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Intervención íntegra en el Sínodo del superior general

de los Franciscanos, José Rodríguez Carballo


Santidad, Eminencias, Beatitudes, Excelencias, Hermanos y Hermanas: En mi
relación, me referiré al tema central del Sínodo: Comunión y Testimonio, y a diversos
números del Instrumentum Laboris del Sínodo. “Surge de Occidente y llega hasta el
Oriente”, así se expresa un antiguo Oficio litúrgico escrito en italiano y griego en
honor de san Francisco de Asís.

El mundo cristiano y el mundo islámico estaban profundamente enfrentados. En


contexto de cruzada, san Francisco parte para Oriente, no va contra (expresión
usada para captar voluntarios para las cruzadas), sino in mezzo a, inter, como él
mismo dice en su Regla (1Regla 16, 5). No va con las armas, ni movido por el afán de
conquista, sino con la firme voluntad de encontrarse con el otro, el distinto y, en
aquel contexto, con el enemigo.

Antes del encuentro con el Sultán, Malik al Kamil, el Poverello había intentado
persuadir a los cristianos de que no diesen batalla, prediciendo la derrota. Todo fue
en vano. Ninguno le escucha. Francisco sale del campamento cruzado y se dirige a
Damietta. Era el año 1218. Allí tiene lugar el encuentro. Es el encuentro entre dos
creyentes. Las barreras han caído y los prejuicios también. En su lugar se levanta el
puente del diálogo y del respeto. Y lo que no lograron las armas lo logra el testimonio
humilde del cristiano Francisco, pues como tal se presenta.

Desde entonces nosotros, los “frailes de la cuerda”, así son conocidos en Oriente
Medio los franciscanos, podrán permanecer en aquella tierra, sin interrupción, por un
plan de la Providencia y por voluntad de la Sede Apostólica; no sin persecuciones,
como el mismo Señor lo anuncia y como lo demuestran tantos mártires a través de
los siglos, construyendo puentes de encuentro, y derribando los muros de los
prejuicios y de los fundamentalismos. Lo hacemos con los hermanos de otras
confesiones cristianas, entre otras formas, compartiendo el mismo techo y los mismos
lugares de culto, en el Santo Sepulcro y en Belén. Lo hacemos con los seguidores del
Islam, particularmente en nuestras escuelas, en muchas de las cuales la mayoría de
los alumnos son musulmanes, y en numerosas obras sociales, donde acogemos a
todos, sin distinción de credo. En ambos casos es el “diálogo de la vida”, no siempre
fácil, pero, a la larga, siempre el más fructífero. Lo hacemos con los hebreos,
especialmente a través del estudio de las Sagradas Escrituras en la Facultad de
Ciencias Bíblicas y Arqueología de Jerusalén. Es el diálogo bíblico y teológico, tan
importante en aquella región y particularmente en Jerusalén. Al mismo tiempo
custodiamos los lugares santos en nombre de la Iglesia Católica y cuidamos las
“piedras vivas” de los fieles a nosotros confiados.

Esta es la vocación de los hijos del Poverello, uno de los carismas de nuestra Orden
(Juan Pablo II); ésta es la vocación de la Iglesia, particularmente en la tierra regada
con la sangre del Redentor. El diálogo, hecho encuentro, no tiene alternativa, tiene

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alternativas en las relaciones con otras comunidades cristianas: diálogo ecuménico,
con las cuales el diálogo se basa en la escucha y el respeto recíproco; en las
relaciones con el Judaísmo y el Islam: el diálogo interreligioso, que pasa por el
reconocimiento de los bienes espirituales y morales que existen en dichas religiones
(cf. NA 2), pero, según la metodología propuesta por san Francisco en su Regla, este
diálogo también pasa necesariamente por la confesión de la propia fe, sin
sincretismos ni relativismos, con mucha humildad y sin promover disputas,
confesando con la vida en todo momento la fe cristiana y, cuando agradase al Señor,
también con la palabra (cf. 1Regla 16. 6-7). El diálogo tampoco tiene alternativas en
relación con todo proceso de paz para la región. En este caso los cristianos,
situándonos super partes, buscando siempre el respeto de la justicia y de los
derechos de todos, particularmente de las minorías. No podemos ser ignorados en
este proceso, aunque seamos minoría, ni tampoco podemos callarnos, aun cuando
tengamos la impresión de que nadie nos escucha.

Frente al triste espectáculo (cf. Lc 23, 48) de los conflictos que se dan en Tierra
Santa, a menudo se prefiere una lectura “laica” que habla del derecho de los pueblos
que habitan aquella tierra, de autodeterminación, de democracia…, evitando de este
modo una lectura más profunda de los conflictos. Si es cierto que no habrá paz entre
las naciones sin paz entre las religiones, y no habrá paz entre las regiones sin diálogo
entre las religiones, los cristianos, particularmente en Tierra Santa, estamos llamados
a mostrar al mundo que las religiones, vividas desde la autenticidad, están al servicio
del entendimiento entre distintos, al servicio de la paz. En este sentido la
reconciliación en la región del Medio Oriente pasa por el encuentro entre las
religiones, y para nosotros cristianos pasa, en primer lugar, por el encuentro/diálogo
entre las distintas confesiones cristianas, mientras que entre los católicos pasa por
una verdadera y profunda comunión que vaya más allá de las diferencias culturales y
rituales de las distintas Iglesias; diferencias que, lejos de ser un atentado contra la
unidad, son una manifestación de la belleza de la Iglesia católica que vive la plena
comunión de fe respetando la pluralidad de expresiones. Contra la idea ampliamente
difundida de que las religiones están a la base de tantos conflictos, particularmente
nosotros los cristianos, siguiendo fielmente las orientaciones que nos ha dado el
Concilio Vaticano II en relación con el diálogo con otras religiones, estamos llamados
a mostrar que la verdadera experiencia religiosa es forja de corazones reconciliados y
reconciliadores. Por mi parte estoy convencido que la metodología mostrada por san
Francisco es plenamente actual.

Si esto es válido para todo Medio Oriente, lo es en modo particular para Tierra Santa y
para Jerusalén. Ésta, de ciudad conflictiva por excelencia, debe llegar a ser la “ciudad
de la alianza” entre los pueblos y las religiones, el corazón del diálogo interreligioso, y
no sólo por ser un microcosmos del universo y por su situación geográfica – en Asia,
en el cruce del Mediterráneo, de África, y del Occidente-, sino por ser el ombligo
teológico del mundo y por su gran significado teológico para el Judaísmo, el
Cristianismo y el Islam. Esto que parece un sueño podrá ser una bella y mesiánica
realidad si recordamos que la vocación que la Ciudad Santa tiene en la Biblia es la de
ser madre de todos los pueblos, no la amante de un solo pueblo. En cualquier caso el

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diálogo, sin renunciar a la propia identidad, tiende a ensanchar el propio horizonte
hasta el punto de comprender el horizonte del otro.

“Paz y justicia se abrazarán”, canta el salmo 85. La reconciliación será posible sólo si
cada uno de los pretendientes perdona y abandona la pretensión de ser el único
amante. Este es el precio a pagar por la paz. “Entre tú y yo no haya disputas”, leemos
en la Sagrada Escritura. ¿Por qué los hijos de Abraham olvidan la capacidad de sus
padres? La paz y la vida prometidas a Jerusalén llaman a la puerta de judíos,
cristianos y musulmanes. Es el momento de acoger al Dios paz, al Adonai Shalom.

“Bienaventurados los constructores de paz” (Mt 5, 9). Para nosotros cristianos,


particularmente los que habitan en Tierra Santa y, más concretamente, en Jerusalén,
es el momento de trabajar incansablemente por la paz, siendo puentes entre el
mundo hebraico y el mundo musulmán. Pero esta vocación, de por sí muy difícil, sólo
será posible si los cristianos sabremos mantener nuestra propia identidad, y en la
medida en que trabajemos para reencontrar la unidad perdida de todos los
seguidores del Señor Jesús: Sin comunión no hay testimonio (Benedicto XVI).

Una última consideración. Por lo que puedo conocer del Medio Oriente, estoy
plenamente convencido que es urgente ayudar a los cristianos a reforzar su identidad
de discípulos y misioneros, y, por lo tanto, se hace necesaria una nueva
evangelización que ponga el Evangelio en el centro de la vida de cuantos creen en
Cristo. En este contexto hago cuatro propuestas:

1.- Se elabore un catecismo único para todos los católicos de Oriente Medio.

2.- Se lleven a cabo iniciativas concreta para una formación adecuada a las
exigencias de la nueva evangelización y de la situación particular del Medio Oriente,
para todos los agentes de pastoral: sacerdotes, religiosos y laicos.

3.- En continuidad con el año paulino, se celebre un año dedicado a san Juan en todas
las Iglesias de Oriente Medio, a ser posible con los hermanos de las Iglesias no
católicas.

4.- Se potencien los estudios bíblicos, especialmente a través de los tres Institutos
Bíblicos ya presentes en Jerusalén: La Facultad de Ciencias Bíblicas y de Arqueología,
de los Franciscanos, L’Ecole Biblique, de los Dominicos, y el Instituto Bíblico, de los
Jesuitas.

Deseo, concluyendo, que ante la constante disminución de los cristianos en Tierra


Santa, este Sínodo proclame una palabra de aliento a las comunidades cristianas y
particularmente católicas en aquellas tierras, de modo que no se sientan solos,
gracias a la solidaridad a favor de la Iglesia madre de Jerusalén. Sea el Sínodo una
ocasión propicia para potenciar con fuerza el diálogo ecuménico e interreligioso.
Salga de todos los Padres Sinodales una intensa y confiada oración por la paz en
Medio Oriente y en Jerusalén. Salga de este Sínodo una llamada urgente a cuantos

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tienen en sus manos el destino de los pueblos del Medio Oriente y, particularmente,
de Tierra Santa para que escuchen el grito de tantos hombres y mujeres de buena
voluntad que claman por la paz, en el respeto de la justicia.

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