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«E

unibus pluram»:
televisión y narrativa americana

ACTÚEN CON NATURALIDAD

Los narradores como especie suelen ser mirones. Suelen acechar y observar. Son
observadores natos. Son espectadores. Son esos tipos del metro cuya forma
disimulada de mirar resulta inquietante. Casi depredadora. Es porque las
situaciones humanas son el alimento de los escritores. Los narradores miran a
otros seres humanos de la misma forma que los curiosos frenan para ver un
accidente de coche: codician la imagen de sí mismos como testigos.
Pero al mismo tiempo los narradores tienden a ser terriblemente conscientes
de sí mismos. A la vez que dedican montones de tiempo productivo a estudiar
con atención qué impresión produce en ellos la gente, los narradores también
dedican montones de tiempo menos productivo preguntándose, nerviosos, qué
impresión causan ellos a los demás. Qué tal caen, qué imagen tienen, si se les ve
el faldón de la camisa por la bragueta, si tal vez tienen pintalabios en los dientes,
si la gente a la que están mirando con disimulo los estarán considerando seres
siniestros, como esos locos que acechan a la gente.
El resultado es que la mayoría de los narradores, observadores natos, suelen
odiar ser objeto de la atención de la gente. No les gusta que los miren. Las
excepciones a esta regla —Norman Mailer, Jay Mclnerney— a veces dan la
impresión de que muchos literatos ansian la atención de la gente. No sucede así
con la mayoría. El resto nos limitamos a mirar.
La mayoría de los narradores que conozco son americanos de menos de
cuarenta años. No sé si los narradores de menos de cuarenta años ven más
televisión que otras clases de americanos. Las estadísticas informan de que en el
hogar americano medio se ven más de seis horas diarias de televisión. No
conozco a ningún narrador que viva en un hogar medio americano. Sospecho

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que Louise Erdrich tal vez sí. En realidad nunca he visto un hogar medio
americano. Solamente en la tele.
A primera vista hay dos cosas en la televisión que parecen potencialmente
apasionantes para los narradores americanos. En primer lugar, la televisión lleva
a cabo por nosotros gran parte de nuestra investigación humana depredadora. En
la vida real los americanos son un grupo humano bastante esquivo y cambiante,
y resulta endiabladamente difícil adjudicarles ninguna clase de distintivo
general. Pero la televisión viene equipada con ese distintivo. Es un indicador
increíble de lo genérico. Si queremos saber qué es la normalidad americana —es
decir, lo que los americanos perciben como normal—, podemos confiar en la
televisión. Porque la razón de ser misma de la televisión es reflejar lo que la
gente quiere ver. Es un espejo. No el espejo stendhaliano que refleja el cielo azul
y el charco de barro. Más bien el espejo iluminado del baño ante el cual el
adolescente calibra sus bíceps y decide cuál es su mejor perfil. Esta clase de
ventana a la autopercepción nerviosa de los americanos tiene un valor
incalculable a la hora de escribir narrativa. Y los escritores pueden tener fe en la
televisión. Después de todo, hay un montón de dinero en juego. Y la televisión
posee los mejores demógrafos que la ciencia social aplicada puede ofrecer,
investigadores que pueden determinar con precisión lo que los americanos de los
noventa son, quieren y ven: cómo los miembros del público queremos vernos a
nosotros mismos. La televisión, desde la superficie hacia sus profundidades,
trata del deseo. Y el deseo es a la narrativa lo que el azúcar es a la comida
humana.
El segundo atractivo aparente es que la televisión parece ser un regalo
absoluto de Dios para esa subespecie de la humanidad a quienes les encanta ver
gente pero odian ser vistos. Porque la pantalla de la televisión solamente permite
ser traspasada en un sentido. Es una válvula de compuerta psíquica. Podemos
verlos a ellos; ellos no pueden vernos. Podemos relajarnos sin ser vistos mientras
miramos. Creo que esta es la razón por la que la televisión gusta tanto a la gente
solitaria. A los que se encierran de forma voluntaria. Todos los solitarios que
conozco ven más televisión que las seis horas de promedio en América. A los
solitarios, como a los narradores, les encanta la visión en un solo sentido. Porque
la gente solitaria no suele serlo por culpa de ninguna deformidad repulsiva ni de
su olor corporal ni su mal carácter: en realidad hoy día existen grupos de apoyo

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y asociaciones para personas con estas características. En cambio, la gente
solitaria suele serlo porque no quieren soportar los costes psíquicos de estar entre
otros seres humanos. Son alérgicos a la gente. La gente les afecta demasiado.
Llamemos al solitario americano medio Joe Briefcase. Joe Briefcase teme y odia
esa carga de autoconsciencia que parece afectarle únicamente cuando hay otros
seres humanos reales a su alrededor, mirando, con sus antenas sensoriales
humanas erizadas. Joe Briefcase tiene miedo de cómo lo van a ver quienes lo
miren. Elige prescindir de ese juego tremendamente estresante que es el póquer
americano de las apariencias.
Pero la gente solitaria, en sus casas, solos, siguen ansiando imágenes y
escenas, compañía. Por eso ven la televisión. Joe puede mirarlos a Ellos en la
pantalla; Ellos no pueden ver a Joe. Es casi voyeurismo. Yo conozco a gente
solitaria que percibe la televisión como un verdadero Deus ex machina para
voyeurs. Y muchas de las críticas, de las críticas verdaderamente furibundas, no
tanto dirigidas como arrojadas contra las cadenas, los anunciantes y el público
por igual, tienen que ver con la acusación de que la televisión nos ha convertido
en un país de voyeurs sudorosos y boquiabiertos. Esta acusación no es cierta, y
no lo es por razones interesantes.
El voyeurismo clásico es una modalidad del espionaje, es decir, ver a gente
que no saben que estás ahí mientras desarrollan las actividades mundanas pero
llenas de erotismo de su vida íntima. Es interesante que gran parte del
voyeurismo clásico requiera instrumentos con pantallas de cristal: ventanas,
telescopios, etcétera. Pero ver la televisión es distinto a la actividad de los
mirones genuinos. Porque la gente a la que estamos viendo a través de la
pantalla de cristal de la tele no ignora el hecho de que alguien está viéndolos. En
realidad, que un montón de gente está viéndolos. En realidad, la gente de la
televisión sabe que es en virtud de esta multitud gigantesca de mirones que están
en la pantalla llevando a cabo toda clase de actividades poco mundanas. La
televisión no permite un verdadero espionaje porque la televisión es actuación,
espectáculo, lo cual por definición requiere espectadores. En este caso no somos
voyeurs en absoluto. Simplemente espectadores. Somos el público,
megamétricamente múltiple, aunque a menudo observamos en soledad: E unibus
pluram.[2]
Una razón de que los narradores den un poco de miedo en persona es que por

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vocación son voyeurs. Necesitan ese auténtico robo visual que es mirar a alguien
que no haya preparado una identidad para ser vista. El único engañado en la
actividad del espionaje es el espiado, que no sabe que está cediendo imágenes e
impresiones de sí mismo. Un problema de muchos de los escritores americanos
de menos de cuarenta años que usamos la televisión como sustituto del espionaje
verdadero, sin embargo, es que el «voyeurismo» de la tele requiere que el
pseudoespía que está mirando se haga una espléndida orgía de ilusiones. La
ilusión n.° 1 es que somos voyeurs: los «espiados» tras el cristal de la pantalla
solamente fingen ignorancia. Saben perfectamente que estamos viéndolos. Y
también saben que estamos aquí quienes están tras la segunda pantalla de cristal,
a saber: las lentes y los monitores mediante los cuales los técnicos y
escenógrafos aplican su enorme ingenio para enviarnos imágenes. Lo que vemos
no lo estamos robando en absoluto; nos lo están ofreciendo: ilusión n.° 2. La
ilusión n.° 3 es que lo que estamos viendo a través de la pantalla enmarcada no
es gente en situaciones reales que existen o podrían tener lugar sin la conciencia
de un Público. Es decir, que los jóvenes escritores están buscando datos acerca
de una realidad por ficcionalizar que ya se compone de personajes ficticios
dentro de narraciones muy formalizadas. Y n.° 4, ni siquiera estamos viendo
«personajes»: no existe el mayor Frank Burns de M*A*S*H, aquel arrogante y
patético capullo de Fort Wayne, Indiana; el que existe es Larry Linville, de Ojai,
California, un actor lo bastante estoico como para soportar miles de cartas (que
siguen llegando aunque la serie se esté reponiendo) de pseudovoyeurs que lo
insultan por ser un capullo de Indiana. Además, n.° 5, por supuesto ni siquiera
estamos espiando a actores o personas reales: se trata de ondas
electromagnéticas analógicas, corrientes de iones y reacciones químicas en el
interior de la pantalla que arrojan fosfenos en racimos de puntos no mucho más
realistas que los comentarios impresionistas de Seurat acerca de la ilusión
perceptiva. Y Dios mío, n.° 6, esos puntos están saliendo de un mueble, lo único
que estamos espiando realmente es uno de nuestros muebles, mientras que
nuestras sillas, lámparas y los lomos de los libros siguen siendo visibles
alrededor pero dejamos de verlos cuando contemplamos «Corea» o nos llevan
«en directo a Jerusalén» o miramos las sillas más cómodas o los lomos más
elegantes de los libros de la «casa» de los Huxtable, pistas ilusorias de que ahí
hay un interior doméstico cuya membrana hemos violado de forma sutil y

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secreta: ilusiones n.° 7, n.° 8 y ad infinitum.
No es que esas realidades sobre actores y fosfenos y muebles nos pasen
desapercibidas. Es que elegimos pasarlas por alto. Son parte de la creencia que
anulamos. Pero es una carga realmente dura de soportar durante seis horas al día;
las ilusiones de voyeurismo y de acceso privilegiado requieren una gran
complicidad del espectador. ¿Cómo pueden conseguir que aceptemos de buen
grado la ilusión de que la gente de la tele no sabe que los estamos mirando, la
fantasía de que estamos trascendiendo de alguna forma la privacidad de alguien
y alimentándonos de su actividad humana espontánea? Puede haber muchas
razones para que esos camelos sean tan creíbles, pero una de las principales es
que los actores del otro lado de la pantalla son —al margen de los diversos
grados de talento dramático— genios absolutos a la hora de fingir que nadie los
ve. No se equivoquen: actuar delante de una cámara de televisión como si nadie
estuviera mirándolos es un arte. Fíjense en cómo actúan los no profesionales
cuando los enfoca una cámara: a menudo actúan de forma espasmódica, o bien
se quedan rígidos, paralizados por la timidez. Incluso los relaciones públicas y
los políticos son, cuando se trata de estar ante la cámara, simples aficionados. Y
nos encanta burlarnos de lo rígidos y afectados que aparecen en televisión los no
profesionales. Poco naturales.
Pero si alguna vez han sido objeto de esa terrible mirada vacía y redonda de
cristal, sabrán a la perfección lo espantosamente conscientes de sí mismos que
les hace sentirse. Un tipo estresado con auriculares y un portafolios te dice que
«actúes con naturalidad» y entonces tu cara empieza a moverse de forma
espasmódica, intentando adoptar una expresión como si nadie estuviera
mirándote que resulta del todo imposible porque «simular que nadie te mira» es
como «actuar con naturalidad», un oxímoron. Intenten golpear una pelota de golf
después de que alguien les pregunte si al tomar impulso aspiran el aire o lo
expulsan, o después de que les ofrezcan una recompensa sustanciosa por no
pensar en un rinoceronte verde durante diez segundos, y se harán una idea de las
contorsiones verdaderamente heroicas de cuerpo y mente que necesitan llevar a
cabo David Duchovny o Don Johnson para actuar como si nadie los mirara
mientras son observados por una lente que constituye un emblema abrumador de
lo que Emerson, años antes de la televisión, llamó la «mirada de los millones».[3]
Para Emerson solamente hay una especie muy rara de persona que pueda

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soportar esa mirada de los millones. No es el americano normal, trabajador y
silenciosamente desesperado. El individuo capaz de soportar la megamirada es
una imago andante, cierta clase de semihumano trascendente que, en palabras de
Emerson, «lleva el reposo en la mirada». El reposo emersoniano que los actores
de televisión llevan en la mirada es la promesa de un respiro de la
autoconsciencia humana. No preocuparte por la impresión que causas. Una falta
total de alergia a las miradas ajenas. Es un heroísmo contemporáneo. Es
aterrador y fuerte. Es también, por supuesto, una acción, porque hay que tener
una autoconsciencia y un autocontrol anormales para simular que nadie te mira
delante de las cámaras, las lentes y los hombres de los portafolios. Esa ficción
autoconsciente de falta de autoconsciencia es la verdadera puerta al salón de
espejos lleno de ilusiones que es la televisión, y para nosotros, el público, es al
mismo tiempo una medicina y un veneno.
Porque observamos a esa gente rara, perfectamente adiestrada para simular
que nadie los mira durante seis horas diarias. Y amamos a esa gente. En tanto
que les atribuimos cualidades sobrenaturales y deseamos emularlos, se podría
decir que los veneramos. En el mundo real de Joe Briefcase que se está
desplazando de forma cada vez más cruda de una comunidad de relaciones
personales a redes de extraños conectados por el interés propio y la tecnología, la
gente a la que espiamos en la televisión nos ofrece familiaridad y comunidad.
Una amistad íntima. Pero dividimos lo que vemos. Los personajes pueden ser
nuestros «amigos íntimos», pero los actores son más que extraños: son imagos,
semidioses, que se mueven en una esfera distinta, salen y se casan solamente
entre ellos, incluso como actores parecen accesibles al público únicamente con la
mediación de la prensa sensacionalista, los programas de entrevistas y la señal
electromagnética. Y sin embargo tanto los actores como los personajes, tan
terriblemente alejados y filtrados, parecen terrible y gloriosamente naturales
cuando los miramos.
Dado lo mucho que miramos y lo que comporta mirar, resulta inevitable,
para los narradores o los Joe Briefcase que nos creemos voyeurs, hacernos la
ilusión de que esas personas de detrás del cristal —personas que a menudo son la
gente más vistosa, atractiva, animada y viva de nuestra experiencia— son
también gente que ignora que los están mirando. Esta ilusión es tóxica. Es tóxica
para la gente solitaria porque crea un círculo de alienación («¿Por qué no puedo

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yo ser así?», etcétera), y es tóxica para los escritores porque nos lleva a
confundir la investigación para crear narraciones con una extraña forma de
consumo de narraciones. La hipersensibilidad de la gente tímida a los seres
humanos tiende a ponernos delante de la televisión y su ventana de un solo
sentido en una actitud de recepción relajada y total, absorta. Vemos a diversos
actores interpretar a diversos personajes, etcétera. Durante trescientos sesenta
minutos per diem, recibimos la confirmación inconsciente de la tesis profunda de
que la cualidad más importante de una persona viva es tener buena imagen, y
que el valor genuino de una persona no solamente equivale sino que radica en el
fenómeno de la observación. Además, está la idea de que la parte principal de
tener una buena imagen es simular que no te das cuenta de que alguien te está
mirando. Actuar con naturalidad. Las personas a las que los jóvenes narradores y
los solitarios voluntarios escrutamos, con quienes empatizamos y
confraternizamos de forma más intensa están, en virtud de una capacidad genial
para fingir falta de consciencia de sí mismos, preparados para soportar las
miradas de la gente. Y nosotros, intentando desesperadamente parecer
despreocupados, sudamos de forma siniestra en el metro.

EL DEDO

Al margen de acertijos voyeurístico-existenciales, no se puede negar un hecho


tan simple como que la gente en Estados Unidos ve tanta televisión porque es
divertida. Yo sé que la veo para divertirme, la mayor parte del tiempo, y que por
lo menos el 51% del tiempo me divierto cuando la veo. Eso no quiere decir que
no me tome la televisión en serio. Un argumento importante de este ensayo va a
ser que lo más peligroso de la televisión para los narradores americanos es que
no nos la tomamos lo bastante en serio como elemento diseminador y definitorio
de la atmósfera cultural que respiramos y poseemos, que muchos de nosotros
estamos tan cegados por la exposición constante, que vemos la tele de la misma
forma que en 1981 afirmó verla el presidente de la Comisión Federal de
Comunicaciones de la era Reagan, Mark Fowler: como «un electrodoméstico
más, una tostadora con imágenes».[4]
Es innegable, sin embargo, que ver la televisión es una actividad placentera,
y puede parecer raro que gran parte del placer que mi generación obtiene de la

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televisión resida en burlarse de ella. Pero hay que recordar que los americanos
más jóvenes crecimos en la misma medida con el desprecio a la televisión que
con la misma televisión. Yo ya sabía que era «un baldío enorme» antes de saber
quiénes eran Newton Minow y Mark Fowler. Y resulta verdaderamente divertido
reírse con cinismo de la televisión: del hecho de que la risa de los «públicos
reales en el estudio» de las comedias de situación siempre tenga un tono y una
duración sospechosamente constantes, o de la forma como se describen los
desplazamientos en Los Picapiedra, haciendo que el mismo dibujo cutre de un
árbol, una piedra y una casa pase cuatro veces por el fondo de la escena. Resulta
divertido, cuando una June Allyson envejecida aparece en la pantalla para
anunciar Ropa Interior para Gente Mayor y dice: «Si tienes problemas de
incontinencia, no estás sola», soltar una carcajada y gritar: «¡Apuesto a que tú sí
que te has quedado un poco sola, June!».
La mayoría de los académicos y los críticos que escriben sobre cultura
popular americana, sin embargo, parecen tomarse la tele muy en serio y sentir
una angustia terrible por lo que ven. Hay una letanía crítica muy conocida acerca
de la insulsez y la irrealidad de la televisión. La letanía en cuestión resulta a
menudo más tosca y más trillada que los propios programas de los que los
críticos están quejándose, razón por la cual creo que la mayoría de los jóvenes
americanos consideran la crítica profesional de la televisión menos interesante
que la propia televisión. Encontré ejemplos sólidos de lo que estoy diciendo el
primer día que los busqué. La sección de artes y ocio del New York Times del
domingo 5 de agosto de 1990 simplemente bullía de puyas llenas de amargura
contra la televisión, y algunos de los artículos más lúgubres no trataban tanto de
la poca calidad de los programas como de la forma en que la tele se ha
convertido en un instrumento despreciable de la decadencia cultural. En una
reseña sumaria de todos los éxitos de público letárgicos del verano de 1990 en
los que «el realismo … parece haber pasado de moda por completo», Janet
Maslin solamente necesita un párrafo para localizar el verdadero culpable de la
campaña antirrealidad: «Quizás estemos oyendo hablar de la “vida real”
únicamente en programas de televisión compuestos de fragmentos de quince
segundos (en los que la “gente real” no solamente habla con lugares comunes
concisos y claros sino que parece pensar de ese modo, tal vez como resultado de
haber visto ellos mismos demasiada televisión conformadora de la realidad)».[5]

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Y un tal Stephen Holden, en lo que empieza como un análisis mordaz de la
situación extrema a la que ha llegado la música pop, cree saber perfectamente
qué se esconde detrás de lo que odia: «La música pop ya no es un mundo
autónomo sino un adjunto de la televisión, cuyo flujo de imágenes comerciales
proyecta una cultura en la que todo se vende y lo único que cuenta es la fama, el
poder y los cuerpos bonitos».[6] Este rollo continúa y continúa en el Times,
artículo tras artículo. El único artículo que encontré aquella mañana y que tenía
algo optimista que decir de la televisión era un artículo entrecortado que
explicaba que muchos licenciados de la Ivy League estaban volando
directamente de sus universidades de Nueva York a Los Ángeles para
convertirse en guionistas de televisión, estaban ganando más de doscientos mil
dólares de entrada y obteniendo rápidos ascensos a cargos de producción
estresados y provistos de portafolios. En este sentido, el Times del 5 de agosto es
un buen ejemplo de cierta mezcla extraña que lleva años teniendo lugar: el
desprecio cansino hacia la televisión como producto creativo y fuerza cultural
combinado con una fascinación pasmada por los mecanismos tras el cristal que
crean ese producto y proyectan esa fuerza.
Seguramente no soy el único que tiene amigos con quienes odio ver la tele
porque la odian de forma tan evidente —les ponen a cien los argumentos
trillados, los diálogos inverosímiles, los finales ingenuos, la condescendencia
insulsa de los presentadores de noticias, los halagos chabacanos de los anuncios
—, y sin embargo están obsesionados con ella, de alguna forma necesitan odiarla
durante seis horas al día, todos los días. Los ejecutivos júnior de publicidad, los
aspirantes a cineastas y los poetas de escuela de posgrado son, según mi
experiencia, especialmente proclives a esta condición que los hace odiar, temer y
necesitar de forma simultánea la televisión, y tratan de desinfectarse de lo que
sea que les hace la televisión viéndola con desprecio cansino en lugar de con la
credulidad absorta con que hemos crecido. (Fíjense que la mayoría de los
narradores sigue estando a favor de esa credulidad absorta.)
Pero ya que el cansinamente despectivo Times tiene el pulgar demográfico
aplicado al pulso del gusto de los lectores, probablemente hay que asumir que la
mayoría de los americanos con educación que leen el Times están asqueados de
la televisión, tienen esa extraña gestalt de odio/necesidad/miedo durante seis
horas diarias. La crítica académica de la televisión refleja ciertamente este estado

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de ánimo. Y la naturaleza pasmosamente insulsa de la mayoría de los análisis
«literarios» de la televisión no se debe tanto al uso de las abstracciones
ampulosas que se emplean para hacer que le tele parezca un objeto apto de
investigación estética —véase parte de un tratado de 1986: «La forma de mi
placer durante la hora de máxima audiencia de un martes por la noche está
estructurada por una dialéctica de elisión y escisión entre varias ventanas a
través de las cuales … el “flujo” es más una circunstancia que un producto. El
verdadero resultado es el cuanto, el fragmento más pequeño manejable de
emisión»[7]— como al cinismo hastiado de esos académicos que se burlan y
atacan el mismo fenómeno que han elegido como vocación. Estos académicos
son como la gente que desdeña —y hablo de un desdén intenso y prolongado— a
sus cónyuges o sus trabajos pero no se separan ni dimiten. Las quejas de la
crítica parecen haber degenerado desde hace mucho tiempo en el mismo gimoteo
de siempre. La cuestión importante acerca de la televisión americana ya no es si
la relación de los americanos con la televisión delata ciertos problemas graves
sino cómo pueden solucionarse esos problemas. Los académicos y los críticos de
la cultura pop permanecen resueltamente callados acerca de esta cuestión.
Lo cierto es que solamente en el arte americano, particularmente en ciertas
corrientes de la narrativa americana contemporánea, están siendo tratadas las
cuestiones realmente interesantes sobre la tele fin de siècle: ¿qué es eso que
odiamos tanto en la cultura televisiva? ¿Por qué estamos tan inmersos en ella si
tanto la odiamos? ¿Qué implica el hecho de que nos sumerjamos de forma
continua y voluntaria en algo que odiamos? Pero, por extraño que parezca,
también están siendo planteadas y respondidas por la propia televisión. Esta es
otra razón de que la mayoría de las críticas de la tele resulten tan superficiales.
La televisión ha logrado convertirse en el analista más provechoso de sí misma.
A media mañana del 5 de agosto de 1990, mientras ojeaba y resoplaba ante
el tono mordaz de los ya mencionados artículos del Times, estaban reponiendo
un episodio de St. Elsewhere en la tele, barriendo una oferta de domingo por la
mañana en Boston compuesta por telepredicadores, publirreportajes y el festival
de esteroides y poliuretano de Gladiadores americanos, que no es que no tenga
encanto, pero es claramente un espectáculo de segunda fila. Las reposiciones son
otra área de fascinación para el público, no solamente porque las emisoras
gigantes de cable como la WGW de Chicago o la TBS de Atlanta se estén

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repartiendo el pastel ya no local sino nacional, sino porque la reposición está
cambiando toda la filosofía creativa de la televisión comercial. En los acuerdos
de reposición (donde el distribuidor cobra un adelanto por el programa y luego
un porcentaje por las franjas publicitarias de sus propios anuncios) es donde los
creadores de series televisivas de éxito obtienen beneficios verdaderamente
enormes, diseñan y lanzan muchos programas nuevos teniendo en mente tanto al
público de las horas de máxima audiencia como al público que ve las
reposiciones, y ya no se guían por sueños de crear clásicos amados por el
público que se emitan durante diez años hasta convertirse en instituciones
—M*A*S*H, Cheers— sino por modestas emisiones de tres años que lleguen a
los setenta y ocho episodios enlatados necesarios para un atractivo paquete de
reposición. Por cierto, yo, igual que millones de americanos, conozco todos estos
detalles técnicos para iniciados porque vi un documental especial en tres partes
sobre la reposición televisiva en Entertainment Tonight, que a su vez es el
«informativo» más importante de los que se reponen a nivel nacional y el primer
espacio de publirreportajes tan popular que las cadenas de televisión estuvieron
dispuestas a pagar por tenerlo.
La reposición del domingo por la mañana también resulta intrigante porque
crea yuxtaposiciones tan aberrantes como cualquiera de las que se les podían
ocurrir a los surrealistas franceses. Los encantadores hechiceros de Embrujada y
los vídeos comerciales satánicos de grupos de heavy metal de Top Ten
Countdown se emiten al lado de predicadores aerografiados que condenan la
influencia demoniaca en la cultura americana. Uno puede surfear hacia atrás y
hacia delante entre un sacerdote diciendo «Esta es mi sangre» en una misa
televisada y Zap, de Gladiadores americanos, rompiéndole la nariz a un
concursante con una Bataka de poliuretano. O, mejor todavía, echen un vistazo
al episodio número noventa y cuatro de St. Elsewhere del 5 de agosto de 1990,
emitido originalmente en 1988, que se repone en el Canal 38 de Boston
inmediatamente después de dos episodios consecutivos de El show de Mary
Tyler Moore, ese icono del pathos de los setenta. El argumento de los dos
episodios de El show de Mary Tyler Moore no es importante. Pero el episodio de
St. Elsewhere que viene después incluye la breve aparición de un paciente de
psiquiatría que sufre la ilusión de que es Mary Richards de El show de Mary
Tyler Moore. Luego sufre la ilusión de que otro de los pacientes es Rhoda, que el

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doctor Westphal es el señor Grant y que el doctor Auschlander es Murray. Esta
subtrama psiquiátrica no va más allá; se resuelve al final del episodio. La
pseudo-Mary (un tipo triste y de aspecto torpe, interpretado por un actor cuyo
nombre no recuerdo, pero que recuerdo que interpretaba a uno de los clientes
neuróticos del doctor Hartley en el antiguo El show de Bob Newhart) rescata del
ataque de un hebefrénico al otro paciente de psiquiatría, que él cree que es
Rhoda pero que niega furiosamente ser una mujer (y que a su vez está
interpretado por el tipo que solía interpretar al señor Carlin, el cliente más
intratable del doctor Hartley). En agradecimiento, Rhoda/el señor Carlin/el
paciente de psiquiatría declara que acepta ser Rhoda si eso es lo que quiere
Mary/el cliente neurótico/el paciente de psiquiatría. Ante este derroche de
generosidad, el brote psicótico de la pseudo-Mary se colapsa. El tipo triste y
torpe admite ante el doctor Auschlander que no es Mary Richards. Es un simple
amnésico, un tipo sin identidad y con una existencia errática. Está solo en la
vida. Ve mucha tele. Afirma que «supuso que sería mejor creer que era un
personaje de la tele que creer que no era nadie». El doctor Auschlander se lleva
al paciente arrepentido a dar un paseo y tomar el fresco aire invernal de Boston y
le promete que algún día acabará, el tipo sin identidad, descubriendo quién es en
realidad, siempre que pueda abandonar «la distracción de la televisión».
Extremadamente agradecido y feliz por este pronóstico, el paciente se quita su
gorra peluda y la lanza al aire. El episodio termina con la imagen congelada de la
gorra en el aire, dejando al menos a un espectador crédulamente embelesado.
Esta podría haber sido una simple historia ingeniosa de poca monta de la
televisión de los ochenta, donde el lanzamiento final de la gorra le resta
importancia a la desautorización de la televisión que lleva a cabo el doctor
Auschlander, si no fuera por los incontables estratos de información e imaginería
televisiva irónica y enrevesada que flotan alrededor de este episodio
verdaderamente colosal. Porque otra de las estrellas que aparecen brevemente en
este episodio, deambulando en una subtrama distinta, es una tal Betty White, la
Sue-Ann Nivens del viejo Show de Mary Tyler Moore, que aquí interpreta a una
cirujana atormentada de la NASA (a saber por qué). Es con una inevitabilidad
casi trágica, por tanto, que en el minuto treinta y dos del episodio la señora
White y la pseudo-Mary enferma de televisión se encuentren durante sus
respectivos paseos atormentados por los pasillos del hospital, y cuando el

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paciente psiquiátrico la saluda con el grito alborozado de «¡Sue-Ann!», ella
responde con cara de palo que la debe de estar confundiendo con otra persona.
No hace falta entrar en los detalles de los enrevesados niveles de fantasía,
realidad e identidad que se barajan aquí: por ejemplo, el paciente al mismo
tiempo confunde, no confunde y hace que Betty White «se confunda» con Sue-
Ann Nivens. Sin duda se debe de estar haciendo alguna tesis en los seminarios
de Cultura Contemporánea de Yale acerca de Deleuze y Guattari y este episodio.
Pero los niveles más interesantes de significación residen, y señalan, al otro lado
de la lente. Porque la serie de la NBC St. Elsewhere, igual que pasó antes con El
show de Mary Tyler Moore o El show de Bob Newhart, fue creada, producida y
colocada en el circuito de las reposiciones por MTM Studios, compañía propiedad
de Mary Tyler Moore y supervisada por el antiguo marido de esta que se
convertiría en director ejecutivo de la NBC, Grant Tinker; además, los guiones y
las subtramas de St. Elsewhere los corrige Mark Tinker, el hijastro de Mary y
heredero de Grant. El paciente mental fantasioso, veterano, exiliado y errante de
uno de los programas de la MTM llama lastimeramente a otra veterana exiliada y
errante (literalmente: ¡mira que hacerla de la NASA!) de otro programa de la
MTM, y su rechazo irónico es escrito por personal de la MTM, que rematan la
refutación paródica del doctor Auschlander haciendo que un veterano de la MTM
que «se cree» que es otra persona lleve a cabo el signo corporativo de la MTM de
arrojar la gorra. El rechazo fowleriano que lleva a cabo el doctor Auschlander de
la televisión como una simple «distracción» no es tan ingenuo como
descabellado: no hay nada más que televisión en este episodio. Todos los
personajes, los conflictos, las bromas y la fuerza dramática dependen de la
involución, la autorreferencia, la metatelevisión. Es una broma privada dentro de
una broma privada.
Entonces, ¿por qué soy capaz de entender esa broma privada? Porque yo, el
espectador que permanece al otro lado del cristal junto con el resto del público,
estoy dentro de esa broma privada. He visto cómo Mary Tyler Moore lanzaba la
gorra peluda «original» tantas veces que dejaba de ser un cliché para convertirse
en nostalgia amable. Conozco al paciente de psiquiatría de El show de Bob
Newhart y a Betty White de un millón de series, y conozco toda clase de
información irrelevante e intrigante acerca de los estudios MTM y del circuito de
reposición gracias a Entertainment Tonight. Yo, el pseudovoyeur, estoy

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realmente «entre bastidores», en un lugar privilegiado para entender la broma
privada. Pero no soy yo el espía que se ha infiltrado a rastras dentro de la
televisión. Es al revés. La televisión, incluso los detalles mundanos de su
producción, se ha convertido en mi propio —nuestro propio— interior. Y
nosotros nos hemos convertido en un público cansado, harto, pero voluntarioso y
sobre todo lleno de conocimiento. Y este conocimiento transforma enormemente
las posibilidades y los riesgos de la «creatividad» televisiva. El episodio de St.
Elsewhere fue candidato a un Emmy en 1988. Al mejor guión televisivo original.
La mejor televisión de los últimos cinco años ha tenido una carga de
autorreferencia irónica con la que ninguna especie previa de arte posmoderno
habría soñado. Los colores de los vídeos de la MTV, en la gama del negro al azul
y tenuemente parpadeantes, son los colores de la televisión. Personajes como
David en Luz de luna o Ferris en Ferris Bueller se dirigen a la cámara para
hablar con el público con tanto descaro como si interpretaran el monólogo
jactancioso del villano de un viejo melodrama. Algunas partes del nuevo
noticiario de madrugada After Hours terminan con una broma en la que aparecen
unos tipos atribulados con auriculares en la cabina de producción dando paso a
la broma. El concurso de preguntas sobre la televisión de la MTV, titulado de
forma poco imaginativa Remote Control, se ha hecho tan popular que ha
trascendido la membrana de la MTV y ahora se repone en un montón de canales.
Los anuncios más sofisticados, con escenarios áridos diseñados por ordenador y
modelos con cara inexpresiva, gafas de espejo y pantalones de plástico
arrodillándose ante diversas formas de velocidad, excitación y prestigio, parecen
ofrecer poco más que la visión que tiene la propia televisión de cómo ella misma
ofrece su rescate a los Joe Briefcase solitarios atrapados pasivamente en el
consumo excesivo de televisión.
Lo que explica el sinsentido de la mayoría de las críticas que se hacen a la
televisión es que la televisión se ha vuelto inmune a las acusaciones de que
carece de relación significativa con el mundo exterior. No es que las acusaciones
de falta de relación ya no sean ciertas sino que se han vuelto enormemente
irrelevantes. Dicha relación se ha vuelto innecesaria. Antes, la televisión
señalaba hacia su exterior. Los que nacimos en los sesenta, digamos, fuimos
adiestrados por la televisión para mirar lo que señalaba, normalmente versiones
de la «vida real» embellecidas, dulcificadas y vivificadas al sucumbir ante un

15
producto o tentación. El megapúblico actual está mejor adiestrado y la tele ha
descartado lo que no necesita. Un perro, si le señalas algo, se queda mirando tu
dedo.

METAESPECTADORES

No es que la autorreferencialidad sea nueva en la industria americana del


espectáculo. ¿Cuántos programas de radio —Jack Benny, Burns y Alien, Abbott
y Costello— trataban básicamente acerca de sí mismos como programas?
«Anda, Lou, ¿no me dijiste que no conseguiría traer a una gran estrella como la
señorita Lucille Ball de invitada a nuestro programa, merluzo?» Etcétera. Pero
una vez que la televisión introduce el elemento de mirar imágenes, y una vez que
se convierte en centro de una economía y una cultura que la radio nunca pudo
tener, la referencialidad se dispara. Seis horas al día es más tiempo del que la
gente pasa haciendo cualquier otra cosa (de forma consciente). Es natural que
cambie la visión que tienen de sí mismos unos seres humanos que absorben
dosis tan elevadas, que se vuelvan mucho más espectadores, mucho más
autoconscientes. Porque la práctica de mirar televisión es expansiva.
Exponencial. Pasamos tanto tiempo mirando que pronto empezamos a mirarnos
a nosotros mismos en el acto de mirar. Muy pronto empezamos a «sentir» cómo
sentimos, deseamos experimentar «experiencias». Y cuando esa subespecie
americana escribe narrativa, empieza a escribir más y más sobre…
El surgimiento de algo llamado metanarrativa en América durante los años
sesenta fue saludado por la crítica académica como una estética radical, una
forma literaria completamente nueva, una literatura liberada de los arneses
culturales de la narración mimética y libre para lanzarse a la reflexividad y las
meditaciones autoconscientes acerca de su naturaleza. Por muy radical que
pudiera ser, pensar que la metanarrativa posmoderna no tenía relación con los
cambios previos en el gusto de los lectores es tan inocente como creer que todos
aquellos universitarios a los que vimos en la televisión protestando contra la
guerra de Vietnam estaban protestando únicamente porque no les gustaba la
guerra del Vietnam. (Tal vez odiaban la guerra, pero también querían ser vistos
protestando en televisión. Al fin y al cabo, esa guerra la habían visto en la tele.
¿Por qué no iban a aparecer odiándola en el mismo medio que había hecho

16
posible ese odio?) Puede que los metanarradores se sacaran teorías de la manga,
pero también eran ciudadanos sensibles de una comunidad que estaba cambiando
la idea que tenía de sí misma como un país de seres y artífices por una nueva
visión de Estados Unidos como una masa atomizada de espectadores y objetos
de miradas autoconscientes. Porque la metanarrativa, en sus fases ascendentes y
más importantes, no fue en realidad más que una expansión de primer orden de
su gran némesis teórica, el realismo: si el realismo representaba las cosas como
las veía, la metanarrativa se limitaba a representarlas tal como se veía a sí misma
viéndose a sí misma viendo las cosas. El género posmodernista alto-cultural, en
otras palabras, recibió una enorme influencia del surgimiento de la televisión y
de la metástasis del acto autoconsciente de mirarla. Y (afirmo que) la narrativa
americana sigue estando influida por la televisión, en especial aquellas corrientes
narrativas arraigadas en el posmodernismo, que incluso en su cénit
metanarrativo más rebelde no fue tanto una «reacción contra» la tele como una
especie de acatamiento de la tele. Ya entonces, las fronteras estaban empezando
a derrumbarse.
Es extraño que la televisión tardara tanto en percibir la potente reflexividad
del acto de mirar. Durante mucho tiempo los programas de televisión que
trataban acerca de la programación televisiva fueron escasos. El show de Dick
Van Dyke fue clarividente, y Mary Tyler Moore trasladó esa clarividencia a su
exploración durante una década de la angustia de los públicos locales. Ahora,
por supuesto, todo es lo mismo, desde Murphy Brown pasando por Max
Headroom hasta Entertainment Tonight. Y con el ejército de bromas sardónicas
y sofisticadas acerca del hecho de estar en la tele que han desplegado gente
como David Letterman, Dennis Miller, Gary Shandling y Jay Leno, el círculo
iniciado en los tiempos de «Tenemos que traer a la señorita Ball a nuestro
programa, colega» se ha cerrado y se ha convertido en una espiral; el poder de la
televisión para deshacerse de su relación con la realidad y castrar las protestas se
alimenta de la misma autoconsciencia irónica posmoderna que al principio
contribuyó a construir.
Tardaré un poco, pero voy a demostrarles que el nexo donde televisión y
narrativa convergen y se dan la mano es la ironía autoconsciente. La ironía es,
por supuesto, un territorio que los narradores llevan mucho tiempo trabajando
con tesón. Y la ironía es importante para entender la tele porque la «tele», ahora

17
que se ha vuelto bastante poderosa como para convertirse en una forma de vida,
es una evolución de las mismas contradicciones absurdas que la ironía revela.
Resulta irónico que la televisión sea una fuerza sincrética y homogeneizadora
que extrae gran parte de su poder de la diversidad y de las distintas afirmaciones
que se derivan de la misma. Es irónico que los actores de televisión necesiten
emplear una autoconsciencia extremadamente ladina y poco atractiva para crear
la ilusión de que engatusan al público de forma inconsciente. Los productos que
se presentan con la intención de ayudarlos a ustedes a expresar su individualidad
solamente se pueden permitir anunciarse en televisión porque los compra una
cantidad enorme de gente. Y etcétera.
La televisión percibe la ironía de forma parecida a como la gente solitaria
educada percibe la televisión. La televisión teme y necesita al mismo tiempo la
capacidad que tiene la ironía de revelar. Necesita la ironía porque la televisión
prácticamente fue hecha para la ironía. Porque la tele es un medio audiovisual.
Su desplazamiento de la radio no se debió a que la imagen desplazara al sonido;
la imagen se le añadió. Ya que la tensión entre lo que se dice y lo que se ve es el
terreno de acción de la ironía, la ironía televisiva clásica funciona mediante la
yuxtaposición conflictiva de imágenes y sonido. Un artículo académico sobre las
noticias televisivas describe una entrevista famosa con un representante de la
empresa United Fruit durante un especial de la CBS sobre Guatemala: «Le
aseguro que no conozco a ninguna de esa supuesta “gente oprimida” —le dijo
aquel tipo con traje informal y el pelo alisado sobre la calva a Ed Rabel—. Creo
que no es más que algo que ciertos reporteros se han inventado».[8] Toda la
entrevista estaba intercalada con imágenes sin comentar de niños con la barriga
inflada en los arrabales de Guatemala y de sindicalistas degollados y tirados en
el barro.
La función irónica clásica de la televisión se emancipó en verano de 1974,
cuando una serie de cámaras sin tapujos sacaron a la luz la fértil «laguna de
credibilidad» entre la imagen de las explicaciones oficiales y la realidad de los
chanchullos en las altas esferas. Un país entero quedó cambiado como público.
Si incluso un presidente te miente, ¿en quién has de confiar para que te diga la
verdad? Aquel verano, la televisión se presentó a sí misma como la mirada
honesta y preocupada por la realidad oculta tras todas las imágenes. La ironía de
que la televisión era un río de imágenes, sin embargo, resultó evidente incluso

18
para aquel niño de doce años que estaba allí sentado mirando con ingenuidad.
Después de 1974 pareció que no había salida. Todo estaba lleno de imágenes y
de ironía. No es ninguna coincidencia que Saturday Night Live, la Atenas del
cinismo irreverente, especializado en parodias de a) políticos y b) la televisión,
se estrenara la temporada siguiente (en televisión).
Me preocupa decir cosas como «la televisión teme…» y «la televisión se
presenta a sí misma…», porque, aunque pueda ser una abstracción necesaria,
hablar de la televisión como si fuera una entidad puede caer con facilidad en la
peor clase de paranoia antitelevisiva: tratar a la tele como a un ser autónomo,
diabólico y corruptor de la instancia individual y del sentido común comunitario.
Quiero evitar cualquier paranoia antitelevisiva. Aunque estoy convencido de que
en la actualidad la televisión es la causante, ocupando de alguna forma un papel
intermedio entre el síntoma y la sinécdoque, de una verdadera crisis de la cultura
y la literatura americanas, no estoy de acuerdo con los reaccionarios que ven la
tele como una fuerza maligna que visita a la población indefensa, drenando
coeficientes intelectuales y arruinando resultados de los exámenes mientras
nosotros permanecemos sentados allí delante con el culo cada vez más gordo y
pequeñas espirales hipnóticas girando en los ojos. Las afirmaciones de críticos,
como Samuel Huntington y Barbara Tuchman, que intentan demostrar que la
degradación de nuestros criterios estéticos por culpa de la tele es responsable de
una «cultura contemporánea dominada por una comercialidad dirigida a los
mercados de masas y necesariamente a los gustos de masas»,[9] pueden refutarse
observando que su Propter Hoc ni siquiera es un Post Hoc: hacia 1830, Alexis de
Tocqueville ya había diagnosticado que la cultura americana estaba
particularmente predispuesta a las sensaciones fáciles y el entretenimiento
masivo, «los espectáculos vehementes, no instruidos y toscos» encaminados a
«agitar las pasiones más que a gratificar el gusto».[10] Tratar la televisión como
algo malvado es igual de simplista e idiota que tratarla como una tostadora con
imágenes.
Por supuesto, es innegable que la televisión es un ejemplo de Arte Popular,
esa clase de arte que debe complacer a la gente para obtener su dinero. Debido a
la economía de las emisiones nacionales, el entretenimiento patrocinado por los
anunciantes, la única meta de la televisión —nunca negada por nadie de la
televisión ni de su entorno desde que la RCA autorizó las primeras pruebas en

19
1936— es asegurarse la mayor audiencia posible. La tele es el epítome del Arte
Popular por su deseo de embelesar y gozar de la atención de cantidades inéditas
de gente. Pero no es Popular porque sea vulgar, lasciva o estúpida. A menudo la
televisión es todas estas cosas, pero se trata de una función lógica de su
necesidad de atraer y complacer al público. Y no digo que la televisión sea
vulgar y estúpida porque la gente que compone el público sea vulgar y estúpida.
La televisión es como es simplemente porque la gente tiende a ser
extremadamente similar en sus intereses vulgares, lascivos y estúpidos, al tiempo
que desorbitadamente distintos en sus intereses refinados, nobles y estéticos.
Todo se debe a la diversidad sincrética: ni el medio ni el público son
responsables de la calidad.
Y sin embargo, el hecho de que los individuos de América estén
consumiendo productos vulgares, lascivos y estúpidos en unas dosis medias
domésticas tan abrumadoras como seis horas diarias: ese hecho lo tenemos que
explicar tanto la tele como nosotros. Somos responsables básicamente porque
nadie nos está encañonando con un arma ni nos está obligando a dedicar más
tiempo que a ninguna otra actividad salvo únicamente el sueño a hacer algo que,
si uno se lo plantea, no es bueno para nosotros. Lamento ser un aguafiestas pero
ahí va: seis horas al día no es bueno.
El gran atractivo de la televisión a la hora de la verdad es que capta nuestra
atención sin pedir nada. Uno puede descansar mientras recibe estímulos. Recibir
sin dar. En este sentido, la televisión se parece a otras cosas que podemos llamar
Placeres Especiales (por ejemplo, los dulces, la bebida), es decir, placeres que
son buenos y divertidos en pequeñas cantidades pero malos en grandes
cantidades y realmente malos si los consumimos en las cantidades masivas y
continuas que corresponden a los alimentos básicos. Solamente podemos
imaginar a qué volumen de ginebra o a qué peso de Toblerone equivaldrían seis
horas diarias de Placeres Especiales.
En la superficie del problema, la televisión es responsable de nuestra tasa de
consumo televisivo solamente en el sentido de que ha logrado un éxito terrible
en su trabajo oficial de asegurarse cantidades prodigiosas de espectadores. Su
responsabilidad social se parece un poco a la de los diseñadores de armamento:
no son culpables hasta el momento en que empiezan a hacer su trabajo un poco
demasiado bien.

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Pero creo que es mejor la analogía entre la televisión y la bebida. Porque
(háganme caso un momento) me temo que el viejo Joe Briefcase es teleadicto.
Es decir, ver la tele se puede convertir en una adicción perversa. Puede
convertirse en adicción perversa simplemente en cuanto se traspasa de forma
habitual cierto umbral de cantidad, pero lo mismo pasa con el Wild Turkey. Y
cuando digo «adictiva» y «perversa», nuevamente no quiero decir malvada ni
hipnotizadora. Una actividad es adictiva si nuestra relación con ella reside en ese
continuo en pendiente hacia abajo que hay entre gustarle a uno demasiado y
necesitarla de verdad. Muchas adicciones, desde el ejercicio hasta la escritura de
cartas, son bastante benignas. Pero algo es «perversamente» adictivo si a) causa
problemas reales al adicto, y b) se ofrece como una salida a los mismos
problemas que causa.[11] Una adicción perversa también se caracteriza por
extender los problemas de la adicción y convertirlos en interferencias, creando
dificultades para las relaciones, las comunidades y el espíritu y la visión de sí
mismo que tiene el adicto. En abstracto, algunas de estas exageraciones pueden
provocar que la analogía no les resulte creíble, pero no es difícil toparse con
ejemplos concretos de ciclos perversamente adictivos de consumo televisivo. Si
es cierto que muchos americanos están solos, y si es cierto que mucha gente
solitaria son consumidores prodigiosos de televisión, y si es cierto que la gente
solitaria encuentra en las imágenes bidimensionales de la tele una escapatoria a
su rechazo angustioso a estar con seres humanos reales, entonces también es
obvio que cuanto más tiempo se pase en casa solo viendo la tele, menos tiempo
se pasa en el mundo de los seres humanos reales, y que cuanto menos tiempo se
pase en el mundo humano real, más difícil resultará no sentirse inadecuado para
las tareas que requiere ser parte del mundo y fundamentalmente apartado del
mismo, alienado, solipsista, solitario. También es cierto que en la medida en que
uno empieza a considerar la relación con Bud Bundy o con Jane Pauley como
alternativas aceptables, uno empieza a tener muchos menos incentivos
conscientes para entablar relaciones con gente real y tridimensional, relaciones
que parecen bastante importantes para la salud mental básica. Para Joe Briefcase,
como para muchos adictos, el Placer Especial empieza a reemplazar la
alimentación nutritiva y necesaria, y el hambre original y genuina —ya no
satisfecha sino noqueada— da paso a una extraña ansiedad sin objeto.
Ver la tele como ciclo perverso ni siquiera requiere unas condiciones previas

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especiales, como la consciencia de sí mismo por parte del escritor o la tendencia
neuroalérgica a la soledad. Imaginemos por un segundo a Joe Briefcase como un
hombre americano medio, relativamente rodeado de gente, adaptado, casado,
bendecido con 2,3 vástagos de mejillas sonrosadas, completamente normal, que
llega a casa a las 17:30 después de una dura jornada de trabajo, y empieza su
tanda de seis horas delante de la televisión. Como Joe Briefcase es un tipo
normal, contesta con un encogimiento de hombros a las preguntas de los
encuestadores y responde como mucha otra gente que a menudo ve la televisión
para «distraerse» de los elementos de su jornada y de su vida que le resultan
desagradables. Es tentador suponer que la tele permite esta «distracción»
auschlanderiana, que ofrece algo que aleja la mente de los problemas cotidianos.
Pero ¿acaso la simple distracción garantiza el hecho de que todo el mundo vea la
tele a todas horas? La televisión ofrece mucho más que distracción. En muchos
sentidos, la televisión proporciona y permite sueños, y la mayoría de esos sueños
aportan alguna clase de trascendencia de la normalidad de la vida cotidiana. Los
modos de presentación que funcionan mejor en la tele —cosas como la
«acción», con sus tiroteos y choques de coches, o el collage acelerado de los
anuncios, las noticias y los vídeos musicales, o la histeria de los seriales y las
comedias de situación que se emiten en horas punta, con su gesticulación
exagerada, sus voces estridentes y sus carcajadas excesivas— susurran sin
ninguna sutileza que, en alguna parte, la vida es más rápida, más intensa, más
interesante, más… bueno, más animada que la vida contemporánea tal como Joe
Briefcase la conoce. Esto puede parecer inocuo hasta que consideramos que la
actividad a la que el viejo y normal Joe Briefcase dedica más tiempo en su vida
contemporánea es ver la televisión, una actividad que cualquiera con un cerebro
normal puede ver que no proporciona una vida muy intensa y animada. Como la
televisión tiene que intentar atraer espectadores ofreciendo una promesa etérea
de evasión de la vida cotidiana, y como las estadísticas confirman que una parte
tan exagerada de la vida ordinaria en Estados Unidos consiste en ver la tele, las
promesas que la tele susurra deben deslegitimar el consumo en teoría de
televisión («Joe, Joe, ahí fuera hay un mundo animado donde nadie pasa seis
horas al día repantigado delante de un mueble») mientras que en la práctica
refuerzan ese consumo («Joe, Joe, tu mejor y único acceso a ese mundo es la
tele»).

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En fin, el bueno de Joe Briefcase tiene un cerebro en su sitio, y en el fondo
sabe, igual que nosotros, que hay alguna clase de juego de manos psicológico en
ese sistema de susurros en conflicto. Pero si es un engaño tan descarado, ¿por
qué tanto él como nosotros seguimos mirando la tele en dosis tan altas? Parte de
la respuesta —una parte que requiere discreción para no caer en la paranoia
antitelevisiva— es que el fenómeno de la televisión de alguna forma adiestra o
condiciona nuestro consumo. La televisión se ha vuelto capaz no solamente de
asegurarse que la miremos, sino de configurar de alguna forma nuestras
respuestas más profundas a lo que vemos. Fíjense en esos críticos despectivos de
la tele, o en esos amigos nuestros que sueltan soplidos burlones ante la
semejanza asombrosa de toda esa televisión que sin embargo se sientan para ver.
Siempre siento deseos de agarrar a esos infelices por las solapas y zarandearlos
hasta que les castañeteen los dientes y reparen en que nadie está apuntándolos
con una pistola en la sien y se pregunten por qué demonios siguen mirándola
entonces. Pero lo cierto es que hay alguna compleja y abundante transacción
psicológica entre la tele y el Público, por la cual el Público es adiestrado para
apreciar, agradecer y finalmente esperar programas de televisión manidos,
trillados y soporíferos, y a esperarlos hasta tal punto que, cuando las cadenas
abandonan por alguna razón las fórmulas consagradas, el Público suele
castigarlas negándose a ver los programas nuevos, de forma que las cifras de
audiencia no permiten que el programa despegue. Por eso las cadenas no se
defienden cuando se les critica porque en la mayoría de los casos —y hasta el
ascenso de la meta-televisión sofisticada se podían contar las excepciones con
los dedos de una mano— los programas «diferentes» o «bien pensados»
simplemente no consiguen tener audiencia. Por alguna razón, la televisión de
calidad no soporta la mirada de los millones.
En cambio, es cierto que ciertas técnicas de relaciones públicas —por
ejemplo, el impacto, lo grotesco o la irreverencia— pueden impulsar programas
novedosos a la viabilidad demográfica nacional. Algunos ejemplos pueden ser el
«impactante» A Current Affair, el «grotesco» Real People o la «irreverente»
Matrimonio con hijos. Pero estas series, como la mayoría de las que la industria
presenta como «novedosas» o «escandalosas», resultan ser simples variaciones
transparentes de viejas fórmulas.
No es justo culpar de la falta de originalidad de la televisión a ninguna falta

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de creatividad entre los talentos de las cadenas. La verdad es que casi nunca
tenemos oportunidad de saber si alguien de los que están detrás de un programa
de televisión es creativo, o, mejor dicho, son ellos los que casi nunca tienen
oportunidad de demostrárnoslo. A pesar de que una parte de los críticos de la
cultura pop presuponen que el pobre público televisivo, en el fondo, «desea
novedades», todas las pruebas indican, más bien, que el público realmente desea
lo de siempre pero cree, en el fondo, que tendría que desear novedades. De aquí
la mezcla de devoción y burla por parte de muchos espectadores. De aquí
también la extraña complicidad del espectador con muchos falsos «programas
rompedores» de la tele: Joe Briefcase necesita esa pátina publicitaria de
«novedad» y «escándalo» para acallar su conciencia mientras sigue obteniendo
de la televisión lo que todos hemos sido adiestrados para querer de ella: un
apaciguamiento extrañamente americano, profundamente superficial y
eternamente transitorio.
Sobre todo en la última década, esta tensión en el público entre lo que
queremos y lo que creemos que tendríamos que querer ha sido el aliento y el pan
de la televisión. La invitación auto-paródica de la televisión a que aceptemos su
indulgencia, su transgresión, su «rendición» gloriosa (tampoco ajenas a los
ciclos de la adicción), es una de las dos formas ingeniosas en que ha consolidado
su presa durante seis horas al día sobre las agallas de mi generación. La otra es la
ironía posmoderna. Los anuncios del debut en Boston de la serie Alf dentro de un
paquete de reposiciones muestran a ese muñeco gordo, cínico y gloriosamente
decadente (tan parecido a Snoopy, a Garfield, a Bart, a Butthead) aconsejándome
que «coma un montón y mire la tele». Su estrategia es una concesión irónica de
permiso para que haga lo que se me da mejor cuando me siento confuso y
culpable: adoptar, por dentro, una especie de posición fetal, una pose de
recepción pasiva de la comodidad, la evasión y el apaciguamiento. El ciclo se
alimenta de sí mismo.

NARRACIONES CULPABLES

Tampoco es que ese conflicto cíclico sea nuevo. Se puede localizar el origen de
la oposición entre lo que la gente hace y lo que debería desear ya en el carro de
Platón o en el retorno del Hijo Pródigo. Pero la forma en que el espectáculo

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parece operar y producir fascinación en el seno de este conflicto se ha
transformado en la cultura televisiva. La relación de esta cultura del espectador
con el ciclo de indulgencia, culpa y apaciguamiento tiene consecuencias
importantes para el arte americano, y aunque es fácil ver los paralelismos con el
pop de Warhol o con el rock de Elvis, el diálogo más interesante es entre la
televisión y la literatura americana.
Una de las cosas más reconocibles de la narrativa posmoderna de este siglo
ha sido desde siempre el empleo estratégico por parte de ese movimiento de
referencias a la cultura pop —nombres de marcas, gente famosa, programas de
televisión— incluso en sus proyectos más elevados y elitistas. Piensen en
cualquier ejemplo de narrativa americana de vanguardia de los últimos veinte
años, desde la pasión de Tyrone Slothrop por las pastillas para la garganta
Slippery Elm o su extraño encuentro con Micky Rooney en Arco iris de
gravedad, pasando por el fetiche que tiene con la columna de Coma Baby en el
New York Post el protagonista de Luces de neón, hasta los sofisticados
personajes pop de Don DeLillo diciéndose cosas como «Elvis cumplió los
términos del contrato. Exceso, deterioro, autodestrucción, conducta grotesca,
hinchazón física y una serie de insultos al cerebro, todo autoinfligido».[12]
La apoteosis del pop en el arte de la posguerra determinó un nuevo
matrimonio entre la cultura de elite y la cultura popular. Porque la viabilidad
artística del posmodernismo fue consecuencia directa, nuevamente, no de
ninguna novedad en el terreno del arte, sino de la nueva importancia de la
cultura comercial de masas. Los americanos ya no parecían unidos tanto por
creencias comunes como por imágenes comunes: lo que nos une se ha
convertido en aquello de lo que somos testigos. Nadie ve esto como un cambio
positivo. De hecho, las referencias a la cultura pop se han convertido en
metáforas tan potentes en la narrativa americana, no solamente por lo muy
unidos que estamos los americanos en nuestra exposición a las imágenes de
masas, sino por nuestra psicología culpable e indulgente respecto a esa
exposición. Dicho de forma simple, las referencias pop funcionan tan bien en la
narrativa contemporánea porque a) todos reconocemos esas referencias, y b)
todos nos sentimos un poco incómodos por reconocer esas referencias.
El estatus de las imágenes de la cultura popular en la narrativa posmoderna y
contemporánea es muy distinto al lugar que ocupan esas imágenes en los

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antepasados artísticos del posmodernismo, por ejemplo, el «realismo sucio» de
Joyce o el Ur-dadaísmo de algo como el urinario de Duchamp. La exposición
estética por parte de Duchamp del objeto más vulgar servía un fin
exclusivamente teórico: llevaba a cabo declaraciones como «El museo es un
mausoleo es un meadero», etcétera. Era un ejemplo de lo que Octavio Paz llama
«metaironía»,[13] un intento de revelar que categorías que separamos como
artístico/superior y vulgar/inferior en realidad son tan interdependientes que
resultan coextensivas. El uso de referencias populares en mucha de la narrativa
culta actual, por otro lado, cumple una función menos abstracta. Pretende a)
contribuir a crear una atmósfera de ironía e irreverencia, b) hacernos sentir
incómodos y por tanto hacer un «comentario» sobre la superficialidad de la
cultura americana, y c) lo más importante, hoy día, ser realista.
Pynchon y DeLillo se adelantaron a su época. Hoy día, la idea de que las
imágenes pop son simples artefactos miméticos es una de las actitudes que
separan a la mayoría de los narradores americanos de menos de cuarenta años de
la generación que nos precede, nos reseña y diseña nuestros programas de
posgrado. Esta separación generacional en la concepción del realismo depende,
una vez más, de la tele. La generación de americanos nacidos después de 1950 es
la primera para la cual la televisión ha sido algo que vivir en lugar de algo que
mirar. Nuestros mayores tendían a ver el televisor igual que las flappers veían el
automóvil: como una curiosidad convertida en lujo convertido en seducción.
Para los jóvenes escritores, la tele es parte de la realidad en la misma medida que
los Toyota y los atascos de tráfico. No podemos, literalmente, imaginarnos la
vida sin ella. No somos distintos de nuestros padres porque la televisión presente
y defina nuestro mundo contemporáneo. Nos distinguimos de ellos en que no
tenemos recuerdos de un mundo carente de esa definición eléctrica. Por eso
resulta al mismo tiempo comprensible e insensato el hecho de que muchos
narradores mayores se burlen de la llamada «nueva generación» porque no
tenemos suficiente conciencia crítica de la televisión. Es cierto que hay algo
triste en el hecho de que la única descripción de los personajes en los cuentos de
David Leavitt sean las marcas que llevan impresas en las camisetas. Pero lo
cierto es que, para la mayoría de los lectores jóvenes y educados de Leavitt,
miembros de una generación criada y alimentada con mensajes que equivalían a
la idea de que Uno Es Lo Que Consume, las descripciones de Leavitt funcionan

26
a la perfección. En nuestro mundo posterior a los cincuenta, inseparable del
depósito televisivo de asociaciones, la lealtad a unas marcas funciona
verdaderamente como sinécdoque de la personalidad; esto es un hecho.
Para aquellos escritores americanos cuyos ganglios se desarrollaron antes de
la tele, que no conocen ni a Duchamp ni a Octavio Paz y que no tienen la
intuición profética de un DeLillo, el empleo mimético de iconos de la cultura
pop parece en el mejor de los casos un tic molesto y en el peor una muestra de
peligrosa superficialidad que compromete la seriedad de la narrativa poniéndole
una fecha que la exilia de la Eternidad Platónica donde tendría que residir. En
uno de los seminarios de posgrado a los que asistí, cierta eminencia gris siempre
intentaba convencernos de que un relato o una novela tenían que evitar
«cualesquiera elementos que sirvan para fecharlo»[14] porque «la narrativa seria
ha de ser intemporal». Cuando le replicamos que en su obra los personajes
ocupaban habitaciones con iluminación eléctrica, iban en coche, no hablaban
anglosajón sino inglés de posguerra, y habitaban una América ya separada de
Africa por la deriva continental, el profesor corrigió con impaciencia su
prohibición limitándola a aquellas referencias explícitas que fecharan un relato
en el «Ahora Frívolo». Cuando le preguntamos de qué iba eso del Ahora Frívolo,
dijo que por supuesto aludía a las referencias a los «medios de comunicación
populares de moda». Y en ese momento se rompió la comunicación
transgeneracional. Nos quedamos mirándolo con cara inexpresiva. Nos rascamos
las cabecitas. No lo entendíamos. Aquel tipo y sus alumnos simplemente no
concebíamos del mismo modo el mundo «serio». Su intemporalidad
automovilística y la nuestra emitida por la MTV no eran la misma.
Si uno lee los suplementos literarios más importantes, se puede ver con
claridad la trifulca intergeneracional de la que esta escena es un ejemplo.[15] Lo
cierto es que muchas cosas relacionadas con la producción de narrativa han
cambiado para los jóvenes escritores americanos de hoy. Y la televisión es el
vórtice de la mayor parte del flujo. Porque los jóvenes escritores no son
solamente artistas que sondean los intersticios más nobles de lo que Stanley
Cavell llama la «voluntad de ser complacido» del lector. También somos, en la
actualidad, partes autodefinidas del Gran Público americano y tenemos nuestros
propios centros de placer estético; y la televisión nos ha formado y adiestrado.
No tiene sentido, por tanto, que el establishment literario se queje, por ejemplo,

27
de que los personajes de los escritores jóvenes no tienen conversaciones
interesantes entre ellos o de que sus autores escriben diálogos «enlatados».
Puede que sean enlatados, pero lo cierto es que, de acuerdo con la experiencia de
los jóvenes americanos, la gente que hay en una misma habitación no suele tener
conversaciones directas. Lo que hace la mayor parte de la gente que conozco es
sentarse todos en la misma dirección, quedarse mirando la misma cosa y
estructurar conversaciones de la duración de un anuncio acerca del tipo de
cuestiones de las que podrían hablar dos espectadores miopes de un accidente de
coche: «¿Has visto lo mismo que yo?». Además, si vamos a hablar de las
virtudes del «realismo», la escasez de conversaciones profundas en la narrativa
joven me parece que refleja con precisión no solamente a nuestra generación;
quiero decir que con seis horas diarias de tele, en las casas de la gente joven y
vieja, ¿cuántas conversaciones puede haber? Así pues, ¿cuál es realmente la
estética literaria con «fecha de caducidad»?
En términos de historia literaria, es importante reconocer la distinción entre
referencias pop y televisivas, por un lado, y el mero uso de técnicas sacadas de la
tele, por el otro. Estas últimas han existido siempre en la narrativa. El Voltaire
de Cándido, por ejemplo, emplea una ironía audiovisual que enorgullecería a Ed
Rabel cuando hace que Cándido y Pangloss vayan corriendo sonrientes y
diciendo: «Todo va a mejor en el mejor de todos los mundos posibles» rodeados
de los estragos de la guerra, los pogromos, la maldad desenfrenada, etcétera.
Incluso los creadores del modernismo anglosajón, cuando usaban el monólogo
interior, en gran medida estaban construyendo la misma clase de ilusión acerca
de la intromisión en la intimidad y el espionaje de lo prohibido que la televisión
ha llevado a cabo de forma tan efectiva. Y no hablemos ya de Balzac.
Fue en la América posterior a la guerra atómica cuando la influencia pop en
la literatura dejó de ser meramente técnica. Para cuando la televisión soltó su
primer berrido, la cultura popular americana de masas ya parecía viable para el
arte culto como colección de símbolos y mitos. Los obispos de este movimiento
de creadores de referencias pop fueron los humoristas negros posnabokovnianos,
los metanarradores y los diversos francófilos y latinófilos que solamente más
tarde serían conocidos como posmodernos. La narrativa erudita y sardónica de
los humoristas negros introdujo una generación de nuevos narradores que se
veían a sí mismos como una especie de vanguardia, no solamente cosmopolitas y

28
políglotas, sino también provistos de conocimientos tecnológicos, productos de
más de una región, tradición y teoría, y ciudadanos de una cultura que hacía sus
declaraciones más importantes acerca de sí misma en los medios de
comunicación de masas. En este sentido uno piensa sobre todo en el William
Gaddis de Los reconocimientos y de JR, en el John Barth de El final del camino
y de El plantador de tabaco, y en el Pynchon de La subasta del lote 49. Pero la
tendencia al tratamiento del pop como depósito de mitos ganó ímpetu y pronto
fue más allá de una escuela y un género. Cogiendo libros casi al azar de mis
estanterías, encuentro el libro de 1986 del poeta James Cummins, The Whole
Truth, un ciclo de sextinas que deconstruye a Perry Mason. Está también la
novela de Robert Coover The Public Burning (1966), donde Eisenhower
sodomiza a Nixon en directo, o A Political Fable (1968) del mismo autor, donde
el Gato con Sombrero del doctor Seuss se presenta a las elecciones
presidenciales. Encuentro el libro de Max Apple, The Propheteers (1986), una
fantasía novelada sobre las penurias de Walt Disney. Cito aquí parte del poema
de Bill Knott, «And Other Travels» (1974):

… en la mano yo llevaba un látigo de nueve puntas untadas de Clearasil


me sentía preocupado porque Dick Clark le había dicho al cámara
que no me sacara con la cámara durante los números de baile
del programa porque mi falda era demasiado ajustada,[16]

lo cual constituye un ejemplo perfecto porque, aunque esta estrofa aparece en el


poema sin nada que pueda hacerle de contexto o de apoyo, de hecho se apoya a
sí misma en una referencia que todos y cada uno de nosotros entendemos de
inmediato, puesto que conjura, con aquella vanidad ritualizada de American
Bandstand, la inseguridad adolescente, la gestión de momentos de
espontaneidad. Es la imagen pop perfecta, al mismo tiempo ligera y universal,
reconfortante y desconcertante.
Recuerden que el fenómeno de mirar y la consciencia de mirar son
expansivos por naturaleza. Lo que distingue a otra ola posterior de literatura
posmoderna es un alejamiento de las imágenes de la televisión como objetos
válidos de alusión literaria y un acercamiento a la televisión y el metaconsumo
como temas válidos. Me refiero a cierta literatura que empieza a encontrar su
razón de ser en su comentario/reacción a una cultura estadounidense más

29
dedicada al consumo televisivo, a la ilusión y la imagen de vídeo. Esta
involución de la atención fue observable por primera vez en la poesía académica.
Véase, por ejemplo, el poema de Stephen Dobyns, «Arrested Saturday Night»
(1980):

Así es como pasó: Peg y Bob habían invitado


a Jack y Roxanne a su casa para ver
la tele, y en la pantalla vieron a Peg y Bob
y a Jack y Roxanne mirándose a sí mismos
mirarse a sí mismos en teles cada vez más pequeñas…[17]

o el poema de Knott, «Crash Course» (1983):

Me ato un monitor de televisión en el pecho


para que todos los que se acercan puedan verse
y reaccionar de forma apropiada.[18]

El verdadero profeta de este cambio en la narrativa americana, sin embargo, fue


el va mencionado Don DeLillo, un novelista conceptual subestimado durante
mucho tiempo que ha convertido la señal y la imagen en sus motivos
combinados, del mismo modo que Barth y Pynchon esculpieron con parálisis y
paranoia una década antes. Ruido de fondo (1985), de DeLillo, constituyó, para
la nueva hornada de narradores, un toque a rebato. Escenas como la que sigue
resultaron especialmente importantes:

Varios días después, Murray acudió a mí interesándose por una atracción


turística conocida como el establo más fotografiado de Norteamérica.
Recorrimos treinta y cinco kilómetros a través de la campiña de Farmington. Se
veían prados y huertos de manzanos. Los vastos campos aparecían surcados por
blancas hileras de vallas. No tardaron en comenzar a verse los anuncios. EL
ESTABLO MÁS FOTOGRAFIADO DE NORTEAMÉRICA. Contamos cinco de ellos antes de
llegar al lugar … Avanzamos a lo largo de un sendero de ganado hasta el punto,
ligeramente elevado, desde el que los visitantes tomaban sus fotografías. Todos
los visitantes llevaban cámara fotográfica; algunos incluso trípodes, teleobjetivos
y juegos de filtros. En una cabina, un hombre vendía postales y diapositivas:

30
imágenes del establo tomadas desde el mirador elevado. Permanecimos cerca de
un bosquecillo de árboles y observamos a los fotógrafos. Murray guardó un
largo silencio, garabateando notas a intervalos en una pequeña libreta.
—Nadie ve el establo —dijo finalmente.
A esto siguió un silencio igualmente prolongado.
—Cuando uno ha visto los anuncios del establo, resulta imposible ver el
establo en sí.
Enmudeció una vez más. Los presentes abandonaban el mirador con sus
cámaras y eran reemplazados inmediatamente por nuevos visitantes.
—No estamos aquí para capturar una imagen sino para mantenerla. Cada
fotografía no hace sino incrementar su aura. ¿Lo notas, Jack? Una acumulación
de energías sin nombre.
De nuevo un largo silencio. El hombre de la cabina seguía vendiendo
postales y diapositivas.
—El hecho de estar aquí constituye una suerte de rendición espiritual. Solo
vemos aquello que ven los demás. Los miles que han acudido en el pasado, los
que acudirán en el futuro. Hemos aceptado formar parte de una percepción
colectiva y eso, literalmente, proporciona color a nuestra perspectiva. En cierto
modo es como una experiencia religiosa, igual que cualquier forma de turismo.
De nuevo, silencio.
—Están tomando fotos de gente tomando fotos —dijo.[19]

He citado esto en toda su extensión, no solamente porque es demasiado bueno


para cortarlo, sino también para llamar la atención de ustedes sobre dos
elementos importantes. Uno es el mensaje dobynsiano sobre la metástasis del
acto de mirar. Porque no solamente somos gente mirando un establo cuya única
fama reside en ser objeto de miradas, sino que el académico de la cultura pop
Murray está mirando a gente que mira un establo, y su amigo Jack está mirando
a Murray mirar a los que miran, y nosotros los lectores estamos mirando de
forma obvia cómo Jack el narrador mira a Murray mirar, etcétera. Si uno excluye
al lector, hay una regresión similar de representaciones del establo y del acto de
mirar el establo.
Pero más importantes son las complejas ironías que operan en la escena. La
escena en sí es absurda y absurdista. Pero la mayor parte de la fuerza paródica

31
del texto va dirigida a Murray, el aspirante a trascender el acto de la expectación.
Al observar y analizar, Murray intenta adivinar el mecanismo y las razones que
llevan a unirse al visionado colectivo de imágenes de masas que se han
convertido en imágenes de masas solamente porque se han convertido en el
objeto de visionado colectivo. El «largo silencio» del narrador en respuesta al
parloteo de Murray dice volúmenes enteros. Pero no es que denote simpatía
implícita hacia la multitud de borregos ansiosos de fotografías. Esos pobres
congéneres de Joe Briefcase no son menos objeto de burla por el hecho de que
su crítico «científico» esté siendo ridiculizado. El tono narrativo de toda la
escena es una especie de soplido de burla con la cara seria, esa cara seria
característica de la ironía, con el propio Jack mudo durante el diálogo de
Murray, ya que hablar en voz alta durante la escena habría convertido al narrador
en parte de la farsa (en lugar de ser un «observador y registrador» distanciado y
trascendente) y a su vez vulnerable también a la burla. Con su silencio, Jack, el
álter ego de DeLillo, diagnostica elocuentemente la misma enfermedad que
sufren por igual tanto él como Murray, los que miran la cabaña y nosotros.

TENGO UNA TESIS

Quiero convencerlos de que la ironía, el silencio con cara de póquer y el miedo


al ridículo son distintivos de esos rasgos de la cultura americana contemporánea
(de la que la narrativa de vanguardia es parte) que guardan alguna relación
significativa con la televisión que tiene a mi generación agarrada por el cuello.
Voy a afirmar que la ironía y el ridículo entretienen y son efectivos, pero al
mismo tiempo son agentes de una desesperación enorme y de una parálisis de la
cultura americana, y que para los aspirantes a narradores plantean unos
problemas especialmente terribles.
Mis dos grandes premisas son que, por un lado, en los últimos tiempos ha
surgido cierto subgénero de narrativa posmoderna consciente del pop, escrita
básicamente por americanos jóvenes, que ha hecho un intento real de
transfigurar un mundo forjado en la apariencia, la fascinación masiva y la
televisión, y consagrado a ellas; y que, por otro lado, la cultura televisiva ha
evolucionado de alguna forma hasta un punto en el que parece invulnerable a
esos intentos de transfiguración. En otras palabras, la televisión se ha vuelto

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capaz de capturar y neutralizar todo intento de cambio o incluso de protesta
contra las actitudes de disgusto pasivo y de cinismo que la televisión requiere del
Público para ser comercial y psicológicamente viable en dosis de varias horas
diarias.

NARRATIVA DE LA IMAGEN

El subgénero particular de narrativa que tengo en mente ha sido llamado por


algunos editores pos-posmodernismo y por algunos críticos hiperrealismo.
Algunos de los lectores y autores jóvenes que conozco lo llaman narrativa de la
imagen. La narrativa de la imagen es básicamente una involución ulterior de las
relaciones entre literatura y pop que florecieron con el posmodernismo en los
años sesenta. Si los padres de la Iglesia posmodernista consideraron las
imágenes pop referentes y símbolos válidos para la narrativa, y si en los años
setenta y ochenta esta llamada a los elementos de la cultura de masas se desplazó
del uso a la mención —es decir, ciertas vanguardias empezaron a tratar el pop y
el consumo de televisión como temas válidos en sí mismos—, la nueva narrativa
de la imagen usa los mitos fugaces y recibidos de la cultura popular como un
mundo en el que imaginar ficciones sobre personajes «reales», si bien mediados
por la cultura pop. Los primeros ejemplos de las tácticas imaginistas se pueden
ver en Great Jones Street de Don DeLillo, The Public Burning de Robert Coover
y en Max Apple, cuyo relato de los setenta «The Oranging of America» proyecta
una vida interior en la figura de Howard Johnson.
Pero a finales de los ochenta, a pesar de la inquietud de los editores por los
problemas legales de imaginar vidas privadas para figuras públicas, una cosecha
extraordinaria de este rollo detrás-del-cristal empezó a emerger, gracias a una
serie de autores que no se conocieron ni se influyeron entre sí. The Propheteers
de Max Apple, Krazy Kat de Jay Cantor, A Night at the Movies o You Must
Remember This de Robert Coover, You Bright and Risen Angels de William T.
Vollmann, Movies: Seventeen Stories de Stephen Dixon y el holograma ficticio
de Lee Harvey Oswald que lleva a cabo DeLillo en Libra son todos ejemplos
notables posteriores a 1985. (Observen también que, en otro medio durante los
ochenta, producciones cultas como Zelig, La rosa púrpura de El Cairo, Sexo,
mentiras y cintas de vídeo, además de las películas de bajo presupuesto

33
Scanners, Videodrome y Shocker empezaron a tratar las pantallas de los
espectáculos de masas como superficies permeables.)
Es en el último año cuando la narrativa de la imagen ha despegado
realmente. En el libro de A. M. Homes, The Safety of Objects (1990), hay un
tormentoso relato de amor entre un chico y una muñeca Barbie. En el libro de
The Rainbow Stories (1989), aparecen aparatos Sony como personajes de
parábolas heideggerianas. Fort Wayne Is Seventh on Hitler’s List (1990), de
Michael Martone, es un denso ciclo de relatos acerca de los gigantes de la
cultura pop del Medio Oeste —James Dean, el coronel Sanders, Dillinger—, un
proyecto que en su conjunto, descrito en un prefacio acerca de las tribulaciones
legales de la narrativa de la imagen, consiste en «cuestionar la frontera entre
hechos y ficción en presencia del fenómeno de la fama».[20] Y el éxito en
ambientes universitarios de Mark Leyner, My Cousin, My Gastroenterologist
(1990), no tanto una novela como lo que la solapa describe como «un análogo
narrativo de la mejor droga que hayas tomado», ofrece desde meditaciones
acerca del color de los envoltorios de los salvaslips de Carefree, pasando por «la
Gran Ardilla, ese presentador de programas infantiles de la tele y mercenario
kung-fu», hasta repeticiones de jugadas de la NFL con una «visión de rayos X
que muestra esqueletos saltando en un vacío azulado y rodeado por setenta y
cinco mil calaveras gritando».[21]
Una cosa que debo recalcar acerca de este nuevo subgénero es que no
solamente se distingue por cierta técnica neoposmodernista sino por todo un
programa socioartístico. La narrativa de la imagen no es el simple uso o mención
de la cultura televisiva sino una verdadera reacción a ella, un esfuerzo para
imponer alguna clase de responsabilidad sobre un estado de las cosas en el que
más americanos ven las noticias por la televisión que en los periódicos y en el
que más americanos ven cada noche La ruleta de la fortuna que todos los
programas de noticias de las tres cadenas nacionales juntos.
Y por favor, entiendan que la narrativa de la imagen, lejos de ser una
novedad experimental de moda, es casi atávica. Es una adaptación natural de las
técnicas antediluvianas del realismo a un mundo de los noventa cuyos límites
definitorios han sido deformados por la señal eléctrica. Porque una de las tareas
principales de la narrativa realista era proporcionar caminos para traspasar
fronteras, ayudar a los lectores a saltar sobre las paredes del yo y de lo local y

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mostrarnos gentes, culturas y formas de ser nunca vistas ni soñadas. El realismo
convertía lo extraño en familiar. Hoy día, aunque podemos comer comida Tex-
Mex con palillos mientras escuchamos reggae y ver la retransmisión por un
satélite soviético de la caída del muro de Berlín —es decir, cuando casi todo se
presenta como algo familiar—, no es de extrañar que parte de la narrativa
realista más ambiciosa se esté proponiendo convertir lo familiar en extraño. Al
hacerlo, al pedir acceso narrativo al otro lado de las lentes, las pantallas y los
titulares y volver a imaginar cómo sería realmente la vida humana al otro lado
del abismo de la ilusión, la mediación, la demografía, la mercadotecnia, la imago
y la apariencia, la narrativa de la imagen está intentando paradójicamente
restaurar lo que se entiende por «real» a las tres dimensiones, reconstruir un
mundo unívocamente redondo a partir de corrientes dispares de visiones planas.
Esa es la buena noticia.
La mala noticia es que, sin apenas excepciones, la narrativa de la imagen no
logra lo que se propone. En cambio, a menudo degenera en una especie de
mirada superficial y burlona «entre los bastidores» de la misma fachada
televisiva de la que la gente ya se ríe, una fachada tras cuyos bastidores ya se
pueden ver colas gracias a Entertainment Tonight y Remote Control.
La razón por la que la narrativa de la imagen actual no ofrece una salida a la
psicología pasiva y adictiva de la televisión que tanto se esfuerza por ofrecer es
que la mayoría de los autores de narrativa de la imagen ofrecen su material con
el mismo tono de ironía y autoconsciencia que sus predecesores, los rebeldes
literarios del movimiento beat y el posmodernismo, usaron para rebelarse contra
su propio mundo y su contexto. Y la razón por la que este método posmodernista
irreverente no logra ayudar a los nuevos imaginistas a transfigurar la tele es
simplemente que la tele les ha dado una paliza. Lo cierto es que durante al
menos diez años, la televisión ha estado absorbiendo ingeniosamente,
homogeneizando y re-presentando la misma estética cínica y posmoderna que
una vez fue la mejor alternativa a la llamada de la narrativa popular,
complaciente y para públicos masivos. Resulta macabramente fascinante ver
cómo la televisión ha hecho esto.
Un breve intermedio para evitar la paranoia. Al decir que la narrativa de la
imagen intenta «rescatarnos» de la tele, tampoco estoy sugiriendo que la
televisión tenga planes diabólicos, o quiera nuestras almas, o lave el cerebro de

35
la gente. De nuevo me refiero únicamente a esa clase de condicionamiento
natural del público consecuencia de elevadas dosis diarias, un condicionamiento
tan sutil que se puede observar mejor de forma indirecta, mediante ejemplos. Y
si un término como «condicionamiento» les sigue pareciendo hiperbólico o
histérico, les pido que consideren por un momento la cuestión ejemplar de la
belleza física. Una de las cosas que hace adecuada a la gente de la televisión para
soportar la megamirada es que son, para los estándares humanos ordinarios,
extremadamente guapos. Sospecho que esto, como la mayoría de las
convenciones televisivas, no está pensado con ningún fin más siniestro que
llegar al mayor público posible: suele resultar más agradable mirar a gente guapa
que a gente que no lo es. Pero cuando hablamos de la televisión, la combinación
de unos públicos inmensos y una comunicación psíquica silenciosa entre
imágenes y mirones inicia un ciclo que al mismo tiempo intensifica el atractivo
de la gente guapa y erosiona nuestra seguridad como espectadores a la hora de
soportar miradas ajenas. Debido a la forma en que los seres humanos nos
relacionamos con las narraciones, tendemos a identificarnos con los personajes
que nos resultan atractivos. Intentamos vernos a nosotros mismos reflejados en
ellos. La misma relación de identificación, sin embargo, comporta también que
intentamos verlos a ellos reflejados en nosotros. Puesto que todo el mundo con
quien intentamos identificarnos durante seis horas al día es gente guapa,
naturalmente se vuelve más importante para nosotros ser guapos, que los demás
nos consideren guapos. Debido a que ser guapo se convierte en una prioridad
para nosotros, la gente guapa de la tele se vuelve más atractiva, un ciclo que
obviamente resulta muy beneficioso para la tele. Pero no tan beneficioso para
nosotros los civiles, que solemos tener espejos en casa, y que también
acostumbramos a no ser ni mucho menos tan guapos como las imágenes de la
tele con las que nos queremos identificar. Esto no solamente nos causa cierta
angustia personal, sino que la angustia aumenta porque, en todo el país, todo el
mundo está absorbiendo también dosis diarias de seis horas e identificándose
con gente guapa y valorando la belleza cada vez más. Esta angustia tan personal
acerca de nuestra belleza física se ha convertido en un fenómeno nacional con
consecuencias en todo el país. Todo Estados Unidos ha cambiado en su
percepción de las cosas que valora y teme. El boom de los dietistas, la salud y
los gimnasios, los salones de bronceado en cada vecindario, la cirugía plástica, la

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anorexia y la bulimia, el uso de esteroides entre los chicos, las chicas que se tiran
ácido las unas a las otras porque el pelo de una se parece más al de Farrah
Fawcett que el de la otra. ¿Se supone que estas cosas no están relacionadas entre
sí? ¿Ni con la apoteosis de la belleza física en la cultura televisiva?
No es paranoico ni histérico reconocer que la televisión en dosis enormes
afecta de forma profunda los valores de la gente y la percepción que tienen de sí
mismos. Tampoco lo es el hecho de que el condicionamiento televisivo influye
sobre toda la psicología de la relación de cada cual consigo mismo, con su
espejo, con sus seres queridos, y con un mundo de gente real y miradas reales.
Nadie va a afirmar que una cultura basada en el acto de mirar y en la apariencia
queda fatalmente comprometida por unos criterios irreales de belleza y de forma
física. Pero otras facetas del condicionamiento televisivo se revelan más
mezquinas y más graves de lo que ningún autor de narrativa irreverente querría
tomarse en serio.

EL AURA DE LA IRONÍA

Es algo ampliamente reconocido que la televisión, con su batería de estadísticos


y encuestadores con gafas de concha, es extremadamente hábil para discernir
tendencias en el flujo de las ideologías populares, absorber esas tendencias,
procesarlas y por fin re-presentarlas como argumentos en favor del acto de mirar
y comprar. Es sabido, por ejemplo, que los anuncios dirigidos a los prósperos
miembros de la generación del baby boom usan versiones modificadas de
canciones de la cultura rock de los sesenta y los setenta para provocar el ansia
asociada a la nostalgia y ligar la compra de productos con lo que para los
yuppies es una era perdida de convicciones genuinas. Las furgonetas deportivas
Ford se anuncian con el eslogan: «Este es el inicio de la era de Aerostar». Ford
ha litigado en los tribunales recientemente con Bette Midler por el robo de su
voz en «Do You Wanna Dance?». Las pasas de plastilina del Consejo Regulador
de las Pasas de California bailan al ritmo de «Heard It Through the Grapevine»,
etcétera. Si la reutilización cínica de las canciones y de los ideales que solían
representar resulta desagradable, los músicos de pop tampoco parecen
paradigmas de la no comercialización, y de todas formas nadie ha dicho nunca
que vender fuera agradable. Los efectos de cualquier ejemplo de absorción y

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banalización de recuerdos culturales parecen bastante inocuos. El reciclaje de
corrientes culturales enteras y de las ideologías que representaban, es otra
historia.
La cultura pop americana es idéntica a la cultura seria americana en el hecho
de que su corriente central siempre ha opuesto la nobleza del individualismo a la
calidez de la pertenencia a la comunidad. Durante sus primeros veinte años,
parecía que la televisión apelaba sobre todo a la parte de la ecuación relativa a la
pertenencia al grupo. En los inicios de la tele se ensalzaban la comunidad y los
vínculos, aunque la tele misma, y especialmente la publicidad, se ha proyectado
desde el principio hacia el espectador solitario, Joe Briefcase. (Los anuncios de
televisión siempre se dirigen a individuos, nunca a grupos, un hecho que parece
curioso a la luz del tamaño sin precedentes del público de la tele, hasta que uno
oye a los vendedores expertos explicar que la gente siempre es más vulnerable, y
por tanto asustadiza, y por tanto fácil de convencer, si se los aborda cuando están
solos.)
Los anuncios de televisión clásicos trataban acerca del grupo. Tomaban la
vulnerabilidad de Joe Briefcase —sentado ahí, mirando uno de sus muebles, solo
— y se aprovechaban de ella vinculando la compra de cierto producto con la
inclusión de Joe Briefcase en alguna comunidad atractiva. Es por eso que los que
tenemos más de veintiún años nos acordamos de todos aquellos viejos anuncios
intercambiables donde salían grupos de gente guapa en contextos de éxtasis,
todos divirtiéndose más de lo que cualquiera tiene licencia para divertirse y
todos unidos como Grupo Feliz por el hecho manifiesto de que tienen en la mano
cierta botella de refresco o marca de aperitivos; el atractivo ostensible consiste
en que el producto en cuestión puede ayudar a Joe Briefcase a integrarse en algo:
«Somos la generación Pepsi…».
Pero al menos desde los ochenta, el bando individualista de la gran
conversación americana ha dominado la publicidad televisiva. No estoy seguro
de cómo ni por qué ha sucedido esto. Probablemente se puedan localizar
conexiones profundas —con Vietnam, la cultura juvenil, el Watergate, la
recesión y el ascenso de la Nueva Derecha—, pero lo cierto es que muchos de
los anuncios televisivos más efectivos ahora se dirigen a un espectador solitario
de una forma terriblemente distinta. Ahora los productos se anuncian más a
menudo como instrumentos para que el espectador «se exprese», afirme su

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individualidad, «se destaque entre la multitud». El primer ejemplo que vi de esto
fue una colonia muy anunciada a principios de los ochenta por reaccionar
supuestamente con la «química corporal única» de cada mujer y crear «su propio
aroma individual». El anuncio mostraba una hilera de modelos lánguidas que
aguardaban apretadas e inexpresivas su turno para que les rociaran las muñecas,
luego experimentaban una especie de revelación bioquímica al olerse las
muñecas húmedas y una panorámica desde atrás mostraba que se alejaban en
direcciones distintas del individuo de la colonia. (Podemos pasar por alto las
connotaciones sexuales obvias, el hecho de rociar y todo eso; algunas tácticas
nunca cambian.) O recuerden esa serie reciente de sombríos anuncios en blanco
y negro de Cherry Seven Up donde los únicos personajes que aparecen en color
y destacan de su entorno son la gente rosa que se vuelve rosa en el mismo
momento en que beben el viejo Cherry Seven Up. Ahora se encuentran en todas
partes ejemplos de esta idea de destacar.
Salvo por ser más idiotas (los productos que se supone que distinguen a los
individuos de la multitud se venden a multitudes de individuos), estos anuncios
no son realmente más complejos ni sutiles que los viejos anuncios sobre Joe-
integrándose-en-el-grupo que ahora parecen tan rancios. Pero la relación que
establecen los nuevos anuncios sobre el alejamiento del rebaño con su masa de
espectadores solitarios es al mismo tiempo compleja e ingeniosa. Los mejores
anuncios de hoy día siguen hablando del grupo, pero ahora presentan al grupo
como algo terrible, algo que puede engullirte, borrarte, volverte «invisible». Pero
¿invisible para quién? Las multitudes siguen teniendo una importancia vital en la
tesis publicitaria del alejamiento como acceso a la identidad, pero ahora la
multitud del anuncio, en lugar de resultar más atractiva, segura y animada que el
individuo, funciona como una masa de miradas idénticas e inexpresivas. La
multitud es ahora, paradójicamente, tanto a) el «rebaño» en contraste con el cual
se define la identidad distintiva del espectador, como b) los testigos cuya mera
visión puede conferir una identidad distintiva. El aislamiento del espectador
solitario delante de su mueble es aplaudido de forma implícita —es mejor y más
real, parecen implicar esos anuncios, volar en solitario— y sin embargo, también
se quiere decir que es algo amenazante y confuso, ya que después de todo Joe
Briefcase no es idiota, ahí sentado, y sabe que como espectador es culpable de
los dos grandes pecados que los anuncios condenan: ser un espectador pasivo (de

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la tele) y ser parte de un gran rebaño (de espectadores de televisión y
compradores de productos para destacar). Qué extraño.
La superficie de los anuncios que promueven la separación del grupo
presenta un mensaje relativamente simple de Compra Esto, pero el mensaje
profundo de la televisión en relación con estos anuncios parece ser que el estatus
ontológico de Joe Briefcase como uno más dentro de una masa reactiva de
espectadores resulta, a cierto nivel, poco firme, contingente, y que la verdadera
realización del yo consiste en última instancia en que Joe se transforme en una
de las imágenes que constituyen los objetos de la gigantesca mirada del rebaño.
Es decir, el auténtico mensaje de la televisión en estos anuncios es que es mejor
estar dentro de la tele que permanecer fuera y mirando.
La soledad ensalzada de la publicidad que promueve la separación, por tanto,
no solamente vende productos comerciales. Se las arregla de forma brillante para
asegurar —incluso en los anuncios que la televisión paga para emitir— que en
última instancia es la tele, y no ningún producto o servicio específico, lo que Joe
Briefcase va a considerar el árbitro último del valor humano. Un oráculo para
consultarlo todo el tiempo. El estudioso de la publicidad Mark C. Miller lo
explica de forma sucinta: «La tele ha pasado de la celebración explícita de
artículos al refuerzo implícito de esa actitud del espectador que la tele requiere
de nosotros».[22] Los anuncios solipsistas son otra forma que tiene la televisión
de señalarse a sí misma: hacer que la relación del espectador con su mueble sea
al mismo tiempo alienada y anaclítica.
Tal vez, sin embargo, la relación del espectador contemporáneo con la
televisión contemporánea no sea tanto un paradigma de infantilismo y de
adicción como de la relación clásica de Estados Unidos con la tecnología en
general, que equiparamos al mismo tiempo con la libertad y el poder y con la
esclavitud y el caos. Porque, como en el caso de la televisión, no importa si
amamos personalmente la tecnología, la odiamos, la tememos o las tres cosas al
mismo tiempo, seguimos buscando de forma incansable en la tecnología
soluciones a los mismos problemas que la tecnología parece causar: véase, por
ejemplo, la catálisis para la polución, la Iniciativa de Defensa Estratégica para
los misiles nucleares, los trasplantes para las diversas podredumbres.
Y del mismo modo que con la tecnología, la gestalt de la televisión se
expande para absorber todos los problemas asociados con ella. Las falsas

40
comunidades de los seriales emitidos en horas de máxima audiencia, como
California o Treintaytantos, son productos reconfortantes para el espectador del
mismo medio, cuya ambigüedad acerca del Grupo ayuda a erosionar la noción
de pertenencia de la gente. El montaje entrecortado, los eslóganes y el
tratamiento sumario de cuestiones espinosas es la forma que tienen los
noticiarios nacionales de acomodarse a un Público cuyo lapso de atención y
apetito de complejidad se han marchitado ligeramente después de años de
consumo televisivo en altas dosis. Etcétera.
Pero la tele ha creado sus propios problemas derivados de la tecnología. La
llegada del cable, a menudo con paquetes de más de cuarenta canales, amenaza
por igual a las redes nacionales y a las empresas locales afiliadas. Esto resulta
particularmente cierto cuando el espectador está armado con un mando a
distancia: Joe Briefcase sigue consumiendo sus seis horas de televisión diaria,
pero la cantidad de tiempo retinal que dedica a cada opción se reduce
bruscamente cuando pasa a examinar con el mando un espectro mucho más
amplio. Peor todavía, el reproductor de vídeo, con sus temibles funciones de
avanzar deprisa y saltarse partes, amenaza la misma viabilidad de los anuncios.
¿Cuál es la solución completamente sensata por parte de los programadores de
anuncios? Hacer que los anuncios sean tan atractivos como los programas. O en
cualquier caso intentar evitar que a Joe Briefcase le disgusten tanto los anuncios
como para desear mover el dedo y ver dos minutos y medio de Hazel en
Superstation mientras la NBC anuncia crema labial. Hacer que los anuncios sean
más bonitos, más animados, llenos de cuantos visuales yuxtapuestos de forma lo
bastante rápida como para que la atención de Joe no deambule, incluso si quita el
volumen con el mando a distancia. Tal como lo explica un ejecutivo publicitario:
«Los anuncios cada vez se vuelven más como películas».[23]
Por supuesto, hacer que los anuncios se parezcan a los programas tiene una
contrapartida. Que los programas empiecen a parecerse cada vez más a los
anuncios. De esa forma los anuncios no parecen tanto interrupciones como
marcadores del ritmo, metrónomos, comentarios teóricos de los programas.
Inventar Corrupción en Miami, donde apenas hay la molestia de un argumento
sino meramente un énfasis sin precedentes en el aspecto, lo visual, la actitud,
cierta «imagen».[24] Hacer vídeos musicales con el mismo ritmo anfetamínico y
las mismas asociaciones arquetípicas oníricas que los anuncios: tampoco importa

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que los vídeos sean básicamente anuncios musicales largos. O introducir el
publirreportaje del patrocinador que se presenta, de forma informal, como
informativo, al estilo de Amazing Discoveries o de aquellos reportajes sobre la
pérdida del cabello presentados por Robert Vaughn que rondan las horas baratas
de la madrugada. Borrar —como hizo la literatura posmoderna— las fronteras
entre géneros, funciones, arte comercial y comercio artístico.
Con todo, la televisión y sus patrocinadores tienen una preocupación mayor a
largo plazo, que es su détente incierta hacia la psique del espectador individual.
Dado que la televisión tiene que resolver antinomias básicas sobre las ideas de
ser y mirar, sobre la evasión de la vida cotidiana, el espectador medianamente
inteligente no puede sentirse satisfecho con su vida cotidiana de consumo
televisivo en altas dosis. Joe Briefcase puede haberse sentido bastante satisfecho
mientras miraba la tele pero cuesta creer que pueda sentirse satisfecho acerca
del hecho de mirar tanta televisión. Seguro que en el fondo, Joe se siente
incómodo al ser parte de la multitud más numerosa de la historia de la
humanidad viendo imágenes que sugieren que el sentido de la vida consiste en
alejarse visiblemente de la multitud. El ciclo de
culpa/indulgencia/apaciguamiento se dirige en cierto nivel a esas
preocupaciones. ¿Acaso no habrá tal vez alguna forma más profunda de
mantener a Joe Briefcase bien afianzado en la multitud de espectadores
asociando de alguna forma su propio consumo de televisión con la trascendencia
de las multitudes de espectadores? Pero eso sería absurdo. Aquí entra la ironía.
He afirmado —algo vagamente hasta el momento— que lo que hace que la
hegemonía de la televisión sea tan resistente a las críticas de la nueva narrativa
de la imagen es que la televisión se ha apropiado de las formas distintivas de la
misma literatura posterior a la segunda guerra mundial —cínica, irreverente,
irónica y absurdista— que los nuevos imaginistas usan como piedra de toque. El
hecho es que la reutilización de lo posmoderno evolucionó como solución
inspirada al problema de mantener a Joe al mismo tiempo alienado de la
multitud de un millón de ojos y formando parte de ella. La solución implicaba el
paso gradual de un exceso de sinceridad a una especie de irreverencia de niños
malos frente a la Gran Cara que nos muestra la tele. A su vez, esto reflejaba un
cambio más amplio en la percepción estadounidense de cómo se supone que
funciona el arte, la transición entre una idea del arte como afirmación creativa de

42
los valores reales al arte entendido como rechazo creativo de los valores falsos.
Y este cambio más amplio, a su vez, era un fenómeno paralelo tanto al desarrollo
de la estética posmoderna como a ciertos cambios serios y profundos en la forma
en que los americanos eligen percibir conceptos como la autoridad, la sinceridad
y la pasión en términos de nuestra voluntad de ser complacidos. No solamente
han «pasado de moda» ideas como sinceridad y pasión, en materia televisiva,
sino que la misma idea de placer ha quedado deslegitimada. Tal como lo explica
Mark C. Miller, la televisión contemporánea «ya no solicita nuestra absorción
atenta ni nuestro acuerdo sincero, sino que nos halaga (igual que los anuncios
que la financian) por el mismo aburrimiento y la desconfianza que nos inspira».
[25]
El ensayo de Miller, «Deride and Conquer» [‘Búrlate y vencerás’] (1986),
con diferencia el mejor ensayo publicado jamás acerca de la publicidad en la
televisión, describe con claridad un ejemplo de cómo funciona la apelación
televisiva contemporánea al espectador. Se trata de un anuncio de la temporada
1985-1986 que ganó el premio Clio y que todavía se emite de forma ocasional.
Es ese anuncio de Pepsi donde una furgoneta de Pepsi aparca frente a una playa
abarrotada y el joven de aspecto travieso que está al volante activa un sistema de
megafonía, abre una lata de Pepsi y la vierte en un vaso junto al micrófono. El
denso ruido del gas de la lata recorre el aire tórrido de la playa y todas las
cabezas se vuelven hacia la furgoneta como si hubieran tirado de ellas con un
cordel mientras el sistema de megafonía retransmite los ruidos del joven
bebiendo y luego suspirando de satisfacción. El plano final revela que la
furgoneta es también un puesto de venta ambulante, y que toda la población de
gente guapa de la playa se ha congregado en forma de muchedumbre clamorosa
en torno a la parte de atrás de la furgoneta, todos saltando y rogando que les
sirvan a ellos primero; luego la cámara retrocede a un plano aéreo de la multitud
y se oye el eslogan de la campaña entonado con voz inexpresiva: «Pepsi: lo que
elige la nueva generación». Un anuncio verdaderamente asombroso. Pero ¿hace
falta señalar, tal como hace con detalle el ensayo de Miller, que el eslogan final
es irónico? En este anuncio hay tanta posibilidad de «elegir» como en el
experimento con el timbre de Pavlov. El uso de la palabra «elegir» aquí es puro
humor negro. De hecho, los treinta segundos del anuncio son totalmente irónicos
y autoparódicos. Tal como explica Miller, no es realmente una elección lo que el

43
anuncio le está vendiendo a Joe Briefcase, «sino la total negación de la elección.
Ciertamente, el producto en sí resulta irrelevante para el mensaje final. El
anuncio no encomia la Pepsi per se, sino que la recomienda dejando implícito
que se ha engatusado a mucha gente para que la compre. En otras palabras, el
mensaje de este exitoso anuncio es que Pepsi se ha anunciado con éxito».[26]
Hay cosas importantes que señalar aquí. En primer lugar, este anuncio de
Pepsi estaba enormemente influido por el miedo a los mandos a distancia, el
zapeo y las burlas del público. Un anuncio sobre los anuncios, usaba la
autorreferencia a fin de resultar lo bastante sofisticado como para evitar ser
odiado. Se protegía a sí mismo del desprecio que sienten los conocedores de la
tele actual tanto por los anuncios agresivos con locutores hablando a toda prisa
que Dan Aykroyd parodió hasta la locura en Saturday Night Live, como por los
anuncios quijotescamente asociativos que relacionaban tomar refrescos con el
romance, la belleza y la inclusión en el grupo, anuncios que la mayoría de los
espectadores sofisticados hoy día consideran pasados de moda y
«manipuladores». En contraste con los anuncios obvios que te dicen «Compra
Esto», el anuncio de Pepsi emplea la parodia. El anuncio es extremadamente
explícito acerca de la razón por la que los anuncios de la tele son despreciados
popularmente, a saber: por usar apelaciones primarias y charlatanería para
vender mejunjes azucarados a gente cuya identidad no se basa más que en el
consumo de masas. Este anuncio logra al mismo tiempo burlarse de sí mismo, de
Pepsi, de la publicidad, de los publicistas y de la gran masa de espectadores y
consumidores de Estados Unidos. De hecho, el anuncio lleva a cabo una
alabanza completamente servil de una sola persona: el espectador solitario, Joe
Briefcase, que incluso con un cerebro modesto no puede evitar discernir la
contradicción irónica entre la invitación a «elegir» del eslogan (sonido) y la
orgía pavloviana que rodea la furgoneta (imagen). El anuncio invita a Joe a «ver
a través» de la manipulación de que es objeto la horda rabiosa de la playa. El
anuncio promueve una complicidad entre su propia ironía ingeniosa y la
apreciación cínica y en absoluto ingenua de esa ironía que lleva a cabo el
veterano espectador Joe Briefcase. Invita a Joe a una broma privada de la que el
público es el blanco. Felicita a Joe Briefcase, en otras palabras, por trascender la
misma multitud que lo define. Y multitudes enteras de gente como Joe
respondieron: el anuncio elevó la cuota de mercado de Pepsi durante tres

44
trimestres.
La campaña de Pepsi no es un fenómeno aislado. La empresa Isuzu Inc.
encontró un filón a finales de los ochenta con su serie de anuncios de «Joe
Isuzu», un vendedor de aspecto satánico que engatusaba a los incautos
asegurando que los Isuzu venían con tapicería de piel de llama genuina y que a
falta de gasolina funcionaban con agua del grifo. Aunque los anuncios nunca
dijeron apenas nada de por qué los coches Isuzu son buenos, les llovieron
premios y subieron las ventas. Los anuncios funcionaron a la perfección como
parodias de lo empalagosos y diabólicos que son los anuncios de coches.
Invitaban a los espectadores a premiar a los anuncios de Isuzu por ser irónicos, a
felicitarse a sí mismos por entender la broma y a felicitar a Isuzu por ser lo
bastante «atrevidos» e «irreverentes» para admitir que los anuncios de coches
son ridículos y que la gente es tonta por creérselos. Los anuncios invitaban al
espectador solitario a conducir un Isuzu a modo de declaración antipublicitaria.
Los anuncios vincularon con éxito la compra de un Isuzu con la valentía, la
irreverencia y la capacidad de ver más allá del engaño. Ahora se pueden ver
buenos anuncios que se burlan de las convenciones publicitarias televisivas por
todas partes, desde los de Federal Express y los anuncios de Wendy con sus
parodias marchitas y aceleradas de personajes de la publicidad, hasta los
anuncios de Doritos y sus montajes de locutores publicitarios y de imágenes de
series antiguas como Leave it to Beaver y Mister Ed.
Además, se puede ver cómo esa táctica de tomarse a pitorreo las pretensiones
de aquellas viejas virtudes comerciales de la autoridad y la sinceridad —
destinada a a) defender al que esgrime el pitorreo de cualquier pitorreo, y b)
felicitar al patrón del pitorreo por elevarse sobre la masa de gente que todavía
cree en esas pretensiones pasadas de moda— ha sido empleada con gran éxito
por muchos de los programas de televisión que los anuncios financian. Programa
tras programa, desde hace bastantes años, hemos visto un festival de actitud y
alusión posmoderna, visual y manifiestamente superficial, o, más habitual
todavía, la desigual batalla de ingenios entre ciertos portavoces inefectivos de
una autoridad gastada y sus hijos precoces, su esposa mordaz y sus colegas
sardónicos. Comparen el tratamiento televisivo de las figuras de autoridad
ingenuas en los programas preirónicos —Erskine en The FBI, Kirk en Star Trek,
Ward en Leave it to Beaver, Shirley en The Partridge Family y McGarrett en

45
Hawaii Cinco Cero— con la descripción de Al Bundy en Matrimonio con hijos,
del señor Owens en Mr. Belvedere, de Homer en Los Simpson, de Daniels y
Hunter en Canción triste de Hill Street, de Jason Seaver en Los problemas
crecen o del doctor Craig en St. Elsewhere.
La comedia de situación moderna,[27] en particular, depende casi por
completo de un humor y un tono inspirados en M*A*S*H y consistentes en la
burla de algún portavoz bufonesco de valores hipócritas y presofisticados a
manos de rebeldes mordazmente ingeniosos. Igual que Hawkeye se burlaba de
Frank y luego de Charles, también Herb es objeto de las burlas de Jennifer y
Carlson en WKRP; el señor Keaton lo es de Alex en Family Ties; el jefe por las
mecanógrafas en Nine to Five; Seaver por toda la familia en Los problemas
crecen, y Bundy por el planeta entero en Matrimonio con hijos (la parodia de las
comedias de situación más radical llevada a cabo por una comedia de situación).
De hecho, las únicas figuras de autoridad que conservan cierta credibilidad en
los programas posteriores a los ochenta (dejando de lado a personajes como
Furillo de Canción triste de Hill Street y Westphal de St. Elsewhere, que
soportan tanta miseria y ansiedad que el hecho de permanecer ahí cada semana
ya los convierte en héroes) son los portavoces de valores capaces de comunicar
ironía acerca de sí mismos, burlarse de sí mismos antes de que ningún Grupo sin
piedad se abalance sobre ellos: véase a Huxtable en La hora de Bill Cosby, a
Belvedere en Mr. Belvedere, al agente especial Dale Cooper en Twin Peaks, a
Gary Shandling de la Fox (la canción de cuyo programa dice: «Esta es la canción
del programa de Gaaary»), y al verdadero Angel de la Muerte irónico de los
ochenta, David Letterman.
Su promulgación del cinismo por encima de la autoridad genera un beneficio
general para la televisión por diversas razones. En primer lugar, en la medida en
que la tele puede ridiculizar convenciones trasnochadas hasta borrarlas del mapa,
puede crear un vacío de autoridad. Y adivinen quién lo llena. La verdadera
autoridad en un mundo que ahora vemos como construido y no descrito es cada
vez más el medio que construye nuestra visión del mundo. En segundo lugar, en
la medida en que la tele puede referirse exclusivamente a sí misma y
desacreditar criterios convencionales afirmando su superficialidad, es
invulnerable a las acusaciones de sus críticos de que lo que se emite es banal,
burdo o malo, ya que dichos juicios apelan a criterios convencionales y

46
extratelevisivos acerca de la profundidad, el gusto y la calidad. Además, el tono
irónico de la autorreferencia televisiva comporta que nadie puede acusar a la tele
de intentar engañar a nadie. Tal como afirma el ensayista Lewis Hyde, la ironía
autoparódica siempre es «sinceridad con un móvil».[28]
Y, volviendo a la idea original, si la televisión puede atraer hacia sí a Joe
Briefcase por medio de las bromas privadas y la ironía, puede aliviar esa tensión
dolorosa entre la necesidad de Joe de trascender la multitud y su estatus
ineludible como miembro del Público. Porque en la media en que la tele puede
halagar a Joe por «ver a través» de la pretenciosidad y de la hipocresía de los
valores pasados de moda, puede inducir en él precisamente la sensación de
superioridad astuta que se le ha enseñado que debe desear, y puede hacerle
depender del consumo cínico de la tele que permite esa sensación.
Y en la medida en que puede adiestrar a los espectadores para reírse de las
mofas que llevan a cabo unos personajes sobre otros, a ver el ridículo al mismo
tiempo como modo de relación social y como forma de arte, la televisión es
capaz de reforzar su propia extraña ontología de la apariencia: la perspectiva más
aterradora, para el espectador condicionado, no es otra que exponerse al ridículo
ajeno demostrando nociones anticuadas de valor, emoción y vulnerabilidad. Los
demás se convierten en jueces; el crimen es la ingenuidad. El espectador
condicionado se vuelve más alérgico a la gente. Más solitario. El adiestramiento
exhaustivo que la tele lleva a cabo sobre Joe Briefcase acerca de cómo puede ser
percibido y qué aspecto puede tener a ojos de los demás, hace que los encuentros
humanos genuinos den todavía más miedo. Pero la ironía televisiva tiene la
solución: seguir mirando la tele se convierte casi en una investigación, como
lecciones sobre la expresión neutra, aburrida y sabia que Joe tiene que aprender a
adoptar de cara al viaje atroz de mañana en el metro iluminado por luces
brillantes, donde multitudes de gente inexpresiva y de aspecto aburrido no tienen
nada más que hacer que mirarse entre sí.
¿Qué tiene que ver la institucionalización de la ironía sofisticada por parte de
la televisión con la narrativa americana? Bueno, para empezar la narrativa
americana tiende a tratar sobre la cultura americana y la gente que habita en ella.
A nivel cultural, ¿hace falta que pierda más tiempo señalando en qué medida los
valores televisivos influyen en el ambiente contemporáneo de Weltschmerz
hastiado, materialismo autoparódico, indiferencia inexpresiva y la ilusión de que

47
el cinismo y la ingenuidad se excluyen mutuamente? ¿Podemos negar la
conexión entre un medio consensual con un poder sin precedentes que sugiere
que no hay ninguna diferencia real entre imagen y sustancia, por un lado, y cosas
como el ascenso a la presidencia de Teflon, el establecimiento de las industrias
nacionales del bronceado y la liposucción, o lo popular que se está haciendo
bailar al son de la orden sintetizada y cínica de que hay que «tener buena
imagen»? ¿O, en el arte contemporáneo, se puede negar que el desprecio
televisivo de retrovalores hipócritas como la originalidad, la profundidad y la
integridad, no tiene relación con esos estilos artísticos y arquitectónicos basados
en una «apropiación» recombinatoria y en los que «el pasado se convierte en
pastiche», o con las solmizaciones repetitivas de Philip Glass y Steve Reich, o
con la catatonia consciente del pelotón de imitadores de Raymond Carver?
En suma, la conducta aturdida, inexpresiva y aburrida —lo que un amigo
mío explica como la «chica que baila contigo pero salta a la vista que preferiría
estar bailando con otra persona»— que se ha convertido en la versión de mi
generación de lo que mola, viene de la tele. Al fin y al cabo, «televisión» quiere
decir, ‘mirar lejos’; y nuestras seis horas diarias no solamente nos ayudan a
sentirnos íntimos y personales con cosas como los Juegos Panamericanos o la
Operación Escudo del Desierto, sino que, a la inversa, también nos enseñan a
relacionarnos con personas vivas y reales de la misma forma en que nos
relacionamos con lo distante y exótico, como si estuvieran separados de nosotros
por la física y el cristal, solamente, existentes únicamente como espectáculos que
esperan que los miremos desde lejos. En realidad, la indiferencia es la versión de
los noventa de la frugalidad para la gente joven americana: cortejados durante
varias horas al día solamente para que prestemos atención, vemos esa atención
como nuestro artículo más importante, nuestro capital social, y nos resistimos a
malgastarlo. En el mismo sentido, fíjense que, en 1990, la inexpresividad, el
letargo y el cinismo como rasgos de conducta son formas claras de transmitir la
actitud televisiva de trascendencia del grupo: la inexpresividad y el letargo
trascienden el sentimentalismo, y el cinismo anuncia que uno ya se sabe la
canción y que la última vez que se comportó de forma ingenua era cuando tenía
cuatro años.
No importa si la cultura juvenil de 1990 les parece o no a ustedes tan
siniestra como a mí, seguramente estaremos de acuerdo en que la ética pop

48
televisiva de esa cultura le ha marcado un espléndido tanto a la estética
posmoderna que originalmente pretendió apropiarse del pop y redimirlo. La
televisión le ha dado la vuelta a la vieja dinámica de referencia y redención:
ahora es la televisión la que toma elementos de la posmodernidad —la
involución, lo absurdo, la fatiga sardónica, la iconoclastia y la rebelión— y los
manipula en aras del consumo. Esto lleva tiempo sucediendo. Ya en 1984, los
críticos del capitalismo estaban avisando de que «lo que empezó como una
tendencia de vanguardia se ha trasladado a la cultura de masas».[29]
Pero el posmodernismo no «surgió» de pronto en la televisión de 1984. Ni
tampoco los vectores de influencia entre lo posmoderno y la televisión han
tenido un sentido único. La principal conexión entre la televisión actual y la
ficción actual es histórica. Las dos tienen raíces comunes. Porque la narrativa
posmoderna —cuyos autores eran casi exclusivamente hombres blancos
sobreeducados— evolucionó claramente como expresión intelectual de la
«cultura juvenil rebelde» de los sesenta y los setenta. Y ya que toda la gestalt de
la rebelión juvenil americana fue posible gracias a un medio nacional que borró
las fronteras comunicativas entre regiones y reemplazó una sociedad segmentada
por la localización geográfica y la etnicidad por lo que los críticos de música
rock han denominado «una autoconsciencia nacional estratificada en forma de
generaciones»,[30] el fenómeno de la tele ha tenido tanto que ver con la rebelión
irónica del posmodernismo como con las manifestaciones de protesta de los
Peaceniks.
De hecho, al ofrecer a los narradores jóvenes y sobreeducados una visión
exhaustiva de la hipocresía con que América se veía a sí misma alrededor de
1960, la televisión en sus principios ayudó a legitimar el absurdismo y la ironía,
no solamente como recursos literarios, sino como respuestas sensatas a un
mundo ridículo. Porque la ironía —al explotar la distancia entre lo que se dice y
lo que se piensa, entre lo que las cosas intentan aparentar y lo que realmente son
— es la forma dignificada por el tiempo en que los artistas intentan iluminar y
rebatir la hipocresía. Y la televisión de alrededor de 1960, con sus westerns
sobre pistoleros solitarios, sus comedias de situación paternalistas y sus policías
de mandíbula robusta, celebraba una imagen de América que resultaba
profundamente hipócrita. Miller describe con bastante precisión cómo la
comedia de situación de los años sesenta, igual que los westerns que la

49
precedieron,

negaba la disminución gradual de poder de aquellos hombres trajeados que


representaban la fuerza paternal y el individualismo viril. Sin embargo, en la
época en que se producían aquellas comedias de situación, el mundo de los
pequeños negocios [cuyas virtudes eran «la serenidad, la probidad y el juicio
sereno» a lo Hugh Beaumont] estaba siendo … reemplazado por lo que C.
Wright Mills llamaba «el demiurgo directivo», y las virtudes representadas por
… Papá ya habían pasado de moda.[31]

En otras palabras, la televisión americana en sus principios era una apologeta


hipócrita de valores cuya realidad había quedado mermada en un periodo de
supremacía corporativa, afianzamiento burocrático, intervencionismo en el
extranjero, conflicto racial, bombas terroristas, asesinatos, escuchas telefónicas,
etcétera. No es en absoluto accidental que la narrativa posmoderna proyectara
sus redes irónicas a lo banal, lo ingenuo, lo sentimental, simplista y conservador,
porque estas cualidades eran precisamente lo que la tele de los sesenta parecía
celebrar como distintivamente americano.
Y la ironía rebelde de la mejor narrativa posmoderna no era solamente
creíble como arte; parecía socialmente útil por su capacidad para lo que los
críticos contraculturales llamaron «una negación crítica que iba a hacer evidente
para todos que el mundo no es lo que parece».[32] La parodia macabra que llevó
a cabo Ken Kesey de los manicomios sugería que nuestros jueces de la cordura a
menudo estaban más locos que sus pacientes. Pynchon desplazó nuestra visión
de la paranoia de los márgenes de la normalidad psíquica a la hebra central del
tapiz corporativo-burocrático. DeLillo expuso la imagen, la señal, los datos y la
tecnología como agentes del caos espiritual y no del orden social. Las
repugnantes exploraciones de la narcosis americana que llevó a cabo Burroughs
revelaban hipocresía. La afirmación del capital abstracto como fuerza
deformadora que llevó a cabo Gaddis revelaba hipocresía. Las repulsivas farsas
políticas de Coover revelaban hipocresía.
La ironía en el arte y la cultura de posguerra empezaron del mismo modo que
la rebelión juvenil. Resultaba difícil y doloroso, y productivo: el macabro
diagnóstico de una enfermedad negada durante largo tiempo. Las presunciones
que había detrás de la ironía posmoderna, por otro lado, seguían siendo

50
francamente idealistas: se asumía que la etiología y el diagnóstico señalaban la
cura, que una revelación del encarcelamiento llevaría a la libertad.
Así pues, ¿cómo es que la ironía, la irreverencia y la rebelión no resultan
liberadoras sino debilitadoras en la cultura sobre la cual intenta escribir la
vanguardia actual? Una pista puede encontrarse en el hecho de que la ironía
sigue con nosotros, más fuerte que nunca después de ser durante treinta años el
modo dominante de expresión sofisticada. No es un modo retórico que envejezca
bien. Tal como dice Hyde (que obviamente me cae bien): «La ironía solamente
se puede usar como emergencia. Prolongada en el tiempo, es la voz de los
encerrados a quienes ha llegado a gustarles su celda».[33] Esto es porque la
ironía, por divertida que resulte, cumple una función que es casi exclusivamente
negativa. Es crítica y destructiva, sirve para limpiar el terreno. Seguramente es
así como la vieron nuestros padres posmodernos. Pero la ironía resulta
singularmente poco efectiva cuando se trata de construir algo que sustituya a la
hipocresía a la que desacredita. Es por esto que Hyde tiene razón cuando dice
que la ironía fatiga. Carece de sustancia. Incluso los mejores ironistas funcionan
mejor en fragmentos breves. Los ironistas me parecen tremendamente divertidos
para escucharlos en una fiesta, pero siempre me separo de ellos como si me
hubieran practicado varias intervenciones quirúrgicas. Y en cuanto a conducir
campo a través en compañía de un ironista o leer una novela de trescientas
páginas llena de nada más que sofisticado agotamiento sardónico, uno termina
sintiéndose no solamente vacío, sino casi… oprimido.
Piensen un momento en los rebeldes y golpistas del Tercer Mundo. Los
rebeldes del Tercer Mundo son fantásticos a la hora de sacar a la luz y derrocar
regímenes corruptos e hipócritas, pero resultan ostensiblemente menos
fantásticos cuando han de llevar a cabo la tarea más mundana y afirmativa de
establecer una alternativa superior de gobierno. De hecho, los rebeldes
victoriosos parecen mejores cuando usan sus instrumentos de rebeldía cínica y
agresiva para evitar que otros se rebelen contra ellos: en otras palabras, se
convierten simplemente en mejores tiranos.
Y no se engañen: la ironía nos tiraniza. La razón por la que nuestra ironía
cultural dominante es a la vez tan poderosa y tan poco satisfactoria es que resulta
imposible hacer que un ironista se defina. Toda la ironía americana se basa en la
afirmación implícita: «En realidad no creo en lo que estoy diciendo». Entonces,

51
¿qué pretende decir la ironía como norma cultural? ¿Que es imposible creer en
lo que dice? ¿Que tal vez sea una lástima que sea imposible, pero despierta de
una vez que ya es de día? Más bien creo que lo que la ironía actual termina por
decir es: «Pero mira qué banal es que me preguntes por lo que pienso en
realidad». Cualquiera que tenga la desfachatez herética de preguntarle a un
ironista qué piensa en realidad termina pareciendo un histérico o un mojigato. Y
esto es lo opresivo de la ironía institucionalizada, del rebelde victorioso: la
capacidad de inhabilitar la pregunta sin importar su contenido es, en la práctica,
una tiranía. Es la nueva junta usando la misma herramienta que dejó aislados a
sus enemigos.
Por eso resulta tan patético el cinismo hastiado con que nuestros amigos
cultos y teleadictos intentan parecer superiores a la tele. Y por esta razón el
narrador ciudadano de nuestra cultura televisiva está metido en un marrón tan
grande. ¿Qué hace uno cuando la rebelión posmoderna se convierte en una
institución de la cultura pop? Y es que esta es, por supuesto, la segunda
respuesta a la cuestión de por qué la ironía y la rebelión vanguardistas se han
diluido y se han pervertido. Han sido absorbidas, vaciadas y reutilizadas por el
mismo establishment televisivo al que originalmente se enfrentaron.
No es que la televisión sea culpable de ninguno de estos males. Solamente de
haber tenido un éxito inmoderado. Después de todo, eso es lo que hace la tele:
discierne, aísla y re-presenta lo que cree que la cultura americana quiere ver y oír
acerca de sí misma. Nadie y todo el mundo a la vez es culpable del hecho de que
la televisión empezara a cosechar la rebelión y el cinismo como la imago populi
en boga y triunfante de la generación de los hijos del baby boom. Pero la cosecha
ha sido lúgubre: las formas de nuestro mejor arte rebelde se han convertido en
meros gestos, en trucos, no solamente estériles sino perversamente esclavizantes.
¿Cómo puede la idea de rebelión contra la cultura empresarial conservar algún
significado cuando Chrysler Inc. anuncia camionetas invocando «La revuelta de
las Dodge»? ¿Cómo se puede ser un iconoclasta bona fide cuando Burger King
vende aros de cebolla con eslóganes como «A veces hay que romper las reglas»?
¿Cómo puede un narrador de la imagen confiar en que la gente se vuelva más
crítica de la cultura televisiva parodiando la televisión como a una empresa
comercial interesada, cuando las parodias de anuncios interesados que llevan a
cabo Pepsi, Subaru y Federal Express ya están haciendo lo mismo con éxito? Es

52
casi una lección de Historia: empiezo a entender por qué el miedo más grande de
los americanos de finales del siglo pasado eran los anarquistas y la anarquía.
Porque si la anarquía vence, si la falta de normas se convierte en la norma,
entonces la protesta y el cambio no solamente se vuelven imposibles sino
incoherentes. Sería como votar a Stalin: uno está votando el final de todas las
votaciones.
Así pues, he aquí la cuestión crucial para el escritor americano que respira
nuestra atmósfera cultural y se ve a sí mismo como heredero de todo lo que era
honesto y valía la pena en la literatura de vanguardia: ¿cómo rebelarse contra la
estética televisiva de la rebelión, cómo despertar a los lectores al hecho de que
nuestra cultura televisiva se haya vuelto un fenómeno cínico, narcisista y
esencialmente vacío, cuando la televisión celebra regularmente esos mismos
fenómenos en sí misma y en sus espectadores? Son cuestiones que el pobre
idiota del popólogo que aparece en la novela de DeLillo estaba preguntando en
1985 acerca de América, el establo más fotografiado de todos:

—¿Cómo era el establo antes de ser fotografiado? —dijo—. ¿Qué aspecto


tenía? ¿En qué sentido era similar o distinto al resto de los establos? Se trata
de preguntas a las que no podemos responder porque hemos leído los
anuncios, hemos visto a la gente disparando sus cámaras. No podemos
evadirnos del aura. Formamos parte del aura. Estamos aquí, estamos ahora.
Aquello pareció complacerle inmensamente.[34]

FINAL DEL FINAL DE LA LÍNEA

Entonces, ¿qué respuestas a la comercialización televisiva de los modos de


protesta parecen posibles hoy día? Una opción obvia es que el narrador se vuelva
reaccionario, fundamentalista. Declarar que la televisión contemporánea es
malvada y que la cultura contemporánea es malvada y darle la espalda a todo
este horror chabacano e invocar las viejas virtudes a lo Hugh Beaumont de antes
de 1960 y las lecturas literales de la Biblia y ser provida, antifluoración y
antediluviano. El problema de esto es que los americanos que han elegido esta
táctica parecen tener una sola ceja que les cruza toda la frente y unos nudillos
que arrastran por el suelo y el pelo muy largo y en general parece excelente

53
alejarse de ellos lo más posible. Además, el ascenso de Reagan/Bush/Gingrich
demostró que la nostalgia hipócrita de un pseudopasado más amable, cortés y
cristiano no es menos susceptible a la manipulación de los intereses del
comercialismo empresarial y la imagen publicitaria. La mayoría de nosotros
seguimos prefiriendo el nihilismo al neandertalismo.
Otra opción es adoptar un conservadurismo político un poco más ilustrado
que exima al espectador y las cadenas por igual de toda complicidad en el
amargo estatismo de la cultura televisiva y que en cambio culpe de todos los
problemas relacionados con la tele a ciertos defectos corregibles de la
tecnología. Aquí entra el futurólogo de los medios de comunicación George
Gilder, titular del Hudson Institute y autor de Life After Television: The Coming
Transformation of Media and American Life [‘Vida después de la televisión: la
transformación por venir de los medios de comunicación y la vida americana’].
Lo más fascinante de Life After Television es que es un libro con anuncios.
Publicado en una colección llamada «Serie Grandes Temas» de una tal «Whittle
Direct Books» de Knoxville, el cuartel general de Federal Express, el libro se
vende por solo once dólares incluidos gastos de envío, es lo bastante grande y
delgado como para quedar de maravilla en las mesas de los ejecutivos y tiene
unos anuncios chulísimos a página completa de Federal Express cada cinco
páginas. El libro es en gran medida una obra de ficción, además de una
dramatización conmovedora de por qué los conservadores antitelevisión,
movidos por convicciones simples como «En el fondo la televisión es un medio
totalitario» cuyo «sistema es un infiltrado y una fuerza corrosiva en el
capitalismo democrático», son de tan poca ayuda para resolver nuestros
problemas televisivos ultrarradicales, aferrados como están los intelectuales
conservadores a sus dos viejos remedios para todos los males de Estados Unidos,
a saber: la idea de que a) los sabios instintos de consumo del Tipo Pequeño
corregirán todos los desequilibrios solamente con que los Grandes Sistemas
dejen de interferir en su libertad de elección, y b) los problemas derivados de la
tecnología se pueden resolver con la tecnología.
El diagnóstico básico dice así. La televisión tal como la conocemos y la
sufrimos es «una tecnología con poderes supremos pero defectos fatídicos». El
defecto realmente fatídico es que toda la estructura de la programación
televisiva, la emisión y la recepción sigue estando determinada por las

54
limitaciones tecnológicas de los viejos tubos de vacío que posibilitaron desde el
principio la televisión. El

precio y complejidad de estos tubos usados en los televisores comportaba que la


mayor parte del procesamiento de señales tenía que hacerse en forma de [redes],

una situación que

dictaba que la televisión fuera un sistema verticalista: en términos electrónicos,


una arquitectura «maestro-esclavo». Unos cuantos centros de emisión
originarían programas para millones de receptores pasivos o «terminales no
inteligentes».

Para cuando el transistor (que hace esencialmente lo mismo que los tubos de
vacío pero en un espacio menor y a un precio más bajo) encontró aplicaciones
comerciales, el sistema televisivo verticalista de la tele ya estaba afianzado y
petrificado, condenando a los espectadores a una recepción dócil de programas
de cuya emisión por parte de unas pocas cadenas dependían, y creando una
«psicología de las masas» en la que un trío de programaciones alternativas
intentaba llegar a millones y millones de tipos como Joe Briefcase. Las señales
de la televisión eran ondas analógicas. Hace falta un medio analógico, ya que
«debido a la escasez de almacenamiento y procesamiento en el televisor, las
señales … tienen que ser ondas directamente visibles», y las «ondas analógicas
simulan de forma directa el sonido, el brillo y el color». Pero el receptor no
puede grabar ni modificar las ondas analógicas. Lo único que puede tener el
pobre espectador es lo que ve. Esta situación tiene consecuencias culturales que
Gilder describe con lujo apocalíptico de detalles. Incluso la Televisión de Alta
Definición (HDTV), presentada por la industria como el próximo gran adelanto
en el mundo del ocio, será, según Gilder, el mismo emperador vacío con un traje
más llamativo.
Pero para Gilder, la tele, todavía adherida a las tecnologías masivas y
jerárquicas de décadas anteriores, ahora está condenada por los avances del
microchip y la fibra óptica de los últimos años. El sencillo microchip, que
consolida la actividad de millones de transistores en una lámina de cuarenta y
nueve centavos y cuyas capacidades se volverán todavía más atractivas a medida

55
que la conducción controlada de electrones se acerque al paradigma geodésico
de eficacia, permitirá a los receptores —los televisores— llevar a cabo gran
parte del procesamiento de imágenes que hasta ahora el emisor ha llevado a cabo
«para» el espectador. En otra perspectiva igualmente afortunada, el transporte de
imágenes mediante fibra de vidrio en lugar de por el espectro electromagnético
permitirá que los televisores se conecten entre sí en una especie de red
interactiva en lugar de alimentarse todos pasivamente de la ubre transmisora de
un emisor único. Y las transmisiones por fibra óptica presentan la ventaja
adicional de que conducen caracteres de información digital. Dado que, tal como
explica Gilder, «las señales digitales tienen la ventaja sobre las analógicas de
que pueden ser almacenadas y manipuladas sin deterioro» y asimismo resultan
tan nítidas y carentes de interferencias como los discos compactos, permiten al
televisor equipado con microchips (y por tanto al espectador) disfrutar de gran
parte de las decisiones acerca de la selección, la manipulación y la
recombinación de las imágenes de vídeo que hoy día están restringidas al
director.
Para Gilder, el nuevo mueble que va a liberar a Joe Briefcase de la
dependencia pasiva es «el teleordenador, un ordenador personal adaptado al
procesamiento de vídeo y conectado mediante cables de fibra óptica a otros
teleordenadores de todo el mundo». El teleordenador conectado con fibra óptica
«deshará para siempre el cuello de botella de la emisión» que determina la
estructura televisiva de diseminación de imágenes de Uno Para Muchos. Ahora
todo el mundo será uno de esos tipos ajetreados con auriculares y portafolios. En
el nuevo milenio, la televisión americana se volverá por fin ideal y
republicanamente democrática: igualitaria, interactiva y «provechosa» sin ser
«injusta».
Vaya si conoce Gilder al público de sus «Grandes Temas». Uno casi puede
ver la saliva chorreando por los labios inferiores en las salas de juntas mientras
Gilder vaticina que todo el mundo complejamente borroso e inconvenientemente
transitorio del consumidor se va a volver almacenable, manipulable, transmisible
y visible en la comodidad de su propio apartamento. «Con una buena
programación de los teleordenadores, uno puede pasar el día interactuando en la
pantalla con Henry Kissinger, Kim Basinger o Billy Graham.» Unas
interacciones bastante siniestras, todo sea dicho, pero en Gilderlandia, a cada

56
cual lo suyo:

Las celebridades podrán producir y vender su propio software. Uno podrá ver la
Super Bowl desde cualquier punto del estadio que elija, o bien elevarse sobre la
canasta con Michael Jordan. Visitar a la familia de uno desde la otra punta del
mundo con imágenes en movimiento apenas distintas de las imágenes de la vida
real. Dar una fiesta de cumpleaños para la abuela en su asilo de Florida, llevando
a sus descendientes de todo el país hasta el pie de su cama a pleno color.

Y no solamente cálidas imágenes bidimensionales de la familia: cualquier


experiencia será transferible a imágenes y vendible, manipulable, consumible.
La gente será capaz de

ver paisajes cómodamente desde su sala de estar en pantallas de alta resolución,


visitar países del Tercer Mundo sin tener que preocuparse por tarifas aéreas o
cambio de moneda … se podrá volar en avión sobre los Alpes o escalar el
Everest: todo en una pantalla de alta resolución.

En breve, seremos capaces de diseñar nuestros sueños.


Resumiendo, un especialista conservador en tecnología ofrece una forma
realmente atractiva de contemplar la pasividad de los consumidores, la
institucionalización televisiva de la ironía, el narcisismo, el nihilismo, el
estatismo, la soledad. ¡No es culpa nuestra! ¡Es culpa de una tecnología pasada
de moda! Si la divulgación de la señal televisiva estuviera actualizada, le
resultaría imposible «institucionalizar» nada mediante su diabólica «psicología
de masas». Hagamos que Joe Briefcase, el pobre don nadie solitario, sea su
propio manipulador de fragmentos de vídeo. ¡En cuanto toda la experiencia se
reduzca a imágenes vendibles, en cuanto el receptor usuario de receptores de
fácil manejo pueda soltarse de la cordada y elegir libremente, americanamente,
de entre una variedad americanamente infinita de imágenes en movimiento
apenas distintas de las imágenes de la vida real, y luego pueda elegir además
cómo quiere almacenar, modificar, manipular, recombinar y presentar esas
imágenes para sí mismo en la intimidad de su hogar y de su cabeza, entonces se
romperá la presa irónica y totalitaria de la tele sobre la energía psíquica
americana!

57
Fíjense en que la visión semiconducida que tiene Gilder de un futuro de la
imagen libre y ordenado es mucho más optimista que la antigua visión que tenía
el posmodernismo de las imágenes y los datos. Las novelas de Pynchon y
DeLillo derivan metafóricamente del concepto de interferencia: cuantas más
conexiones, más caos y más difícil resulta elegir algún significado en el mar de
señales. Gilder diría que su pesimismo está pasado de moda y sus metáforas
infectadas con las deficiencias del transistor:

En todas las redes de cables y enlaces, salvo las que usan el microchip, la
complejidad tiende a crecer de forma geométrica a medida que aumenta el
número de interconexiones, (pero) en el laberinto de silicio de la tecnología del
microchip … la eficacia, no la complejidad, crece como el cuadrado del número
de conexiones que tienen que ser organizadas.

Más que una cultura televisiva banal ahogada en imágenes chabacanas, Gilder
vaticina una cultura televisiva redimida como por un número mucho mayor de
elecciones y un control mucho mayor sobre lo que uno… Ejem. ¿Ve?
¿Pseudoexperimenta? ¿Sueña?
Es descabelladamente poco realista pensar que el aumento de opciones
resolverá por sí mismo nuestro problema con la televisión. La llegada del cable
aumentó las opciones de cuatro o cinco a más de cuarenta alternativas
sincrónicas y en apariencia la televisión no ha aflojado su presa sobre la
conducta de las masas. Parece que Gilder percibe la ruptura inminente de los
noventa como la graduación de los espectadores americanos y su paso de la
recepción pasiva de facsímiles de experiencia a la manipulación activa de
facsímiles de experiencia. Vale la pena cuestionarse la definición de Gilder de
«pasividad» televisiva. Su nueva tecnología terminaría ciertamente con «la
pasividad de la mera recepción». Pero la pasividad del público, la aquiescencia
inherente en toda una cultura basada en el acto de mirar, no parece afectada por
los teleordenadores.
El atractivo de ver la televisión siempre ha estado relacionado con la
fantasía. Y la televisión contemporánea se ha vuelto inmensamente mejor a la
hora de permitir al espectador la fantasía de que puede trascender las
limitaciones de la experiencia humana, que puede estar dentro del televisor,
como imago, «siendo cualquiera y estando en cualquier lugar».[35] Dado que la

58
limitación del ser humano impone ciertas restricciones sobre el número de
experiencias que podemos tener en un periodo dado de tiempo, se puede afirmar
que los mayores «avances» en tecnología televisiva de los últimos años han
hecho poco más que secundar esta fantasía de evasión de los límites definitorios
del ser humano. El cable amplió nuestras opciones de realidades nocturnas; los
chismes a distancia nos permiten saltar instantáneamente de una realidad a otra;
los reproductores de vídeo nos permiten consignar experiencias a una memoria
eidética que permite re-experimentarlas en cualquier momento sin pérdida o
alteración. Esos avances se han vendido con brío y han aumentado las dosis
medias de consumo televisivo, pero está claro que no han hecho que la cultura
televisiva se volviera menos cínica o pasiva.
Por supuesto, la desventaja de la gran fantasía de la tele es que no es más que
una simple fantasía. Como lujo ocasional, mi escapada de los límites de la
experiencia verdadera está de coña. Como dieta habitual, sin embargo, es
inevitable que haga mi realidad menos atractiva (porque en ella soy el Dave de
siempre con límites y restricciones por todas partes), que me incapacite para
disfrutarla al máximo (porque me paso todo el tiempo fingiendo que no estoy en
ella) y me vuelva todavía más dependiente del artefacto que me permite una
evasión de lo que mi mismo escapismo vuelve desagradable.
Es difícil ver cómo la visión redentorial que tiene Gilder acerca de obtener
más «control» sobre la organización de fragmentos de fantasía de alta calidad va
a resolver la dependencia que forma parte de mi relación con la tele o va a
disipar la ironía impotente que tengo que usar para fingir que no soy
dependiente. Ya sea un espectador «activo» o «pasivo», tengo que seguir
fingiendo cínicamente, porque sigo siendo dependiente, porque mi verdadera
dependencia no lo es respecto de un programa en concreto o de unas cuantas
cadenas como no lo es la del drogadicto respecto del florista turco o del
refinador marsellés. Mi verdadera dependencia es respecto de las fantasías y las
imágenes que las hacen posibles, y por tanto respecto de cualquier tecnología
que pueda hacer las imágenes al mismo tiempo posibles y fantásticas. No se
equivoquen: dependemos de la tecnología de la imagen; y cuanto mejor es la
tecnología, más enganchados estamos.
La paradoja de las felices predicciones de Gilder es la misma que hay en
todas las formas de manipulación artificial. Cuanto más manipulador sea el

59
instrumento mediador —por ejemplo, prismáticos, amplificadores, ecualizadores
gráficos o «imágenes en movimiento apenas distintas de las imágenes de la vida
real»— más directa, nítida y real parece la experiencia, es decir, más directas,
nítidas y reales son la fantasía y la dependencia. Un crecimiento geométrico del
volumen de imágenes televisivas, y un aumento acorde de mi capacidad de
cortar, pegar, magnificar y combinarlas para satisfacer mi fantasía, no
conseguirán más que hacer que mi teleordenador interactivo se vuelva más
poderoso como manipulador y vehículo de fantasías, que mi fantasía sea más
fuerte y las experiencias reales de las que mi teleordenador ofrece simulacros
más atractivos y controlables resulten más tenues y frustrantes, y que yo sea
mucho más dependiente de uno de mis muebles. Aumentar el número de
opciones con una tecnología mejor no remediará absolutamente nada mientras en
la cultura americana no se consideren con seriedad mecanismos de información
acerca del valor comparativo y guías que orienten acerca de cómo y por qué
elegir entre experiencias, fantasías, creencias y predilecciones. Hum, esa
información y orientación solían estar entre las tareas de la literatura, ¿no es
cierto? Pero ¿quién va a querer tomarse esas cosas en serio en la vida extática
postelevisiva, cuando Kim Basinger está esperando que interactuemos con ella?
Dios mío, acabo de releer mis críticas a Gilder. He escrito que es ingenuo.
Que es un apologeta disfrazado del interés corporativo. Que su libro tiene
anuncios. Que debajo de su futurismo no hay más que el mismo rollo americano
de siempre que nos metió en este jaleo de la televisión. Que Gilder subestima de
forma descabellada la intratabilidad de dicho jaleo. Su irresolubilidad. Nuestra
credulidad, nuestro cansancio y disgusto. Mi actitud, al leer a Gilder, ha sido
sardónica, arrogante y deprimida. He intentado que su libro resulte ridículo (lo
es, pero aun así). Mi lectura de Gilder ha sido televisiva. Estoy dentro del aura.
En fin, al menos el bueno de Gilder no es irónico. En este sentido es como
una brisa fresca de verano al lado de Mark Leyner, el joven redactor de textos
publicitarios médicos de Nueva Jersey cuyo libro My Cousin, My
Gastroenterologist es la sensación más fuerte para la modernez universitaria
desde El manantial. La novela de Leyner ejemplifica una tercera clase de
solución literaria a nuestro problema. Y es que por supuesto los jóvenes
escritores americanos pueden «resolver» el problema de estar atrapados en el
aura televisiva de la misma forma que los postestructuralistas franceses pueden

60
«resolver» su enredo desesperado con el logos. Podemos resolver el problema
celebrándolo. Trascender los sentimientos de angustia causados por la masa
arrodillándonos ante ellos. Podemos ser reverentemente irónicos.
My Cousin, My Gastroenterologist no constituye una novedad como especie
sino como grado. Es un compuesto mezedrínico de pastiche pop, alta tecnología
improvisada y deslumbrante parodia televisiva, formado mediante
yuxtaposiciones surrealistas, monólogos agramaticales y montajes vertiginosos,
y envuelto en una ironía infatigable diseñada para lograr que su tono frenético
resulte irreverente en lugar de repelente. ¿Quieren parodias de la cultura
comercial?

Me acababan de echar de McDonald’s por negarme a llevar falda escocesa


durante la semana de promoción de su nuevo sándwich McHaggis.

coge un ejemplar de das plumpe denken la revista informativa en alemán con


peor reputación de nueva inglaterra explosión en fábrica de natillas mata a un
filatélico pasa página encuentran en canadá semen radiactivo que brilla en la
oscuridad pasa página hotentotes actuales llevaban a un joven en envoltorio
reutilizable para bocadillos pasa página wayne newton llama al útero materno
jardín del edén individual morgan fairchild llama a sally struthers loni
anderson

¿de qué color es tu mozzarella? le pregunté a la camarera es rosa, del mismo


color que la parte de arriba del envase de los desodorantes en barra mennen
lady, ¿conoces ese color? no, señora le dije es el mismo color que usan para
las maquinillas gillete desechables para señoras … ¿te suena ese color? pues
no, es el mismo color rosa que el pepto-bismol, ¿conoces ese color? ah, sí, le
dije, y bueno, ¿tienes espaguetis?

¿Quieren parodias descarnadas de la televisión?

Muriel sacó la Guía de TV, buscó el martes a las 20:00 y leyó en voz alta: …
Hay un programa que se titula «Tumulto de vello púbico y de penes flácidos
bamboleantes mientras hombres desnudos, gordezuelos y sudorosos escapan de
la sauna gritando ¡Una serpiente! ¡Una serpiente!»… También salen Brian

61
Keith, Buddy Ebsen, Nipsey Russell y Lesley Ann Warren

¿Les gusta la autorreferencia humorística? El último capítulo de la novela es una


parodia de su propia página de información «Sobre el autor». ¿O acaso lo que les
gusta es la anulación sofisticada de la identidad?

La abuela enrolló una revista y golpeó a Buzz en un lado de la cabeza … A


Buzz se le cayó la máscara. No tenía piel debajo de la máscara. Había dos
globos oculares conectados con cables a una masa de musculatura viscosa y
sanguinolenta.

No sé si es humana o un androide ginomórfico de quinta generación, ni me


importa.

¿Las meditaciones paródicas sobre el flujo ilimitado de monocultura televisiva?

Agito una jarra de martini con Tanqueray con una mano y deslizo una bandeja
de almejas heladas oreganata dentro del horno con el pie. ¡Caramba, qué buenos
son estos supositorios de mezedrina que me dio el yogui Vithaldas! Mientras
plancho unos pantalones cortos de tenis dicto un haiku a la grabadora y luego …
me ejercito tres minutos con la bolsa de velocidad antes de hacer una mantis
religiosa de origami y leer un artículo en la revista High Fidelity mientras
remuevo el coq au vin.

¿La decadencia tanto de los límites como de la integridad del individuo humano?

Había una mujer con la cara hundida y arrugada de una vieja de ochenta o
noventa años. Aquella vieja podrida, aquella aparente octogenaria, tenía el
cuerpo de un nadador olímpico. Los brazos largos y nervudos, el poderoso torso
superior en forma de V y sin una gota de grasa…

para instalar su cabeza de repuesto, coloque la cabeza montada sobre la abertura


del cuello, inserte los pernos-guía en los orificios de soporte … si después de
instalar su nueva cabeza es usted incapaz de discernir las contradicciones de los
modos de producción capitalista, entonces es que la cabeza está mal instalada o
bien es defectuosa.

62
En realidad, una de las obsesiones continua de My Cousin, My
Gastroenterologist es esta yuxtaposición de partes de individuos, gente y
máquinas, sujetos humanos y objetos discretos. La narrativa de Leyner es, en
este sentido, una réplica elocuente al vaticinio de Gilder de que los problemas de
nuestra cultura televisiva pueden resolverse desmantelando las imágenes en
porciones discretas que luego podemos recombinar como deseemos. El mundo
de Leyner es una distopía gilderiana. La pasividad y la decadencia esquizoide
persisten para Leyner en las recepciones de imágenes y olas de datos que llevan
a cabo sus personajes. La capacidad de combinarlas solamente añade una capa
de desorientación: cuando toda la experiencia se puede deconstruir y
reconfigurar, simplemente habrá demasiadas opciones. Y en ausencia de guías
creíbles y no comerciales para vivir, la libertad de elección resulta tan
«liberadora» como un mal viaje de ácido: cada uno de los cuantos es tan bueno
como el siguiente y el único criterio de calidad de un constructo particular es su
extrañeza, su incongruencia, su capacidad para destacar entre una multitud de
otros constructos de imágenes y dejar pasmados a algunos espectadores.
La propia novela de Leyner, con su ansia anfetamínica de dejar pasmado al
lector, marca la frontera oscura de la narrativa de la imagen: la absorción por
parte de la literatura no solamente de los iconos, las técnicas y los fenómenos de
la televisión, sino de todo el objetivo de la televisión. La única meta de My
Cousin, My Gastroenterologist es, en última instancia, dejar pasmado,
asegurarse de que el lector está complacido y sigue leyendo. El libro hace esto a)
halagando al lector con apelaciones a su Weltschmerz posmoderna y erudita, y b)
recordando de forma incesante al lector que el autor es inteligente y gracioso. El
libro en sí resulta extremadamente gracioso, pero no gracioso del mismo modo
que los chistes. No es que pase ninguna cosa graciosa, sino que se imaginan y se
señalan de forma autoconsciente cosas graciosas, como cuando un cómico
pregunta «¿Se han fijado alguna vez en que…?» y «¿Alguna vez se han
preguntado qué pasaría si…?».
En realidad, el denso estilo imaginista de Leyner a menudo se parece a una
especie de comedia lapidaria de micrófono:

De pronto Bob ya no podía hablar bien. Había sufrido una especie de afasia
espontánea. Pero no era una afasia total. Podía hablar pero solamente de una

63
forma entrecortada parecida al estilo de la televisión. Así es como describía
conducir por el Medio Oeste por la interestatal 80: «Maíz maíz maíz maíz
cobertizos. Maíz maíz maíz maíz cobertizos».

hay un bar en la autopista que sirve casi exclusivamente a las autoridades y que
no sirve más bebidas que cerveza light y no sirve más comida que ternera con
langosta y el sitio está lleno de polis y agentes del estado y profesores de
gimnasia y boinas verdes y empleados de peaje y guardabosques y guardias de
tráfico y árbitros

La respuesta narrativa de Leyner a la televisión no es tanto una novela como una


colección de prosa televisiva ingeniosa, erudita y de una calidad magnífica. La
velocidad y la nitidez reemplazan al desarrollo. La gente aparece y desaparece;
los acontecimientos tienen lugar con estridencia y ya no se vuelven a mencionar.
Hay un rechazo descaradamente irreverente de conceptos «pasados de moda»,
como la trama coherente o los personajes duraderos. En cambio, hay una serie de
viñetas paródicas deslumbrantemente creativas, diseñadas para apelar a los
cuarenta y cinco segundos de concentración casi zen que llamamos el lapso de
atención televisiva. En ausencia de trama, lo que unifica las viñetas son estados
de ánimo: la ansiedad histriónica, la parálisis causada por el estímulo excesivo
de demasiadas opciones sin manual del usuario y el desparpajo irreverente hacia
la realidad televisiva. Y, a la manera de las películas, los vídeos musicales, los
sueños y los programas de televisión, hay «Imágenes Clave» recurrentes, que
aquí son drogas exóticas, tecnologías exóticas, comidas exóticas y trastornos
intestinales exóticos. No es casualidad que la preocupación central de My
Cousin, My Gastroenterologist sea la digestión y la evacuación. El reto burlón
que plantea al lector es el mismo que plantea el flujo televisivo de realidades y
opciones: ABSÓRBEME, DEMUESTRA QUE ERES LO BASTANTE CONSUMIDOR.
La obra de Leyner, la mejor narrativa de la imagen que ha habido hasta el
momento, es al mismo tiempo asombrosa y olvidable, maravillosa y
extrañamente banal. He decidido terminar demorándome en ella porque, gracias
a su genial reabsorción de los mismos rasgos que la tele ha absorbido del arte
posmoderno, el libro de Leyner parece la unión definitiva de la narrativa y la
televisión americanas. También parece proporcionar un remedio simple a los
aprietos de la narrativa de la imagen: lo mejor que el subgénero ha producido

64
hasta la fecha es hilarante, ofensivo, sofisticado y extremadamente banal:
condenado a la banalidad por su deseo de ridiculizar una cultura televisiva cuya
burla de sí misma y de todo valor ya absorbe cualquier ridiculización. El intento
que lleva a cabo Leyner de «responder» a la televisión mediante la genuflexión
irónica queda fácilmente subsumido por el viejo ritual televisivo de la falsa
veneración. Queda muerto en la página.
Es del todo posible que mis quejas plañideras por la imposibilidad de
rebelarse contra un aura que promueve y corrompe cualquier rebelión digan más
acerca de mi residencia en el aura que sobre el aura en sí misma, más sobre mi
propia falta de visión que sobre ningún agotamiento de las posibilidades de la
narrativa americana. Los próximos «rebeldes» literarios verdaderos de este país
podrían muy bien surgir como una extraña banda de antirrebeldes, mirones natos
que, de alguna forma, se atrevan a retirarse de la mirada irónica, que realmente
tengan el descaro infantil de promover y ejecutar principios carentes de dobles
sentidos. Que traten de los viejos problemas y emociones pasados de moda de la
vida americana con reverencia y convicción. Que se abstengan de la
autoconsciencia y el tedio sofisticado. Por supuesto, estos antirrebeldes
quedarían pasados de moda antes de empezar. Muertos en la página. Demasiado
sinceros. Claramente reprimidos. Anticuados, retrógrados, ingenuos,
anacrónicos. Quizá se trate de eso. Quizás esa es la razón de que vayan a ser los
próximos rebeldes verdaderos. Los rebeldes verdaderos, por lo que yo sé, se
arriesgan a ser desaprobados. Los viejos rebeldes posmodernos se expusieron a
los chillidos de asco: al horror, al disgusto, al escándalo, la censura, las
acusaciones de socialismo, anarquismo y nihilismo. Los riesgos actuales son
distintos. Los nuevos rebeldes pueden ser artistas que se expongan al bostezo, a
los ojos en blanco, a la sonrisita de suficiencia, al golpecito en las costillas, a la
parodia de los ironistas y al «Oh, qué banal». A las acusaciones de
sentimentalismo y melodrama. De exceso de credulidad. De blandura. De
dejarse embaucar de buena gana por un mundo de mirones y seres acechantes
que temen al miedo y al ridículo más que al encarcelamiento sumario. Quién
sabe. Los narradores actuales más cotizados parecen una especie de final del
final de la línea. Supongo que eso comporta que cada cual ha de sacar sus
conclusiones. Tiene que sacarlas. ¿Se sienten ustedes inmensamente
complacidos?

65
1990

66
Notas

67
[2] Esta frase, y por tanto parte del título de este ensayo, recuperan la genial

expresión usada en «Faking It» de Michael Sorkin, publicado en Todd Gitlin,


ed., Watching Television, Random House/Pantheon, 1987. [También juega con
el lema del escudo de Estados Unidos: «E pluribus unum», ‘Uno compuesto de
muchos’ o ‘La unidad en la pluralidad’. (N. del E.)] <<

68
[3]
Citado por Stanley Cavell en Pursuits of Happiness, Harvard University
Press, 1981 [hay trad. cast.: La búsqueda de la felicidad: la comedia de enredo
matrimonial en Hollywood, Paidós, Barcelona, 1999]; ibid. las citas posteriores
de Emerson. <<

69
[4] Bernard Nossiter, «The F.C.C.’s Big Giveaway Show», Nation, 26 de octubre

de 1985, p. 402. <<

70
[5] Janet Maslin, «It’s Tough for Movies to Get Real», New York Times, sección

de artes y ocio, 5/8/1990, p. 9. <<

71
[6] Stephen Holden, «Strike the Pose: When Music Is Skin-Deep», ibid., p. 1 <<

72
[7] Sorkin, p. 163. <<

73
[8] Daniel Hallin, «We Keep America On Top of the World», en la antología de

Gitlin. <<

74
[9] Barbara Tuchman, «The Decline of Quality», New York Times Magazine, 2 de

noviembre de 1980. <<

75
[10] Alexis de Tocqueville, Democracy in America, Vintage, edición de 1945, pp.

57 y 73 [hay trad. cast.: La democracia en América, Alianza Editorial, Madrid].


<<

76
[11] Esta definición no la he sacado de ninguna fuente autorizada pero me parece

bastante modesta y sensata. <<

77
[12] Don DeLillo, White Noise, Viking, 1985, p. 72 [hay trad. cast.: Ruido de

fondo, Circe, Barcelona, 1994]. <<

78
[13] Octavio Paz, Children of the Mire, Harvard University Press, 1974, pp. 103-

118 [Los hijos del limo, Seix Barral, Barcelona, 1998[5]]. <<

79
[14] Este profesor era la clase de individuo que decía «cualesquiera elementos»

cuando lo más sencillo y adecuado sería decir «todos los elementos», para que se
hagan una idea. <<

80
[15] Si quieren ver una andanada típica de esta guerra generacional, lean «A

Failing Grade for the Present Tense», de William Gass, en el New York Times
Book Review del 11 de octubre de 1987. <<

81
[16] En Bill Knott, Love Poems to Myself, Book One, Barn Dream Press, 1974.

<<

82
[17] En Stephen Dobyns, Heat Death, McLelland and Stewart, 1980 <<

83
[18] En Bill Knott, Becos, Vintage, 1983. <<

84
[19] Don DeLilIo, Ruido de fondo, Circe, Barcelona, 1994, pp. 21-22. <<

85
[20] Michael Martone, Fort Wayne Is Seventh on Hitler’s List, Indiana University

Press, 1990, p. ix. <<

86
[21] Mark Leyner, My Cousin, My Gastroenterologist, Harmony/Crown, 1990, p.

82. <<

87
[22] Mark Crispin Miller, «Deride and Conquer», en la antología de Gitlin. <<

88
[23] De Foote, Cone y Belding, citado por Miller, o sea, que el tipo lo dijo a

mediados de los ochenta. <<

89
[24]
Algo parecido se dice sobre Corrupción en Miami en «We Build
Excitement», el ensayo que incluye Todd Gitlin en su propia antología. <<

90
[25] Miller, p. 194. <<

91
[26] Miller, p. 187. <<

92
[27] «Deride and Conquer» de Miller ofrece un análisis semejante de las
comedias de situación, pero Miller termina afirmando que la cuestión central es
algún extraño elemento freudiano-patricida en la percepción que la comedia
televisiva tiene del padre. <<

93
[28] Lewis Hyde, «Alcohol and Poetry: John Berryman and the Booze Talking»,

American Poetry Review, reimpreso en la antología Pushcart Prize de 1987. <<

94
[29] Fredric Jameson, «Postmodernism, or the Cultural Logic of Late
Capitalism», New Left Review, n.° 146, verano de 1984, pp. 60-66. <<

95
[30] Pat Auferhode, «The Look of the Sound», en la misma antología de Gitlin de

siempre, p. 113. <<

96
[31] Miller, p. 199. <<

97
[32] Greil Marcus, Mystery Train, Dutton, 1976. <<

98
[33] Hyde, op. cit. <<

99
[34] Ruido de fondo, p. 22. <<

100
[35] Términos que Gitlin usa en «We Build Excitement». <<

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