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FUERZAS TELÚRICAS EN LA PROVINCIA DE SUMAPAZ: GUACAS, CERROS, CONJUROS Y ENCANTOS

TRABAJO DE GRADO PARA OPTAR POR EL TÍTULO DE ANTROPÓLOGO

IVÁN DAVID ANGARITA CHARRY

CÓDIGO 473418

DIRECTOR

CARLOS GUILLERMO PÁRAMO BONILLA

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS

DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA

SANTA FE DE BOGOTÁ

2013

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CONTENIDO

PÁGINA

ÍNDICE DE IMÁGENES 3

AGRADECIMIENTOS 7

PÁRAMO ENCANTADO 11

UNA LEYENDA MESTIZA 17

GUACAS Y PIEDRAS 38

DE CERROS Y GENTE 54

LAS CRUCES Y LOS CRUCES 86

EPÍLOGO: EL AMOR CONYUGAL 95

BIBLIOGRAFÍA 97

2
ÍNDICE DE IMÁGENES

El siguiente índice de imágenes está dividido en láminas y fotografías. Las láminas están con su
correspondiente fuente –a excepción de la número 17, que es un dibujo de autoría personal–,
para no truncar la lectura del documento acudiendo a la citación de origen. Las fotografías son de
autoría propia, tomadas en distintos momentos entre los años 2011 y 2013.

LÁMINAS:

Lámina 1: Página 14. Relieve de las provincias cundinamarquesas de Sumapaz y Tequendama.


Imagen tomada del documento Investigación histórica y geográfica de la región del Sumapaz de
Nubia Isabel Rojas Carrillo. 2002. Consultado de forma online en el link
http://www.cundinamarca.gov.co/Cundinamarca/Archivos/fileo_otrssecciones/fileo_otrsseccione
s2768497.pdf, el 1 de mayo de 2013.

Lámina 2: Página 22. Vista del lago Guatavita. Lámina de Alexander Von Humboldt incluida en su
libro Visitas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América, publicado en
1810. Imagen tomada del artículo Las ocho láminas de Humboldt sobre Colombia en Vistas de las
cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América (1810) de Marta Herrera Ángel,
divulgado por la Revista Internacional de Estudios Humboldtianos No. 20, publicada en el año 2010
y revisada en su página web: http://www.uni-
potsdam.de/u/romanistik/humboldt/hin/hin20/inh_herrera.htm, el 1 de mayo de 2013.

Lámina 3: Página 24. Bochica y Quesada. Fragmento de pintura, idealización de Luis Alberto
Acuña. Imagen tomada del artículo Territorio, memoria y comunidad. Aproximación al
reconocimiento patrimonial del arte rupestre precolombino de la sabana de Bogotá, del
investigador de arte rupestre Diego Martínez Celis. 2010. En Rupestreweb,
http://www.rupestreweb.info/tmyc.html, consultado el 1 de mayo de 2013.

Lámina 4: Página 30. Litografía del siglo XIX que retrata al capitán gaditano Lázaro Fonte. Imagen
tomada de la página web: http://www.todocoleccion.net/litografia-lazaro-fonte-
retrato~x9153152, consultada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 5: Página 35. Vasija donde se halló la balsa Muisca de ElDorado. Imagen tomada de la
página web: http://www.banrepcultural.org/museo-del-oro/sociedades/muisca/la-balsa-de-
eldorado, consultada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 6: Página 37. Balsa Muisca de ElDorado. Museo del Oro. Imagen tomada de la página web:
http://pueblosoriginarios.com/sur/caribe/muisca/guatavita.html, consultada el 1 de mayo de
2013.

3
Láminas 7 y 8: Página 44. 7. Urna funeraria “matada” en cuyo interior se encontraron restos
humanos; 8. Tapa de urna. Imágenes tomadas del informe Tibacuy: un sitio arqueológico de
frontera entre grupos indígenas del altiplano Cundiboyacense y el Valle Medio del Magdalena de
Rocío Salas y Marisol Tapias. 2000. Boletín de arqueología, Fundación de Investigaciones
Arqueológicas Nacionales (FIAN), Año 15, No. 2. Publicación digital en la página web de la
Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República.
<http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/bolet-n-de-arqueolog-fian-o-15-no-2-2000>
Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 9: Página 52. Hachas de piedra o piedras de rayo, halladas en la vereda San Francisco.
Imagen tomada del informe Tibacuy: un sitio arqueológico de frontera entre grupos indígenas del
altiplano Cundiboyacense y el Valle Medio del Magdalena de Rocío Salas y Marisol Tapias. 2000.
Boletín de arqueología, Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales (FIAN), Año 15,
No. 2. Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la
República. <http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/bolet-n-de-arqueolog-fian-o-15-
no-2-2000> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 10: Página 54. La Cueva de los Panches. Imagen tomada de Edouard François André. Les
"cuévas" de Panché - (La Cueva de los Panches). 1831. 23.7 x 15.6 cm. Publicación digital en la
página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República.
<http://www.banrepcultural.org/node/44561> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

Láminas 11 y 12: Página 60. 11. El trapiche o molino de azúcar. Imagen tomada de Edouard
François André. Le trapiché ou moulin a Sucre - (El trapiche o molino de azúcar). 1831. 8 x 15.9 cm.
Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República.
<http://www.banrepcultural.org/node/44562> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013. 12. La
cocción del azúcar, en Panche. Imagen tomada de Edouard François André. La cuisson du Sucre, à
Panché - (La cocción del azúcar, en Panche). 1831. 8 x 15.9 cm. Publicación digital en la página web
de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República.
<http://www.banrepcultural.org/node/44564> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 13: Página 64. Tibacuy antiguo, visto desde la calle de la iglesia. Imagen tomada de la
página web: http://www.tibacuy.com/, consultada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 14: Página 68. Ofrendatario hallado en Tibacuy. Imagen tomada de Museo del Oro y UCL
Institute of Archaeology. 2013. Historias de ofrendas muiscas. Catálogo virtual de la exposición
temporal en el Museo del Oro, Bogotá D.C. Bogotá: Banco de la República. Consultado el 30 de
mayo del 2013. <http://www.banrepcultural.org/museo-del-oro/exposiciones-
temporales/historias-de-ofrendas-muiscas>

Lámina 15: Página 69. Tunjo hallado en Tibacuy. Imagen tomada del artículo Colgantes Darién:
relaciones entre áreas orfebres del occidente colombiano y Centroamérica de Ana María Falchetti
de Sáenz. 1979. Boletín Museo del Oro. Año 2. Publicación digital en la página web de la Biblioteca
Luis Ángel Arango del Banco de la República.

4
<http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/publicacionesbanrep/bolmuseo/1979/bol4/bog1.htm
> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 16: Página 77. Tunjo hallado en el sector de Sardinas, cerro del Fusacatán. Imagen tomada
del artículo El lugar de la religión en la organización social Muisca de Eduardo Londoño. 1996.
Boletín del Museo del Oro. No. 40. Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel
Arango del Banco de la República.
<http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/publicacionesbanrep/bolmuseo/1996/enjl40/enjn04c
.htm> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 17: Página 82. La roca del diablo, cerca de Tibacuy. Imagen tomada de Edouard François
André. La roche du Diable, près Tibacui - (La roca del diablo, cerca de Tibacui). 1831. 12 x 16 cm.
Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República.
<http://www.banrepcultural.org/node/44558> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 18: Página 85. Dibujo de la piedra de La Escuela.

Lámina 19: Página 86. La Cruz de Mayo cerca de Panche. Imagen tomada de Edouard François
André. La cruz de Mayo, près Panché - (La cruz de Mayo, cerca de Panche). 1831. 15.8 x 11.9 cm.
Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República.
<http://www.banrepcultural.org/node/44559> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

Lámina 20: Página 92. Cráneo prehispánico deformado hallado al interior de una urna funeraria.
Imagen tomada del informe Tibacuy: un sitio arqueológico de frontera entre grupos indígenas del
altiplano Cundiboyacense y el Valle Medio del Magdalena de Rocío Salas y Marisol Tapias. 2000.
Boletín de arqueología, Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales (FIAN), Año 15,
No. 2. Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la
República. <http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/bolet-n-de-arqueolog-fian-o-15-
no-2-2000> Búsqueda realizada el 1 de mayo de 2013.

FOTOGRAFÍAS:

Fotografía 1: Página 10. Mujer que se esconde detrás de la montaña.

Fotografía 2: Página 16. Pictografías de las Piedras del Helechal, no lejos del río Sumapaz. Pandi.

Fotografía 3: Página 40. Guaca encontrada por don Agustín en el salto del Mortiño, San José de
Isnos, Huila.

Fotografía 4: Página 48. Árbol de moho junto a una gran piedra. Finca San Juan, vereda San Luis y
Chisque, Tibacuy.

Fotografía 5: Página 49. Rocas vivas. Finca San Juan, vereda San Luis y Chisque, Tibacuy.

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Fotografías 6 y 7: Página 51. Arte rupestre de Tibacuy. 6. Un petroglifo de la Piedra del Palco,
resaltado por el brillo de agua lluvia; 7. Pictografías en rojo de la Piedra de la Diabla.

Fotografía 8: Página 53. Altar de piedra con ofrendas. Cementerio de Tibacuy.

Fotografía 9: Página 66. Bogotá, San Pedro o Peñas Blancas.

Fotografías 10 y 11: Página 67. 10. Una de las piedras de La Gloria en cercanías al área de bosque
protegido; 11. Detalle de un petroglifo de doble espiral.

Fotografía 12: Página 70. Cerro de los Panches, Ambilá o Quininí.

Fotografía 13: Página 72. La Danza de las Brujas, Piedra del Gritadero, farallones del Quininí.

Fotografías 14 y 15: Página 73. 14. La Piedra del Parto; 15. Grabado de su superficie que
representa el nacimiento de los guerreros Panches en la “montaña de la luna”.

Fotografías 16 y 17: Página 75. 16. La Cabeza del Indio como roca vista desde el Pico del Águila,
con Fusagasugá al fondo; 17. La Cabeza del Indio como perfil, vista desde la Piedra del Gritadero.

Fotografía 18: Página 75. Pintura “Diosa del Quininí” del artista fusagasugueño Cicerón Agudelo,
que se encuentra en la Casa de La Cultura de Tibacuy.

Fotografía 19: Página 76. El cerro de Fusacatán, protegiendo a la ciudad de Fusagasugá. Finca San
Juan, vereda San Luis y Chisque, Tibacuy.

Fotografía 20: Página 85. Nicolás con la piedra de La Escuela.

Fotografía 21: Página 88. El Alto de la Cruz visto desde la vereda La Gloria.

Fotografía 22: Página 89. La Piedra del Palco.

Fotografías 23 y 24: Página 90. 23. Petroglifo indígena de la Piedra del Palco que muestra una
cuadrícula de bordes decorados, con cruces en los recuadros internos; 24. Petroglifo campesino
resaltado que muestra el palco con la cruz coronando su altura.

Fotografía 25: Página 94. Los cruces. Bateas, al fondo el cerro del Quininí.

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AGRADECIMIENTOS

Esta investigación inició en marzo del 2011, buscando desarrollar un trabajo planteado en el curso
de Técnicas de Investigación en Antropología II, dirigido por el profesor Carlos Miñana. A finales
del 2010 mi papá compró un terreno en el municipio de Tibacuy, cerca a Fusagasugá. Yo había
visitado el cerro del Quininí con amigos y había escuchado algunas de sus historias mágicas, que
siempre me han intrigado; además, mi papá empieza a conversar con la gente de Tibacuy y en sus
charlas le relatan sucesos relacionados con guacas, brujas, espantos y piedras, que así mismo él
me contaba a mí. Es por estas historias flotantes que decido realizar la etnografía planteada en el
curso allí en Tibacuy; mi papá me llamó una tarde y me comentó que un amigo suyo llamado
Hernán Pinto, nacido y criado en Tibacuy, tenía un profundo interés por la historia del municipio,
que había sido un pueblo indígena. Ya que debía realizar una entrevista para los ejercicios de la
clase, decido ir al pueblo y conversar con el joven Pinto, como todos lo conocían.

El viernes 11 de marzo del 2011, cerca de las siete de la noche, mi papá y yo nos encontramos con
Pinto en la tienda de don Adán (q.e.p.d.), ubicada en la esquina nororiental de la plaza central de
Tibacuy; él se encuentra compartiendo unas cervezas con algunos hombres, sentados al aire libre
en frente del negocio. Nos presentamos, nos saluda amablemente y comenzamos una
conversación. Le comento las intenciones investigativas del programado encuentro, su espontánea
oratoria se abre, y nos cuenta variadas cuestiones de su trabajo político y social en Tibacuy: sus
propósitos estaban dirigidos a generar autonomía y desarrollo para el municipio, enfatizando en la
reconstrucción de la historia local para sentar unas bases firmes que permitan la gestión de
proyectos y la protección del abundante patrimonio natural y arqueológico. La presencia de la
cultura ancestral local no está limitada exclusivamente a los indicios materiales presentes en el
cerro del Quininí, sino que los rastros indígenas están distribuidos a lo largo de todo Tibacuy en
forma de sitios arqueológicos con arte rupestre y entierros. También charlamos acerca de las
comidas ancestrales –guatila, balú, bore y variedad de frijoles nativos–, que entre otros factores
generan un arraigo profundo de la historia en el territorio municipal. Nuestra charla informal dura
aproximadamente media hora y dada la situación decidimos encontrarnos al siguiente día por la
mañana, dispuestos a cumplir con la entrevista pactada.

Mi papá y yo esperamos a Pinto cerca de una hora, pero él no llegaba; ese mismo día debíamos
regresar a Bogotá para cumplir con ciertos compromisos previos, así que vamos a la tienda de
doña Gilma Sanabria y realizo la entrevista con ella. Cuando íbamos de salida de Tibacuy llega
Hernán; ya no había tiempo para conversar, nos saludamos rápidamente y le comento que
regresaré a Tibacuy en unos quince días, así que aún podíamos encontrarnos para desarrollar el
trabajo de campo esbozado. Nos despedimos formalmente y cada quien toma su camino.

Todo transcurre con normalidad, hasta que unos diez días después de lo narrado, llego a mi casa
de la universidad y encuentro a mi papá conversando con mi mamá en la mesa del comedor. No
esperaba la visita de mi padre, lo saludo con cariño y percibo en su rostro esa tristeza que en
ocasiones no puede ocultar; me dice que habían asesinado a Pinto en extrañas condiciones, que
no se sabía quién era el culpable del homicidio. Yo quedo paralizado, frío, estupefacto: fueron
pocos los días que transcurrieron desde la conversación que habíamos sostenido, y esperaba

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volverlo a ver para charlar tranquilamente. Ya nada de eso era posible, Pinto había muerto y el
dolor de su ausencia se sentía en Tibacuy. Mi papá asistió al velorio del muchacho y allí conoció a
don Parmenio Pinto, su padre; ellos conversan y don Parmenio le comenta que la muerte de su
hijo es otro suceso que lo ha golpeado duramente, después de varias tragedias ocurridas en poco
tiempo: su esposa se enfermó de cáncer, e intentando cubrir un tratamiento empeñaron la finca
donde vivían juntos, en la vereda La Gloria; dos años después del diagnóstico ella murió y él no
pudo solventar la deuda, así que perdió la casa que tenían. La situación era muy dolorosa, don
Parmenio estaba viviendo solo en una habitación arrendada en el casco urbano de Tibacuy; mi
papá le propuso ir a vivir con él en la recién instalada casa de la finca, mientras cambiaban las
cosas. El señor aceptó y se mudó; empezó a trabajar la tierra y en menos de seis meses tenía una
hermosa huerta cargada de frutos.

De esta manera comienzan mis visitas periódicas al pueblo, buscando adelantar el trabajo de
campo, primero para la clase y después para la tesis; no es con Hernán con quien conversé, sino
con su papá, orgulloso representante de la sabiduría campesina regional, que expresa en historias
y anécdotas únicas. En una ocasión, don Parmenio me muestra un fragmento de un periódico
amarillo que hace alusión al asesinato de su hijo, ocurrido el 20 de marzo de 2011. El párrafo
pronuncia que Hernán Pinto fue ajusticiado por los guerrilleros de las FARC-EP, que se niegan a
perder el control territorial del municipio; “pero no fue la guerrilla, la guerrilla ya no está aquí en
Tibacuy. Fue un grupo de pelaos que por robarle cien mil pesos que había recibido ese día lo
apedrearon”. El pueblo se conmocionó con la noticia; desde que Tibacuy era zona roja –territorio
controlado por guerrilleros– no se oía de un asesinato tan violento y tan injusto. Los ojos grises de
don Parmenio recuerdan con nostalgia, pero no con tristeza. De todas formas hay que seguir
levantándose temprano, a regar las matas, a cambiarle el agua a los pollos, a desyerbar las
hortalizas, a dar de comer a la tierra. La vida no se detiene, ni siquiera en Tibacuy.

Pasa el tiempo y conozco a Saín, hijo también de don Parmenio, y a Nicolás, hijo de Saín. Los tres
son viva estampa de su sangre familiar, son versiones físicas más viejas o más jóvenes del otro,
dependiendo del caso. En una ocasión, Nicolás me invita a hacer un recorrido por la vereda La
Gloria para visitar unas piedras con petroglifos que había reseñado Hernán; vamos juntos, y
estando en la caminata me comenta que él guardó en su memoria todas las enseñanzas de su tío,
que estuvo varios años investigando la historia local en un proyecto personal que llamaba “Tras las
huellas de Tibacuy”. Cuando Hernán fue asesinado, Nicolás buscó entre sus pertenencias y
encontró sus diarios de campo, que leyó con atención, grabó en su mente y luego quemó, para
evitar que esa información cayera en manos equivocadas. Las historias que él me ha confiado son
producto de los diarios de Pinto, ampliados por el trabajo personal que Nicolás adelanta, como
continuador del legado de su tío.

Es de esta forma como resulto amigo de la familia Pinto; las voces de don Parmenio y de Nicolás
están más que presentes en el siguiente documento. Este trabajo es de ellos, de su compañía y de
sus relatos. Sin Hernán esto no hubiera sido posible: una cadena de contingencias formó el
acercamiento que he hecho a Tibacuy, y él fue la primera persona con quien conversé, por quien
decidí investigar en el pueblito. Así que antes de mencionar a tantas personas y lugares, quiero dar
un emotivo reconocimiento a Hernán Pinto y agradecer profundamente esa fugaz conversación
que tuvimos; su presencia está viva en el recorrido de este trabajo, a través de su familia y a través
de la memoria de Tibacuy, que como investigador local buscó, preservó y promovió. Por supuesto,
también quiero agradecer entrañablemente a don Parmenio y a Nicolás, quienes han estado
conmigo en cada estancia en Tibacuy: sus relatos están aquí consignados y sus entregas firman
este escrito.

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De manera amplia, agradezco al municipio de Tibacuy y a todas las personas que han conversado
conmigo, por presentarme un mundo oculto lleno de magia que existe en las montañas de
Colombia. Gracias a Lida Delgado, Javier Vargas, María Fernanda Vargas, Oscar Arévalo, Gilma
Sanabria, William Hortúa, Jesús María Hortúa, a don Víctor, don Marcos, don Roberto, doña Ana
Sofía, don Luis, doña Blanca Flor, doña Margarita, don Carlos, doña Anita, don Gonzalo, don
Héctor, don Rey, don Sadi, doña Anaelsi, y a todas las personas de Tibacuy mencionadas o no que
forman parte de este informe. Sus voces están cargadas de conocimiento, de experiencias y de
compromiso con la vida. Espero que lo que está aquí escrito sea fiel a sus saberes y respetuoso de
sus palabras.

De forma vital, agradezco a mi familia por regalarme el milagro de la existencia. A mi papá, Alfonso
Alberto Angarita, por las conversaciones del corazón, por el apoyo inquebrantable, por la lealtad
de padre y amigo; por llevarme a Tibacuy y presentarme como su hijo, por compartir juntos el
crecimiento de una tierra que día a día nos sorprende y nos enseña. A mi mamá, María Liliana
Charry, por ser el sustento de amor que nos ha permitido, a mí y a mi hermano, ser nosotros
mismos; por su afecto infinito, su comprensión sabia y su entrega incondicional. A mi hermano,
Sergio Daniel Angarita, por crecer juntos en la pequeña casita de Prados de Altagracia en Fusa; por
ser la alegría en nuestras vidas, el anhelo cariñoso de la familia, por enseñarnos que el mundo es
de todos los colores. A mi abuela, Gloria Buitrago, por acogerme en su hogar los dos primeros
años de universidad; por su trabajo incansable, su compañía certera, por ser el legado campesino
que pervive en mi familia. A mis abuelos, María Liliana Restrepo y Héctor Charry, por amarnos a mi
hermano y a mí sin reparos; por los regalos llenos de ternura, por la magia de alimentar la
inocencia y la fe. A Lorenita, por sacarme de las tinieblas y demostrarme que la certeza del amor
nos conserva vivos y fuertes.

Agradezco también a la ciudad de Fusagasugá –mujer que se esconde detrás de la montaña–, por
permitirnos un crecimiento familiar sano y feliz. Al Instituto Técnico Agrícola Salesiano Valsálice,
donde cursé toda mi educación media, lugar que me ofreció un primer contacto vivencial con la
agricultura y el sentir campesino. A los amigos y amigas de tantos años en Fusa, por la sencillez de
una fraternidad sincera. A la Universidad Nacional de Colombia, por ser el trampolín de mis sueños
y mis apuestas. A los profesores Luis Alberto Suárez Guava, Augusto Gómez y Gerardo Ardila, por
legar la pasión por la consecuencia y por demostrar que la antropología sin historia es una trampa.
A tantos parceros y parceras de la universidad y de la urbe incendiaria, por las vivencias
constructoras y destructoras, por las conversaciones utópicas, por las borracheras invocadoras,
por el trabajo con compromiso y responsabilidad; especialmente a los compañeros y compañeras
del grupo Azadónde, con quienes hemos afianzado lazos que van más allá de ideas, que se
materializan en la amistad cómplice. A los compañeros y compañeras de los cursos de Diseño de
Proyecto, Laboratorio y Trabajo de Grado, por la lectura juiciosa y la discusión creativa. Por último,
un agradecimiento integral al profesor Carlos Páramo, por ser un educador excepcional que
comprende que el conocimiento sólo surge de la transformación; por sus palabras expansivas y
ordenadoras, por enseñarnos con amor, reconociéndonos como iguales en el azar de la vida.

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Fotografía 1

Mujer que se esconde detrás de la montaña.

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PÁRAMO ENCANTADO

“Cuando el excursionista actual recorre estas laderas y ve los peñascos erectos que el oleaje y las lluvias
desnudaron, sin estar sometido al prejuicio de que esas peñas son hombres petrificados, siente la sugestión
de que algo que tuvo movimiento y vida se detuvo de repente para adoptar una actitud estática de muda
contemplación. Los planos enfrentados hacía la hondonada dan efecto de algo que especta un arcano en el
espacio vacío; las maclas, álveos y geodas irregulares que la gota del agua horadó, hacen pensar en las
cuencas de un ojo muerto; los apéndices irregulares que el peñasco proyecta, como brazos en actitud
dramática, sugieren la idea de emociones pavorosas. Se impone a la mente un escenario de trágicos que
representan el acto de las fuerzas genésicas a través de los siglos. Para galvanizar estos esqueletos
expresivos y darles una especie de vida espasmódica, el viento de la paramera se desliza entre ellos para
mover los mechones vegetales que los coronan y los andrajos del liquen de que están revestidos, y un rumor
de ecos misteriosos, como oraciones o lamentos, musita al rozar contra sus aristas. En algunas de estas
piedras hay una leyenda, escrita con tinta roja en signos indelebles. De este modo la historia de los tiempos
muertos parece clamar para que la escuchen los hombres que pasan.”

Miguel Triana, La Civilización Chibcha (1923)

Los relatos que hacen parte de este trabajo transcurren –a través de pasado, presente y futuro–
en un amplio territorio históricamente conocido como Sumapaz. Al parecer, la etimología de dicho
nombre se remonta al gobierno de un cacique de los indios Sutagaos que fue el dueño
precolombino del páramo más grande del planeta: el páramo de Sumapaz ocupa gran parte del
actual territorio central de Colombia, colinda con Santa Fe de Bogotá y con los departamentos de
Meta y Huila, además de alimentar las cuencas hidrográficas de los ríos Orinoco y Magdalena. Es la
máxima altura de Cundinamarca; sí el nombre de este departamento deriva de una expresión
Chibcha que Liborio Zerda interpreta como “aquella altura donde está el cóndor”, necesariamente
debemos hacer referencia a Sumapaz, donde actualmente se encuentra extinta el ave voladora
más grande del mundo pero que en tiempos no remotos planeaba majestuosa sobre estas
cumbres recias e inalcanzables. El académico colombiano Ramón Guerra Azuola visita este lugar
en 1854, y en cercanías a rematar el macizo describe lo siguiente: “A la derecha y la izquierda se
desplegaba un panorama magnífico. Las nubes, más bajas que yo, me ocultaban los valles y cerros
inmediatos y semejantes a una mole de plata maciza, permanecían frías y tranquilas. En su
superficie se elevaban pirámides, prismas y espirales hasta perderse en el espacio, y cuyas aristas
reflejaban suavemente los colores del espectro solar. Por encima de estas masas se descubría en
ambos lados una faja verdosa cuyo origen me era desconocido. Pero ¡cuál sería mi sorpresa
cuando armando mi telescopio vi a mi izquierda las llanuras de San Martín y a mi derecha las de
Mariquita! Allá los tributarios de Meta dejaban apenas adivinar su curso: acá el caudaloso
Magdalena se dibujaba de un modo claro y patente, dejando ver las vueltas y revueltas de su
marcha y las hermosas palmeras de sus márgenes” (Guerra Azuola, en Velandia, 1998: 69). A
través de los ojos del explorador podemos visualizar la importancia de este punto estratégico
donde se corona la cordillera Oriental colombiana: al occidente, el valle del río Magdalena que
divide su cuerpo montañoso de la cordillera Central; al oriente, los llanos de la Orinoquía, que se
extienden infinitos hasta chocar con inmensas selvas tropicales.

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Podemos considerar al páramo de Sumapaz como un importante eje comunicador entre diversas
zonas geográficamente distintas: enlaza el altiplano cundiboyacense, con centro social en el
Distrito Capital, los Llanos Orientales y la Amazonía, con centro social en San José del Guaviare y el
curso medio del río Magdalena, con centro social en Girardot. En tiempos de la Conquista funcionó
como camino para el acceso desde y hacia Santa Fe, la capital del Nuevo Reino de Granada; los
antiguos pueblos Muiscas ubicados al sur de la sabana de Bogotá –Pasca, Fusagasugá y Tibacuy–
son mencionados con frecuencia en las Crónicas de Indias tempranas, pero así como fueron
célebres estaciones de la ruta conquistadora perdieron su importancia por hallarse vías menos
agrestes para acceder a las tierras codiciadas.

En orden de importancia, las categorías político-administrativas de las poblaciones fundadas en la


Colonia eran las Ciudades, seguidas de las Villas, las Parroquias de Blancos y los Pueblos de Indios;
en Sumapaz se funda en 1540 la Ciudad de Nuestra Señora de Altagracia de los Sutagaos, en la
meseta comprendida entre los ríos Batán y Guavio del actual Fusagasugá; el cura Julio Sabogal –
que escribe la primera historia de Fusagasugá en 1919– explica que la ciudad de Altagracia disputó
primacía con Santa Fe y por dicha razón se ordenó su destrucción: “En uno de los libros
parroquiales se lee: «Por una tradición no desmentida se sabe que a fines del siglo XVI, los
habitantes de Altagracia, por haber mantenido un pleito con la Audiencia de Santafé sobre
privilegios, fueron castigados por orden real, mandándolos bajo partida de registro a habitar los
pueblos destruidos por el Cotopaxi y otros volcanes, en el Ecuador».” (Sabogal, 1919: 32). El
territorio de Sumapaz se convierte en un entorno hostil durante la Colonia; la región se constituye
como frontera social debido a la dificultad de comunicación con Santa Fe, la deficiente presencia
de la Corona y la Iglesia y el poco uso del recorrido para el tránsito comercial, en comparación con
otras rutas de acceso al sur. Las poblaciones de La Mesa de Juan Díaz y Tocaima –ubicadas en el
curso bajo del río Bogotá– adquieren el carácter de sitios de paso hacia las ricas minas del valle del
Magdalena. Los pueblos de Sumapaz mantienen las condiciones de aldeas y doctrinas, habitados
en su mayoría por población indígena.

De esta forma transcurren los siglos XVII y XVIII, hasta que durante la primera mitad del siglo XIX la
explotación de la corteza medicinal del árbol de la quina convierte a las selvas inexploradas de la
zona en territorios aprovechables y promueve la adquisición de los llamados baldíos nacionales.
Con estos primeros movimientos extractivos, la vertiente occidental de la cordillera Oriental se
incorpora en el imaginario de la Nación colombiana, consolidándose en la segunda mitad del siglo
XIX al configurarse como uno de los nodos para el posterior afianzamiento de la economía
nacional cafetera: “El que toda la región sufriera cambios (…) está en estrecha relación con el
hecho de perder el carácter de olvido (por su ubicación como frontera) que poseía desde tiempos
prehispánicos, al permitir el fácil acceso de población proveniente principalmente del altiplano y
quienes representarían la mano de obra para el desarrollo de la hacienda cafetera, o
sencillamente turistas.” (Martínez Cleves, 2004: 51).

Estos productos transformadores del espacio y de las relaciones sociales son los que conmueven
los cimientos de una extensión territorial olvidada y considerada desértica e inhóspita,
construyendo las características actuales de su organización geopolítica epicentrada en
Fusagasugá y definida a principios del siglo XX como la provincia de Sumapaz: “Muy
probablemente la creación de esta nueva entidad territorial [en 1905] obedeció a la dinámica
demográfica y socio-económica que el Sumapaz había cobrado por el efecto de la expansión
cafetera, las migraciones del altiplano cundiboyacense, la colonización de tierras baldías, el
incremento de los cultivos de climas medios y cálidos y la ampliación de la ganadería.” (Londoño
en Martínez Cleves, 2004: 41). La vertiente se “redescubre” a partir de la institución de la

12
economía productora del café y la situación de la población nativa se ve sensiblemente alterada,
en tierras que vivían en situación de marginación. Fusagasugá se transforma en la ciudad
receptora del café cundinamarqués y reemplaza a La Mesa en el tránsito transregional del
producto hacia el río Magdalena; su crecimiento se difunde exponencialmente al convertirse en
punto obligado de la ruta entre el puerto fluvial de Girardot y la ciudad de Bogotá. El modelo de
uso y tenencia de la tierra se concentra en la figura de la gran hacienda cafetera, que hereda
estructuras de los antiguos latifundios coloniales y se expande a través de la adquisición de baldíos
por medio de la compra o de procesos de colonización campesina –tanto dirigidos como
espontáneos– que resultan utilizados para los fines de los grandes propietarios.

Los poblados conectores que circundan el páramo conforman la denominada región de Sumapaz,
que abarca territorios de la cordillera Oriental, la cuenca media del río Magdalena y las selvas que
empatan con la Orinoquía y la Amazonía: “Fusagasugá hace parte de una provincia, que es un
espacio políticamente construido, pero solamente es una fracción de uno mayor, denominado la
región del Sumapaz (la vertiente suroccidental del altiplano cundiboyacense)”. (Martínez Cleves,
2004: 37). Cada una de estas determinaciones geopolíticas –la región y la provincia– corresponde
a un entramado escalado de espacios sociales similarmente construidos. Las provincias del
occidente de Cundinamarca –Sumapaz, Tequendama y Alto Magdalena– y la provincia Oriental del
departamento del Tolima se conforman como territorios definidos y diferentes de sus colindantes
a partir de la consolidación de la economía cafetera, que tuvo su auge entre las últimas décadas
del siglo XIX y mediados del siglo XX; los habitantes de dichas provincias no son ganaderos como
los colonos de la vertiente oriental del páramo del Sumapaz, ni pescadores y comerciantes como
los habitantes de la ribera del río Magdalena.

Los grandes latifundios regionales empleaban a campesinos locales y también a numerosos


trabajadores foráneos bajo la condición de arrendatarios; posteriormente, producto de la
permanencia de la lucha agraria que se extiende por la región, en cabeza del Partido Comunista
con sede en Viotá La Roja y del comandante liberal Juan de la Cruz Varela –“el santo de los
guerrilleros”–, se parcelan la gran mayoría de haciendas y se define el minifundio como la forma
de propiedad de la tierra más extendida por estos territorios.

Los municipios de la provincia de Sumapaz –Fusagasugá como capital provincial, Silvania, Pandi,
Cabrera, Venecia, Tibacuy, Pasca, Arbeláez, San Bernardo y Granada– son pueblos hechos de
muchos pueblos: sus territorios han sido receptores de gran cantidad de población desplazada,
proveniente de los departamentos de Boyacá, Tolima, Huila, Meta y de otros municipios de
Cundinamarca principalmente. Los migrantes han llegado a Sumapaz por dos razones principales:
la ampliación de la frontera agrícola y de colonización, el trabajo en las haciendas y su posterior
parcelación, y los movimientos poblacionales producto del conflicto nacional iniciado en la Guerra
de los Mil Días y extendido hasta tiempos actuales, cuando vemos enfrentados al Estado, los
bloques narcotraficantes, las guerrillas y los paramilitares.

13
Lámina 1

Relieve de las provincias cundinamarquesas de Sumapaz y Tequendama.

El trabajo iniciado con este contexto consta de cuatro capítulos que transcurren de forma conjunta
en Sumapaz, y a su vez representan cuatro ensayos autónomos que se complementan
mutuamente. El capítulo primero, titulado Una Leyenda Mestiza, narra las cercanías de la
mitología dual Muisca con un suceso de la Conquista del altiplano que relaciona a un capitán
español con una indígena de Bogotá; las estructuras mitológicas y semánticas de ambas narrativas
se mezclan, explicando el origen tanto de la humanidad mestiza como del pensamiento híbrido
que se construye en América, hecho de sustratos nativos y extranjeros integrados en un mismo
corpus interpretativo. De ese punto en adelante, la discusión se dará de la mano de la
investigación etnográfica adelantada entre 2011 y 2012 en el municipio de Tibacuy. El capítulo
segundo, titulado Guacas y Piedras, recopila la información etnográfica que habla acerca de varias
nociones de la cultura popular colombiana como riqueza, entierro, guaca y encanto; estas
concepciones se encuentran fuertemente arraigadas en la vida rural campesina, explicando
diversos fenómenos asociados a la permanencia de rituales y simbologías telúricas, de fuerzas
vivas y transformadoras que perviven en la naturaleza. Esos testimonios vivenciales son
contrastados con ciertos estudios que han trabajado esta misma temática en el amplio mundo
andino. El capítulo tercero, titulado De Cerros y Gente, reconstruye inicialmente la historia formal
de Tibacuy, desde tiempos prehispánicos hasta su conformación municipal actual; este pueblo ha
condensado un fragmento de la frontera geográfica e ideológica representada en las tierras fías y
las tierras calientes de Colombia, definiendo ciertas concepciones y prácticas diferenciadas entre
sus habitantes. En una segunda parte del capítulo, se realiza un análisis antropológico de los cerros
tutelares del pueblo –Peñas Blancas y Quininí–, evidenciando la forma como se oponen y se
definen mutuamente, como fuerzas antagónicas que representan a los cascos urbanos que cobijan
–Tibacuy y Cumaca–; ambas montañas encantadas están habitadas por diversas potencias vivas,
que entrelazan el conocimiento mágico asociado a lugares con poder con el trabajo de la tierra, la
historia antigua y las permanencias y rupturas de un pueblo milenario. Finalmente, un cuarto
capítulo, titulado Las Cruces y los Cruces, intenta recoger la argumentación general planteada
transversalmente respecto de la cosmología territorial campesina en Sumapaz, que se
experimenta permanentemente en la configuración del espacio social, de la interpretación de la
naturaleza y de las evidencias humanas en el paisaje y en los lugares de encuentro sincrético.

14
Los viajeros alemanes Alphons Stübel y Wilhelm Reiss visitan el gran páramo en 1868, y en una
carta que escriben narrando el suceso comprenden el nombre de Sumapaz: “Suma Paz se llama
propiamente el más alto pico, casi siempre cubierto de nieve, de la cordillera Oriental. El río que se
precipita con una violenta corriente desde esa altura, lleva por él el nombre de “río Suma Paz”.”
(Reiss y Stübel, en Velandia, 1998: 87). Aquella cumbre más alta se conoce también como Pico
Nevado, ya que conservó un manto blanco de glaciar hasta 1917, cuando un terremoto disminuyó
su altura y lo sacó del margen de precipitación de nieve. Es así como Sumapaz no es sólo su
páramo o su extinto glaciar, también es el río que recibe las aguas tributarias de los nacimientos
de altura y desemboca en el Magdalena. La pregunta por el origen de su formación fue la fuente
principal para las disquisiciones de otro escrito de Guerra Azuola llamado “El Río Sumapaz” (1884),
publicado en la revista “Repertorio Americano”. El artículo inicia preguntándose por la abundancia
de inmensas piedras erráticas distribuidas a lo largo de toda la meseta de Fusagasugá; sus moles
hablan de un cataclismo que ocurrió en tiempos pretéritos, cuando el derretimiento de los
bloques de hielo de las cordilleras produjo la formación de grandes lagos alto-andinos. Guerra
Azuola explica que el antiguo lago glaciar de Sumapaz rebosó su capacidad por el deshielo y tuvo
que romper en cercanías al pueblo de Pasca; las aguas descendieron por la meseta de Fusagasugá
hasta encontrarse con el río Sumapaz, que desembocaba en otro lago; el exceso de las aguas
tributarias lo hizo reventar por el boquete conocido como el Boquerón del Sumapaz; los dos lagos
andinos mezclados con el agua del río fueron a dar a un tercer lago, que no soportó la presión del
fluido descendente y terminó desaguando en el río Magdalena. Grandes rocas se desprendieron a
lo largo de esta gran convulsión telúrica y resultaron plantadas en las caídas montañosas hacia el
valle de los Sutagaos. Desde el Pico Nevado hasta el valle del Magdalena –de los 3800 msnm a los
500 msnm–, el río Sumapaz atraviesa casi todos los pisos térmicos –páramo, frío, templado y
cálido– que posee la geografía andina colombiana: “La línea que recorre el Sumapaz, desde su
nacimiento hasta su confluencia con el Magdalena, puede estimarse como de diez y seis y medio
miriámetros de extensión, pero la distancia directa entre los dos extremos es solamente de seis y
medio miriámetros. En tan reducido espacio hay tanta variedad; tanta diversidad de terrenos, de
climas y de productos, que puede decirse que el reducido trayecto de este río es un retrato del
inmenso territorio que ocupa Colombia.” (Guerra Azuola, en Velandia, 1998: 136). Se cree que en
el pueblo de Pandi –que pertenece a la cuenca media del río Sumapaz–, los antiguos habitantes
indígenas dejaron pintadas en signos rojos las imágenes de esta catástrofe natural, como muestra
duradera de la interpretación humana plasmada sobre una de las rocas desprendidas en el suceso.

Una Pinta

Enormes glaciares de vistos azules cubren las montañas del amanecer. La gran laguna de suma
paz, umbral que comunica el adentro con el afuera, observa el cielo como un profundo ojo de agua.
La nube va y viene al vaivén del viento, se eleva en forma de vapor y desciende como delgadas
gotas de lluvia. Cae el rocío inquebrantable, necesario para el crecimiento de la diversidad de
hierbas y musgos habitantes, grandes esponjas vegetales que retienen la frescura y la corriente. La
inmensidad de la naturaleza montañosa se dibuja con tonos blancos, rojos, cafés, verdes y
amarillos: altos pajonales, hongos amorfos, algunos árboles fuertes de flores vistosas que soportan
las condiciones del ambiente agreste, del reino del agua. Éste es el dominio del cóndor, el que vuela
más alto, aquel que puede ver lo sólido desde el corte privilegiado que sus alas extendidas rasgan
en las ráfagas potentes de la niebla. Frailejones centenarios, como abuelos vigilantes, son los seres
más antiguos, los que más han sentido los últimos cambios. Llegó el momento de retirarse
decididos hacia las cumbres.

15
Es difícil caminar con tanta humedad bajo las pezuñas; el peso del cuerpo sumerge las patas en los
charcos helados. Alivia encontrar las manchas de bosque para la manada, refugios con suelo firme
y abundante alimento. Mientras las crías pastan con tranquilidad y juegan entre ellas, los mayores
permanecen alertas ante cualquier evento repentino. Grandes ojos negros viajan a través del
paisaje, orejas móviles recorren el aire sonoro, cabezas ornamentadas con majestuosas astas se
elevan para percibir la vibración de los últimos giros de los astros. No es la primera vez que se
siente esto, es una constante vital: el fluido del agua comporta el entorno de forma cíclica y los
seres comprenden esto muy bien, se transportan a través del velo hídrico, de la respiración
húmeda. Sin embargo, en esta ocasión hay algo distinto que está transformando la paramera: el
agua no ha regresado al glaciar, solo desciende de las colinas y se encausa en hilos dibujando
quebradas o se apoza en lagunitas y humedales. Se han escuchado fuertes estruendos en la
oscuridad de la luna amarilla; témpanos gigantes se han desprendido y caen bruscamente por las
faldas de las montañas. La suma paz está recogiendo el deshielo y no aguanta más: revienta en un
grito desbordado y descarga sus cascadas a través de las abruptas formaciones de la amplia
cordillera.

Las cabezas canas de los picos del amanecer perdieron sus melenas: caen riachuelos como pelos
desgastados, que pulen las piedras cercanas y las convierten en guijarros, redondos como el sol.
Estos cantos, separados de la roca madre y moldeados por la constancia del goteo sobre sus
ásperas superficies, se desprenden, ruedan y se desplazan al lado de los ríos nacientes; salen de las
alturas, atraviesan los bosques de niebla y terminan su recorrido en las tierras del oso frontino, de
la quina, de la coca. Los espesos matorrales y las planadas detienen su violento vuelco y los
depositan en los vallecitos que delinean las caídas de las sierras custodias del gran río de la
serpiente; la tierra caliente, palpitar ígneo que rodea el curso de la arteria acuífera principal, recibe
el agua fría de las desembocaduras de las fuentes del nevado. El cuerpo de la anaconda recorre
extensas selvas de bejucos colgantes, pobladas por innumerables aves multicolores de tupido
plumaje; su boca cortante se diluye en el mar, sitio definitivo donde no importa de dónde provenga
el líquido: todo vuelve a la matriz y el plasma se transforma en caracoles, dando cierre al ciclo.

Fotografía 2

Pictografías de las Piedras del Helechal, no lejos del río Sumapaz. Pandi.

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UNA LEYENDA MESTIZA

“–Hola, ¿no me preguntas qué vientos me empujan por estas selvas?

–La energía sobrante, la búsqueda del Dorado, el atavismo de algún abuelo conquistador…

–¡Me robé una mujer y me la robaron! ¡Vengo a matar al que la tenga!

–Mal te cuadra el penacho rojo de Lucifer.”

Conversación entre Arturo Cova y su viejo amigo Ramiro Estévanez, inmersos en la selva indómita.

José Eustasio Rivera, La Vorágine - Tercera Parte (1924)

El cronista santafereño Juan Rodríguez Freyle ocupa la primera frase de su baúl de piel, El Carnero1
–obra insigne sobre una temprana Santa Fe de Bogotá, desde 1538 hasta 1638–, en comentarnos
la forma como fue encarnada la india América, forzada en sangre por la invasión de la civilización
cristiana ávida de riquezas: “Del descubrimiento que don Cristóbal Colón hizo del Nuevo Mundo se
originó el conocimiento de la India occidental, en cuyos descubrimientos y conquistas varones
ilustres gastaron su valor, vida y haciendas” (Rodríguez Freyle, 1997: 1). La “historia” se inaugura
en el bautizado Nuevo Mundo por la mano portadora de la espada y la cruz, la razón del hombre
blanco que se siente dueña lacerante del encanto oculto; los españoles “descubrieron” para sí
mismos un continente perfectamente humanizado, densamente poblado, ampliamente explorado,
profundamente conocido y extensamente comunicado. La llamada “Conquista” fue impuesta en
líneas de dolor donde habitaban cientos de personas, culturas ancestrales y tradiciones milenarias
conocedoras de los secretos nacidos de la comunión entre la naturaleza y el ser humano.

En el capítulo quinto, luego de contarnos cómo Eva corrompe la fe masculina por la fascinación en
el árbol de la ciencia del bien y del mal y la tentación de la serpiente demoniaca, Rodríguez Freyle
nos explica el por qué de los procedimientos hispanos, fundados filosóficamente en la
materialización de las obras de caballería de la Edad Media y la reproducción de la lógica
inquisidora de eliminación de las idolatrías del mundo: “Paréceme que ha de haber muchos que
digan: ¿qué tiene que ver la conquista del Nuevo Reino, costumbres y ritos de sus naturales, con los

1
El Carnero es publicado por primera vez en 1859 transcribiendo los manuscritos que poseía el historiador
guaduense Joaquín Acosta, escritos por Rodríguez Freyle entre 1636 y 1638; el nombre original de la obra es
Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano y
fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogotá... y continúa. Javier Hernando Murillo, quien escribe el
prólogo de la edición consultada, explica claramente por qué se ha denominado El Carnero al documento,
que actúo como “sepultura social” de la clase alta de la Nueva Granada y encarnó al demonio cornado
dueño de la América: “Carnero se denominaba el estuche o baúl donde se guardaban papeles viejos y ya
inservibles, presumiblemente porque estos objetos estaban hechos con la piel de este animal. Pero, por
extensión, el carnero se utilizó para nombrar lo que ya no servía, lo que de una u otra manera ya había
cumplido su ciclo, lo que había muerto o, también, lo que estaba en camino de morir”.

17
lugares de la Escritura y Testamento viejo y otras historias antiguas? Curioso lector, respondo: que
esta doncella es huérfana, y aunque hermosa y cuidada de todos, y porque es llegado el día de
sus bodas y desposorios, para componerlas es menester pedir ropas y joyas prestadas, para que
salga avistas; y de los mejores jardines coger las más graciosas flores para la mesa de sus
convidados; si alguno le agradare, vuelva a cada uno lo que fuere suyo, haciendo con ellas lo del
ave de la fábula: y esta respuesta sirva para toda la obra.” (Rodríguez Freyle, 1997: 28, negritas
nuestras). Una objetivada “virgen salvaje” es violentada por los bastiones de las Coronas ibéricas y
obligada –según la vieja usanza de las violaciones en España2– a casarse con el varón conquistador,
que engalana la miseria del cuerpo indio mutilado con la riqueza saqueada y fundida; las joyas son
un forzado préstamo de la ritualidad nativa a la ambición extranjera.

El mestizaje temprano, la concepción física entre españoles e indias, ocurre como una estela tras
de la destrucción de poblados, de la masacre de comunidades y de la profanación de tumbas; fue
una práctica permanente la toma de mancebas e indias de servicio como esclavas sexuales y
domésticas. Buscando frenar la devastación colonizadora, muchos caciques a lo largo de América
ofrecen a sus hijas para casarse con los conquistadores, en muestra de voluntad para el cese de las
hostilidades: los líderes de Tabasco entregan a doña Marina en los brazos de Hernán Cortés,
conocida posteriormente como Malinche La Lengua, india que desempeña un papel definitorio de
traducción en el sometimiento y la caída de los Mexicas; las ceremonias de casamiento en el
Anáhuac colonizado procedían destruyendo los ídolos locales en primer lugar, se realizaba una
misa católica y se bautizaba a las próximas concubinas para hacerlas conversas dignas de la moral
cristiana. El Inca Atahualpa sugiere a Francisco Pizarro casarse con su hija Angelina, también con
Inés hija de Huaina Cápac, haciendo que se amancebara con las princesas descendientes de la
casta real del Tawantinsuyo; el Inca Garcilaso de la Vega –uno de los primeros cronistas mestizos–
fue hijo del capitán ibérico Garcilaso de la Vega y de la ñusta –princesa Inca– Isabel Chimpu, hija
del príncipe Huallpa Túpac Inca y sobrina de Huaina Cápac. En la conquista de la costa Caribe
colombiana, el Adelantado Pedro de Heredia se vale de una India Lengua para dominar a los
Caribes de Cartagena y alrededores, que se ha conocido históricamente como la India Catalina;
fue raptada a los catorce años de su etnia –los Mokana– y conducida a la isla de Santo Domingo
donde aprende el castellano, para regresar posteriormente a su pueblo y propiciar la reducción de
sus coterráneos. El pueblo de donde fue arrebatada se ubica en el actual departamento de Bolívar
y lleva por nombre conjurado Santa Catalina.

El objetivo de este primer capítulo es reconstruir una narrativa que surge del choque conquistador
y la síntesis procreativa mestiza en el denominando Nuevo Reino de Granada, como fue bautizada
la tierra habitada por los Chibchas del altiplano cundiboyacense; la génesis de la mitología colonial
en ebullición, que se arrastra sigilosa hasta nuestros días. De esta forma destacamos el carácter
fundacional de las relaciones entre indias y españoles durante la expedición comandada por el
conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, que desciende por el río de la Magdalena hasta las
sierras del Opón, lugar donde una india delata al cacique local que estaba celebrando su propio
casamiento; ya en tierras de los Muiscas, varias mujeres sacan las niguas que tienen atormentados
a los españoles, aunque también envenenan la comida con borrachero3 para poder escapar de sus
captores mientras éstos experimentaban la severa intoxicación que produce el consumo de esta
planta de poder. Avanzada la conquista del Nuevo Reino, otra india confiesa la rebelión preparada

2
La legislación española resolvía las acusaciones de violación con la desidia y el olvido; muchas veces el
agresor obtenía el perdón de la familia de la mujer abusada a través de un acuerdo de casamiento: “A veces
todo acababa cuando se conseguía que el trasgresor se desposase con su víctima.” (Mira, 2007: 43).
3
Árbol alucinógeno que se recoge en el género Brugmansia.

18
por el Tundama contra el capitán Baltasar Maldonado, que es reprimida en cruenta guerra
ferozmente resistida por el señor de Duitama y sus gentes4. A partir de estos y otros innumerables
ejemplos podemos visibilizar cómo la mujer indígena –representada por Rodríguez Freyle en la
doncella América– fue el ícono por excelencia que definió la aspirada sumisión que los pueblos
amerindios debían a sus iluminadores, hombres blancos dueños de la guerra justa y santa. Este
pretendido orden contrasta con la simbología astral de los Muiscas, que veían en la
complementariedad de los géneros la síntesis de su propia existencia, el matrimonio ancestral
entre el sol y la luna como el origen del universo y los ancestros primordiales, que dan creación y
creatividad a la gente.

ENTRE CULEBRAS Y GUACATAS

Empezando el capítulo segundo, Rodríguez Freyle dice que existían dos grandes reyes entre los
habitantes del Nuevo Reino: “El Guatavita en la jurisdicción de Santa Fe, y el Ramiriquí en la
jurisdicción de Tunja” (Rodríguez Freyle, 1997: 8); dicha división delimita las dos confederaciones
regionales Muiscas que los españoles interpretaron como el Zipazgo del sur y el Zacazgo del norte,
parcialidades que se consideraron enfrentadas por la unificación política de la nación de los
Chibchas. El Guatavita era el rey más poderoso del sur del territorio, que sujetaba a gran cantidad
de trabajadores dictando normas como que “ningún indio pudiese matar venado ni comerlo sin
licencia del señor; y era esto con tanto rigor, que aunque los venados que había en aquellos
tiempos, que andaban en manadas como si fueran ovejas, y le comían sus labranzas y sustentos,
no tenían ellos licencia de matarlos y comerlos si no se la daban sus caciques” (Rodríguez Freyle,
1997: 9); como legislador, el Guatavita tenía una única ley de justicia que se pagaba con la muerte:
si un indio fijaba su afición en alguna de las tiguyes del supremo –es decir sus mujeres– ambos
indio e india debían morir. Esta declaración recuerda la crudeza con que fue castigada la ancestral
Cacica Guatavita y los hechos que se desencadenaron con su tortura, cuyo antiguo relato fue
consignado únicamente por fray Pedro Simón y que procederemos a capitular.

El cronista inicia el mito narrando cómo el demonio –atribuido dueño espiritual de las tierras
americanas– se aparecía en las aguas en forma de dragoncillo o culebra grande, exigiendo
ofrecimientos de oro y esmeraldas. En este tiempo el Guatavita tenía por tiguye a una india
hermosa, que superaba la belleza de sus otras mujeres y la atención que él presaba a ella respecto
de las demás esposas. Dicha cónyuge mayor traicionó a su marido con uno de los caballeros de la
corte, sin el suficiente cuidado; cuando el cacique se entera captura al amante, le corta los
genitales y lo mata bajo la pena del empalamiento. Con los órganos sexuales del traidor ajusticiado
prepara un guisado y se los da de comer a su esposa en ceremonia pública de humillación,
ordenando también que se cantara el delito de la adúltera en las fiestas de los indios sujetos como
escarmiento de la culpable y de las demás mujeres. Atormentada por el aberrante castigo, la
cacica busca el suicidio: una noche sale a hurtadillas del cercado con destino a la cercana laguna
de Guatavita, acompañada por una muchacha que sostiene a una pequeña niña de brazos, hija del
cacique y suya; ante el descuido de los jeques o mohanes custodios de la laguna, arroja la niña al
agua e inmediatamente la sigue, ahogándose las dos. Al siguiente día los hechiceros se enteran de

4
Gran parte de la información hasta aquí consignada, referente a las relaciones entre mujeres indígenas y
hombres españoles, toma por fuente el artículo “La conquista de las indias”, escrito por el arqueólogo
español José Pérez de Barradas y publicado por la revista ARBIL No. 39, revisada en su página web:
http://www.arbil.org/%2839%29indi.htm, documento consultado el 1 de mayo de 2013.

19
quiénes fueron las personas que se lanzaron a la laguna y prestos informan al cacique de la
horrible tragedia: el Guatavita se dirige desesperado a la laguna y ordena al jeque mayor que se
sumerja en el agua y saque a su esposa e hija del lago. El brujo convierte en brasas rojas unos
guijarros, los arroja al agua y se zambulle guiado por su luz en busca de las mujeres; cuando
retorna cuenta que ha encontrado a la cacica viva, en una casa y cercado mejores que los de
tierra, con el dragoncillo entre las piernas y decidida a no regresar, donde criará en descanso a su
hija. El cacique ordena que el jeque se sumerja de nuevo y saque, al menos, a la hija; el hechicero
realiza el mismo procedimiento y regresa con el cuerpo muerto de la niña, sin ojos ya que el
dragoncillo se los ha quitado para que la pequeña no sirviera de nada en tierra y la retornaran al
agua. El Guatavita –que también es adorador de la culebra– devuelve el pequeño cuerpo a la
laguna, desconsolado de pena. La historia se riega con rapidez y poco tiempo después empiezan a
llegar indios de Ubaté, de Bogotá, de Tunja, de Chocontá, con ofrendas abundantes para la cacica
viva y el dragoncillo como pago por las pruebas de la existencia en el más allá, en sembrados y
cercados mejores que los de la superficie. Los ofrecimientos se hacían por medio de los mohanes
en balsas que los transportaban al centro de la laguna, donde luego de rezos y ceremonias
arrojaban variadas riquezas; el cacique de Guatavita llegó a cubrir su cuerpo de oro en polvo para
bañarse en el agua de la laguna. De cuando en cuando retornaba la mujer sobre la superficie del
agua, desnuda de la cintura para arriba y de la cintura para abajo ceñida con una manta roja, para
advertir de sequías, hambrunas, pestes o muertes de caciques enfermos5.

La leyenda mencionada expresa varios elementos esenciales en la concepción del componente


femenino fundamental entre los Muiscas: la madre primordial Bachué emerge de la sagrada
laguna de Iguaque –como ancestro desde el más allá subacuático e intrauterino– con un niño de
tres años que va de su mano. Descienden juntos de la sierra al valle, donde hicieron hogar hasta
que el muchacho tuvo edad para casarse con ella; la maravillosa fecundidad de la primigenia mujer
hace que nazcan de cuatro a seis hijos por parto, llenando la tierra de gentes en sus recorridos.
Cuando la pareja está vieja regresan a Iguaque, reúnen al poblado y se despiden emotivamente al
borde de la laguna, aconsejando la vida pacífica y espiritual dedicada a los dioses; retornan al agua
transformados en dos enormes culebras, apareciéndose la Bachué ocasionalmente en otras
fuentes de agua. La diosa es coronada y recibe frecuentes ofrendas de riquezas, consagrando el
ritual de sacrificio a las aguas; una estatua de tamaño real hecha en oro fino que representaba al
niño de Iguaque conservaba viva la memoria material de la génesis Muisca, ídolo que tuvo que ser
lanzado a la laguna originaria para ocultarlo de la codicia de los españoles. Simón afirma que
Bachué es la misma Chía –la luna, el mes– o Huitaca –la lechuza–, mujer que insta a las gentes a
una vida de placeres, embriaguez y hechicerías; el supremo dios solar la convierte en la lechuza –
encarnación del poder lunar–, obligándola a vivir sólo de noche.

Otros relatos de la hembra reptil, como la china doncella del cacique Meicuchuca de Bogotá que
se convierte en culebra bajo el Salto del Tequendama 6 o la serpiente sacrificada en el origen mítico
del lago de Tota7, nos permiten enlazar diversas constantes simbólicas del culto Muisca al
componente femenino de la realidad: la mujer representa la fertilidad creadora de la humanidad y
su asociación con el líquido vital cataliza las ofrendas en premoniciones, que mantienen la
sociedad en orden ante los avatares periódicos de la naturaleza. Su cuerpo es la luna sibilina y su
lugar es la noche, teniendo fundamentales influencias en los ciclos del agua. Las mitologías
asociadas a la culebra acuática han pervivido entre los campesinos del altiplano cundiboyacense,

5
La versión original y completa del mito consignado por Simón fue consultada en Correa, 2004: 365-368.
6
Para consultar la versión original y completa del mito consignado por Simón, ir a Correa, 2004: 368-369.
7
Para consultar la versión completa del mito, ir a Montaña de Silva Celis, 1970: 27-40.

20
como “la evocación involuntaria de la divinidad de las aguas, personificada por los antepasados en
la madre Bachué y en la profetisa Cacica de Guatavita”: “La presunción muy probable de que al
arcano eterno del lago de Tota, situado al suroeste de Sogamoso, fueron confiados por el celoso
sacerdocio del templo máximo del Sol las reliquias sagradas, para defenderlas de los ultrajes de la
Conquista, hizo pensar en 1880 a un atrevido empresario en el desagüe de esta hermosísima
laguna, y al autor de este libro le tocó en gracia hacer los estudios técnicos necesarios. Entonces
comprobó que subsistía aún entre los indígenas del vecindario de Cuítiva la tradición de un
monstruo negro con cabeza de toro que dizque vive en las aguas de esa laguna encantada, del cual
habla Piedrahita en su Historia” (Triana, 1970: 168-169).

Dicha ritualidad hídrica confirmó en oídos de los conquistadores el mito de ElDorado, relato
creado en fechas tempranas del “descubrimiento” que impulsó la conquista del Nuevo Mundo; la
codicia profanadora se extendió por todo el continente y llevó a los ibéricos a los espacios más
recónditos, dominios de la selva inhóspita donde la mitología europea es tragada por las fuerzas
creadas en esta interacción esencial con la simbología telúrica americana. La leyenda del Dorado –
“la imagen más representativa del pasado prehispánico de la Nueva Granada” (Correa, 2004:
102)– surge a partir de la fusión de múltiples testimonios de los Cronistas de Indias, que iban
tergiversando y agregando nuevos elementos sobre la base de la mitificación conquistadora de la
riqueza amerindia y el culto ofrendario a las aguas. Gonzalo Fernández de Oviedo es el primer
cronista en mencionar la idea de un “hombre dorado”, y Jiménez de Quesada –en su atribuida
Epítome de la Conquista– informa sobre una laguna en Tunja donde los indios ofrendaban oro y
piedras preciosas. Juan de Castellanos vincula los ofrecimientos en un lago sagrado con la noticia
de un rey desnudo y cubierto de oro en polvo, que las huestes de Sebastián de Belalcázar reciben
de un indio viajero en Quito y que dicho conquistador del sur anuncia con la consigna de “vamos a
buscar este indio dorado” (Rodríguez Freyle, 1997: 12). Los tres cronistas mencionados son las
fuentes primarias que mencionan en tiempos contemporáneos a la conquista la presencia del
“Hombre Dorado”; la historia se consolida en letras de Simón, expresando que el indio caminante
de Castellanos provenía de Muequetá –es decir del cercado de Bogotá– y que en su encuentro
narra a los españoles la ofrenda de un cacique que transportado por una balsa al centro de la
laguna sagrada de Guatavita –“el adoratorio más frecuentado y famoso”–, se sumergía cubierto de
oro en polvo mientras se hacían ofrendas de tunjos y esmeraldas (Botero, 2006: 22-24). Rodríguez
Freyle le da carácter político a la ceremonia, considerándola como el ritual de posesión de un
nuevo cacique Chibcha: la laguna ardía por el fuego que encendían los indios espectadores en
derredor, que portaban vistosa parafernalia e instrumentos musicales que cubrían con su sonido
los valles cercanos; entre tanto una balsa de juncos llevaba a cuatro principales junto con el
cacique a consagrar; con brasas encendidas quemaban tanto moque –incienso sagrado– que “el
humo impedía la luz del día”; el iniciado se desnudaba mientras lo cubrían de tierra pegajosa y oro
en polvo, para llegar al centro de la laguna y anunciar el silencio con una bandera; los mayores
también desnudos y el indio dorado arrojaban ofrendas de oro y esmeraldas, volvían a retumbar
los gritos, fotutos y gaitas acompañados de bailes, y el nuevo cacique se sumergía en el agua
cerrando el ritual (Rodríguez Freyle, 1997: 10-11). Las ofrendas a Guatavita se intensificaron con el
arribo de los españoles y por dicha razón intenta ser desaguada, como ocurrió en otros centros
ceremoniales Muiscas: las lagunas de Suesca, de Siecha, de Guasca y de Fúquene entre otras.

21
Lámina 2

Vista del lago Guatavita. Lámina publicada por Alexander Von Humboldt en su libro Visitas de las cordilleras
y monumentos de los pueblos indígenas de América, publicado en 1810. Humboldt explica que se ha
señalado intencionalmente la escalera usada en las ceremonias de las abluciones –en el costado izquierdo
del dibujo–, así como el boquete –al centro de la imagen– que se abrió poco después de la Conquista para
intentar desecar la laguna y extraer sus tesoros.

El indio dorado coronado como un nuevo cacique revestía su cuerpo de la energía brillante del sol,
que el padre primordial Bochica entregó a los hombres para consolidar la política religiosa de los
Muiscas. Bochica es la personificación de la luz creadora del día –también llamado Xué, el sol, o
Chimizapagua, el mensajero de Chiminigagua, dios sol creador e inasible– e igual que Bachué
surge del páramo y desciende a los valles, siguiendo la ruta del naciente al poniente a través de la
hidrografía que va de sur a norte (Correa, 2004): “El itinerario seguido por el maestro arranca del
páramo de Chingaza (eje de la cordillera que separa la altiplanicie, de la llanura oriental, por los
lados de Cáqueza), sesga la ruta sagrada hacia Pasca y entra al dominio de Bacatá por Bosa,
Fontibón y Funza hasta Cota, donde vivió en una cueva a las faldas de la sierra.” (Triana, 1970:
100). Nombrado por los cronistas el “santo civilizador” –incluso considerado como la presencia
evangelizadora del apóstol Santiago antes del “descubrimiento”–, el padre y pariente se desplaza
inicialmente por la frontera occidental del territorio Muisca, recorriendo las tierras
cundiboyacenses y enseñando a las gentes el hilado del algodón y el teñido de las mantas en
cruces, dejando “los telares pintados en alguna piedra liza y bruñida, como hoy se ven en algunas
partes, por si se les olvidaba lo que les enseñaba” (Simón, en Correa, 2004: 357). En Bosa muere el
camello que lo transportaba, depositando sus huesos en la laguna de Baracio, donde los adoraron
como señal del maestro; saliendo de Cota sigue su camino al norte, llegando a las tierras de los
indios Guanes que lo retrataron junto a cálices en las grutas donde se refugiaba a meditar.
Desciende a la provincia de Tunja, donde convoca a los caciques principales y los organiza en torno
a Suamox –la ciudad del sol–, hereda sus poderes mágicos de control climático en el Iraca y
consagra el sacerdocio mayor de culto solar entregando una enorme guacata –esmeralda– que
posteriormente formaría, en conjunción con una embravecida serpiente negra, el lago de Tota.
Estando en Suamox es invocado por las gentes de Bacatá, implorando su intervención para aliviar
la inundación generada por la ira del dios Chibchacum; acudiendo a las plegarias de las gentes del
Zipazgo se aparece en los Cerros Orientales junto con Cuchaviva –el arcoíris–, rompiendo unas

22
peñas con su bordón de oro y desaguando la sabana por el Salto del Tequendama; condena a
Chibchacum a cargar el mundo sobre sus espaldas, en sustitución de los guayacanes que sostenían
la tierra desde su origen. El Templo o Casa del Sol en la ciudad sagrada de Suamox –hoy Sogamoso,
Boyacá– fue su señal material en las tierras del Zaque, lugar sagrado donde habitaba el sol en
resplandeciente presencia. Finalmente el padre primordial desaparece en el valle de Iza, donde
deja una piedra marcada con su pie a orillas de un río; una versión reciente de Xieguazinsa Ingativa
–actual gobernador Muisca– complementa el recorrido del padre primordial y asegura que el sitio
de su descanso final fue la isla de San Pedro en el lago de Tota (López, 2012).

El profesor François Correa destaca la condición foránea de Bochica –“no conocido por nadie”–,
condensando la descripción del padre civilizador a partir de los testimonios de varios cronistas:
“hombre de avanzada edad; de canos y largos cabellos hasta la cintura recogidos con una cinta o
rodete; de crecidas y largas barbas; vestía una manta atada sobre el hombro derecho y recubierta
con una túnica sin cuello hasta la pantorrilla; descalzo se ayudaba con una macana o vara de oro; y
traía un tocado de plumas en la cabeza y brazaletes en los brazos”; “*el cronista fray Antonio+
Medrano exagerará su traza extranjera imaginándole blanco y de cabello rubio. En cambio, Vargas
Machuca observa que las insignias que traía en la mano eran semejantes a los dibujos en las
peñas.” (Correa, 2004: 38). Sus características lo envisten de la parafernalia propia de los caciques
Muiscas, que recibían la transmisión de la perenne luz solar en su consagración ceremonial de
investidura de oro; el poder lumínico era practicado en su desempeño político como
perpetuadores de las alianzas, ordenanzas y reglas legadas por el mítico primer cacique. En las
constantes mitológicas Muiscas, aunque “dios universal de todos, en particular era el Bochica de
los caciques y capitanes”, enseñando cosas de la vida política (Simón, en Correa, 2004). Los líderes
políticos eran eternizados y convertidos en ancestros por medio de la momificación, recibiendo
ofrendas en sus moradas situadas en las cuevas de las sierras, siguiendo las grutas habitadas por el
padre civilizador; allí permanecían eternos como el poder del sol que guía las acciones de los vivos:
“[Bochica] aparece como la proyección humanizada del primigenio poder lumínico del Sol, pues es
el movimiento del astro el que orienta el cosmos y el territorio. Ordena el espacio social
epicentrándole en torno de centros ceremoniales. Su poder se manifiesta en el control sobre la
naturaleza y sus efectos, la garantía sobre la vida y la muerte.” (Correa, 2004: 45). La historia del
nacimiento del déspota cacique Goranchacha es síntesis de la consagración solar de los caciques,
confirmación de la simbología política Muisca evocada en el reflejo dorado del astro del día que
marca el ciclo permanente de los días: una princesa virgen de Guachetá es fecundada por los rayos
del sol en un cerro que recibe el alba del amanecer; da a luz una guacata, que posteriormente se
transformaría en el semidiós que usurpa el trono del Ramiriquí y traslada el centro político del
Zacazgo a Hunza –actual Tunja, Boyacá–. Allí ordena la edificación de un templo de piedra para
honrar a su padre celeste, construido con pilares de mármol que resultarían abandonados en
tiempos cuando los españoles ya estaban asentados en Santa Marta. Los indios ordinarios no
podían –bajo pena de muerte– observar a Goranchacha directamente al rostro, enceguecidos por
su lumínica investidura; el legendario cacique predijo a su pueblo el arribo de gente fuerte y feroz,
que habría de someter con abusos y trabajos, despidiéndose este Hijo del Sol y desapareciendo en
su cercado, no sin antes declarar que regresaría algún día8.

8
Para consultar la versión original y completa del mito consignado por Simón, ir a Correa, 2004: 371-373.

23
Lámina 3

Bochica y Quesada. Fragmento de pintura, idealización de Luis Alberto Acuña. Bochica según su costumbre,
pintando el legado imperecedero de sus enseñanzas en una piedra pulida; observándolo se encuentra el
conquistador de los Muiscas y fundador de Santa Fe de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada.

Pocos años antes de que llegaran los conquistadores ibéricos a territorios Muiscas, los cacicazgos
de Guatavita y Bogotá estaban en guerra por la definición de quien era el soberano de las tierras
confederadas del sur, el Zipazgo. El testimonio que nos transmite Rodríguez Freyle de este
enfrentamiento lo describe a partir de las conversaciones que tiene con don Juan, contemporáneo
suyo, cacique de Guatavita y sobrino heredero del señor de este relato, bautizado en cristiandad
como don Fernando. Don Juan refiere a su tío como el antiguo rey del territorio sur de los Muiscas,
mientras que el Bogotá era su teniente y capitán general con título de Ubzaque o cacique menor.
Ocurrió que las aldeas Chibchas del sur circundantes al páramo de Sumapaz, sujetas al Guatavita –
Ubaque, Chipaque, Pasca, Fosca, Chiguachí, Une y Fusagasugá–, se rebelaron en armas y el Bogotá
presto a la guerra sujetó en sangrientos enfrentamientos a los pueblos insurrectos, retornando
con grandes riquezas para su señor; en las fiestas celebradas por la victoria se incitó al Bogotá a
levantarse contra el Guatavita, ya que se sacrificaba con su gran fuerza militar mientras el cacique
mayor “sólo servía de estarse en su cercado con sus tiguyes” (Rodríguez Freyle, 1997: 14). El rey se
entera de la programada traición y los cacicazgos desafiados se envían mutuamente quemes o
mensajeros con ofrendas de mantas para convocar la guerra en tres días; las enormes tropas del
Bogotá enfrentan la defensa del Guatavita en el valle de Guasca, haciendo huir al rey con sus
tesoros al poblado de Guachetá. Se mantienen tropas de asedio en las aldeas sometidas por el
Bogotá, mientras el Guatavita organizaba a sus gentes solicitando también ayuda al Ramiriquí de
Tunja. Según el cronista se preparó la guerra para el año de 1538, concurriendo a la consagración
de la batalla con la ceremonia de correr la tierra9, que el Bogotá profana matando durante la
celebración a los diez mil hombres enviados por el Ramiriquí. Su victoria habría sido completa, si
no fuera porque los perpetuos enemigos Panches y los aparentemente sujetos Sutagaos debieron
ser contenidos, ya que aprovecharon la ventajosa situación; además, fueron interceptados dos
mensajeros del Ramiriquí que iban a avisar al Guatavita que “por la parte de Vélez [actual
departamento de Santander] habían entrado unas gentes nunca vistas ni conocidas, que tenían
muchos pelos en la cara, y que algunos de ellos venían encima de unos animales muy grandes, que
sabían hablar y daban grandes voces” (Rodríguez Freyle, 1997: 23). El Ramiriquí se retira con sus
gentes para hacer frente a los extranjeros, resultando los indios vencidos y sometidos; el Bogotá y
sus guerreros enfrentan a los invasores en Zipaquirá, Suba y Bacatá y también son derrotados

9
Según Rodríguez Freyle, la ceremonia de correr la tierra era un ritual que transitaba en circuito las lagunas
de Guatavita, Guasca, Siecha, Teusacá –hoy El Verjón– y Ubaque, con grandes festejos y borracheras que
terminaban en el altar de Guatavita con ofrendas similares a las de ElDorado.

24
amargamente. Mientras todo esto ocurría el Guatavita observaba la inminente devastación de los
Muiscas desde su refugio en Guachetá, y viendo la codicia de los blancos por las riquezas preciosas
ordena a su contador –el cacique de Pauso– que fuera con cien indios cargados de oro a las
últimas cordilleras de los Chíos –que dan vista a los Llanos Orientales– a esconder entre los
peñascos de las montañas su rico tesoro, para luego regresar al cerro de La Guadua y esperar
órdenes: “Volvióse con toda la gente al cerro de La Guadua, guardando el orden de su señor, a
donde halló el tesorero Sueva, cacique de Zaque, con quinientos indios armados, el cual pasó a
cuchillo a todos los que habían llevado el oro a esconder, y al contador Pauso con ellos. Parece que
este fue consejo del diablo por llevarse todos aquellos y quitarnos el oro; que aunque algunas
personas han gastado tiempo y dineros en buscarlo, no lo han podido hallar.” (Rodríguez Freyle,
1997: 57).

LA CONQUISTA Y EL CONJURO COLONIAL

En tiempos de las mencionadas disputas políticas por la unificación de la nación de los Chibchas se
preparaba el recorrido que condujo a la conquista del altiplano cundiboyacense; en 1536 parte
una expedición comandada por el Adelantado granadino Gonzalo Jiménez de Quesada desde la
ciudad de Santa Marta, comisionado por el Gobernador Pedro Fernández de Lugo para que
descendiera por el río grande de la Magdalena en búsqueda de un camino para acceder al dorado
reino del Perú. Rodríguez Freyle nos abrevia el recorrido que emprende el conquistador junto con
sus tropas, más de seiscientos soldados de los cuales arriban menos de doscientos a las tierras de
los nombrados indios “Moscas”:

“Salieron de Santa Marta en conformidad de lo proveído y ordenado, por la misma cuaresma del
mismo año, ochocientos soldados poco más o menos, con sus capitanes y oficiales, en cinco
bergantines, por el río arriba de la Magdalena, con mucho trabajo y sin guías, a donde se murieron
y ahogaron muchos soldados, hallándose en el río y en sus márgenes muchos indios caribes, con los
cuales tuvieron muchas guazabaras, en que murieron muchos soldados heridos con flecha de
hierba y ponzoña, y otros comidos de tigres y caimanes, que hay muchos en el río y montañas de
aquel río; y otros picados por culebras, y los más del mal país y temple de la tierra; en cuya
navegación gastaron más tiempo de un año, navegando siempre y caminando sin guías, hasta que
hallaron en el dicho río, hacia los cuatro brazos, un arroyo pequeño, por donde entraron, y
subiendo por él encontraron con un indio que llevaba dos panes de sal, el cual los guió por el río
arriba, y salidos de él por tierra los guió hasta las sierras del Opón, términos de Vélez, y hasta
meterlos en este Nuevo Reino.” (Rodríguez Freyle, 1997: 4).

Durante esta intensa ruta de selva indomable, que diezmó la avanzada de los exploradores, el
grupo sobreviviente desembarca en el punto de La Tora –actual Barrancabermeja, Santander–
hacia el año de 1537; según registro del cronista fray Pedro de Aguado, en la exploración de un
cercano afluente del río de la Magdalena el capitán Juan de San Martín topa unos bohíos
abandonados donde halla unos trozos compactos de sal de mina, así como unas mantas pintadas;
a partir de estos indicios de fortuna, el General Quesada ordena a los capitanes Juan de Céspedes
y Lázaro Fonte remontar el dicho afluente para buscar algún indio que pudiera servir de guía a la
expedición y los condujera al lugar de origen de estos elaborados bienes. Los capitanes,
acompañados de veinte hombres, andan por entre las empinadas sierras cubiertas de tupido
monte hasta encontrar un lugar poblado por doce casas, donde capturan a un aterrado indio al
cual le muestran un trozo de los panes de sal y le preguntan de dónde provenía dicho producto; él

25
se ofrece de guía y los conduce a la sierra de Opón, donde apresan al cacique local delatado por
una presta india y lo obligan a llevarlos al origen del blanco mineral. Avanzan varias jornadas hasta
el Valle de Grita, lugar en el que se reúnen de nuevo todas los hispanos y desde donde divisan por
primera vez la extensión de las tierras sabaneras de los Muiscas, territorio marcado por caminos
que conducían a poblados de columnas humeantes. De allí, los españoles pasan al pueblo de
Guachetá –donde inicia la conquista del altiplano cundiboyacense–, la lengua Caribe cambia por la
Chibcha y los ibéricos “descubren” a los Muiscas en este encuentro guiado por la sal.

En su demoledora avanzada, las huestes conquistadoras someten a los importantes cacicazgos de


Turmequé, Tunja, Duitama y Sogamoso; descubren el Templo del Sol en la ciudad de Suamox y
atribuyen sus ofrendas al tesoro de ElDorado, lo profanan e incendian, y los enormes troncos de
guayacanes que lo sostenían –equivalentes a los pilares del equilibrio terrestre– lo hacen arder por
cuatro o más años. El Zipa Tisquesusa –cacique de Bogotá– huye con sus tesoros a su cercado de
placer en Cajicá –Casa de Monte–, ubicado en cercanías de las piedras pintadas de Tunja del actual
Facatativá. Según Simón, luego del asedio y toma de Funza –el cercado del Zipa– los capitanes
Juan de Maldonado y Lázaro Fonte capturan a dos indios espías furtivos en un pantano, el primero
un viejo que muere a causa de las torturas infligidas para obligarlo a la traición, y el segundo un
joven que desesperado confiesa el paradero de Tisquesusa; se ataca la Casa de Monte de noche,
penumbra que hace pasar desapercibido al cacique que finalmente recibe un flechazo del
ballestero español Alonso Domínguez, escapando herido de muerte y muriendo solitario, oculto
en un campo de maíz (en Correa, 2004). Sagipa –sobrino guerrero sucesor del Zipa– se atrinchera
en los Cerros Orientales y continúa la defensa de la dinastía de Bogotá; con el envío de emisarios
se logra una tregua con Quesada y los españoles, quienes ayudan militarmente a los Muiscas
enfrentando juntos a los compartidos enemigos Panches en Zipacón: “Una vez los conquistadores
tomaron posesión de la Sabana de Bogotá, las tierras e indios tributarios adquiridos no fueron
suficientes para amainar su ambición ni saciar su codicia. Su preocupación constante era la de
adquirir tesoros y ojala enriquecerse en un día. Los indígenas, que supieron comprender esta
pasión desenfrenada, habían usado el mito del “Dorado” para empujar fuera de sus tierras a los
incómodos extranjeros. Puede decirse que la conquista del territorio de los panche tuvo un origen
similar puesto que al comprender Quesada que cerca de la Sabana de Bogotá no había fuentes
auríferas preguntó a los muiscas de donde obtenían el precioso metal y estos respondieron que en
la tierra de los panches.” (Arango, 1974: 98). Poco tiempo después, el último Zipa es apresado y
atormentado hasta la muerte, mortificado para que entregara a los españoles el gran tesoro
oculto del legado de Bogotá.

El seis de agosto de 1538, Jiménez de Quesada funda con doce casas de paja la ciudad de Santa Fe
–capital del Nuevo Reino de Granada– en el sitio de recreo de los reyes de Bogotá llamado
Thybzaquillo. Según testimonio del cronista Lucas Fernández de Piedrahita, el Adelantado se
propuso regresar por el río de oro para remontar luego el río grande de la Magdalena, con la
intención de informar de su onerosa victoria al Gobernador Pedro Fernández de Lugo, que había
muerto y legado el cargo a su hijo Alonso Luis de Lugo. Avanzando varios días por la prevista ruta,
el General se entera de malas lenguas que el capitán Lázaro Fonte había dicho que su persona
llevaba ocultas gran cantidad de esmeraldas para beneficio propio, sin pagar el quinto real que
correspondía a la Corona de todas las riquezas encontradas; Quesada regresa con el objetivo de
enfrentar y juzgar a Fonte por sus atrevidas declaraciones, adicionando a la reyerta otro
testimonio que aseguraba que el capitán había rescatado una poderosa esmeralda de elevado
precio sin dar aviso a su superior.

26
****

Para la reconstrucción de la vida y sucesos del conquistador ibérico Lázaro Fonte será necesario
recurrir a variadas fuentes consultadas, que han permitido visibilizar un amplio panorama de sus
relaciones y destinos: su participación en la conquista del Nuevo Reino fue destacada por varios
Cronistas de Indias, así como la historia de su enfrentamiento con Jiménez de Quesada producto
del duelo por la posesión de las esmeraldas; Esteban Mira revisa varios folios que consignan de
manera extensa los juicios contra Fonte, delineando el carácter del conquistador, cruel y
sanguinario10; por otra parte, Fernando González Cajiao redacta una obra de teatro llamada
Popón, el brujo, y el sueño de Tisquesusa: baile callejero de la conquista11, que apoyándose en la
revisión de Crónicas escenifica la desastrosa caída de los Muiscas y el romance de Lázaro Fonte
con la india Soratama; finalmente, el compilador de mitos y leyendas Javier Ocampo relata en
forma de cuento la unión entre el blanco y la indígena, que terminaría por definir una de las
memorias del mestizaje más sucintas en la colonización de las tierras del altiplano
cundiboyacense. Así, la diversidad de voces que acompañarán esta argumentación darán cabida a
un suceso, que por fantástico, no deja de ser realista y revelador del choque primordial que ha
configurado las culturas y mitologías coloniales del centro de Colombia.

Lázaro Fonte nace en Cádiz hacia 1508, hijo de una familia acomodada de origen catalán dedicada
al comercio marítimo; su padre, Rafael Fonte, fue regidor de consejo en Cádiz y en Tenerife, isla de
donde recibían importantes rentas. Esteban Mira arguye que una posible causa del
desplazamiento de Fonte al Nuevo Mundo fue el asesinato de un alguacil de su ciudad natal,
homicidio en el que se vio envuelto el Jueves Santo de 1533: ante los hechos el gaditano huyó
hacia las sierras entre Jerez de la Frontera y Tarifa, donde un testigo declaró que se presentó en
una posada vistiendo “un manteo negro y un bonete negro” (Mira, 2007: 49); finalmente, el
gaditano se presentó ante el juzgado de Cádiz y resultó absuelto en este primer juicio hacia su
persona, ya que se comprobó que el autor material del asesinato no fue él sino un criado suyo.

Un Lázaro de veintiséis años viaja al Nuevo Mundo en 1534 –acompañando por petición personal
al designado Gobernador de Santa Marta, Pedro Fernández de Lugo– con un navío y ciento
cincuenta hombres de su propiedad. En 1536 se unió a la expedición comandada por Gonzalo
Jiménez de Quesada bajo el cargo de capitán y participó activamente en la conquista del país de
los Muiscas; como se ha mencionado anteriormente, junto con el capitán Céspedes encontraron la
entrada al altiplano de los Moscas siguiendo la ruta del comercio de la sal, y en compañía del
capitán Maldonado capturaron a los indios que delatan el paradero del Zipa oculto en el cercado
de Cajicá. En la toma de la Casa de Monte y la caída de Tisquesusa, Simón narra la forma como
Fonte demostró sus habilidades conquistadoras en un suceso que lo enfrentó a un guerrero
Muisca: mientras los ibéricos decidían sí asediaban o incendiaban el cercado, se abre la puerta de
la fortaleza y sale un indio valeroso y fornido, armado con una lanza en una mano y una tiradera

10
El investigador consigue consultar los folios referentes al juicio contra Lázaro Fonte en el Archivo General
de Indias ubicado en Sevilla, España. A saber, los documentos referenciados son: Interrogatorio: “Pleito
contra Lázaro Fonte sobre malos tratos a los indios”, 1555: Archivo General de Indias, Justicia 426, n. 2, r. 4 y
Probanza hecha en la ciudad de Tunja contra Lázaro Fonte, 1543: Archivo General de Indias, Justicia 1123, n.
6.
11
“Popón, el brujo, y el sueño de Tisquesusa, obra teatral escrita (…) por Fernando González Cajiao, se basa
en crónicas y tradiciones sobre la conquista española de los indios muiscas. (…) El brujo Popón,
representante de una casta religiosa a la que los españoles llamaron “jeques”, (…) predijo históricamente la
llegada de los españoles.” (González Cajiao, 1990: 215). La predicción de Popón se materializó cuando vio
arder la laguna de Guatavita, fuego fatuo que avisaba del desplome de los Muiscas.

27
en la otra, que a viva voz desafió a cualquier español que fuera capaz de oponérsele en un
combate directo; ante el reto del confiado guerrero, el gaditano no dudó en lanzarse con su
caballo, tomarlo por los cabellos y arrastrarlo al lugar donde se encontraban los demás hispanos;
frente a lo sucedido, los indígenas protectores del cercado huyeron y dejaron desprotegido al Zipa.
Este suceso y su valiente guía en la conquista lo hicieron ganar la simpatía y el apoyo de sus
compañeros: “Lázaro Fonte era muy querido entre sus subalternos, y respetado y acatado por los
indígenas, quienes veían en él un ser superior y sobrenatural.” (Acosta de Samper, 1883). En la
sexta escena de Popón, el brujo, y el sueño de Tisquesusa –titulada “la invasión”–, el extraordinario
duelo entre Fonte y el guerrero Muisca enmarca la llegada de los conquistadores al altiplano;
Sagipa actúa como el indio defensor, y es allí donde el capitán ibérico conoce y enamora a
Soratama, india que obnubilada declara a los extranjeros barbados y blancos como los uchíes –
Hijos del Sol–, confesión que Lázaro confirma de forma enérgica anunciando el hambre española
de oro indio: “Más sí les decimos que somos de España, no les diremos nada. Es mejor decirles que
somos los uchíes, como dicen. ¡Somos dioses!” “¡Y también el oro, Licenciado! ¡También comemos
oro!” (González Cajiao, 1990: 231).

“–SAJIPA ¡Estos son extranjeros, invasores de mi tierra! ¡A lo menos, son caribes disfrazados! ¡No
les daré más que macana en la cabeza! (Se lanza sobre Lázaro Fonte y su caballo)

–FONTE (Reaccionando rápidamente, le hace el quite) ¡Lo veremos, indio hereje! ¡Santiago
Apóstol, a mí! (El arcángel San Miguel lanza una andanada de pólvora. Sagipa, asustado, corre.
Fonte lo persigue en su caballo. Lo agarra del pelo y termina arrastrándolo por el piso, haciéndolo
comer polvo. Finalmente, frente a Soratama, lo suelta como un caballero medieval)

–SAJIPA (Retirándose con los demás indios, excepto Soratama, quien se queda fascinada) ¡Ya me
las pagará, uchí animal! ¡Iré a reunir mi ejército!

–QUESADA ¡Vamos tras ellos!

–FONTE (Bajándose del caballo [y dirigiéndose a Soratama]) ¿Te irás conmigo, bella virgen? (Le da
un espejo)

–SORATAMA (Mirándose al espejo) Sí, señor. Ya mismo. Con usted se cumple un verdadero sueño:
¡Me veo a mí misma!” (González Cajiao, 1990: 231-232).

No se conoce el lugar de origen de la india Zoratama o Soratama. Javier Ocampo dice que provenía
de Guatavita, aunque residía en el Zipazgo de Bacatá; en la obra de teatro, Soratama proviene del
cacicazgo de Ubaque sometido por Tisquesusa, que toma a esta princesa en forzada alianza
matrimonial. Su nombre es similar a la denominación de una de las capitanías que componían el
Zipazgo llamada Tibaque Sosatama, que “tenía sus asentamientos en las sierras cálidas de Tena,
pero también tenía labranzas en Bosa y luego en la confluencia de los humedales contra el río
Funza.” (Correa, 2004: 316), y de forma similar también se asemeja a Uzatama –extinto poblado
Muisca que se situaba en la vega que forman los ríos Insa o Subia e Izquisie o Barroblanco, actual
ubicación del municipio de Silvania–, que “según el inglés Welby, se forma este nombre de dos
vocablos: Uza, jefe, y Thama, puerta; significa, pues, «puerta del jefe».” (Sabogal, 1919: 19).

Recorriendo la senda conquistadora, Fonte se vio involucrado en dos casos de violación a niñas
indias vírgenes y no bautizadas. El primero fue el abuso de una de las hijas del cacique de Bogotá,
de siete u ocho años; el segundo fue el de una niña de Turmequé, de doce o trece años: de este
suceso, el testigo Juan Montañés narra que “En Turmequé que en aspó una niña de poca edad

28
para se echar con ella y la ató a los palos del bohío las manos y los pies en unos palos y que este
testigo estuvo presente a ello y que se salió de allí y oyó dar voces a la niña muchas como se
echaba con ella el dicho Lázaro Fonte y la corrompía y que la niña era india y no era cristiana.”
(Mira, 2007: 60). Ambas violaciones las realiza con sevicia y perversión, ante la presencia de
testigos españoles que no impidieron su violencia. Aunque el maltrato y tortura hacia las mujeres
nativas fue una práctica de sometimiento extendida en toda la Conquista de América, los casos de
pederastia eran rechazados y condenados por los mismos españoles. En juicio contra el capitán
realizado en Tunja el 5 de enero de 1543, él mismo niega dichas acusaciones, argumentando que
“las indias que he tenido, así niñas como mujeres grandes, han sido de mí muy bien tratadas y
miradas y haciéndolas enseñar y enseñándolas en las cosas de nuestra santa fe católica.” (Mira,
2007: 61).

La ruta de sangre, codicia y guerra continuó; con la caída final de los Muiscas se colonizaron sus
amplios territorios y se configuraron los resguardos y las encomiendas, que iban quedando a cargo
de los exploradores colonos. Lázaro Fonte recibió tres encomiendas: “Fusagasugá, que en 1566
tenía nada menos que 500 indios de encomienda; Engativá, con poco más de un centenar de
indios; y Tocancipá, que entonces debía superar el centenar y medio. En total debió tener unos
750 indios de encomienda que le proporcionaban unas holgadas rentas.” (Mira, 2007: 51). En 1539
se ejecutó una terrible matanza de indios en Fusagasugá, de la cual Fonte fue desalmado
responsable: todo inició cuando un Yanacona de su propiedad que llevaba el nombre de Yomo
informó al capitán del asesinato de un español llamado Antonio de Castro, en las tierras de
Fusagasugá; Fonte fue encomendado por el hermano de Gonzalo, Hernán Pérez de Quesada –que
había quedado encargado del Nuevo Reino mientras el General se dirigía a Santa Marta con el fin
de anunciar los descubrimientos–, para verificar lo ocurrido y actuar en consecuencia. Enfrentando
varias guazábaras durante el recorrido, Lázaro llegó a Fusagasugá, exigió a los indios grandes
tributos de oro y esmeraldas, convenció a más de cuarenta principales de concentrarse en un
bohío y lo incendió en horrible represalia: un testigo presente en el suceso narró “Que había
muerto en el dicho pueblo de Fusagasugá treinta y dos capitanes, sin otros muchos indios y
principales, y que asimismo vio este testigo como el dicho Lázaro Fonte dio a comer a sus perros
hasta siete u ocho indios e indias que las mataba con los dichos perros. Y que asimismo vio este
testigo como a un hijo del cacique de Fusagasugá le cortó las narices sin culpa ninguna y que desde
entonces se levantó el dicho cacique. Y que a la sazón que esto pasaba e hizo estas crueldades,
estaban los dichos indios de paz, haciéndole una casa al dicho Lázaro Fonte. Y que asimismo, vio
cortar a otros indios las manos y narices y que esto sabe este testigo por estar en compañía del
dicho Lázaro Fonte” (Mira, 2007: 55). Perpetrada la masacre apareció vivo el supuesto finado
Antonio de Castro, lo que hizo pensar a los testigos del magnicidio que Fonte realizó el terrible
acto sólo para conseguir un botín de riquezas, entre seiscientos y setecientos pesos de oro fino; el
gaditano justificó sus acciones diciendo “Que algunos de los dichos siete u ocho indios que tiene
confesado que mató murieron con el espadas y otros aperreados cada uno conforme a la culpa que
hallaba contra él en el alzamiento que habían hecho y muerte de un español que decían que había
hecho en cuyo castigo este confesante estaba por virtud del dicho mandamiento. Que luego
apareció Castro pero que le quisieron matar y lo hicieran si no se escondiera.” (Mira, 2007: 56). El
capitán expuso además que era necesario amedrentar por la fuerza a los indios insumisos para
mantenerlos reducidos en los pueblos pagando los tributos de las encomiendas: “los indios se
alzarían y rebelarían y los que no están alzados no vendrían a servir ni a dar la obediencia que
deben.” (Mira, 2007: 57). Los indios del valle de Fusagasugá –hasta entonces gentiles–
permanecieron cerca de tres años levantados, debido a los espantosos sucesos de la recordada
Matanza de Fusagasugá. Estos trágicos hechos ejecutados directamente por el conquistador se

29
consideraron agravantes en el juicio principal al cual fue impelido, acusado por Quesada de la
apropiación personal de un botín de ricas esmeraldas sin declarar el pago de los quintos reales a la
Corona.

Lámina 4

Litografía del siglo XIX que retrata al capitán Lázaro Fonte.

La enemistad entre Lázaro Fonte y Gonzalo Jiménez de Quesada fue producto de rumores y
acusaciones mutuas que involucraron a uno y a otro en la posesión oculta de esmeraldas; al
parecer Fonte se jactaba de su simpatía entre las tropas conquistadoras y Quesada sospechaba
una traición. En murmuraciones, el capitán llamaba a su General “judío” y el Adelantado a su
subordinado “converso”; el capitán Hernán Vanegas oyó decir a Fonte “que le había de dar una
cuchillada con un puñal a Jiménez” (Mira, 2007: 62). A partir de estos hechos es acusado ante la
Audiencia de Panamá: “A Lázaro Fonte se le procesó por haber rescatado esmeraldas con los
indios pese a la prohibición impuesta por el licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, y por “la
acumulación” de otros dos cargos, los cuales eran la matanza de indios en Fusagasugá y la
violación de niñas.” (Mira, 2007: 54); se cree que el General reclamaba una veredicto de muerte,
deseando que le cortaran la cabeza al acusado: “Quesada había sentenciado a muerte al
magnánimo capitán Lázaro Fonte, por el único motivo de que pudiera disputarle el glorioso título
de Conquistador, por el ascendiente que tenía en todo el ejército, debido a sus propios méritos”
(Sabogal, 1919: 29). Se desarrolla el juicio: Fonte apeló las afirmaciones y hacia 1541 el juez
Gonzalo Suarez Rendón –que fundó la ciudad de Tunja en 1539– lo condenó al destierro y a la
pérdida de sus haciendas y encomiendas, reconociendo su importante participación en la
conquista del Nuevo Reino y argumentando que un hombre de las capacidades y linaje del capitán
no podía ser ejecutado ante tales acusaciones; al recibir la declaratoria, Lázaro la rompió negando
los cargos y asegurando que el juicio no tenía validez. El ensañado Quesada se encargó de ejecutar
la sentencia, y cargado de rencor optó por enviar a Fonte a la tierra de los Panches Conchimas –
que vivían tras la frontera suroccidental Muisca custodiada por la defensa militar de Tibacuy–

30
donde sería amarrado a un palo para ser devorado por los salvajes caníbales (Ocampo, 2006: 102);
sus fieles compañeros intervinieron por él y convencieron al Adelantado de evitar el terrible
castigo de la antropofagia para Fonte. Finalmente se decidió enviarlo al pueblo de Pasca –frontera
sur de los Muiscas lindante con el páramo de Sumapaz– donde sería abandonado “con unos
grillos” (Mira, 2007: 62); aunque los Pascas eran Muiscas, aún se encontraban alzados en armas y
no dudarían en asesinar a cualquier blanco que estuviera a su alcance. Veinticinco soldados
españoles a caballo abandonaron a Lázaro Fonte en Pasca –desarmado y con grilletes–, dejándolo
en un bohío desolado, ya que todos los indios habían huido de la aldea despavoridos ante el arribo
de los conquistadores a sus tierras.

Un desdichado Fonte se encontraba solo y vulnerable en el pueblo de los Pascas, esperando la


muerte; como milagrosa salvación ante la inevitable situación, ingresó al bohío la indígena que
según Piedrahita “le había cobrado amor”. Soratama siguió a hurtadillas las tropas que cumplieron
la orden de destierro y acompañó a su amante en una noche de incertidumbre. Al siguiente día, el
capitán despierta y sorpresivamente encuentra a Soratama investida “de la mayor gala que pudo,
conforme al uso de aquella tierra y como pudiera la más principal de sus cacicas”, de acuerdo con
la usanza de las indias nobles de Bogotá. La india sale del bohío, encontrándose luego con el grupo
de Pascas armados y dispuestos a dar muerte a los blancos; los indígenas se topan con una
princesa de Bogotá, que los enfrenta y segura de sus actos les dice:

“Que llegasen sin recelo de encontrar quien pudiese hacer daño en sus tierras, antes hallarían en
ellas un hombre hijo del sol, que más deseaba defender sus vidas de peligros y ampararlos en su
libertad. Que allí lo verían aprisionado en la casa más vecina (proseguía cautelosa) porque
contradecía y se oponía al Capitán General de los españoles, que pretendía destruirlos, de que
sentido había dispuesto lo llevasen preso á aquel sitio, diciendo que quien tan amigo era de Pasca
fuese á verlo y allí vería que el agradecimiento que hallaba en la canalla vil que defendía sería
darle la muerte luego lo encontrasen, y que así lo habían llevado desarmado veinte y cinco caballos
con designio de saquear y quemar el pueblo de Pasca, á que el hijo del sol no dio lugar ni lo
permitió aunque se hallaba sin armas y aprisionado, porque su valor era tan grande que aun en
aquel infeliz estado lo respetaban, y que con esto hallarían sus casas seguras y sus bienes libres,
como podrían certificarlo con la vista; y después de haberlo hecho considerasen á beneficios tan
grandes serian dignos de mala correspondencia y hombre tal merecedor á que lo sirviesen y
honrasen como á defensor de la patria y vidas.” (Piedrahita, 1688).

Ante la convincente prosa de la aparente cacica, los Pascas se persuadieron de la defensa que
aquel “Caballero Hijo del Sol” hizo de su aldea; ingresaron al bohío desarmados, lo desataron y lo
colmaron de bienes y agradecimientos, asegurándole que viviría en paz y sería reconocido como
defensor de los indios en Pasca y en todas las capitanías vecinas: “Efectivamente, los Pascas no
solamente no hicieron ningún mal á Lázaro Fonte, sino que le trataron muy bien y le consideraron
al igual que su Cacique.” (Acosta de Samper, 1883). Treinta días vivieron de esta forma Fonte y
Soratama, como caciques huéspedes honrados por los indios Pascas. El historiador pandinense
Roberto Velandia dice que durante el desarrollo del destierro el capitán intentó “fundar otro
poblado en el sitio llamado el Area, cerca de la vereda de Sabaneta, propósito que se suspendió al
desaparecer la imagen de la Encarnación que con tal objeto había sido llevada, y la cual después
dos niños encontraron en el lugar que ocupa el actual pueblo.” (Velandia, 1971: 356).

Varios indios Pascas, que efectuaban comercio con otras naciones hacia las tierras orientales del
páramo, cuentan al cacique Lázaro que se aproximan a la aldea algunos hombres forasteros,
blancos y barbados como los españoles, montados en caballos y con perros; se trataba de las

31
tropas del explorador alemán Nicolás de Federmán, que en letras de Piedrahita recorre los llanos
de Venezuela en búsqueda de ElDorado y en su ruta encuentra “un río profundo en que se
conservaban las ruinas de muchos pueblos destruidos por una serpiente de muchas cabezas que
habitaban en sus márgenes, según relación de los naturales y de algunos españoles, que afirmaron
haber oído sus bramidos”, afluente desde donde decidieron remontar hacia la cordillera. En la
provincia de Marbache –donde posteriormente se fundó la población de San Juan de los Llanos– el
conquistador recibió noticias del precioso Reino de Bogotá por parte de los indios Operiguas;
guiados por la ruta de comercio con los indios serranos arribaron al pueblo de Fosca, remataron
las cumbres del páramo y allí fueron divisados por los comerciantes Pascas. Ante la inusitada
noticia, Fonte olvidó sus desavenencias con Quesada y decide comisionar a un indio mensajero
para avisar a los colonos de Santa Fe el arribo de blancos desconocidos al Nuevo Reino; según
Piedrahita, envió el recado en “una piel de venado bien bruñida, donde con bija, que es ni manera
de bermellón, le escribió la noticia que tenía el Cacique”. Al parecer, el mensaje decía lo siguiente:
“Mi Señor: nueva cierta he tenido que viene gente española por los llanos y que está cerca; que
llegará de aquí a mañana. Vea Vuestra Merced lo que se deba hacer y avise con brevedad.”
(Velandia, 1971: 356).

El indio mensajero llegó con premura a la ciudad y dio el aviso a Quesada; éste agradeció la lealtad
de su capitán levantando el destierro sometido. Personalmente se dirigió a Pasca –acompañado
del capellán fray Domingo de las Casas y el presbítero Juan de Legaspes (Sabogal, 1919: 31)–,
donde se encontró con las huestes de Federmán y regresaron a Bogotá junto con Fonte y
Soratama. El capitán evadió el proceso penal mantenido en la Audiencia de Panamá entregando
sus rentas de Tenerife al Gobernador Alonso Luis de Lugo; en recompensa a su obediencia,
Quesada lo nombró Regidor de Santa Fe. Además, fruto del convulsionado suceso y de la pasión
conyugal entre el gaditano y su india prendada, nació un niño mestizo, “hijo de español e
indígena” (Ocampo, 2006: 103).

Poco tiempo después, Fonte abandonó a Soratama y a su hijo para sumarse a la expedición de
ElDorado –entre 1541 y 1543–, comandada por Hernán Pérez de Quesada y que atravesó el
páramo de Pasca, recorriendo los llanos y terminando luego de dos infortunados años en la ciudad
de Quito. Allí, Fonte se desposó con doña Juana de Bonilla, hija del Gobernador Rodrigo Núñez de
Bonilla: “Con ella tuvo tres hijos, el mayor de ellos llamado Juan Rafael Fonte. Su suegro, como es
normal, lo favoreció enormemente, nombrándolo corregidor de Quito y después contador de la
Real Hacienda.” (Mira, 2007: 52). En 1546, Lázaro se unió a las tropas del presidente Pedro de la
Gasca que luchaban contra la insurrección de Gonzalo Pizarro, bajo la promesa de que quien
participara en la campaña ganaría el perdón de cualquier delito anterior; recorrió con otros
caballeros el camino hasta el Cuzco, recibiendo en San Francisco de Quito un cofre para La Gasca
que entregó, según él, atravesando “grandes peligros”. (Mira, 2007: 52). El nuevo Gobernador
Miguel Díez de Armendáriz reanudó en Quito el proceso contra Fonte, “Y el alguacil lo llevó preso
con grillos a la cárcel y, luego, fue a la posada del dicho Fonte a secuestrar sus bienes, pero no
halló ninguno. Rodrigo Núñez de Bonilla, su suegro, so cargo del cual, siendo preguntado por los
bienes del dicho Lázaro Fonte dijo que no le conoce bienes ningunos porque lo que comía, bebía,
vestía y calzaba él y su mujer e hijos él se lo daba y proveía y que ésta es la verdad.” (Mira, 2007:
64). Buscando sanar sus deudas con la justicia, en 1553 participó contra el alzamiento de Francisco
Hernández Girón; en 1554 se le encomendó recoger las armas de los españoles que no
participaran de la batalla así como reclutar el mayor número de indios posibles, cumpliendo
satisfactoriamente con la orden. A su regreso en 1555 el caso se trasladó al Consejo de Indias –la
última instancia judicial– sin obtenerse nunca una sentencia definitiva. Hasta 1578 un Fonte de

32
setenta años reclamaba una encomienda en las tierras de Quito, que siempre le fue negada.
Estuvo dieciséis años en pleitos y fue preso en cárceles de Santa Fe, Quito y Lima; no conocemos el
año de su fallecimiento, y aunque parece que murió en la miseria, la familia Fonte “debió
consolidarse entre la élite quiteña, pues el 20 de diciembre de 1606 Lázaro Fonte Ferreira,
probablemente nieto del gaditano, compró una regiduría en el Cabildo de Quito.” (Mira, 2007: 53).
Mientras estas fueron las andanzas del conquistador, la fortuna de Soratama fue trágicamente
distinta:

“Ella con su hijo quedó deambulando por los pueblos de Choachí y Cáqueza, cargando leña y
vendiéndola en los mercados. Vencida por la pena, regresó a Guatavita, y cuenta la leyenda que
ascendió a la laguna y se arrojó con su hijo a las aguas sagradas, repitiéndose asimismo el suicidio
de la Cacica Guatavita, muchos siglos antes de su sacrificio.” (Ocampo, 2006: 103).

DOS RAÍCES DE UN ÁRBOL DORADO

Hemos recorrido un largo camino desde el matrimonio ancestral que dio origen a los Muiscas
hasta el relato de unión entre Lázaro Fonte y Soratama. La Conquista no fue sólo el
“descubrimiento” histórico de la desconocida humanidad india, sino la causa primordial de la
ruptura y el nacimiento de la nueva humanidad mestiza, hija de español e indígena. Varios
elementos permiten establecer un paralelo entre ambas versiones de la génesis humana,
encontrando conexiones palpables que hacen de esta tragedia un vórtice que ha empalmado la
historia regional, enlazando pasado y presente en la grandiosa ilusión atemporal de ElDorado.

Capitulemos. La madre primordial Muisca –BACHUÉ– surge de una laguna sagrada en lo alto del
páramo, acompañada de un padre-niño junto con quien fructifican a la humanidad; cuando
regresan al agua sus cuerpos se convierten en culebras, el hombrecito resulta mantenido en una
gran figura de oro y su mujer como espíritu reptil emanado del culto hídrico. En tiempos
precolombinos la Cacica Guatavita traiciona a su esposo –el rey Guatavita– y comete adulterio, el
caballero culpable de la traición es asesinado y ella es obligada a comerse los genitales de su
amante en evidente acto de canibalismo. Agobiada de desdicha se entrega con su hija a la
serpiente subacuática habitante de la laguna y confirma con su inmortalidad la vida después de la
muerte, apareciendo ocasionalmente como la madre ancestral para anunciar transformaciones a
los terrestres; su suicidio inaugura las oblaciones en la laguna de Guatavita, que serían entendidas
por los conquistadores como la ceremonia de coronación pública de un nuevo cacique, ritual
donde la laguna ardía como signo de la metamorfosis de un hombre dorado en líder religioso y
político.

Miguel Triana sostiene que las lagunas sagradas de la Cordillera Oriental son señales visibles de la
última desglaciación: los lagos andinos de Sumapaz, Chiquinquirá, Sogamoso, Bogotá, Chocontá,
Ubaté y Tinjacá reventaron y desaguaron, dejando profundas estelas de múltiples lagunas
comunicadas por ríos en el territorio ancestral Muisca. El padre primordial Muisca –BOCHICA– fue
el desecador, aquel extranjero de barbas largas que provino del alba lumínica desde los Llanos
Orientales, cruzó una extensa red de páramos transportado en su camello y enseñó a las gentes el
tejido con diseños estampados, dejando los telares pintados en rojo sobre rocas bruñidas. Su
nombre puede desglosarse en los vocablos Chibchas boi –que significa manta– y chihica –que
significa venado– (Martínez Celis, 2008), haciendo de su materialización una piel de ciervo
marcada como las piedras y los tejidos; así comprendemos la prohibición de la caza y consumo del

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venado, privilegio guardado para los caciques. Su presencia civilizadora eterniza la política solar
Muisca, consagrada con esmeraldas y coronas de oro adornadas con una pareja de serpientes; las
cuevas que fueron su morada guardaban los cuerpos momificados de los caciques ancestros junto
con ofrendas de riquezas. La esmeralda de inseminación solar parida por una virgen de Guachetá
muta en Goranchacha, aquel cacique de leyenda que prevé el arribo de los españoles y desaparece
en su cercado.

Siguiendo al profesor Correa, podemos interpretar que la pareja primordial Muisca proviene de las
alturas del páramo y desciende a los valles donde encarna a la gente y su cultura. El culto
responde al carácter sagrado del agua, ya que bajan como la niebla fundadora de la vida: “El mito
de Bachué, madre de los hombres; el de Bochica, su protector y organizador social; el de
Cuchaviva, que en el arcoíris les prometía perdón de las lluvias y la enhorabuena de las madres,
todos son hijos del agua viva, como divinidad placentera y benéfica, de soberano imperio, cuya
influencia era inmediata y cuyo favor estaba al alcance de las plegarias de los hombres.” (Triana,
1970: 63). La madre ancestral habita en las lagunas, el padre ancestral en las cuevas; ambos
lugares son depósitos ofrendarios, que comunican a los vivos con los antepasados a través de
rituales. La mujer arquetípica es simbolizada en la serpiente oscura dueña de las aguas y el
hombre arquetípico es simbolizado en el brillante tunjo, aquella figura de oro que refleja el
carácter solar del cacique investido del fulgor de la esmeralda.

Bochica es asumido por los cronistas como un hombre blanco y barbado que provino de tierras
lejanas montado en un camello; su descripción es similar a la dada por los indios de Vélez, que
vieron entrar en tiempos de guerra a gentes desconocidas con pelos en la cara y montados sobre
grandes bestias. Es por esto que se entiende porque los nativos llamaron inicialmente a los
blancos como suegagua o uchíes, “hijos del sol y la luna”. En la caída de los Muiscas –escenificada
en la obra de teatro– Fonte invoca a Santiago Apóstol en su combate contra Sagipa, el indio
guerrero de los cronistas; ya sabemos también que los españoles consideraron a Bochica como la
manifestación del apóstol Santiago entre los naturales de América, conjugando sus características
en la noción de santo civilizador. Estos nuevos Hijos del Sol usurparon los cacicazgos y sometieron
a las gentes; aturdidos por la riqueza ritual configuraron el mito de ElDorado e hicieron arder los
santuarios donde habitaba el astro del día, como el Templo del Sol de la ciudad sagrada de
Suamox; las visiones de Popón, que visualizaron una encendida laguna de Guatavita, recuerdan la
ceremonia política de investidura narrada por Rodríguez Freyle y popularizada como ElDorado. El
rey Guatavita evita la codicia hispana y esconde su magnífico tesoro en las cordilleras de los Chíos,
que podemos rastrear como vecinas del páramo de Chingaza, ambos complejos montañosos con
vista a los Llanos Orientales y receptores del poder lumínico de Bochica. De allí, la ruta solar desvía
por las cumbres del páramo de Sumapaz a Pasca –el cercado del padre–, pueblo fronterizo donde
ocurre el romance entre Lázaro Fonte y Soratama.

El enfrentamiento que derivó en el destierro de Fonte a Pasca fue producido porque el capitán
gaditano hizo propia una esmeralda de gran valor, desacato que Jiménez de Quesada vio como un
acto de traición; el conflicto entre los conquistadores ibéricos parece repetir la guerra entre el
cacique Guatavita –gran señor como el Conquistador Quesada– y el Ubzaque Bogotá –que ejercía
cargo de teniente y capitán al igual que Lázaro–, por el control político de las tierras del Zipazgo.
Hacerse dueño de una poderosa esmeralda era el curso adecuado para coronarse como cacique
junto a Soratama, india descendiente del linaje político de Guatavita y esposa del Bogotá que huye
con su adúltero Caballero. El castigo para Fonte fue el destierro a la frontera –tanto Muisca como
española– donde moriría a manos de indios antropófagos; su cuerpo se convierte en la avanzada
colonial hispana sobre tierras salvajes desconocidas, ofrenda humana que limaría la resistencia

34
nativa, el blanco consagrado cacique de los Pascas: “Para Occidente, la selva, la frontera, la isla,
son teatros que son espejos. Le enseñan aquello que también es, pero que teme ser. (…) La selva
le desorienta para que en ella se encuentre; Occidente se explica frente a ella, en oposición a ella.”
(Páramo, 2009: 60). El juicio llevado en su contra lo salva del destino del amante traidor del mito
de la Cacica Guatavita: primero evita el empalamiento al no ser condenado a la muerte inmediata;
luego supera el ritual de canibalismo al no ser enviado a las tierras de los Panches de Tibacuy. De
esta forma puede casarse con su pretendida conyugue india, aquella virgen violada hija del
cacique de Bogotá. La princesa Muisca resulta atada a él, debe cumplir la profecía anunciada por
sus antepasados y por eso salva al capitán de la muerte; lo consagra como a su esposo, cacique
dueño del Zipazgo. Enviste su cuerpo de india de la parafernalia de la Cacica Guatavita y anuncia al
extranjero como Hijo del Sol.

Estando en el destierro, Fonte se entera del arribo de otro grupo de blancos venido del oriente y
envía un mensajero –que actúa como los quemes que convocaban con tejidos la guerra ritual–
designado para llevar la noticia en una piel bruñida de venado pintada con bija, el mismo achiote
de donde se extraía el tinte rojo para decorar las mantas; empoderado de su cacicazgo autoriza el
sacrificio de un selecto venado, usa su piel como papiro y marca en símbolos de almagre aquel
mensaje que se transmite como los signos bermellones dejados por Bochica en rocas igualmente
bruñidas.

La Cacica Soratama resulta abandonada por su esposo blanco, con un hijo mestizo en brazos;
regresan a la laguna de Guatavita y se suicidan transformándose como la Bachué y su esposo en
serpientes, conjurando así el ritual. Fonte intenta el desecamiento de la laguna, en búsqueda de
las riquezas en las que han trasmutado su compañera y su hijo: “La célebre laguna de Guatavita,
donde tenía lugar la famosa ceremonia de El Dorado, [ha] causado la ruina de una larga serie de
empresarios encabezados por el Capitán Lázaro Fonte y el comerciante Antonio Sepúlveda, en los
primeros días de la Colonia.” (Triana, 1970: 166); repitiendo la hazaña del jeque mayor del antiguo
cacique Guatavita, Lázaro llega al fondo de la laguna, observa a su familia convertida en culebras y
absorbe el poder de la ceremonia solar al figurar como cacique viciado por ElDorado, que buscó en
sus andanzas: “Paréceme que está bastante probado que [el Guatavita] fue el señor y no Bogotá, y
con esto se dice que Guatavita daba la investidura de los cacicazgos a los caciques de este Reino, y
no se podía llamar cacique el que no era coronado por el Guatavita” (Rodríguez Freyle, 1997: 58).

Hasta el siglo XIX, Pasca conservaba una iglesia construida por los ibéricos –con el escudo grabado
de España–, así como un altar antiguo y unas campanas fundidas en 1558: “Otra campanita dice:
«Me fecit Johannes a fine A.º 1553;» un pequeño cáliz de plata
contiene el siguiente letrero: «El Illmo. Sr. D D Chsbl, Bdo, de
CVIos, Obpo. De PP.ª, Lo Dio Al P F Frco. De S Joph;» un
estandarte de plata con esta inscripción: «Este Estandarte iso El
Casique Don Alonso;» dos valiosas sillas con espaldar de gruesa
piel y con hermosos grabados.” (Sabogal, 1919: 22); aún existe la
“piedra de los conquistadores” en el costado nororiental de la
plaza central del pueblo, donde estuvo preso el capitán Fonte. Y
de forma increíble, en el año 1969, en una cueva del cerro de la
Campana, de la vereda Lázaro Fonte de Pasca –ubicada en tierras
Lámina 5 del páramo–, el campesino Cruz María Dimaté encuentra una
vasija de barro con forma humana, en cuyo interior estaba –junto
Vasija donde se halló la balsa con otras figuras votivas– la Balsa Muisca de ElDorado. Allí, en
Muisca de ElDorado.
una cueva ofrendada a los ancestros del páramo, ubicada en el

35
cercado de Bochica, de la vereda Lázaro Fonte de Pasca, aparece el tesoro del Guatavita; su
símbolo por excelencia, aquella memoria de oro que se transportó desde los Chíos y siguiendo la
ruta solar ocupó el lugar del cacique blanco Hijo del Sol: “La selva congeló la historicidad de
Aguirre y de Cova *y de Fonte+ (…) y los hizo posibles, en cuanto arquetipos, en cualquier
acontecimiento previo o futuro. Los hizo liminales en la acepción que les presenta como a medio
camino entre la vida y la muerte, entre el tiempo histórico y la atemporalidad mítica, entre la
naturaleza y la cultura.” (Páramo, 2009: 74). La pieza es resguardada por el párroco de aquel Pasca
llamado Jaime Hincapié, y finalmente termina en la vitrina insigne del Museo del Oro en Bogotá,
custodia de la gloria ritual Muisca.

Cruz María Dimaté ejercía la guaquería –saqueo de entierros ocultos– y encuentra junto con su
hijo adolescente la que posteriormente sería considerada la pieza más famosa de toda la
orfebrería Muisca; en una jornada de cacería en el páramo, el perro guía se metió en una cueva
donde padre e hijo descubrieron aquellos rastros de los indios antiguos. Cegados por el
descubrimiento le comentaron la maravilla al dueño de la finca donde vivían, y junto con el
hermano del patrón quebraron un trozo de la figura para llevarlo a una casa de empeño del
pueblo y comprobar sí era oro en verdad. Luego le contaron al párroco Hincapié, que reconoció el
valor del hallazgo e informó a las autoridades del Museo del Oro; los humildes campesinos querían
obtener riqueza de la guaca extraída y declararon vender la figura al mejor postor, fuera quien
fuere. El Museo pagó doscientos mil pesos, la suma máxima que se entregaba por cualquier
compra. Los hermanos se quedaron con todo el dinero y entregaron a la familia Dimaté tan solo el
predio en el que vivían arrendados, de valor mínimo en comparación a la parte del pago que les
correspondía; huyeron de Pasca con las ganancias, temiendo represalias por su traición, y
murieron de forma inesperada y violenta, uno ahogado arriando un ganado en los Llanos y otro
asesinado en Fusagasugá por problemas de dinero. Cruz María murió también en la desgracia,
arruinado y en la pobreza como Lázaro Fonte, el conquistador que buscó hasta la muerte lo que
tenía enterrado entre el cuerpo: el tesoro de ElDorado12.

12
Esta última información es resumida de un manuscrito titulado El campo aún sigue verde (2010), escrito
por Fabián Hernández como adelanto de su tesis para optar por el título de antropólogo. El texto fue
facilitado por el profesor Carlos Páramo.

36
“La guaca india, extendida por lo menos desde la selva del Darién hasta el río de la Plata, devora las
mitologías conquistadoras que pretendieron arrebatar el oro americano; las encanta, se disfraza de ellas y
las vacía de sentido. La guaca india es una explicación última, definitiva, terrible y fabulosa del cataclismo
que hizo que la tierra diera botes, dejando al descubierto lo que estaba cubierto, y cubierto lo que estaba
antes descubierto.”

Luis Alberto Suárez Guava; Lluvia de flores, cosecha de huesos: guacas, brujería e intercambio con los
muertos en la Tragedia de Armero (2009)

Lámina 6

Balsa Muisca de ElDorado. Museo del Oro.

El hallazgo de Dimaté nunca ha salido de Colombia; en 1862 se halló una figura de orfebrería Muisca similar
–aunque mucho más modesta– en la laguna de Siecha, objeto que compró un científico alemán y que
desapareció en un incendio al arribar al puerto de Bremen. La célebre “Balsa Muisca” fue fundida en un
molde de arcilla con la técnica de la cera perdida. El Museo del Oro la describe de la siguiente manera:
“Sobre el centro de la balsa se encuentra un personaje de gran importancia y tamaño destacado que se
interpreta como el cacique. Se lo ve ricamente adornado y rodeado por otros doce personajes menores.
Algunos portan estandartes y bastones, los del frente llevan dos máscaras de jaguar y maracas de chamán
13
en sus manos, y en los muy pequeños que están al borde de la balsa puede reconocerse a los remeros” .

13
http://www.banrepcultural.org/museo-del-oro/sociedades/muisca/la-balsa-de-eldorado, consultado el 1
de mayo de 2013.

37
GUACAS Y PIEDRAS

“Pero esa noche no pudieron bajar a Las Guacas, porque luego del espléndido sol de la tarde, con las
primeras sombras empezó a caer una lluvia copiosa y persistente. Así que después de comer se refugiaron en
la cocina, amplia y acogedora, donde al calorcillo que difundía la estufa de carbón se fueron entretejiendo
las consejas, las confidencias y los cuentos de miedo.

Estos últimos giraban alrededor de Las Guacas. Y la que llevaba la voz cantante era Jesusita.

Fantasmas es lo que hay en esas ruinas –dijo, mientras empezaba a desgranar maíz, para no estar ociosa –.
Yo pienso que por cada múcura que enterraron los indios, hay un fantasma.

–¿Y para qué?– preguntó Mayi muy atenta, los ojos desplegados donde se multiplicaba el brillo del
carbón que a veces bramaba bajo los fogones.

–Los espíritus cuidan lo que enterraron. Y, claro, los de Las Guacas son indios. Por eso nadie los
entiende, porque el idioma que hablaban se le olvidó a la gente hace siglos. Si uno les habla, ellos no
dicen ni pío…

–…porque no son pollos– dijo Lucas; pero la tensión, que iba en aumento, no permitió una sola risa.

–Los fantasmas pueden ser buenos o malos, según hubieran sido en la tierra los dueños de su
espíritu –siguió Jesusita, de cuyos labios la mirada de Timoteo estaba prendida como un colibrí
frente a una flor de curuba–. Y sólo se van al cielo de los indios cuando alguien desentierra su
tesoro. Mucha gente de la vereda ha encontrado ollas, platos, figuritas de barro. Y algunos han
sacado oro. Un gringo, que vino a Santo Domingo del Viento en un jeep viejo que brincaba como
una cabra, sacó dos pectorales muy hermosos y bien conservados, y dicen que los vendió por no sé
cuántos millones.”

Fernando Soto Aparicio, Guacas y Guacamayas (1995)

Ahora comenzaremos a analizar un cuerpo de conocimiento vivencial cimentado a partir del


trabajo de campo etnográfico en Tibacuy, referente histórico de la provincia de Sumapaz. La
conversación cotidiana con los pobladores del pueblo se situó como la forma más adecuada de
establecer un vínculo entre los saberes e ir adentrando en el conjunto de interpretaciones que
narran las voces trabajadoras de los habitantes del municipio; la información que se ha recogido
en el transcurso de los últimos dos años ha surgido de los momentos más informales, cuando la
fluidez de la experiencia, el caminar y el compartir permiten visibilizar situaciones que de otra
forma se ocultan. El dato etnográfico no está en bruto en las comunidades –por lo tanto no es
extraíble–, sino que se articula a partir de la relación investigativa con la gente y por lo tanto debe
ser un elemento de intercambio que potencie el crecimiento de todos los sujetos involucrados en
su ejercicio.

Partamos de dos puntos comparativos que permiten hacer síntesis antropológica: la memoria oral
y la memoria escrita. Por una parte, la posibilidad de consignar el pensamiento vivo de Tibacuy, y
por otra la comparación con alguna literatura referente al tema –investigaciones arqueológicas y

38
etnográficas, informes de viajes y estudios sociales regionales, entre otros–, permiten dar
profundidad histórica a la expresión territorial de las gentes del pueblo. La guaca es el cementerio
indígena, que también es el registro arqueológico, que a su vez es la historia antigua de Tibacuy,
que está presente en el arte rupestre, en las montañas, en las piedras, los lugares donde han
ocurrido las crónicas de los viajeros.

Nuestra temática de interés nos enfoca en las relaciones establecidas entre el mundo prehispánico
y el occidental, que en su amalgama generaron estructuras de interpretación condensadas en lo
que Luis Alberto Suárez Guava (2008) objetiva como “pensamiento colonial”, síntesis campesina
que mezcla elementos de la tradición hispánica e indígena en un corpus simbólico y práctico
situado en los Andes centrales de Colombia. Como expresa Astvaldur Astvaldsson, para
comprender las permanencias de las percepciones andinas es necesario concebir la tradición oral
como una opción válida de construir memoria –con la facultad de ser leída e interpretada al igual
que las formas escritas de hacer historia–, que cobra sentido a partir de las inscripciones culturales
en el espacio, los lugares y los objetos como activadores y transmisores de los recuerdos, las
tradiciones y los sucesos: “Conocimiento y significado se conservan y transmiten en tradiciones
orales, que usan sus propios sistemas de referencia para los cuales los lugares y objetos simbólicos
son sumamente importantes. Los significados de estos objetos y lugares son invariablemente
inscripciones creadas por seres humanos y, como tales, están sujetos a una interpretación o
“lectura”.” (Astvaldsson, 2004: 21). El proceso investigativo ha visibilizado como la cosmología
histórica y territorial –eje central de nuestra argumentación– se encuentra labrada como una
forma de memoria espacial socialmente construida, producto de la relación entre la gente de la
región y sus tierras y territorios; el pueblo convive permanentemente con el sustento físico y
espiritual de su propia existencia, de tal forma que lo interpreta, lo simboliza y lo transmite como
el legado que ha perpetuado a Tibacuy a través de los siglos.

De esta manera las narrativas de las personas del municipio manifiestan un importante significado,
ya que son el testimonio indudable de un mundo oculto –enterrado– para la ceguera de la
sociedad moderna. La mitología mestiza se escenifica: vírgenes y peregrinos viven a través de los
relatos rurales. Por ejemplo, don Parmenio Pinto –nacido en el municipio de Viotá– comenta que
en una ocasión se encontraba trabajando en cercanías al municipio de Garzón, Huila. Estando allí
se enfermó de una doncella; este mal se manifiesta como una espina que se entierra en alguna
parte del cuerpo, inicia como un puntico negro y con el paso de los días hincha la zona afectada,
picando y quemando a quien la padece; sí no se cura con prontitud pudre la parte contaminada.
Don Parmenio se encontraba desesperado; una noche que dicha doncella no lo dejó dormir,
resolvió irse al cementerio del pueblo, sin ningún objetivo más que el de combatir el insomnio y
despejar el dolor: fue jalado a dicho lugar por la doncella. Visitó varios sepulcros, saludó con
respeto a las benditas ánimas y terminó quedándose dormido echado sobre una de las tumbas del
lugar. Allí pasó la noche; durmió tan profundo como el mal que tenía enterrado en su cuerpo.
Procurando el descanso, se soñó como haciendo parte de una orgía; en su sueño vio muchas
muchachas desnudas, hermosas, como doncellas que lo acogieron esa noche. Al otro día se
levantó repuesto, curado definitivamente de su enfermedad, que desapareció durante esta velada
en compañía de los muertos.

El municipio de Garzón está ubicado en el recorrido inicial que el río Magdalena labra como valle
diferenciador entre las cordillera Central y Oriental, partiendo del Macizo Colombiano. Su
cabecera nace del páramo del volcán Puracé, en la “laguna del buey” del municipio de San Agustín.
Esta región es mundialmente famosa por ser la sede de una de las culturas materiales indígenas
más importantes de América: una sociedad extinta dejó bajo túmulos funerarios enormes

39
monolitos, cientos de estatuas talladas en roca maciza que cuentan con elaborados detalles,
enormes lajas, sarcófagos y profundas tumbas que hacen parte de un maravilloso complejo
mortuorio con muchos siglos de antigüedad. El nacimiento del río Magdalena es una enorme
sepultura, una necrópolis, un descomunal entierro de indios. Citando al historiador Roberto
Velandia (1999), podemos inferir la apreciación que tenían algunas comunidades indígenas que
habitaban las riberas del gran río acerca del mismo: “En 1501 el conquistador español Rodrigo de
Bastidas en su recorrido por la costa norte de América del Sur desde la Guajira rumbo
suroccidente descubrió la desembocadura de un río al que puso por nombre Magdalena. Pero los
indios le tenían el suyo al pasar por frente a sus naciones o territorios. Los de las cabeceras lo
llamaban Guaca-Hayo o Guaca-Callo, de guaca, tumba, y hayo, río, que en quechua (sin que sus
pobladores fueran quechuas) quiere decir "río de las tumbas".”.

En San José de Isnos –pueblo vecino a San Agustín, que cuenta también con la monumental
estatuaria del nacimiento del río Magdalena–, una mujer campesina llamada doña Rebeca
comentó que una vez su papá y otras personas estaban preparando un hueco para enterrar a un
niño recientemente fallecido; estando en esta labor encontraron unas ollas de indio con una
corona y un collar hechos de oro. El suceso impresionó a todos y unas mujeres empezaron a hacer
escándalo; “la tierra hirvió, el oro se convirtió en agua y la riqueza se fue, se movió por culpa de las
malas intenciones”. En el salto del Mortiño –también en Isnos–, don Agustín Bolaños comenta que
solo la suerte permite sacar las guacas. La gente de la vereda Guaduales ha buscado un entierro
oculto en el lugar, pero siempre les fue esquivo; él lo halló sin estar buscándolo, preparando un
terreno –al borde de la caída de la cascada– para sembrar un cultivo de cebolla. Destapó una laja
de dónde sacó una figura de piedra tallada con dos rostros de estilo agustiniano; también
encontró unas cuentas y argollas de oro, que vendió por veintiocho millones de pesos. Él sabe que
en el lugar de donde obtuvo estas piezas queda todavía parte de la guaca, ya que parece que hay
una laja que cubre otra tumba, donde suena hueco, chonto.

Fotografía 3

Guaca encontrada por don Agustín en el salto del Mortiño, San José de Isnos, Huila. La tiene escondida,
enterrada en un maizal, junto a una mata de plátano. Según su testimonio, le han ofrecido hasta doscientos
14
millones de pesos por el “doble yo” más pequeño de Colombia, pero él se ha negado a venderlo.

14
La estatua agustiniana conocida como el “doble yo” está ubicada en el sitio arqueológico del Alto de las
Piedras, en San José de Isnos: “El Alto de las Piedras, ubicado en la vereda las Delicias, unos diez kilómetros

40
Tibacuy hace parte de la región que bordea el curso medio del valle del Magdalena, aquel río de
muertos que ha conservado urnas funerarias de enterramientos indígenas, al igual que sus
afluentes principales. El municipio se comunica con el Magdalena a través de río Chocho o
Panches, que desemboca en el río Sumapaz y este a su vez en la arteria principal que atraviesa de
sur a norte el territorio de Colombia: “La región donde comienza el alto Magdalena gracias al
majestuoso río; con sus innumerables y cristalinos afluentes, con su abundancia de peces, la
facilidad de navegar en él, sus valles geográficamente bien situados, fértiles para la agricultura,
ricos en fauna y la cercanía a otros pisos térmicos que permitían cultivos muy variados, se
convirtió en sitio de habitación permanente; paso obligado de muchos grupos humanos, que a su
vez ayudaría a la rápida colonización aborigen de otras zonas como los altiplanos. Por tener en
abundancia agua, tierra, sol, arena, piedra, elementos que alimentaban lo físico y lo íntimo, los
Panches hacen de este lugar el sitio por excelencia, El Centro” (Martínez Trujillo, 2006: 78).

La expresión guaca –para hacerla extensiva a todo el mundo andino, huaca– ha transitado la
cordillera americana y ha encontrado fuente de dispersión hacia el norte a través del río
Magdalena; desde allí se ha distribuido por todas las vertientes y ha explicado la ritualidad
nacional indígena de culto y ofrenda a los dioses y ancestros, receptáculos contenedores de
riquezas que se pueden saquear. Los antiguos ofrendaban en sus rituales preciosos objetos, que
son susceptibles de ser encontrados, agarrados, vendidos, conservados o utilizados.

Los relatos aquí consignados hacen parte del pensamiento material y vivencial de las llamadas
personas antiguas –los antiguos, tanto indígenas como campesinos–, aquellos antepasados
atemporales que conocían las experiencias directas del contacto con la tierra y que permanecen
vivos en la experiencia de quienes mantienen activa esta forma de sabiduría rural: “todo este
conocimiento viene de los antiguos y hay que preservarlo, va de generación en generación”, dice
elocuentemente don Parmenio, hablando de los tiempos de siembra y poda. Una hermosa canción
compuesta por el desaparecido cantautor Emilio Sierra15, que lleva por nombre Diosa del Quininí,
expresa de forma bella aquella síntesis de la tradición oral en el espacio, referente al cerro tutelar
del Fusacatán de Fusagasugá: “Fusacatán abriga en sus laderas, tus mitos y leyendas, del mohán,
la patasola, que el abuelo contó”.

La intención de este apartado introductorio es aplicar esta perspectiva interpretativa al


entendimiento de un elemento primordial componente de las mitologías del “pensamiento
colonial”: la riqueza y su carácter simbólico condensado en la cosa-concepto-suceso guaca. Don
Parmenio define una guaca como “una riqueza enterrada por los antiguos, que pueden ser
indígenas o campesinos. La gran mayoría de las veces están conjuradas, y por esto es difícil
agarrarlas”; de forma interesante, don Parmenio también dice que las guacas son unas plantas
similares a las guascas –ingrediente imprescindible del tradicional ajiaco–, que se utilizan en la
preparación de sopas pero que no están domesticadas, que crecen como rastrojo al interior del
monte.

al norte del Alto de los Ídolos, es un centro ceremonial adecuado sobre una pequeña colina por medio de
aterrazamientos y rellenos artificiales distribuidos en forma de medialuna. (…) Incluye una de las figuras más
enigmáticas de la escultura agustiniana, llamada “El doble yo”: un personaje humano con largos colmillos,
que lleva encima de su cabeza una segunda figura más pequeña, pero que también mezcla rasgos animales y
humanos.” (González Fernández, 2011: 43-44).
15
Emilio Sierra nace en Fusagasugá en 1891. Hijo pródigo de la Ciudad Jardín de Colombia, se considera
creador de la Rumba Criolla, ritmo tradicional de la música popular colombiana. Muere en Cali en 1957.

41
GUACAS

“Él dice saber dónde se oculta un gran tesoro de los “mayores” porque ha visto la luz que relampaguea a
media noche en el cerro; pero es tan “fiero el cincho” y se “desgracea” la persona que arrima por allá. Y para
asombrar al codicioso que anda en busca de minas, le muestra con mil misterios y precauciones un trozo de
marmaja que esconde envuelto en trapos en un agujero de la pared.”

Miguel Triana, La Civilización Chibcha (1923)

El motor económico que impulsó el avance de la Conquista ibérica en las tierras americanas fue el
rancheo de riquezas nativas a toda costa –tesoros que se pudieran llevar a Europa para
representar fortuna y acumulación de poder–, y de esta forma financiar la avanzada colonialista:
“El oro es la materialización de una fuerza transformadora en el mundo colonial y es el lugar en
donde, de forma terrible, se encontraron las mitologías europeas y americanas” (Suárez, 2008:
279). Recorriendo las tierras americanas, los españoles encontraron el oro y las piedras preciosas
como elementos esenciales de la vida nativa, tanto en usos y ceremonias de los vivos, como en las
sepulturas de los antepasados y los ritos de pagamento a las fuerzas telúricas. En su
transformación ideológica, la concepción de tesoro mágico oculto –u ocultado– se condensó en la
noción de ofrenda religiosa nativa, a lugares sagrados o a los muertos. El afán de los
conquistadores por obtener los tesoros ocultos de los indios derivó en una mezcla con las
percepciones cosmológicas y espaciales nativas que se expresa en la interpretación actual de la
guaca contextualizada en el centro de Colombia, en sus múltiples acepciones y complejidades. La
noción guaca es una categoría holística ordenadora de las percepciones culturales e históricas de
las comunidades indígenas y campesinas tradicionales, con influencia del la codicia occidental pero
fundamentalmente de la ritualidad indígena, desmembrada pero al mismo tiempo resignificada y
transmitida de generación en generación: “De ese pasado poblado de seres distintos, fuerzas
telúricas y héroes antropomorfos pero transformados o transformables en minerales, animales y
plantas, sólo nos quedan algunos elementos desgajados pero recontextualizados a lo largo de
varios siglos de cristianismo, que estuvo siempre acompañado –con mayor o menor efecto sobre
los pueblos– de lo que Max Weber llamó el “desencantamiento del mundo.” (Bernand, 2008: 167-
168).

Partamos por entender las acepciones etnográficas de los conceptos principales que encierra la
noción multisignificada de riqueza, que es a la vez un tesoro y una guaca. La riqueza es una
expresión de carácter general, puede ser una acumulación de valor tanto cultural como natural: la
riqueza puede ser de metales, piedras preciosas o cualquier otro mineral explotable, puede ser la
tierra propia y trabajada, inclusive el mismo medio ambiente aprovechable como fuente de
producción. La riqueza se encuentra en-terrada, es decir en contacto permanente con la tierra;
depende de la tierra, es ella en sí misma que se manifiesta como un cúmulo de poder y de
memoria con conciencia, que siente y que se comunica con los seres humanos. La riqueza es el
sustento que permite la subsistencia del trabajo rural; agricultores, mineros, aserradores,
ganaderos, todos dependen de los beneficios brindados por el trabajo de la tierra, el contacto
práctico de la labor campesina que se encuentra mediada por códigos y ritmos particulares y
profundos. Sólo quien tiene buena mano y buen ojo puede dedicarse a tratar directamente con las
fuerzas contenidas en la fertilidad y el crecimiento, en las influencias definitivas que trae la
potencia de los surcos. Como los bueyes que labran los terrenos con constancia y firmeza, dice
don Oscar Arévalo que la gente del campo es toreada, o sea fuerte, verraca. La forma correcta de
obtener una riqueza es trabajar con la tierra por tradición y convicción, desinteresadamente.
Cuenta don Parmenio que en la época de la toma de haciendas, los terrenos se parcelaban

42
enterrando: se iba el grupo de campesinos organizados junto con matas de maíz, café y yuca que
estuvieran con frutos –cargadas– y las sembraban en el terreno que se fuera a reclamar; armaban
con rapidez un improvisado cambuche, y cuando llegaban los hacendados o las autoridades civiles
dispuestas al desalojo encontraban familias instaladas con cultivos desarrollados; no había más
remedio que ceder los territorios. De forma inversa, los ñeques16 se comen las yucas sin
desenterrarlas; cuando escuchan personas se cuevean –o entierran– bajo las piedras y así
desaparecen y salvan sus vidas.

Ahora, entre las nociones de tesoro y guaca –que se pueden recoger en la categoría riqueza–,
existen diferencias fundamentales: una guaca es intencionalmente escondida –enterrada–,
mientras que un tesoro está presente de forma natural –como una mina– o se acumula y queda
sepultado por acción de la naturaleza; podemos asociar las primeras con las sepulturas indígenas,
y los segundos con las ofrendas en lugares sagrados, sin embargo ambas explicaciones se cruzan
permanentemente y se explican mutuamente. Existen tesoros y guacas tanto indígenas como
pertenecientes a colonos tempranos que ocultaron sus riquezas; están compuestos
fundamentalmente por oro –en forma de piedritas, pepitas, joyas, tejos, tunjos, ornamentos,
vajillas, en polvo o como monedas de esterlinas en el caso de una guaca o tesoro de colono– o por
plata, platino o esmeraldas. Así mismo, pueden estar contenidos en continentes tanto culturales
como naturales: de los naturales tenemos la tierra misma o puntos de quiebre del paisaje andino
como grandes troncos, piedras, cuevas, túneles, lagunas, cerros, quebradas o ríos 17; de los
culturales aparecen huecos cubiertos por lajas, tumbas, tiestos, ollas, copas, múcuras o platos de
barro en el caso indígena, y baúles, cofres y botellas en el caso colono. Ambos contenido y
continente son en sí mismos guaca; no están disociados, al contrario se sostienen el uno al otro.
Una múcura, aunque no posea oro, es un entierro; es valiosa porque perteneció a los antiguos, ha
guardado un signo del pasado que revive en la imaginación de quien la encuentra. El hallazgo
habla de prácticas ocultas, de sacramentos olvidados, de intenciones conservadas.

Las guacas de Tibacuy son principalmente entierros indígenas, riquezas ocultas por los pobladores
precolombinos del territorio municipal contemporáneo extintos por acción de las Conquista y
Colonia española. Doña Gilma Sanabria –nacida en Pasca– asocia la aparición de grandes ollas de
barro de los indios en el pueblo con la presencia de guacas en cementerios indígenas; los hallazgos
frecuentes de múcuras de indio, con restos humanos o rellenas de tierra, hacen pensar que los
indígenas –por tradición y voluntad propia– se sepultaban en ceremonias fúnebres con sus
riquezas, y posteriormente resultaron transformados en la fuente de su existencia, tierra y
entierro. Doña Gilma comenta que a los indios los enterraban con comida, entonces no se
encuentra oro sino “pura tierra”, y don Roberto Martínez cuenta que se han descubierto “ollas de
chicha y guarapo con restos de indio”; la chicha y el guarapo se utilizaban y se distribuyen en las
faenas de labranza, ya que otorgan fuerza; así mismo, hay que tomar aguardiente para coger
fuerzas y poder controlar la pólvora, que es toreada. Don Jesús María Hortúa –nacido en Tibacuy,
cuya familia llegó de Choachí– manifiesta que “los indios se enterraban con sus tesoros”, ya que no
tenían en que gastar el oro y “sus riquezas las manejaban con sus creencias”; ahora, cuando los
campesinos sí necesitan gastar dicho oro, toda la riqueza está bajo tierra y la gente vive en la
pobreza, caminando sobre las guacas enterradas.

16
Ñeque es el nombre tradicional que en la región le dan al Dasyprocta punctata, roedor silvestre similar a
un chigüiro pequeño que es frecuente encontrarlo en los bosques tupidos de Tibacuy.
17
El cronista Juan de Castellanos explica que los adoratorios de los indios estaban ubicados “unas (veces en)
bosques y espesuras, otras veces en sierras altas, y otras en partes do con agua, derivada de ríos o de lagos”.
(Castellanos, en Correa, 2004: 77).

43
Láminas 7 y 8

A la izquierda, urna funeraria “matada”–por el agujero que tiene a un costado, que se ha interpretado como
la muerte de la vasija– en cuyo interior se encontraron restos humanos; a la derecha, tapa de urna. Estos
objetos fueron hallados por don Eladio Penagos en su finca “Las Delicias” de la vereda San Francisco, lugar
conocido como el “cementerio Panche”, junto con restos humanos, hachas de piedra, vasijas y copas de
barro. Rocío Salas y Marisol Tapias –quienes reseñan el hallazgo en su trabajo de grado en Arqueología–,
explican que el “totumo” que funciona como cierre de la urna pudo haber sido usado como recipiente para
el consumo de chicha: “Podría establecerse una relación entre la función de servir chicha, la cual se
consumía bastante en festejos comunales y rituales, y posteriormente la "nueva función" de servir de tapas
de urnas funerarias.” (Salas y Tapias, 2000: 23).

Exploremos el significado de entierro. Para Suárez Guava, la noción de entierro corresponde a una
categoría cosmológica de la cultura popular del centro de Colombia, que en su polisemia puede
ser tres cosas fundamentales: “Un entierro en el centro de Colombia puede tomar tres formas: es
una ceremonia fúnebre; es un trabajo de brujería, o es una guaca.” (Suárez, 2009: 376). Entonces,
vemos como una guaca –que es un entierro a la vez– contiene los otros dos significados:
corresponde a la sepultura de un cuerpo indígena –aunque no en su generalidad–, donde es muy
posible hallar la presencia de restos humanos; además, la brujería popular campesina se ejerce
con frecuencia en cementerios, y en sus prácticas se utilizan sustancias contaminantes como los
huesos de muerto y la tierra de cementerio: por ejemplo, cuenta María Fernanda Vargas que al
papá de un amigo suyo lo atacó una bruja y lo mató; el síntoma principal del embrujo fue que “el
señor cagaba tierra”. Al mismo tiempo, tanto guacas de indios como de colonos pueden estar
conjuradas, en dicho caso les fue aplicado el conocimiento mágico de rezos y maldiciones que
otorgan una protección, un cuidado y un manejo: “Al cabo, muchas guacas son trabajos de
brujería y muchos trabajos de brujería hacen guacas.” (Suárez, 2009: 400); dice don Carlos que “las
guacas tienen sus rezos, y hay quien sabe superarlos”.

Las guacas manifiestan su existencia a la gente por medio de luces, sonidos o marcas. Don Rey
comenta que “se muestran a las personas sin ambición en forma de lucecita, y hay que sacarlas
con pica y pala”, como quien desentierra una yuca que ha crecido profundo; don Parmenio explica
que las guacas arden en columnas de luz, y la altura de la luz es la misma profundidad del entierro.
Alumbran principalmente en Semana Santa18 o el tres de mayo, por ser día de la Santa Cruz. Otra
señal de guaca son los cuidanderos, seres-espíritus materializados por el conjuro, que protegen los

18
Un interesante argumento de María Teresa Carrillo expresa que el Jueves Santo o el Viernes Santo son los
días en que se abren tesoros y guacas, porque representan la muerte del Dios cristiano en la cultura pagana:
“Se abren los Jueves o Viernes Santo (muerte del poder de Dios) para dejar ver el mundo interno y en
ocasiones para permitir la entrada de humanos bautizados.” (Carrillo, 1997: 64).

44
entierros por medio del susto: doña Ana Sofía comenta que en el entorno de la llamada Piedra del
Diablo asustan, se aparecen mulas, perros y toros negros gigantes que son cuidanderos de una
gran riqueza que está oculta en este lugar; el punto exacto donde emerge un perro negro gigante
es un lugar conocido como el Alto del Tachuelo, donde hay una mina de recebo, mezcla de
minerales que se utiliza para la adecuación de carreteras sin pavimentar.

A quien se le muestra un entierro es correspondido por la riqueza y debe sacarla, escarbar sin
ambición, avaricia o envidia y podrá obtener la fortuna: dice don Carlos que “a quien no tenga
ambición se le aparece la plata, el oro”; “quien busca y saca una guaca con avaricia puede volverse
loco o bobo, esa riqueza solo la entrega mi Dios”. Hay que aplicar sal o algún otro elemento
salobre para que el oro mantenga allí y se deje atrapar, como explica doña Gilma: “lo primero que
hay que hacer cuando se ve un tunjo es echarle rápido sal u orines, porque como se va, con eso se
puede coger el entierro”. También es importante protegerse de los aires de guaca, emanaciones
del entierro que pueden envenenar a quien no utilice tabaco y trago para coger fuerza y evitar el
susto. Don Parmenio comenta que en una ocasión a un señor lo mató una guaca: él encontró unas
argollas de oro de los indios entre una múcura, al interior de una cueva; cuando la sacó –incauto,
sin usar la contra– salió el aire de guaca y lo envenenó, tiempo después se volvió amarillo oro y
murió a los dos años.

Aquel que tiene malos sentimientos al momento de buscar una guaca –o está en compañía o
contacto con alguien que exprese ambición, envidia o avaricia– probablemente no encuentre
nada, o en caso de tener la certeza de ir por el camino para descubrir una riqueza seguramente se
le va a ir –se va a enterrar más y no va a obtener la fortuna–. Don Carlos cuenta que puede que
uno esté por encontrar una guaca, ya lleva cavando un mes y de repente –como ha estado fuera
de la casa tanto tiempo– recibe una llamada de la novia pensando que le están poniendo los
cachos; ella despierta su ambición y la riqueza se va, se mueve de forma subterránea y se esconde
en otro lugar; también explica que puede ocurrir que se está a punto de sacar una guaca y se
despierta la ambición, esto hace que se corra la tierra, que salga de donde no hay y que lo entierre
a uno. La tierra excavada –en apariencia inerte– se mueve y actúa de acuerdo a los designios de
quien la manipula. Además, quien se aprovecha de alguien que ha ganado una guaca de forma
honesta y desinteresada, también recibe un castigo por actuar con ambición y envidia: una historia
de don Jesús narra que una vez llegó un alemán a vivir a Tibacuy, compró un terreno y se instaló
en el pueblo; con el pasar del tiempo se enamoró de una jovencita y se casó con ella. Este señor
tenía la costumbre de salir todos los domingos –mientras todo el mundo estaba en misa– con una
totuma grande de recoger café llena de esterlinas19 para asolearlas en unos lajonones; su yerno se
dio cuenta de ello y en un descuido del alemán le robó todas las monedas, dejándolo en la ruina.
Este señor creyó hacerse rico con las esterlinas pero no pudo gastarlas, por el castigo de la gracia
divina debido a su ambición: se enfermó de diabetes, solo podía comer un pedazo de menudo al
día, y todas las medianoches llegaban diablos a atormentarlo, haciéndolo gritar de dolor.

19
Podemos hallar una conexión entre las esterlinas republicanas, las morrocotas coloniales y los tejos de oro
prehispánicos: “Las monedas [de los Chibchas] eran circulares, de unos tres a cuatro centímetros de
diámetro, sin marca alguna, de oro fundido en moldes a propósito. Este tamaño es presumible
arbitrariamente, pues el que da el cronista *Simón+ es incierto, al decir que para esto los indios “usaban
medidas de las coyunturas de los dedos de la mano por la parte de adentro; de manera que la circunferencia
del tejuelo había de llegar ambas dos rayas de las coyunturas”. Ahora bien: por el espacio formado así cabe
tanto una doble águila americana como una libra esterlina, según la longitud de los dedos.” (Triana, 1971:
122).

45
Dentro de la cosmología rural colombiana, los metales y las piedras preciosas que componen las
guacas –oro, plata, platino y esmeraldas– son minerales vivos. El oro parece ser una entidad con
conciencia: detecta las malas intenciones, se disfraza, es celoso y puede desplazarse a gusto por
medio de crecientes y derrumbes: dice don Jesús que “las guacas se derrumban y se corren”. En el
predio San Juan –la finca de mi familia, situada en la vereda San Luis y Chisque– se calculan tres o
cuatro guacas enterradas, que valen más o menos cinco mil millones de pesos, y que siempre han
huido de las malas intenciones; para don Jorge Delgado “sólo alguien que sepa sacar las guacas
puede desenterrar la riqueza que hay allí. Es una riqueza grande”. El oro –por consiguiente la
guaca– se mueve en busca de agua; esto le permite volver a la vida, crecer y transportarse,
además de escapar de la envidia y la avaricia. Cuenta don Parmenio que en una piedra –ubicada
detrás de la casa– hay una cuevita cubierta por una laja tiznada, y allí es posible que haya un
entierro; en este mismo punto se forma una lagunita en invierno, que se corre en verano.

El oro también se puede transformar en otros minerales cuando está a punto de ser agarrado, y
por medio de esto despistar y poder escapar. Es así como doña Gilma reconoce que en muchos
entierros se han encontrado ollas de barro llenas de tierra, pero no se sabe si esa tierra es oro o
no: “se han encontrado entierros que tienen tierra por dentro, pero quién sabe si esa tierra será
oro porque como hay oro en polvo y uno no sabe”. En la finca familiar –antes de que fuera de
nosotros– una retroexcavadora destapó un entierro ubicado al lado de una de las enormes piedras
que se encuentran en el predio: para don Carlos fue una olla que se rompió por la fuerza de la
máquina, y cuando explotó mostró “una tierra amarilla muy bonita” que al momento de cogerla
se enterró. Don Jorge –que dice haber presenciado el acontecimiento– habla de dos ollas de barro
–“una llena de greda y la otra llena de ceniza”– que fueron rotas intencionalmente, y cuando el
contenido tocó la tierra se transformó en oro en polvo; movidos por la avaricia iban a coger la
riqueza pero “se la chupó la tierra”.

Podemos añadir a esta explicación que todo lugar o personaje que sea transformado directamente
por la energía del oro resulta encantado: “El oro encanta y se mueve, el oro tiene pies y, cuando se
encuentra por ahí tirado y tiene contacto con el agua, crece. El oro es la sustancia encantadora por
excelencia” (Suárez, 2008: 279); una guaca o un tesoro están encantados por sí mismos, contienen
oro enterrado que posee vida propia. Sí la guaca es el contenedor de encanto por excelencia, lo
que entra en contacto con la fuerza del oro de la guaca o quien vive y muere por una guaca
resulta encantado también: “Hay dos grandes tipos de encantados: los accidentes del paisaje y los
seres vivos. Cuando es un accidente del paisaje (laguna, cerro o quebrada), está encantado porque
tiene oro y su condición se manifiesta en fenómenos antinaturales que animan lo inanimado: hay
bujidos o bramidos, desplazamientos excepcionales de agua o de la tierra y crecimientos
intempestivos del caudal o erupciones de tierra. (…) Cuando el encantado es un ser vivo se ve de
color dorado o amarillo y luce como un muñeco, un ser inanimado.” (Suárez, 2008: 277-278). Don
Parmenio cuenta que “en la vereda Santa Lucía de Viotá, en un sector donde hay muchas piedras
enormes, se forma una laguna los Viernes Santos donde aparecen paticos de oro”.

María Teresa Carrillo reconoce que para los Raizales del altiplano cundiboyacense el oro también
está vivo; cuando entra en contacto con el agua regresa a su estado salvaje y se transforma en
seres de la naturaleza: “Para los Raizales, el oro es un ser vivo desde su origen y al estar en lo seco
se inmoviliza. Los indios lo moldeaban en “muñecos” que al regresar al agua tomaban de nuevo
vida, movimiento, en gente, animales, cosas o vegetales” (Carrillo, 1997: 37). Estos seres vivos,
animales en su mayoría, están constituidos en sí mismos por oro: “Un encantado es seña de guaca
y guaca él mismo” (Suárez, 2008: 279). La historia de una “gallina de oro con su culecada de
pollitos” es frecuente en los encuentros con guacas de Tibacuy; el animal dorado es emanación del

46
encanto, distinto a los cuidanderos que invoca el conjuro, que son seres oscuros que protegen y
asustan. Doña Gilma comenta que su suegro se encontró varios entierros a lo largo de su vida, y
con estas riquezas compró muchas tierras en el municipio; uno de los hallazgos lo describe de la
siguiente forma: “Mi suegro se sacó un entierro ¡de mucha plata! él vio alrededor de una mata de
balú una gallina con hartos pollitos, entonces fue y miró haber qué, y ahí había un entierro”. Don
Carlos está seguro que en una piedra que comparten tres casas del casco urbano de Tibacuy hay
una guaca que se avalúa en ochocientos millones de pesos; una de las viviendas es la de sus
abuelos, y en una ocasión –cuando tenía unos siete años– vio allí una gallina de oro que cogió con
sus brazos desnudos, que lo hizo desmayarse y que luego lo encontraran con las extremidades
superiores quemadas. Dice doña Lida Delgado que si uno ve una gallina con pollitos a media
noche, debe hacerse un corte en el dedo corazón y regar los animales con la sangre en forma de
cruz; los animales se vuelven de oro y es posible agarrarlos, de esta forma se rompe el encanto.

Toda esta red de explicaciones, significados y simbologías está fuertemente asida en el


pensamiento campesino, evidencia las salidas de la lucha indígena por escapar de quienes
buscaban obtener sus tesoros, la viveza del oro y la presencia de vías comunicativas que permiten
a antepasados, riquezas y encantos viajar y escapar de la occidentalización, que finalmente los
obligaría a desaparecer. La leyenda de la Madremonte que narra doña Blanca Flor –relato que
escuchó de su mamá cuando era una niña– sintetiza la narrativa recurrente en los encuentros con
riquezas y encantos: dos amigos se fueron a un paseo y en el recorrido vieron a una mujer
bellísima oculta en el monte; uno de ellos la llamó –a pesar de la negativa del otro– y la subió al
zarzo de la casa donde estaban. Estando allí, al ambicioso se le reveló el espanto y lo mató para
comérselo; su amigo se da cuenta de lo ocurrido porque cayeron unas gotas de sangre de los
colmillos largos de la Madremonte, y lleno de miedo huyó de la escena. De inmediato, el espanto
lo persiguió: el hombre llegó a un lugar donde había ganado y se metió entre los animales, lo que
hizo que el espanto se detuviera; siguió corriendo y luego se encontró un lugar con zarzas
espinosas que hicieron cortes profundos en su cuerpo, y de nuevo el espanto se detuvo; continuó
con su escape y cuando la Madremonte ya lo iba a agarrar, invocó el poder de Dios y se apareció la
Santísima Virgen que lo salvó de su infortunio y le permitió conservar su vida; la forma como esta
persona consiguió escapar de la Madremonte repite los elementos que permiten acercarse y
hacerse de una guaca: Se toreó en medio del ganado, marcó su cuerpo y ofrendó su sangre salina
e invocó la protección de las fuerzas sagradas: así evitó el encanto, esquivó el espanto, encontró
su suerte y sorteó la muerte.

PIEDRAS

“Sitio propicio de hallazgo para los guaqueros es el arranque de las piedras pintadas, donde su instinto les
dice, sin mayores disquisiciones arqueológicas, que aquellos fueron altares, y sin ponerse a considerar si los
jeroglíficos de tinta roja expresan una plegaria, hacen un hoyo al pie y suelen encontrar dijecillos de oro.”

Miguel Triana, La Civilización Chibcha (1923)

Don Luis Vargas –abuelo de María Fernanda– cuenta que en una ocasión vio a un cura –“con
sotana negra”– sobre una gran piedra, que lo llamaba con insistencia; cuando él se acercó el
hombre desapareció y en ese momento comprendió que se trataba de un cuidandero que le
estaba mostrando una guaca, oculta bajo la roca señalada. Para don Jesús, otros espantos como el

47
balay20 –una luz tricolor, móvil y resplandeciente que anda con velocidad y sigue a los caminantes
en las noches– terminan escondiéndose debajo de las piedras, siendo señales de un tesoro
enterrado. Las enormes piedras –cantos rodados o guijarros– que abundan en el valle de los
Sutagaos, son las custodias terrenas e inmóviles de la gran mayoría de guacas. Muchas veces, las
riquezas están enterradas bajo las piedras, o a un lado de ellas; también pueden estar al interior
de sus rígidos cuerpos, en cuevas o moyas –oquedades o metates– cubiertas por lajas; don Víctor
–nacido en el cerro de Peñas Blancas de Tibacuy– recuerda una ocasión en que don Filiberto
Rodríguez sacó una guaca de su tierra: “Él se puso con los hijos a hacer la carretera a pura pica y
pala [la carretera de entrada a su finca], y al pie de una piedra sacó una olla. Era un tipo que se
cruzaba la plata por todas partes”. Estos piedrones con sus riquezas son el sostén subterráneo de
las montañas, la dureza y el encanto sustentan la tierra y preservan el agua en las tendidas cuestas
que dibujan las montañas del municipio. Sin su presencia, Tibacuy simplemente no existiría.

Los cerros tutelares que conforman Tibacuy –Peñas Blancas y Quininí– son descomunales rocas
cubiertas de monte; haciendo una analogía con los cantos rodados –cubiertos de matorral, lama y
musgo–, los cerros del pueblo son gigantescas piedras cubiertas de moho, árbol de gran altura
inconfundible en el denso paisaje de bosque que cubre al municipio. Don Parmenio dice que “las
piedras son minerales vivos” –como el oro y las esmeraldas– ya que crecen. Cuando él era niño
visitó una piedra en Viotá donde el Diablo dejó una huella de uno de sus pies, impronta que en ese
tiempo se veía muy nítida; hace poco regresó al mismo lugar y la huella está deteriorada y
borrosa, de esta manera entendió que la piedra había crecido. Como minerales vivos, las piedras
afectan a quienes entran en contacto con ellas: don Marcos –nacido en Nilo– explica que dan
enfermedades como los “chichaguyes, viviezos y potros de sentarse en las piedras calientes”.

Fotografía 4

Árbol de moho junto a una gran piedra. Finca San Juan, vereda San Luis y Chisque, Tibacuy.

20
“Balay es el nombre que recibe uno de los reyes de los infiernos, de quien se dice que tiene tres cabezas,
una de toro, otra de hombre y la tercera de carnero; la cola de serpiente y seis ojos de los que salen llamas.
Se dice también que monta a caballo sobre un oso y lleva un gavilán a guisa de espada”; FUENTE:
http://es.wikipedia.org/wiki/Balay_(mitolog%C3%ADa), link consultado el 1 de mayo de 2013.

48
En tiempos recientes, las rocas se han convertido en un sustento económico para muchas familias
–riqueza natural de cantera–, y han sufrido la explotación masiva para extraer cortes finos que se
venden para construcción. Los picapedreros –mineros improvisados que trabajan sacando los
cortes– taladran huecos en puntos de quiebre natural de la piedra, donde tacan pólvora negra y
detonan su dimensión por medio de un sistema eléctrico. Las explosiones generan vibraciones
subterráneas que se sienten en todos los alrededores, desestabilizando los terrenos y generando
riesgos de derrumbes en los suelos golpeados. Sin las rocas se pierde la humedad de la tierra, los
árboles carecen de sostén físico y la biodiversidad se destruye. Los picapedreros también buscan
los entierros de indios, pero como explica don Rey “las guacas huyen de la pólvora”, como las
serpientes escapando de las vibraciones de las detonaciones.

Las piedras dinamitadas revelan un interior vivo; frecuentemente se hallan fósiles de animales
marinos petrificados en los cortes. Además poseen un corazón, cavidad interna que se asemeja a
una pila –“como la de los bautizos”–, que según don Rey puede usarse como bebedero para los
animales. También hay pilas superficiales, “huequitos donde los indios molían su maíz”; son las
moyas, como las que cuenta doña Gilma que están en la Piedra de San Antonio en el cerro de
Peñas Blancas: “sí usted conoce la Piedra de San Antonio es así llena de moyas y también llena de
agua, porque los indios hacían eso para depositar el agua”. Diego Martínez Celis (2001) reseña la
Piedra de la Tina del cerro del Quininí en un pequeño artículo, explicando que presenta cinco
oquedades pulidas de las cuales la más grande permanece llena de agua, lo que ha sugerido el
nombre mencionado para la roca madre. En algunas moyas han encontrado guacas incrustadas,
además un moyo es lo mismo que una olla de barro.

Fotografía 5

Rocas vivas. 1. Corazón de una roca dinamitada, lleno de agua; 2. Una moya. Finca San Juan, vereda San Luis
y Chisque, Tibacuy.

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El encuentro que don Luis tuvo con el cura cuidandero ocurrió sobre una roca que posteriormente
llamaron piedra marcada, por la existencia de tallas de indio en ella; de forma similar, sí uno ve las
guacas arder un Viernes Santo, hay que estar muy atento para marcar el lugar donde esto ha
ocurrido. A don Javier Vargas –hijo de don Luis– le impresionan los detalles de los grabados que
los indígenas se esmeraron en realizar con maestría, utilizando algún metal o con alguna roca más
dura; sí las trazas humanas buscan la perpetuación de su legado sobre la tierra, los indígenas
tenían claridad al reconocer que las construcciones pueden desaparecer, pero lo que se labra
sobre roca dura difícilmente dejará de existir. Don Rey dice que “las piedras marcadas son el visto
bueno de las fincas, se deben guardar, son bacanas para ir a mirarlas y tomarles fotos”.

Las piedras marcadas –rocas con arte rupestre– son señales imperecederas que revelan la
presencia histórica de los indios en Tibacuy, funcionan como un referente de diferenciación
espacial y continuidad temporal, entre el pasado, el presente y el futuro. El municipio es un sitio
privilegiado en estas muestras de materialidad indígena, abundantes en los cientos de piedras que
salen de los cerros o que están plantadas sobre las abruptas caídas de las cuestas hacia los valles.
Las inscripciones que fueron dejadas por los indígenas son consideradas como muestra de
adoratorios encantados donde se realizaban entierros y se escondían riquezas; muchas de las
piedras con petroglifos situadas en el cerro del Quininí tienen enormes excavaciones en su
circunferencia, que son huecos de guaquería.

Los petroglifos –“una imagen que ha sido grabada en las superficies rocosas” (Botiva y Martínez
Celis, 2004: 14)– están presentes en las veredas La Gloria, La Escuela, Calandaima, San Francisco,
La Vuelta, Albania, Bateas, entre otras; por lo general, el acceso a ellos implica subir por
empinados caminos, desde donde se tiene visibilidad de los impresionantes paisajes que permiten
las montañas de Tibacuy. Su profusa distribución en la vertiente occidental de la cordillera Oriental
insinúa una secuencia de selección de las piedras que permiten la perspectiva espacial y que
asemejan al horizonte circundante, como explica el investigador Guillermo Ramírez (2009):
“Podríamos encontrar una relación entre los petroglifos tallados sobre superficies inclinadas de
ciertas rocas desde las cuales se tiene un gran control visual del entorno, y el medio montañoso
constituido igualmente por superficies inclinadas (laderas de montañas y valles) de este sector de
la vertiente occidental de la Cordillera Oriental”. Para don Oscar Arévalo las figuras de los
petroglifos dibujan mapas, son representación del paisaje que veían los indígenas, compuesto por
ríos, montañas y lagunas. Las moyas son cuevas comunicadas por túneles en donde fluye el agua,
las espirales significan la fecundidad, también se ven animales, coronas y herraduras. A lo largo de
la colonización cafetera, se han descumbrando los bosques de los cerros y en ese proceso se
descubrieron –y se descubren– las rocas con petroglifos, que generalmente se asocian a la
aparición de guacas en lugares con significado y voz, ya que son piedras que hablan del pasado
cultural del municipio: “Al hacer nuevos desmontes, después de la tala, aparecen estas piedras
festonadas de musgos, aisladas y altaneras en sitios eminentes, como mudos testigos de una
oscura época en que aquellos lugares estuvieron animados por la agitación de los hombres.
Despojadas de capote que como una montera las cubre, exhiben el mensaje olvidado de que están
encargadas y tal parece que en un lenguaje incomprensible quisieran decir lo que han visto.”
(Triana, 1970: 189).

Las piedras pintadas del Diablo y de la Diabla –ubicadas en la vereda Naranjal– son el único lugar
de Tibacuy que conserva nítidas pictografías trazadas en rojo –“grafismos realizados sobre las
rocas mediante la aplicación de pigmentos” (Botiva y Martínez Celis, 2004: 16)–, posiblemente de

50
ascendencia Muisca21. Este lugar tiene importancia central en la distribución territorial de Tibacuy,
ya que se conoce desde tiempos remotos como un mojón que parte términos entre las dos
tradiciones locales diferenciadas que se explicarán en el próximo capítulo.

Casi todas las piedras marcadas se encuentran al borde de camino, ocultando sus caras con
símbolos de quienes desconocen su existencia. Doña Gilma expresa que hay diversos tipos de
grabados, entre espirales, triángulos, estrellas, caminitos, huequitos, coronas; ciertas tallas
especiales indican la existencia de una guaca: “donde se ve un sol hay un buen entierro debajo de
esa piedra, donde hay caminos con flechas indican que hay algo enterrado en ese espacio”. Unos
petroglifos recientemente descubiertos se mostraron como se revela una guaca, ya que se
escuchó un llanto como de niño en el lugar donde está la piedra que los aloja; se dice que en días
santos, las piedras marcadas del Diablo y del Palco –esta última ubicada en la vereda La Vuelta– se
abren para revelar su interior, de donde brota un brillo intenso y hermoso que denota la riqueza
contenida en sus corazones. Las redes de caminos que custodian riquezas están, casi por norma,
protegidas por piedras encantadas, las rocas en sí mismas cuidan el encanto –es decir el oro indio–
o son la esfera visible de los adoratorios y las ofrendas que permanecen activas en la memoria y la
práctica campesina: “Las piedras “encantadas” son puertas para entrar y salir de las cuevas y
caminos del agua, y están al mismo tiempo en las montañas y en los pueblos.” (Carrillo, 1997: 58).

Fotografías 6 y 7

Arte rupestre de Tibacuy. A la izquierda, un petroglifo de la Piedra del Palco, resaltado por el brillo de agua
lluvia. A la derecha, pictografías en rojo de la Piedra de la Diabla.

Don Oscar expresa que el agua hace brillar los grabados que existen en las piedras marcadas. Así
como la lluvia –de manera natural– resalta los petroglifos de tal forma que los hace brillar, cuando
se convierte en borrasca –tormenta eléctrica– se ven los rayos que son piedras con facultades
mágicas. La piedra de rayo viene encendida –brillante– con el fulgor de la luz, y cuando choca con

21
Las pictografías de las Piedras del Diablo y de la Diabla son excepcionales, ya que han conservado
muestras del estilo gráfico asociado con los Muiscas, en los extramuros meridionales de la sábana de
Bogotá. Pasando las pictografías de Soacha, Sibaté y San Antonio del Tequendama –últimos pueblos al sur
del altiplano–, solo existen dos lugares con pictografías en rojo que contrastan con la abundancia de los
petroglifos regionales: las Piedras del Diablo y de la Diabla en Tibacuy y las Piedras del Helechal o Adoratorio
del Sol en Pandi.

51
la tierra se entierra y hace mina, se convierte en oro. Así mismo, esta roca produce el sonido del
trueno; don Oscar explica que hay truenos de agua y truenos de piedra: los primeros son producto
de las nubes y de la lluvia, los segundos ocurren cuando se desprenden rocas y chocan entre ellas,
produciendo el fuerte sonido. Según narra don Parmenio, la piedra de rayo se entierra siete
metros cuando cae, y sale un metro cada año: “estas piedras tienen su mérito, son como hachitas
cuadradas y sirven para apagar incendios, arrojándolas a la candela”. Cuando doña Margarita
trabajaba en el colegio de la vereda Calandaima los niños le regalaban hachas de mano y puntas
de proyectiles –evidentemente de fabricación indígena– y las llamaban piedras de rayo22. Es
tangible ahora como la presencia de la vida y la materialidad de los desaparecidos indígenas de
Tibacuy ha adquirido la forma de guacas: son entierros que son ollas con restos humanos, son
agua que muta en oro, son minerales vivos que se corren y brillan, son hachas de mano con
poderes del rayo, son rocas marcadas que eran antiguos adoratorios, son cuidanderos de un
pasado oculto, que encantan, asustan y entregan riquezas.

Lámina 9

Hachas de piedra o piedras de rayo, halladas en la vereda San Francisco.

Las piedras hacen parte de la cultura material de Tibacuy en forma de lápidas, mojones, cercas,
linderos y empedrados –los antiguos caminos reales, trochas coloniales que se construyeron sobre
los trazados de las rutas indígenas, los senderos que se andaban a pata limpia–, además de estar
en las cocinas y en los sitios de trabajo, como por ejemplo las piedras de afilar o de cortar la
panela. Cuando era un niño, don Víctor tenía que moler en piedra: “antiguamente se molía en
piedra, se molía el maíz, el café y la sal. A yo me tocó moler la sal, porque eso venían era unas
piedras de sal”; y como recuerda don Marcos, también tenían que cocinar en grandes “ollas de
barro, y le tocaba a uno hacer un fogón en el suelo, en tres o cuatro piedras, y ahí pele plátano,
yuca y lo que hubiera”. La harina casera de maíz se utilizaba para hacer arepas: “yo recuerdo que
mi papá las asaba en los tiestos de las ollas que se rompían, o en lajas de piedra”; así mismo se
tostaban habas, cacaos y alverjas.

22
Una cita de Carlos Páramo nos ayuda a complementar esta percepción: “Escribe Albornoz (1989: 167): (…)
hay otras guacas que son los lugares donde caen los rayos del cielo, y de tal manera reverencian estos
lugares, que en la casa que da el rayo, la cierran con todo lo que está dentro y no tocan a ella ni se
aprovechan della” (Páramo, 2004: 280).

52
Don Jesús cuenta que sus padres y abuelos manejaron lo que se conoce como las esterlinas de oro.
Él narra el caso de un señor de apellido Cuestas, cuyo padre había muerto hacía poco; el ánima
bendita de su papá se le presentaba en sueños y le indicaba que cerca del fogón de tres piedras
habían enterradas unas esterlinas de oro, que él tenía que sacar. Esta era una riqueza muerta y
debía ser desenterrada porque el ánima bendita del papá de este señor estaba penando por ello;
efectivamente, el señor Cuestas encontró las esterlinas, las gastó en caridad y el espíritu de su
padre pudo descansar en paz.

Fotografía 8

Altar de piedra con ofrendas. Cementerio de Tibacuy.

“Las Guacas, ya sin fantasma, creció desordenadamente. Uno de los corredores desembocó en el mar, y las
paredes encaladas se fueron volviendo azules y les crecieron algas y medusas. Cuatro galeones cruzaron la
inmensidad, y en las sentinas no transportaban esclavos, sino esmeraldas de Muzo y Otanche, la plata de
Potosí y de Lima, el oro de Tisquesusa y Atahualpa, las riquezas de los orfebres del Cuzco y de Guatavita. El
viento enfurecido ante el despojo multiplicó sus músculos invisibles y los atacó por los cuatro costados, y los
galeones se hundieron hasta una sima de madreperlas y corales. Los hombres agonizaron cuando claveles
azules les nacieron en la garganta, y fueron luego el alimento de los peces. Pero en ese fondo de soledades y
naufragios las esmeraldas brillaron como ojos de una legión de gatos, la plata empezó a cobrar la coloración
opaca de los jacintos, y el oro conservó el brillo rubio de sus melenas ateridas.”

Fernando Soto Aparicio, Guacas y Guacamayas (1995)

53
DE CERROS Y GENTE

“Más lejos, á unas dos horas de aquí, hacia el Oeste, en el pico de Quinini –me dijo uno de los guías– también
hay huesos pero colocados de otro modo. La mano del hombre ha abierto allí grandes galerías subterráneas,
que sólo han podido ser exploradas parcialmente, pues no falta quien supone que atraviesan la montaña de
parte á parte. Las tumbas abiertas en la roca y tapadas con piedras planas, contienen restos humanos; pero
sin cacharros ni otro accesorio alguno. Un poco más hacia el Este, en Peña Blanca, cerca de Tibacui, en un
cerro paralelo al de Anvíla, se han recogido cacharros; y por último las cuevas de Pasca, á poca distancia de
la laguna de Chisacá, presentan, según dicen, el mismo aspecto que las del picacho de la Guacamaya.”

Edouard André, América Equinoccial (1831)

Lámina 10

La Cueva de los Panches. Lámina publicada por el viajero francés Edouard André –encargado de una misión
exploratoria por el gobierno galo–, en su libro titulado América Equinoccial (Colombia-Ecuador). El Papel
Periódico Ilustrado reseña la cueva así: “ésta se halla situada en la parte occidental de la cordillera que
circunda al valle de Fusagasugá, y al frente de este pueblo. (…) Entre las capas de arenisca que la forman se
abre á modo de gruta una profunda grieta, dentro de la cual se encuentran confundidos restos de
osamentas humanas, lo que hace sospechar que ese lugar fuera el punto en donde la tribu de los Panches
23
verificaba sus ceremonias fúnebres, pues es sabido que estos buscaban lugares inaccesibles para ello” .

23
Papel Periódico Ilustrado, No. 64 año III, 22 de abril de 1884. Publicación digital en la página web de la
Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República.

54
Tibacuy es una de las aldeas prehispánicas Muiscas que encontraron los españoles al momento de
arribar a las tierras centrales del Nuevo Reino de Granada; la colonización y el “redescubrimiento”
del actual territorio del municipio ocurrieron sobre los lomos cansados de caballos y mulas, tanto
desde la entrada del conquistador ibérico Juan de Céspedes “que los fue de los de a caballo”
(Rodríguez Freyle, 1997: 40), enviado por Gonzalo Jiménez de Quesada en la primera expedición a
territorios Panches, como de las recuas de aserradores y arrieros que descumbraron el monte para
abrir caminos y establecer puntos de avanzada de la colonización cafetera.

El pueblo dista ochenta y siete kilómetros de la capital de la República y su actual extensión


geográfica fue compartida entre indígenas Muiscas y Panches, divididos por la cordillera de Subia.
La carretera que permite el ingreso al municipio es lamentable; alrededor de quince kilómetros
separan a Fusagasugá de Tibacuy, quince kilómetros que se convierten en una hora, sellado
incómodamente en una de las estrechas sillas de los pequeños colectivos o colgado de la puerta
de la buseta o de la parte trasera del jeep; hay que atravesar el valle del río Chocho –cuyo nombre
colonial fue Insa o Fusagasugá, llamado río Panches desde el puente de Chinauta–, que
desemboca en el río Sumapaz y establece el límite geográfico entre Fusagasugá y Tibacuy. Aunque
el territorio de Tibacuy se ha configurado permanentemente como un lugar de frontera, su
espacialidad no sólo ha dividido, también ha agrupado, condensado y permitido el intercambio:
limita hacia el norte con Viotá y Silvania, hacia el sur con Fusagasugá e Icononzo, hacia el oriente
con Fusagasugá y hacia el occidente con Nilo y Viotá; de esta forma, es evidente su carácter fluido
debido a que se encuentra en comunicación con las provincias cundinamarquesas del Alto
Magdalena y del Tequendama, además de estar en contacto geográfico y cultural con el Tolima. Al
no estar al borde de avenida, Tibacuy ha conservado su condición campesina, con cerveza, azadón,
tejo y música popular. Cerca de cinco mil personas conforman el municipio; quinientos o más son
los habitantes de la cabecera municipal y centro político-administrativo –llamado Tibacuy–;
entonces, el grueso de la gente vive en alguna de las veinte veredas, en La Portada, San José, San
Vicente, Caracolí, Siberia, La Gloria, La Escuela, San Luis y Chisque, La Vega, El Naranjal, San
Francisco, Calandaima, La Cajita, Jericó, Capotes, La Vuelta, Albania, El Mango, El Cairo o Piedra
Ancha, o en una de las dos Inspecciones de Policía, como narra doña Gilma: “Tibacuy tiene dos
Inspecciones, la Inspección de Bateas [de carácter rural] y la Inspección de Cumaca [casco urbano
secundario –aunque más grande que la cabecera municipal– que funciona como sede de la
parroquia y eje comercial principal], este municipio va a dar hasta el Boquerón [límites de
Cundinamarca y Tolima]”.

El municipio hace parte de las diez alcaldías que componen la provincia del Sumapaz, en límites
suroccidentales de Cundinamarca con el Tolima. Los términos entre estos dos departamentos se
configuran como una macro-región de influencias culturales similares, que obtiene su carácter
definitorio a partir de múltiples trayectos históricos que la conforman como un territorio de
amalgama entre zonas antagónicas colindantes: la perspectiva de los indígenas Caribe del valle
caliente del río Magdalena como salvajes en contraste con los pobladores Chibchas civilizados de
la tierra fría del altiplano; una convulsionada historia política que ha estado azotada por fuertes
conflictos iniciados con la guerra bipartidista; la economía cafetera propia de la región del
Sumapaz, que estructura las condiciones socioeconómicas de un pueblo que conserva con fuerza
su condición rural. Aunque ahora Tibacuy pretende una aparente unidad municipal,
históricamente ha condensado un fragmento de la frontera ideológica representada en las tierras
frías y las tierras calientes de Colombia.

<http://www.banrepcultural.org/sites/default/files/lablaa/historia/paperi/v3/v3_64.pdf> Búsqueda
realizada el 1 de mayo de 2013.

55
LA FRONTERA

El Salto del Tequendama –cascada sagrada que recuerda el pacto del héroe civilizador Bochica con
el pueblo Muisca– es el accidente geográfico que perfila de forma más visible la caída de las faldas
occidentales de la Cordillera Oriental hacia el valle del río Magdalena. Salir de la sabana de Bogotá
y entrar a la actual provincia de Sumapaz, por el antiguo camino del Zipa hacia la nación de los
Sutagaos –Bosa, Soacha, Subia, Uzatama y Fusagasugá–, es cambiar de territorio ancestral; el
Zipazgo tuvo influencia meridional hasta Pasca, Subia y Tibacuy. La jerarquía política Muisca se
difundió desde Bacatá –que significa remate de labranzas– a partir de varias conquistas de
cacicazgos autónomos o sublevados, que ocupaban zonas de influencia en expansión: “No eran
iguales en linaje todos los caciques, pues unos eran menores y de menos estima de sangre; otros
eran de mayor estima, a quien llamaban Bsaque, y éstos eran en especial los que tenían sus
pueblos en fronteras de enemigos, como el Pasca, Subachoque, Cáqueza, Teusacá, Fosca, Guasca,
Pacho, Simijaca. El Tibacuy era como condestable, Guatavita y Ubaque eran como duques, el Suba
Virrey, y el rey de Bogotá.” (Simón en Correa, 2004: 263). El primer Zipa del que se tiene noticia –
ya que según Piedrahita el pasado Muisca “se refería en los cantos y versos que decían en sus
fiestas”– fue Saguanmachica, que gobernó hacia el año 1470; buscó expandir los dominios del
Zipazgo a tierras donde no le brindaban la paz: Piedrahita escribe que “Esta había de ser
forzosamente la de los Panches, acérrimos enemigos de los Moscas y la de los Fusagasugaes
menos guerreros, y que por retirados ni lo estaban sujetos ni hacían aprecio de su amistad, aunque
eran todos de su misma nación”. Ya que los pueblos insurrectos no cederían a sus intereses sino
con el combate, reunió un ejército de treinta mil guerreros y descendió por los páramos de
Pusungó a las tierras de los Pascas y Chyayzaques que estaban sujetos a su confederación; se
encontró con los Fusagasugaes en una loma rasa entre los ríos Pasca –actual río Cuja– y Subia, y
tuvieron una enfrentamiento donde resulto preso el cacique rebelde Uzatama: “Así, pues, rendido
el Fusagasugá por consejo de Tibacuy, su más confidente (que salió malherido de un macanazo),
dobló la rodilla á Saguanmachica, y reconociéndolo por supremo señor, consiguió perdón de la vida
y restitución de su Estado, sin más prenda que el vasallaje (que con juramento hecho al sol afianzó
en su promesa), de que vanagloriado el Zipa, y más de que no le hubiese costado un solo hombre la
conquista, pasó á Uzatama, tanto con fin de reconocer el terreno y las poblaciones sujetas, como
de salir á Bogotá por la montaña de Subia, que le aseguraron más apacible que la de Pasca”.

Saguanmachica muere hacia 1490 y hereda el Zipazgo a su sobrino Nemequene –cuyo nombre
significa hueso de león–, que debe contener una nueva rebelión en la provincia de Fusagasugá,
que había tomado iniciativa al ver las invasiones Panches por las puertas de Tena Y Zipacón:
Nemequene encargó la tarea a su sobrino heredero Tisquesusa –que es el Zipa que encuentran los
españoles y cuyo nombre significa cosa noble puesta sobre frente–, al comando de un ejército de
cuarenta mil hombres; dice Piedrahita que “El sobrino, conducida la gente, pasó la montaña vecina
haciendo camino por la cumbre de la sierra, que corre por Subia y Tibacuy” y redujo a los indios de
Fusagasugá en un rápido choque, donde se declararon vencidos. Para mantener protegida la
frontera –tanto de las rebeliones Muiscas como de las invasiones Panches– “Púsoles Tisquesusa en
Tibacuy guarnición bastante de Güechas, que eran los más escogidos infantes de su milicia pagada,
y asegurado el Estado tomó la vuelta de Pasca cargado de ricos despojos”.

Miguel Triana concluye que “Al sur de Bogotá están Pasca, Fusagasugá y Tibacuy, desprendidos del
país por una intersección Caribe que ocupó todo el valle del río Panche, cuyo nombre indica a las
claras el señorío de esta parcialidad enemiga de los Chibchas sobre un territorio que
anteriormente hubieron estos de haber poseído, para poder ponerse en contacto con el grande
adoratorio del Sol, consagrado por ellos en las célebres piedras de Pandi. Como consecuencia de

56
aquella comunicación, se fundaron las mencionadas colonias de Pasca, Fusagasugá y Tibacuy.”
(Triana, 1971: 207). Las fronteras occidentales Muiscas estaban limitadas por varios fortines
militares que defendían a la nación solar de los constantes ataques de los oscuros Panches: “Según
el historiador Piedrahita, los sitios de mayor conflicto en la frontera con los Panches eran las
poblaciones de Zipacón, Tena, Pasca, Bojacá, Tocaima y Tibacuy.” (Martínez Trujillo, 2006: 125);
los Panches se configuraron como los enemigos por excelencia de los indios de Bogotá, sus
contactos y enfrentamientos fueron reseñados desde los primeros acercamientos de los
conquistadores en las tierras del Zipa: “Los límites entre los dos grupos debieron variar según las
diferentes épocas y fortunas de los ejércitos, pero los panche llevaban la iniciativa por regla
general y hacían periódicas incursiones a los maizales de los muiscas como anotan los cronistas
que tuvieron lugar poco antes de la llegada de Quesada a Bogotá.” (Arango, 1974: 4-5).

La unidad cultural Chibcha estaba enteramente rodeada por pueblos agrupados bajo la explicación
del origen Caribe: “En un edicto de 1511 que define como Caribe a cualquier indio que fuese hostil
a los europeos, con comportamiento violento o aquel que consumiera carne humana, se concluye
que los Caribes no tienen alma y están sujetos al tráfico de esclavos.” (Martínez Trujillo, 2006: 52);
Sutagaos, Muzos, Colimas, Pijaos, Achaguas, Tecuas, Guatupes y por supuesto Panches, son
algunas de las tribus vecinas de los Muiscas que resultaron comprimidas bajo esta definición de
carácter político, que deriva de la consideración del canibalismo como práctica extensa y
permanente de ciertas culturas indígenas consideradas salvajes. Las investigaciones sociales que
definieron las fronteras históricas de los Muiscas han establecido los límites territoriales y
culturales de esta etnia en oposición a sus vecinos, los Caribes del interior; ambos grupos se han
determinado mutuamente a partir de sus diferencias constitutivas: “Estos panches y los indios de
Bogotá se hacen cruel guerra, y si los panches toman indios de los de Bogotá, o los matan o los
comen luego, y si los de Bogotá matan o toman algunos de los panches traen las cabezas dellos a
su tierra, e pónenlas en sus oratorios. Y los muchachos que traen vivos, súbenlos a los cerros altos,
e allí hacen dellos ciertas ceremonias y sacrificios, y cantan muchos días con ellos al sol; porque
dicen que la sangre de aquellos muchachos come el sol y la quiere mucho, y se huelga más del
sacrificio que le hacen de muchachos que de hombres.” (Sanct Martín y Lebrija, en Correa, 2004:
164).

Según Nicolás Pinto –nieto de don Parmenio–, Tibacuy era el pueblo indígena más importante de
todo Sumapaz; la gran laja de piedra de la cuchilla de Peñas Blancas se extiende por el nororiente
hasta Soacha, cuya etimología Chibcha la nombra como la ciudad del sol varón; la cordillera de
Subia –donde está ubicado el cerro de Peñas Blancas– fue el accidente geográfico que dividió a
Chibchas –hacia el oriente– y Caribes –hacia el occidente–. En épocas prehispánicas
correspondía a un punto de defensa militar defendido por poderosos guerreros Güechas: “El Zipa
tenía, pues, origen militar y conservaba su tradición guerrera manteniendo un ejército disciplinado
que formaba con los hombres mejor conformados de sus Dominios, valientes, sueltos,
determinados y vigilantes, gandules, con el título de Güechas, encargaba de la defensa de sus
fronteras y solía premiar ennobleciéndolos e instituyéndolos como Caciques, allí donde hacían
falta los herederos legítimos.” (Triana, 1971: 112). Su ubicación se constituyó como un importante
nodo comercial entre el altiplano cundiboyacense y el valle del río Magdalena, cuyo principal
trueque consistía en la entrega de mantas, objetos suntuarios, cerámicas y sal de la sabana por
oro, pieles, algodón y pescado seco de las tierras ribereñas (Salas y Tapias, 1999); su territorio se
ha considerado también como productor de coca: “los indígenas declararon tener hayo y
cambiarlo por oro” (Salas y Tapias, 1999: 93). El nombre del pueblo se desglosa desde la lengua
Chibcha en dos partes: “En cuanto a Tibacuy, formado por Tiba, capitán, y Cuy, platero o joyero,

57
no deja duda sobre su procedencia. A inmediaciones del actual pueblo hay muchas piedras
panches, acaso en conmemoración de la lucha que implicó la conquista de esta plaza fuerte de los
Chibchas, pues debe saberse que tiba implica gobierno militar” (Triana, 1971: 208). François
Correa explica que la raíz tiba hace referencia a las capitanías que confederadas establecían un
mismo cacicazgo, como en el caso de Bogotá; también se refiere al cargo mismo de capitán, que
en su contexto de joyero –que es lo mismo que orfebre– comparte elementos políticos y religiosos
de la autoridad solar Muisca. El cacicazgo de Tibacuy estaba sujeto a la figura suprema del Zipa de
Bacatá, debía tributar cuando mazorcaba el maíz y también en ciertas ceremoniales especiales,
como cuando corrían la tierra; el mismo capitán de Tibacuy expresó en un documento que
“cuando el cacique hacia su casa u alguna fiesta ansi mismo le daban algún tributo para ayuda al
gasto y esto de fiestas pagan de tributo lo que el cacique les repartía y el cacique que daba a cada
capitán una manta pintada y a todos los indios daba de comer y los enbijaba que era para ellos
gran honrra.” (en Correa, 2004: 256). Tibacuy fue durante muchos siglos un pueblo de guerreros:
mantenía la guarnición de Güechas Muiscas que defendían la frontera de los constantes ataques
de los fieros Panches, siempre prestos a la guerra.

Los Panches ocuparon un amplio territorio que bordeaba el curso medio del río Magdalena,
cubriendo las estribaciones occidentales de la cordillera Oriental en Cundinamarca, toda el área
conocida como el norte del Tolima y algunas tierras del actual departamento de Caldas. Juanita
Arango sitúa de forma precisa las márgenes de la muesca Panche en el valle de los Sutagaos: “el
territorio panche iba desde donde se une el Magdalena con el Fusagasugá para continuar luego a
todo lo largo del río Fusagasugá hasta que en este va a morir al Chocho. Y por este último río subía
hasta la depresión de Cumaca y de ahí al Alto de la Cruz.” (Arango, 1974: 16-17); así mismo, el cura
Sabogal determina con exactitud su lugar de asentamiento: “Entre Cumaca, caserío del municipio
de Tibacuy, y el río Chocho y donde muere en cerro de Ambilá [actual Quininí], se muestra hoy al
viajero y se denomina con el mismo nombre el lugar donde existió la capital de los terribles
panches.” (Sabogal, 1919: 28). Situados en el relato histórico tradicional de la región, los indios
Panches eran caníbales; sacrificaban niños; achataban sus cabezas a través de tortuosos procesos
corporales para dejarlas panchas e intimidar a sus enemigos en las guerras, asemejando su
fisionomía a la corporalidad de los bagres; envenenaban flechas con yerbas, serpientes y ponzoñas
para pelear entre ellos, para combatir a Chibchas y españoles por igual; Piedrahita considera que
eran adoradores únicamente de la luna, “y decían que ella sola bastaba en el mundo sin que
hubiese sol y en su falsa creencia no tenían mal gusto, según es ardiente aquella región”. Su
referencia histórica –ya que fueron una etnia que desapareció con rapidez como unidad cultural–
fue consignada a través de los Cronistas de Indias Juan de Castellanos, Fray Pedro de Aguado y
Lucas Fernández de Piedrahita, entre otros; todos hacen referencia al carácter bélico, sanguinario
y salvaje de los Panches. Como pueblo seminómada no confederado, conformado por pequeñas
jefaturas de mérito desperdigadas por los valles y las sierras, la imposición de las prácticas
culturales Muiscas u occidentales significaba la desaparición de sí mismos; antes de extinguirse
lentamente prefirieron luchar hasta el fin, inmolarse en batalla contra los invasores: “Los Panches
estaban alertados por las noticias llegadas por vía del Magdalena y por las que llegaban de su
frontera con los Muiscas y no es de extrañar, que gracias a los continuos mensajes, conocieran de
antemano la verdadera intención de estos extranjeros. Bajo esta amenaza, a los españoles se les
combatió desde su llegada y nunca se les consideró como amigos y mucho menos como dioses.”
(Martínez Trujillo, 2006: 101). Mientras Tibacuy caía reducido junto con el Zipazgo, los vecinos
Panches estaban preparados para la batalla y los españoles debieron derrotar aldea por aldea para
ganar su reducción. Los Caribes del interior y los españoles se cruzan, se observan, se re-crean y
principalmente combaten, por primera vez, en el lugar del actual Cumaca.

58
En 1537, los capitanes Juan de Céspedes, Juan de San Martín y sus tropas –acompañados de guías
y cargueros Muiscas– descendieron por Pasca hacia Tibacuy, con el objetivo de someter a los
Panches insumisos; Nicolás explica que los conquistadores entraron a estas tierras por las alturas
de Peñas Blancas, desde donde divisaron las columnas de humo de los asentamientos indígenas.
En Tibacuy conversaron con el cacique Güecha, que según Piedrahita advierte a los españoles del
salvajismo intratable de los Panches: “aquellas gentes ni eran políticas ni afables, como las que
hasta entonces había comunicado, sino bestias fieras que bebían sangre, comían carne humana y
se alimentaban con el furor y la rabia, y que, ó se terminaban entre las angustias de la
desesperada muerte que apetecían, ó se dilataban la vida asando al fuego la carne humana de sus
contrarios para engrandecer sus convites”; los capitanes ibéricos agradecen la información que
brinda el Tibacuy y las huestes conquistadoras continúan la marcha protegidos por colchas de
algodón, para repeler el ataque de las flechas con ponzoña. Encontraron los caseríos de Panches
de Iguaima y Topaima abandonados por sus gentes, que habían ido a reunirse con los
Calandaimas, Ambalemas y Conchimas para aliarse y hacer frente en el venidero enfrentamiento.

Los españoles y sus aliados Güechas cruzaron por “una loma rasa, que corre adelante de Tibacuy”,
y en los escarpados caminos se toparon con hoyos hondos que tenían púas y estacas hacia arriba,
para que quien cayera allí resultara herido de muerte. La visibilidad que permite la montaña reveló
un escuadrón de más de cinco mil Panches, con sus cuerpos embijados y portando penachos
multicolores en las cabezas; habían honderos, flecheros, y cientos de indios que portaban
macanas, picas y cerbatanas, que sus mujeres surtían con nuevos dardos envenenados. Las tropas
conquistadoras se detienen en un “alto en lo más dilatado y limpio de la lema”, y mientras los
fieros Caribes rodeaban en dos filas el lugar los Güechas huyen despavoridos hacia Bogotá, donde
anunciaron vanamente la incontestable victoria Panche. Las huestes hispanas invocaron al apóstol
Santiago, arremetieron con la caballería y lograron desestabilizar y diezmar la vanguardia rebelde,
aunque más adelante recibieron una lluvia de dardos, flechas y piedras arrojadas con furia; el
capitán San Martín enfrentaba a un grupo de salvajes que pretendían atacar por la retaguardia
hispana y consigue asesinar con su lanza a un indio alto y vigoroso “á quien daban tributo como á
Cacique y prestaban como a Cabo”; muerto su líder, los Panches sienten el miedo y huyen
apresuradamente hacia las sierras impenetrables que los protegían. Los españoles se repliegan
para sanar a los hombres y caballos heridos, pero “aun allí no los dejaron cobrar sosiego los
Panches, que saliendo de las cavernas y montañas los molestaron toda la noche con rebatos y
armas falsas, tan obstinadamente continuadas, que los obligaron á pasarla en pié, sin desnudarse
las armas ni conceder algún desahogo á los caballos”.

Con la intención de recuperar fuerzas, los ibéricos regresaron por las sierras de Tena –guiados por
algunos Güechas que habían observado el combate desde las alturas de la cuchilla–, cuando vieron
venir un Panche de feroz expresión que portaba una macana; hicieron la espera pensando que se
trataba de un embajador, pero el irreconciliable guerrero descargó un macanazo contra el infante
Juan de las Canoas, que alcanzó a protegerse con su escudo, que resultó hecho pedazos.
Detuvieron prontamente al osado atacante y le preguntaron la razón de su ofensiva solitaria, a lo
que respondió “diciendo que él era uno de los hombres de mayor fama de aquella provincia y
vecino del lugar de donde salió el ejército de los indios contra los españoles; y que habiendo hecho
ausencia de él por dos días, volviendo el antecedente al caer el sol, vio irse retirando cobardemente
al pueblo alguna gente de su nación, maravilla para él nunca vista en su invencible valor; y que
habiendo investigado la causa de su fuga entre ellos, le dijeron haber sido rotos y desbaratados en
batalla por unos pocos forasteros, que peregrinando de tierra en tierra habían aportado á la suya y
muerto en ella los más principales y valientes soldados de sus ejércitos, y entre ellos á un tío suyo,

59
un hermano y un hijo; y por una parte avergonzado de la infamia de los Panches, y por otra
obligado del dolor de la pérdida, y pareciéndolo que bastaba él solo para quitar las vidas de los
pocos forasteros que decían, sin convocar parciales ni prevenir más arma que aquella macana,
intentó su venganza en la forma que todos habían visto”. Céspedes ordenó llevar vivo al
prisionero, pero avanzados unos cuantos metros Juan de las Canoas le cortó la cabeza y se la
entregó a los Güechas, que la llevaron a Bogotá como un trofeo. El cronista Juan de Castellanos
relata el ataque y ajusticiamiento del indígena en un poema titulado “Un Soberbio Panche”.

Aguado escribe que poco tiempo después el conquistador Sebastián de Belalcázar se hospedó con
sus huestes en Tibacuy cuando venía de sur a norte para su encuentro con Quesada, conducido
por los intereses alrededor de la fundación de la ciudad de Santa Fe. Posteriormente, con la
impuesta estabilidad política colonial se instituye la encomienda de la región que cae en manos
del capitán Francisco Gómez de la Cruz, dueño también de Subia y Pandi. Durante la Colonia –
cuando aún existía la ciudad de Nuestra Señora de Altagracia de los Sutagaos– el camino a Tibacuy
se unía en el pueblo de indios de Uzatama, marcando cinco leguas de distancia; la quebrada La
Parroquia ha acompañado desde siempre la ruta entre Fusagasugá y Tibacuy, nace en el cerro del
Fusacatán y desemboca en el río Chocho.

Para consolidar la encomienda se empieza a cultivar la caña para la extracción de miel y panela y
se construyen varios trapiches –dice don Marcos, los trapiches que se conocían como matagente–
en las caídas al río Chocho; el viajero francés Edouard André comentó que “Precisamente allí, en el
mismo emplazamiento del molino de azúcar, existió en otros tiempos una formidable fortaleza que
dominaba todo el contorno, desde la cual se descolgaban los panches para ir á devastar los
terrenos ocupados por los Sutagaos, los Guanches y los Chibchas que eran sus vecinos del Este.”
(André, 1884: 642).

Láminas 11 y 12

A la izquierda, El trapiche o molino de azúcar; a la derecha, La cocción del azúcar, en Panche. Edouard André
– América Equinoccial (Colombia-Ecuador) (1831).

El nuevo pueblo de indios de Tibacuy –ya que el caserío original ubicado en la cordillera
Vicacachute se destruyó24 (Velandia, 1982: HMT)– fue fundado por el Oidor Bernardino de

24
Alguna información aquí consignada hace parte de un estudio historiográfico del municipio de Tibacuy que
se encuentra en formato digital en http://avestibacuy.tripod.com/FincaGualandayes/HistoriaTibacuy.txt,
escrito por el fallecido historiador Roberto Velandia: Tibacuy. Enciclopedia Histórica de Cundinamarca. Tomo
IV. Biblioteca de autores Cundinamarqueses. 1982. El documento online se titula “La Historia del Municipio
de Tibacuy”, así que en adelante será citado como Velandia, 1982: HMT.

60
Albornoz entre el 13 y el 17 de febrero de 1592, con declaración juramentada del capitán Muisca
Francisco Chicaguentiba, que hace la señal de la cruz; en la nueva ubicación se construyó una
iglesia de paja y bahareque con la imagen custodia de San Francisco y se conformó la doctrina
católica bajo dirección de los Dominicos (Velandia, 1982: HMT). El 9 de febrero de 1595, el Oidor
Miguel de Ibarra visita el lugar para ubicar el mejor punto en donde construir una iglesia para los
pueblos de Tibacuy y de Panches –nombre que adquieren los caseríos de Iguaima y Topaima–, por
ser una sola encomienda y estar uno cerca del otro: “Una ironía del destino hizo que los
conquistadores unieran por motivos de carácter administrativo el pueblo de Tibacuy con el de
“Panches” juntando así los que durante muchos años habían sido feroces enemigos.” (Arango,
1971: 86). Haciendo el padronazgo de los indios de Tibacuy, se contaron trescientos diecisiete
tributarios repartidos de la siguiente forma: “1 cacique, 5 capitanes, 102 útiles, 5 reservados, 38
ausentes, huidos y cimarrones y 220 de chusma distribuidos en las parcialidades de Cacique de
Don Hernando Yopicha, Boxaca del capitán Don Antonio Tibaca, Pavaguya de Don Hernando
Chirbatiba, Chunzoque de Don Diego Pixipa, Chusata de don Diego Saxipa y Tibaguya de Don Pedro
Gueiquira.” (Velandia, 1982: HMT). Ya que muchos indios vivían amancebados, el Oidor ordenó al
doctrinero Melchor Romero los primeros casamientos. El día 12 de febrero Ibarra adjudica el
resguardo de Tibacuy de la siguiente manera: “pasado el pueblo viejo de Tibacuy, por la loma y
cuchilla que los indios llaman Bogotá, cortando a dar al río que llaman Insa [actual río Chocho], y
por la sierra y cumbre alta que los indios llaman Catiba hasta dar a la cuchilla llamada
Cumequentam, por donde este pueblo parte términos con el pueblo de los Panches cortando por la
dicha cuchilla abajo hasta dar al río Insa.” (Velandia, 1982: HMT); en el auto declaratorio ordena
que se incendien los antiguos ranchos de los indios, ya que tienen “sus labranzas y poblaciones
viejas fuera del dicho pueblo donde el día de hoy tienen sus bohíos que es causa que no acudan al
dicho pueblo a ir a misa y a la doctrina cristiana, y traigan a ella sus mujeres e hijos." (Velandia,
1982: HMT).

En la descripción del pueblo de Panches, Ibarra declara que los indios tienen grandes labranzas de
maíz y una iglesia de bahareque cubierta de paja; figuraron “108 indios, así: 2 caciques *Andrés
Amba de Iguaima y Pedro Chombi de Topaima+, 31 tributarios, 10 ausentes y 65 de chusma”
(Velandia, 1982: HMT), a los cuales se les entregó tierras de resguardo con los siguientes límites:
“por la parte de abajo, hacia Fusagasugá, hasta el río Insa; por el lado hacia Tibacuy hasta la loma
Cumequentam y por ésta siguiendo a la cumbre de la cordillera de Vicacachute y de aquí bajando
por la quebrada Sotaquirá al río Insa.” (Velandia, 1982: HMT). También ordena al encomendero
Gómez de la Cruz que construya una iglesia en la loma de Chisque, para la catequización de los
indios de Panches.

Hacia 1617, Francisco Gómez Portillo –corregidor de Panches– pide merced de dos estancias
situadas en Tibacuy y dos situadas en el pueblo de Panches, asegurando que los indios no verían
ningún sufrimiento en ello. La respuesta a la petición dicta que se reúna a los indios después de la
misa del domingo y “se les pregunte por boca a doña Inés “cacique de Tibacuy”, si hay algún
inconveniente para esto” (Arango, 1974: 90); al parecer se aprueba el traspaso de las estancias,
que se sitúan como los antecedentes de las ocupaciones de blancos en los territorios de los
resguardos. Hacia 1706 se separa el curato de Tibacuy –que agrupaba al pueblo de Uzatama– del
curato del pueblo de Panches, que agrupaba a los vecinos del Pagüey –hoy Viotá, tierra de los
extintos Panches Calandaimas–.

En visita del Oidor Joaquín de Aróstegui y Escoto realizada entre el 6 y el 12 de febrero de 1760, el
escribano reseña que hay varias extensiones de los resguardos ocupadas por arrendatarios, entre
ellos diez familias de blancos en las tierras de San Lorenzo –actual ubicación del pueblo de

61
Cumaca–, extensión que pertenecía al resguardo de Panches; también observa que el pueblo de
Panches estaba deshabitado y sus habitantes vivían lejos de la iglesia, desperdigados por la sierra.
En este sentido, remata algunas partes circundantes a los vecinos blancos, ordena a los habitantes
de San Lorenzo construir sus casas en calles y “porque se ha visto y reconocido que los indios de
este pueblo están dispersos unos de otros y no poblados ni juntos cerca de la iglesia al son de la
campana si no que viven distantes, en especial los de los Panches, que están como a una hora de
muy mal camino con cuestas y laderas… y para precaverlos y que vivan como cristianos y que se
pueblen en el asiento deste pueblo de Tibacuy donde tienen iglesia nueva cubierta de teja, el actual
Corregidor con particular cuidado hará que dentro del término que pareciera conveniente para que
disfruten sus sembrados se pueblen en contorno de la iglesia formando calles y casa en cuadras
derechas, con toda orden y policía cada parcialidad de por sí.” (Velandia, 1982: HMT). El Oidor
formalizó el traslado de los indios del pueblo de Panches a Tibacuy, añadiendo que los desplazados
solo podrían tener un techo en sus viejas labranzas para protegerse en caso de lluvias.

Frente a la propuesta de extinción del pueblo de Panches y la conformación de la Parroquia o


Pueblo de Blancos de Tibacuy, el 6 de enero de 1776 el fiscal Francisco Antonio Moreno y
Escandón visita la zona y “en la declaración del vecino Martín Escamilla se dijo que este Partido
está formado por los pueblos de Pasca, Fusagasugá, Tibacuy y Pandi; que los indios de Tibacuy y
Panches conservan sus resguardos, excepto el pedazo que segregó Aróstegui, y que hay vecindario
suficiente para crear parroquia en Fusagasugá y Pandi, que en Pasca no lo hay y el de Tibacuy es
muy pobre, pues solo cuenta 57 vecinos, incluyendo unos del sitio Panches y otros de Pagüey, que
es lejos.” (Velandia, 1982: HMT). El 7 de enero –en ordenanza escrita desde la casona La Puerta de
Fusagasugá– el fiscal Moreno y Escandón decreta la extinción de los resguardos de Tibacuy, Pandi
y Fusagasugá y el traslado de los nativos al Pueblo de Indios de Pasca, “por ser la cabecera de este
partido y tener mayor número con tierras abundantes fértiles para sementeras y crías de ganados,
de buenas aguas y de temperamento benigno que produce frutos de tierra fría y templada”
(Velandia, 1982: HMT); se dieron dos meses para el desplazamiento de todos los indígenas, tiempo
en el cual se destruirían sus ranchos y en caso de negarse a partir serían obligados por la justicia.

Los ornamentos y objetos suntuarios de las capillas de Tibacuy y del pueblo de Panches son
trasladados a la doctrina de Pasca, se planea la creación de las Parroquias en los sitios de los
Pueblos de Indios y las tierras de los extintos resguardos se ofrecen en Santa Fe para quien
quisiera comprarlas. Los vecinos de San Lorenzo –actual Cumaca– se agregaron a Fusagasugá y los
vecinos del Pagüey se añadieron al curato de Viotá. Los indígenas de Tibacuy se negaron a
trasladarse al pueblo de Pasca, aunque el Virrey Flórez ya había autorizado la creación de la
Parroquia por auto del 20 de agosto de 1776. El 5 de julio de 1777 el cura de Pasca Josef de Moya
comunicó “que hoy día de la fecha se hallan trasladados a este dicho pueblo los indios de
Fusagasugá, Tibacuy y Pandi en el cual día se han actuado las listas por don Josef de Chaves
corregidor… que todos se han hecho un cuerpo y sólo se distinguen parcialidades.” (Velandia, 1982:
HMT). El 30 de septiembre el vecino de Fusagasugá Miguel de Espinosa ofertó seiscientos pesos
por las tierras de los resguardos de Tibacuy y Panches, y el 17 de octubre la Junta Real de Hacienda
de Santa Fe las remató en su favor, con las condiciones de que conservara las iglesias limpias y que
reuniera la mayor cantidad de vecinos para la fundación de la Parroquia.

En 1781 estalla la Revolución de los Comuneros, y sostenidos en la Cláusula Séptima de las


Capitulaciones sobre la devolución a los indios se reclaman nuevamente todos los resguardos; el
Virrey ordena el regreso inmediato de los nativos a sus antiguas tierras. Muchos indios expresaron
su inconformismo con la disolución de los resguardos, y cuando retornaron a sus territorios
huyeron de las aldeas y se desperdigaron monte adentro haciéndose cimarrones. En 1782, el

62
Corregidor del Partido certificó que los indígenas de Tibacuy estaban en su pueblo y resguardo,
aunque el sitio del pueblo de Panches se extinguió y jamás se volvió a habitar (Velandia, 1982:
HMT).

La escritora bogotana María Josefa Acevedo de Gómez25 pasa en el año 1836 por la ya constituida
Parroquia de Tibacuy, y producto de su visita escribe una bella semblanza titulada Mis Recuerdos
de Tibacuy. Describe al pueblo como compuesto por “una o dos docenas de casas pajizas
sumamente estrechas y pobres, esparcidas aquí y acullá por la pendiente que forma la falda
prolongada de una alta y espesa montaña. Hay en el lugar más llano una pequeña iglesia de teja,
pobre y aseada, a cuya izquierda se ve la casa del cura, también de paja como las demás del
pueblo, pero menos pequeña que las otras habitaciones. (…) La plaza no es sino la continuación de
una colina cubierta de verde yerba, cuyo cuadro lo forman cuatro ermitas de tierra, y en sus
costados solamente se ven la cárcel y cinco o seis chozas miserables”; más adelante comenta que
“El vecindario se compone de razas perfectamente marcadas; algunos blancos en quienes se
descubre desde luego el origen europeo, y el resto, indios puros, descendientes de los antiguos
poseedores de la América. (…) Allí no ha penetrado todavía la civilización del siglo XIX”.

María Josefa vivía con su esposo don Diego Gómez en la hacienda El Chocho y fue invitada por el
cura de Tibacuy para participar de la fiesta del Corpus Cristi a efectuarse en el mes de junio; para
la celebración, los habitantes de la aldea habían conformado una calle con árboles cortados del
monte vecino, cuya extensión se decoró con altares, ermitas y arcos cubiertos de frutas y flores
que estaban ofrendados con plátanos, chirimoyas, aguacates, yucas, panes de maíz, huevos,
además de pajarillos, zorros, comadrejas, armadillos y otros animales silvestres sacrificados. La
fiesta empieza con el repicar de las campanas de la iglesia y con la danza del pueblo: un grupo de
jóvenes indígenas –con enaguas, plumas en la cabeza, las muñecas y los tobillos, un carcaj lleno de
flechas y sus cuerpos pintados de colores– bailaban alrededor de un viejo de más de setenta años
–vestido con una ruana y unos calzoncillos de lienzo– que tocaba un tamboril y un pito: “Con esta
extraña música bailaban los jóvenes una danza graciosa llena de figuras y variaciones, arrojando y
recogiendo sus flechas con asombrosa agilidad”. La procesión recorre el derredor de la plaza
presidida por los danzantes; se quemaban castillos de pólvora y ruedas en las estaciones, a lo cual
“los indios de la danza fingieron terror, estrecharon sus arcos contra el pecho y se dejaron caer con
los rostros contra la tierra. Al cesar el ruido de la pólvora volvieron a levantarse y continuaron
ágiles y alegres su incansable danza”. Frente a la curiosa celebración, la autora reflexiona lo
siguiente: “En el transcurso de más de tres siglos estos hijos (…) celebran una fiesta cristiana
contrahaciendo momentáneamente los usos de sus mayores, y se ríen representando el terror de
sus padres en aquellos días aciagos en que sus opresores, los aniquilaban para formar colonias
europeas sobre los despojos de una grande y poderosa nación”.

En 1839 se reparten las tierras comunales del resguardo de Tibacuy entre sus habitantes tomando
la forma de predios familiares; P. Gutiérrez levanta un plano del resguardo a extinguir y lo describe
de la siguiente forma: “La temperatura varía desde 80° hasta 40° del termómetro (…) es decir a las
orillas del río Chocho se goza de las primeras. (…) En los extremos se siente la segunda, siendo de
una temperatura media la de los pequeños valles en que serpentean las quebradas y arroyos de
Yauta, Cumaca, Chusque, Tibacuy, San José y Tulutá. En estos Valles se cultiva la caña, plátano,
yuca, arracacha y apios, papas (…), maíz, frijol y algún cacao y café a cuyo cultivo se han dedicado

25
María Josefa Acevedo de Gómez nació en Bogotá en 1803 y murió en Pasca en 1861. Hija del prócer de la
independencia José Acevedo y Gómez, fue la primera escritora republicana reconocida en el país, se destacó
como narradora de costumbres.

63
poco los habitantes. Hay poco ganado vacuno (…) el caballal y asnal está reducido a muy pocas
bestias de carga. El comercio es nulo en esta parroquia, más no obstante, Tibacuy está llamado a
ser un pueblo de consideración por la variedad de su temperatura y la fertilidad de su suelo.”
(Gutiérrez, en Guerrero, 2002: 38). En 1852 –tiempos de inicio de la colonización cafetera– se
suprime la Aldea de Tibacuy y su territorio se anexa a Fusagasugá; se restablece en 1857 y
nuevamente es liquidada en 1864. En 1874 se conforma como corregimiento de Fusagasugá y en
1879 se vuelve a decretar como Aldea (Velandia, 1982: HMT).

Marco Palacios afirma que “en 1859 el aislamiento de la región continuaba y en la cual sólo
Fusagasugá poseía un casco urbano estructurado, mientras que el resto de las poblaciones eran
sólo aldeas.” (Palacios, en Martínez Cleves, 2004: 54). En 1887 se erige como Distrito Municipal
con sus antiguos límites de doctrina. Durante la Guerra de los Mil Días fue un punto estratégico de
comunicación de las divisiones revolucionarias de las provincias de Sumapaz y Tequendama,
librándose combates en la plaza central y cercanías del pueblo (Velandia, 1982: HMT). En 1945 se
traslada la sede de la parroquia a Cumaca, mientras Tibacuy conserva la posición de centro
político-administrativo. La Inspección de Policía de Cumaca se crea en 1948 y la Inspección de
Policía de Bateas en 1975. El paso de Tibacuy y Cumaca se convierte en punto obligado de la
comunicación entre las provincias cafeteras de Sumapaz y Tequendama, conectando a Fusagasugá
con los pueblos de Viotá, La Mesa, Apulo y Tocaima: “Hoy en gran parte, especialmente en la
tierra templada, este bosque [andino húmedo de montaña] ha desaparecido, mejor dicho fue
reemplazado en la vertiente magdaleniense por el cultivo del café con un bosque de sombrío, el
único bosque cultural en Colombia.” (Guhl, en Velandia, 1998: 195). Muchas de las veredas e
importantes accidentes geográficos del municipio mantienen el nombre de las antiguas haciendas
cafeteras que regulaban la producción del grano en auge, como El Chocho, La Vuelta, El Cairo, San
José o La Gloria. Doña Lida dice que en Tibacuy, “los pueblos se han quedado detenidos en el
tiempo”.

Lámina 13

Tibacuy antiguo, visto desde la calle de la iglesia: María Josefa Acevedo expresó que “a la derecha de la
iglesia, y paralela a un costado de la plaza, hay una hondonada verde y llena de árboles silvestres, por la cual
corre en invierno un hermoso torrente, pero que en verano está seca y cubierta de mullida grama. Esta
hondonada se prolonga como trescientas varas hasta el pie de la plaza, y los naturales la llaman la calle de la
Amargura, por ser aquel el camino por donde suelen llevar las procesiones de semana santa”.

64
PUEBLOS CON CARÁCTER TELÚRICO

“Habíanme hablado en Bogotá de las costumbres funerarias de los antiguos indios Panches y Guanches que
moraban al pié de la Cordillera oriental, hacia el Sur-oeste, en el terreno comprendido entre Fusagasugá,
Pasca, Melgar, y los cerros de Viotá y de Tibacui, y por estos relatos tuve conocimiento de la existencia de
unas grutas ó excavaciones naturales situadas en las montañas de Panche y de Tibacui, en las cuales los
antiguos indios enterraban á los muertos.”

Edouard André, América Equinoccial (1831)

El análisis histórico anteriormente presentado nos explica la forma como se usurparon los
territorios de los resguardos y tierras ancestrales indígenas para la constitución de la Parroquia o
Pueblo de Blancos de Tibacuy, que es el sustrato social que ha permitido la conformación de los
actuales núcleos campesinos de Tibacuy, Cumaca y Bateas; no sabemos hasta qué momento se
conservaron unidas las comunidades de ascendencia indígena y cuando se dio el traslado
definitivo del pueblo a la estructura productiva de la hacienda cafetera y luego a la población
mestiza que trabaja la tierra en parcelas. La gente contemporánea de Tibacuy es de raigambre
campesina y ha preservado muchas de las costumbres y prácticas de antaño mezcladas con las
constantes transformaciones que la modernidad infiltra. Existen ciertas pervivencias locales
arraigadas desde tiempos antiguos, que se mantienen presentes soportando los constantes
cambios generacionales y la llegada fluctuante de gentes foráneas que no conocen la profundidad
de los relatos territoriales; como memoria regional, esta tradición cultural es interpretada por los
actuales habitantes de Tibacuy, quienes pueblan los cerros mencionados en las crónicas, los
documentos y los compendios historiográficos, y conviven con las narrativas que conforman la
presencia milenaria de Tibacuy, misterios en-terrados que aún se manifiestan.

Peñas Blancas y Quininí –nombres actuales de los cerros Chibcha y Caribe respectivamente– son
las fuerzas tutelares que protegen a Tibacuy y Cumaca, y es de común entendimiento decir que
ambas montañas están encantadas: conservan zonas de bosque espeso donde hay que pasar en
silencio, ya que son lugares bravos que sueltan borrascas si son molestados; además, en sus
extensiones abrigan múltiples piedras marcadas que protegen riquezas. Para los Muiscas, las
elevaciones pronunciadas eran lugares sagrados de culto ofrendario donde existían los portales a
mundos inferiores y superiores, que son la habitación de los antepasados: “La asimilación de las
sierras como fuentes de vida recuerdan que de sus cuchillas manan fuentes de agua que bañan los
fértiles valles. Mientras en los primeros habitaban los ancestros, en los segundos se hallaban las
gentes.” (Correa, 2004: 58); también eran lugares de sacrificios de niños vírgenes Panches, cuya
sangre era ofrecida sobre grandes piedras para que sirviera de alimento al Sol. Estas percepciones
mágicas perviven en las concepciones territoriales y naturales de los habitantes campesinos del
actual municipio de Tibacuy, ya que como argumenta Carmen Bernand, el culto a los cerros en el
mundo andino –que representa la relación con potencias telúricas antiguas– se ha visto
transmutado por una variedad de influencias que no han destruido su validez, sino que
transformaron la práctica, el ritual y la simbología: “Sin embargo, y éste es el interés del material
etnográfico, el culto a los cerros no desapareció, sino que se combinó con otros elementos: la
doctrina cristiana, la utopía de los tesoros escondidos, la dominación social, la destrucción de la
vida tradicional rural por la modernidad.” (Bernand, 2008: 171). Lo cierto es que en el Tibacuy de
ahora ya no existen indios de forma física, la forma de percibirlos vivos es a través de sus huellas
espaciales, del paisaje significado, del mestizaje cultural, de su memoria oral, material y
territorial: cerros encantados, cementerios indígenas, guacas, piedras marcadas, misterios.

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TIBACUY Y PEÑAS BLANCAS

“Y era el cacique de Tibacui quien, con unas púas de palma, les horadaba la narina y los lóbulos [a los nuevos
jeques consagrados], resguardando el orificio con ellas reemplazadas por más gruesas hasta alcanzar la
holgura. Este cacique les entregaba las resinas de los sahumerios y con las cabezas cubiertas con un bonete
retornábalos a su pueblo.”

Voz de un indio Muisca registrada en una carta de 1608. François Correa, El Sol del Poder (2004)

Fotografía 9

Bogotá, San Pedro o Peñas Blancas.

Las horas pasan con calma, sin el afán de terminarse, el sol atraviesa cada rincón con su fulgor
interminable. Sólo la niebla que baja de la cuchilla de Peñas Blancas –cerro tutelar del pueblo de
Tibacuy, conocido antiguamente como Cresta de San Pedro– es capaz de reducir la radiación y
congelar al entorno en el tiempo infinito, donde todo es blanco, donde es difícil enfocar la visión.
Un gran letrero de caracteres blancos sobre la pared de roca de la cuchilla reza con claridad:
TIBACUY; este anuncio se puede ver desde Fusagasugá, por toda la Avenida Panamericana en la
ruta que atraviesa el plan de Chinauta para llegar al Boquerón del Sumapaz. Es tradición en
Semana Santa organizar excursión para retocar el letrero, hacerlo brillar de nuevo. La nube
desciende por las laderas de la montaña a cargarse de agua en el río Chocho, haciendo que la
hermosa vista del valle de Fusagasugá desaparezca del amplio horizonte oriental. Cuando se nubla
el ambiente don Parmenio dice que está haciendo páramo, que el hielo que baja con el páramo
seca y quema las plantas y daña las cosechas.

El agua que riega gran parte de Tibacuy brota desde los nacederos u ojos de agua que existen en el
bosque protegido de Peñas Blancas. Ubicada en la tendida caída del cerro, La vereda La Gloria –
que corresponde a los territorios de una extinta hacienda cafetera que fue parcelada hacia los
años 70– conserva tres ojos de agua –el más importante llamado Los Coritos– que se han

66
canalizado a los tanques de la vereda vecina de La Escuela para que surtan el acueducto del casco
urbano principal; cuando abundaba el bosque y los nacederos no estaban canalizados, el agua
corría subterránea de forma abundante. Antiguamente, los ojos de agua se veían surgir desde
algunas de las enormes piedras que se distribuyen en la falda de la cuchilla; doña Anita expresa
que “bajaban plumas de agua”. Para don Parmenio, Tibacuy antes era más frío y se nublaba con
mayor frecuencia; con el avance de la colonización campesina se ha descumbrado el monte y el
agua ha desaparecido.

Todo Peñas Blancas cuenta con la presencia de abundantes piedras marcadas que han entregado
riquezas a algunos cristianos con suerte: cuenta don Parmenio que en un sector cercano a la
reserva forestal del cerro –donde hay decenas de enormes rocas– un campesino encontró una
figura de oro macizo que representaba a un jinete con su caballo; le mostró el hallazgo a su patrón
y éste se lo quitó, diciéndole que la figura era de él y que la tenía escondida. En la vereda San José
–limitando por las alturas del cerro con el municipio de Silvania– se encuentra la conocida Piedra
del Soleo, una enorme mole de dimensiones descomunales con algunos petroglifos, que se
considera como un lugar de adoratorio de los indios Chibchas; la Piedra del Soleo tiene un
poderoso encanto, ya que está protegiendo una gran riqueza oculta en su interior que puede
observarse el Viernes Santo a la medianoche. En las inmediaciones de la piedra está el nacedero
de la quebrada San José y hay una gruta que se conoce como la Cueva del Mohán, donde se han
hallado tiestos en distintas ocasiones. Doña Lida dice que los Mohanes se enamoran de hombres y
mujeres por igual, y los atraen nombres como Juan, José o María; intentan cautivar a sus
enamorados con regalos y sí los convencen los llevan a un hermoso palacio oculto en una cueva
tras una cascada, donde ofrecen un banquete: “todo esto es una ilusión, porque todas las riquezas
del mohán no son más que mierda de caballo”. Vecina a San José está la vereda La Gloria, que es
reconocida por ser el lugar de asentamiento del pueblo viejo de Tibacuy, específicamente en la
finca de don Santos Rodríguez –uno de los predios más célebres por poseer rocas con petroglifos–;
doña Gilma expresa que “donde Santos era un cementerio indígena, y yo recuerdo que alguna vez
sacaron veinticinco ollas no muy grandes. Dicen que hace poco se sacaron unas grandotas”.
Cuando don Parmenio y su familia se fueron a vivir en una propiedad que recibieron de la
parcelación de la hacienda –un poco más arriba de la finca de Santos–, él recuerda haber visto en
la montaña unas cuatro o cinco chozas construidas por los antiguos indígenas habitantes del cerro;
las viviendas eran de greda, conservaban las rocas donde los indios molían el maíz y algunos
tejidos. Tiempo después, alguien les prendió candela.

Fotografías 10 y 11

A la izquierda, una de las piedras de La Gloria en cercanías al área de bosque protegido; a la derecha, detalle
de un petroglifo de doble espiral.

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A lo largo y ancho de toda La Gloria se han encontrado ollas de barro –con tapita y todo– rellenas
de oro en polvo, bajo grandes piedras y troncos. Don Jesús cuenta una increíble historia
transcurrida en la vereda: en una ocasión, un tío suyo se encontraba sembrando café en la finca de
un patrón; junto con otros compañeros estaban haciendo los hoyos de siembra con una barra.
Cuando abrieron un hoyo cerca a una piedra ocurrió que el agujero se chupó entera la barra
maciza de metal; ante lo insólito del suceso decidieron mover entre todos el lajonón que cubría
dicho espacio y toparon una olla llena de tejos de oro –que brillaban– junto con el cuerpo de un
cacique, su calavera y sus huesos. Se sorprendieron mucho con el encuentro, y para evitar
problemas con el patrón decidieron avisarle del hallazgo; él recogió las piezas, las puso bajo llave y
a cada uno de los jornaleros –que cobraban diez centavos por el día de trabajo– les entregó un
billete de quinientos pesos. Este dinero se desperdició en trago, apuestas y amigos; cada uno de
los trabajadores compró un elegante saco de paño, que no usaban para evitar las burlas de lucir
una prenda de rico en un cuerpo de pobre. Con la riqueza usurpada, el patrón se dio un lujo de
gran millonario: se dispuso a viajar a Europa en un barco que atravesó el océano Atlántico; al fin y
al cabo también desperdició la fortuna porque se pasó seis meses en el mar y regresó sin un
centavo.

Don Roberto comenta que en una ocasión, al momento de explotar una piedra con pólvora negra
para abrir un terreno en su finca –también en La Gloria–, hallaron un
muñeco de barro de los antiguos indios Chibchas, en el corazón de la roca:
tiene barba larga, está desnudo, cubierto de lianas y hojas, y en su cabeza
porta una múcura con la boca hacia abajo, lo que indica que no es un indio
ordinario sino un cacique, según le comentó alguna vez un guaquero.
Producto de un serio trabajo de campo que explora las narrativas
presentes en las piedras marcadas de Iza y Gámeza en el departamento
de Boyacá, la antropóloga Laura López (2012) explica un ritual campesino
que podemos relacionar con el mencionado encuentro: “En Boyacá, para
sembrar agua se escoge un lugar húmedo donde se pueda enterrar un
totumo boca abajo, con agua bendita, generalmente traída de
Chiquinquirá. A la par del entierro debe haber una ofrenda que permite
mantener agua viva en el pozo. Esta ofrenda va desde semillas hasta
husos y torteros decorados. Al pasar de los días, comienza a empozarse Lámina 14
agua y se dice que sí tuvo gracia el sembrado”. Es posible percibir una
asociación entre el cacique Chibcha, el agua y su lugar definitivo de Ofrendatario hallado
descanso, en la cuchilla vívida de piedras protectoras y guacas. en Tibacuy

Doña Gilma sabe que “Tibacuy es uno de los pueblos más antiguos de la región del Sumapaz, es
más antiguo que Bogotá, tiene cuatrocientos y pico de años”. Se dice que Tibacuy es la Joya
Escondida de Sumapaz, sitio que “fue descubierto por los indios y entre ellos un cacique de nombre
Tiba. El nombre de Tibacuy es el de un cacique que se llamaba el indio Tiba”. Para don Parmenio el
actual casco urbano de Tibacuy “está construido sobre unas enormes lajas, y por esto la tierra del
cerro se está corriendo”. También narra que una vez se encontraba acompañado de un amigo en la
plaza central de pueblo, con destino a Fusagasugá, porque iban a llevar una carga de pepino para
venderla en el mercado de la ciudad. Mientras se preparaban para salir vieron dos espantos, que
se revelaron porque flotaban sobre el suelo, ya que se movían como si caminaran pero no tenían
pies; decidieron seguirlos para ver hacia donde se dirigían y las figuras desaparecieron en
cercanías a una de las casas antiguas del pueblo, famosa por la seguridad que hay de que allí existe
una guaca oculta. Freddy Guerrero recoge un testimonio que asegura que en “la casa cural [de

68
Tibacuy] se encontraron varios esqueletos que indicaban un cementerio antiguo, de indios”
(Guerrero, 2002: 37). El entorno urbano está formado por unas pocas cuadras de calles
pavimentadas con ladrillos, que delinean una plaza rectangular de arquitectura colonial limitada
por la iglesia de Santa Lucía –patrona de los ojos, cuya fiesta se celebra el 13 de diciembre con
multitudes de todos los alrededores que se reúnen a celebrar su aparición en un cafetal de Peñas
Blancas–, el colegio –antiguo convento– y varias casas de estilo cafetero, fabricadas con madera y
barro, de tejas de zinc oxidadas, algunas modernizadas y otras no. En la plaza central había una
roca con petroglifos que reseñó la segunda Comisión Corográfica (Velandia, 1982: HMT) y que ya
no existe; en su reemplazo hay una pila –fuente de agua– donde los jóvenes se juntaban para
conquistarse, y que según doña Margarita se alimenta del flujo subterráneo de otra pila oculta al
interior de la casona del colegio.

Don Luis comenta que “de una planta llamada higuerilla extraían un aceite que se usaba para
alumbrar en las fiestas religiosas, y que cuando estaba quemado se utilizaba para sacarle los
nuches al ganado”26. Antes la religión era un asunto serio, como comenta don Víctor: “Las
religiones en esos años eran otra cosa, ¡era algo muy sagrado! Era una fe muy
grande, el cura plantaba parlantes en los cerros, prendía tres cornetas y allí se
escuchaba todo el sermón que él enseñaba”. Don Jesús narra que hace años,
en un jueves de Corpus Cristi, Tibacuy se estaba disponiendo para la
celebración haciendo arcos con musgo que adornaban todo el derredor de la
plaza central; en esta fecha se explotaban castillos, es decir estructuras de
guadua con pólvora al interior, que botan lucecitas de colores. El comisario –
autoridad civil de la época, “más temido que un policía”– encargó al finado
Próspero la tarea de abrir los huecos alrededor de la plaza para hacer ermita,
Lámina 15
es decir plantar los arcos de musgo para la fiesta. Al principio don Próspero se
Tunjo hallado negó a la actividad, pero el comisario lo amenazó y no tuvo más remedio que
en Tibacuy. disponerse a la labor; abriendo uno de los hoyos vio algo que brillaba, y al
acercarse notó que era un tunjito de oro, fabricado por los indios. De
inmediato y en silencio, para no hacer sospechar a nadie, lo guardó en su bolsillo; siguió
trabajando y encontró otro tunjo. Días después se fue para Fusagasugá, donde el único dentista
existente en la época; le entregó los dos tunjos y le encomendó que le pusiera toda la dentadura
de oro. Dice don Jesús que “en lugar de aprovechar la riqueza para comprar una gran hacienda
con animales, cafetales y una casa, destruyó su dentadura sana y se mandó a poner todos los
dientes de oro”.

El finado Gilberto pudo observar el interior del cerro, como cuenta don Parmenio: de camino a la
Cueva de san Antonio –ubicada en la falda de la cuchilla, donde estaba una estatua de dicho santo
que fue descabezada (Velandia, 1982: HMT)– vio que había una piedra con una tapa que se podía
mover; la retiró con mucho esfuerzo y al interior de la roca observó un fabuloso tesoro,
compuesto por una iglesia de oro que tenía una corona preciosa incrustada en la pared y además
varias estatuas de personas, como “muñecos de oro”; decidió tapar dicho portal y dejarlo oculto
para recoger las riquezas en otro momento más cómodo; días después, don Gilberto despertó su
ambición y cuando fue a buscar la tapa no la encontró; el error que cometió fue que no marcó la
piedra de entrada, o tal vez la riqueza no era para él.

26
Una cita interesante de Luis López de Mesa expone que cuando eran Muiscas, fueron “Los Tibacuyes
extractores de la cera de alumbrar o de olivo o laurel”. (López de Mesa, en Posada, 1975: 24).

69
CUMACA Y QUININÍ

“Dicen que las brujas ¡caramba! van de cuatro en cuatro. Con un rezo y un garabato vamos a cazarlas”

“Ahí vienen las brujas ¡caramba! por el horizonte. Una dicen que es Margarita y la otra es Juana Montes”

Sonora Dinamita, Las Brujas. Canción que sonó a todo volumen en las ferias de Cumaca del 2012.

Fotografía 12

Cerro de los Panches, Ambilá o Quininí.

Sí en Peñas Blancas –custodio de Tibacuy pueblo–, vivían capitanes y caciques Chibchas, en


Cumaca –ubicado en la cara occidental de Peñas Blancas, atravesando un considerable aumento
de la temperatura en los cortos tres kilómetros que separan un pueblo del otro– el personaje
indígena mítico es un guerrero Panche llamado Salvador Cumaca, que luchó junto a su pueblo
hasta la muerte tratando de evitar la dominación española. Es muy raro que Cumaca se nuble de la
forma como ocurre en Tibacuy con frecuencia; doña Lida comenta que el fenómeno se presenta
solo en fechas especiales, como Semana Santa y Navidad. La distribución urbana de Cumaca –
caserío que se consolidó con el auge de la producción cafetera– es completamente distinta a la de
Tibacuy: su iglesia –cuya patrona es la Virgen Milagrosa– y su plaza son construcciones periféricas
ubicadas a un costado de la calle principal, que epicentra en el comercio todo el movimiento y el
bullicio de este casco urbano –“el segundo pueblo que toma más cerveza de Sumapaz, después de
Pasca”–. Para don Javier la forma de entrar en la dinámica cotidiana de Cumaca es tomando
cerveza sin reparo, en cualquier momento y en cualquier ocasión; si uno no es abierto, no toma
pola y no invita, no hace parte del pueblo. Además comenta que “todos los lunes en Cumaca son
festivos” ya que es el día de mercado, la gente prefiere trabajar los sábados y tener el lunes para
hacer las compras y emborracharse. En una época la gente del pueblo solo podía beber cerveza
Polar y gaseosa Sol, empresas que pagaban las fuertes vacunas –extorsiones– que exigían los
guerrilleros de las FARC-EP; fue así como la gente volvió a hacer guarapo, chicha y chirrincho,
fermentados artesanales tradicionales.

70
Comenta doña Lida que en la última toma guerrillera a Cumaca –en el año 1999–, los milicianos
volaron las sedes del banco agrario, del comité de cafeteros y la estación de policía. Sacaron la
enorme caja fuerte del banco e intentaron dinamitarla, pero no pudieron abrirla; en la madrugada
robaron un camión que estaba siendo usado en la pavimentación de la vía Cumaca-El Ocobo y se
la llevaron. En el año 2012 capturaron a un famoso narcotraficante en El Ocobo, alias “La
Máquina”27; dice Nicolás que entre todas las riquezas que le incautaron, le encontraron dos
estatuas enormes de oro macizo: una de la Virgen y otra de Jesucristo. En la década de los
noventa, los guerrilleros –venidos principalmente de Viotá– no permitían el ingreso de foráneos al
municipio; el control territorial era claramente fariano. Desde el cerro del Quininí –conocido
antiguamente como Ambilá o simplemente Cerro de los Panches; declarado Reserva Forestal
Protectora en 1997 por el INDERENA–, montaña tutelar de Cumaca y eje comunicativo entre
diversas zonas del centro del país, los muchachos divisaban los límites entre Cundinamarca y
Tolima, como seguramente lo hicieron los Panches respecto de los límites entre Chibchas y
Caribes. Desde la cumbre del Quininí –conocida antiguamente como Picacho de la Guacamaya– es
posible apreciar con amplitud el valle de los Sutagaos y el páramo de Sumapaz, se ve el río
Magdalena, el gran Cumanday –actual Parque Nacional Natural de los Nevados– y más de veinte
municipios, incluyendo el amplio territorio del norte del Tolima –que fue el asentamiento principal
del pueblo Panche–; al menos en unas tres ocasiones los guerrilleros volaron las torres repetidoras
de Telecom instaladas en el cerro, dejando sin línea telefónica a gran parte de esta región.

Don Sadi lleva viviendo en el Quininí cerca de doce años, como encargado del mantenimiento de
las torres repetidoras que están plantadas en la punta de la montaña; explica que antiguamente el
cerro era prácticamente inaccesible, solo atravesado por el empedrado que cruza las veredas La
Vuelta y Albania, y que aún es ruta obligada de caminantes y excursionistas; cuando la carretera se
abre para permitir el acceso a las torres el Quininí sufre una fuerte desestabilización, su
biodiversidad se reduce y sus misterios se exponen a todo aquel que desee subir a sus territorios;
uno de los encantos del cerro ocurre en las noches de luna llena, cuando el horizonte está
despejado y se ve brillar el río Magdalena a lo lejos, visión que don Sadi llama “la culebra de
plata”. El Magdalena fue el epicentro de distribución de los Panches, que ocupaban las laderas
contiguas al valle tanto en la cordillera Central como Oriental: “Esta gran familia [los Caribes], fue
conquistando y colonizando las tierras aledañas a los ríos Orinoco y el río grande de la Magdalena
y la mayoría de sus vertientes tributarias. Este importante afluente era llamado en toda la zona de
este valle GUACA-CAYO, expresión que se relaciona con agua, lugar encantado o sitio peligroso;
aunque algunos traducen el término como Río de las Tumbas o Río de Agua y Tierra.” (Martínez
Trujillo, 2006: 46-47). El Magdalena transporta entierros y riquezas a través de la culebra de plata,
perceptible desde el Quininí, que ilumina el serpenteante camino del Guaca-Cayo con la luz de la
luna llena.

A partir de diversas fuentes se hace referencia al Quininí como un centro ceremonial de los
indígenas Panches, lugar de adoración de la luna, de la noche, de la fuerza femenina: “La luna llena
alumbraba y protegía de la oscura noche a estos estrategas nocturnos, que de momento, bajo el
amparo de la tenue luz, dominaban las escenas de combate tomando a sus incautos oponentes
por sorpresa. El nombre de esta poderosa deidad era QUININÍ y estaba considerada como
divinidad femenina.” (Martínez Trujillo, 2006: 121). La luna es muy influyente en los ciclos
naturales y afecta principalmente a las mujeres. Don Parmenio comenta que hay cuatro ciclos
lunares: luna llena, cuarto menguante, luna nueva –“la oscuridad”– y cuarto creciente, cuando se

27
Noticia del 5 de marzo del 2012: http://www.semana.com/nacion/articulo/autoridades-capturan-
narcotraficante-alias-maquina/254470-3, link consultado el 1 de mayo de 2013.

71
empieza a llenar otra vez. Para saber en qué día de luna se está hay que coger un trapo blanco y
mirarla a través de él: “si se ven dos rayas en el astro va en dos lunas, si se ven cuatro rayas va en
cuatro lunas”. En cada ciclo se deben hacer distintas labores: en cuarto menguante se puede
cortar madera y hacer podas a los plátanos y a los jardines; en cuarto creciente se pueden sembrar
plantas de batata, como la yuca y la arracacha; en este ciclo también se hacen las castraciones de
los animales, y es de vital importancia que luego de la operación estén bajo cobertizos para evitar
que se alunen: cuando un animal se aluna la luz del astro de la noche le pega directamente, lo
agarra y lo apesta. La alunada entra al cuerpo por los cortes que riegan sangre: por esto afecta
más a las mujeres, debido a la menstruación.

Las dueñas recientes del cerro son y han sido las brujas, mujeres malignas que aún azotan la vida
de las personas del municipio: salieron expulsadas de Pandi por acción del sacerdote local y se
refugiaron en las cuevas del Quininí donde continuaron haciendo sus fiestas, como narra la
canción Aquelarre del compositor fusagasugueño Emilio Sierra. En la Piedra del Gritadero, sobre
los farallones de dicho cerro, Nicolás explica que hay un petroglifo que se llama La Danza de las
Brujas, por la posición variable de figuras antropomorfas que en verdad parecen estar bailando.

Fotografía 13

La Danza de las Brujas, Piedra del Gritadero, farallones del Quininí.

Don Parmenio comenta que ha conocido a varias brujas y que las ha visto hacer sus conjuros:
usando humo de tabaco y soplándolo como si fueran a silbar con las manos, hacían aparecer
arañas, escorpiones y culebras; también vio el poder de transformar un cigarrillo en un billete, con
el que se compraba cualquier cosa y en veinticuatro horas recuperaba su forma original. Don Luis y
doña Ana Sofía explican que existen dos clases de brujas: las voladoras y las hechiceras o
yerbateras.

Las brujas voladoras silban y atormentan a los hombres, los levantan por los aires y los cuelgan de
los árboles, hacen perder el camino y dar vueltas en un mismo lugar para burlarse; dichas brujas se
transforman en seres como piscos, gallinas y principalmente chulos, aunque también pueden
mutar en otras hembras animales. Para conseguir hacer sus rondas nocturnas se trozan sobre el
ombligo con el cabello más largo que tengan; la parte superior del cuerpo sale en los paseos y la
parte inferior se queda en la casa. Si se quiere evitar que la bruja se vuelva a unir, se unta la parte
estática con sábila, sal y tabaco. Una historia que narra don Luis es la de un muchacho que tenía
por enamoradas a las hijas de una bruja voladora, a las cuales no les hacía caso; la mujer lo
perseguía en las noches en forma de gallina, para amedrentarlo. El joven intentó matarla con un
disparo pero los tiros no le totiaron; un cura le bendijo unas balas, y en un nuevo encuentro de un

72
sólo disparo la mató: “una bala bendita mata lo que sea”. Pasaron los meses y la parte inferior de
la bruja –que continuaba viva–, lo atormentaba sin cesar hasta que lo enloqueció; el muchacho se
suicidó de un disparo en una borrachera. Otro relato que comenta doña Lida es que una vez un
carnicero de Cumaca salió de madrugada para sacrificar a unos cerdos. Estando en la labor vio una
yegua andando sin dueño por el pueblo solitario; intentó enlazarla y el animal se resistió, se
levantó en las dos patas traseras y se lanzó a atacarlo. Él se defendió con una zurriaga o rejo e
hirió a la yegua, que huyó corriendo descabritada; al siguiente día, una conocida bruja de Cumaca
amaneció con una pronunciada herida en su espalda, producto del encuentro.

Las brujas hechiceras hacen menjurges para dañar a otras personas; dan a tomar sus maleficios en
bebidas fuertes –como tinto o cerveza– y los líquidos deben estar fríos, porque si están calientes
no funciona el hechizo. Doña Anaelsi afirma que existen dos tipos de maleficio: “el maleficio del
sapo y el maleficio de la culebra”; en una ocasión una bruja le hizo un maleficio a una mujer de
Tibacuy, y al momento de su muerte la embrujada vomitó un sapo vivo. Cuando la estaban
velando en la casa de la Cultura de Tibacuy, la bruja llegó a la ceremonia con la intención de
llevarse al hijo de la finada; la mamá de la difunta la descubrió y la enfrentó, pidiéndole que se
revelara como bruja: ella se escapó convirtiéndose en una ráfaga de viento. Cuando una bruja esté
atormentando a alguien y llegue a la casa en la noche, una contra es ubicar unas tijeras abiertas en
cruz; dice doña Ana Sofía que para revelar a una bruja se deben ocultar las tijeras abiertas con una
tela sobre una silla, “si la mujer es una bruja, cuando se sienta se le quedan pegadas en la cola”.

Dice don Javier que “los Panches se robaban las mujeres de los Muiscas. Sus propias mujeres eran
grandes y robustas, así que por eso gustaban más de las mujeres Chibchas”. En el Quininí hay una
roca que es conocida como la Piedra del Parto, cuya forma se interpreta como una gran vagina
dando a luz a un bebé: se considera como el lugar donde las mujeres Panches parían a los futuros
guerreros que defenderían a la nación insumisa; se dice que si nacía una niña en el cerro, era
sacrificada en la Piedra del Gritadero. Basándose en las crónicas de Piedrahita, Arango expone que
los Panches “tenían la costumbre de matar al primer hijo, si resultaba hembra, en una fiesta
pública con reunión con toda la parentela. Pero si del primer parto la mujer paría varón a las niñas
que le seguían después no les hacían daño alguno.” (Arango, 1974, 65). La talla más grande de la
roca se ha descifrado como la escenificación del nacimiento, ya que varias figuras humanas están
unidas en una continuidad desde la madre, pasando por el recién nacido y seguido de la partera.

Fotografías 14 y 15

A la izquierda, la Piedra del Parto; a la derecha, grabado de su superficie que representa el nacimiento de los
guerreros Panches en la “montaña de la luna”.

73
Quininí es luna, es bruja, es noche; sus dos cumbres son los senos de una hembra, recostada
gloriosa y sensual sobre el valle, que Fusagasugá reclama como significado de su nombre: “mujer
que se esconde detrás de la montaña”, que absorbe el sol cada atardecer de sangre, que da paso a
la oscuridad. La diosa –como doña Gilma llama al cerro– es esquiva; sí no desea ser visitada se
convierte en niebla y hace perder el camino; Emilio Sierra le canta a su presencia, en una canción
titulada Diosa del Quininí: “En noches de sílex y de luna, aparece una diosa, desnuda esplendorosa,
tendida en Quininí”. Doña Gilma explica que el hermoso bosque de los robles del cerro –
ecosistema único que conserva al endémico roble rojo colombiano–, está encantado: “Allá
también hay un bosque que se llama el bosque de los robles, eso dicen que está encantado, allá
hacían rituales, se escuchan cosas”; su entrada está custodiada por una piedra marcada que recibe
el nombre de Lavapatas, que tiene una gran oquedad en su parte superior donde se cree que los
sacerdotes Panches se purificaban antes de entrar al recinto sagrado de los robles. Otra famosa
piedra es el llamado Pico del Águila, que se encuentra suspendida sobre el abismo del farallón del
Quininí y cuya forma asemeja la cabeza de esta ave; de allí se dice que una serpiente coral hacía
nido en su punta, además señala el lugar desde donde los Panches cometieron suicidios colectivos
para escapar de la violencia de los conquistadores28.

Las memorias orales que existen del Quininí muestran que es de conocimiento popular asegurar
que la montaña tiene magia, que es un cerro encantado por sus antiguos habitantes indios: está
atravesado por una enorme barra de oro macizo, comunicado con lugares distantes por túneles y
grutas que ocultan peligros y riquezas; el viajero André lo llamó “montaña de las Cuevas”. Nicolás
comenta que en el cerro había una laguna que desembocaba en una quebrada, donde los indios
hacían ofrendas y depositaban riquezas; esta laguna fue desecada por los campesinos y se corrió
con los tesoros; de forma similar, Carrillo señala que “la creciente es la laguna misma que se
“desfonda” y sale por las piedras-puerta o por cualquier abertura de los canales de agua.” (Carrillo,
1997: 60). Don Rey recuerda que hace unos veinticinco años un campesino halló en el cerro una
figura de oro del tamaño de un antebrazo, que vendió a un comerciante de esmeraldas. El
investigador Guillermo Muñoz (1994) –especialista en el estudio del arte rupestre–, consigna parte
de la tradición oral del Mohán del Quininí: entrevista a don Camilo Gutiérrez, que le cuenta que el
Mohán vivía en el cerro en la Cueva del Mohán, donde se han encontrado hachas de piedra, rocas
de cristales y ollas de barro; tenía una esposa que se maquillaba con el aceite de chiza –larva de
escarabajo que vive enterrada–, y entregaba su tesoro a algún campesino los Jueves Santos; hacia
1940 alguien le metió candela a la cueva. También se han aparecido los Iatos, que son las almas de
los curas que han quedado penando por expropiar las riquezas de los indios; donde aparece un
Iato hay que hacer una misa especial para que el espíritu maldito pueda descansar en paz.

Existe una gran roca suspendida sobre el abismo de los farallones del Quininí que se conoce como
la Cabeza del Indio. La Cabeza del Indio es una piedra en sí, pero también es parte del cerro mismo
donde se puede visibilizar un filo que asemeja el rostro lateral de un indígena vigilante; se cree
que el indio está custodiando un cementerio indígena. La famosa Cueva de los Panches está
situada bajo la Cabeza del Indio; el viajero André la visitó y encontró varios tipos de restos
humanos: “Sobre la misma roca yacían revueltos en desorden montones de huesos humanos
mezclados con placas de arenisca delgadas y hojosas que se habían desprendido del techo de la

28
Carrillo reconoce que en otros cerros encantados del altiplano cundiboyacense –con historias de riquezas–
también se cometieron los suicidios colectivos indígenas: “En algunas zonas es usual la historia del suicidio
colectivo. Así es en la Peña del Juaica (Tenjo), en Cero Palacio (Sutatausa), y en el cerro “EL Púlpito del
Diablo” (Cocuy), donde en el cañón del río “reconocen los huesos de los muertos”.” (Carrillo, 1997: 52).

74
gruta: veíanse allí tibias, vértebras, clavículas, fémures y cráneos rotos; algunos dientes limados y
restos de bramante de pita finamente torcido”. (André, 1884: 641).

Fotografías 16 y 17

A la izquierda, la Cabeza del Indio como roca vista desde el Pico del Águila, con Fusagasugá al fondo; a la
derecha, la Cabeza del Indio como perfil, vista desde la Piedra del Gritadero.

Según testimonio de doña Ana Sofía, en una finca llamada Panches –ubicada en el valle del
Quininí, perpendicular a la Cabeza del Indio– hay un cementerio indígena; en una ocasión un grupo
grande de personas fue a esta finca para ver arder las guacas y cerca de la medianoche empezaron
a sentir a los indios: “primero les tiraron piedras, luego escucharon los gritos del indio y después
toteó una balacera que los hizo salir corriendo a todos”. En este mismo lugar, Arango escuchó de
los campesinos que “hasta hace poco se observaban en el lugar grandes piedras colocadas
artificialmente en círculo que fueron probablemente retiradas para cercar potreros vecinos.”
(Arango, 1974, 96).

Fotografía 18

Pintura “Diosa del Quininí” del artista fusagasugueño Cicerón Agudelo, que se encuentra en la Casa de La
Cultura de Tibacuy; Doña Gilma dice que “es un cuadro que vale mucha plata, la diosa está acostada”.

75
FUSAGASUGÁ Y FUSACATÁN

“Por los tesoros (guacas) que algunos curiosos han desenterrado, sin utilidad, hemos comprendido que la
moneda que usaban [los Sutagaos] en sus pocas transacciones comerciales eran pequeñísimas piedras
labradas en formas de cuenta de rosario, que hoy nada valen.”

Julio Sabogal, Historia y Geografía de Fusagasugá (1919)

Fotografía 19

El cerro de Fusacatán, custodiando a la ciudad de Fusagasugá. Al fondo, la línea montañosa de las alturas del
gran páramo de Sumapaz. Finca San Juan, vereda San Luis y Chisque, Tibacuy.

El valle de Fusagasugá está enmarcado por un cerco de imponentes montañas; el páramo de


Sumapaz hacia el oriente y los cerros de Peñas Blancas y Quininí hacia el occidente. La ubicación
del municipio hacia las cumbres del páramo –incluyendo los actuales pueblos de Silvania,
Arbeláez, San Bernardo, Pandi, Venecia y Cabrera– se consideran como los territorios que
ocuparon los indígenas Soagagores o Sutagaos; se dice que este nombre significa “Hijos del Sol”,
expresión derivada de los vocablos Chibchas Suta-Sol y Gaos-hijos. Julio Sabogal establece sus
fronteras de la siguiente manera: partiendo de las cumbres del Sumapaz y siguiendo la ruta
paramuna de El Pilar, Juanviejo, Corrales y Colorados, llegaban por el norte hasta el sitio conocido
como El Peñón, que limita con las estribaciones sur de la sabana de Bogotá; desde allí y siguiendo
el bosque de niebla que desciende por las caídas suroccidentales del altiplano, continuaban hasta
la cordillera de Subia; de este punto seguían “por la monumental e histórica piedra del diablo,
templo que fue de la nación panchesca, dado los desconocidos y variados jeroglíficos que miran al
sol naciente” (Sabogal, 1919: 10), y descendían al Boquerón del Sumapaz, finalmente subiendo por
este río y pasando por el puente natural de Icononzo –nombre que significa rugido del agua en lo
profundo– rematando nuevamente en las cumbres del gran páramo. Piedrahita afirma que “Con
los pijaos tuvieron estrecha confederación en sus guerras al tiempo de la conquista, y a los
sumapaces, doas y cundayes dominaron más con el espanto de sus hechizos y yerbas que con el
valor de sus armas”. No se conoce con precisión su filiación cultural, ya que algunos los creen
Chibchas –debido al dominio que los Muiscas ejercían sobre los Fusagasugaes– y otros Caribes –

76
por su cercanía con Panches y Pijaos–: “La zona geográfica que ocupaban los Sutagaos o Utagaos
(…) podía considerarse dividida en dos regiones: la del norte que comprendía el cañón del actual
río de Subia y probablemente parte del valle de Fusagasugá, formando una especie de cuña dentro
del territorio muisca, y la del sur que se centraba en los valles de los ríos Pasca y Sumapaz”
(Arango, 1974: 11), donde tenían cacicazgos autónomos no sujetos a los Muiscas.

Eran un pueblo de comerciantes que producía miel de abejas, coca y algodón; Piedrahita cuenta
que asaltaban a grupos de viajeros por los caminos para robarles sus pertenencias, usando flechas
envenenadas con yerbas “de que se valían para matar a los que se les antojaba, con pacto tan
especial del demonio, que haciendo una raya con el veneno en algún camino, moría solamente el
que querían, aunque muchos otros con él lo atravesasen”. Además tenían “por sacrificio el más
acepto la ofrenda que hacían de lo robado a ciertos ídolos de oro, barro y madera que adoraban:
de suerte que no habían de entrar en sus casas después de haber salteado sin que primero llevasen
al templo el robo, y allí ofreciesen de él la parte que les pareciese, llevándose lo demás para gozar
de ello como de cosa santa que había pasado por manos de sacerdotes”.

Desde los farallones del Quininí, mirando hacia el oriente –con el páramo de Sumapaz delineando
la última línea de montañas– se observa a Cumaca sobre el costado occidental del cerro de Peñas
Blancas, la Piedra del Diablo y cruzando el curso del río Chocho la extensión de Fusagasugá con su
propia montaña tutelar encantada: el cerro del Fusacatán es el cuerpo de un guerrero Sutagao,
eterno enamorado de la diosa Quininí, conjunción espacial de un romance inmemorial. Una frase
del himno de Fusagasugá –compuesto por Blanca Aurora Álvarez– resume de manera prosaica
esta simbología: “Imponente te cuida un guerrero, que historia del hombre con honor te dio; mujer
que se esconde tras de la montaña, del hidalgo cerro del Fusacatán”. Triana explica que: “La
palabra Fusagasugá (…) tiene todo el carácter chibcha y hasta se le podría encontrar traducción en
armonía con la índole supersticiosa de la tribu, mediante la sustitución de
algunas letras que han podido provenir de la adulteración española.
Furagasunga, significa “mujer que se hace invisible”. (Triana, 1971: 207-
208). Según tradición oral29, detrás del Fusacatán existe una laguna
encantada por los indios, que si es molestada se pone brava y se desborda
inundando todo Fusagasugá; en esta laguna habita un Mohán que indica
los lugares donde se puede hacer buena pesca. Otra historia del cerro es la
del “árbol de ventanas”, tronco hueco que oculta un gran tesoro que se
puede escuchar si se está en silencio. En el sector de la antigua hacienda
de Pekín se han hallado tunjos, que son como “estatuas hechas por los
indios”, y en el sitio conocido como El Resguardo –donde se encuentran Lámina 16
algunas rocas con petroglifos– se aparecía una luz “como amarilla y azul”
que cegaba a quien pasaba por allí y que estaba mostrando una guaca; un Tunjo hallado en el
campesino excavó el lugar y halló una olla con oro de los indios, pero sector de Sardinas,
también salió otra luz que lo cegó y un humo tóxico que lo asfixió, tiempo cerro del Fusacatán.
después le dio una extraña enfermedad y falleció por lo ocurrido: doña
María recuerda que su abuelo decía que “el campesino se murió por las maldiciones de los
espíritus de los muertos, de los indios, que estaban guardando la olla”.

29
La información etnográfica que corresponde a Fusagasugá fue recopilada por Raúl Martínez Cleves,
historiador fusagasugueño egresado de la Universidad Nacional, ex-director del Archivo General Municipal y
profesor de la Universidad de Cundinamarca. Hace parte de un trabajo de recolección de tradición oral del
municipio adelantado entre 2001 y 2004, publicado en: http://www.fusagasuga.com.co/index.php/la-
ciudad/historias-magicas, link consultado el 1 de mayo de 2013.

77
MALOS PASOS

“Pues amigo, replicaba él: cuando yo tengo que ir o venir, lo hago en bestias que están acostumbradas al
camino, y además me desmonto en los malos pasos; y con franqueza le confieso a usted que no me gusta
componer altar para que otro diga misa. Yo por mi parte no pienso componer nada.”

El antiguo dueño de la hacienda Sumapaz, conversando con Ramón Guerra Azuola (1854)

Ahora sabemos que el pueblo de Tibacuy es heredero de los Chibchas y el pueblo de Cumaca
heredero de los Caribes, contrapartes divididas por la cordillera de Subia; los Muiscas –civilizados
adoradores del sol– habitaron principalmente las tierras frías del altiplano cundiboyacense,
mientras que los Panches –salvajes adoradores de la luna– ocuparon las riberas calientes del curso
medio del río Magdalena y las caídas cordilleranas hacia este valle. Los Panches fueron los
enemigos por excelencia de los Muiscas de Bogotá y el Zipazgo mantuvo pueblos de frontera hacia
el sur –como Pasca, Subia y Tibacuy– protegidos por Güechas, que defendían las tierras
conquistadas luego de que el cacique Tibacuy aconsejara al Uzatama que rindiera vasallaje a
Saguanmachica. Los Muiscas definieron sus límites respecto de sus circundantes vecinos Caribes,
considerados antropófagos, hechiceros, guerreros y sanguinarios; los Caribes fueron los indios
hostiles que se opusieron vehementemente a la conquista española, los que nunca consideraron a
los extranjeros como dioses. En la batalla contra los Panches del actual Tibacuy, los hispanos
cruzaron por el cerro de Peñas Blancas y entraron a la tierra del capitán joyero –que los advierte
de las bestias fieras, combativas y caníbales que se iban a topar–: “Hasta allí la apacibilidad, el
buen corazón, hasta allí lo conquistado en nombre de Dios y de los reyes. El otro lado de la
frontera lo indeseable, al otro lado bestias inhumanas.” (Guerrero, 2002: 30). Acompañados de los
Güechas hayan cientos de guerreros embijados dispuestos al enfrentamiento y finalmente los
derrotan dando muerte a su líder guía –Salvador Cumaca–; al Panche que buscó venganza le
cortaron la cabeza y se la entregaron a los Muiscas, que la llevaron como un trofeo de guerra a
Santa Fe. La danza del Corpus Cristi que describe María Josefa Acevedo parece escenificar este
combate: niños vestidos de indígenas –con flechas y sus cuerpos pintados– bailaban alrededor de
un viejo que marcaba el compás de la procesión con instrumentos guerreros, y todos se recogían
de miedo al escuchar las explosiones de la pólvora que explotaban desde los castillos.

Estos pueblos antagónicos se definieron mutuamente a partir de sus diferencias constitutivas, y así
se ha comprendido desde los tiempos de la Conquista. Estudios de algunos eruditos hacia finales
de la Colonia emularon al salvaje europeo en la tierras americanas –que es melancólico como los
Muiscas y caníbal como los Panches–, consolidando esta perspectiva en el entendimiento de los
pueblos nativos del Nuevo Reino de Granada: una gran civilización indígena habitante de las
tierras altas del altiplano fue exterminada por la barbarie conquistadora, en contraposición a la
barbarie de las tribus salvajes de las tierras bajas aplacada por la civilización conquistadora. El cura
José Domingo Duquesne (1795) estudió algunas matrices de piedra para la elaboración de
orfebrería encontradas durante su estancia como párroco de Gachancipá y Lenguazaque, que
consideró como la muestra de un calendario lunar propio de los Chibchas; Alexander Von
Humboldt (1814) retrata el descubrimiento en una lámina, considerando que demuestra el grado
de civilización de los Chibchas, nativos de las tierras altas del altiplano cundiboyacense: “Sólo las
naciones civilizadas tienen una historia. La historia de los americanos es aquella de una parte
pequeña de sus habitantes de las montañas. Una oscuridad profunda se desarrolla en las áreas que
van desde la vertiente de las cordilleras hacia el Atlántico” (Humboldt, en Botero, 2006: 45), o bien
podríamos decir, hacia el Caribe. Las ideas de Duquesne y Humboldt prevalecen durante todo el
siglo XIX y sientan las bases para la construcción no sólo de la academia social en Colombia, sino

78
de una visión acerca del pasado, la geografía humana y la historia indígena en el centro del país.
Páramo explica que “Este traspaso del salvaje europeo al “natural” americano contemplaba, pues,
una figuración contradictoria; implicaba, por un lado, al santo alumbrado y anacoreta (el “padre
del desierto” que vivía como un salvaje, alejado de la sociedad y sus vicios) y, por otro, al esbirro o
adorador del demonio, dualidad que se confirmaba en el Nuevo Mundo con la existencia del buen
salvaje y el caníbal.” (Páramo, 2004: 104). Los resguardos indios de Tibacuy y Panches conjugaron
las tierras frías y calientes –o al buen salvaje y al caníbal– en un mismo territorio, y cuando se
determinó su extinción los pobladores nativos fueron trasladados a Pasca por ser un pueblo de
clima frío con temperamento benigno; los Panches sobrevivientes contradijeron estas
determinaciones y terminaron huyendo hacia el monte haciéndose cimarrones.

También sabemos que los cerros de Tibacuy mencionados en las crónicas, los documentos de
archivo y los testimonios etnográficos eran sitios de enterramiento de los muertos, que seguro
fueron muchos debido al carácter bélico de dicha ubicación como frontera de guerra; las alturas se
situaban como los lugares de habitación de los ancestros, que recibían frecuentes ofrendas. Los
pueblos viejos estaban ubicados donde actualmente hay cementerios indígenas, tanto en la vereda
La Gloria como en el pueblo de Panches, donde aún se percibe a los indios como guacas y como
espantos. En los tres cerros analizados –Peñas Blancas, Quininí y Fusacatán– viven Mohanes; para
Carrillo, la conexión entre cerro y Mohán hace que se conviertan en fuerzas similares, dado que
concentran la mitología indígena que se mantiene en Raizales y campesinos: “Aunque Moján es el
personaje que vive y manipula las aguas y a sus seres por ocupar sus caminos subterráneos y
aéreos, termina por ser un símil del cuerpo del cerro, lo que no quiere decir idéntico. Tal similitud
o correspondencia es una identidad territorial entre uno y otro que se refleja en la misma
indianidad, “paganismo” y nominalidad.” (Carrillo, 1997: 55). Para Carmen Bernand los cerros no
sólo son las montañas, también corresponden a otros aspectos del paisaje andino como lagunas,
quebradas, lomas y cuevas; además, se cree que personifican entidades, por tal motivo están
sexuados: “Los cerros, además de ser “páramo”, son también pozas, ciénagas, promontorios,
montes y quebradas encajonadas. Muchos de ellos, en todo caso los que la gente señala como
“bravos”, se distinguen por sus formas singulares, majestuosas o inusuales, y se cree que están
personificados por entidades que siempre van de a dos: el cerro y la cerra, el cerro macho y el
cerro hembra.” (Bernand, 2008: 175). Los dos cerros tutelares y encantados del municipio de
Tibacuy, abundantes en evidencias materiales de su ocupación indígena y en memorias orales de
encantos y misterios, condensan las condiciones propias de esta relación de géneros telúricos y
representan a cada uno de los pueblos que protegen y abrigan.

El cerro de Peñas Blancas es productor de agua y por dicha razón es frecuente encontrarlo
cubierto de niebla, que desciende por las laderas de la montaña a cargarse en las quebradas y
envuelve a Tibacuy en el páramo; es el hogar de varios ojos de agua, como Santa Lucía que
apareció en un cafetal de la montaña y que tiene sus propios ojos en una bandeja de plata: ojos
que no ven pero que sienten. La laja de la montaña que conocían los indígenas como Bogotá está
marcada por un letrero que dice TIBACUY, que se hace brillar de nuevo cada Semana Santa en las
mismas fechas que arden las guacas. La extensión de la laja se muestra en la Piedra del Soleo y va
hasta la tierra del sol varón; su fuerza está corriendo la tierra porque resguarda un gran tesoro –la
Joya Escondida de Sumapaz–, que está cubierto igualmente por lajas que protegen cuevas en
piedras marcadas. Las rocas también son las custodias del cuerpo del ancestral cacique Tiba, que
se ha visto en forma de hueso pero también como tunjo; una piedra abrigaba a un cacique de
barro con barba larga como Bochica o como San Pedro –nombre que recibía la cuchilla por aquel
santo cristiano que controla el clima–, y que además tiene un ojo de agua en la cabeza. El cacique

79
Tibacuy era quien consagraba a los nuevos jeques horadando sus narices y orejas y entregando los
sahumerios sagrados, cera de alumbrar de la higuerilla que se producía para las ceremonias
religiosas cristianas; el sermón se daba desde el cerro y cuando se le explotaban castillos como
piedras y se le hacía ermita alrededor de la plaza central del pueblo que cuida entregaba tunjos.
Tibacuy es el pueblo frío de los antiguos Chibchas y de campesinos tranquilos de carácter pasivo,
donde todo el mundo se acuesta a dormir temprano y es extraño que se escuche de peleas o
enfrentamientos entre sus pobladores.

Por otra parte, Quininí es la montaña de la luna, protectora orgullosa de la frontera Panche hacia
la nación de los Hijos del Sol, que veían cada atardecer ocultándose por los senos de la diosa; la
culebra del Guaca-Cayo se hace de plata a través de la luz de la luna llena y se ve desde el Quininí.
Los Panches robaban a las mujeres de los Muiscas y tenían su capital en las faldas del cerro de las
Cuevas, desde donde azotaron la noche de los conquistadores victoriosos y donde aún se
escuchan los gritos de los indios custodiados por una gran cabeza de piedra; en el pensamiento
Raizal, los túneles y las cuevas se asocian con la capacidad de resistencia nativa, como señala
Carrillo: “Tanto las cuevas como los túneles están relacionados con la resistencia mítica y el
ocultamiento de los antepasados ante la conquista española, resaltando la movilidad que
permitían de un cerro o valle a otro.” (Carrillo, 1997: 80). La Quininí es una mujer con vagina de
piedra, que recibía a los guerreros que defenderían a la nación sublevada y que le ofrendaban
sacrificios de sangre en rituales de antropofagia. La luna también enferma –aluna–, como los
hechizos de las brujas que atormentan a los hombres, que viven en las cuevas del Quininí y que
también han dejado petroglifos; las brujas voladoras silban como serpientes y se transforman en
hembras emplumadas como Huitaca –la lechuza Muisca profana habitante de la noche, que
también es Bachué la serpiente ancestral–; las brujas yerbateras practican maleficios donde hacen
aparecer animales de lo subterráneo, como sapos y culebras. En el Pico del Águila dormía una
serpiente, y desde allí los Panches cometieron suicidios colectivos como un acto de insumisión
frente a la conquista española. Cumaca y su calle bulliciosa y festiva sólo se nublan –como
Tibacuy– en días santos, cuando se ven arder las guacas; es un pueblo embrujado por la fuerza
femenina del cerro, tierra caliente de los antiguos Panches y de campesinos de carácter fuerte y
decidido, que les gusta emborracharse, agarrarse a machete y apostar a los gallos, para derramar
su sangre como una ofrenda más.

La división entre los indígenas civilizados de las tierras frías y los indígenas salvajes de las tierras
calientes pervive en los imaginarios regionales que oponen a las gentes pasivas y tranquilas de
Cundinamarca con las gentes activas y guerreras del Tolima. Dice don Jesús que Cumaca es el
pueblo comercial del municipio, y aunque “allá tengan muchos negocios, en Tibacuy tenemos la
civilización”. Hace algunos años los habitantes de Tibacuy no podían ir a Cumaca, y viceversa;
existe una arraigada enemistad entre los pobladores de ambos centros urbanos, ya que según don
Rey los habitantes de Cumaca son vengativos y los de Tibacuy son tranquilos, o según don Javier –
orgullosamente cumaqueño– los de Tibacuy son solapados y aburridos, los de Cumaca enérgicos y
frenteros; si en Tibacuy no hay ninguna tienda abierta a las nueve de la noche, en Cumaca las
cantinas y los mercados están disponibles hasta más de las once de la noche. De forma similar, en
la historia política regional Tibacuy ha sido el pueblo de los conservadores –al igual que Pasca– y
Cumaca el pueblo de lo liberales y comunistas –como Viotá–; en la Inspección de Bateas, detrás
del Quininí –fundada en cercanías a un cementerio indígena–, también son liberales y comunistas
y son más radicales. La política parece reflejar el carácter de los pueblos y sus gentes: “Partidos los
hubo desde antes de la conquista. Los Muiscas eran conservadores, y los Panches liberales”.
(Periódico El Siglo, sábado 15 de octubre de 1966, en Guerrero, 2002: 43).

80
Los Sutagaos eran el pueblo mediador de comerciantes, ya que aunque se considera que usaban
yerbas para envenenar y salteaban los caminos como los Panches, también eran Hijos del Sol y
ofrendaban parte de los robos a sus ídolos de barro, madera y oro, como los Muiscas; el Fusacatán
está enamorado de la diosa Quininí pero debe obediencia al Tibacuy, que se encuentra como
Peñas Blancas en medio de los dos; la mujer se esconde detrás de la montaña. La investigación
arqueológica realizada por Salas y Tapias (1999) en las veredas San Francisco y Calandaima del
cerro de Peñas Blancas, determina que los hallazgos cerámicos analizados indican procedencias
Muisca y Panche; se encontraron urnas funerarias de enterramientos secundarios que fueron
asociadas al Horizonte de Urnas Funerarias del valle del Magdalena, aunque sepultadas en tumbas
de pozo directo que corresponden a los Muiscas; finalmente concluyen que en los yacimientos
explorados se ve un estilo cerámico propio, producto de las relaciones interétnicas prehispánicas
presentes en el territorio. Casos similares ocurren en investigaciones arqueológicas hechas en
Silvania, Pasca, San Bernardo y Cabrera, donde se mezclan restos cerámicos de Muiscas, Panches y
Sutagaos (Alarcón, 1990).

Estos tres pueblos se limitaban y encontraban en la Piedra del Diablo30, que para los campesinos es
conocida como Mal Paso ya que es un punto de susto. Un primer Mal Paso es el llamado Piedrón o
Piedra de la Virgen –ubicada en la vereda La Portada, donde los creyentes se persignan sin falta–,
que es una enorme roca pintada de azul ubicada en la vía que comunica a Fusagasugá con Tibacuy,
y divide las veredas San José de Silvania y Tibacuy –que antiguamente hacían parte de una misma
hacienda cafetera–; la piedra también marca el cambio entre los terrenos del Club del Bosque –
lujoso condominio que conserva la casona de la hacienda El Chocho– y la vida humilde de los
campesinos trabajadores: “Allí existe una cavidad que el puño de Dios o el Diablo dejó como
recuerdo de una pelea entre ambos, dentro de ella se aloja la Virgen del Carmen marcando el
cruce y recordando además del antiguo duelo, que de La Virgen para allá son los mafios y de para
acá los pobres campesinos.” (Guerrero, 2002: 45). La Virgen está en la piedra para exorcizarla, ya
que el Diablo se aparecía el Viernes Santo a la media noche en forma de una gallina con sus
polluelos; la gente veía desde sus casas a estos animales brillantes acompañados de una llamarada
azul que salía de la piedra y cegaba a quien pasara por allí. Estas señales hicieron creer a los
campesinos que se trataba de una guaca e intentaron dinamitar la piedra sin éxito; asustados
llamaron al cura de Tibacuy, que puso la imagen de la Virgen y desde entonces no volvió a
aparecer la gallina con su culecada de pollitos. En la Piedra de la Virgen asustan con frecuencia, se
oyen lamentos, aparece el espanto de una viejita y es mal agüero vararse con el vehículo en dicho
lugar. En una ocasión iba doña Gilma con una de sus hijas en el transporte público, y llegando a la
Piedra de la Virgen vieron a un niño caminando solo por la carretera nocturna. Avanzaron unos
minutos y conversaron que debieron haber llevado al pequeño; más adelante se cruzan de nuevo
con el mismo niño, se detienen a recogerlo y descubren que era el espanto de la viejita.

30
Miguel Triana identifica algunas piedras marcadas de frontera en el territorio Muisca –las Piedras de Pandi
(Sumapaz), Aipe (río Magdalena, región de Neiva), Saboyá (frontera con los Muzos), Sorocotá (región de
Vélez) y Gámeza (boquerón de entrada de los llanos hacia el altiplano)– como lugares de feria, de
intercambio y de mezcla cultural: “Pudieran comprenderse bajo el calificativo de mestizos todos aquellos
petroglifos en los cuales hay eclecticismo en los motivos y carácter en los dibujos. Es de presumirse que
estos petroglifos estén situados en los sitios de contacto de los Chibchas con sus vecinos, como en Pandi que
está situado en territorio caribe; en las regiones de Tequendama, Saboyá y Gámeza, por ser boquerones de
entrada al territorio chibcha, y dondequiera que la irrupción extraña pudo efectuarse por penetración lenta,
con mezcla de sangres. Confusión de mitos y contagio de costumbres, como en la intercordillera colindante
con la llanura oriental.” (Triana, 1971: 215).

81
LA PIEDRA DEL DIABLO

Lámina 17

La roca del diablo, cerca de Tibacui. Edouard André – América Equinoccial (Colombia-Ecuador) (1831). El
cerro del fondo es Peñas Blancas, de donde el diablo trajo esta descomunal piedra cargada de misterio.

Doña Ana Sofía comenta que existe un lugar llamado Mal Paso, donde siempre asustan; el Mal
Paso está ubicado a la entrada de Cumaca, saliendo del pueblo después del Alto del Tachuelo,
donde está la mina de recebo. En este entorno está emplazada la llamada Piedra del Diablo,
enorme canto rodado que conserva nítidas pictografías indígenas dejadas por el mismísimo
Diablo: “El diablo –continuó el señor Avelino– trataba de construir el puente de Icononzo, cuando
una hermosa noche de Viernes Santo se fué al cerro de Peña Blanca, cerca de Tibacui, y se llevó la
peña que ve V. ahí. Al pasar frente á Panche dieron las doce de la noche, el gallo cantó, y como
quiera que esta es un ave sagrada desde la noche de la pasión de Jesucristo, Belcebú tuvo un
estremecimiento, soltó la peña, tendió las alas y se largó volando. Cuando llegó á Icononzo le
obligaron á empujar penosamente desde la cima de la montaña el enorme canto de arenisca,
hasta dejarlo atravesado sobre el rio Sumapaz, formando el puente que V. conoce.” (André, 1884:
642). Su compañera es la igualmente descomunal Piedra de la Diabla, y según Nicolás todo el
complejo está conectado por un túnel hasta la Nariz del Diablo en el Boquerón del Sumapaz. La
historia de cuatro famosas riquezas de Pandi –donde se encuentra el puente natural de Icononzo–
nos permite complementar esta leyenda: en tiempos de los antiguos, un gallero que transitaba
constantemente por el cañón del río Sumapaz decidió vender su alma al diablo a cambio que él
construyera un puente para facilitar su transporte, con la única condición de que lo hiciera antes
de que cantara el gallo; reto sencillo para el patas, buscó algunas piedras en el Quininí y se fue
jugando tejo con ellas, dejando la Piedra del Diablo en el camino y colocando otra justamente en el
lugar actual del puente natural. El gallero se asustó ante la posibilidad de perder su alma, encendió
un fósforo y lo puso bajo el gallo que llevaba en uno de sus brazos. El ave cantó con fuerza, el
diablo perdió la apuesta y en medio de su enfado cogió las piedras a patadas; torció el puente

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natural y mandó a volar las que se conocen hoy como las piedras del Equilibrio, La Bramadora, y El
Helechal, custodias de tres enormes tesoros31.

La Piedra del Diablo también se conoce como la Piedra del Porvenir; para visitarla hay que pasar
por un “ojo de buey”, que es un estrecho broche en medio del cercado que la rodea. En este lugar
se aparecen mulas, perros y toros negros, que son cuidanderos de una gran riqueza que está
oculta allí; se cree que el Diablo dejó enterrado un gran tesoro bajo ella, y por esta razón ha sido
guaqueada en distintas ocasiones. En el mismo sector de la Piedra del Diablo hay una casa antigua
de forma hexagonal pintada de amarillo, que está decorada con imágenes de santos y con un
cuadrito de la famosa balsa Muisca de ElDorado. Allí ocurren cosas extrañas, muchas historias
rodean la construcción: asustan, mueven los muebles, apagan las luces, aparecen espantos y bajan
la cisterna. Doña Lida vivió con su hija en dicha casa, pero el encanto del lugar no pudo con ellas;
las dos recuerdan que en ciertas ocasiones, muchas serpientes subían por las paredes de la casa.

Una historia referente al encanto de la piedra le ocurrió a don Gonzalo, que es el dueño actual de
la casa embrujada. Una vez iba con rumbo para Bogotá pero se quedó tomando cervezas en
Cumaca. Cuando iba de regreso a su casa fue atrapado por un bulto negro con cachos, pezuñas y
ojos brillantes, que lo amarró a un palo de guácimo con una cadena a su tobillo; el Diablo lo
azotaba con un rejo y le decía que implorara clemencia y pidiera auxilio. Cuando regresó a la casa
tenía aruñada la cara y conservaba la marca de la cadena en su tobillo. El Diablo se manifiesta
como una ráfaga veloz, fría y estremecedora de viento.

En otra ocasión llegó una pareja de ancianos al lugar –la mujer de nombre Ana– diciendo que
habían sido los dueños del predio y que sí les permitían sacar un guardado que tenían enterrado a
un lado de la casa; don Gonzalo acepta y los viejos empiezan a cavar. Luego de media hora va a
supervisar como iban en su labor; entre tanto habían abierto un enorme hueco y eso ya no le
gustó al dueño, que les dijo que se fueran. Los viejos aceptaron, avanzaron un poco y frente a unas
piedras desaparecieron, como producto de un encanto. Tiempo después le comentan de lo
ocurrido a la mamá de don Gonzalo y ella se asusta; les confirma que efectivamente dicha pareja
de ancianos había sido dueña de la casa, pero que habían muerto hacía como veinte años. Don
Luis cree que todos estos fenómenos se deben a que hay una guaca en la casa, y que de esta
forma se les estaba mostrando; parece que alguien ya sacó el entierro, porque han dejado de
asustar con tanta frecuencia. La Piedra del Diablo ha perdido algo de su encanto, ya que cerca del
año 2007 el Ejército hizo los escalones que permiten subirla con facilidad; parte de la aventura de
ir al lugar era escalar la piedra para elevar cometa en su altura.

La Piedra del Diablo es el lugar exacto donde cae el cerro de Peñas Blancas hacia el sur, marcando
el vértice diferenciador entre Muiscas y Panches llamado Cumequentam, como reseñó el Oidor
Ibarra: “desde la cima de dicho valle hacia el pueblo de los Panches se dio vista a una cuchilla que
desciende de la sierra cortando hacia el río, que los indios dijeron llamarse Cumequentam, donde
dijeron parten términos los de los Panches y Tibacuy.” (Velandia, 1982: HMT). Este sitio también
partió términos entre el control gubernamental y el control guerrillero del pasado; cuando las

31
Carrillo reconoce esta misma fórmula mítica en el altiplano cundiboyacense, en piedras como las de
Facatativá, Sutatausa, Iza y Gámeza, que conservan las Costillas del Diablo en forma de arte rupestre:
“Cuando son grupos grandes de piedras (como las de Tunja), la historia de su reunión se remonta a tiempos
muy antiguos. Los mojanes y diablos las trasladaron para jugar tejo, para construir (generalmente puentes,
en historias ocurridas en la República, la Colonia o aún más atrás), o para transportar sus tesoros. Al canto
del primer gallo las dejaron tiradas.” (Carrillo, 1997: 68).

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FARC-EP estaban en Cumaca llegaban hasta la Piedra del Diablo, y así mismo en la retoma estatal
el Ejército utilizaba la roca como punto de visibilidad de un gran territorio circundante: “Pareciera
un sitio condicionado para "mirar", pero sobre todo, para divisar desde allí la oposición o el
encuentro: la mirada vigilante del Güecha sobre un territorio que ha de mantenerse como frontera
muisca; la de conquistadores que intentan reducir los límites dentro de fronteras más amplias.”
(Guerrero: 2002: 34).

Arango destaca que en tiempos precolombinos, “Las zonas de separación con otros pueblos
debieron ser ante todo marcadas por accidentes geográficos y lugares inhóspitos como cumbres
de serranías y selvas densas sin suficiente abastecimiento de agua potable o poco aptos para la
agricultura.” (Arango, 1974: 247). Todos los indígenas de la región debieron reconocer el lugar de
la Piedra del Diablo como punto de quiebre del paisaje y de los grupos diferenciados; al parecer,
tanto Muiscas, como Panches y Sutagaos llamaban a sus territorios con los nombres de sus
caciques principales, que los identificaban a perpetuidad: “Los indígenas, al menos los de esta
provincia, acostumbraron dar a los pueblos de su fundación, los nombres de sus más valientes
jefes, como recuerdo imperecedero por sus servicios. Calandaima, Cumaca, Uzatama, Pasca y
Fusagasugá son nombres propios de los caciques, sus mejores jefes.” (Sabogal, 1919: 19). Desde la
impresionante altura de la roca se observan los tres cerros tutelares que se identifican de manera
antropomorfizada con sus caciques y etnias: el cerro del Fusacatán de los Sutagaos hacia el
nororiente, el cerro de Peñas Blancas de los Muiscas hacia el norte y el cerro del Quininí de los
Panches hacia el occidente.

Existe otra piedra con petroglifos sin nombre aparente, ubicada en la vereda La Escuela, no lejos
de Cumequentam. Vista desde la carretera sin pavimentar que conduce a su encuentro, es una
piedra de medianas dimensiones con un árbol de caucho en su parte alta, rodeada de lianas y
maleza, ubicada en medio de un cafetal; pareciera no demostrar nada extraordinario respecto de
las otras cientos de rocas que están plantadas en todo el valle del río Chocho. Entrando al espeso
cafetal y viendo su cara oculta, la situación se transforma por completo: la piedra muestra
imponente un perfil marcado hacia las alturas de Peñas Blancas, envuelto por una enorme
secuencia de grabados que cubren toda la superficie, formados por diversos trazos conectados por
líneas que definen un complejo mosaico de petroglifos. Nicolás explica allí un mapa indígena
regional que muestra lo que él denomina el “tótem de las tres victorias Muiscas”, un grabado
rectangular compuesto por tres recuadros diferenciados en cuyo interior hay puntos tallados, que
parecieran el conteo de los triunfos en batalla de los Muiscas sobre los tres pueblos antiguos de
todo este territorio. Distribuidas alrededor de la enmarañada figura central están tres caras
indígenas –dos de aspecto cuadrado y una de aspecto triangular– que representan las tres “razas”
que habitaban este extenso valle, los tres caciques que dirigían a sus pueblos y que cayeron bajo el
yugo español; Según José Rozo Gauta (2006), los rostros cuadrados se asocian a figuras masculinas
y los rostros triangulares a figuras femeninas, lo que nos hace pensar que podría tratarse del
Tibacuy y el Fusacatán en compañía de la Quininí, compartiendo un mismo espacio de frontera. La
distribución de la cartografía rupestre gira en torno a un gran Diablo, que lleva un tridente en una
de sus manos y su cola enroscada en espiral, figura plantada en el centro del territorio de disputa,
que conserva con encanto su lugar de conocimiento. Etnografía, geografía e historia encuentran
una confluencia privilegiada.

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Fotografía 20

Nicolás con la piedra de La Escuela.

Lámina 18

Dibujo de la piedra de La Escuela. 1. El “tótem de las tres victorias Muiscas”. 2. El Diablo, con el tridente en la
mano y su cola en espiral. Entre los círculos rojos las tres “razas” que habitaron el territorio.

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LAS CRUCES Y LOS CRUCES

Lámina 19

La Cruz de Mayo cerca de Panche. Edouard André – América Equinoccial (Colombia-Ecuador) (1831). El
viajero francés describe la cruz de Mayo de la siguiente forma: “La cruz de Mayo consistía en dos postes de
altura desigual, convertidos en cruces y enclavados en el intersticio de dos peñas. Algunas flores agostadas
por el viento que sopla con extremada violencia en aquellas alturas y una serie de nudos hechos con hojas de
palma cortadas en tiras atestiguan con harta elocuencia la piedad de los fieles que van á colocar sus ex-votos
á lo alto de tan ásperas pendientes. –Este lugar es sagrado– dijo uno de los guías santiguándose. El día 3 de
mayo de todos los años, antiguo aniversario de la fiesta de las sepulturas de los indios panches, suben aquí
los habitantes de las cercanías en gran número para rezar por sus antepasados enterrados en el cerro.”

El “sol de los venados”32 golpea con contundencia el cerro de Peñas Blancas, visto desde una de las
tantas cantinas que hay en el pueblo de Cumaca, llenas de campesinos que toman cerveza
incansablemente hasta emborrachar. Don Parmenio quiere escuchar una canción que les gusta
mucho; la moneda cae en la rockola y unos minutos después empieza a sonar Miseria Humana de
Lisandro Meza. Mientras las primeras notas del tema envuelven la cantina, el sabio campesino
hace una rápida reseña del contenido lírico de dicha poesía popular: un hombre borracho resulta
una noche en el cementerio y empieza a insultar a una calavera; en un momento el cráneo le
responde que por más ajeno que se sienta volverá a este lugar, a convertirse en restos, en
calavera como cualquier otro; este encuentro con la muerte le pega tremendo susto al personaje y

32
Don Parmenio explica que “el sol de los venados” son los últimos rayos de intensidad que entrega el astro
dorado cuando ya está a punto de esconderse, en pleno atardecer. La razón por la que se llama así es que en
donde todavía existen, los venados como el reinoso salen a tomar el calor y la luz a esta hora.

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lo saca corriendo del lugar. Don Parmenio expresa que la calavera le dice al borracho: “es la
muerte el único destino que tenemos garantizado. Todos volveremos al cementerio, nos guste o no,
todos terminaremos siendo calaveras”.

Si se escucha una lechuza ululando cerca de la casa, es mal augurio; anuncia la muerte de un ser
querido; “eso es pura carreta, cuantas lechuzas no hay por ahí, ya se habría muerto el pueblo sí
eso fuera verdad”, dice don Parmenio. Pero para muchos Tibacuy está muerto, no pasa nada, la
gente es perezosa, ya no le gusta trabajar la tierra; doña Gilma comenta que “¡aquí hay gente que
respira como por no dejarse morir! pero no les interesa nada de nada”. En el otro tiempo –tiempo
muerto, distinto al actual– que repiten constantemente los viejos en sus historias, las prácticas
comunitarias en el campo eran realizadas en solidaridad: si se necesitaba asistir un parto, se
llamaba a la comadrona de la vereda y ella hacía frente a la situación de la enferma; si alguien se
lastimaba o se encontraba maluco, la huerta y los remedios caseros –como la pomada de San
Lázaro, el rastrojo sanalotodo, el parafiebre o el quemón que dan el guarapo o el tinto hirviendo–
eran suficientes para curar su condición; si se necesitaban semillas, plántulas o consejos de
siembra, siempre estarían disponibles las personas con mayor experiencia que compartieran sus
saberes y ayudaran con su ejemplo; se trabajaba a mano cambiada, es decir que se turnaban los
jornales para ayudarse entre vecinos, intercambiando fuerza en vez de dinero; en la década de los
setenta existía un fuerte mercado campesino consolidado en Tibacuy, fortalecido por el trabajo de
los habitantes locales y en conexión con las provincias del Sumapaz y del Tequendama. Cuando las
haciendas cafeteras eran prósperas, había buen empleo y alimentos limpios, sin químicos. Hoy,
don Jesús recuerda que la gente de antes era más sana; la enfermedad del presente se debe a lo
que él llama una profecía: “el veneno que tiran desde el aire para acabar los cultivos de coca se
esparce por la comida y eso mata a la gente; como decía mi papá, coma lo que quiera ahorita y
cuente los días que vienen”. También existían muchos espantos, como las candilejas –que es una
maldición que cayó sobre un compadre y una comadre, que se fueron a hacer el amor junto con su
ahijado; resultaron convertidos en tres bolas de fuego, dos grandes y una pequeña–, los balayes y
las brujas. Una vez doña Ana Sofía –“cuando era una jovencita”– iba con su papá a Tibacuy para
coger el transporte que llevaba a Fusagasugá, se quedó atrás y en un lugar vio un San Isidro –“con
poncho y tambo al hombro”– que la llamaba, ella se asustó y salió corriendo; este San Isidro era en
realidad un duende, espanto que se presenta como un santo para atraer a las mujeres, perderlas y
matarlas. Ahora los tiempos son otros, los cafetales están viejos, los ojos de agua se han ido y los
espantos ya no se ven porque los curas los han conjurado y los han hecho desaparecer.

Doña Ana Sofía recuerda que antiguamente las procesiones del Viernes Santo eran
multitudinarias, se alternaban los puntos de partida y de llegada entre los dos cascos urbanos; sí la
romería venía de Cumaca a Tibacuy terminaba en el Alto de la Cruz, si era de Tibacuy a Cumaca
terminaba en la Virgen que hay a la entrada del pueblo, no lejos de la Piedra del Diablo. En ambos
lugares se plantaba una enorme cruz de madera, que por su descomunal dimensión tenían que
ubicar entre cuatro personas; los curas de antes recomendaban que en las procesiones cada quien
hiciera y cargara su propia cruz, tan grande como los pecados que llevara encima. Otro día que se
celebraba con fervor y compromiso era el tres de mayo, día de la Santa Cruz de mayo33. Estos dos

33
El tres de mayo conmemora el hallazgo de la verdadera Cruz de Jesucristo enterrada en Jerusalén: “en el
monte donde la tradición situaba la muerte de Cristo, encontraron tres cruces ocultas. Para descubrir cuál
de ellas era la verdadera las colocaron una a una sobre un joven muerto, el cual resucitó al serle impuesta la
tercera, la de Cristo”. Fuente: http://www.webgranada.com/diadelacruz.asp, consultado el 1 de mayo de
2013. En otros lugares de Colombia, como en Aldana, departamento de Nariño, a este día santo se lo conoce
como “la fiesta de las guacas”.

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días santos se mezclan de forma interesante, ya que representan a la Santa Cruz en el calendario
litúrgico cristiano –el Viernes Santo es el día de la Crucifixión de Jesucristo–, y también son las
fechas en que arden las guacas. Veamos en tres últimos ejemplos este cruzamiento, de
simbologías, de prácticas y de rituales, antiguos y contemporáneos.

EL ALTO DE LA CRUZ

Fotografía 21

El Alto de la Cruz visto desde la vereda La Gloria.

La altura tutelar protectora del pueblo de Tibacuy es el Alto de la Cruz –conocido antiguamente
como Alto de San Ramón–, que recibe su nombre por una imponente cruz de metal de unos siete
metros de altura que se enciende sin falta cada atardecer, a través de una conexión ilegal de
energía eléctrica. Dicha cruz es custodia de todas las noches en Tibacuy, su luz acompaña la
borrosa silueta de las tendidas cuestas. Para situarse visualmente una noche sin luna en el Alto de
la Cruz, estando sentado en alguna de las tiendas del pueblo, hay que observar hacia la cruz
brillante; o sí se corre con fortuna, el brillo de guaca. Ambas materialidades son el signo de un
muerto: mártir famoso o invisible, da igual, la presencia apunta hacia quienes están vivos y
pueden interpretarlos; donde hay cruz hubo diablo.

Desde el Alto de la Cruz hay visibilidad de las tierras orientales rematadas por el páramo de
Sumapaz y las tierras occidentales vigiladas por el imponente cerro del Quininí; desde allí se
escucha la algarabía de ambos Tibacuy y Cumaca, a las seis de la tarde se oyen las campanadas de
las dos iglesias al mismo tiempo. En el Alto se organizaron varias invasiones a las haciendas
cafeteras, en tiempos de parcelación. También se comenta que desde este punto se colgó a un
cura de Tibacuy, y al momento de su muerte maldijo al pueblo.

Don Jesús recuerda que cuando él estaba joven se hacía una festiva procesión al Alto de la Cruz el
tres de mayo, con mucho fervor religioso; se celebraban las misas allá arriba, acompañadas de
multitud de personas. Se subían con banda musical, tiraban pólvora, lanzaban globos de papel con
espermas y había abundancia de comida y de trago. Los fieles subían sus propias cruces de mayo al
cerro y las ataban a la gran cruz de madera que existía antes de la actual, hecha de hierro.

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LA PIEDRA DEL PALCO

“Los símbolos influenciaban su estado físico y emocional. La cruz inscrita en la circunferencia presenta
muchas alianzas, marca el centro y se considera como mediación entre el cuadrado y el círculo, por lo cual
subraya en especial la unión entre el cielo y la tierra. De la misma manera pone de manifiesto la armonía
entre lo irreconciliable existente en el universo. Es un símbolo del punto medio, del equilibrio entre actividad
y pasividad del comportamiento que conduce a la plenitud, salud y bienestar.”

Ángel Antonio Martínez Trujillo, Los Inconquistables Panches del Magdalena (2006)

Fotografía 22

La Piedra del Palco. Al fondo, los farallones del Quininí.

La Piedra del Palco –también conocida como la Piedra de Anacutá–, ubicada en la vereda La
Vuelta, es una de las rocas con petroglifos más impresionantes de toda la región; pareciera que el
nombre de la vereda hace alusión a las profusas espirales que dan vuelta en la piedra y que
también se ven en otras piedras marcadas del sector, como la Piedra de la Tina o las de los
farallones del Quininí. En la cara plana que cubre gran parte de su superficie se rastrean más de
cien grabados distintos, entre canales, espirales, figuras antropomorfas, zoomorfas y cuadrículas
con bordes decorados; Nicolás dice que una de las tallas, que asemeja la forma de un ancla, es un
objeto de orfebrería precolombina que se encuentra actualmente en el Museo del Oro.

Lázaro María Girón fue el primer investigador que la estudió, encomendado por el Gobierno para
reseñar las piedras con jeroglíficos de la región, con motivo de la Feria Mundial de Chicago
celebrada en 1893. Girón la describe de la siguiente forma: “En este sitio que ocupa el cafetal
mencionado, á la margen izquierda del camino que conduce de Fusagasugá a “Anacutá”, se
encuentra la más extensa y más importante inscripción de cuantas se conocen en aquella comarca;
la piedra sobre que se halla, enorme canto rodado de la inmediata sierra, que muestra aún sus
estratificaciones rotas, semejantes a murallas ciclópeas, de atrevidos ángulos, se presenta como un

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majestuoso monumento de dos cuerpos, cuyo aspecto es el de una gran tumba” (Girón, 1892: 2). El
investigador interpreta que “esta piedra monolítica, sobre la que se distinguen tres líneas de
estratificación, fue expresamente tallada en remotísimos tiempos, apropiando el piso del primer
cuerpo para grabar las inscripciones, pero dejando a todo el conjunto el aspecto abrupto que tanto
se impone a quien la contempla.” (Girón, 1892: 2-3); también declara que los campesinos hallaron
cráneos y huesos humanos en una cueva del sector, pero que no pudo observarlos porque sus
descubridores no los valoraron y los perdieron. En las excavaciones arqueológicas realizadas por
Juanita Arango (1974) alrededor de la piedra, la investigadora hizo el hallazgo de un entierro
secundario del cráneo de un niño, protegido por un círculo de lajas de piedra; también observó
que “En el potrero de Ambilá se pueden ver (…) piedras muy pequeñas esparcidas regularmente
que tienen cruces grabadas en ellas y que debieron corresponder al antiguo cementerio cristiano
del pueblo [de Panches] con sus rudimentarias lápidas.” (Arango, 1974: 96).

En su parte más alta –el palco, que completa casi seis metros desde el suelo– se encuentra una
profunda moya que se llena de agua cuando llueve. En este lugar, los campesinos “han levantado
una rústica cruz, que cada año engalanan de nuevo con hojas y flores en las fiestas del tres de
Mayo.” (Girón, 1892: 2). La piedra era un punto de las peregrinaciones del tres de mayo, donde se
plantaba una cruz de madera; estos sucesos han conservado este sitio como un lugar sagrado, de
culto y de ofrenda. Al costado sur de la roca se encuentra un petroglifo moderno tallado por los
campesinos, que muestra un palco escalado coronado por una gran cruz.

Fotografías 23 y 24

A la izquierda, petroglifo indígena de la Piedra del Palco que muestra una cuadrícula de bordes decorados,
con cruces en los recuadros internos; a la derecha, petroglifo campesino resaltado que muestra el palco con
la cruz coronando su altura.

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EL SEPULTURERO

“Una noche de misterio, estando el mundo dormido. Buscando un amor perdido, pase por el cementerio.
Desde el azul hemisferio, la luna su luz ponía, sobre la muralla fría, de la necrópolis santa.”

“En donde a los muertos canta, el búho su triste elegía, la luna y sus limpideces, a las tumbas ofrecía, y
pulsaba en la luz fría, el arpa de los cipreses.”

La Gran Miseria Humana, poema de Gabriel Escorcia Gravini hecho vallenato por Lisandro Meza.

Cuando don Jesús recibe el perico –café con leche– que se toma todas las tardes, lo bendice con su
mano derecha haciendo repetidas formas de cruz sobre la bebida; él ha sido muy devoto de las
benditas ánimas, siempre ha ido a rezarles al cementerio. Recuerda que a su suegro –que era muy
católico– se le aparecían todas las noches las benditas ánimas en procesión, con velas en las
manos; avanzaban caminando despacio, casi tocándolo, y entraban al cementerio. Muchas de las
benditas ánimas son los espíritus de los liberales y conservadores que se enfrentaron en el pueblo,
como recuerda don Marcos: “una vez la chusma y los chulavitas bajaron a un alto que todavía se
llama campoalegre, y echen bala esos verracos sin saber a qué. Eso habían un poconón de cruces
chiquitas, ahí en unos barrancos”.

En el tiempo de antes, los vecinos de un recién difunto cavaban el hoyo para enterrarlo y también
construían el cajón en el cual iba a ser sepultado; usaban hojas de naranjo para hacer la cama del
muerto. El papá de don Víctor construía ataúdes con orillos –las tablas sobrantes de un tronco
aserrado– de balso, arrayán, chuguacá o roble –las dos últimas maderas finas–, y la gente mayor
ya tenía preparados los cajones en las casas para que una eventual muerte no los cogiera por
sorpresa y estuviera listo el ajuar funerario sin ningún contratiempo. En muchas ocasiones se
ponían los cajones sobre las cabeceras de las camas de los moribundos y éstos se alentaban; luego
se enterraba a otra persona en el dicho cajón y después había que conseguir otro.

Don Víctor heredó la profesión de ultratumba de su papá y fue sepulturero durante muchos años
en Tibacuy: enterró amigos, familiares y a cualquier persona que necesitara de sus servicios. La
mujer de don Víctor siempre le preguntaba “¿a usted no le dan nervios de ver a los muertos antes
de enterrarlos?”; y él se responde a sí mismo: “Yo los recibía allá, les abría la ventanita pa’ mirar y
echarles la bendición ¡el muerto está allá! Fue un amigo, un familiar, ya él está entre el cajón, ¡yo
lo miro, le echo la bendición y que se vaya!”. Nunca cobró por dicha labor, ya que considera que “a
un muerto no hay que cobrarle el hoyo”; según su propia voz, don Moisés le dijo que “usted se
ganó la corona enterrando muertos”.

Él siempre supo que había que enterrar a los finados lo más hondo posible, a más de dos metros
de profundidad: “eso eran tres, cuatro capas de tierra ¡y échele pisón!”; los hoyos se hacían anchos
y holgados, para que entre dos personas pudieran recibir el cajón y dejar al muerto en su lugar de
descanso definitivo. Don Víctor reconoce que las prácticas funerarias han cambiado mucho de los
tiempos de los antiguos a los tiempos de ahora, teniendo en cuenta que actualmente no se
sepulta a la gente en la tierra sino en urnas: “La ley de ahora dice que hay sacar a todos los
muertos que hay en la tierra y yo me pongo a pensar, hubieron hoyos que encontramos restos de
tres personas que habían enterrado allí, es que eso está minadito ¿dónde hacemos un hoyo que no
esté usado?”. Los huesos encontrados se dejaban a un lado de la fabricación del hoyo y debían ser
lo primero que se echaba antes de recibir al finado, para que sirvieran de asiento de la persona
que iba a ser enterrada.

91
Dice don Víctor que los huesos humanos tienen mucho misterio. Pueden ser usados como
cuidanderos de las propiedades de los vivos, pero para que funcione el conjuro se les debe
alimentar con sal, alumbrarles en las noches y pagarles misas; si no se hace de esta forma, la
persona que se ha aprovechado de los restos de otro sufre una maldición, una condena o
desgracia que lo mantiene presente en esta realidad, como le pasó al finado Nicanor Morales: “Él
tenía un toro cebú muy verraco de grande y una yegua grande también. Cuando él se murió todas
las noches disque lo oían que llegaba y comenzaba a llamar el toro y a llamar la yegua, silbando.
Entonces resulta que él había mandando a hacer alrededor del rancho donde vivía un cerco grande
y la madera la tenía arrumada detrás de la casa. Se pusieron a darle bote a esa madera y debajo
tenía el huesito de un muerto. Él lo tenía allá de cuidandero, porque eso dicen que ese sí es un
cuidandero muy grande”. Igualmente relata que en una ocasión otro señor sacó una calavera de
los indígenas: “Yo vi a don Jorge sacar una calavera de aquí abajo, ¡intacta! eso era como de un
indígena, era una cabezota, uno miraba y la barba le salía del hueso. Un amigo le dijo “está buena
pa’ dejarla de cuidandera” ¡yo nunca supe si la llevaría o no! La cosa es que a los muy pocos días él
se enfermó grave y casi se muere ¡eso no es de jugar, huesitos!”.

Lámina 20

Cráneo prehispánico deformado hallado al interior de una urna funeraria, en las excavaciones que realizaron
Salas y Tapias en la vereda San Francisco del cerro de Peñas Blancas. Las autoras reseñan el cráneo así:
“Individuo 1: sexo masculino, edad 20 - 25 años aprox. Patrón Morfológico: de este individuo además del
cráneo, se obtuvieron dos húmeros, dos fémures y dos tibias. Presenta deformación craneal fronto tabular
oblicua, bien controlada, con cintura escapular bastante robusta a juzgar por las marcadas líneas nucales.
Los dientes están en buen estado (sin caries ni marcado desgaste), los terceros molares erupcionaron poco
tiempo antes de su muerte.” (Salas y Tapias, 2000: 68).

Don Víctor narra también que él estuvo muerto en una ocasión, cuando sólo era un niño, en el año
1947. Un domingo a principios del año, su papá despertó a toda la familia para asistir a misa, y él
sintió un fuerte dolor en una paleta –omoplato–: “Mi papá decía ¡alístese! ¡Eso es flojera por no ir
a misa! ¡Vaya se acuesta, si está enfermo acuéstese, eso es pura flojera!”. La familia se fue para la
iglesia y él se quedó con dos hermanos mayores; ellos se acostaron a dormir, él volvió a la cama y
cuando la familia regresó de la misa se “estaba quemando, ¡una fiebre!”. Mandaron a uno de sus
hermanos a la vereda La Portada en busca de parafiebre, pero no encontró la medicina; también le
hicieron remedios con yerbas, pero todo fue en vano: “Lo que no sé es a los cuantos días yo me
morí, pero lo que sí me acuerdo mucho es que desperté, abrí los ojos y había allá abajo gente, mi
madrina María que vivía lejos había venido a visitar, estaban en redondo de la cama todas las
vecinas ¡yo muerto! Me acuerdo que yo oí golpear, clavar, mi papá estaba haciendo el cajón”. Él
vio –como ánima flotando en el aire– a toda su familia, incluso a conocidos de lejos, orando y

92
llorando alrededor de su cama y de su cuerpo inerte; su papá puso el cajón que había hecho sobre
la cabecera de la cama y eso lo hizo regresar. En el testimonio de esta extraordinaria experiencia,
don Víctor agrega algo sorprendente: “Yo por eso le digo a todo el mundo ¡yo no me muero porque
yo ya me tragué el entierro! porque yo pude volver a andar, me fui tragando todo lo que trajeron
p’al entierro y mi mamá me lo fue dando. Mi vida es solo suerte”.

****

Estos tres últimos relatos confirman la práctica de algunos entierros ofrendarios, transformados en
cruces físicas y simbólicas. La ritualidad de culto a los ancestros y a las fuerzas telúricas permanece
vigente en la cosmología rural de los campesinos de Sumapaz, a través de las cruces marcadas en
ciertos puntos de quiebre del paisaje andino como altos y piedras. Intentando eliminar las
percepciones mágicas nativas, las cruces resultaron guardándolas, asentándolas y conservándolas,
mezclándose profundamente en el pensamiento campesino. El Viernes Santo y el tres de mayo
son días de la cruz y días de la guaca. Los fieles ofrendan cruces a las guacas; la cruz del Alto brilla
como las guacas que arden o como los petroglifos bañados con agua lluvia.

Las imágenes de santos y vírgenes están ubicadas en rocas vivas de los cerros encantados; cuelgan
sobre el oro enterrado, que se transporta como culebra acuática huyendo de las explosiones de
pólvora sobre las piedras. Las procesiones del Viernes Santo y del tres de mayo terminaban en el
Alto de la Cruz o en Cumequentam, puntos de cruce cuidados por espantos y santos. Los espantos
se han visto en forma de figuras santas, como el duende disfrazado de San Isidro o los Iatos que
son cuidanderos de riquezas profanadas. Así mismo, los santos actúan como espantos: Vírgenes y
Diablos son espiritualidades mestizas que reflejan la dualidad de género creadora de la
humanidad. La Virgen María y el Jesucristo de oro macizo que tenía el narco capturado en El
Ocobo no son diferentes a la pareja de ancianos que visitaron la casa de don Gonzalo, que
intentaron sacar un entierro y que desaparecieron como encantos cerca a unas piedras; son el
Diablo y la Diabla que habitan en Mal Paso, o el Mohán y la Mohana que vivían en el cerro del
Quininí.

La Quininí es una bruja y abriga a la Piedra del Palco, que es una gran lápida marcada con cruces
indígenas y campesinas, donde se han hallado restos humanos; en su altar se plantaba una santa
cruz de mayo. Su compañero es un cerro-cacique de peñas blancas, que en su interior tiene una
iglesia de oro cuidada por tunjos brillantes. Las alturas cordilleranas son los lugares fundamentales
de respeto hacia las fuerzas telúricas: son los cuerpos de los cerros, hechos de lagunas, cuevas y
bosques de niebla, donde habitan los encantos y están los entierros antiguos. Los indígenas que
veneraban a los cerros se sumergieron en sus entrañas, se enterraron con sus riquezas y se
volvieron tierra y entierro. Los indios permanecen como guacas: ollas con restos humanos, hachas
de mano con poderes del rayo, piedras marcadas que son tumbas, cuidanderos de un pasado
oculto. El encanto es el oro vivo que se transforma en agua, y su suerte es convertirse en dientes
brillantes dignando al humilde que construye ermita a la abundancia.

El signo de la cruz hace parte de los pases mágicos que conjuran espantos y revelan encantos: un
corte en el dedo corazón –el dedo del medio– que riega sangre en cruz, revela un encanto y
permite hacerse de una gallina de oro; las brujas se trozan en su centro con el cabello más largo de
sus cabezas, y una contra para huir de sus tormentos son las tijeras abiertas en cruz. Una calavera
indígena barbada es la perfecta cuidandera, invocada por los vivos y alimentada con sal, lumbre y
rezos; si no se le hacen estas ofrendas, quien hizo el conjuro no muere sino queda presente como
espanto, atrapado como cuidandero. Finalmente, todos terminaremos siendo calaveras,

93
custodiadas por tumbas de piedra marcadas con cruces; estaremos sirviendo de asiento para otros
finados.

Un entierro es un cruce entre una guaca, un trabajo de brujería y una ceremonia fúnebre. Los
entierros como sepulturas modernas, también conservan las nociones territoriales repitiendo
elementos asociados a los entierros antiguos y ocultos: están profundamente asidos en las
entrañas de la tierra, habitando lugares sagrados como los cementerios; tienen protección
brindada por cuidanderos –como las benditas ánimas–, que requieren cuidados especiales para
dar fortuna y evitar la desgracia; si no son tratados con los rituales correspondientes generan
maldiciones y llevan a la muerte o al limbo. Los entierros prácticos también dan fortuna cuando
están desenterrados, como el caso de los ataúdes que sanaban a las personas moribundas. Todas
estas fuerzas otorgan ciertos poderes a quienes las practican y las respetan: don Víctor es una
persona con suerte porque se tragó su propio entierro; regresó a la vida por medio del cajón que
lo iba a guardar en su muerte. Lleva su entierro por dentro, en forma de corona.

Ser campesino requiere un compromiso permanente con la tierra, que es el sustento del alimento
y del agua. La siembra y la cosecha transcurren cíclicamente a través del en-tierro; trabajar la
tierra es enterrar semillas, cuidarlas de acuerdo al conocimiento agrícola y abonar pacientemente
los surcos para reclamar los frutos, que son otras semillas en potencia. La agricultura es la
inseminación humana a la fertilidad telúrica. La tierra es riqueza porque permite el sustento
humano; su propiedad se reclamaba enterrando y se mantiene enterrando. La tierra es negra
como la noche y da vida por medio de la luz del día; así lo comprendieron los Muiscas, que
veneraron a la madre primordial en las fuentes de agua, ofrendando figuras doradas como el sol
brillante. La humanidad mestiza surge cuando se fuerza a la fértil doncella americana a entregarse
en brazos de unos profanos Hijos del Sol. Una doncella es también un mal que se entierra; don
Parmenio pudo sacarla en el cementerio, haciendo el amor con ella en medio de un sueño.

Fotografía 25

Los cruces. Bateas, al fondo el cerro del Quininí.

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EPÍLOGO: EL AMOR CONYUGAL

FRAGMENTO DEL ESCRITO MIS RECUERDOS DE TIBACUY DE MARÍA JOSEFA ACEVEDO DE GÓMEZ

“Miguel Guzmán se llamaba el respetable indio que conducía la danza de Tibacuy el día de la fiesta
del Sacramento, que acabo de pintar. Era este anciano de mediana estatura; tenía el color y las
facciones de un indio sin mezcla de sangre europea. Sus pequeños y negros ojos estaban siempre
animados de una expresión de benevolencia. Su amable sonrisa hacía un notable contraste con las
hondas y prolongadas arrugas que surcaban su frente y sus mejillas. Sus cabellos y escasa barba
eran blancos como la nieve, y la edad había destruido la mayor parte de sus dientes, a pesar de
que casi todos los indios conservan blanca y sana la dentadura aunque vivan un siglo.

Después del día de la fiesta, Guzmán y Mariana, su esposa, venían frecuentemente a mi casa. Yo
les daba algunos socorros, les compraba sus chirimoyas, y con más frecuencia admitía el obsequio
que de ellas me hacían. Jamás tuve ocupación bastante grave que me impidiese recibir a aquellos
honrados ancianos. Me contaban sus miserias y sus prosperidades, me referían las tradiciones de
la aldea, los acontecimientos notables que habían presenciado en su larga vida; solicitaban mi
aprobación o mis consejos sobre los pequeños negocios de sus parientes y amigos, y jamás salían
de casa sin haber comido y sin llevar pan para dos nietos que los acompañaban. Ya hacía más de
catorce meses que yo veía semanalmente aquella virtuosa pareja, y jamás la oí quejarse de su
suerte, pedirme cosa alguna, ni murmurar de su prójimo.

Una mañana vino Mariana a decirme que Miguel estaba enfermo, y que ella pensaba sería de
debilidad, porque hacía muchos días que no comía carne. Hice que le dieran unas gallinas y
algunos otros víveres, y le encargué que si la enfermedad de su esposo se prolongaba, viniese a
avisarme. El día 16 de octubre del 37, llegó un indio llamado Chavistá y me dijo: «Esta madrugada
murió Miguel Guzmán, y su viuda me encargó que viniera a decírselo a sumerced». No pude
rehusar algunas lágrimas a la memoria del anciano; envié un socorro a la viuda y le mandé a decir
que cuando pudiera viniese a verme.

A los cinco días estuvo en casa Mariana. Esta mujer distaba mucho de tener la fisonomía franca,
risueña y expresiva de Guzmán. Su cara era larga, sus ojos empañados y hundidos, su tez negra y
acartonada. Era también muy vieja, pero su cabello no estaba enteramente cano. En fin, ella no
inspiraba simpatías en su favor, a pesar de sus modales bondadosos y del cariño que su esposo le
tenía. Yo la hice sentar y le dije:

–Ya supongo, Mariana, que usted habrá estado muy triste.

–Sí, sumerced, me contestó, pero mi Dios es el que lo ha dispuesto así.

–Esa es la vida, dije, debemos conformarnos.

–¡Sí!, yo estoy conforme y vengo a darle a sumerced las gracias por todo el bien que nos ha hecho.

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Al decir esto su voz era firme, su aspecto perfectamente impasible, y ninguna marca de dolor se
pintaba en aquella cara negra y arrugada, que me recordaba la idea que en mi infancia me daban
de las brujas. Sin embargo, recordé que era la viuda de Guzmán, que tenía reputación de ser una
buena mujer y le dije:

–Mire usted, Mariana, aquí tengo un cuarto donde usted puede vivir; véngase a casa y no tendrá
que pensar más en el pan de cada día; si se enferma, aquí la cuidaremos, y si tiene frío yo le daré
con qué abrigarse. Guardó ella un instante de silencio y después me dijo:

–No, sumerced, jamás.

–¿Y por qué no?

Entonces exclamó:

–¡Qué!, ¿yo comería buenos alimentos de que no podría guardarle a él un bocadito?, ¿yo dormiría
en cuarto y cama abrigados cuando él está debajo de la tierra? ¡Que Dios me libre de eso! Mire
sumerced, más de cuarenta y cinco años hemos vivido los dos en ese pobre rancho. Cuando él iba a
la ciudad a vender el hilo que yo hilaba y las chirimoyas, yo lo esperaba junto al fogón y ya tenía
algo que darle. Llegaba, me abrazaba siempre, me entregaba el real o la sal que traía, y juntos nos
tomábamos el calentillo (aguamiel), la arepa o la yuca asada que yo le tenía. Si era yo la que iba a
lavar al río, él me esperaba junto al fogón, y si no tenía que darme, siquiera atizaba la lumbre y me
decía: esta noche no hay que cenar, pero tengo bastante leña y nos calentaremos juntos. ¡No;
jamás dejaré ese ranchito! ¡Ya nadie se sienta en él junto al fogón!, ¡ya no estará allí ese ángel!
Pero su alma no estará lejos; se afligiría si yo abandonara nuestra casita.

Al decir esto Mariana cruzó sus manos sobre el pecho con un dolor convulsivo. Dos torrentes de
lágrimas corrieron sobre sus acartonadas mejillas, y por más de media hora escuché su silencioso
llanto y sus sollozos ahogados. ¡Cuán mal había yo juzgado a Mariana por su fisonomía! ¡Ah!,
¡jamás había yo visto un dolor más elocuente y sublime, jamás había comprendido tanto amor en
un discurso tan corto y sencillo! ¡Pobre anciana! Yo lloré con ella y no traté de consolarla. Cuando
su llanto se calmó, le dije:

–Mariana, mi ofrecimiento subsiste, aunque conozco que usted tiene razón en no aceptarlo por
ahora. Pero algún día, cuando usted pueda, recuerde que esta es su casa y venga aquí a vivir más
tranquila.

–No, sumerced, me dijo, eso no será jamás, porque yo se que él no se amañará sin mí en el cielo.

Diciendo esto dio un profundo suspiro, y al propio tiempo se sonrió con cierto aire de calma e
indiferencia. Apenas le di un corto socorro, temiendo que uno más abundante la hiciese sentir con
más amargura su viudez. Al despedirme, besó dos veces mi mano e hizo tiernas caricias a mi
pequeña familia. La insté que volviese, y no me respondió.

¡Seis días después Mariana descansaba en el cementerio de la aldea, al lado del venerable
Miguel!”

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