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APRENDER A APRENDER
“Aprender a aprender supone disponer de habilidades para iniciarse en el aprendizaje y ser
capaz de continuar aprendiendo de manera cada vez más eficaz y autónoma de acuerdo a los
propios objetivos y necesidades. Esta competencia tiene dos dimensiones fundamentales. Por
un lado, la adquisición de la conciencia de las propias capacidades (intelectuales, emocionales,
físicas), del proceso y las estrategias necesarias para desarrollarlas, así como de lo que se puede
hacer por uno mismo y de lo que se puede hacer con ayuda de otras personas o recursos. Por
otro lado, disponer de un sentimiento de competencia personal, que redunda en la motivación,
la confianza en uno mismo y el gusto por aprender. Significa ser consciente de lo que se sabe y
de lo que es necesario aprender, de cómo se aprende, y de cómo se gestionan y controlan de
forma eficaz los procesos de aprendizaje, optimizándolos y orientándolos a satisfacer objetivos
personales. Requiere conocer las propias potencialidades y carencias, sacando provecho de las
primeras y teniendo motivación y voluntad para superar las segundas desde una expectativa de
éxito, aumentando progresivamente la seguridad para afrontar nuevos retos de aprendizaje..."
(Córdoba)
La repetición de los elementos puede realizarse de forma individual (repetir los elementos
uno a uno) o acumulativa (repetir los elementos que van apareciendo junto con los que ya han
aparecido, una y otra vez). El fundamento teórico de estrategia radica en la noción de que la
repetición de la información novedosa en la memoria activa o memoria a corto plazo facilita su
transferencia al registro más permanentemente denominado memoria a corto plazo (Atkinson
y Shiffrin, 1968). La mera repetición de la información es una estrategia menos eficaz que
cualquier tipo de elaboración, pero también implica menos esfuerzo; de ahí que, dependiendo
del objetivo para el que se pretendan recordar los datos, pueda ser suficiente y adecuada (Por
ejemplo: repetir un número de teléfono hasta el momento de marcarlo). Resulta relativamente
sencillo mejorar el empleo de esta estrategia, incluso en poblaciones especiales. En un estudio,
Neus, Ornstein y Aviano (1977) entrenaron a niños de 8 años (que normalmente repiten las
palabras de una en una, o, a lo sumo, de dos en dos) para que repitieran la información de forma
más activa, tal y como tienden a hacerlo los niños de 11 años: repetir las palabras de 3 en 3 (la
palabra que se presenta y las dos que le preceden). Los resultados indicaron una notable mejoría
en el recuerdo y el establecimiento de patrones de repetición maduros.
Estrategias de categorización.
Cook (1989) revisó 60 estudios en los que se habían empleado mnemotecnias verbales con
poblaciones de estudiantes, escolares, deficientes mentales, personas con lesiones cerebrales y
ancianos. En general, los resultados indicaban que estas técnicas, además de usarse
espontáneamente con relativa frecuencia, resultaban más eficaces que condiciones de control
como la estrategia de repetición para casi todos los grupos; no obstante, los escolares y aquellos
con retraso en el desarrollo cognitivo tenían dificultades para generar por sí mismos este tipo
de elaboraciones.
Algunos de los métodos basados en la elaboración verbal de la información consisten en
insertar ésta en historias que se van creando a medida que se lee con el fin de que el hilo
argumental de la historia actúe durante los tres momentos del procesamiento: primeramente,
durante la adquisición, el argumento sirve para conectar y organizar materiales que pudieran
resultar inconexos o arbitrarios; a continuación, durante el mantenimiento, ayuda a que la
historia elaborada se conecte con otra información registrada en la memoria, lo cual facilita, por
último, su posterior recuperación, ya sea a través del propio hilo argumental o de las conexiones
establecidas con otros materiales. Los sujetos a quienes se entrene en este tipo de métodos
deben poseer una cierta madurez cognitiva, ya que la prueba de recuerdo se convierte en una
prueba de discriminación, dentro de la propia memoria, entre la información que se intenta
recordar y la que la acompaña como producto de la elaboración. A pesar de tratarse de una
situación de elaboración verbal, es frecuente que incluya aspectos imaginativos generados
espontáneamente a partir de la historia construida que también favorecen el recuerdo de la
información.
Como alternativa a estos métodos, Pressley y sus colaboradores han presentado el método
de la interrogación elaborativa como idóneo para el recuerdo de textos. El método consiste en
hacerse preguntas de por qué y responderlas de forma explicativa a medida que se va leyendo
o intentando anticipar el contenido de los párrafos venideros. Los resultados indican que la
generación de explicaciones, previas o posteriores a la lectura, mejora significativamente el
aprendizaje de los materiales.
Andre y Anderson (1978-1979) analizaron los efectos de los distintos tipos de entrenamiento
en estudiantes de cursos equivalente al BUP: 1) Volver a leer el texto como ayuda para su
estudio; 2) Formular preguntas y respuestas a medida que iban leyendo; y 3) Aprender cómo
hacer preguntas y usarlas para supervisar su aprendizaje. Los resultados indicaron que los dos
grupos que hacían preguntas (2 y 3) aprendían más que los que volvían a leer el texto, pero las
ganancias fueron mayores en el tercer grupo; además los estudiantes que mostraban menos
habilidades al comienzo del programa fueron quienes más se beneficiaron del entrenamiento.
La lógica subyacente a las técnicas de autocuestionamiento es que para poder procesar,
entender y recordar cualquier tipo de material es necesario tener activado el esquema mental
de los conocimientos relevantes para ese material.
En una modificación de esta técnica, Wong y Jones (1982), emplearon el método de las
autoinstrucciones de Meichenbaum. La experimentadora servía de modelo y se hacía cinco
preguntas a sí misma sobre cada una de las cinco fases: 1”¿Qué es lo que tengo que hacer?
Escribir la continuación de esta frase”; 2 “¿Cómo tiene que ser la continuación? Tiene que
hacerme comprender por qué este tipo de hombre hizo una cosa así”; 3 “¿Cómo empiezo?
Vamos a pensar, ¿qué sé de las personas altas? ¿Por qué compraría galletas un señor alto?” ; 4
“¿Vamos a ver qué tal es mi continuación: ¿Me explica de verdad por qué podría hacer esto un
señor alto?” y 5 “Me tengo que felicitar: Muy bien, lo he hecho muy bien. Estas preguntas y
respuestas estaban escritas en tarjetas grandes y permanecían expuestas durante las dos
sesiones de entrenamiento (de media hora cada una). En cada sesión, había dos frases de
práctica en las que la entrenadora se hacía las preguntas y se daba las respuestas a sí misma.
Luego, los niños lo hacían por sí mismos, salvo cuando se veía que no encontraban respuestas y
se le proporcionaba ayuda. Los niños recibían entrenamiento en diez frases distintas y tenían
que verbalizar en voz alta, tanto cada una de las preguntas, como sus respuestas. Este
entrenamiento produjo, no solo una mejora notable en la elaboración de continuaciones
precisas a cada frase, sino una mejora en el recuerdo de frases nuevas, aparentemente
arbitrarias.
Distribución racional del tiempo y el esfuerzo.
La mayoría de los aprendices maduros poseen conocimientos generales aplicables a todas las
estrategias: saben que lleva tiempo y esfuerzo emplearlas, pero que, si se usan adecuadamente,
ayudan a mejorar el recuerdo del material. Además, poseen conocimientos específicos de
alguna de ellas: cuándo es conveniente usarla, con qué tipo de material, etc. Gran parte de ello
puede haberse aprendido por experiencia: se sabe si en el pasado funcionó o no con algún
material similar.
En lo que a la aplicación de estrategias de metamemoria respecta, hay que tener en cuenta,
sobre todo cuando se trata de niños, que tienden a dar más importancia al grado de esfuerzo
requerido para la aplicación de una estrategia que a la cantidad de material que tengan que
recordar. El esfuerzo percibido es una variable determinante de la motivación para el uso de las
estrategias y de las atribuciones infantiles de éxito y fracaso. De ahí que el programa de
entrenamiento deba proponer cierta distribución jerárquica del tiempo. Naturalmente, para
dedicar más tiempo a los conceptos principales hay que saber, en primer lugar, identificar éstos.
Para ello se pueden señalar explícitamente, si se considera que el esfuerzo de localizarlos y
aprender una nueva estrategia puede desbordar la capacidad atencional o disposición de los
sujetos y, en un momento posterior, combinar el empleo del recurso mnemotécnico con alguno
de los métodos desarrollados para localizar las ideas principales en los programas de
comprensión lectora.
También es conveniente plantear una distribución diferencial del esfuerzo y emplear más
tiempo en estudiar el material que todavía no se sabe que aquél que ya se domina. Para ello hay
que utilizar técnicas de autocontrol y autoexamen con el fin de que los sujetos identifiquen qué
es lo que saben y qué es lo que todavía no han conseguido aprender. El componente de
racionalización del tiempo y el esfuerzo es uno de los más complejos y de más difícil
establecimiento de cualquier programa de mejora del rendimiento metacognitivo, porque no
hay una “receta” precisa para su instrucción y varía en función de la persona, los materiales y la
tarea considerada. No obstante su inclusión es necesaria para no convertir el entrenamiento en
una mera repetición mecánica de técnicas y porque, incluso cuando se trata de poblaciones
especiales, una buena distribución del tiempo de estudio puede conducir a resultados
superiores que el empleo de estrategias de memoria concretas.
Aprender a leer constituye una tarea sumamente específica que, a su vez, constituye la de la
mayor parte del aprendizaje posterior, por lo que podríamos caracterizar al aprendizaje de la
lectura como genérico y básico; a esto alude la importante distinción que en el ámbito social y
cultural se establece entre sujetos “alfabetizados” y analfabetos.
Se ha sostenido que el lenguaje escrito posee rasgos distintivos que lo diferencian del
lenguaje hablado; sin embargo, numerosos y relevantes autores, como Sausure (1916), Tartaglia
(1972) o Wardhaugh (1976) piensan que aquél es un simple reflejo de éste del que depende
filogenética y ontogenéticamente; la argumentación se basa en que el “habla” es universal y la
“escritura” no, que el habla precede a la escritura, que las formas escritas representan y se basan
en las formas orales, etc. A pesar de ello, algunos autores como Vygotsky (1964 - 1978),
Mathesius (1975) o Scinto (1986) sostienen que la adquisición del lenguaje escrito no consiste
simplemente en una variante notacional del lenguaje hablado, antes al contrario, se configura
en los niños como un sistema independiente, como una forma de lenguaje sui generis con
funciones específicas. Entre los rasgos que definen esta especificidad figuran, en primer lugar,
la permanencia de los signos escritos, lo que permite un análisis más detallado del lenguaje
escrito, volver hacia atrás, combinar la linealidad discursiva con una cierta circularidad
reversible, y, sobre todo, la fijación del texto; en segundo lugar, el texto escrito distancia al
escritor del lector, física y psicológicamente, lo que impide o dificulta la interacción inmediata,
minimiza o suprime el contexto y los indicadores de la situación, por lo que el texto ha de ser
autosuficiente para transmitir el mensaje; en tercer lugar, el lenguaje escrito favorece el
desequilibrio entre los participantes del proceso comunicativo al primar el punto de vista del
autor, lo que otorga al texto el carácter de algo cerrado, frente a lo que el lector únicamente
puede ser un receptor pasivo, o por el contrario gira en torno al lector, en cuyo caso el texto es
una simple propuesta que ha de ser interpretada, elaborada y construida por el lector, lo que
dota al texto de un carácter permanentemente abierto; en cuarto lugar, el aprendizaje de la
lectura, a diferencia del habla, es consciente, fruto de una actividad laboriosa e intencional.
Junto a estas diferencias, también hay una serie de semejanzas entre lenguaje hablado y
escrito, una evidente dependencia parcial de éste respecto de aquél, y, sobre todo, la
equivalencia entre ambos, lo que implica la posibilidad, e, incluso, la necesidad de una ocasional
o permanente traducción o translación entre ellos.
Lo que siempre existe entre el habla y la escritura es un conjunto de reglas de traducción que
permiten pasar de una a otra y recíprocamente. Lo que diferencia al primer del segundo
momento es que, en aquél, el manejo del lenguaje escrito exige siempre la mediación del
lenguaje hablado, mientras que en éste tal mediación puede darse o no según las circunstancias
y los procesos implicados. En el caso de que no exista tal mediación, el lenguaje escrito adquiere
plena independencia, en cualquier caso, las diferencias específicas del lenguaje escrito se
convierten en variables del procesamiento del lenguaje y del desarrollo cognitivo.
Aprendizaje de la lectura.
Uno de los procesos cognitivos más complejos que lleva a cabo el hombre es precisamente la
lectura y el aprender a leer constituye una tarea difícil y decisiva a través de la cual los niños se
insertan en una sociedad y una cultura desarrollada.
Caben tres conceptos diferentes de lectura. El que la reduce a la mera descodificación de
estímulos gráficos (grafemas) en sonidos (fonemas). Un segundo concepto incluye dentro de la
lectura la comprensión, la extracción del significado. Un tercer concepto incorpora actividades
cognitivas más complejas que llevan al sujeto a la apropiación del contenido y a la utilización del
significado del texto escrito para incrementar su conocimiento, para ir más allá de lo dado o
simplemente disfrutar con él.
Por otro lado, leer es una actividad sumamente flexible y adaptable a los propósitos del lector,
a la naturaleza y legibilidad del texto y a los diferentes niveles de procesamiento. Así, resulta
bastante diferente la operación de leer cuando se busca extraer un detalle o dato particular,
cuando se interpretan o se siguen unas instrucciones o cuando se persigue exclusivamente el
placer estético. Igualmente, el proceso de la lectura es muy distinto si se lee un texto fácilmente
legible y transparente que si se lee un texto tipográfica y lingüísticamente complejo. Por último,
los diferentes niveles de procesamiento implicados dan lugar a tipos diferentes de lectura:
lectura automática, cuando uno lee distraído y no se cuenta del significado del texto; lectura
comprensiva, cuando se está atento y se busca conscientemente entender lo que dice el texto;
lectura crítica, cuando se pone el lector en lugar del autor y de otros lectores y trata de
extrapolar y valorar el texto.
Algunos autores entienden que existe una habilidad específica que podría denominarse
competencia lectora, análogamente a como se denomina competencia lingüística a la capacidad
de conocer y manejar el lenguaje; aún así, esta competencia lectora entrañaría numerosas
habilidades para manejar los componentes fonológicos, morfosintácticos y semánticos del
lenguaje escrito. Pero hoy parece indiscutible que en la lectura intervienen numerosas variables
(genéticas y ambientales) además de las estrictamente lingüísticas y que incluyen variables
orgánicas (neurológicas y sensoriales) y cognitivas (procesos atencionales, perceptivos,
mnémicos, de categorización, inferenciales, de solución de problemas, etc.). Esta complejidad y
pluridimensionalidad de la lectura aparece también en los diferentes modelos que se han
propuesto: de procesamiento de información, de análisis por síntesis, de mediación fonológica,
etc.
En todo este complejo y aparentemente enmarañado procesamiento hay dos momentos
claves que han atraído la atención de los investigadores: el reconocimiento de palabras y la
comprensión del texto. Cada uno de ellos ha dado lugar a una abundante investigación empírica
y a una gran elaboración teórica con el objetivo de explicar cómo reconocemos las palabras con
su adecuado significado a partir de una serie de símbolos gráficos; y cómo comprendemos un
texto a partir del reconocimiento de las palabras que lo componen.
Los resultados mejor contrastados de las sucesivas investigaciones parecen indicar, en el
primer caso, que la instrucción en los primeros años debe basarse en la descodificación grafema-
fomena, aunque los lectores más expertos utilicen frecuentemente el contexto y, en el segundo
caso, que el reconocimiento de palabras automático es necesario para poder dedicar los
limitados recursos atencionales a los procesos más complejos de la comprensión.
Los niños aprenden a leer con todos los métodos y no están claras las consecuencias de haber
utilizado uno y otro; igualmente, en la mayoría de las ocasiones parece irrelevante para el
aprendizaje posterior el hecho de que se haya iniciado un poco antes o un poco después; lo que
importa en ambos casos es que se haya aprendido bien, sin que hasta ahora se pueda asegurar
cuáles son los métodos y el momento más adecuados.
De ahí que la investigación tienda a desplazar su foco, por un lado, hacia la especificación de
los factores responsables de las dificultades lectoras: educativos (retraso en el aprendizaje),
socioculturales (analfabetismo funcional o total) y psicológicas (productoras de dislexias); por
otro lado, hacia las estrategias para conseguir el éxito continuado en el proceso de aprender a
leer.
El tratar con éxito de minimizar la influencia negativa de estos factores constituye un objetivo
de largo alcance que compromete a la sociedad entera, al sistema global de educación y a la
actividad vigilante de todos los implicados en el proceso de instrucción.
Se tiene que aprender a leer más que enseñara a leer, la lectura tiene que ser entendida como
una actividad espontánea y libre del lector, no como una obligación escolar o social a la que hay
que someterse.
En segundo lugar, hay que entender la lectura como un proceso flexible y adaptativo: ha de
adaptarse a la naturaleza y/o la mayor o menor legibilidad del texto, a las condiciones del sujeto
lector (necesidades, capacidad, propósitos) y a las características de la situación.
En tercer lugar, ha de fomentar el desarrollo de las adecuadas habilidades metacognitivas:
conocimiento de los aspectos relevantes del texto (si es fácil o difícil, qué elementos son
esenciales y cuáles accesorios, qué restricciones impone el texto, cuál es su estructura, si existen
incoherencias, contradicciones o irregularidades, etc.), aplicación oportuna de diferentes
estrategias (tomar notas, subrayar, resumir, hacer diagramas, etc.), control de lo que el lector
hace y debe hacer, incluyendo el autocontrol que constituye la clave de toda la actividad
metacognitiva y, sobre todo, desarrollo de las habilidades específicamente lingüísticas.
De esta forma, se podrá dejar en las manos de cada lector los instrumentos adecuados para
que nunca acabe de aprender a leer, que es justamente el objetivo adecuado de todo programa
serio de enseñanza de la lectura. El niño, así, no se encontrará forzado a leer, ni huirá del libro,
sino que encontrará en la lectura una satisfacción y un medio poderoso para su propio desarrollo
y su inserción en la sociedad y en el mundo que le ha tocado vivir.
En los últimos años han aparecido una serie de estrategias metacognitivas entre las que
destacan las de Baker y Brown (1981), la de Palinasar y Brown (1984), la de Paris, Cross y Lipson
(1984), la de Garner (1987), la de Weinstein (1988), la de King (1991), la de González Fernández
(1992).
Baker y Brown (1981) hacen un listado de las estrategias activas de lectura que conducen a la
comprensión:
1. Clarificar el propósito de la lectura, o sea, entender las demandas implícitas y explícitas
de la tarea.
2. Identificar los aspectos importantes del mensaje.
3. Centrar la atención en los contenidos principales y no en los superfluos.
4. Controlar la marcha de las actividades para darse cuenta de si se está comprendiendo.
5. Autocuestionarse para saber si se están alcanzando las metas.
6. Emprender acciones correctoras cuando se detecta que no se está entendiendo.
1. El entrenamiento a ciegas implica la utilización de una estrategia sin que los sujetos
sepan por qué, cuáles son sus características, ni sus fines.
2. El entrenamiento informado (consciente) exige que el sujeto tenga información acerca
de las estrategias que van a utilizar, de la necesidad de adaptar su actividad a la tarea, a
los propósitos, a la dificultad del material, etc.
3. El entrenamiento autocontrolado incluye el entrenamiento informado y consciente y
además una serie de actividades dirigidas a planificar, comprobar y supervisar el
proceso.
El programa de Paris y sus colaboradores (Paris, Cross, Lipson, 1984; Paris, Wisxon y Palincsar,
1986) trata de desarrollar destrezas y estrategias en la activación de los conocimientos previos
(conocimiento sobre el conocimiento y pensamiento autodirigido), la elección de las más
eficaces estrategias cognitivas y el control de las variables que influyen en el proceso
(personales, de tarea y de estrategia). El entrenamiento implica activamente al sujeto, le brinda
oportunidades, incorpora feedback inmediato y utiliza técnicas de modelado. Los resultados
parecen confirmar que el aumento de la capacidad metacognitiva correlaciona con la mejora de
la comprensión lectora.
B. Según el nivel de ayuda que ofrece el profesor o grado de autonomía que otorga al
alumno (Mateos 2001).
Una alternativa metodológica que puede emplearse para lograr los objetivos de la
instrucción metacognitiva, inspirada básicamente en la filosofía de la transferencia
gradual del control del aprendizaje, concibe al profesor en el papel de modelo y guía de
la actividad cognitiva y metacognitiva del alumno, llevándole poco a poco a participar
de un nivel creciente de competencia y, al mismo tiempo, retirando paulatinamente el
apoyo que proporciona hasta dejar el control del proceso en manos del estudiante.
a) Explicación directa, que debe dar cuenta explícitamente de las estrategias que
se van a enseñar y de cada una de sus etapas. La explicación debe procurar
conocimientos declarativos (saber qué), procedimentales (saber cómo) y
condicionales (saber cuándo y por qué). Una mayor conciencia de estos
aspectos de las estrategias puede redundar en una aplicación más flexible de las
mismas.
– Práctica guiada. Esta práctica se realiza con la colaboración del profesor quien
actúa como guía que conduce y ayuda al alumno en el camino hacia la
autorregulación. La característica distintiva de esta práctica es el diálogo entre
profesor y alumno, cuyo fin es proporcionar al estudiante ayuda y guías
suficientes para alcanzar metas que quedan fuera de sus posibilidades sin esa
ayuda.
– Práctica cooperativa. Proporciona una fuente adicional de andamiaje al
aprendizaje individual. Se lleva a cabo en el contexto de la interacción con un
grupo de iguales que colaboran para completar una tarea. El control de la
actividad se traslada al grupo para distribuirse entre sus miembros.