolds, iba de lado a lado de la sala buscando la

mejor instantánea. El infante Samuel en posición de penitente ¿Qué pecado

puede cometer un niño como para invocar a la clemencia divina? Pensaba y

proseguía: misericordia que es la que parece pedir la cara de este niño. Niño

suplicante. Ora pro nobis, por los niños de todo el Mundo, para que el mal no

nos corrompa nunca, para que no lo conozcamos nunca. Danos La Inocencia

perpetua, Amén. Esta debe ser su oración, pensaba.


152

El infante Samuel.

Ladies adorning a term of Hymen.

Las tres gracias en un espiral transversal (como línea de trazo) recorren el

cuadro. La voluptuosidad de lo femenil estriba en su vestimenta. Vestidos con

gasas asidos a su cuerpo como símbolo de lo etéreo e inaccesible. Cuerpos en

movimiento, gráciles y juveniles, frescos e inaprensibles. Se puede ver pero no

tocar, al igual que este retrato de Suzzana Beckford (me acerco), ya no me

acordaba de él. Retrato de Suzzana Beckford. Se da un aire a ti, Eva.

Erguida y enhiesta como la estatua de diosa griega. Intocable,

incuestionable y divina. Miré el cuadro de al lado, un autorretrato.


153

Suzzana Beckford

Autorretrato. El sordo

Ya está, aquí está la pista. Este cuadro me estaba diciendo que le

escuchase. Miré detrás del marco. Nada, que no había nada detrás del

marco. — Pero oiga. ¿Qué hace Ud. hurgando detrás del cuadro? Mantenga

la distancia. — Me dijo la jefa de sala, estaba muy enfurecida. Y yo, ¿qué

le tenía que responder? Para que no entendiese un improperio como en el

episodio de la Abadía. Así que, dije: —I’m interested in draws (1).

— And, aren’t you interested in paintings? (2)—Me respondió con una sonrisa

irónica de oreja a oreja, la muy…

— No! Really, I have seen every draw into thousand to paintings (3).
154

— ¡Ja, ja, ja, ja, ja!—Se rio la gorda aquélla pelirroja—. Pues, de paso, podía

haberse fijado también en las pinturas— me dijo.— Me callé, suelo ser

respetuoso con a todas mujeres, aunque muy a gusto le hubiera dicho un

improperio.

Más y más cuadros de Reynolds.

La edad de la inocencia

Inocencia y más inocencia. Inocencia la mía. El tiempo pasa, pensaba. Una

hora con Reynolds y no hallaba ninguna pista. Habrá que empezar otra vez

cuadro por cuadro. Ya de paso, miramos a un compatriota coetáneo suyo.

Thomas Gainsborough. Qué maravilla. The blue boy. Un cuadro mítico. Esto

no puedo perdérmelo. Tengo que sentarme. Siempre que vengo y lo veo me

complazco largo tiempo mirando este cuadro. Este azul no existe en la

Naturaleza, ni siquiera en el azul del cielo, ni en el del mar, ni en el plumaje de

un pato azulón. Este color es exclusivo. Otro niño inocente. Me extasío. Otro

niño inocente, yo mismo. La inocencia es la edad de la paciencia. Uno sabe

____________________________________________________________________________

(1) Estoy interesado en los marcos. (2) Y, ¿usted no está interesado en las pinturas? (3) No,

realmente, he visto cada marco en millares de pinturas.


155

que ha de llegar a ser mayor y ser lo que sea, y sin embargo, espera y

espera, me entretenía en recordar. La inocencia es el alma de los

honrados. ¿Honrado yo? Lo de inocente lo estás diciendo tú. Siempre hay

tiempo para todo. Nadie es quien es perpetuamente, pensaba. Todos somos

lo que somos en cada momento, no hay más. Todos somos tornasolados

como los cambios de color de un día veraniego. No hay nada que por bien

no venga y, no hay bien que su mal tenga. Eres pesimista. Nací con los pies

por delante. Seguro que le diste una patada a la comadrona. Por alcahueta.

Alcahuete tú, que naciste antes de tiempo. Sietemesino. Como un gatito

decía tu hermana cuando te vio en la cuna. Entonces, sietemisino, me decía

yo.

The blue boy

Me quedé fijamente mirando los ojos de The blue boy. Su mirada es chulesca,

incluso tiene algo de pendenciera. Ese azul tan exclusivo. De pura fijeza en el

cuadro se me deshacía en culebrillas la imagen. Pero, ¿Qué me quieres decir,


156

muchacho? Me preguntaba. Al cabo de un rato, se me ocurrió la siguiente idea:

Recuerda la frase: (a la primera y sigue) Seré idiota. Sigue a Joshua

Reynolds. O sea, a Gainsborough. Y, ¿cómo iba yo vestido ayer? Pues de azul.

¡Cachis la mar! Que me estoy poniendo muy nervioso. ¿Dónde está la pista?

Me levanté. La jefa de sala no estaba, miré detrás del marco y nada. Me volví

a sentar. Pista falsa, pensaba. Pero, ¿qué digo? Metí el brazo por debajo

del banco e incontinentemente expresé un ¡yuhu! Porque allí estaba. Había

una estampa pegada con celo. Tiré fuerte. La besé antes de mirarla. Era una

foto de Eva un poco más grande que la anterior, de tamaño cuartilla. En el

dorso se leía: “Si te contara todo lo que hago con tu querido retrato te reirías.

Por ejemplo, cuando lo saco de su calabozo, le digo: ¡buen día, tesoro!, buen

día, buen día; mocosa, pícara, nariz de punta, chichecito.” Era un fragmento

de una carta de Mozart a Constancia. Recordaba. He leído cuatro biografías

y todo el género epistolar del compositor, Eva lo sabía y lo recordaba. No había

que pensar mucho, así que, me dije: mi querida Eva, me llevas a la ciudad de

mi idolatrado. Mañana estaremos en Viena. Lo veía venir, lo estaba viendo.

Todo empezaba a cobrar sentido. Saqué mi ordenador, le puse el pincho

USB para estar online. Tracé diagonales entre las ciudades que había

visitado y el cometa se trazó por sí mismo. Había completado la frase del E-

mail de Eva: “has de buscarte a ti mismo en línea transversal, y como un

cometa por los cuatro mares del viejo mundo, por el camino, llegarás hasta mí

a través de la Creación del Mundo”.


157

Teniendo en cuenta que Viena empieza por “V” y termina por “A”, había

completado mi nombre. Eva se tenía que descubrir ya, pensaba. Estamos ahí,

estamos ahí, me decía con una satisfacción de campeón. Los espejos reflejan

la más pura realidad. En el hotel de Roma me di por ganador y no me

equivocaba.
158

IX

“Creía que un drama era cuando llora el actor, pero la verdad es que lo es cuando llora el

público”. Frank Capra.

"Nadie es un fracaso si tiene amigos". James Stewart en Qué bello es vivir, de Frank
Capra.

Eva es un Genio. Ha estado improvisando. Ayer me siguió o, lo que la

hace aún más grande en su plan, hizo que me siguieran. El colmo del asunto

sería que todo este plan lo pagase su futuro marido, me dije. Serás tonto,

por aprovechado, te lo mereces. Además de que me voy a quedar con

tu chica vas a pagar los gastos del pedido. Por pedir que no quede.

Quiero el paraíso, Eva. Claro que no puede ser, pero si me ofreces tu

manzana y me tientas. Ya, ya, lo entiendo. Estoy expulsado del paraíso,

pero, llegaré al reino de los cielos; serás mía. Te buscaré como Dante

a Beatrice, aunque tenga que descender a los infiernos, pensaba. Comienzo

a creer en los poetas. Yo comencé: “Poeta que me guías, mira si mi virtud es

suficiente, antes de comenzar tan ardua empresa.”(*). Recitaba. Pensaba. Me

cansaba. Solicité una tregua. Descansé. Me estás matando, Eva. De aquí

para allá. Ayer aterricé en Viena. La tarde lluviosa. Tarde perdida, metido en

__________________________________________________________________________

(*) Dante Alighieri. Canto II- 9. El Infierno.


159

el hotel pensando dónde buscar la siguiente pista. Que si empezar por la casa

de Mozart, o ¿dónde más? Era lo más lógico, me iba yo diciendo. Día en

blanco. Me frustras. Para qué pensar más. Estoy abatido. Estaba en mi

habitación el hotel de Viena, cansado de tanto viaje y molido de arriba abajo, me

dolían hasta los huesos. Menos mal que últimamente duermo plácidamente,

pensaba. Había que descansar. Me acosté. A la mañana siguiente me levanté

a regañadientes. Estas vacaciones son un suplicio, me decía. Pero, ¿a qué

había ido a Viena? Tenía que ir a la casa de Mozart. No estaba lejos de mi

hotel así que llegué en poco más de quince minutos. Una vez dentro, recuerdo

que la casa se compone de cuatro habitaciones. Después de subir unas

escaleras hasta el primer piso de la Rauhensteingasse, una calle corta del

casco antiguo de Viena, se accede al último domicilio de Mozart, donde

moribundo, compuso el Requiem de los requiems desde su lecho de muerte,

ayudado por sus alumnos; Eybler, Freystädtler y Süsmayr. Este último fue el

que lo terminó a los pocos meses de la muerte del maestro, recordaba,

mientras que, Freystädtler no quiso acometer el trabajo por considerar no estar

a la altura del maestro. El piso era de unos trece metros de largo, estaba

adosado paralelamente a un patio. Entré en la primera estancia, el vestíbulo y

la cocina, en la que no se han conservado muebles del compositor ni tampoco

se tiene una descripción exacta de las habitaciones y su utilización en aquellos

tiempos, por lo cual, los visitantes y su fuerza imaginativa se encuentran ante

el reto de enrolarse en un diálogo e invitación a dejar volar la imaginación para

encontrar las huellas remotas de un pasado que da fe de los momentos más

conspicuos de la vida del genio. La primera habitación era un vestíbulo y u n a

cocina con un fogón, una chimenea y un retrete. En la segunda habitación se

hallaba el salón. En la tercera la sala de estar y, separado por un medio tabique


160

con puerta, se hallaba el billar. En la última habitación está el estudio de trabajo

con el clavicémbalo, aunque Mozart, solía componer encima del billar

utilizándolo como una mesa amplia en la que podía desplegar unos cuantos

manuscritos y vislumbrar la evolución temática de la obra en la que estaba

trabajando, y así, poder enarbolar un desarrollo acorde a su talento y

perfeccionismo. Cuando entré en la tercera habitación, un guardia de

seguridad se me quedó mirando con cara de pocos amigos, a lo que

respondí también con una fijación sobremanera profunda sobre sus ojos, y él,

frunció todavía más el gesto, contrariadamente. Me preguntó en inglés

que dónde iba con esa cara. Qué entrometido, ni que fuera su casa, mi

cara debía ser de detective tras la pista, mirando por todos los rincones del

piso. “¿Cara de qué?”. Le respondí yo. Quizá tenía razón, toda la mañana

investigando todas las rendijas de las puertas, de los armarios, de las sillas; y

nada. Tenía que encontrar una nota, no era tan difícil. Pues sí, lo era. Se me

ocurrió pegarme a la mesa de billar, y ahí es donde me llamó la atención el

guarda para no hacerle yo caso. Había que hurgar en las junturas de debajo de

las bandas.

— No se puede tocar nada. Lleva toda la mañana con las manos por

los enseres. ¡Compórtese!— Me dijo el guardia con cara de pocos amigos.

Me marché a tomar un café y a la vuelta, el guardia me puso peor cara que

cuando me fui, no esperaba mi regreso, el turista manicotero e incordiador

había vuelto. Seguro que pensaba que tramaba yo algo. Y no se equivocaba.

Me metí detrás de un grupo de visita (eran unos quince) y después de dar unas

vueltas, se me ocurrió (estando yo tapado por ellos) abrir la estufa de metal del

salón y, la estufa hizo ruido. Música para los oídos. El ruido es música,

pensaba. Los compositores de Música Contemporánea, los actuales,


161

componen con ruido. Un regalo para el dueño de la casa. Si Mozart viviera en

nuestro tiempo compondría con ruido, seguro, o con música que parece ruido

pero es tan música como cualquier otra, como por ejemplo la de Helmut

Lachenmann. Debió sonar bastante chirriante porque todo el mundo se volvió

para donde yo estaba, agachado para que no me viera el guardia que, se

acercó hasta la puerta del salón al oír el sonido o ruido. Miré de soslayo la

puerta que él tapaba. El guardia se puso a decir algo por el Walki y al instante

echó un vociferado exabrupto en alemán que yo no entendí. Nos quedamos

mirando el uno al otro fijamente otra vez, vino hacia mí con una cara

inclemente y punitiva, moviendo la cabeza de lado a lado. “¿Qué?”, le dije

con un tono exculpatorio pero provocador, extendiendo las palmas de las

manos, expresando mi falsa inocencia. Se puso a mirarme con unos ojos

desorbitados y con cara de mala leche. “¡Bah!”. Exclamé yo, mano en alto al

lado de mi cabeza. Debí de sacar demasiado la lengua al pronunciar la “A” del

“bah”, porque el guardia pegó un resoplido y empezó a venir en mi dirección.

Debió de creer que le sacaba la lengua a él. Las distancias confunden. El caso

es, que venía derecho hacia mí, rápido y muy enfurecido, y, cuando se

acercaba, viendo la que se me echaba encima, me metí al billar, di la vuelta al

cuadrilátero con él persiguiéndome, pisándome los talones, y cuando hube

girado por todas las bandas, estaba yo ya enfilado hacia la salida de la

habitación. Pies para qué os quiero, me dije. Eché a correr por las tres

habitaciones hasta las escaleras, las bajé de tres en tres. En la salida a la

calle otro guardia de seguridad me dijo ¡alto! (con él estaría hablando por el

walki) con los brazos extendidos, gritando, con peor cara que el otro. Para

qué explicarme. Me di de bruces con él a posta, estaba flanqueando la puerta

de salida. Los dos rodando por el suelo. Me cogió la pierna. Le di un manotazo


162

y me desembaracé de él. Me levanté. Salí a la calle. Corriendo como un

descosido calle Rauhensteingasse abajo. Me giré ipso facto y el guarda me

seguía a unos quince metros. Torcí por Plakeng Himelpfort, una calle larga y

ancha. Corriendo por la acera sorteando a la gente, que era mucha. Unos

quinientos metros hasta que llegué a Stadt Park. El guardia me seguía, aunque

le iba ganando terreno. Yo era más atlético, él estaba un poco fondón, lo

llevaba a unos veinticinco metros como un sabueso tras gazapo,

vociferando y haciendo aspavientos con los brazos. La gente alborotada y

preguntándose qué era ese estropicio que armábamos al correr los dos hacia

abajo. Los dos en carrera de obstáculos hasta que me adentré en el parque.

Estaba abarrotado. Gente paseando a sus perros, gente haciendo footing,

parejas refocilando en la hierba, salté por encima de una, ni se inmutaron. Me

paré y me volví hacia atrás e hice una amplia panorámica del parque. El

guardia de seguridad estaba hablando con dos policías. Estaba perdido si

yo no me perdía del todo. Me acordé que allí está el Kursalon, escenario

donde se conforma un auditorio al aire libre para delicia de turistas y

paseantes de mañana de domingo. Estaban tocando valses de Strauss, se

oían a lo lejos, a unos doscientos metros. Fui andando hasta allí. Me quité la

camisa y me la até a la cintura (me quedé en fina camiseta). Me introduje entre

la muchedumbre. Había como unas quinientas personas. Poco a poco fui

ganando posiciones hasta que me acerqué al escenario. Fui por detrás,

rodeando el escenario por el lado derecho. Salí a la Johannesgassen. Cogí un

taxi camino del hotel Mozart, el mío, en Julius-Tandler-Platz, ipso facto subí a

mi habitación y me senté en la cama, intentaba relajarme de tanto ajetreo,

suspiré y expiré varias veces para intentar calmar los nervios pero solo

conseguí expulsar mis demonios, así que, sin más demoras bajé al comedor
163

porque tenía hambre, con tanto correr tenía un apetito de buey. Después de

comer me eché una siesta de casi dos horas y al levantarme, esta vez, sí, algo

relajado pero preocupado, le envié un E-mail a Eva:

-------------------------------------------------------------------------------------------------------

Para: evalange@coolmail.com

CC:

Asunto: ¡Para ya!

¡Querida Eva! Tienes que parar esto. Ya te he demostrado que te quiero. ¿Qué

más quieres? Me estás volviendo loco. Ven conmigo de una vez. Para este

juego ¡ya! Ven a Viena conmigo o dime dónde estás y voy yo a buscarte. No

puedo más, estoy agotado. Ten piedad de mí. Perdóname de una vez.

Conmútame la pena y te prometo toda una vida de felicidad. Ten misericordia

de mí. Soy un esperpento tras tu búsqueda. Me estás matando. Piedad,

por favor, piedad. No sé qué decirte. Que te quiero. Que no puedo más. Quiero

verte. Abrazarte. Besarte. Dime algo. No me confundas más. Soy lealtad pura.

Tu Salva.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------

Esto no cuadra. Quedan solo cinco días para la boda y Eva no se

doblega. Es capaz de casarse con el monstruito, pensé irónicamente. No

puede ser. He hecho méritos. Pero, ¿qué pensará Eva de todo esto? ¿Aún no

es suficiente? Pensaba yo, por el contrario. Por lo visto, no lo era, para

infortunio mío, que estaba ya en las últimas, con ganas de abandonar y tirar

todo al traste, ya no me quedaba coraje para seguirle las pistas y empezaba a

ponerme nervioso, con lo que me tumbé en la cama mirando al techo intentando


164

ver los pensamientos pasar por delante de mis fauces sin prestar atención a

ninguno de ellos, es una buena técnica de sosiego y relajación.

Eva me contestó a las dos horas:

----------------------------------------------------------------------------------------------------------

Para: salvagutierrez@yanoeshooo.es

CC:

Asunto: Re ¡Para ya!

Querido Salva:

Lo pactado es lo pactado. No flaquees ahora que estás a punto de llegar al

final. Ten entereza y confía en mí. Además, nos estamos divirtiendo. No

estropees esto ahora. Templanza, Salva y, sigue... Lo estás bordando.

No me olvides.

¡Muchos Besos!

Eva.

----------------------------------------------------------------------------------------------------------

Me levanté de la cama al instante y me puse a cavilar: Si la pista no estaba

en la casa de Mozart, tenía que estar en otro lugar cuyo espíritu del

compositor estuviera o hubiera estado presente. No aguantaba más, había

que pasar a la acción. Me vestí, aunque me hubiera quedado en la cama. Bajé

a la calle para coger un taxi y no pasaba ninguno, y yo, de puro nervios me

puse a andar calle abajo y a cruzar una calle tras otra sin saber a dónde ir

hasta que por fin divisé un taxi en dirección mía y le di el alto con el típico

gesto de mano, eso sí, levantándola a media altura, sin más, no me gusta

hacerme notar demasiado aunque en ocasiones rompa la regla, y, en aquellos

momentos era consciente de que la había roto más de una vez, pero, qué se
165

le va a hacer, así había sucedido todo sin yo quererlo, el rifirrafe en la abadía

de Westminster, la trifulca en la cabina telefónica, el guardia de la casa de

Mozart, no me quería ni acordar, de hecho me avergonzaba de mí mismo. Por

fin me metí al taxi y fui para el cementerio de San Marx. Llegué. Una vez

dentro, sorteando las calles, caminé entre tumbas y me acerqué a los aledaños

de la simulada tumba de Mozart (lo enterraron en fosa común debido a su

pobreza en el momento de su muerte, y aún no se ha hallado el cuerpo).

Alrededor de la tumba había gente, seguro que eran turistas. Yo estaba

haciéndome el despistado por los alrededores. Permanecí más de hora y media

esperando a quedarme solo mientras iba recordando todo mi periplo desde que

salí para Moscú, con lo que me pregunté: ¿de qué me sirve recordar? Lo

hecho, hecho está, no hay vuelta atrás, no te reproches nada, has obrado

según tu conciencia y razonamiento y estás a un paso de corroborarte que no

estabas loco, que todo era un montaje de Eva para constatar tu amor por ella;

aunque ahora, ya se estaba pasando, era demasiada saña para conmigo. Yo

intentaba no desesperar demasiado, solo para matar el tiempo, dejaba que me

vinieran pensamientos acerca de ella. Entre tanta introversión e imágenes

perdidas se me había pasado el rato sin advertirlo, paseando, dando vueltas por

la inmemorial tumba del compositor, y alrededor suyo, mausoleos de personas

importantes de Viena que en un pasado tuvieron una relevancia engarzada a la

ciudad; a saber, alcaldes eméritos y personajes que pertenecieron a la vida

social de Viena en tiempos pretéritos desde la época del músico hasta la

actual, y, aunque ya no recuerdo cuánto me alejé de la concurrida

tumba porque cuando volví eran ya alrededor de las ocho de la tarde, volví

al pie de ella. Mozart revisitado, por los siglos de los siglos. Todos quieren

recordar al maestro de los maestros, pensaba. El requiem que compuso


166

para sí mismo me venía a la cabeza, la más excelsa obra de arte jamás

realizada por un alma humana, sin duda alguna, recapacitaba. Al poco rato de

pensar esto, por fin, se quedó sola la tumba y me acerqué a ella. ¡Caramba!

En una esquina de la lápida había un papelito pegado y doblado, como el

tamaño de una uña, y me di un pequeño susto al verlo, pensaba que allí estaba

el principio del fin. Lo cogí y lo desplegué. En él se leía en letra diminuta: “No

desesperes Salva, estás llegando al final”. Miré a los alrededores y no había

nadie y me quedé tan perplejo y muy confuso, qué estaba sucediendo, me

preguntaba como el que se halla en un atasco en mitad de una autopista a

cientos de metros, cola de algo que uno no puede ver. ¿El final? ¿Dónde

estaba el final? Me quedé más desconcertado aun cuando apareció por

detrás Pilar. Me tocó la espalda y me volví. No lo podía creer, de hecho lo

que creí fue que estaba todo preparado con una artificiosidad muy estudiada.

— ¿Qué haces aquí?— Le dije muy secamente.

— Ya ves; sorpresa, sorpresa. Querido Salva, toca madera, estás llegando

a lo último.— Me dijo a botepronto, sin saludarme siquiera.

—¿Tú metida en esto? Ya decía yo. Así que, Eva tiene apoyo logístico. No

podía ser de otra forma. Pues, me estáis mareando. ¿Qué haces aquí sin

Eva? ¿Cómo sabíais que vendría aquí?

— Nosotras lo sabemos todo.

— ¿Qué quiere decir que lo sabemos todo? Porque, ¿qué vais a hacerme

ahora? ¿Más de lo mismo?

— Vamos a cenar y te lo cuento.

Accedí sin pensarlo, no me quedaba más remedio, me tenían cogido,

no podía echarme atrás ahora, era un reo de sus voluntades, tenía que

tragar y consentir si quería terminar de una vez por todas. Fuimos


167

caminando hasta la salida del cementerio, charlando acerca de Eva,

aunque Susan, se mostraba reservada, estaba derivando la conversación

hacia preguntas dirigidas hacia mi persona y mis sucesos. Cogimos un taxi y

llegamos al centro de Viena, al otro lado del Danubio, estábamos en el Prater,

un popular espacio de recreo en donde se sitúa el parque de atracciones más

antiguo del mundo, y, entre tanto entretenimiento, llegamos a un

restaurante que parecía acogedor y apropiado para poder cenar. Yo no tenía

mucho apetito y los dos pedimos de primero una sopa y pescado de segundo.

Me sentía compungido, esperando las confidencias que me podía hacer Pilar.

La buena nueva de que estábamos llegando al final no parecía aliviarme, mas

todo lo contrario, estaba sumiéndome en un estado impaciente y convulso que

estaba acabando conmigo. Quedaban tan solo tres días para que expirase

el plazo prefijado, y, Eva no acababa de aparecer, se estaba haciendo de

rogar, la muy suya, no pensaba que me haría pasar por todo eso, por el

contrario, deliberaba que sería más condescendiente conmigo y que aparecería

en una de las ciudades visitadas. Antes de entrar en materia, le pregunté a

Pilar por sus avatares más recientes y me contestó que había empezado un

libro sobre el Requiem de Mozart, precisamente, que tenía que visitar la

Österreichische Nationalbiliothek, aquí en Viena, para consultar los manuscritos

del Requiem, y que por ello, se había prestado a ayudar a Eva, porque tendría

que venir ella también a Viena. Eva estaba con una amiga que, por cierto, tuvo

un contratiempo en Roma. Tuvo que regresar inevitablemente a Madrid para

asistir a un entierro, con lo que, razón de más para no dejar sola a Eva, y, la idea

de perder unos días juntas por Europa le servía de descanso a su trabajo y de

solaz veraniego, y todavía más cuando Eva le contó que se estaba divirtiendo

conmigo. La trama era casi perfecta, pero, lo que más me intrigaba era saber
168

los pormenores de cómo estaban las dos a la zarpa la greña tras de mí, cómo

sabían dónde me alojaba para seguirme cuando salía por las calles de las

ciudades, a lo que Pilar me contó que les fue fácil encontrarme. Las dos

sabían de mis manías y de mi fijación con Mozart; solo existía riesgo en el

primer registro de Roma, pero una vez confirmado me iban a encontrar

siempre, me explicaba Pilar. En Roma me hospedé en el Hotel Mozart. En

Londres no hay hotel Mozart (o yo no supe encontrarlo) pero sí existe el café

Mozart, a l lado del hotel donde me alojé, al que solía ir a desayunar por

la mañana, decorado con imitaciones de manuscritos del compositor, lujoso y

céntrico, en la calle Swain’s Lan, sin mucha concurrencia, un buen lugar para

reflexionar y reflexionar detenidamente en mis dos días en Londres. Se lo puse

en bandeja, bastaba con mirar en cada ciudad dónde estaba el hotel

Mozart, acercarse allí y entrar, y después de un rato de charla con el conserje,

sobornarle para que les dijera en qué habitación me hallaba. — Estábamos

siempre en la habitación contigua— me aclaró Pilar—. Oíamos hasta tus

movimientos y te llevábamos a cierta distancia cuando salías fuera. No era

posible que te pusieras a otear el horizonte y nos descubrieras, conocemos tu

ensimismamiento cuando piensas. En Roma, te perdiste por una calle antes

de enfilar la Via della Concillazione, que es la que va a dar a la plaza Pío XII,

contigua a la plaza de San Pedro, y aprovechando tu despiste, entramos solo

veinte minutos antes que tú (más o menos), y te dejamos la nota en la

Capilla Sixtina—, me explicó. ¿Cómo no me lo había imaginado? Que su

presencia era cercana, ingenuo de mí, pensaba que Eva había desplegado

unos medios cuantificadamente desorbitados, pero todo era mucho más

sencillo, me seguían de cerca, lo que me faltaba por oír, para más

desbaratamiento mío en aquellos momentos en el restaurante, que, ya de por


169

sí, estaba bastante descompuesto.

— Me estabais tomando el pelo— le dije a Pilar.

— ¿Crees que te hemos tomado el pelo? ¿En serio crees que todo esto ha sido

una tomadura de pelo? Porque todos hemos andado el mismo camino.

— Dime dónde está Eva.— Le corté de cuajo la conversación.

— Tranquilo, sigamos charlando acerca de ti.— Pilar se estaba haciendo la

remolona, no quería soltar prenda. Como si no quisiera darme una noticia

funesta y embarazosa de transmitir. Lo presentía, que algo estaba pasando y

yo ya no podía resistir más, e insistí:

— ¿Por qué no ha venido Eva? ¿Qué le ha ocurrido?

— Mira, Salva. Lo que voy a decirte no es definitivo. Puede ser un trámite y

debes de tomártelo con filosofía, aunque el amor no es filosofía, ya me

entiendes.

— Habla ya, quieres.— Le espeté, un poco bruscamente.

— Eva no está en Viena. Se ha marchado a Madrid.

— ¿Cómo que se ha marchado a Madrid? ¿Cómo es eso?— dije enconado y

algo furioso.

— La ha venido a buscar su novio. Estaba muy enfadado. Y con mucha razón.

Quedan tan solo tres días para la boda y tienen que ultimar todavía

preparativos.

— Y, ¿no le ha contado toda la historia?

— Por favor, Salva, no seas ingenuo. No decide una casarse y descasarse en

tan solo unos días. Todo es mucho más complejo. Ni siquiera a mí me dijo

nada ayer cuando se la llevó su querido pretendiente a otro hotel. Se han

marchado esta mañana a Madrid.

— Entonces, ¿qué razón tiene la nota de la tumba de Mozart?


170

— La he puesto yo por mi cuenta, para que no desesperes y guardes todavía

fe en recuperarla.

— Pero, ¿cómo la voy a recuperar si se ha marchado para casarse?

— No lo sé, Salva, no lo sé.

Irrumpí a llorar, pausadamente, sin que nada ni nadie pudiera hacer nada por mí,

ni mi amiga Pilar, ni el mejor de los futuros avatares potenciales me hubiera

consolado en aquellos momentos.

Hay instantes en la vida en que todos dudamos acerca de lo que tenemos

que hacer, de aquello que es correcto y certero, aunque se nos vaya la vida

en ello, dudamos y no nos decidimos y solemos derivar nuestra

responsabilidad pidiendo consejo a algún familiar o amigo, pero en el caso

de Pilar, no es de las que da consejos aunque se los pidan, prefiere que quien

pregunta asuma toda su cuenta y riesgo en los fracasos y los éxitos. Solemos

culpabilizar a quien nos dio el consejo equivocado y solemos compartir el

beneplácito propio del acierto con aquél que nos dio su opinión, pero es acto

de madurez no preguntar, acarrear con las consecuencias, acertadas

o erradas, da igual, el destino se lo tiene que forjar uno mismo, sin pedir

recomendaciones ni sugerencias, es lo más adecuado, meditaba en aquellos

momentos. Quizá para meditaciones, las de Eva, porque, ante las decisiones

más sustanciales y significativas que tenemos que tomar en nuestra vida, nos

asalta la duda e intentamos reflexionar, pero todo resulta en vano, solemos

quedarnos paralizados, sin saber qué hacer, sin saber qué decisión

tomar. ¿Cuántas veces vacilamos y dudamos entre esto o lo otro o lo de

más allá ante una situación sumamente determinante? ¿Qué es más

conveniente para mis intereses y para mi felicidad en estos momentos?

Solemos preguntarnos y nos quedamos sin respuestas cuando más las


171

necesitamos. Es así de sencillo aunque no lo parezca, la ansiedad por resolver

y determinar nos esclaviza a nuestros miedos, nos vuelve irresolubles, nos

paraliza; por lo que, ¿qué pudo llevar a Eva a no decidir contárselo todo a su

novio y venir conmigo? Me preguntaba y, me respondía a mí mismo. En

primer lugar, hay que tener en cuenta que, es un escollo difícil de salvar

decidirse a dejar colgada a la persona con la cual te vas a casar;

¿cómo reaccionas?. ¿Qué le dices para que te entienda? Te quedas clavado,

creo que no hay palabras, se te quiebra la voz, se te amilanan los

ánimos, porque, una decisión tan embarazosa acojona, al más pintado y

resuelto, da miedo enfrentarse, así de sencillo, y ante tal situación, ¿qué

hacer? Eva se fue con su novio a Madrid con la intención de solucionar la

disyuntiva, por otra parte, el dilema que tuvo desde el primer día, desde aquél

en el que hablamos estando yo en Moscú, la duda no se le había disipado,

estuvo jugando con dos barajas, haciendo tiempo, pero, se durmió en los

laureles, disfrutando con el juego y sin pensar en decidirse de una vez por

todas. Y así, no pensar, no pensar, y no determinar porque la duda era difícil

de aclarar, ¿qué hacer? ¿Me caso con este hombre dispuesto a conseguirme

una paz emocional que me dé largo trecho para dedicarme a mi vida de

escritora sin preocupaciones? Con la vida ya resuelta y con todo el tiempo del

mundo para escribir lo que quiera. O por el contrario, me atrevo a

enfrentarme otra vez a volver con Salva, con sus manías y sus locuras,

con su individualidad y su solipsismo, pero con determinación ante la vida y

locamente enamorado. Una persona difícil de llevar, sin duda, aunque le quiero

y el amor lo puede todo, éstas eran sus alternativas. Pero, Eva me había

fallado, no había tenido narices de enfrentarse a la persona que no amaba,

vaya inconsecuencia, no había sabido cómo darle la espantada y venir


172

conmigo, le pudo el miedo y la duda, e irresolutamente, tomó el camino más

fácil, se dejó llevar ante tal encrucijada, no cambiar de ruta de la línea

de vida, el camino recto, no arriesgar, porque todo riesgo supone posibilidad

de cambios y, todos tememos a los cambios; somos conservadores, no

estamos preparados para sobresaltos que nos hagan pensar y variar tanto

el espíritu de un lado para otro, sedentarismo puro, paz y buenos

alimentos, es propio de la especie, nuestro ser no tolera las mudanzas, salvo

cuando éstas nos son dadas sin nosotros poder evitarlas.

Era jueves cuando se marchó Eva y, la Filarmónica de Viena

tocaba en la Musikverein (Sala Dorada) el sábado, así que, me quedé para

escuchar a la mejor orquesta del planeta (junto con la Berliner

Philharmoniker), había que aprovechar la ocasión, a España vienen estas

dos formaciones muy de ciento a viento, en Londres hacía tres años que no

tocaban ninguna de estas dos orquestas (me informé allí), y, merecía la pena,

un concierto así es de los que dejan un aura, un recuerdo placentero que se

instala para siempre en lo más recóndito de tu memoria y que se recupera en

los momentos de debilidad de espíritu. Estuve deambulando toda la tarde por el

centro de la ciudad para intentar distraerme y que no me vinieran a la cabeza

pensamientos errantes ni apesadumbrados. Callejeando por la Viena

modernista me adentré en el café Museum, diseñado por Adolf Loos (amigo

de Schoenberg, por cierto) en 1930, cuyo nombre original era Café Nihilism, y

que fue remodelado en 2003, según un folleto apilado con otros tantos en una

esquina de la barra, explicando el Jugendstil profusamente. El café se

extendía a lo largo de más de trece metros, con una triple fila de mesas

blancas cuadradas (de 1x1m.) en la fila del centro y redondas las laterales

(de unos 60 cm. de diámetro), adosadas a unas paredes de color verde


173

claro, si bien, en el lado derecho, la pared se sustituía por una hilera de

columnas (también del mismo color) en las que se erigían unos arcos dorados

que circunvalaban al techo de color blanco, llegando hasta la pared de

enfrente. Por la parte posterior de las columnas se escondían unos

amplios ventanales, diez concretamente, los conté, tengo esa manía, la de

contar cosas, la enfermedad de la numeración, que es como así se llama y,

de este modo, me veo obligado, sí, obligado, porque no puedo dejar de

hacerlo, de contar edificios, coches, ventanas, baldosas o farolas en una

avenida si voy en autobús o tranvía por una ciudad, lo cuento todo si voy

sentado al lado de la ventanilla. Las sillas eran de madera, en color

rojizo, y la posadera de color crudo. Las columnas sostenían unos apliques

(colgados en la pared a unos 2’5m. de altura) con unas grandes bombillas

que acompañaban a otras más pequeñas que caían del techo sobre un

cable de metro y medio, irradiando una luz blanca profusa y sugerente,

y que, hacían de aquél sitio un lugar acogedor y generosamente

afable. Me senté en una mesa, casi la única que quedaba libre y, estuve

leyendo el folleto por la hoja escrita en inglés, había otras tres; en alemán,

en francés y en italiano, y a los españoles que nos den por el saco, pensé,

porque nuestro idioma no cuenta. Total, no se han escrito sino ríos de tinta

literaria en Español o en Castellano (yo abogo por el término Español). En fin,

dejemos este tema, es irrecuperable el prestigio de nuestra lengua, nada más

que poder hacer sino reivindicar el idioma como el más hablado

después del inglés (el chino no cuenta, por el momento).

Ahí estaba yo junto con mi más comparecida compañera, una soledad

absoluta se había apoderado de mí a pesar de todos los turistas que colmaban

la ciudad para ser Viena una ciudad de alboroto (el café estaba abarrotado),
174

permanecía yo incólumemente ajeno, estaba sumido en mis propios

pensamientos sin darme cuenta de todo lo que acontecía en mi exterior; se

presentaba ante mis ojos y oídos un panorama de bullicio como para

entretenerme mirando o escuchando las risas (de los más jóvenes), el

algarabío de la gente al charlar, el trasiego de los camareros en el ir y venir

hacia las mesas, pero todo ello me era indiferente, estaba tocado de veras, un

golpe al corazón cuya herida tardaría mucho tiempo en curarse, por lo

que, mis ojos estaban proyectándose sobre la pared en un fundido que

escondía una nada insustancial. Mientras tanto, intermitentemente, iba mirando

el reloj para esperar la hora del concierto. Por fin, se hicieron casi las ocho (el

concierto era a las 8’30h.) y, salí a pasear hasta llegar al Musikverein. Suelo

hacerlo si tengo tiempo, andar largo y tendido por las ciudades, a veces sin

tener nada que hacer, me encanta ver el urbanismo, los edificios con

tradición, arte de sobra hay en la Arquitectura, todas las ciudades tienen una

historia oculta que hay que descifrar en el peregrinar por las calles, por lo

que yo seguía y seguía andando, hasta que después de un buen rato, casi sin

darme cuenta, llegué a mi destino. Saqué una entrada en el centro del

auditorio, de las más caras, para una vez que tocaba no quería reparar en

gastos. Me senté y me escurrí en la butaca en una intentona de dejar el

cuerpo flácido para ayudar a la mente a relajarse y poder recomponerme.

Salió la orquesta, y después de los aplausos, atacaron la sinfonía número 4

de Brahms, una de mis sinfonías preferidas, pero aun así, la música no me

supo a nada, estaba yo como ausente, seguía perdido en el vacío, sin poder

hilar ninguna emoción consecuente al momento requerido, me hallaba en un

estado catatónico en el que no podía casi pensar, acaso me venía alguna

imagen de Eva pero la sinrazón era el pensamiento más fecundo que


175

me asaltaba. Terminó el concierto y no encontraba medio ni causa que diera

paz a mi espíritu ni a mi cuerpo, y sin más demoras y quebraderos de cabeza

(ya tenía suficientes), me marché al hotel. Al día siguiente regresé a Madrid,

y en el avión, suspendido en el aire, pensaba, así de colgado estoy yo,

suspendido en el aire, sin saber qué va a ser de mí ahora, ¿cómo me

acostumbraré a la idea de perder a Eva para siempre? No lo sabía, había

que esperar y darle tiempo al tiempo, intentaba restarle importancia al

momento, había que dejar pasar esta etapa de mi vida, pero, era difícil

cambiar de pronto de una actividad febril por encontrar a Eva a seguir toda

una vida en su ausencia. Cuando llegué a Barajas cogí un taxi que me tenía

que llevar al centro, que es donde vivía yo, y me llevé una sorpresa de

película cuando en una calle, en una marquesina, en el cristal, vi un cartel

publicitario de la película Qué bello es vivir con James Stewart alzando por

los aires a Donna Reed. Encima de los dos personajes se leía en letras

grandes y en mayúsculas: ¡PERDÓNAME! Y debajo: ¡TE ESPERO! Para

sorpresa mía, en el trayecto, en la siguiente parada de autobús, también en la

marquesina estaba fijado el mismo cartel. Al principio pensé que era un

remake de la película versión teatro, pero pronto empecé a pensar que los

carteles se dirigían a mi persona. No lo podía creer y deduje: Pero, ¿qué ha

hecho Eva? ¿Ha inundado toda la ciudad con e st a publicidad para mi

atracción? ¿O qué? Cogí el metro, y en el trayecto, en una parada vi colgado

en la pared de una estación otro cartel (esta vez más grande) igual a los

anteriores, así que bajé y me quedé mirándolo detenidamente. Me quedé otra

vez mudo, me faltaba el aire y, ante tal desconcierto, quería saber hasta dónde

había sido capaz de llegar Eva. Me adentré en un largo túnel de acceso

entre líneas, y a lo largo de la pared, un cartel de unos cuatro por dos


176

metros (a lo ancho) reproducía las mismas figuras, con dos fotogramas de la

película, uno a cada lado del cartel, con lo que me quedé con la boca abierta,

el corazón compungido y las tripas con mariposillas. Me detuve unos minutos a

mirar fijamente el susodicho anuncio y me quedé otra vez atónito y

desconcertado, sin poder articular palabra, siquiera interior, me había

quedado paralizado, inmóvil y fijado a la pared, como perro de caza

haciendo una muestra a una perdiz. Aquello era demasiado, pero, bienvenido

sea el cambio, pensé, y al instante, salí de mi estado ensimismado explotando

de júbilo, haciendo un ademán parecido a un aficionado al fútbol cuando marca

un gol su equipo, apreté los puños y exclamé un ¡Bien! Bastante sonoro, a

la vez que bajaba la cabeza al son de un zarandeo de brazos y

puños cerrados, como cuando se canta victoria, con un temblequeo de

alegría ostensiblemente visible, hasta tal punto que algunas personas que

pasaban por allí se me quedaron mirando perplejamente. Eva no había

reparado en gastos, el despliegue de medios era cuantiosamente

desorbitado para un presupuesto particular y medio, y e n t o n c e s me

pregunté, ¿qué ha pasado? ¿No se ha casado Eva? Al salir a la calle, en un

poste publicitario de los que suben y bajan carteles uno tras otro en una cinta,

había otro anuncio similar, me eché a reír a carcajadas y, otra vez hubo

quién pensaría que estaba yo turulata porque no me podía contener, el gozo

experimentado no se parecía a ninguna sensación pretérita antes vivida.

Cuando llegué a mi casa, quería saber el alcance de la puesta en escena

de este reclamo y me fui a dar un paseo. Todo mi barrio estaba abarrotado de

los mismos carteles en las marquesinas. No había duda, el triunfo era mío, el

mayor triunfo de mi vida, y también, el triunfo era de ella. El éxito es para los

luchadores, la suerte es un avatar circunstancial, depende del azar, sin


177

embargo, las cosas más importantes de nuestras vidas las tenemos que

conseguir a base de trabajo y esfuerzo, y esto, solo depende de nosotros

mismos, así que, los dos habíamos hecho méritos para ganarnos el uno al

otro, Eva era mía, soy un ganador, me iba diciendo. Llamé por el teléfono

móvil a Eva y no me contestó, le dejé un mensaje diciéndole unas palabras de

amor desgarradamente manifiestas y, ya liberado de mi carga emocional, sólo

me cabía esperar, con lo que me fui a casa andando, para hacer tiempo, tenía

que dejar pasar los minutos porque estaba muy nervioso, no sabía qué hacer

en aquellos momentos de espera. Adentrándome en mi barrio, acercándome a

mi calle, se oía a lo lejos una banda de música tocar marchas, y cuando

estuve más cerca de mi casa, reconocí una muy marcial, Bajo la doble águila,

de Wagner, y por fin, enfilé mi calle llevándome una sorpresa más cautivadora

que la de un niño pequeño recogiendo su regalo de reyes, al ver en la

distancia, a unos veinte metros, a Pilar, acompañada por otra mujer de una

edad similar a la suya, sostenían ambas una gran pancarta de tres metros por

uno y medio (más o menos), en la que se leía también en mayúsculas:

“¡PERDÓNAME!” y, bajo los palos, se encontraba Eva (no la había reconocido

al instante) con un vestido rojo y unos zapatos negros de aguja y un peinado

ondulado que le daban un aire enigmático y expectante al igual que como la

recordaba la primera vez que la vi. Me acerqué y mi boca se quedó muda, se

debieron quedar ambas, porque Eva y yo nos fundimos en un fortísimo

abrazo que duró varios minutos, un tiempo interminable, al igual que lo siento

hoy en día, en el que después de diez años en que ha sucedido todo

esto, sigo compartiendo domicilio con Eva. Nos casamos poco más de un

mes más tarde de llegar yo a Madrid, lo justo para hacer los preparativos de

la boda y acomodarnos a nuestra nueva vida, por otro lado, una vida de
178

conjunción y armonía, con las complacencias y renuncias exigentes que

conlleva la convivencia, fácilmente llevaderas por parte de ambos, que, nos

ayudamos mutuamente y todo resulta ser casi perfecto, de no ser porque soy

difícil de llevar, lo reconozco, y además, merezco atenciones y redenciones a

mis despropósitos, mientras que Eva, sigue escribiendo prolíficamente, dice

que la inspiro y l a ayudo a pesar de mis desavenencias con mis ánimos

pero que siempre van proseguidos de un gran sentido del humor que la hace

relajarse y vivir con tranquilidad, y si cabe, cuando saco mi lado más calmo, la

inundo con una paz que ella me reprocha que le contagio. La vida es un ir y

venir, un blanco y negro que se entrelaza como en el símbolo del ying y el

yang, hoy estás arriba y mañana abajo (y viceversa), lo único que permanece

inmutable es el cambio. No sé qué pasará con nuestras vidas hoy tan

placenteramente conjuntadas, hasta el punto de que el optimismo de Eva,

que supera al mío, me arrastra, aunque yo que soy más reservado y

escéptico, me dejo llevar, y me recuerdo para mí mismo una y otra vez, sin

más quebraderos de cabeza que me hagan dudar, esta bonita frase: Qué

bello es vivir.

Potrebbero piacerti anche