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NUEVA BIBLIOTECA DE LA LIBERTAD

Colección dirigida por


Jesús Huerta de Soto
LOS ERRORES
DE LA VIEJA ECONOMÍA
Keynes, John Maynard (1883-1946), The General Theory of Employment,
Interest and Money, Macmillan & Co., Londres 1936.
JUAN RAMÓN RALLO

LOS ERRORES
DE LA VIEJA
ECONOMÍA
Una refutación
de La Teoría General del Empleo,
el Interés y el Dinero
de John Maynard Keynes
SEGUNDA EDICIÓN REVISADA
Prólogo de Jesús Huerta de Soto
Prólogo a la segunda edición de Miguel Anxo Bastos
Boubeta
Epílogo de David Sanz Bas

Unión Editorial
2012
© 2011 Juan Ramón Rallo
© 2011 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
2012 UNIÓN EDITORIAL, S.A. (2.a edición)
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
Tel.: 91 350 02 28 • Fax: 91 181 22 12
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ISBN (página libro): 978-84-7209-589-2
ISBN (ebook): 978-84-7209-430-7

© 2013 UNIVERSIDAD FRANCISCO MARROQUÍN /


UNIÓN EDITORIAL, S.A.
ISBN: 978-84-7209-430-7 (Libro E-Book)

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del copyright.
A los keynesianos
de todas las Escuelas
ÍNDICE
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN LA FALSA
MUERTE DEL KEYNESIANISMO Y LA
NECESIDAD DE SU REFUTACIÓN
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
Capítulo 1 LA TERGIVERSACIÓN DE LA LEY DE
SAY
Capítulo 2 DEFINICIONES TRAMPOSAS
I. La elección de las unidades
II. El papel de las expectativas
III. La definición de renta
IV. La definición de ahorro e inversión
Capítulo 3 LA PROPENSIÓN A CONSUMIR: CÓMO
AHORRAR SIN DEJAR DE CONSUMIR
Capítulo 4 LA MUY FLUCTUANTE PROPENSIÓN
A INVERTIR
I. La eficiencia marginal del capital
II. Los tipos de interés
III. Conclusión
Capítulo 5 LOS EFECTOS REALES Y NOMINALES
DE LAS VARIACIONES DE LOS SALARIOS
I. Efectos sobre la producción
II. Efectos sobre los precios
III. Conclusión
Capítulo 6 EL CICLO ECONÓMICO COMO UNA
REGULARIDAD MANIACODEPRESIVA
Capítulo 7 LAS IMPLICACIONES POLÍTICAS Y
FILOSÓFICAS DE LA TEORÍA GENERAL
I. Las raíces intelectuales de Keynes
II. El programa político de Keynes
Capítulo 8 CONCLUSIÓN: ESCLAVOS DE UN
ECONOMISTA MIOPE
Capítulo 9 GUÍA DE LECTURA DE LA TEORÍA
GENERAL DEL EMPLEO, EL INTERÉS Y EL
DINERO
APÉNDICE CRÍTICA DEL MODELO IS-LM
Epílogo JAQUE MATE A LA TEORÍA GENERAL
BIBLIOGRAFÍA ANTIKEYNESIANA
PRÓLOGO
A LA SEGUNDA EDICIÓN
LA FALSA MUERTE DEL
KEYNESIANISMO
Y LA NECESIDAD DE SU
REFUTACIÓN
«Por lo tanto, oh patriotas amas de casa, salid temprano
mañana a las calles y acudid a esas maravillosas
rebajas anunciadas por todas partes. Aprovisionaros
de ropa para casa, de sábanas y de mantas para
cubrir todas vuestras necesidades, y tened, además,
la alegría de estar aumentando el empleo e
incrementando la riqueza del país, porque estais
poniendo en marcha actividades que son útiles».
J.M. Keynes
Essays in Persuasion

I. Las razones del éxito de Keynes y su inexplicable persistencia


El sociólogo norteamericano Alvin Gouldner redactó hace algunos años un
grueso tratado titulado La crisis de la sociología occidental, y en él, en medio
de discusiones eruditas sobre los cambios en el pensamiento sociológico del
siglo xx, introdujo como digresión un curioso epígrafe sobre la sociología de
la oscuridad teórica.1 Gouldner se refiere aquí a la extraña deferencia que
muestran académicos, intelectuales y la sociedad en general hacia aquellos
textos que no son capaces de entender. Autores ilegibles como Talcott
Parsons o los sociólogos de la Escuela de Frankfurt son reverenciados en
universidades e institutos de investigación y su obra es diseccionada en
libros, tesis doctorales y seminarios, mientras que autores que escriben con
claridad no reciben ni de lejos la misma atención y son ignorados en estos
mismos ámbitos, a pesar de que lo que dicen en muchas ocasiones son
obviedades e incluso sinsentidos. Según él, se debe a un extraño complejo
humano por el cual respetamos más lo que no entendemos, pues permanece
misterioso y fuera de nuestra comprensión y por tanto nos merece más
respeto.2 Es algo que muchas religiones y cultos saben, usando lenguajes
sagrados o esotéricos para dotar a sus ritos de un aire de divinidad. Al mismo
tiempo, aquellos que sí logran, tras duro esfuerzo, entender lo que
verdaderamente dicen los textos, no quieren perder la ventaja adquirida y se
convierten en sus principales propagadores e intérpretes y por tanto en los
mayores defensores de la persistencia del mito.
Galbraith en un capítulo sobre la difusión del keynesianismo en
su Economía y subversión corrobora lo anterior y hace un razonamiento muy
parecido al referirse al triunfo de las ideas de Keynes en Norteamérica.3 Para
él Keynes, sobre todo el Keynes de La Teoría General,4 influyó tanto
precisamente porque era tan oscuro que no se entendía nada. La Teoría
General, a diferencia del resto de la obra no estrictamente económica de
Keynes, es un libro inentiligible que requiere de mucho esfuerzo de
comprensión. Es contradictorio, mal estructurado y escrito en un lenguaje
económico nuevo trufado de expresiones abstractas creadas por el propio
autor, y constituye una verdadera tortura para el lector, incluso para el
profesional académico de la economía. Esto originó toda una industria de
seminarios y libros en los que se trataba de explicar en un lenguaje más claro
lo que quería decir y este esfuerzo de comprensión hizo que los estudiantes
de «la nueva economía», como a ellos les gustaba ser llamados, se lo tomaran
más en serio, a pesar de que, como se verá más adelante, en este libro no se
expresaran más que errores y obviedades, muchas ellas refutadas siglos atrás,
o se revistieran con ropaje académico las extravagantes ideas de
pseudoeconomistas como Gesell o el Major Douglas. Pero en la oscuridad
keynesiana hay muchas oportunidades para el economista. Primero porque la
obra de Keynes propugna un sistema de gestión activa de los agregados
económicos, esto es, que el funcionamiento de los procesos económicos
puede y debe ser dirigido por expertos económicos, a diferencia de los
modelos de la «vieja economía» que descansaban en mercados
autorregulados. Esto convierte a los economistas en actores claves en la
determinación de la política económica, de la política y de la burocracia,
contribuyendo a la formación de una clase de técnicos y expertos que disputa
el poder a las viejas clases políticas.5 No es de extrañar, pues, que la
tecnocracia recibiese como agua de mayo unas propuestas que no sólo la
reivindica sino que, al igual que el socialismo, la pone en una posición central
en el proceso político. La segunda ventaja de la ininteligibilidad keynesiana
se concreta en que la clase política, salvo excepciones, no tiene normalmente
ni tiempo ni la cualificación necesaria para comprender los abstrusos modelos
de La Teoría General y precisa por tanto de economistas de cámara que
traduzcan a políticas públicas las propuestas del libro, lo cual facilita la
empleabilidad y la influencia de los economistas, por lo que no puede
extrañar que sean todos keynesianos ahora.6
Estos dos últimos puntos sirven para introducir la segunda razón que
podría explicar el éxito del keynesianismo. Como se puede ver, las ideas
económicas no son meros constructos intelectuales sino que son clave
también en la legitimación del poder y en la concreción de intereses. El hecho
de que vivimos esclavizados por las visiones de economistas difuntos es una
de las pocas intuiciones correctas de Keynes y una que además se puede
aplicar a sus propias ideas. Porque el principal efecto de las ideas keynesianas
es el de legitimar primero la intervención del estado en la vida económica
hasta el punto de que éste debe tomar de forma activa la gestión de la
demanda económica, y segundo y principal, porque legitima prácticas no
ortodoxas de intervención que ya se habían llevado a cabo profusamente en el
pasado de modo vergonzoso. No sólo perdona los pecados económicos sino
que los transforma en obras pías. Las expansiones crediticias, los déficits o la
inflación eran moneda corriente en la era de Keynes, pero era algo que se
hacía a escondidas y con vergüenza.7 Por ejemplo, José Calvo Sotelo,
ministro de Hacienda en la dictadura de Primo de Rivera, pignoró deuda
durante su mandato, estimuló la economía con obras públicas e incurrió en
enormes déficits que destruyeron la credibilidad de la peseta en los mercados
internacionales.8 Como se puede observar, llevó a cabo buena parte del
programa de Keynes diez años antes de que La Teoría General fuese
publicada, pero lo hizo con vergüenza. Tanta que tuvo que crear el artificio
del presupuesto extraordinario para maquillar los déficits: tanto era el «santo
temor al déficit»9 que imperaba en aquellos años. Por eso no es de extrañar el
éxito de la «nueva economía» entre la clase política de la época, porque
además de legitimar las tropelías fiscales de los gobiernos, las envuelve en el
manto de la ciencia y consigue, al mismo tiempo que puede manipular la
«demanda efectiva», descargar sus responsabilidades en ellos. No es de
extrañar que después de la revolución keynesiana se pusiese de moda dotar a
los presidentes (o a sus gabinetes) de oficinas económicas, o financiar
institutos de investigación de línea keynesiana en las universidades, dirigidos
por profesores de confianza, claro está. El sueño platónico del filósofo-rey y
los delirios comteanos de un gobierno fundado en la «ciencia» por fin se ven
cumplidos. El problema es que la «ciencia» que los sustenta no es tal, sino un
conjunto de viejas y fallidas recetas mercantilistas adaptadas al gusto
moderno con los condimentos del profesor Keynes.
Porque la tercera pata del trípode en el que se funda el éxito de la doctrina
keynesiana es el propio Keynes. Sólo una personalidad de su atractivo podría
hacer atractiva su doctrina.10 Keynes no fue admirado en su época por sus
conocimientos de economía, que no los tenía —al menos formalmente, pues
sus únicos estudios formales de economía consistieron en un cuatrimestre de
estudio con Marshall, al que adoraba y con el que compartía incluso una
visión casi milenarista de la economía—, sino que se consideraba a sí mismo
un filósofo. Si bien su padre fue un economista reputado, frecuentó desde
niño a economistas insignes y llegó a ser profesor de economía en
Cambridge, nunca tuvo en mucha estima el estudio de la ciencia económica.
Su metáfora del economista a semejanza del dentista que ve un problema y lo
solventa con sus herramientas demuestra que veía a la economía como una
técnica más que como un saber de alto nivel. Como bien dice Schumpeter en
su irónico ensayo sobre su persona,11 cuando quería respirar el aire de las
altas cumbres del conocimiento nunca pensaba en la economía sino en la
filosofía.12 Su admiración nunca ocultada por el filósofo del lenguaje Ludwig
Wittgenstein o por su maestro de Cambridge, el reconocido ético Moore, así
lo parecen indicar. Sus carencias en teoría del capital, por ejemplo, muestran
que nunca fue más allá de la síntesis marshalliana y que no conocía
prácticamente nada de otras escuelas,13 aparte de sus lecturas de autores
marginales como los ya mencionados Gesell o Douglas, que sin embargo le
influyeron en gran manera. Tampoco parece verosímil que su influencia
personal fuese debida a la creación de un sistema coherente y a su dedicación
vital a la academia que le permitiese crear con el tiempo una escuela de
discípulos.
Ni una cosa ni la otra. Keynes cambiaba con frecuencia de opinión,
contradiciéndose incluso dentro del mismo libro, como se puede ver en La
Teoría General sosteniendo distintas posturas en lapsos temporales cortos y
criticando a quien defendía las posturas que antes había él abanderado. Como
ya vimos, consideraba la economía más un divertimento o una técnica que
una ciencia rigurosa. Poco antes de morir en 1946, alarmado por la evolución
de su teoría en manos de sus discípulos, llegó a confesar a Hayek que, si
hiciese falta, él escribiría otro libro para corregir sus teorías y así encauzar a
sus demasiado atrevidos seguidores.
Tampoco fue un académico puro. Decía con ironía cierta que no se podía
permitir tal lujo pues perdería mucho dinero, lo cual es correcto, pero no
explica su éxito académico. Sólo se dedicaba temporalmente a la docencia,
pues su vida era la de un alto asesor del gobierno británico, la de un exitoso
especulador, la del presidente de una compañía de seguros o la de un
exquisito conocedor del arte, la literatura o la danza, con notable éxito en
todas estas actividades.
El triunfo de Keynes dentro de los muros de la academia no se debió, por
tanto, a su dedicación a la misma. Se debió a su notable encanto personal, que
hacía que el mejor embajador del keynesianismo fuese el propio Keynes. Con
ese encanto sedujo a lo más granado de la ciencia económica de la época,
muchos de ellos discípulos de Hayek, como Kaldor, Hicks, Lerner o el
brillante (y débil de carácter) Lionel Robbins, que dejaron todo por seguir sus
pasos en los reinos de la «alta teoría». Keynes era admirado por ser rico,
especulando con bastante éxito, por hacer rica a Cambridge como tesorero,
por su enorme influencia política, incluso en el diseño del nuevo orden
económico de postguerra en Breton Woods, y por su encantador carácter.
Persona de gran cultura, cortés al estilo antiguo, de lengua ingeniosa pero no
insultante, su simpatía personal y el atractivo de cierta frivolidad de
costumbres14 animaban con ingenio fiestas y saraos, que lo hacían ser una
persona enormemente apreciada en todos los círculos que contaban con su
presencia. Era un gentleman al viejo estilo —de los que poblarían la tierra de
cumplirse el milenio de su maestro Marshall—15 sumamente considerado y
respetuoso en el plano personal, incluso con sus rivales académicos. Llegó a
proteger a Hayek, uno de sus más acérrimos críticos, de las vicisitudes de la
guerra mundial, buscándole empleo y alojamiento. Su éxito académico se
debió, pues, a sus características personales, que le honran, pero que no
parecen ser suficientes para justificar la calidad de una teoría económica.
II. La persistencia del programa político de Keynes
Como acontece muchas veces en el ámbito de las ciencias económicas, la
teoría económica de Keynes no es más que una retórica justificativa de un
diseño previo de cómo debería estar ordenada una sociedad. Esto es, en el
pensamiento económico de Keynes se puede observar, al igual que en el de
su maestro, la idea latente de un nuevo esquema de sociedad con tintes
utópicos incluso: una sociedad en la que los tipos de interés sean nulos (una
sociedad en la que la escasez haya sido abolida), momento que según él ya
está relativamente al alcance de la mano de seguirse sus propuestas. En la
pseudoutopía keynesiana, como en todo pensamiento milenarista, hay dos
elementos: uno de crítica de la sociedad realmente existente y otro de diseño
de algún tipo de sociedad más o menos ideal. La crítica social de Keynes,
enmascarada en su crítica radical al ahorro y a la especulación, es en el fondo
una condena radical de los valores victorianos en los que fue educado, pero
que despreciaba. Keynes fue desde su juventud un ateo radical y una persona
de prácticas sexuales libertinas para su época.16 La sociedad victoriana de su
época era en cambio muy religiosa formalmente y muy puritana en sus
hábitos de conducta. Keynes, como se deduce del relato de sus biógrafos, se
veía enormemente reprimido en tal ambiente y por lo tanto desarrolló un
programa dedicado a cuestionar tan opresora sociedad. Pero el problema es
que, inteligente pero maliciosamente, no atacó en sus escritos a la moral
victoriana ni sus creencias religiosas. Su ataque feroz a la sociedad victoriana
lo concentró contra su pilar central, contra su núcleo: contra el ahorro, que es
lo que la hizo rica y poderosa. Su obra, con todos los matices que se quiera,
es un ataque al ahorrador y a la función del ahorro como creador de capital y
estabilidad social. La inspiración la tomó de un oscuro profesor de ética, al
que antes nos referimos: Moore, con su ética de gozar las delicias de la vida
en el momento presente (en su caso goce de bienes estéticos y de relaciones
afectivas sublimadas), y del padre del pensamiento conservador europeo,
Burke, con su ética política fundada en pensar en la presente generación y no
preocuparse del futuro. Keynes envolvió esta ética en ropajes económicos y
creó una ética cortoplacista del gasto y el consumo. Total, en cien años todos
estaremos muertos y expropiando mediante la inflación u obligando a
estampillar billetes para que los malvados avaros no los acumulen, todo
estaría resuelto. Viviremos en la sociedad de la tasa de interés cero y el
problema de la escasez se terminará.
El tono milenario que subyace en los escritos de Keynes no es nada
preocupante. Es frecuente encontrarlo en los escritos de muchos economistas
que usan la economía como otros la literatura, la ciencia política o la filosofía
para expresar sus anhelos de una sociedad mejor. Lo que debe interesarnos al
estudiar su obra es si sus razonamientos son buenos o malos,
independientemente de los fines que se pretendan con ellos, y lo que nos debe
preocupar, si lo que pretendemos es conocer el alcance de la influencia del
keynesianismo, es que fue usado a conveniencia por políticos que no
buscaban el milenio, sino el paraíso en la tierra y a corto plazo.
Como programa económico, era el programa ideal para los socialistas de
todos los partidos.17 Gustó, en primer lugar, a fascistas y a nazis porque les
permitía controlar la economía por el estado manteniendo la propiedad formal
de los medios de producción. El mismo Keynes reconoció en su prólogo a la
edición alemana de La Teoría General que las condiciones de aplicación de
sus teorías se darían mejor en estados totalitarios que en democráticos. Sirvió
asimismo más que como inspiración de dos de las políticas más queridas por
los fascistas: los grandes proyectos de obras públicas para crear empleo y
para reducir los niveles de desempleo a través de procesos inflacionarios.
Recordemos que Keynes defendía engañar a los trabajadores, que no
aceptarían bajadas en sus salarios nominales, simplemente subiendo los
precios a través de políticas inflacionistas y no permitiéndoles subir sus
salarios nominales. Esto último se podría conseguir a través del control
estatal de corporaciones y sindicatos, algo que los estados de corte fascista
solían hacer bien. De ahí que las políticas keynesianas fuesen efectivamente
más fáciles de implementar en regímenes políticos de corte totalitario.
Gustaba también a los socialistas porque prometía socializar el crédito e
incluso potencialmente la tierra, al tiempo que atacaba a especuladores y
ahorradores, tradicionales bestias negras de los socialistas. El programa
keynesiano no es marxista ni obrerista, pero es claramente colectivista en
aspectos como el crédito o la inversión, y defiende políticas de carácter
socialista como impuestos progresivos a la renta o impuestos de sucesiones,
al tiempo que desconfía de la iniciativa individual y considera al estado como
el mejor gestor, al que todos los demás actores económicos deben estar
sometidos.18 Es un socialismo de clara inspiración en Proudhon,19 que le
llega por intermedio de Silvio Gesell, gran admirador de éste,20 y es una
suerte de socialismo liberal, en el que la propiedad privada y el mercado
seguirían funcionando, pero el crédito, el dinero y los mercados de valores
estarían controlados por el estado.
Gustó también a los conservadores porque defendía teóricamente el
proteccionismo y un sistema económico nacional. Al fin y al cabo, el
programa económico de Keynes no sólo es una regresión en el pensamiento
económico en su tratamiento del dinero y el crédito. Lo es también en su
comprensión de las relaciones económicas internacionales, pues da un salto
atrás en el tiempo y vuelve a la era del mercantilismo y de la economía
nacional. Keynes en sus análisis segmenta artificialmente la economía
mundial siguiendo criterios políticos21 (usa la división de la humanidad en
estados como criterio, obviando que los estados no tienen ningún tipo de
racionalidad económica sino que son unidades artificiales fruto de las
relaciones históricas de poder) y las hipostatiza haciendo creer que tienen
intereses propios como tales unidades. Niega la Ley de asociación de Ricardo
y reclama volver al proteccionismo comercial,22 postura ésta muy del gusto
de conservadores nacionalistas y de grupos de presión empresariales, poco
partidarios de la competencia internacional.
Al mismo tiempo, Keynes se autodenominaba liberal y burgués,
afirmando que, si se diese un escenario de lucha de clases, él combatiría
al lado de la suya, la burguesía ilustrada. Al igual que Jacob Viner decía
que expurgando textos de la Riqueza de las naciones se podría obtener un
libro socialista, seleccionando textos de La Teoría General se podría obtener
un libro liberal. En efecto, se hacen algunas concesiones retóricas al libre
mercado y a la propiedad privada, pero que son contradichas al momento en
el resto de su tratado.23 Pero Keynes, de ser un liberal, lo era en el sentido
que está palabra significa en el mundo anglosajón, como acabamos de
constatar, no en el sentido del liberalismo clásico o del moderno
libertarianismo antiestatal sino en el sentido de apoyar el intervencionismo y
de la intervención.
Como se ve, fue el teórico ideal para justificar todo tipo de políticas y no
es de extrañar que el conservador Richard Nixon dijese que todos somos
keynesianos ahora.24 Pero dice mucho también de la coherencia del programa
político-económico de Keynes. Mas, como ya apuntamos, el problema no son
los fines con que el autor escribe su obra, sino la calidad teórica de la misma
y a esto dedica su libro el profesor Rallo.

III. La pertinencia de la refutación del sistema Keynesiano:


Los errores de la vieja economía del profesor Rallo
Miles de estudiantes universitarios de economía fueron crucificados con el
estudio de la cruz de Keynes o peor aún con el esquema IS-LM
que elaboraron, tras su muerte, sus alumnos John Hicks y Alvin Hansen; sólo
por su refutación de estos puntos, ya merecería ser leído el libro del profesor
Rallo. Estos esquemas además de ser incorrectos, como bien se demuestra
por activa y por pasiva en el apéndice de este libro, han causado odio hacia la
economía en centenares de estudiantes y confundido al resto.
La tarea del profesor Rallo es muy complicada: primero porque el
keynesianismo es una ideología intuitiva y aparentemente de sentido común.
El público, los políticos e incluso muchos economistas la encuentran lógica,
pues qué más lógico que pensar que las crisis se deben a la falta de consumo
y que estimulándolo saldremos de ellas. También el proteccionismo es una
ideología de sentido común: protegiendo nuestros productos evitaremos que
el dinero salga del país y crearemos empleo aquí. También es aparentemente
sensato bajar los tipos de interés en épocas de recesión para estimular la
inversión y desincentivar el ahorro causante del subconsumo. Y se presiona
una y otra vez a los estatalizados bancos centrales a relajar el crédito a los
bancos comerciales para que «fluya el crédito a empresas y familias». Pero,
como explica detenidamente el profesor Rallo, estas medidas son como
querer alzarnos del suelo tirándonos de nuestro propio pelo. En efecto, y esto
hay que recalcarlo bien, el estudio de la economía no es intuitivo, sino
contraintuitivo, y requiere de mucho esfuerzo y paciencia, como el que este
libro muestra para demostrarnos que estas propuestas son falsas y sólo
empeoran lo que quieren arreglar.
En efecto, como se explica en el libro, las políticas de estímulo son las
causantes de las crisis económicas, e incrementar la cantidad de lo que
nos hizo daño no nos va a curar del mal.25 El proteccionismo solo engendra
pobreza a nivel interno, distorsiones en la producción a nivel internacional y
todo el empleo que se crea por un lado se destruye por otro. Estimular el
consumo con inflación no genera ni puede generar empleo, sólo redistribuye
los bienes en favor del estado, castiga al ahorrador e impide la necesaria
capitalización de la economía: y sólo lo contrario es cierto, esto es, de las
crisis se sale con ahorro y abstención, no gastando más en bienes de
consumo. Pero comprender esto requiere de mucho estudio —pues, como se
apuntó antes, el estudio de la economía es contraintuitivo y es difícilmente
aprehensible por la mera observación—, de una gran inteligencia económica
—del tipo de la que es capaz de comprender el subjetivismo y de la cual el
profesor Rallo posee en abundancia— y de una enorme capacidad de
sufrimiento y trabajo, necesaria para abordar con paciencia la farragosa
lectura de La Teoría General.
Lucha además el profesor Rallo contra una inercia académica muy difícil
de vencer. Cambiar el predominio de una idea en la academia es muy difícil
por varias razones. La primera es que el aprendizaje académico normalmente
refuerza las ideas existentes, pues los académicos suelen enseñar la tradición
dominante y más si ésta cuenta con el favor del poder político. En segundo
lugar, y como consecuencia de lo anterior, las tradiciones alternativas a la
dominante sólo pueden ser aprendidas y difundidas en los márgenes de la
academia, con muchas dificultades para aprenderlas de forma rigurosa y con
dificultad de publicar en las revistas y editoriales de prestigio, que son a su
vez las que facilitan el acceso. No es de extrañar, en línea con este
razonamiento, que muchos de los grandes profesores austriacos nunca
disfrutasen de puestos académicos de prestigio en las grandes universidades.
Por último, la difusión de una nueva idea puede encontrar la oposición de los
académicos ya instalados, dado que su prestigio e influencia han sido
alcanzados dentro del marco de una determinada doctrina. Aceptar una idea
nueva implica empezar de cero y desechar todo el trabajo anterior como
inservible. Un profesor de reputada trayectoria se encontraría poco menos
que al nivel de un estudiante pregraduado a la hora de comenzar el estudio de
una nueva idea, y de ser un referente, se convertiría en un alumno más,
muchas veces a inferior nivel que profesores más jóvenes. Requiere de
mucha humildad esta postura y la academia no está precisamente sobrada de
ella.
A las dificultades académicas hay que sumar la dificultad de que las
nuevas doctrinas sean aceptadas políticamente, pues, dado que las ideas
populares coinciden en buena medida con el keynesianismo, el político que
ose enfrentarlas simplemente no será elegido, ya que en democracia gana
aquél que sintoniza con las ideas ya existentes, y vencer este círculo vicioso
requiere de mucho esfuerzo.26
Todas estas dificultades las enfrenta el profesor Rallo con gran valentía.
Su libro se sitúa en la gran tradición de críticas al keynesianismo, iniciadas
hace mucho tiempo por otro joven economista, el malogrado Etienne
Mantoux,27 que ha producido un puñado de grandes trabajos críticos,28 que
han conseguido erosionar el prestigio académico de la «nueva economía». El
profesor Rallo construye sobre esta tradición y la enriquece no sólo criticando
la obra de Keynes sino aportando detalladas explicaciones sobre el
funcionamiento de la inversión en una economía de mercado, a la que dedica
un espacio considerable, y formulando propuestas de política alternativa.
Los obstáculos son grandes y, de hecho, la lucha por derrotar las falacias
no ha tenido fin desde el comienzo de la ciencia económica. Por fortuna el
profesor Rallo es joven y él podrá entrar en la tierra prometida de una
academia libre de los errores de Keynes y, si no lo consigue, bien podrá
decirse de él que, como Moisés, los guió hasta ella aun cuando no pudiese
llegar a entrar.
Miguel Anxo Bastos Boubeta
Universidad de Santiago de Compostela,
3 de septiembre de 2012
PRÓLOGO

Me produce un gran placer prologar este libro de mi colega y discípulo Juan


Ramón Rallo, doctor en Economía y profesor de la Universidad Rey Juan
Carlos. Pese a tratarse de una obra dirigida a criticar el texto más importante
del keynesianismo, publicado hace ahora 75 años, sus páginas no pueden
estar más de actualidad. A la postre, si bien desde los más variados ámbitos
académicos se nos anunció que el keynesianismo había muerto con la
estanflación de los 70 y con la contrarrevolución monetarista, lo cierto es que
ha bastado una crisis medianamente prolongada para que hayan resucitado
con rapidez todas las malas ideas y peores recomendaciones que lanzó
Keynes en La Teoría General.
Dado que los monetaristas, a pesar de su retórica, comparten muchos de los
errores del enfoque agregado de Keynes, no edificaron la refutación de las
teorías del inglés sobre sólidos fundamentos científicos, que son justamente
los que proporciona la Escuela Austriaca, la ideología keynesiana lo ha
tenido muy sencillo para, a las primeras de cambio, resurgir con fuerza y
contaminar la mente de todos los políticos y de casi todos los economistas. Y
ello a pesar de que la adecuada comprensión de la teoría austriaca del ciclo
económico, elaborada especialmente por Ludwig von Mises y Friedrich
Hayek, permitía entender por qué todos y cada uno de los argumentos que
expuso Keynes en su libro eran erróneos: los economías no pueden padecer
de una insuficiencia agregada del gasto; el desempleo involuntario es una
contradicción en los términos allí donde existe flexibilidad en los precios; el
tipo de interés no es un fenómeno monetario, sino la expresión de la
preferencia temporal de los agentes; la expansión artificial del crédito
generada por la reserva fraccionaria de los bancos no sirve para impulsar la
creación de riqueza, sino que genera devastadores ciclos económicos; la
salida de las crisis no se logra con más consumo, más gasto público y salarios
más inflexibles, sino con más ahorro y unos mercados más libres; el mejor
dinero posible no es el dinero fiduciario emitido por unos bancos centrales
monopolísticos, sino el patrón oro dentro de un sistema bancario sometido a
los principios generales del derecho; las crisis económicas no son momentos
de depresión autoalimentados, sino la fase inicial de la recuperación, etc.
Todas estas lecciones esenciales ya se hallaban presentes en los
principales tratados monetarios de la Escuela Austriaca, como La Teoría del
dinero y el crédito de Mises, Precios y Producción de Hayek o mi
propio Dinero, crédito bancario y ciclos económicos, y deberían haber
bastado por sí solos para frenar la expansión del pensamiento keynesiano. Por
desgracia, la inmensa mayoría de economistas fueron deslumbrados por la
rimbombante vacuidad de La Teoría General y la Escuela Austriaca no se
preocupó por producir, como sí acaba de hacer ahora Juan Ramón Rallo con
su Los errores de la vieja Economía, ningún libro que aplicara su potente
arsenal teórico en poner de manifiesto todas y cada una de las equivocaciones
de La Teoría General. Es verdad que Hayek estuvo tentado a refutar el
último libro del inglés nada más ser publicado, como ya había hecho con su
anterior obra, El Tratado del Dinero, pero desistió del empeño por los
continuos vaivenes ideológicos de Keynes. Y también es verdad que Henry
Hazlitt, con sus Los errores de la nueva ciencia económica, intentó
proporcionarnos un libro de este estilo, pero sus resultados no fueron tan
devastadores, sistemáticos y generales como los que ahora nos ofrece el
profesor Rallo.
Así pues, no puedo más que celebrar este nuevo volumen de la colección
Nueva Biblioteca de la Libertad por cuanto contribuye a enterrar
definitivamente una de las obras para nuestra desgracia más influyentes del
siglo xx. En medio de una de las mayores crisis económicas de los últimos
tiempos, primero provocada por la expansión crediticia de los bancos
centrales y de unos bancos privados que disfrutan del privilegio de la reserva
fraccionaria y después agravada por los planes de estímulo deficitario del
gasto público, es decir, en medio de una crisis generada y empeorada por el
keynesianismo, el libro del profesor Rallo constituye un soplo de aire fresco y
una lectura obligatoria para todos aquellos que deseen comprender por
qué La Teoría General es una obra plagada de errores que sólo nos conduce
hacia el abismo.
La correcta explicación de los auges exuberantes y de las crisis depresivas
no la hallaremos en el keynesianismo, una ideología obsesionada con poner
el acento en las tendencias descoordinantes de los mercados, sino en el
riguroso corpus teórico de la Escuela Austriaca, capaz de explicar cómo la
función empresarial tiende de manera continuada a coordinar a los distintos
agentes, incluso después de que éstos hayan incurrido en errores
generalizados como consecuencia del intervencionismo estatal en la moneda
y en la banca. Esperemos que tras la detenida lectura de Los errores de la
vieja Economía cada vez sean menos quienes le atribuyan al Estado la
función de «estimular» la economía y más quienes pasen a observarlo como
uno de los principales obstáculos para el bienestar de nuestras sociedades:
no sólo en momentos de prosperidad sino, de manera muy especial, durante
los de adversidad y crisis.
Jesús Huerta de Soto
Catedrático de Economía Política
Universidad Rey Juan Carlos de Madrid
Madrid, 3 de noviembre de 2011
INTRODUCCIÓN

En 1959, veintitrés años después de que John Maynard Keynes publicara La


Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero, el mejor divulgador de la
ciencia económica en el siglo xx, Henry Hazlitt, se quejaba en el prólogo de
su nuevo libro de que no conocía «ni una sola obra que haya consistido en
criticar La Teoría General capítulo por capítulo, o a un análisis del libro
teorema por teorema». A ello se dedicó con bastante éxito el propio Hazlitt en
ese nuevo libro suyo que tituló Los errores de la nueva Economía: un
análisis de las falacias keynesianas, publicado al español por Aguilar en
1961, hace ya 50 años.
En efecto, la ausencia de una crítica sistemática al libro de Keynes —
probablemente el más influyente en la historia del pensamiento económico
junto a La Riqueza de las Naciones de Adam Smith— resulta llamativa. En
cierto modo, parecería reflejar una aceptación acrítica de las teorías
keynesianas que, desde luego, no se produjo en una parte relevante de la
profesión económica, la cual, no obstante, fue marchitándose al no ofrecer
ninguna alternativa omnicomprensiva al paradigma keynesiano. Sí hubo
críticas breves y dispersas, así como numerosas reformulaciones, pero
ninguna se concentró en atacar la totalidad de la obra.
Probablemente, la persona que en aquel momento habría estado mejor
posicionada —tanto académica como personalmente— para refutar La Teoría
General habría sido el miembro de la Escuela Austriaca y futuro Premio
Nobel Friedrich Hayek. El austriaco ya había refutado con solvencia el
anterior gran libro de Keynes, El Tratado del Dinero, y conocía
perfectamente todas las argucias que el inglés empleaba en su nueva obra; sin
embargo, desistió de escribir una refutación sistemática tanto por
su sentimiento de haber perdido el tiempo criticando un libro entero que
Keynes había dejado oportunistamente de suscribir, cuanto porque el enfoque
de La Teoría General le parecía incorrecto de raíz.
No fue, por consiguiente, hasta 1959 cuando Hazlitt, lector y admirador de
Hayek, tomó el relevo en tan fundamental empresa. Pero en 1959, una
refutación de este calibre llegaba demasiado tarde para una academia que ya
había adaptado todos sus modelos económicos de acuerdo con gran parte
de La Teoría General. Así, el libro de Hazlitt pasó del todo desapercibido, y
la única refutación de Keynes provino de la llamada contrarrevolución
monetarista, una escuela de pensamiento con raíces en parte keynesianas que,
por consiguiente, no desmantelaban el paradigma, sino que sólo lo pulían de
sus fallos más evidentes.
Desde el libro de Hazlitt en 1959, no me consta la publicación de ninguna
otra obra —más allá de recopilaciones de artículos de distintos autores—
dedicada a analizar y a refutar paso a paso el contenido de La Teoría
General. O dicho de otro modo, pese a que desde 1959 la ciencia económica
ha avanzado muchísimo, no existe ningún libro que presente una crítica
actualizada al pensamiento keynesiano. Y ello pese a que las ideas de Keynes
siguen estando tremendamente presentes en nuestras sociedades,
especialmente tras el estallido de la Gran Recesión en 2008, la cual llevó a
multitud de políticos y economistas a reciclar el recetario del inglés.
Este 2011, se cumplen 75 años de la publicación de La Teoría General,
motivo por el cual se impone un replanteamiento amplio de las aportaciones
de este libro clave. Mas, después de tres cuartos de siglo, ya no puede
afirmarse que uno vaya a refutar ninguna nueva Economía, como sí hizo
Hazlitt en su momento; ahora, el pensamiento keynesiano forma parte
indisociable de la corriente académica mayoritaria, por lo que mis ataques
van dirigidos más bien contra una vieja Economía que, pese a las apariencias,
no ofrece ni mucho menos soluciones a los problemas que estamos
padeciendo.
Mi formación es la propia de un economista de la Escuela Austriaca, de
modo que voy a proceder a criticar a Keynes haciendo uso de las teorías más
refinadas dentro de este paradigma. Por ello, cuando me refiera a la
«tradición económica anterior a Keynes» o a los «economistas clásicos» lo
haré en el mismo sentido en que lo hace el inglés en su obra: estaré apelando
a la teoría económica más avanzada y refinada previa a La Teoría General.
La diferencia estará en que, como Keynes nunca entendió las aportaciones
seminales de la Escuela Austriaca, él consideraba que la teoría económica
clásica alcanzó su estadio más elevado en las plumas de Alfred Marshall y
Arthur Cecil Pigou. Nosotros, en cambio, incluiremos dentro de estos
términos genéricos e inexactos (pero usados recurrentemente por Keynes) a
los mejores teoremas desarrollados por la Escuela Austriaca (de Carl Menger,
Eugen von Böhm-Bawerk, Ludwig von Mises o Friedrich Hayek) y por la
Escuela Clásica (Adam Smith, David Ricardo, Jean Baptiste Say y John
Stuart Mill) antes de 1936.
Mi objetivo es simple y llanamente hacer una exposición lo más justa y
fidedigna posible de La Teoría General para proceder, acto seguido, a
su refutación. Salvo excepciones muy puntuales, ni pretendo analizar y
criticar las obras anteriores de Keynes ni tampoco los desarrollos teóricos
ulteriores que se han edificado sobre la obra del inglés. De ahí que también
haya optado por omitir prácticamente todas las citas y referencias
bibliográficas para no desviar la atención del lector desde lo esencial —los
argumentos de Keynes y de la Escuela Austriaca— a lo accesorio —las
fuentes concretas de cada una de las ideas planteadas—. En las próximas
páginas, pues, encontrará una exposición cruda del paradigma keynesiano
según aparece en La Teoría General y de la alternativa planteada al mismo
por la Escuela Austriaca. Con todo, el lector interesado sí podrá hallar al final
de la obra una relación bibliográfica con la que profundizar en muchas de las
teorías aquí presentadas. Así las cosas, salvo alguna excepción claramente
señalizada, cuando en este libro haga llamadas a números de página cabrá
entender que se refieren al paginado de la primera edición de La Teoría
General, donde podrá encontrarse la fuente original de las ideas del inglés
que en ese momento se estén analizando.
Aprovecho la ocasión para agradecer al profesor Jesús Huerta de Soto,
catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos, su prólogo y a David Sanz
Bas, doctor en Economía y autor de una excelente tesis doctoral donde
analiza el debate del período de Entreguerras entre Hayek y Keynes, su
epílogo.
Espero que, al concluir este libro, el lector sea capaz no sólo de conocer
por qué Keynes se equivocaba, sino también por qué él pensaba estar en lo
cierto; de hecho, considero que una parte de mi libro —la meramente
expositiva del pensamiento de Keynes— podría emplearse como guía para la
comprensión de La Teoría General. Nada me gustaría menos que transmitir
la impresión de que he tergiversado las ideas de Keynes y de que, por tanto,
todo el esfuerzo crítico que he invertido en refutarlas se ha dirigido en
realidad contra un muñeco de paja.
Madrid, 5 de noviembre de 2011
Capítulo 1
LA TERGIVERSACIÓN
DE LA LEY DE SAY
El Libro I de La Teoría General está compuesto por tres capítulos
introductorios en los que Keynes nos explica qué tiene de novedoso su
trabajo frente a toda la literatura económica precedente, es decir, frente a lo
que él llama de manera vaga e inexacta «la economía clásica».
Desde un comienzo, el inglés ya deja patente cuál es la conclusión que
pretende alcanzar: La Teoría General es un libro dedicado a probar que las
economías capitalistas pueden funcionar a largo plazo sin que todos los
factores productivos —especialmente el factor trabajo— estén plenamente
ocupados aun cuando fuera rentable emplearlos; una circunstancia que él
mismo denominó «desempleo involuntario» (p. 6).
El razonamiento de los clásicos frente al desempleo era muy sencillo: si
había paro involuntario, es que el salario que exigían los trabajadores era
superior al que podían pagarles los empresarios, de modo que bastaba con
reducir esos salarios para que encontraran ocupación y desapareciera el
desempleo. Keynes sostiene que esta argumentación parte de dos hipótesis:
una, que el salario que perciben los trabajadores es igual al valor que éstos
generan dentro de las empresas (lo que se llama productividad marginal del
trabajador); y dos, que el salario también es igual al valor que le compensa al
obrero las molestias de estar trabajando y de renunciar al tiempo de ocio (lo
que se conoce como desutilidad marginal del trabajo). Así las cosas, la
productividad marginal del factor trabajo determinaría el salario que están
dispuestos a pagar por él los empresarios, esto es, determinaría la demanda de
trabajo (que será decreciente, pues el valor adicional que pueden generar los
trabajadores se reduce con el número de horas trabajadas), mientras que la
desutilidad marginal determinaría el salario que exigen los trabajadores, esto
es, su oferta (que será creciente, pues las molestias y la desgana aumentan
con el número de horas trabajadas). La intersección del salario ofrecido y el
exigido nos proporciona el salario de mercado y la cantidad de horas totales
trabajadas en una economía.
En el siguiente ejemplo, dadas la demanda y la oferta de trabajo, vemos
que el salario de mercado será de 50 um por hora y que, en total, se trabajarán
5.000 horas (Gráfico 1).
Si el salario fuera de 60 um por hora, los empresarios sólo demandarían
4.000 horas de trabajo (porque serían incapaces de generar suficiente riqueza
como para cubrir los costes de contratar 5.000 horas) mientras que los
trabajadores estarían dispuestos a trabajar 6.000 horas (porque el mayor
salario les compensaría la desutilidad de las horas extra). Si, en cambio, el
salario de mercado fuera de 40 um por hora, la demanda de los empresarios
sería de 6.000 horas (porque a 40 um la hora, podrían generar riqueza de muy
variopintas maneras) y la oferta de los trabajadores de 4.000 (porque no les
valdría la pena trabajar más horas).
Este es el simplificado esquema de la «economía clásica» —acertado en el
fondo— contra el que Keynes objeta. Según el inglés, el salario que
determina el nivel de empleo en una economía no es el salario nominal, sino
el salario real: a saber, cuántos bienes de primera necesidad pueden adquirirse
con un cierto salario nominal. En tal caso, se pregunta Keynes, ¿cómo es
posible que cuando suban los precios —y por lo tanto caiga el salario real—
la oferta de mano de obra (y el volumen de empleo) no se reduzca, como
podría inferirse de los postulados de la economía clásica? Pues porque, se
responde el inglés, el salario nominal pactado entre trabajadores y
empresarios en realidad no permite necesariamente contratar a todo el mundo
que está dispuesto a trabajar al salario real vigente. Es decir, lo habitual será
que al salario nominal corriente exista un desempleo de carácter involuntario:
habrá gente deseosa de trabajar y empresarios dispuestos a contratarlos a un
menor salario real, pero ambas partes no podrán alcanzar ese acuerdo (p. 15).
GRÁFICO 1
EL MERCADO DE TRABAJO CLÁSICO SEGÚN KEYNES
Por eso pensaba Keynes que su teoría era más general que la clásica,
porque él si contemplaba que el pleno empleo sólo era uno de los muchos
resultados posibles que podían darse en una economía de mercado donde
empresarios y trabajadores sólo podían negociar los salarios nominales: «Los
postulados de la teoría económica clásica sólo son válidos en un caso especial
que se supone constituye un caso límite entre todas las posibles posiciones de
equilibrio y no es por tanto un caso general» (p. 4). ¿Y cuáles son esos
postulados que los economistas clásicos asumían ingenuamente como ciertos
con la grave consecuencia de viciar prácticamente todo su análisis ulterior?
Los clásicos, según Keynes, defendían que si el salario real era más alto
que el que garantizaba el pleno empleo, sólo sería necesario rebajar los
salarios nominales para, a su vez, minorar los reales: vamos, aunque nadie
controlara directamente los salarios reales, empresarios y trabajadores sí los
determinarían indirectamente vía los salarios nominales. El problema es que,
como veremos en el capítulo 5, Keynes pensaba que una reducción del salario
nominal podía generar una caída del gasto dentro de la economía que a su vez
redujera los precios y, por tanto, terminara elevando los salarios reales. Es
decir, en opinión del inglés, el verdadero causante del paro era que no existía
ningún mecanismo dentro de la economía que garantizara conseguir
simultáneamente el salario real y el nivel de gasto agregado compatibles con
el pleno empleo.
Pero, ¿realmente es posible que el simple ajuste de los salarios nominales
no garantice el pleno empleo por dar lugar a una insuficiencia generalizada de
la demanda? Los clásicos pensaban que no, que las insuficiencias crónicas
del gasto eran imposibles. En concreto, el economista francés Jean Baptiste
Say sostenía que en última instancia las mercancías se pagaban con otras
mercancías: en otras palabras, que cuando se incrementa la producción de un
bien no sólo se está aumentando la oferta de ese bien, sino también la
demanda de otros bienes, pues su propietario cuenta con más riqueza que
poder intercambiar en el mercado. Por tanto, quien hablara de insuficiente
demanda estaba hablando, a su vez, de insuficiente oferta. Podemos dejar
simplemente que el célebre economista francés lo exprese con sus propias
palabras:
El hombre cuya industria se aplica a dar valor a las cosas, disponiéndolas
de modo que tengan un uso cualquiera que sea, no puede esperar que
sea apreciado y pagado este valor sino donde haya otros hombres que
tengan medios para adquirirle. ¿Y en qué consisten estos medios? En otros
valores y productos, fruto de su industria, de sus capitales y de sus tierras:
de donde resulta, aunque a primera vista parezca una paradoja, que la
producción es la que da salida a los productos.29
Es lo que se conoció como la «Ley de Say»: las mercancías se compran
con mercancías. Fijémonos que Say nunca señaló que las sobreproducciones
parciales de bienes fueran imposibles, esto es, que no se pudiera producir
algún bien concreto en mayor cantidad de la deseada por los consumidores.
Más bien, de las palabras de Say podía inferirse, en todo caso, que a largo
plazo no es posible que se mantenga una sobreproducción parcial de bienes,
pues la fabricación de aquellas mercancías que no puedan venderse tendrá
que ser interrumpida y los stocks acumulados habrán de ser liquidados a
bajos precios: los precios a los que pueden enajenarse los
bienes sobreproducidos no permitirán cubrir los costes de los recursos
empleados (aparecen pérdidas empresariales) y por tanto los agentes que
los sobreproduzcan deberán dejar de hacerlo. Mas, aun cuando a largo plazo
no puedan mantenerse sobreproducciones parciales de un bien, desde luego a
corto plazo nada impide que un empresario estime incorrectamente la
demanda futura de sus mercancías y fabrique más de las que podrá llegar a
vender: Say en ningún momento se manifestó en contra de este escenario tan
común en cualquier economía.
La sencilla y correcta formulación de la Ley de Say —que a largo plazo la
oferta de bienes se adapta a su demanda— fue, sin embargo, completamente
tergiversada por Keynes cuando la sintetizó diciendo que «la oferta genera su
propia demanda», o sea, «que todos los costes de la producción, de forma
directa o indirecta, acaban gastándose en adquirir esa misma producción» (p.
18). Obviamente, el francés se cuidó mucho de afirmar alguna vez semejante
disparate, que poco más que imposibilitaría la existencia de errores
empresariales: si toda producción generara su propia demanda entre los
consumidores, entonces todos los factores productivos estarían ubicados
siempre allí donde fueran más valiosos sin margen alguno para la
equivocación. En terminología economicista, podríamos decir que Keynes
afirmó que para Say toda la economía se encontraba siempre en una situación
de «equilibrio».
Tan cierto es que Say nunca afirmó que «la oferta genera su propia
demanda» que Keynes en ningún momento le cita. En su lugar, trata de
ilustrar su torcida interpretación de la Ley de Say a través de un párrafo
sacado de contexto de John Stuart Mill, donde el economista clásico trataba
de resumirla (p. 18):
Los medios de pago de las mercancías son sencillamente otras mercancías.
Los medios de pago de que dispone una persona para adquirir lo que otras
producen no son otra cosa sino los bienes que posee. Todos los vendedores
son al mismo tiempo, y como la misma palabra indica, compradores. Si
pudiéramos duplicar de repente la producción de un país, doblaríamos la
oferta en todos los mercados pero por la misma razón estaríamos doblando
la capacidad de compra. Todos doblarían tanto su demanda como su oferta,
todos podrían comprar el doble porque todos tienen el doble que ofrecer a
cambio.
Sin duda, resulta inverosímil que al duplicar la oferta de todas las
mercancías se dupliquen todas las demandas de esas mismas mercancías: en
tal caso, en efecto, Mill estaría diciendo que la oferta genera su propia
demanda. Y es que los ciudadanos no necesitan el doble de todas las
mercancías que en cada momento se estén fabricando; de algunas desearán
más del doble, de otras mucho menos del doble: por tanto, si se duplica su
oferta, habrá una carestía relativa de algunas mercancías y un exceso de otras
por el simple hecho de que la oferta habrá variado sin tener en cuenta la
demanda (recordemos que todas ellas se han duplicado automáticamente).
Así pues, a la vista del párrafo de Mill que cita Keynes, la Ley de Say parece
absolutamente falsa: los clásicos pensaban que la oferta genera
automáticamente la demanda y es de sentido común que esto resulta falso.
Con todo, Keynes podría haber extendido un poco más su cita a John
Stuart Mill para proporcionarle a su lector una versión más fidedigna de la
Ley de Say tal y como la formuló realmente el propio Mill. De hecho, apenas
unas líneas más abajo del párrafo extractado por Keynes, el economista
clásico reconoce que la Ley de Say no es incompatible con la aparición de
desajustes parciales y temporales:
Ciertamente, es probable que [después de duplicarse la oferta de todas las
mercancías] ciertas cosas existieran entonces en cantidades superfluas.
Aunque la comunidad duplicaría gustosamente su consumo total, puede
que ya tenga tanto como desea de ciertas mercancías y que prefiera
más que duplicar su consumo de otras o ejercitar su acrecentado poder de
compra en alguna otra cosa. Si ello es así, la oferta se adaptará en
consonancia, y el valor de las cosas seguirá ajustándose a su coste de
producción.30
En efecto, la economía real rara vez se sitúa en un equilibrio en el que
todos los planes presentes y futuros de los agentes están perfectamente
coordinados. La economía de mercado se caracteriza, al contrario, por un
proceso continuo de prueba y error, por un tanteo en el que los distintos
empresarios destinan los factores productivos hacia los usos que en cada
momento especulan que son los más valiosos para los consumidores, siendo
frecuente que se equivoquen en esas estimaciones y deban proceder a
rectificar. Al final, pues, una vez producida una mercancía X, serán los
consumidores quienes decidirán si:
a) Adquieren el bien de consumo X porque les resulta más útil que los usos
alternativos que le pueden dar a su dinero: En ese caso, los empresarios
que habían producido X conseguirán los ingresos que esperaban obtener y
por los que desde el comienzo se decidieron a producir X.
b) Adquieren otro bien de consumo Y porque les resulta más útil que
X: Esto elevará el precio de Y y ampliará los márgenes de beneficio de
sus productores; al mismo tiempo, los productores de X sólo podrán vender
su mercancía reduciendo los precios, lo que estrechará sus márgenes de
beneficio. Este doble proceso servirá como señal para los empresarios,
indicándoles que han de producir menos X y más Y.
c) No destinan su dinero ni a adquirir X ni a adquirir Y: En ese caso, los
productores de X e Y deberán rebajar los precios de sus productos, con el
consecuente estrechamiento de sus márgenes de beneficio. El mensaje será
rotundo: parte de los factores productivos que fabrican X e Y deben
redirigirse a fabricar otro bien de consumo Z, que es el que realmente
demandan los consumidores.
Las opciones a) y b) no le preocupaban demasiado a Keynes, pues como
hemos comentado su obsesión en La Teoría General era que el capitalismo
podía estar en equilibrio sin emplear a todos los factores productivos, cosa
que no sucedía en ninguno de esos casos. La opción que de verdad le quitaba
el sueño al inglés era una variante de la c): que los consumidores acapararan
su dinero —dejaran de comprar X e Y— sin querer, al mismo tiempo,
adquirir ningún otro bien de consumo Z. Es decir, la pregunta que se hacía
Keynes era: ¿qué sucedería si de manera permanente los consumidores
guardaran una parte de sus rentas no porque ahora mismo quisieran consumir
otros productos que los empresarios no les están ofreciendo sino porque de
momento no quieren consumir absolutamente nada? La mayoría de
economistas hasta la llegada de Keynes habría respondido que lo más
probable es que ese consumidor, en lugar de tener ese dinero ocioso, parado o
«debajo del colchón», lo destinara a acometer inversiones que ampliaran su
riqueza y que le permitieran consumir más en el futuro. En otras palabras, si
los individuos no desean consumir la totalidad de sus rentas hasta dentro de
un tiempo, parece lógico que decidan invertirlas para obtener una rentabilidad
con la que incrementar su consumo futuro; y al invertirlas para incrementar
su consumo futuro, darán ocupación a los factores que se hubiesen podido
quedar desempleados al interrumpir su consumo de los bienes X o Y.
Sin embargo, Keynes dudaba de que este proceso por el que todo el ahorro
se transformaba en inversión fuese tan automático como, según él, la mayoría
de economistas pensaba: «Se engañan si creen que hay un nexo que une las
decisiones de abstenerse de consumir hoy y las decisiones de procurarse
medios para poder consumir en el futuro, porque los motivos que determinan
estas últimas decisiones no tienen nada que ver con las que determinan las
primeras» (p. 21). Dicho de otra forma, unos agentes podrían ahorrar sin que
al mismo tiempo ellos mismos u otros invirtieran, con lo cual habría algunos
factores productivos que se quedarían sin ocupación dentro del sistema
económico.
Debería resultar evidente que en este punto, como en tantos otros, Keynes
estaba exagerando enormemente las dificultades del proceso. El inglés bien
podía sostener, como más adelante desarrollaremos, que las dos decisiones no
van necesariamente de la mano y que, por tanto, podrán producirse problemas
de coordinación entre ambas. Pero llegar al extremo de afirmar que no
tienen nada que ver es simplemente cerrar los ojos ante la realidad, pues
quien se abstiene de consumir para incrementar su consumo futuro está a
todas luces ligando ambas decisiones. O lo que es lo mismo, existe al menos
un conjunto importante de situaciones en las que ahorro e inversión van
indefectiblemente de la mano: justo aquellas en las que quien ahorra lo hace
porque desea invertir.
Los problemas en todo caso podrán aparecer en los mecanismos que
existan para que los recursos a cuyo uso renuncian los ahorradores se
transfieran a los inversores y, muy en particular, en aquellos casos en los que
los ahorradores no buscan incrementar su consumo futuro mediante la
inversión, sino simplemente acaparando dinero. Esto es, las dificultades para
que el ahorro se transforme en inversión podrán venir porque: a) existen
cortocircuitos en los mecanismos destinados a coordinar ahorro e inversión
(en los llamados mercados de capitales), b) parte de los ahorradores no
quieren transformar su ahorro en inversiones productivas.
Si por alguno de estos motivos el «poder adquisitivo» al que renuncia el
ahorrador no es transferido en su totalidad al inversor, aparentemente se
perderá por el camino y los recursos que deberían haber encontrado un
empleo con él permanecerán ociosos. Es este temor —que quienes se
abstengan de consumir no transfieran el poder adquisitivo al que renuncian a
otras personas que deseen invertirlo— lo que lleva a Keynes a observar con
desconfianza al dinero atesorado, es decir, aquel dinero que no se pone «en
movimiento».
En principio, podría parecer que, en efecto, quien atesora dinero ni lo
gasta en bienes de consumo, ni en bienes de inversión, ni tampoco lo presta
para que otros hagan lo propio; por consiguiente, ese poder adquisitivo se
quedaría estancado y los recursos a los que debería haber dado empleo
permanecerán parados (sin que, para Keynes, la reducción de los salarios
nominales permita solucionar este problema). No obstante, como ya veremos,
la idea de que quien demanda dinero (quien lo atesora) no está en realidad
demandando nada del mercado es un error; al fin y al cabo, ¿qué sentido
tendría que los individuos siguieran ofreciendo sus servicios laborales o
vendiendo sus propiedades a otros individuos a cambio, en última instancia,
de no exigir nada del mercado? Más bien cabe pensar que los individuos que
demandan dinero (que ofrecen sus servicios laborales o venden sus
propiedades a cambio de obtener dinero y de atesorarlo) están demandando
que los empresarios les ofrezcan otros bienes de consumo o de capital
distintos a los que en ese momento les están ofertando, o sea, reclaman un
cambio en el aparato productivo para que éste se adapte a sus nuevas
necesidades. Es verdad que, en ocasiones, lo que un individuo pretenderá a
corto plazo al demandar dinero será simplemente mejorar su propia liquidez,
pero eso, como veremos en los próximos capítulos, también tendrá que
traducirse en una readaptación del aparato productivo, concretamente en un
incremento de la oferta de liquidez (dinero y de bienes sustitutivos del
dinero). De ahí que atesorar dinero sea una forma de «gastar» el dinero y de
determinar la composición de la oferta, del mismo modo en que puede serlo
gastarlo en consumir o inmovilizarlo en bienes de capital.
Siendo ello así, podemos alcanzar otra implicación de la Ley de Say
igualmente válida: en una economía no puede aparecer una sobreproducción
agregada de bienes, es decir, la demanda agregada de bienes (presente o
futura) no puede ser inferior o superior a la oferta agregada (presente o
futura). Siempre que se produzca una sobreproducción parcial de algunos
bienes será por alguno de estos dos motivos: o porque ha desaparecido parte
de la oferta futura de bienes y servicios con los que se estaba demandando
parte de la oferta presente (esto es, los agentes se endeudarán menos para
adquirir bienes presentes)31 o porque tendrá lugar un exceso de demanda —y
por tanto un defecto de oferta— de dinero. En ambos casos, no estaremos
ante una sobreproducción agregada, sino sólo parcial: o habrá una
desaparición simultánea de demanda presente y oferta futura o habrá un
defecto de demanda en algunos bienes y un exceso de demanda de dinero. En
otras palabras, cuando se destruye una parte de la oferta (una parte de la
oferta futura) necesariamente ha de desaparecer una parte de la demanda (una
parte de la demanda presente); asimismo, cuando los agentes incrementen su
atesoramiento (su demanda de dinero), será porque no quieren intercambiar
ese dinero por ninguno de los bienes que se están ofreciendo en esos
momentos en el mercado, pero ello no significa que haya una insuficiencia
global de demanda, sino que la composición de los bienes concretos que se
les ofertan a los tenedores de dinero no será la adecuada (y como
consecuencia incrementarán su demanda de dinero).
Si todas las afirmaciones que hemos realizado hasta el momento son ciertas
—y más adelante nos dedicaremos a demostrarlas—, habrá que concluir que
no queda en pie mucho del desempleo involuntario del que habla Keynes; a
saber, la Ley de Say correctamente enunciada (a largo plazo no pueden
mantenerse sobreproducciones parciales y ni siquiera a corto pueden darse
sobreproducciones agregadas) seguiría siendo enteramente válida. Si incluso
los individuos que atesoren están demandando algo del mercado, todos los
agentes podrán llegar a encontrar ocupación siempre y cuando la utilidad de
los bienes que producen sea mayor que la desutilidad del trabajo. Por eso el
concepto de equilibrio con desempleo que elucubra Keynes (p. 29) carece de
sentido: si los planes de todos los agentes están bien coordinados, no habrá
paro involuntario en el sentido descrito por el inglés.
La intuición derivada de nuestra experiencia de que, en contra de lo que
parece predecir la teoría clásica, una reducción de los salarios reales como
consecuencia de una subida de precios no engendra deserciones laborales en
masa se explica por dos motivos: uno, que los precios y los salarios se
establecen dentro de ciertos márgenes; dos, la llamada «ilusión monetaria».
Lo primero significa que los salarios, como todos los precios, se fijan dentro
de la horquilla determinada por el salario exigido por el trabajador y el salario
ofrecido por el empresario. Por ejemplo, si el trabajador exige como mínimo
5 um por hora y el empresario ofrece como máximo 10 um por hora, el
salario puede fijarse a, por ejemplo, 8 um por hora; eso significa que los
salarios (tanto los nominales como los reales) podrían rebajarse de 8 a 5 um
por hora sin que el trabajador decidiera abandonar su ocupación. Lo segundo
implica que la inflación es capaz de engañar a los trabajadores durante un
tiempo acerca del sueldo que realmente están percibiendo: puede que cobren
un salario real más reducido del que les compensaría seguir trabajando pero o
bien no se dan cuenta de ello o bien esperan subidas salariales
compensatorias a corto o medio plazo.
Asimismo, tampoco tiene demasiado peso el otro argumento que aporta
Keynes para defender la existencia de desempleo involuntario al afirmar que,
según la teoría clásica, el volumen de empleo lo fija el salario real mientras
que empresarios y trabajadores sólo pueden negociar el salario nominal. En
realidad, como más adelante veremos, lo que determina el volumen de
empleo son las decisiones de los empresarios para contratar más o menos
personal, y lo que les interesa a los empresarios es que el margen
entre sus precios y sus costes sea lo suficientemente grande como para
compensarles su actividad. La inflación afectará de manera desigual a los
distintos precios y costes de los diferentes empresarios y eso —y no un
abstracto salario real— será lo que engendrará variaciones en el empleo. Por
el contrario, y como también analizaremos, un restablecimiento de los
márgenes de ganancia ante la existencia de alguna sobreproducción parcial
permitirá incrementar el nivel de empleo sin con ello reducir la demanda
agregada, pues, de hecho, esas correcciones de precios y costes irán dirigidas
a ajustar la oferta de mercancías a su demanda, eliminando cualquier
sobreproducción parcial.
Conviene insistir en que esta interpretación correcta de la Ley de
Say permite descartar todo el edificio keynesiano, construido sobre la
tergiversación de este teorema; tergiversación que en gran parte fue posible
porque varias generaciones de economistas posteriores a Keynes se ahorraron
la incomodidad de acudir al texto original para comprobar que lo dicho por
Say tenía bien poco que ver con lo enunciado por Keynes: la demanda de
mercancías se paga con la oferta de otras mercancías y por tanto no tiene
sentido que los agentes sigan ofreciendo mercancías al mercado si no quieren
demandar con ellas las mercancías que ofrecen otros agentes.
Empero, habiéndose zafado de la correcta interpretación de la Ley de Say,
Keynes logró al mismo tiempo crear un concepto de demanda agregada que
estuviera desvinculado de la oferta agregada. A cualquier economista que
hubiese entendido a Say le habría extrañado que a nivel agregado se
distinguiera entre demanda y oferta porque, como decimos, la demanda no
era más que la oferta y la oferta no era más que la demanda, vistas ambas
desde un ángulo distinto: lo que puede ofertarse en el presente o en el futuro
es justo lo que puede demandarse en el presente o en el futuro y, viceversa, lo
que puede demandarse en el presente o en el futuro es justo lo que vaya a
ofertarse en el presente o en el futuro. Ni es posible demandar en el presente
o en el futuro más de lo que va a ofertarse en el presente o en el futuro, pues
las demandas sólo pueden satisfacerse a través de la oferta de bienes o
servicios (es decir, el consumo está limitado por la producción); ni tampoco
tiene ningún sentido ofertar en el presente o en el futuro más de lo que va a
demandarse en el presente o en el futuro: ¿para qué van a estar los agentes
esforzándose y malgastando su tiempo en producir algo que saben que jamás
van a necesitar?
Pero Keynes consigue separar ambos conceptos, el de demanda agregada
y el de oferta agregada: por un lado nos encontramos con algo así como el
«deseo de gastar», que conformaba la demanda agregada, y por otro con la
producción de bienes y servicios por parte de un aparato productivo dado,
que representaba la oferta agregada. Sin duda, las hipótesis que se ve forzado
a adoptar Keynes en torno a esa demanda y oferta agregadas para poder
asumir su categórica separación no son ni demasiado realistas ni tampoco
demasiado generales, pero ello no fue obstáculo para que las empleara en la
mayor parte de su obra: «Consideramos dadas la cantidad y la calidad de la
mano de obra existente, la del equipo de capital, la técnica, el grado de
competencia, las preferencias y hábitos del consumidor, la desutilidad
asociada a los diferentes grados de intensidad en la aplicación de la mano de
obra y la organización y supervisión del sistema, así como la estructura
social» (p. 245). Fijémonos en que con estas muy restrictivas hipótesis se
descarta de llano la posibilidad de que parte de la producción futura
desaparezca (alterando la demanda presente basada en el crédito) y se le
arrebata al atesoramiento de dinero cualquier papel dentro de la economía: si
la demanda de dinero es un mecanismo para inducir cambios en el equipo de
capital como consecuencia de modificaciones en las preferencias de los
consumidores, pero esos cambios no puede tener lugar por hipótesis,
entonces el atesoramiento queda automáticamente esterilizado.
En conjunto, se trata de un giro rocambolesco, porque, como decimos, se
impide que el sistema corrija los errores que eventualmente pueden ir
apareciendo y porque en una economía de intercambio, donde para obtener
algo hay que entregar algo a cambio, el deseo de gastar viene limitado por la
producción que puede ofrecerse a cambio de lo que se desea adquirir. Como
sostiene la Ley de Say, las rentas presentes o futuras que obtienen
trabajadores, capitalistas, proveedores o empresarios (que no son más que
derechos de propiedad sobre las porciones de unas mercancías que han
fabricado entre todos y que por tanto pueden llevar al mercado para ser
intercambiadas) constituyen su demanda de otras mercancías (incluyendo la
demanda de dinero) en el mercado: simplemente no puede existir diferencia
entre ellas. Por ejemplo, supongamos que un empresario produce cada año
televisores valorados en un millón de unidades monetarias; medio millón de
esos ingresos los destina a pagar por las materias primas, 400.000 las destina
a abonar los salarios de los trabajadores y 100.000 las reparte en concepto de
dividendos entre sus accionistas.
Los trabajadores y los accionistas utilizarán el dinero recibido para
consumir o invertir, y los proveedores de materias primas harán lo mismo que
los productores de televisores (pagarán a sus trabajadores, a sus accionistas y
a sus proveedores).
Aun así, como decimos, Keynes partía de la base de que esas rentas
podían no gastarse enteramente (o sea, de que podían atesorarse y ese
atesoramiento no representaba la demanda de ningún bien o servicio), de
modo que ese «deseo de gastar» de los agentes (la demanda agregada) podía
ser inferior a la producción existente o proyectada de bienes y servicios de los
empresarios (la oferta agregada). Un seguidor de Say diría simplemente: si
los productores de bienes Y (por ejemplo televisores) no entregan todas sus
mercancías a cambio de la producción de bienes X (por ejemplo, teléfonos
móviles) es que, para parte de los agentes que han producido Y, éste sigue
siendo más valioso que X, de modo que los agentes que han producido X, si
es que quieren acceder a Y, deberán pasar a producir un bien Z (verbigracia,
ordenadores personales) que sea lo suficientemente valioso para los
productores de Y. Si esa mercancía Z no existe ni puede existir es porque o
bien los productores de Y han fabricado esa mercancía para el autoconsumo o
bien, si lo han producido para el intercambio, porque el resto de agentes
valoran el tiempo libre o las propiedades que harían falta para producir Z más
de lo que valoran Y, de modo que en lo sucesivo se deberá reducir la cantidad
producida de Y.32 Es decir, los agentes siempre tienden a producir y
consumir aquellos bienes que consideran más valiosos, incluyendo entre los
mismos el tiempo libre.
Pero, para Keynes, una demanda inferior a la oferta también significaba no
sólo que no se gastaran todas las rentas que se habían generado en el proceso
productivo, sino también todas aquellas que podían llegar a generarse.
Porque, y esta es otra de las implicaciones básicas de la teoría de Keynes, si
como parece razonable los empresarios sólo van a producir aquello que
esperan poder vender y la producción es la base sobre la que se generan las
rentas con las que se podrán demandar mercancías en el futuro, una
expectativa de insuficiente demanda futura dará lugar a una reducción de la
oferta presente, lo que a su vez supondrá la minoración de la demanda
presente y, de nuevo, de la oferta.
Tan contractivo consideró este proceso que en su obra anterior a La Teoría
General, El Tratado del Dinero, Keynes había llegado a la
chirriante conclusión de que si una comunidad empezaba a ahorrar y ese
ahorro no se traducía por cualquier motivo en inversiones, poco a poco la
renta de esa comunidad iría menguando hasta que «toda la producción cese y
la población se muera de hambre».33 En La Teoría General ese corolario tan
chocante se relaja porque, como veremos en el capítulo 3, Keynes asume que
cuanto mayor sea la renta de un individuo, menor será el porcentaje de esa
renta que éste gaste en bienes de consumo y, en contrapartida, cuanto menor
sea esa renta, mayor será ese porcentaje, pudiendo llegar a consumir el 100%
de la renta si ésta es muy baja, y eso, a lo que llamó «ley psicológica
fundamental, lograría estabilizar el volumen de gasto y la oferta.
Por supuesto, y como conclusión complementaria, si para Keynes era
posible que una demanda inferior a la oferta erosionara la oferta, también
resultaba posible que, incrementando la demanda por encima de la oferta
mientras subsistiera un desempleo involuntario de recursos, la oferta se
incrementara lo suficiente como para dar empleo a los factores ociosos y
generar las rentas adicionales que se requerían desde un inicio para
incrementar la demanda.
De la interacción entre todas las demandas (la demanda agregada) y todas
las ofertas (oferta agregada) lograremos una serie de valores en los que la
oferta agregada coincidirá con la demanda agregada. Al valor que se obtenga
de la igualación entre la oferta agregada y la demanda agregada (o dicho de
otro modo, al valor que se obtenga de la igualación de los deseos de consumir
e invertir con las posibilidades de producir bienes y servicios), Keynes lo
denominará «demanda efectiva» o «renta agregada».
En relación con la demanda efectiva, los seguidores estadounidenses de
Keynes popularizaron un gráfico que sirve para sintetizar esta visión: la
famosa cruz keynesiana. Básicamente, en este gráfico la demanda agregada
corta en algún punto a la oferta agregada y determina un valor de la demanda
efectiva (Gráfico 2).
Desde la perspectiva de la Ley de Say, esto no tendría obviamente ningún
sentido, porque la oferta agregada sería la demanda agregada y al mismo
tiempo la demanda efectiva. Recordemos que para Say era la mayor
producción (la mayor oferta) lo que nos permitía incrementar nuestro
consumo o nuestra inversión (mayor demanda). Otra cuestión es que
transitoriamente las demandas concretas de bienes y servicios no coincidieran
con las ofertas concretas de bienes y servicios, en cuyo caso, a corto plazo, el
valor de la oferta invendida (los bienes y servicios que no encuentran salida
en el mercado) se compensaría con el exceso de demanda de dinero
(atesoramiento) o con la destrucción de crédito (desaparición de una oferta
futura de bienes y servicios con la que los agentes pensaban demandar los
bienes invendidos presentes); y, a largo plazo, el desajuste entre las ofertas y
las demandas concretas terminaría desapareciendo, siendo, pues, la oferta y la
demanda agregadas iguales en valor.
GRÁFICO 2
CRUZ KEYNESIANA

Sin embargo, como Keynes supone que una parte de esa oferta agregada no
se traduce en demanda agregada —es decir, que una parte de la oferta no se
destina ni a ser consumida, ni a ser invertida, sino a ser atesorada, lo que es
una actividad estéril que no emplea factores productivos dentro del sistema
económico— existe una consecuente indeterminación sobre el punto de corte
de la demanda efectiva (derivado del mayor o menor atesoramiento en el que
incurran los agentes); en ese caso, será la intensidad del deseo de consumir y
de invertir —la demanda agregada— lo que determinará la demanda efectiva.
El inglés resumía adecuadamente las llamativas conclusiones a las que
llegaba con la siguiente frase: «La demanda efectiva, en lugar de tener un
valor de equilibrio único [como lo posee para los seguidores de la Ley de
Say] tiene toda una serie infinita de valores posibles, todos igualmente
admisibles» (p. 26). En otras palabras, dada una determinada capacidad
productiva en la economía, ésta operará a un mayor o menor rendimiento en
función de qué parte de la producción piensen los agentes destinar o a
consumir o a invertir (aquí subyace una hipótesis que más adelante tendremos
ocasión de criticar como es la de que una estructura productiva dada puede
servir para abastecer cualquier combinación de demandas de bienes de
consumo y de bienes de inversión y que, por tanto, los cambios en la
composición de la demanda agregada resultan irrelevantes con tal de que se
mantenga el volumen total de gasto).
Lo que Keynes parece incapaz de admitir es que, pudiendo existir
sobreproducciones en unas partes de la economía e infraproducciones en
otras, el mercado tenderá a eliminar las primeras y a expandir las segundas,
sin que en ningún momento exista desempleo involuntario (lo que no
significa que no pueda existir un elevado desempleo, pero no será del tipo
involuntario, tal como lo definía Keynes). Dicho de otra forma, lo que no
resulta posible es una sobreproducción generalizada por ausencia de
demanda, porque ello equivale a hablar de sobreproducción generalizada…
por ausencia de oferta (una contradicción en los términos).
Lo gracioso del caso es que si Keynes pretendía caricaturizar a Say
resumiendo su doctrina en la disparatada máxima de que «la oferta genera su
propia demanda», a la luz de lo expuesto bien podría resumirse la teoría
keynesiana en una no menos disparatada Ley de Keynes que sostuviera que
«la demanda genera su propia oferta»; a saber, que estabilizando o
incrementando el nivel de gasto total —independientemente de su
composición— se conseguirá estabilizar o incrementar el nivel de producción
hasta que todos los recursos estén plenamente ocupados, incluso cuando la
composición de la oferta sea incapaz de atender esa particular demanda.
El paso siguiente a la separación conceptual que efectúa Keynes entre
oferta y demanda agregadas es precisamente estudiar de qué dependen estas
dos magnitudes y cómo determinan conjuntamente la demanda efectiva. El
volumen de oferta agregada, de acuerdo con Keynes, sólo puede depender a
corto plazo del empleo, pues en ese lapso de tiempo la tecnología, el capital y
los recursos están dados. La demanda agregada equivaldrá a cuánta renta esté
dispuesta a gastar la sociedad en consumo y en inversión; o sea, del consumo
agregado y de la inversión agregada. El primero dependerá del porcentaje de
la oferta agregada que la sociedad quiera consumir, es decir, del volumen de
empleo (que determina la oferta agregada) y de lo que Keynes llama
«propensión a consumir» (que determina el porcentaje a consumir de la
renta). Por su parte, la inversión agregada dependerá, como explicaremos más
adelante, de la rentabilidad esperada de las inversiones (lo que Keynes
denominará «eficiencia marginal del capital») y del coste de oportunidad de
esa inversión (que será el tipo de interés del dinero).
Así, y por utilizar en lo que sea posible la notación matemática de Keynes,
la oferta agregada a corto plazo es una función del empleo:
Z = ø(N), donde Z es la oferta agregada y N el nivel de empleo.
Y la demanda agregada es parcialmente función del empleo a través del
consumo agregado:
D = D1 (pc; N) +D2 (emc; ti), donde D es la demanda agregada,
D1el consumo agregado, pc la propensión a consumir,
D2la inversión agregada, emc la eficiencia marginal del capital y ti el tipo
de interés del dinero.
La clave de La Teoría General es cómo resuelve Keynes esta
indeterminación de la demanda efectiva; indeterminación que deriva de que
la renta que la sociedad espera gastar en consumo depende de la oferta
agregada y por tanto del nivel de empleo, pero a su vez el nivel de empleo
depende de la oferta agregada que esperen vender los empresarios, esto es, de
la demanda agregada.
O dicho de otro modo, el problema para Keynes es que si bien el consumo
equivale a un porcentaje más o menos constante de la oferta agregada, la
inversión agregada no. La diferencia entre la oferta agregada y el consumo
agregado equivale al ahorro agregado, de ahí que Keynes considere que el
ahorro agregado no tiene por qué materializarse en inversión agregada, sino
en un atesoramiento que no implica la demanda de nada. Y si la demanda
agregada no aumenta lo suficiente como para justificar el incremento de la
producción, ésta caerá, de modo que el ahorro agregado también se reducirá
hasta igualarse con la inversión agregada. Por consiguiente, un mayor
volumen de empleo hace aumentar la oferta agregada y el consumo agregado,
mas no necesariamente la inversión agregada y la demanda agregada.
Si los perceptores de rentas las consumieran al 100%, Keynes no vería
ningún problema en el sistema económico. Más empleo no sólo supondría
más oferta, sino más consumo agregado para absorber esa mayor oferta. La
cosa cambia cuando consideramos la propensión a consumir; dado que los
perceptores de rentas no consumen el 100% de las mismas, sino un
porcentaje inferior, el ahorro agregado crecerá con el nivel de empleo, de
manera que, a menos que la inversión se incremente lo suficiente como para
absorber todo el ahorro resultante, habrá para ciertos niveles de empleo una
oferta potencial de bienes y servicios mayor a aquella que van a demandar los
agentes (lo que provocará una contracción de esa oferta potencial hasta el
nivel de demanda agregada). Pero si, como hemos sentenciado, la diferencia
entre la oferta y el consumo agregado (el ahorro agregado) es creciente con el
nivel de empleo, cada vez hará falta invertir una mayor cantidad de renta para
que esos niveles crecientes de empleo sean sostenibles.
El Cuadro 1 servirá para ejemplificarlo. Supongamos que el valor de la
oferta agregada es igual a cinco veces el número de trabajadores ocupados; a
su vez, el consumo agregado es un 70% del valor de la oferta agregada (es
decir, la propensión a consumir es del 70%) y la inversión agregada es una
cuantía fija igual a 375.
En ese caso, conforme vaya aumentando el número de trabajadores
empleados, la oferta agregada irá incrementando su valor, pero si el consumo
agregado se mantiene constante en el 70% de las rentas derivadas de la oferta
agregada, la diferencia entre la oferta agregada y la demanda agregada será
cada vez mayor en términos absolutos. Sólo si la inversión agregada se
incrementa lo suficiente como para compensar esta creciente divergencia,
podrán sostenerse los niveles de empleo: por ejemplo, cuando haya 500
trabajadores, la inversión agregada tendría que subir de 375 um a 750 um
para que compense seguir empleando a todos esos 500 trabajadores. En caso
contrario, si la inversión agregada se mantiene en 375, el nivel de demanda
efectiva caerá a 1.250 um, lo que supone una ocupación de 250 trabajadores.
Este mismo ejemplo puede ayudarnos a terminar de comprender qué
entendía Keynes por desempleo involuntario. De acuerdo con Keynes, no
tiene demasiado sentido denominar desempleo involuntario a aquella
situación en la que un trabajador no quiere trabajar al salario real que le
pueden ofrecer los empresarios. En ese caso, empleando el lenguaje de La
Teoría General, diremos que la desutilidad del trabajo (el coste de
oportunidad de trabajar) es superior a su productividad marginal (el salario
real que se le puede pagar) o que, más llanamente, el trabajador valora más el
tiempo libre que la riqueza que puede generar renunciando a ese tiempo libre.
Cuadro 1

Pero, siguiendo el ejemplo anterior, podría suceder que hubiese 500


trabajadores dispuestos a trabajar por el salario que se les podría abonar si la
oferta agregada fuera de 2.500 um, pero que, al ser la demanda agregada
insuficiente para sostener ese volumen de oferta agregada, sólo puedan ser
empleados 250. Pues bien, esos 250 trabajadores que no son finalmente
contratados pero que querrían y podrían trabajar si la demanda agregada
fuese lo suficientemente elevada como para igualarse con la oferta agregada
representan el paro involuntario para Keynes.34 La consecuencia de que el
ahorro agregado sea superior a la inversión agregada (o sea, la consecuencia
de que exista atesoramiento) es el desempleo involuntario, lo que genera una
reducción del ahorro agregado (vía menor renta agregada) hasta igualarse con
la inversión. Además, fijémonos en que esos 250 trabajadores no podrán ser
empleados merced a reducciones en el salario nominal, pues el menor salario
nominal dará lugar a una caída de la demanda agregada.
En definitiva, podemos sintetizar La Teoría General de Keynes del
siguiente modo: si la gente no gasta en consumo o en inversión toda su renta
(si atesora o se espera que atesore una parte de ella), los empresarios no
producirán tanto como lo podrían haber hecho; y esa menor producción
provocará que una parte de los trabajadores que estarían dispuestos a ser
contratados por unos salarios que se les podrían abonar con la mayor
demanda agregada no lo sean finalmente, por mucho que se reduzcan sus
salarios nominales (desempleo involuntario). Es decir, el sistema económico
podrá mantenerse en funcionamiento dejando fuera a una parte de la masa
laboral que quiere y puede trabajar, y lo hará simplemente porque los agentes
no gastan la totalidad de las rentas que reciben.
Como comprobamos, la culpable de todas estas distorsiones que llevan a
generar desempleo involuntario es la inversión agregada o, más
concretamente, la carencia de un mecanismo automático que convierta todo
el ahorro en inversión. Keynes desconfiaba enormemente de que la inversión
agregada, dejada al albur del libre mercado, pudiera incrementarse lo
suficiente como para acompasar el progresivo aumento del ahorro que tenía
lugar con el incremento del empleo: «Así —a excepción de la teoría clásica
que asume que hay alguna fuerza especial en movimiento que hace que,
cuando el empleo aumenta, siempre lo haga la inversión agregada para
compensar la creciente diferencia entre la oferta agregada y el consumo
agregado— el sistema económico se puede encontrar en un estado de
equilibrio donde el empleo esté por debajo del nivel de pleno empleo» (p.
30).
Así pues, si volvemos a las fórmulas anteriores, nos daremos cuenta de que
a corto plazo la demanda efectiva depende de cuatro variables: el nivel de
empleo, la propensión a consumir, la eficiencia marginal del capital y los
tipos de interés. Si las tres últimas variables vienen de algún modo dadas para
el sistema económico (son independientes), sólo habrá a corto plazo un nivel
de empleo de equilibrio (de demanda efectiva); nivel que no necesariamente
coincidirá con el nivel de pleno empleo de los recursos. Es más, sólo un
conjunto muy reducido de combinaciones de estos tres valores
independientes permitirá lograr el pleno empleo.
De ahí que a partir de este punto Keynes se dedique a analizar y a
demostrar en detalle cómo se determinan la propensión a consumir, la
eficiencia marginal del capital y los tipos de interés y por qué, sin la
intervención del poder político, estas variables tenderán a adoptar valores que
no permitirán alcanzar el pleno empleo. Por nuestra parte, vamos a seguir a
Keynes en su análisis pormenorizado de estos tres valores para, primero,
destacar los errores que comete y, segundo, comprender cómo estas tres
variables que Keynes trata como independientes están en realidad
fuertemente interrelacionadas. De hecho, es esta errónea hipótesis de que las
tres variables no son interdependientes la que lógicamente lo llevará a
concluir que no existen mecanismos equilibradores o comunicantes en el
libre mercado y que el pleno empleo será un resultado por completo aleatorio
de este orden económico.
Capítulo 2
DEFINICIONES TRAMPOSAS
Antes de entrar a estudiar la «propensión a consumir» en el libro III de La
Teoría General, Keynes dedica su libro II, los capítulos 4 a 7, a perfilar
varios conceptos básicos que usará a lo largo de su obra. Pese a ser
probablemente la parte más oscura de todas y pese a que numerosos
keynesianos suelen considerarla una sección superflua y prescindible,
nosotros sí recomendamos su lectura a quien esté interesado en penetrar hasta
lo más profundo de los errores de Keynes. Y ello pese a que, en general, uno
desearía ahorrarle al lector entrar en tediosas discusiones sobre definiciones.
Al cabo, las definiciones no son correctas o incorrectas, simplemente son
definiciones que suponen puntos de partida para un análisis ulterior. No
obstante, para comprender el resto de los desarrollos teóricos de Keynes
resulta importante clarificar qué entendía el inglés por conceptos tan
relevantes dentro de su análisis como son expectativas, equilibrio, renta,
consumo, ahorro o inversión. Tal como veremos, las definiciones que emplea
Keynes incorporan una teoría previa sobre el funcionamiento de las
economías capitalistas que luego impregnará y desvirtuará todo su análisis
posterior.
Con todo, antes de empezar, conviene advertirle al lector que el epígrafe III
de este capítulo será especialmente farragoso: tras leerlo, uno podría juzgar
que el esfuerzo requerido para comprenderlo no le ha compensado los
matices adicionales con los que se ha enriquecido. De ahí que, si el lector lo
considera oportuno, puede simplemente ignorarlo.
I. La elección de las unidades
Empecemos analizando las unidades en las que Keynes piensa expresar las
magnitudes de la renta, el consumo, el ahorro o la inversión. Para el inglés,
necesitamos medirlas en función de dos variables: una monetaria y otra real.
En caso contrario, si sólo utilizáramos variables monetarias, podríamos
confundir un cambio nominal en, por ejemplo, el nivel de inversión con un
incremento real del mismo, y ya sabemos que para Keynes lo relevante son
las variables reales.
Para las monetarias, el inglés utiliza el precio de mercado de los distintos
bienes y servicios. Sin embargo, para las variables reales no acepta ni que
esos precios se corrijan por la inflación (medida ésta, por ejemplo, a través
del Índice General de Precios) ni, sobre todo, que se agreguen las cantidades
de los distintos bienes y servicios como si tuvieran un carácter homogéneo (p.
38). Dado que los litros de petróleo, los metros de tela o el número de
automóviles no son equiparables, carece de sentido agregarlos al objeto de
cuantificarlos.
Postulado lo evidente, Keynes pasa a hacer su propuesta de «unidad real»
con la que medir todos los bienes y servicios de una economía: una hora de
trabajo ordinario. A corto plazo, sostiene el inglés, el equipo de capital está
dado, de modo que podemos considerar que las variaciones en la producción
de bienes y servicios irán de la mano con las variaciones en la demanda de
trabajo: si los empresarios aumentan la producción, deberán utilizar más
horas de trabajo ordinario y si quieren reducirla, menos.
Ante la previsible réplica de que el trabajo, al igual que los bienes y
servicios, tampoco es una variable homogénea (no es lo mismo un ingeniero
nuclear que un profesor de filosofía o que un camarero), Keynes responde
que la homogeneidad puede lograrse «ponderando las horas de trabajo
especializado en proporción a su remuneración, así una hora de trabajo
especializado que se remunere el doble que el ordinario se computará como
dos unidades de empleo» (p. 41).
En otras palabras, en verdad la unidad real que toma Keynes como
referencia no es «una hora de trabajo ordinario», sino el salario de una hora
de trabajo ordinario. Dejando de lado el razonable parecido que existe entre
el concepto de unidad de salario de Keynes y el de «tiempo de trabajo
socialmente necesario» que constituía la piedra angular de la teoría del valor-
trabajo de Karl Marx, lo que sí que hay que apuntar es que, al final del
análisis, Keynes reintroduce la variable monetaria como común denominador
de todas las magnitudes económicas: sólo transformando las horas de trabajo
ordinario en su expresión monetaria (los salarios) puede el inglés proceder a
equiparar los distintos tipos de trabajo. Por ejemplo, si un empresario
sustituye a diez trabajadores ordinarios que cobran 1 um la hora por uno
especializado que cobra 10 um la hora, Keynes concluirá que no hay
variación en el número de horas de empleo. ¿Qué sentido tiene esto cuando,
en efecto, las horas de trabajo se han reducido a la décima parte? Ninguno:
como decíamos, la segunda variable que emplea Keynes para medir la
producción no son el total de horas de trabajo, sino el total de salarios
percibidos por los trabajadores dividido entre el salario del trabajador menos
productivo de una economía.
Pero, en tal caso, los problemas de confundir una variación nominal en los
salarios con un incremento de la producción reaparecen por la puerta de atrás.
Por ejemplo, si tanto los salarios especializados como los ordinarios se
duplican, la relación entre las horas de ambas ocupaciones se mantendrá
constante, pero, ¿qué sucede si merced a la inflación monetaria aumenta el
salario de los trabajadores ordinarios y no el de los más cualificados (más
adelante insistiremos en que con inflación no todos los precios aumentan en
la misma proporción)? ¿Acaso la productividad de estos últimos se habrá
reducido por la alteración de sus valores nominales? ¿O más bien se habrá
reducido sólo su remuneración pero no su productividad real?
De hecho, Keynes también podría haber creado una unidad de producción
ordinaria que, parafraseando al inglés, fuera el resultado de «ponderar la
producción especializada en proporción a su precio, así una unidad de
producción especializada que cueste el doble que una unidad de producción
ordinaria se computará como dos unidades de producción ordinaria».
Verbigracia, Keynes podría haber convertido el metro de tela en «unidad de
producción ordinaria», de modo que si un barril de petróleo tenía un precio
quince veces superior al metro de tela, podría haberlo considerado
equivalente a quince unidades de tela, lo cual obviamente no tiene ningún
sentido. En definitiva, las mismas dificultades que percibía Keynes para
medir monetariamente toda la producción de bienes y servicios existen para
agregar todas las horas de trabajo.
El inglés era consciente de este problema, pero la solución que plantea es
absurda: «Nuestro supuesto de una unidad de trabajo homogénea no implica
dificultades a menos que tropecemos con una gran inestabilidad en la
remuneración relativa de cada una de las diferentes unidades de trabajo, pero
incluso si esta dificultad se presenta, puede eliminarse suponiendo que existe
la posibilidad de modificar con rapidez la oferta de trabajo y la forma de la
función de oferta agregada» (pp. 42-43). Obviamente, asumir que la
formación y las habilidades de cada trabajador pueden modificarse ipso facto
es tan absurdo como asumir que lo puede hacer la estructura de bienes de
capital y, sin embargo, Keynes reputa esta última como absolutamente fija a
corto plazo (pp. 40-41).
Pero, aparte del escaso realismo de la premisa anterior, Keynes se
enfrentaba a otra dificultad aún más seria para poder emplear la unidad «una
hora de salario ordinario» como unidad de medición de la actividad
productiva. Si los salarios siempre fueran proporcionales a la productividad
de cada trabajador (de modo que un trabajador dos veces más productivo que
otro percibiera un salario dos veces superior), podríamos, con la dificultades
que acabamos de apuntar, establecer una cierta relación entre unidades de
salarios ordinarios y nivel de producción. Mas, ¿qué sucede cuándo dos
trabajadores con diferente productividad perciben un mismo salario?
Tengamos presente que éste no es, ni mucho menos, un supuesto absurdo,
pues incluso dentro del marco keynesiano será algo que puede acaecer con
bastante frecuencia: como veremos más adelante, el propio Keynes abogaba
por una política de inflexibilidad salarial a la baja, de modo que si un
trabajador ve reducida súbitamente su productividad, dado que su salario no
variará en igual proporción, la unidad de horas de trabajo ordinario dejará de
tener cualquier relación con su nivel de producción. O dicho de otra forma,
como los precios de mercado, sean o no rígidos, estarán continuamente
reajustándose de acuerdo con los cambios en las preferencias de los
consumidores, en los métodos de producción y en las expectativas de futuro,
no será inhabitual que en un momento dado los salarios no coincidan con la
productividad del trabajador (podríamos decir que en el mercado existe una
tendencia al equilibrio pero no un equilibrio permanente).
La respuesta que ofrece Keynes a esta nueva dificultad, aunque
rocambolesca, es de gran importancia dentro de su sistema teórico. En
opinión del inglés, en lugar de asumir que dos trabajadores remunerados
igualmente pueden ser distintamente productivos, es mejor asumir que ellos
son igualmente productivos y que la responsabilidad de sus distintas
productividades reside en el desigual equipo de capital que emplean:
«Nosotros incluimos la falta de homogeneidad de las unidades de salario de
igual remuneración en el equipo de capital, al que consideramos cada vez
menos adecuado para incorporar unidades de trabajo a medida que aumenta
la producción, en lugar de considerar que las unidades de trabajo disponibles
están cada vez menos adaptadas para usar un equipo de capital homogéneo»
(p. 42). Por tanto, en abstracto la productividad de todos los trabajadores con
igual salario será la misma y, si en la realidad no lo es, las diferencias de
productividad cabrá atribuirlas a la distinta calidad de los bienes de capital
que utilizan.
El giro argumental, que podría parecer anecdótico, adquiere una enorme
importancia dentro de La Teoría General. Recordemos que la obsesión de
Keynes es crear empleo: La Teoría General se escribe en unos momentos en
los que había una altísima tasa de paro que el libre mercado es presuntamente
incapaz de reducir. Por supuesto, ocupaciones posibles para esas masas de
trabajadores las había numerosas —desde cavar zangas para volverlas a llenar
hasta construir pirámides como las de Egipto—, la cuestión era si esas
infinitas ocupaciones generaban riqueza o más bien la destruían.
Hasta Keynes, la piedra de toque que determinaba si un proceso productivo
fabricaba bienes y servicios lo suficientemente valiosos como para
compensar el coste de oportunidad de los recursos empleados eran los
beneficios empresariales (esto es, la rentabilidad del capital invertido). Si
éstos cubrían los gastos —incluyendo el coste de oportunidad intertemporal
de invertir el capital—, se asumía que la producción generaba riqueza para
todas las partes implicadas; si no los cubrían, entonces o había que reducir los
gastos hasta que el proyecto generara riqueza para todas las partes o,
simplemente, había que abandonar ese proyecto para que pudiesen
emprenderse otros más valiosos.
No obstante, si para rentabilizar un proceso productivo fuese necesario
reducir enormemente los costes, la consecuencia más habitual sería que la
mayoría de factores productivos se negarían a trabajar por unas
remuneraciones tan exiguas. En tal caso, el desempleo resultante sería lo
mejor que un sistema económico podría ofrecer hasta que el equipo de capital
(que Keynes asume fijo) se reestructurara: si los trabajadores desean disponer
de una cantidad de bienes más valiosa que aquella que pueden producir, será
preferible no emplearlos antes que hacerlo y, como ya hemos visto, no cabrá
reputar esto como paro involuntario (ni siquiera el propio Keynes lo hacía).
Y aquí es donde entra el giro que Keynes subrepticiamente introduce en su
discusión de la unidad de salarios y que más adelante convertirá en uno de los
pilares de su obra: ¿por qué el capital ha de ser rentable? ¿Por qué las mermas
de productividad deben ser imputables al trabajador y no a un inadecuado
equipo de capital? ¿Por qué los beneficios empresariales no pueden reducirse
a cero o incluso volverse negativos hasta que todos los trabajadores que
desean trabajar puedan hacerlo? ¿Acaso, si desatendemos los beneficios, no
pueden abonarse salarios más altos y poner a los parados a fabricar
cualesquiera bienes y servicios?
Como más adelante veremos, Keynes considera que si los bienes
de capital obtienen rendimientos positivos es debido a su escasez; y, a su
vez, éstos son escasos debido a la tiranía que supone la existencia de un tipo
de interés derivado de una insuficiente oferta de dinero (que permite a los
capitalistas atesorar el dinero en lugar de invertirlo). Este párrafo del capítulo
16 de La Teoría General es bastante ilustrativo de esta posición:
La única razón por la que un activo proporciona, a lo largo de su vida, un
rendimiento que se espera sea superior a su precio inicial de oferta es
porque resulta escaso y lo sigue siendo como consecuencia de la
competencia que supone la existencia de un tipo de interés del dinero. Si el
capital llegara a ser menos escaso, entonces su rendimiento disminuiría sin
que por ello pudiera decirse que su productividad, en sentido material,
habría disminuido. (…) Es preferible considerar al trabajo, incluyendo
desde luego el de los empresarios y sus ayudantes, como el único factor de
producción que opera en un entorno que conforman la técnica, los
recursos naturales, el equipo de capital y la demanda efectiva. Esto explica,
en parte, el que hayamos tomado a la unidad de trabajo como la única
unidad de medida material que precisamos en nuestro sistema teórico,
aparte de una unidad monetaria y otra de tiempo (pp. 213-214).
Es decir, la existencia del interés —que como veremos más adelante se
debe, según Keynes, al atesoramiento de dinero— y del consecuente
rendimiento que pueden exigir los capitalistas suponen un obstáculo para el
pleno empleo y para maximizar la producción de riqueza, pues limita el nivel
de los salarios y, por tanto, la oferta de trabajo.
De esta manera, el inglés establece una relación funcional entre nivel de
empleo y producción a través de las unidades salario, obviando por entero si
el nivel y la composición de la producción es o no los adecuados desde el
punto de vista de los consumidores presentes y de los consumidores futuros
(los ahorradores): más empleo dentro de una determinada estructura de
capital siempre es sinónimo de más riqueza, ya que no es el salario el que
resultará demasiado elevado con respecto a la productividad del trabajador
sino, en todo caso, será el equipo de capital el inadecuadamente productivo.
Empero, y como más adelante desarrollaremos, el rendimiento del capital
no es una variable caprichosa que obstaculice el equilibrio o la coordinación
entre los planes de todos los agentes económicos, sino una de las condiciones
de ese equilibrio. Al cabo, ese rendimiento es la recompensa que obtienen los
capitalistas a cambio de posponer la satisfacción de sus fines y por asumir
riesgos; o sea, el rendimiento del capital es el que permite coordinar las
decisiones de consumo presente y las de consumo futuro.
Si se diera el caso de que el rendimiento del capital desapareciera, los
capitalistas dejarían de invertir y pasarían o a consumir —pues valorarían
más los bienes presentes a los que deben renunciar para financiar los
procesos productivos que los bienes futuros que con ellos pueden obtener— o
a atesorar —pues preferirían ahorrar en un activo líquido y seguro como el
oro en lugar de hacerlo en activos arriesgados con una rentabilidad muy baja
o incluso negativa—. La consecuencia de ello sería que no podría ni
acumularse más capital ni mantener el existente, de modo que la
productividad de toda la economía se desmoronaría: al contrario de lo que
sostiene Keynes más adelante, los rendimientos nulos o negativos no son el
resultado natural de la acumulación de capital que dejaría inafectada la
productividad de la economía, sino que suponen una anomalía que pondría
fin al proceso de acumulación y conservación de los bienes de capital. En
definitiva, y por si queremos verlo desde otra perspectiva, el factor básico
que aporta el capitalista no son tanto las herramientas —los bienes de capital
—, cuanto el tiempo durante el que permite usar esas herramientas para fines
distintos que la satisfacción de sus necesidades más inmediatas; eliminar el
rendimiento del capital sin que modifique su conducta (sin que pase de
invertir a consumir o atesorar) sería tanto como impedirle al capitalista que
siga sus cursos de acción más valiosos, esto es, sería tanto como esclavizarlo
o explotarlo.
Por ello, con la adopción y generalización de la «unidad salario», Keynes
pretende trasladar el foco desde el análisis de si una estructura productiva
(planes empresariales que utilizan trabajadores y bienes de capital para
fabricar bienes de consumo presentes o futuros) se halla adecuadamente
adaptada para satisfacer las necesidades de los consumidores presentes o
futuros hasta el análisis de si una estructura de capital es capazde absorber
toda la oferta de trabajo; y si no lo es, el inglés propondrá manipular el gasto
agregado hasta que lo sea, aun a costa de la satisfacción de los consumidores
presentes o futuros.
Por eso mismo, en la idea de unidad de salario también se encuentra el
germen de otras recomendaciones políticas que efectúa Keynes y que más
adelante comentaremos con más detalle: por un lado, penalizar el
atesoramiento de dinero; por otro, aumentar el gasto público.
Al cabo, si se penaliza el atesoramiento de dinero, los agentes sólo podrán
trasladar renta del presente al futuro realizando inversiones, aun cuando la
rentabilidad de esas inversiones sea negativa. Sería tanto como establecer un
impuesto sobre la no asunción de riesgos. El problema de ello es que el hecho
de que la práctica totalidad de los planes de negocio sólo pueda proporcionar
una rentabilidad negativa no es una consecuencia normal del libre mercado,
sino una anomalía derivada de la generalización de malas inversiones. Para
volver a generar intertemporalmente riqueza es necesario corregir esas malas
inversiones, esto es, es necesario modificar la estructura actual de bienes de
capital; pero ello sólo puede lograrse en tanto en cuanto los ahorradores se
nieguen a adquirir la mala mercancía que les ofrecen los vendedores.
Imposibilitar el atesoramiento significa imposibilitar la reestructuración de la
economía, pues los agentes no podrían negarse a seguir comprando bienes o
financiando inversiones cuyo coste supera a su utilidad esperada. Este es el
motivo por el que el análisis de Keynes asume la constancia del equipo
productivo: no le interesa estudiar el reajuste de la estructura productiva, sino
sólo proponer políticas para que, dentro de un equipo de capital deficiente,
se logre el pleno empleo.
Lo mismo sucede con el gasto público. Si no se penaliza el atesoramiento,
ningún proyecto empresarial privado que no proporcione al menos una
rentabilidad tan elevada como el tipo de interés del dinero será capaz de
sobrevivir, y para ello será necesario que las compañías vendan su
producción a unos precios que cubran los costes. El problema es que
conforme esas compañías vayan incorporando más trabajadores con una
misma remuneración a un equipo de capital «insuficientemente productivo»,
el coste unitario de los bienes y servicios que produzcan irá aumentando (por
la ley de rendimientos decrecientes), de modo que los consumidores (o los
empresarios que adquieren bienes de capital) deberán estar dispuestos a
abonar esos precios crecientes para rentabilizar tales líneas productivas y
mantener el nivel de empleo (p. 42). Es aquí donde, como más adelante
veremos, Keynes reclamará un mayor gasto público pues, sabedor de que ni
consumidores ni inversores estarán dispuestos a abonar precios crecientes por
unos bienes decrecientes en utilidad, sólo el Estado podrá estar conforme con
sufragar los altos precios que los capitalistas exigen para aceptar seguir
produciendo esas mercancías. O, alternativamente, sólo el Estado estará
dispuesto a contratar a trabajadores para iniciar proyectos productivos que no
cubran el coste de oportunidad del capital.
En definitiva, con el establecimiento de las unidades salario, Keynes
consigue pasar desde una macroeconomía basada en el capital productivo —
en una estructura de bienes de capital y de trabajadores dirigida a crear bienes
de consumo futuros que sean más valiosos para los ahorradores que los usos
alternativos presentes que se les pudieran dar a esos factores productivos— a
una macroeconomía basada en el trabajo —dirigida a maximizar el empleo
del factor trabajo como sinónimo de prosperidad—. De ahí que a Keynes no
le interesen en absoluto las políticas orientadas a corregir las malas
inversiones, sino sólo aquellas destinadas a maximizar la ocupación… aun
cuando obstaculicen la corrección de las malas inversiones.
II. El papel de las expectativas
El breve capítulo 5 de La Teoría General está dedicado a reflexionar sobre el
papel que juegan las expectativas dentro del esquema teórico keynesiano.
Recordemos que la refutación que el inglés pretende efectuar de la Ley de
Say es que no existe ningún automatismo que transforme la inversión
empresarial en demanda final por los productos fabricados. Algo que ningún
economista anterior a Keynes había puesto en duda pero que fue presentado
como un revolucionario descubrimiento: si los empresarios no tienen
asegurada la venta de sus mercancías, el nivel de inversión y de contratación
de factores productivos por parte de cada empresario dependerá de la
demanda futura esperada sobre sus mercancías (p. 46). Mas, como a su vez
esa demanda futura dependerá en parte de la inversión presente (menor
inversión agregada da lugar a menor renta agregada y, por tanto, a menor
consumo), podríamos caer en lo que años más tarde el sociólogo Robert K.
Merton denominaría «profecías autocumplidas»; a saber, las cosas van mal
simplemente porque esperamos que vayan mal.
Keynes distingue entre dos tipos de expectativas: expectativas a corto y a
largo plazo. Las primeras se refieren al precio esperado al que un empresario
cree que podrá vender los productos que ya ha empezado a fabricar, mientras
que las segundas se refieren a la rentabilidad esperada de una inversión
adicional en bienes de capital (pp. 46-47). Las expectativas a corto y a largo
podrán cambiar en cualquier momento, tanto a mejor como a peor, pero su
influencia total sobre el empleo tardará bastante en dejarse notar. En el caso
de las expectativas a corto, porque los procesos productivos en curso son de
tan corta duración que no dará tiempo a alterarlos, ni para interrumpirlos ni
para incrementarlos. En el caso de las expectativas a largo, porque, si
empeoran, habrá una parte del equipo de capital ya producido que, aun
cuando retrospectivamente se juzgue que habría sido mejor no producir, se
seguirá utilizando por parte de los empresarios, contribuyendo así a generar
empleo hasta que se haya depreciado por completo; y si mejoran, al comienzo
habrá una contratación extraordinaria de factores (dedicados a fabricar bienes
de capital y a satisfacer su demanda de bienes de consumo) que desaparecerá
con el paso del tiempo (cuando se haya completado la producción de los
nuevos bienes de capital).
Aun así, si unas expectativas a largo plazo se mantuvieran durante mucho
tiempo, llegará un momento en el que el nivel de empleo ya no sufriría más
variaciones. A esa situación en la que todo el empleo existente es resultado
sólo de un conjunto de expectativas a largo plazo se le denominará
«equilibrio a largo plazo del empleo» (p. 48). Cada conjunto de expectativas
a largo plazo irá asociado a un equilibrio del empleo a largo plazo y su
influencia sobre la producción y el empleo presentes dependerá de cuánto
tiempo se hallen vigentes como para transformar la economía.
La transición desde un conjunto de expectativas a largo a otro —y desde un
equilibrio a largo plazo en el empleo a otro— provocará variaciones cíclicas
en el nivel de empleo: si las nuevas expectativas a largo son mejores que las
anteriores, durante un tiempo habrá un auge en la producción y en el empleo
de bienes de capital que a su vez generará una demanda (y un empleo) de
carácter derivado en las industrias de consumo; una vez concluida la
producción de bienes de capital adicionales, el empleo en este sector y en las
industrias de consumo volverá a descender (al menos hasta que haya que
reponer esos bienes de capital en el futuro). Si, en cambio, las nuevas
expectativas son peores que las anteriores, durante un tiempo se interrumpirá
la producción y el empleo en las industrias de bienes de capital, lo que a su
vez repercutirá sobre la demanda y el empleo en las industrias de bienes de
consumo, pero cuando tenga que reponerse el equipo de capital previamente
acumulado, la producción y el empleo volverán a aumentar. Keynes
considera que estos cambios en las expectativas a largo plazo dan lugar a
movimientos análogos a los ciclos económicos (p. 49) y, de hecho, como
veremos en el capítulo 6, el inglés atribuirá predominantemente las crisis a
los hundimientos de las expectativas empresariales a largo plazo.
En definitiva, para Keynes las expectativas serán el factor que en última
instancia determinará el funcionamiento de un sistema económico: unas
expectativas optimistas incrementarán la inversión agregada y permitirán
elevar la producción y el empleo agregados; por el contrario, unas
expectativas pesimistas bastarán para reducir la producción y el
empleo agregados, sin que por ello ese sistema económico se salga de su
equilibrio a largo plazo en el empleo. Lo óptimo, por consiguiente, sería
contar siempre con unas expectativas optimistas, pero en un mercado libre no
existe ningún mecanismo para asegurar que los estados de ánimo de los
inversores privados —los llamados «espíritus animales» (pp. 161-162)—
siempre se muestren favorables. De hecho, en el capítulo 12 de La Teoría
General, Keynes nos presentará a estos agentes como seres
maniacodepresivos que pueden dejar de invertir en cualquier momento por
cualquier circunstancia.
No vamos a ser nosotros quienes neguemos el papel fundamental
que juegan las expectativas dentro de una economía: las empresas producen
de cara al futuro y, por tanto, el precio que cobre una empresa dependerá del
valor que espere que les atribuyan los clientes a los bienes futuros que sea
capaz de fabricar y comercializar. El problema no es el papel fundamental
que Keynes les asigna a las expectativas, sino la caracterización que efectúa
de las mismas. En concreto, en La Teoría General las expectativas nos son
descritas como arbitrarias: no hay razones de fondo para que prevalezcan
unas sobre otras, sino que todas son factibles en todo momento. No se nos
explica, salvo de manera muy superficial, cómo surgen, se desarrollan y se
revisan: las expectativas existen sin más y pueden variar por cualquier
motivo. De hecho, la única condición que exige Keynes para que un conjunto
de expectativas se consolide en un equilibrio del empleo a largo plazo es que
estén vigentes durante mucho tiempo.
Pero esta definición de equilibrio vacía por completo su significado.
Tradicionalmente, por equilibrio se entendía aquella situación en la que los
planes de los agentes estaban adecuadamente coordinados entre sí, de modo
que no aparecían sobreproducciones parciales de bienes. Al fin y al cabo, si
todos actuamos basados en nuestras expectativas, parte del éxito de nuestra
acción dependerá de que esas expectativas sean correctas: tanto por lo que se
refiere a lo que esperemos del resto de personas (si quiero empezar a
construir una casa dentro de un mes, necesitaré que el fabricante de ladrillos
los haya producido) como del entorno (si monto una automovilística porque
creo que las reservas mundiales de petróleo son muy superiores a las reales y
que, por tanto, el precio de la gasolina no repuntará, saldré perjudicado
cuando descubra el tamaño real de las reservas). Por supuesto, los clásicos no
sostenían que una economía siempre estuviese en equilibrio, sino que en un
mercado libre tendían a corregirse los desequilibrios propios de un mundo
donde los agentes no son omniscientes. Era sólo en esta situación de
equilibrio cuando toda la oferta de bienes se utilizaba para demandar todos
esos mismos bienes, esto es, cuando la Ley de Say, según la tergiversada
reformulación de Keynes, era cierta. Fuera de ese equilibrio, era preciso
rehacer los planes de negocio de los empresarios y recolocar los factores
productivos; es decir, fuera de ese equilibrio podían aparecer transitoriamente
sobreproducciones parciales y un desempleo asociado con la reelaboración de
los planes empresariales.
Por eso, Keynes pervierte el significado de equilibrio. Para él, cualquier
conjunto de expectativas estables da lugar a un equilibrio a largo plazo en el
empleo, aun cuando ese conjunto de expectativas sean inconsistentes entre sí
y con la realidad. Si las nuevas expectativas anticipan más gasto futuro que
las anteriores, aun cuando esa anticipación sea errónea, avanzaremos hacia un
equilibrio a largo plazo más optimista; si, en cambio, los empresarios tratan
de corregir sus errores de juicio anteriores y anticipan menos gasto,
evolucionaremos hacia un equilibro más pesimista. Evidentemente, lo lógico
sería considerar que los errores «optimistas» dan lugar a una descoordinación
insostenible entre los planes empresariales que nos alejan del equilibrio,
mientras que las correcciones «pesimistas» de errores pasados permiten una
mayor coordinación empresarial que nos acerca al equilibrio. Pero Keynes
prefirió confundir en ocasiones el optimismo con la exuberancia
descoordinadora y el pesimismo con el realismo coordinador. En cambio,
cuando los clásicos hablaban de que el equilibrio era incompatible con el
desempleo involuntario, querían expresar que cuando todos los planes de los
agentes se encuentran adecuadamente coordinados (cuando sus expectativas
son consistentes entre sí y con la realidad), por definición no puede haber
desempleo involuntario. La treta que emplea el inglés para poder hablar de
«desempleo con equilibrio» es muy simple: redefinir equilibrio como
cualquier situación fruto de las expectativas, estén éstas adecuadamente
coordinadas o no. En definitiva, en el mundo de Keynes todo es equilibrio o
tendencia hacia el equilibrio —incluyendo las descoordinaciones
generalizadas— y, por tanto, cualquier paro que aparezca en cualquier
momento es obviamente compatible con el equilibrio.
Además, en la descripción de Keynes del rol de las expectativas no parece
existir ningún mecanismo que tienda a favorecer la formación de expectativas
consistentes entre sí y con la realidad. Pero los mercados libres sí han
desarrollado toda una serie de instituciones dirigidas a facilitar la correcta
transmisión de información entre los agentes económicos: en especial el
sistema de precios.
Los precios de mercado son ratios históricas de intercambios, es decir, son
información acerca de en qué términos se han realizado en el pasado unas
transacciones que han sido mutuamente beneficiosas para los agentes
económicos implicados. Sin duda, por sí mismos los precios no proporcionan
toda la información necesaria para desarrollar planes de acción exitosos, pero
sí son un buen punto de partida: si el precio de un bien de consumo sube con
respecto al precio de los factores productivos necesarios para fabricarlos,
significará normalmente que los consumidores desean una mayor cantidad de
ese bien y que los empresarios deberán tratar de proporcionárselo contratando
a esos factores; si, en cambio, los costes de los factores se encarecen con
respecto al precio del bien, ello significará que los consumidores desean
menos cantidad de ese bien (y más cantidad de otros bienes), por lo que los
empresarios deberán reducir la cantidad que generan del mismo, despidiendo
a parte de los factores productivos que retienen y que son más útiles en otras
partes de la economía.
Lógicamente, como decíamos, los precios no son un punto de llegada para
desarrollar expectativas consistentes y realistas, sino un punto de partida.
Nada impide que los precios transmitan una información irrelevante
(información que no incita ningún cambio de acción) ni tampoco que los
individuos interpreten erróneamente la información relevante que sí pueden
transmitir. Por ejemplo, si el precio de las manzanas cae de 100 um el kilo a
99,98 um o sube a 100,02, la información que trasladarán esos precios no
será relevante para modificar planes de acción: los agentes bien podrían
considerarlos movimientos aleatorios. Por otro lado, si una persona espera
equivocadamente que la demanda futura de viviendas aumente de manera
muy notable, comenzará a comprar terrenos para edificar, por lo que su
precio se disparará y los agricultores destinarán parte de sus campos a la
construcción: esa subida del precio de la tierra, en lugar de coordinar,
descoordinará a los agentes.
Los movimientos de precios, por consiguiente, implican dos tipos de
problemas a la hora de transmitir información: el primero, distinguir los
movimientos relevantes de los irrelevantes y, los segundos, interpretar
adecuadamente el significado de los movimientos relevantes. Ambos
problemas pueden dar lugar a errores entre los agentes: si interpretan como
relevante lo que es irrelevante, modificarán su acción cuando no deberían
hacerlo y si interpretan como irrelevante lo relevante no la modificarán
cuando sí deberían hacerlo. A su vez, si interpretan la información relevante
de una manera equivocada, modificarán sus planes (y los de otros agentes) en
una dirección errónea e inconsistente con los planes últimos de los
consumidores.
Por fortuna, el libre mercado ha ido desarrollando evolutivamente
mecanismos preventivos y correctivos para luchar contra esos errores. Entre
los preventivos encontramos los mercados bursátiles, los de futuros y la
especulación; entre los correctivos, las quiebras empresariales y la caída de
precios derivada de un proceso de liquidación.
Empecemos por los preventivos. Los mercados de futuros —la posibilidad
de celebrar contratos de compraventa sobre bienes futuros— permiten que
todo el mundo conozca cuáles son los precios que los agentes esperan que
prevalezcan en el futuro. Claramente, no estamos diciendo que los mercados
de futuros siempre acierten, esto es, que siempre anticipen correctamente
cuáles serán los precios en el futuro, pero sí sirven para recoger las
expectativas actuales acerca de los precios de esos bienes futuros. Esta mayor
información en torno a las expectativas sobre el futuro de una parte de los
agentes económicos favorece una más fluida coordinación entre los distintos
planes de acción. Volvamos al ejemplo anterior: si el promotor inmobiliario
espera que los precios de las viviendas se disparen dentro de dos años, pero el
precio de las viviendas en el mercado de futuros es menor al actual, entonces
el promotor podría verse inducido a revisar sus planes (¿realmente van a
subir los precios de la vivienda o se trata de una expectativa sin
fundamento?).
Otro mecanismo para prevenir las descoordinaciones entre los planes de los
agentes es la bolsa de valores. En este mercado cotizan los títulos de
propiedad de las empresas (las acciones), cuyos precios tienden a largo plazo
a reflejar el valor que los inversores esperan que generen estas empresas para
los consumidores a lo largo del tiempo (lo explicaremos con más detalle en el
capítulo 4). Regresando de nuevo al ejemplo previo: si, incluso en ausencia
de un mercado de futuros, los inversores piensan que la empresa promotora
no será capaz de vender los inmuebles que está construyendo a precios
remunerativos, la cotización de susacciones caerá conforme vaya edificando
nuevas viviendas, lo que debería servir para poner sobre alerta a su equipo
directivo de que puede estar equivocándose en su estrategia.
Además, tanto en el mercado de futuros como en el bursátil, la presencia
de especuladores tiende a ejercer una influencia estabilizadora sobre los
precios de los activos. Recordemos que algunos movimientos en los precios
serán irrelevantes y que resultaría erróneo modificar planes de acción en
función de esas alteraciones más o menos aleatorias. Los traders que
emplean el llamado análisis técnico recurren a series históricas para hallar
unos márgenes de precios entre los que habitualmente se mueven los
contratos de futuros, las acciones u otros activos negociables (márgenes
que vienen marcados por los llamados techos y resistencias). Su
cometido, consciente o inconsciente, es mantener los precios de estos activos
dentro de esos márgenes (comprándolos cuando se aproximan a los soportes
y vendiéndolos cuando se acercan a los techos), lo que permite al resto de
agentes obviar como «irrelevantes» los movimientos que no los rebasen.
Por lo que se refiere a los mecanismos correctivos, esto es, aquellos que
tienden a revertir las descoordinaciones que aparezcan pese a los mecanismos
preventivos, destacan la quiebra y la rebaja de precios. La primera impide que
un agente acumule enormes cantidades de recursos en contra de los deseos
del resto del mercado: si el promotor construye muchas viviendas y no las
puede enajenar a corto o medio plazo a unos precios que le compensen los
costes incurridos, terminará quebrando y liquidando las viviendas. Y aquí
entra el segundo mecanismo correctivo: las quiebras serán seguidas por la
caída de los precios de los activos en los que se ha malinvertido y de los
factores que se han malutilizado, y gracias a ello, tanto unos como otros
podrán ser redirigidos hacia nuevos usos compatibles con los auténticos
planes de los agentes.35 Keynes parece asumir que sólo las malas inversiones
que no sean abandonadas por los empresarios (aquellas malas inversiones que
compense seguir utilizando mas no amortizando, es decir, aquellos bienes de
capital que fabriquen mercancías cuyos precios de venta no cubran sus costes
totales de producción pero sí sus costes variables) seguirán creando riqueza y
empleo (p. 48); pero también las malas inversiones que sean abandonadas por
unos empresarios y recompradas a un importante descuento por otros
contribuirán a ello.
Así, verbigracia, la liquidación y el abaratamiento de las viviendas por
parte de un promotor que ha sobreinvertido en ellas indicaría al resto de
agentes que ya existe un exceso de inmuebles —por el momento no se
necesita edificar más—, que el suelo no construido ha de reubicarse hacia
otros usos más valiosos (por ejemplo la agricultura) y que los inmuebles que
se construyeron y que no deberían haberse construido deben reorientarse
hacia unos usos distintos a aquellos para los que originalmente fueron
fabricados (si, por ejemplo, las viviendas se venden con una rebaja del 90%,
podrán emplearse como oficinas).
En definitiva, el sistema de precios —propio del libre mercado— es
la institución más útil para transmitir información sobre las expectativas del
resto de los agentes. Es verdad que ese sistema puede verse sometido a
distorsiones o inducir a errores, pero afortunadamente existen otros
mecanismos que previenen o fuerzan a corregir esos errores. Entre los
mecanismos preventivos se halla el mercado de futuros, el de valores y la
especulación, y entre los correctivos, las quiebras y las caídas de precios
derivadas de un proceso de liquidación. Curiosamente, Keynes desprecia
explícitamente todos estos mecanismos e incluso propone penalizar algunos
de ellos, por cuanto los considera desestabilizadores en lugar de
estabilizadores: los mercados organizados (pp. 170-171), la labor de
los traders (pp. 159-160), las quiebras empresariales36 y las reducciones de
precios (p. 266). En otras palabras, el inglés censura la elevada volatilidad de
las expectativas económicas en un mercado libre, pero al tiempo le impide a
ese mercado libre desarrollar y emplear los mecanismos que le permitirían
estabilizar esas expectativas.
En última instancia, Keynes tenía un concepto de expectativas
discontinuas: el único nexo entre los distintos conjuntos de expectativas venía
dado por el equipo de capital existente, que era tanto la base para la
elaboración de nuevas expectativas como el resultado de las antiguas (p. 50).
Pero más allá de ese elemento, no había ningún enlace entre las expectativas
antiguas y las nuevas, de modo que los cambios podían llegar a ser muy
bruscos y nada aseguraba que fueran a mejor. En realidad, las expectativas
pasadas son la materia prima sobre la que se edifican las nuevas: las
expectativas de unos agentes son hipótesis de trabajo acerca de las
expectativas de otros agentes y acerca de la realidad subyacente. Esas
hipótesis son continuamente contrastadas con la nueva información que va
surgiendo acerca de esas expectativas y acerca de la realidad —merced al
sistema de precios, a los mercados de futuros y a los mercados bursátiles— y
son continuamente refinadas y mejoradas gracias al aprendizaje continuado
de los agentes económicos (de hecho, aquellas que no lo son tienden a
provocar la quiebra de los planes empresariales y la recolocación de los
factores empleados).
Mas incluso en aquellos supuestos en los que la incertidumbre sobre el
futuro sea tan elevada como para hacer inviable la inversión a muy largo
plazo, el mercado proporciona un instrumento que permite la adaptación
progresiva de nuestras expectativas al nuevo entorno hostil del que
conocemos muy poco: el atesoramiento de dinero. El atesoramiento permite
postergar las decisiones de los agentes para las que creen que no cuentan con
suficiente información y de ese modo evitan dilapidar sus recursos en
proyectos que más tarde se revelarán probablemente fallidos. El
atesoramiento equivale a dejar a una parte de los planes de acción en stand by
a la espera de que la información a disposición del agente mejore. Pero,
de nuevo, Keynes se opone a este mecanismo estabilizador que sería el
atesoramiento; es más, toda La Teoría General puede entenderse como un
ataque al atesoramiento de dinero por considerar que cortocircuita el ahorro y
la inversión y que, por ello, genera paro involuntario. Aunque más adelante
comprobaremos que esto no es así, no deja de resultar paradójico que Keynes
prefiera la inversión impulsiva en cualquier proyecto, por ruinoso que pueda
ser cuando se analice a la luz de nueva información, a la reflexión calmada
sobre cuál es el mejor uso que se les puede dar a un grupo de recursos.
Por supuesto, aun con todas estas instituciones y mecanismos propios del
libre mercado, pueden aparecer errores parciales o incluso generalizados
entre los planes de los agentes económicos. Pero démonos cuenta de que las
fuerzas estabilizadoras son muy superiores a las desestabilizadoras (sobre
todo a largo plazo, gracias a las quiebras y caídas de precios), por lo que la
imagen caótica del capitalismo que pretende transmitir Keynes dista mucho
de ser realista. De hecho, en el capítulo 6 veremos que la causa más frecuente
de los errores empresariales generalizados es exógena a los mercados libres.
III. La definición de renta
Una vez establecidos los dos tipos de unidades que empleará en el resto del
libro y una vez aclarado el papel que jugará su idea de expectativas
caprichosas y discontinuas, Keynes pasa a definir el concepto de renta, idea
central de la cual extraerá como derivadas las nociones de consumo, ahorro o
inversión.
En La Teoría General, Keynes desarrolla dos conceptos de renta: la renta
bruta y la renta neta. La renta bruta (rb) la definiremos como los ingresos
procedentes de la venta de las mercancías (a) menos el coste de producción
de esas mercancías (cp):
rb = a – cp
A su vez, el coste de producción estará integrado por el coste de los
factores productivos (f) y por el coste de uso del equipo de capital (u):
cp = f + u
El coste de los factores no requiere de demasiada explicación: son
las rentas abonadas en concepto de salarios, rentas o alquileres. Más
enrevesado es el concepto de coste de uso del equipo de capital. Grosso modo
podemos calificarlo como un coste de oportunidad de emplear el equipo de
capital frente a la alternativa de no hacerlo (p. 70). La manera con la que
Keynes trata de aproximar este coste de oportunidad parece ser a través del
sobrecoste monetario derivado de emplear el equipo de capital frente a la
alternativa de dejarlo inactivo:
u = (g’ – b) – (g – a1)
g’ es el valor que habría conservado el equipo de capital dejándolo
ocioso, b son los gastos mínimos necesarios para mantenerlo en ese
valor, g el valor que tiene el equipo de capital después de haberse utilizado y
repuesto, y a1 son las compras que se han efectuado a otros empresarios para
llevar a cabo el proceso productivo.
La nomenclatura de Keynes es confusa e inconsistente. Siguiendo en parte
al economista Abba Lerner,37 podemos modificar la fórmula anterior sobre el
coste del capital que ofrece el inglés para darle un poco de sentido y de
coherencia interna. De este modo, conviene dividir b en las compras que se
hubiesen efectuado a otros empresarios para mantener mínimamente el
capital aun dejándolo ocioso (a’1) y en los factores productivos que se
hubiesen contratado para conservar el equipo capital (f’); asimismo, si dentro
del término equipo de capital (g), incluimos también los activos circulantes
representados por las mercancías en proceso de venta, habrá que asignar a la
producción de g no sólo los gastos en compras realizadas a otros empresarios
(a1), sino también los gastos en factores productivos que acabábamos de
asignar a los costes de producción (f). Así:
u = (g’ – a’1 – f’) – (g – a1 – f) = (g’ – g) + (a1 – a’1) + (f – f’)
Vemos, pues, que el coste de uso del capital incluye la sobredepreciación
del equipo de capital (g’ – g), las sobrecompras de bienes intermedios a otros
empresarios (a1 – a’1), y la sobrecontratación de factores productivos (f – f’).
En consecuencia, el coste de producción (cp) debería ser el coste de uso
del capital (u) más los costes mínimos asociados a conservar ese capital
(f’ + a’1); estos costes mínimos eran deducidos de nuestra definición del
coste de uso del capital, pero sí deben integrar los costes de producción, pues
al fin y al cabo son costes monetarios que el empresario debe soportar a
menos que opte por abandonar su compañía:
cp = u + f’ + a’1 = (g’ – g) + a1 + f
En resumen, los costes de producción son simplemente los que ya
apuntara la teoría clásica: la depreciación del capital (g’ – g), las compras a
otros empresarios (a1) y la contratación de factores productivos (f) asociados
a la producción.
Por ejemplo, supongamos que al comenzar el año tengo 500 unidades de
un bien de consumo x valoradas a coste por 50.000 um cuyo valor sólo se
conservará al finalizar el período (g’) si contrato a un trabajador por 1.000 um
(f’). Sin embargo, dado que quiero incrementar la producción de x, adquiero a
otros empresarios materias primas valoradas en 70.000 um (a1) y contrato a
unos trabajadores por 30.000 um (f) para que en conjunto produzcan 1.000
unidades más de x (valoradas en 100.000 um). Si durante el período vendo
800 unidades de x (por 80.000 um), terminaré el ejercicio con un stock de
700 unidades (valoradas en 70.000 um). En este caso, el coste de uso del
capital será:
u = (g’ – g) + (a1 – a’1) + (f – f’) =
(50.000 – 70.000) + (70.000 – 0) + (30.000 – 1.000) = 79.000
Es decir, se han vendido las 500 unidades que permanecían en stock y que
tenían un coste de oportunidad de 49.000 um (descontando los costes
mínimos de mantenimiento en los que igualmente se habrían incurrido), más
300 unidades de nueva producción, con un valor de 30.000 um. Para conocer
el coste de producción total deberemos sumar a estos 79.000 el coste mínimo
necesario para preservar el valor del stock de mercancías (f’ = 1.000), lo que
nos dará como coste de producción de las 800 mercancías vendidas, 80.000
um.
Dejando de lado el particular gusto de Keynes por el lenguaje confuso, es
posible que el inglés, detrás de tanta nomenclatura enrevesada, quisiera
averiguar con el concepto de coste de uso qué nivel de inversión tenía
que practicar un empresario para, en caso de ponerse a producir, conservar el
valor de su equipo de capital al nivel propio de inactividad (g’ – a’1 – f’), esto
es, cuál era la inversión necesaria para reponer su equipo de capital. A la luz
de nuestras fórmulas anteriores, es claro que el empresario tendrá que
adquirir bienes intermedios al resto de empresarios y contratar factores
productivos hasta cubrir la depreciación de su equipo de capital:
(g’ – a’1 – f’) – g = a1 + f
O sea, para que la depreciación del capital sea cero con respecto al nivel
de inactividad, la inversión en compras a otros empresarios (a1) más los
servicios que prestan los factores productivos (f) debe ser igual al coste de
uso del capital (u). Si el coste de uso del capital es mayor a las compras y a la
contratación de factores, se habrá producido un consumo de capital y si es
menor, una construcción de capital o inversión neta.
Si a1 + f = u, entonces se mantiene el capital
Si a1 + f > u, entonces se incrementa el capital
Si a1 + f < u, entonces se consume el capital
Por ejemplo, imaginemos un distribuidor que tiene un inventario de 1.000
toneladas de trigo valoradas en 100.000 um. Supongamos que, aun cuando no
quiera vender ninguna unidad en un año, ha de incurrir en ciertos gastos
imprescindibles para evitar que se estropee el trigo. Esos gastos los cubre
contratando a un trabajador (f’) por 500 um al que le compra equipamiento
para ejercer su tarea (a1’) valorado en otras 500 um. Así pues, el valor
máximo del trigo que puede aspirar a conservar es de 99.000 um (g’). Pero
ahora imaginemos que el empresario, en lugar de conservarlo, vende 500
toneladas de trigo por 75.000 (a) con lo que el valor de su inventario se
reduce a 490 toneladas de trigo o 49.000 um. Si el año termina aquí, el valor
final de su inventario (g) se limitará a estas 49.000 um, inferior a las 99.000
que podría haber conservado. Esto será así porque el coste de uso (u) de su
capital, de 50.000 unidades, habrá sido superior a las compras a otros
empresarios (a1) y a la contratación de factores (f), que han sido cero (y, por
tanto, a1 + f < u lo que implica consumo de capital). Pero ahora supongamos
que el intermediario quiere reponer el trigo en su almacén antes de finalizar el
año, de modo que adquiere 500 toneladas de trigo por 50.000; en tal
escenario, el valor final de su inventario (g) será de 990 toneladas y las
compras a otros empresarios ascenderán (a1) a 500 toneladas o 50.000 um,
con lo que su coste de uso seguirá siendo de 50.000 (99.000 – 49.000), pero
en este caso no se habrá consumido capital porque el coste de uso habrá sido
igual a las compras. Por último, si en lugar de 50.000 um de trigo, el
empresario adquiere a otras compañías 60.000 um de trigo, el valor de su
capital aumentará a 109.000, pues las compras habrán sido superiores al coste
de uso (habría inversión neta).
Una vez alcanzado el concepto de renta bruta, Keynes simplemente tiene
que restarle lo que él llama «coste suplementario» (v) —a saber, las pérdidas
involuntarias e inevitables pero esperadas por el empresario— para alcanzar
el concepto de renta neta (rn):
rn = a – cp – v = rb – v
Según Keynes, el empresario individual tomará sus decisiones de
producción (y de contratación de trabajadores) al intentar maximizar la renta
bruta, pero consumirá basándose en la renta neta. Es decir, el empresario, al
no poder evitar los costes suplementarios, maximizará las variables que están
bajo su control pero modulará su consumo a partir de la renta que
efectivamente ingresa (renta neta). En realidad, pues, los costes
suplementarios no son más que costes de producción que quedan fuera del
alcance del empresario.
Desde un punto de vista agregado, podemos obtener una renta neta y bruta
agregadas a partir de la suma de todas las rentas de la sociedad, que serán
obviamente las rentas de los empresarios (renta bruta o renta neta) más las
rentas de los factores productivos (por ejemplo, los salarios de los
trabajadores). Pero como la renta de los trabajadores (F) o las compras entre
empresarios (A1) aparecen también como costes en la renta de los propios
empresarios (–F; –A1), ambas se cancelarán y desaparecerán de la renta
agregada.
A continuación anotamos las expresiones de renta bruta y neta agregadas
que hemos adaptado según nuestras definiciones de coste de uso, y entre
corchetes escribimos las originales de Keynes:
RB = A + (G – G’) [RB = A – U]
RN = A + (G – G’) – V [RB = A – U – V]
Ambas rentas agregadas medirán, con escasas diferencias, el valor de toda
la producción neta, esto es, el valor de toda la producción después de reponer
el equipo productivo; se trata de las rentas que pueden ser consumidas o
invertidas sin merma de capital. Por ejemplo, si el conjunto de la sociedad
produce bienes de consumo valorados en 100.000 um (A) y para ello ha
tenido que hacer uso de su equipo de capital, cuyo valor se ha reducido hasta
10.000 um (G) frente a las 50.000 um que hubiese alcanzado en caso de
inactividad (G’), la renta bruta consumible será de 60.000 um.
RB = A + (G – G’) = (100.000) + (10.000 – 50.000) = 60.000
Esas 60.000 um proceden de deducir a la producción de 100.000 um (A) y
los gastos de 40.000 um necesarios para conservar el stock de capital fijo y
circulante en su nivel de inactividad (G – G’). En total, pues, de las 100.000
um que se producen, la sociedad ha de retirar 40.000 para reponer su equipo
productivo, quedando 60.000 um para ser consumidas o invertidas en
aumentar el stock de capital.
Así, estas rentas agregadas constituirán la demanda efectiva de la
sociedad; a partir de ellas podemos extraer tanto el consumo agregado como
el ahorro agregado. El consumo agregado será igual a las ventas agregadas de
los empresarios (A):
C = A [A – A1]
De donde se deduce que el ahorro agregado bruto, la renta bruta no
consumida, será:
Sb = G – G’ [S = A1 – U]
Y el ahorro neto:
Sn = G – G’ – V [S = A1– U – V]
A su vez, hemos visto que la condición individual para el mantenimiento
del valor del capital de un empresario individual era que sus compras a otros
empresarios y la contratación de factores productivos igualaran la
depreciación sufrida por el equipo de capital; lo que equivalía a sostener que
ese empresario invertía en términos netos cuando la suma de sus pagos a
otros empresarios y a los factores productivos era superior a la depreciación
del capital, es decir, cuando el valor de este último al final del período era
superior al valor de haberlo dejado inactivo. De este modo, alcanzamos dos
expresiones de inversión, una bruta y otra neta:
Ib = G – G’ [I = A1 – U]
In = G – G’ – V [I = A1 – U – V]
Vemos que, bajo este prisma, el ahorro agregado es siempre igual a la
inversión agregada. Por ello, si el consumo agregado es mayor que la renta
bruta, habrá un desahorro (o una desinversión) agregado, esto es, no se
repondrá todo el equipo de capital fijo y circulante, sino que parte se
depreciará; si el consumo agregado es igual a la renta bruta, no se ahorrará ni
invertirá nada una vez repuesto el equipo de capital, y si la renta bruta es
superior al consumo agregado, habrá un ahorro nacional por encima de la
reposición del equipo de capital, esto es, se incrementará el stock de capital.
Si A = RB, entonces se mantiene el capital, es decir, G – G’ = 0
Si A < RB, entonces se incrementa el capital, es decir, G – G’ > 0
Si A > RB, entonces se consume el capital, es decir, G – G’ < 0
Así pues, recapitulando: la renta bruta agregada en una economía no
integrada sería igual a la suma de consumo y ahorro o de consumo e
inversión:
RB = A + (G – G’) = C + I
El mayor problema de estas definiciones de Keynes es que habla de renta
bruta para referirse a lo que en realidad es una renta neta: una renta a la que
ya se le han deducido las necesarias amortizaciones y reinversiones para
conservar el equipo de capital fijo y circulante. Tradicionalmente, la
distinción entre renta bruta y renta neta pasaba por incluir o no las
amortizaciones de los bienes de capital (la periodificación del coste del
equipo de capital fijo a lo largo de su vida útil que, en cierto modo, también
nos indica el coste necesario para reponerlo). Keynes, por ejemplo, equipara
indebidamente su concepto de renta bruta con el de beneficios brutos de una
empresa.38 Sin embargo, esta equiparación es incorrecta: el beneficio bruto
es el beneficio al que todavía no se le han dotado las amortizaciones y
beneficio neto aquel al que sí se le han practicado (Figura 1).
Dejando de lado los intereses y los gastos comerciales, generales y
administrativos (que son costes de las empresas que representan ingresos de
otros agentes, de modo que desde un punto de vista agregado se cancelan),
vemos que la diferencia entre el beneficio bruto de explotación y el beneficio
neto de una empresa son las amortizaciones y las provisiones. Las
provisiones —reducciones imprevistas del valor de los activos de la empresa
— pueden equipararse al coste suplementario de Keynes (V), de modo que en
ese sentido sí acierta al deducirlo de la renta bruta para pasar a la renta neta.
Sin embargo, las amortizaciones —el coste de reposición del capital fijo—
también deben deducirse de la renta bruta para llegar a la renta neta y, pese a
ello, Keynes ya lo ha deducido de su concepto de renta bruta. En otras
palabras, la renta bruta de Keynes es una renta neta y su renta neta es una
renta neta neta.
FIGURA 1
Un cálculo correcto de la renta bruta debería incluir todo el capital que los
empresarios están continuamente adelantando, ya sea a otros empresarios o a
los factores productivos. Es decir, no debemos deducir de las ventas de los
empresarios el importe que permite conservar la estructura de capital, que
como sabemos viene dado por:
U = A1 + F
(G’ – G) + (A1 – A’1) + (F – F’) = A1 + F
G’ = G + A’1 + F’
De modo que la renta realmente bruta (antes de reponer el capital) quedaría
del siguiente modo:
RB = A + (G – G’) + G’ = A+ G
La auténtica renta bruta será, pues, A + G: justamente, en cada momento
del tiempo los esfuerzos productivos podrán dirigirse a fabricar bienes de
consumo (A) o a conservar e incrementar el equipo de capital (G). Así, el
ahorro o la inversión agregados brutos (ahorro neto más ahorro dirigido a
mantener el equipo de capital) vendrían dados por la suma de la nueva
inversión (G – G’) a aquella inversión necesaria para conservar el equipo de
capital (G’), dando como resultado el valor del stock de capital G (o
análogamente, restando a la renta agregada bruta, A + G, el consumo
agregado, A) que es precisamente el reflejo del ahorro de los agentes en
forma de inversión. Sólo cuando no hay stock de capital que reponer, la renta
bruta agregada de la economía coincidiría con la definición de renta bruta que
ofrece Keynes (cuando las amortizaciones son igual a cero, la renta bruta
coincide con la renta neta).
Empero, es esta confusión lingüística la que explica la importancia
desproporcionada que Keynes atribuye al consumo frente al ahorro, pues el
inglés obvia el importante esfuerzo empresarial que ejercicio tras ejercicio se
realiza para conservar el equipo de capital: de definir estrechamente, como
hace Keynes, el ahorro y la inversión como (G – G’) —como el aumento neto
de capital—, pasamos a definirlo como G, que incluye la conservación del
equipo de capital con respecto al nivel de inactividad (G’) y las nuevas
inversiones realizadas durante el período.
Por ejemplo, imaginemos una economía agraria completamente integrada
en la que un empresario tiene acumuladas 900.000 hogazas de pan (G’), las
cuales utiliza para pagar en especie los salarios de 900 trabajadores (1.000
hogazas de pan por empleado) que dedica durante un año a cultivar trigo,
cosecharlo y utilizarlo para hornear 1.000.000 de hogazas de pan. De ese
millón de hogazas, el empresario consume 100.000 y las otras 900.000 las
emplea para restablecer sus inventarios de pan y volver a abonar los salarios
del año siguiente. Obviamente, el consumo agregado de la comunidad será de
1.000.000 de hogazas de pan: las 900.000 que consumen los trabajadores y
las 100.000 que consume el empresario (A). Pero, ¿cuál es el ahorro de esa
comunidad? Según nuestra definición, dado que destina 900.000 hogazas, del
millón que ha producido, a adelantar salarios para el año siguiente, el ahorro
y la inversión de la economía serían exactamente eso, 900.000 hogazas (G):
en concreto, el capitalista se abstiene de consumir 900.000 de hogazas de pan
para que los trabajadores a quienes contrata puedan hacerlo hasta que
concluyan con la cosecha del trigo y el horneo del nuevo pan. Para Keynes, si
el capitalista no incrementa su ahorro o su inversión con respecto al año
anterior (si se limita a contratar al mismo número de trabajadores y al mismo
salario que el año anterior), el ahorro y la inversión son cero. Ciñéndonos a
sus definiciones originales, el ahorro sería –U, es decir, G – G’ –
B (recordemos que B incluye nuestros +A’1 + F’): G = 900.000 y –G’ –
B también 900.000 (asumimos que los gastos de conservación del pan son
cero y que si se deja el pan inactivo no hay pérdida de valor, aunque el
supuesto no es esencial para el ejemplo) y por tanto –U = 0.
La diferencia es esencial sobre todo cuando ponemos estos resultados en
relación con las definiciones de renta bruta. De acuerdo con la nuestra, la
renta bruta de la comunidad durante un año sería la suma de la producción
anual (A) más el stock de pan durante ese año (G), o sea, 1.900.000 hogazas,
de modo que el consumo supondría el 52% de la renta bruta y el
ahorro/inversión el 48%: durante el año se ha consumido el stock de hogazas
de pan (900.000) más una parte de la producción anual del pan (100.000) y se
ha reinvertido en el stock de hogazas de pan (900.000). Sin embargo, para
Keynes la renta bruta sería de 1.000.000 de hogazas de pan, de manera que el
consumo representaría el 100% de la misma: una vez repuesto el stock de
hogazas (900.000), la renta máxima consumible es de 1.000.000 um (que se
destina íntegramente al consumo). Además, en caso de no haber repuesto el
stock de hogazas, el consumo total del período podría haber ascendido a
1.900.000 (el stock acumulado a comienzos de año más la producción
durante el año), por lo que el consumo representaría el 190% de la renta
bruta, algo que para Keynes resulta imposible (en el siguiente capítulo
veremos que el inglés niega que pueda consumirse más del 100% de la renta
bruta).
Parece evidente, pues, que este error en las definiciones, que hoy en día
contamina gran parte de las estadísticas nacionales (el PIB, por ejemplo, se
define como Producto Interior Bruto, pero es en realidad una magnitud neta
en el mismo sentido que le criticamos a Keynes), es lo que explica el sesgo
de Keynes a favor del consumo (que quedará reflejado en las ingenuas
hipótesis que le llevan a abrazar la teoría del multiplicador de la inversión).
IV. La definición de ahorro e inversión
Para Keynes, el ahorro es «lo que excede la renta del gasto en
consumo» (p. 61), es decir, la renta monetaria no consumida. El problema del
inglés es doble: por un lado, limitaba la definición de renta a la renta neta (a
la renta después de dotar las correspondientes amortizaciones) y, por tanto, se
olvidaba de todo el «no consumo» que se producía para reponer el equipo de
capital; por otro, al equiparar el ahorro con el valor monetario de la renta
abría la puerta a calificar como ahorro a la inflación de la moneda. Asimismo,
Keynes define inversión como «el incremento en el equipo de capital tanto si
consiste en capital fijo, circulante o líquido» (p. 75). De nuevo, comprobamos
que el inglés niega la naturaleza de inversión a las reinversiones que sirven
no para incrementar el equipo de capital, sino para conservarlo.
Keynes evidentemente es presa de una tautología contable. Como es
sabido, la contabilidad de doble entrada registra toda variación patrimonial
desde una doble perspectiva: el activo —el valor monetario de todos los
bienes o derechos que nos generarán entradas de caja en el futuro— y el
pasivo —el valor monetario de los recursos financieros con los que se han
adquirido o financiado los bienes y derechos que componen el activo—. A su
vez, el activo se divide en activo fijo y activo circulante —según esos bienes
o derechos vayan a convertirse en efectivo en uno o en más ciclos
productivos— y el pasivo entre fondos ajenos y fondos propios —según los
recursos financieros procedan de terceras personas ajenas a la empresa,
prestamistas, o de la propia empresa, accionistas—. Por una mera identidad
contable, el activo siempre es igual al pasivo: básicamente, no puede existir
ningún bien o crédito sobre cuya realización nadie tenga derecho.
Pues bien, Keynes equipara inversión con todo incremento del activo de
una empresa o de un sistema económico (pues todo incremento del equipo de
capital se manifiesta en un aumento del activo) y, a su vez, equipara ahorro
con todo aumento de los fondos propios de una empresa o sistema económico
(pues toda renta no consumida pasa a formar parte de los fondos propios).39
Con estas definiciones resulta bastante lógico que el inglés llegue a la
conclusión de que las propias inversiones generan el ahorro que necesitan
para ser sufragadas: contablemente, si incrementamos el activo total y
mantenemos constante el nivel de endeudamiento (los fondos ajenos),
deberemos aumentar los fondos propios. O dicho en terminología keynesiana,
una mayor dotación del equipo de capital incrementa la inversión (G – G’) y
una mayor inversión incrementa la renta bruta (en la acepción keynesiana
de C + I), autofinanciando la inversión.
Por ejemplo: si el consumo agregado es de 1.000 um y la inversión
agregada de 500 um, la renta bruta será de 1.500 um y el ahorro de 500 um (S
= RB – C). Si por cualquier medio incrementamos adicionalmente la
inversión agregada en 700 um, la renta bruta pasará a ser 2.200, de modo que
el ahorro subirá ipso facto a 1.200 um, justo el monto de la inversión
agregada.
Expresado en términos contables: partimos de una situación inicial t=1. Si
en t=2 la economía ahorra 500 um adicionales de renta, sus fondos propios
crecerán de 250 a 750 y, obviamente, esas 500 um habrán sido invertidas de
algún modo en el activo, con lo que éste se expandirá de 300 a 800 um. La
cuestión que se plantea Keynes es ¿por qué debemos restringir nuestro
consumo para hacer aumentar nuestros fondos propios y nuestros activos? Al
fin y al cabo, si por cualquier mecanismo (por ejemplo, imprimiendo dinero o
recibiendo un crédito bancario que no nazca del ahorro) logramos gastar más
en adquirir activos, nuestros fondos propios también crecerán
correlativamente. Esto es lo que sucede en el escenario alternativo t=2’: por
mucho que la sociedad ahorre 500 um de renta, si invierte 700, los fondos
propios también crecerán en 700 (es decir, el ahorro pasará contablemente de
500 a 700).
Por supuesto estamos ante un simple razonamiento circular donde
cualquier causalidad económica ha desaparecido. Al fin y al cabo, para los
clásicos el ahorro real equivalía al tiempo que un individuo estaba dispuesto a
esperar hasta consumir: es un período de abstinencia del consumo; por su
parte, la inversión era el tiempo durante el cual los individuos estaban
procurándose la provisión de los bienes de consumo futuros. O dicho en
términos contables: los activos no nos proporcionan una renta consumible de
manera inmediata, sino que hemos de dejarlos madurar; los habrá que en
poco tiempo se transformen en bienes de consumo, mientras que otros
pueden tardar años en hacerlo (por ejemplo, el silicio con el que se fabrican
los chips de un ordenador que se utilizará para desarrollar una nueva variedad
de cultivo transgénico). La clave para que la inversión en cualesquier activo
con cualquier perfil temporal resulte viable y sostenible es que quienes hayan
aportado los recursos financieros que integran los pasivos (o sea, los
ahorradores) estén dispuestos a abstenerse de consumir hasta que sus activos
les proporcionen en el futuro los bienes de consumo que desean: en caso
contrario, la inversión o no llegará a materializarse (porque los ahorradores
consumirán o atesorarán su renta en lugar de invertirla) o, en caso de
materializarse, no será completada (porque los ahorradores no estarán
dispuestos a esperar tanto tiempo para consumir como el que necesitan las
inversiones para madurar en bienes y servicios).
Todos estos matices esenciales son obviados por las definiciones de brocha
gorda que proporciona Keynes sobre ahorro e inversión. Para el inglés, por
mera igualdad contable, toda inversión genera el ahorro con el que
autofinanciarse, aun cuando el ahorro sea a muy corto plazo y la inversión
venza a un plazo dilatadísimo. Esto es, Keynes caracterizaría exactamente
igual el ahorro de una persona que renunciara a consumir durante 20 años que
el de otra que renunciara a hacerlo por un mes: ambos individuos dispondrían
de un exceso de renta sobre su consumo, que es el mismo saco donde Keynes
incluiría el ahorro de ambos. Pero evidentemente el ahorro a un mes no tiene
prácticamente nada que ver con el ahorro a 20 años: el primero sólo podrá
emplearse para sufragar inversiones a muy corto plazo, mientras que el
segundo podrá utilizarse para financiar proyectos de muchísimo mayor plazo
de duración. Pensar que todo pasivo es de igual calidad a la hora de sustentar
planes de negocios con muy distintos plazos y niveles de riesgo equivale a
obviar el abecé de las finanzas corporativas. En definitiva, el inglés sólo se
fija en la cantidad de inversiones y de ahorros, pero no en su calidad:
¿llegarán a buen puerto los activos en los que se ha invertido? ¿Se podrán
amortizar las deudas con las que se han financiado esas inversiones?, etc.
El error es tanto más grave si además tenemos en cuenta que Keynes se
despreocupa de la influencia que la inflación pueda tener a la hora de
determinar el valor monetario de los activos y, por tanto, el nivel de ahorro
monetario. Al fin y al cabo, si hasta su llegada la profesión económica
sostenía que para invertir había que haber ahorrado previamente es porque la
inversión debe realizarse con unos factores productivos que sólo quedan
disponibles para tal finalidad si antes han sido retirados de la producción de
bienes de consumo (para lo cual, los consumidores deben de abstenerse de
consumir durante un tiempo). Si no hay más factores productivos
«ahorrados», no puede haber más factores productivos «invertidos» y parece
claro que un incremento en la cantidad de dinero (que elevara el precio de los
activos y por tanto su valor monetario sobre el balance) no daría lugar a un
aumento de los factores ahorrados ni, por tanto, del ahorro (por mucho que al
crecer el valor monetario de los activos también lo hicieran los fondos
propios).
Keynes, sin embargo, parte de la base de que en todo momento existen
multitud de factores productivos ociosos —en paro involuntario—, de
manera que, hasta que no hayamos alcanzado el pleno empleo en todo ellos,
habrá margen para utilizar la inflación para contratarlos, autogenerando con
su ocupación las rentas de las que surgirá el ahorro necesario para financiar
esa inversión. En uno de los párrafos que más clarifican su postura, afirma el
inglés:
La idea de que la creación de crédito bancario permite invertir algo que no
es ahorro genuino es el resultado de aislar una de las consecuencias de la
creación de crédito y prescindir de las otras. Si se concede un nuevo
crédito a un empresario sobre los que ya tenía, esto hace posible que pueda
emprender una nueva inversión que de otra manera no se realizaría, las
rentas se incrementarán y lo harán a una tasa que por lo regular excederá la
tasa de inversión que se incrementa. Además, salvo en condiciones
de pleno empleo, esto incrementará la renta real y la renta monetaria. La
gente elegirá libremente qué proporción del incremento en su renta
destinará a su gasto o al ahorro y es imposible que la pretensión del
empresario que se ha endeudado para aumentar la inversión se pueda hacer
efectiva a una tasa más rápida a la que el público decide ahorrar una parte
del incremento de su renta. Es más, el ahorro que resulta de esta decisión
es tan genuino como cualquier otro (pp. 82-83).
Ahora bien, ¿por qué algunos recursos dentro de la economía se encuentran
ociosos? Tal como iremos exponiendo en los próximos capítulos, sólo hay
una causa para esto: porque ningún empresario conoce ninguna oportunidad
de negocio lo suficientemente rentable como para pagarles las rentas que
exigen esos factores —es decir, porque el valor monetario de los bienes
presentes que deberían adelantarles los empresarios es superior al valor
monetario actual de los bienes futuros que pueden producirse con ellos —.
Por consiguiente, si mediante la impresión de dinero o la expansión del
crédito bancario consigue ocupar a unos factores productivos que exigen una
cantidad de bienes futuros superior a la que son capaces de crear, entonces es
que esos factores productivos o se apropiarán de los bienes de consumo
futuros que correspondían a otros factores productivos o frustrarán la
reposición del equipo de capital de la economía al incrementar la demanda de
bienes de consumo a costa de la de bienes de equipo (o ambas cosas a la vez).
Estas dos negativas consecuencias de incentivar, especialmente a través de
la manipulación crediticia, el empleo de los recursos ociosos fueron
conocidas dentro de la literatura de la Escuela Austriaca como «ahorro
forzoso» y «consumo de capital». Keynes los menciona de pasada en La
Teoría General para reconocer que le resultan incomprensibles dentro de su
esquema teórico.
En cuanto al ahorro forzoso sostiene:
La expresión ahorro forzoso no tiene significado alguno mientras no
hayamos especificado alguna clase de patrón de referencia para la tasa de
ahorro. Si pudiéramos especificar (como podía ser razonable) la tasa de
ahorro que corresponde a una situación estable de pleno empleo, la
definición de ahorro forzoso podría ser la siguiente: el ahorro forzoso es el
exceso de ahorro real sobre el que prevalecería si el empleo fuera total y se
encontrase en su posición de equilibrio a largo plazo. Esa definición podía
tener sentido, pero un sentido un tanto extraño y que describiría un
fenómeno muy inestable, un exceso forzado de ahorro, es decir, algo que
parece una deficiencia en el estado actual de cosas (p. 80).
El inglés explicita en este párrafo cuanto habíamos dicho: en su opinión, si
hay recursos ociosos, son ellos quienes generan el ahorro necesario para
ponerse a producir bienes futuros; algo que sería cierto si fueran esos factores
ociosos quienes se abstuvieran de consumir hasta el momento en que los
bienes futuros que contribuyen a producir estuvieran acabados y disponibles
para la venta. Pero, obviamente, en tanto en cuanto esos recursos ociosos sí
desean controlar desde un comienzo una determinada cantidad de bienes
presentes (esto es, desean cobrar un sueldo a cambio de su trabajo y gastar
ese sueldo), otro individuo deberá abstenerse de consumir o de controlar esos
bienes presentes que pasan a controlar los antiguos recursos ociosos antes de
que concluyan su producción: en otras palabras, los recursos ociosos no
generan por sí mismos el ahorro necesario para ocuparlos. De ahí que poner a
trabajar a los recursos ociosos a través de un crédito bancario no respaldado
por ahorro real sólo termina forzando al resto de la sociedad a consumir
menos de lo que lo habría podido consumir en ausencia de ese crédito
bancario: por eso, precisamente, se le denomina ahorro forzoso.
Como vemos, el ahorro forzoso genera una redistribución de los bienes de
consumo desde una parte de la sociedad que genera riqueza a otra parte que la
destruye. Pero, precisamente porque esa expansión crediticia no basada en el
ahorro permite incrementar simultáneamente el consumo y la inversión, lo
habitual será que la parte de la sociedad que debería haber restringido su
consumo por la fuerza no lo haga, sino que se niegue a ahorrar lo suficiente
como para reponer el equipo de capital.40 Dicho de otra manera,
normalmente el ahorro forzoso convivirá con el proceso de consumo de
capital.
Sobre este último, Keynes afirma:
Parece probable que los conceptos de formación y consumo de capital, tal
y como son utilizados por los economistas de la escuela austriaca, no
coinciden con los conceptos de inversión y desinversión definidos antes ni
con la inversión y desinversión neta. En especial se habla de consumo de
capital en unos casos en los que con toda claridad no hay una disminución
neta del equipo de capital, tal y como la hemos definido antes. No obstante,
soy incapaz de encontrar algún pasaje donde estos términos se definan con
precisión y donde se nos explique claramente su significado (p. 76).
Dado que Keynes no distingue entre una renta realmente bruta (que
incluya los ingresos todavía no gastados en amortizar y reponer el capital) y
la renta neta, le resulta ininteligible el concepto de consumo de capital, que
simplemente expresa que se ha reinvertido insuficientemente para reponer
adecuadamente el equipo de capital y por tanto que se ha destinado una renta
neta demasiado elevada para consumir y también para invertir en otros
sectores económicos (pues, como explicamos con más detalle en la nota
número 40, es posible que unas inversiones crezcan en una parte de la
economía sin que, al mismo tiempo, otras se repongan o crezcan lo suficiente
en otros sectores).
Recordemos que la teoría del ahorro y de la inversión de Keynes busca
encajarlo todo en la tautología contable de Activo=Pasivo. En el balance, los
activos aparecen netos de la amortización y por eso Keynes olvida que la
amortización es una fuente esencial de ahorro que excluye de su definición de
renta bruta: dado que la amortización no es capitalizada (no pasa a integrar
los fondos propios) no merece ser denominada ahorro. Pero lo cierto es que,
como ya hemos visto, los empresarios bien podrían optar por no dotar las
amortizaciones necesarias para conservar el equipo de capital y, en caso de
que así lo hicieran, el ahorro y la inversión podrían recalentarse durante un
tiempo (los mayores beneficios derivados de la menor cuota de amortización
podrían transformarse en mayores reservas dentro de los fondos propios y,
por tanto, en una mayor inversión en activos alternativos). El
recalentamiento, no obstante, no sería sostenible a largo plazo, pues el
empresario estaría inmovilizando en otros activos los recursos que necesitara
para reponer los existentes, de modo que una vez éstos se depreciaran por
entero su plan de negocios no podría completarse y los bienes futuros que
esperaba producir merced a las interrelaciones de todos esos activos no
llegarían a aparecer. De ahí que podamos perfectamente decir que Keynes no
es capaz de diferenciar entre inversiones sostenibles —que dan lugar a bienes
futuros más valiosos que los bienes presentes a los que se ha renunciado— y
entre inversiones insostenibles —que dan lugar a bienes futuros menos
valiosos que los bienes presentes a los que se ha renunciado—; al igual que,
recordemos, tampoco era capaz de distinguir entre situaciones de equilibrio
con expectativas coordinadas y situaciones de desequilibrio con expectativas
descoordinadas.
Por ejemplo, volvamos al caso de una economía completamente integrada
que tiene un stock de 900.000 hogazas de pan y que con 1.000 trabajadores es
capaz de producir al cabo de un año un millón de hogazas. Ya vimos que en
este caso la renta bruta era de 1.900.000 (la producción anual más el stock de
hogazas) y que la renta neta —mal llamada por Keynes renta bruta— era de
un millón. Dicho de otra manera, 900.000 deben destinarse cada año a
reponer el stock de hogazas de pan y 1.000.000 pueden destinarse a consumir
o a invertir en otros proyectos. Si en esta economía supusiéramos que el stock
de capital se repone mágicamente, sin ningún tipo de esfuerzo o ahorro
empresarial, podríamos caer en el error de pensar que ese 1.900.000 de
hogazas de pan son renta neta que puede destinarse indistintamente al
consumo o a la inversión para otros fines. En el primer caso, si el capitalista y
los trabajadores consumieran durante un año 1.900.000 hogazas de pan,
agotarían todo el capital de la sociedad, de modo que a partir de ese momento
no podrían dedicar todo un año a producir un millón de hogazas de pan, sino
que deberían acortar sus métodos productivos y limitarse a producir, por
ejemplo, una hogaza de pan cada dos días. El motivo es evidente: con un
stock de 900.000 hogazas de pan, el periodo de producción de bienes de
consumo puede retrasarse un año, acometiendo en ese plazo aquellas
inversiones que sean más productivas; sin ese ahorro, el período y los
métodos de producción deben acortarse a unos pocos días, acometiendo
inversiones mucho menos productivas (si no podemos esperar un año para
cultivar y cosechar el trigo, difícilmente podremos producir pan en grandes
cantidades). En este caso, por consiguiente, se habría consumido el stock de
capital necesario para mantener una estructura productiva más eficiente.
Lo mismo podría suceder si los activos en que los agentes han
inmovilizado sus ahorros proporcionan los bienes futuros más tardíamente
que el tiempo que estos agentes están dispuestos a esperar para producirlos.
En tal caso, como las inversiones deberían abandonarse antes de que
maduren, bien podría decirse que se ha consumido capital, esto es, que se han
malgastado recursos en usos erróneos debido a un insuficiente volumen de
ahorro (hay una mala coordinación de planes: los ahorradores se han
abstenido de consumir para lograr unos bienes futuros que jamás obtendrán
porque no están dispuestos a esperar tanto tiempo como el que necesitan las
inversiones para madurar en bienes y servicios).
En términos contables es evidente que tal escenario puede acontecer: el
hecho de que en un determinado momento el activo sea igual al pasivo no
significa que el valor monetario de los activos tenga una contrapartida en
bienes de consumo presentes de valor equivalente o en factores productivos
que puedan fabricarlos inmediatamente (en reservas de ahorro disponibles
para los consumidores actuales). Al contrario, el valor de los activos depende
de la expectativa de que produzcan en el futuro unos bienes de consumo que
permiten satisfacer las necesidades del resto de individuos: es esa expectativa
la que les dota de valor, de modo que, en caso de frustrarse esa expectativa,
su valor se reduce. La variación del valor de nuestros activos (inversiones) no
tiene, sin embargo, una contrapartida en la existencia de una mayor o menor
disponibilidad de ahorro real dentro del sistema económico (no hay
necesariamente más o menos gente renunciando a consumir), como parece
creer Keynes. O por decirlo más llanamente, la teoría keynesiana lleva
necesariamente a considerar que las burbujas de activos —situaciones en las
que, por diversos motivos, se les confiere a los activos un valor de mercado
muy superior al valor presente de los bienes futuros que producirán—
constituyen nuevo ahorro en forma de bienes de consumo o de factores
productivos disponibles para los consumidores.
Contablemente, la operación dirigida a corregir el valor registrado de un
activo en el balance —es decir, a reconocer un consumo de capital— es harto
frecuente y se efectúa a través de la figura de las provisiones (el
reconocimiento de que un determinado activo ha perdido valor debido a su
inferior capacidad de producción futura):
Es ciertamente inaudito que Keynes pretendiera trazar una teoría propia de
las crisis económicas sin comprender conceptos tan esenciales como el
ahorro forzoso o el consumo de capital, dos de los procesos básicos en todo
ciclo económico; todo ello a su vez fruto de una pobre comprensión de la
naturaleza económica del ahorro y de la inversión.
Capítulo 3
LA PROPENSIÓN A CONSUMIR:
CÓMO AHORRAR SIN DEJAR
DE CONSUMIR
Sentado todo lo anterior, podemos comenzar a desembrozar el libro III de La
Teoría General, que lleva por nombre La propensión a consumir.
Hasta la llegada de Keynes, la mayoría de economistas habían establecido
una relación muy clara entre consumo y ahorro: si un individuo quería
incrementar su ahorro necesariamente debía reducir su consumo. No había
otra forma de lograrlo, pues precisamente el ahorro se definía como la
restricción de nuestro consumo. En consecuencia, si para invertir había que
ahorrar, no podía darse inversión sin restricción del consumo. Keynes, si bien
mantiene en apariencia una definición similar a ésta (en concreto, el ahorro es
la parte no consumida de la renta), modifica aspectos básicos de la misma
que terminan desvirtuándola por completo: como estudiaremos en las páginas
siguientes, antes de llegar al pleno empleo de los recursos, el inglés piensa
que es posible incrementar la inversión sin reducir el consumo gracias al
incremento de la demanda y de la renta agregada.
Retomemos el argumento donde lo habíamos dejado en el capítulo anterior:
en tanto Keynes conceptualiza la renta como la suma del consumo y la
inversión, y el ahorro como la parte de renta no consumida, necesariamente el
ahorro pasa a ser igual a la inversión, lo que aparentemente sugiere que
aumentando la inversión generamos el ahorro necesario para financiarla,
obviando el distinto perfil temporal del ahorro y la inversión e incluso la
cuestión de si el ahorro nace de una restricción del consumo o de un aumento
inflacionista de la renta. Ya hemos visto que resulta absurdo pensar que un
incremento de la inversión que no venga precedido por un aumento del
ahorro con el mismo perfil temporal pueda llegar a autofinanciarse. Invertir
implica adelantar renta a los factores productivos para que éstos puedan
acceder al control de bienes presentes. Si en ausencia de un estímulo externo
de la inversión, parte de los factores productivos permanecen desempleados
(recursos ociosos), lo que en realidad estamos diciendo es que esos factores
productivos quieren acceder a bienes presentes que son más valiosos que los
bienes futuros que pueden producir.
El caso más evidente de esto se da cuando colocamos a un conjunto de
factores desempleados a producir bienes de inversión y les adelantamos
rentas que ellos desean gastar en bienes de consumo. En este supuesto, es
evidente que durante un tiempo la economía tendrá un excedente de bienes de
inversión y una carestía relativa de bienes de consumo.
Por ejemplo, imaginemos una comunidad agraria que se organiza de
manera cooperativa con 100 trabajadores. En ella se emprende un cultivo
(trigo) que dura un año y se acuerda que cada trabajador percibirá una
tonelada de la producción final (podemos decir, siguiendo el lenguaje
keynesiano, que la unidad de salario sería de una tonelada, esto es, cada
trabajador tendría derecho a consumir un 1% de la producción final).
Supongamos que otros 100 trabajadores no llegan a formar parte de la
cooperativa porque, lejos de producir otro cultivo que podrían intercambiar
con el trigo (patatas, por ejemplo), se empeñan en producir a lo largo del año
unas 100 azadas que pretenden vender a cambio de una tonelada de trigo por
azada, aun cuando ninguno de los otros 100 trabajadores (los productores de
trigo) desea azadas. Así las cosas, el grupo de los 100 productores de azadas
permanecerá desempleado ya que sabe que no podrá vender las azadas a
cambio de trigo, por lo que ni siquiera iniciará el proceso de fabricación.
Pero ahora supongamos que por algún mecanismo —por ejemplo un
Estado que obligue a ello— se fuerza a los productores de trigo a que
intercambien su cosecha con los productores de azadas. En este caso, al
finalizar el primer año, el conjunto de los trabajadores tendrán una renta de
200 unidades de salario que será equivalente a la producción de bienes de
capital (100 azadas) más la producción de bienes de consumo (100 toneladas
de trigo). Sin embargo, los 200 trabajadores desearán acceder todos ellos a
una tonelada de trigo y, en cambio, ninguno de ellos estará dispuesto a
renunciar a su tonelada de trigo a cambio de las azadas. Habrá una clara
descoordinación temporal en la medida en que la oferta de bienes (la renta
conjunta de la comunidad) estará compuesta por bienes de capital valorados
en 100 unidades de salario y por bienes de consumo valorados en 100
unidades de salario, mientras que su demanda (la forma en que quieren gastar
esa renta) será de 200 unidades de salario en bienes de consumo y de 0
unidades de salario en bienes de capital. Sólo si el 50% de los trabajadores
(100) estuviese dispuesto a renunciar a sus bienes de consumo presentes (el
trigo) a cambio de adquirir una azada con la que incrementar su
productividad en el futuro, o sólo si ninguno de los trabajadores se hubiese
dedicado a producir bienes de capital, sus preferencias serían consistentes a lo
largo del tiempo.

A todas luces, pues, el enfoque clásico se mantenía vigente: sólo no


consumiendo durante un año podíamos financiar inversiones que tarden en
completarse un año. La ficción keynesiana quebraba precisamente en este
punto: invertir durante un año no servía para generar el ahorro que
necesitábamos durante ese ejercicio (es decir, no generaba los
suficientes bienes futuros como para inducir a los agentes a que dejaran de
consumir hoy).
Esta relación inversa entre consumo e inversión suponía un serio
inconveniente para La Teoría General, donde, recordemos, el problema
básico era cómo incrementar el consumo agregado y la inversión agregada
(demanda agregada) para que los empresarios aumentaran a su vez la oferta
agregada y lograran el pleno empleo. Si incluso habiendo recursos ociosos,
para aumentar la inversión había que reducir el consumo, caíamos en un
juego de suma cero donde la demanda agregada no jugaba ningún papel a la
hora de impulsar la renta agregada.
Con tal de burlar este obstáculo, ya vimos que Keynes asumía que toda
inversión se autofinanciaba, pues contablemente inversión era igual a ahorro.
Empero, también denunciamos que en tal caso Keynes renunciaba a explicar
cualquier tipo de causalidad económica: decir que al aumentar la inversión
aumenta el ahorro no permite explicar de dónde nace ese ahorro que
previamente no existía. Nuestro autor intenta en este Libro III ofrecer una
explicación convincente recurriendo al concepto teórico del «multiplicador de
la inversión», desarrollado a partir de la llamada «propensión marginal a
consumir» (qué parte de nuestra renta adicional dedicamos a adquirir bienes

de consumo o ) y de su complementario la «propensión marginal a


ahorrar» (1 – propensión marginal o consumir = propensión marginal a
ahorrar).
Conocida la propensión marginal a ahorrar, resulta bastante fácil calcular
cuál debe ser el incremento de renta necesario para financiar un determinado
volumen de inversión neta. Por ejemplo, si la sociedad consume el 80% de
los aumentos de su renta agregada, es decir, si la propensión marginal a
ahorrar es del 20%, necesitaremos una renta adicional de 5.000 um para que
se llegue a incrementar la inversión en 1.000 um: el 20% de 5.000 um es un
ahorro de 1.000 um, que es justo lo que necesitamos para invertir 1.000 um.
En apariencia estamos apuntando a trivialidades matemáticas. Pero lo cierto
es que éste es todo el misterio que se esconde detrás del misterioso
multiplicador de la inversión al que Keynes dedica el capítulo 10 de su libro
y que constituye uno de los ejes de La Teoría General.
En concreto, a partir de las relaciones anteriores, el inglés asume que, al
incrementar la inversión en una economía, la demanda agregada y por
tanto la renta agregada serán un múltiplo de esa inversión adicional; múltiplo
que viene dado por la inversa de la propensión marginal a ahorrar:

Lo que es exactamente igual a afirmar algo que ningún economista habría


puesto en duda hasta entonces; a saber, que el incremento de la inversión
debe ser igual al incremento del ahorro:
ΔY x propensión marginal a ahorrar = ΔI
Ahora bien, retorciendo el significado de esta función matemática, Keynes
llegaba a la conclusión de que todo aumento de la inversión generaba un
incremento de la renta agregada y, a través de ella, del ahorro agregado. De
este modo, el inglés podía negar la relación básica que hemos fijado al
principio de este capítulo de que para aumentar la inversión es necesario
reducir el consumo. Gracias a esta treta, consumo e inversión van de la mano,
porque la renta se multiplica tantas veces como sea necesario para mantener
la anterior igualdad matemática.
Dicho de otra forma, en lugar de señalar que, con una propensión marginal
a ahorrar del 20%, necesitamos que la renta agregada aumente en 5.000 um
para incrementar la inversión en 1.000 um (o sea, necesitamos1.000 um de
nuevo ahorro), Keynes sostuvo que si la inversión aumentaba en 1.000 um,
automáticamente la renta agregada lo hacía en 5.000 um. El salto lógico tiene
una importancia fundamental a la hora de hacer depender todo el sistema del
gasto en inversión, que como veremos en el siguiente capítulo es, para
Keynes, la partida más volátil de todas dentro de la demanda agregada. Y
hablamos de salto lógico porque resulta dudoso que esta relación funcional
entre estas variables demuestre lo que Keynes quería demostrar: la existencia
de una relación causal entre ellas.
La explicación que traza Keynes en torno al multiplicador no sirve
para despejar nuestras dudas. Ciertamente, el gasto en inversión se
termina transformando en renta (renta de los factores y de los empresarios)
que al ser gastada de acuerdo con la propensión marginal a consumir de la
sociedad se convierte sucesivamente en renta de otros agentes. Por ejemplo,
supongamos que se realiza una inversión nueva de 10.000 um. La renta se
incrementará directamente en estas 10.000 um, pero a su vez será consumida
en un 80%, lo que constituirá la renta de otros agentes que nuevamente la
consumirán en un 80%. Al final, la suma de todos los saldos individuales de
ahorro dará lugar a un ahorro agregado igual a la inversión agregada.
Sería un error, sin embargo, creer que el despliegue numérico de una
progresión geométrica equivale necesariamente la descripción de un proceso
económico real. Al cabo, si, como decíamos antes, todo aumento de la
inversión real debe venir sufragado por un incremento del ahorro real, un
mayor gasto en inversión implicará, a la vez, una reducción del multiplicador.
Por ejemplo, supongamos una sociedad que produce bienes de consumo por
5.000 um y tiene una propensión marginal a consumir del 100%. Si esa
propensión se reduce al 80% (esto es, si el ahorro aumenta al 20%), la
inversión podrá incrementarse en 1.000 um, por lo que el ingreso máximo de
las industrias de bienes de consumo se reducirá de 5.000 a 4.000, de modo
que sus costes de producción también deberán hacerlo correlativamente a la
baja (previsiblemente, reduciendo la producción de estas industrias). Para
Keynes, empero, existe otra alternativa al reajuste productivo de las industrias
de consumo: incrementar todavía más la inversión. Si el coste de producción
de los bienes de consumo se mantiene en 5.000 um y la inversión pasa de
1.000 a 1.250 um, la renta agregará se incrementará a 6.250 y, asumiendo una
propensión marginal a consumir del 80%, los ingresos en bienes de consumo
a 5.000 um. Mas si la inversión no puede aumentar de 1.000 a 1.250 sin que
lo haga el ahorro, el gasto en consumo y la propensión marginal a consumir
tendrán que caer del 80% (4.000 dividido entre 5.000) al 75% (3.750 dividido
entre 5.000); o sea, el multiplicador también se reduciría desde 5 a 4 y la
renta total se mantendría constante en 5.000.
Con todo, Keynes pensaba que sí era posible incrementar la inversión de
1.000 a 1.250 sin tener que ahorrar, es decir, sin minorar la propensión
marginal a consumir. Al cabo, la inversión y la demanda agregada pueden
crecer sin que lo haga el ahorro por la vía de la expansión crediticia de los
bancos y, si lo hace la demanda agregada, también lo hará la renta agregada
siempre que existan enormes cantidades de recursos ociosos disponibles.
Pero, ¿es verosímil este análisis de Keynes? ¿Acaso la existencia de recursos
ociosos permite que el multiplicador de la inversión se convierta en un
multiplicador de la producción?
De entrada, para que el multiplicador de la inversión multiplique la
producción tendrán que existir suficientes recursos ociosos que puedan ser
empleados con el fin de aumentar el número de bienes y servicios y las rentas
sin reducirlos en otras partes de la economía. Y conviene dejar claro que
entre los recursos ociosos hay que incluir no sólo a los trabajadores, que son
el objeto de estudio preferente de Keynes, sino también a todos los restantes
elementos que necesite una determinada inversión para completarse (materias
primas, maquinaria, locales comerciales, tiempo…). En caso de que sólo
hubiese trabajadores ociosos, también podría admitirse provisionalmente la
validez de los efectos multiplicadores sobre la producción si éstos pudieran
fabricar lo suficientemente rápido el resto de factores complementarios que
necesitan.
Por desgracia, no resulta demasiado realista asumir que existen recursos
ociosos en todos los factores productivos que puedan llegar a necesitarse o
que éstos pueden fabricarse de manera instantánea por los trabajadores sin
que medie lapso de tiempo alguno. Y si eso es así, el incremento del gasto
requerirá casi con total seguridad que, al menos a corto plazo, las nuevas
inversiones sobrepujen por algunos factores productivos que estén empleando
otras industrias, lo que disparará los costes de esas empresas y restringirá su
producción y sus rentas, contrarrestando así los efectos expansivos del gasto
inicial en inversión.
Por ejemplo, si inicio la construcción de un edificio comercial necesitaré
no sólo de trabajadores, sino de cemento, electricidad, furgonetas, andamios,
herramientas, etc. A menos que todos estos factores ya estén producidos y no
se les esté dando ningún uso, a corto plazo o bien deberé arrebatárselos a
otras empresas que ya los habrían adquirido o pensaban adquirirlos (por
ejemplo, y por simplificar, a una empresa que construía un edificio
residencial) pagando un mayor precio por ellos o bien deberé esperar a que
sean producidos por sus respectivos fabricantes, quienes a buen seguro
necesitarán para ello no sólo de trabajadores, sino de otros factores
productivos que deberán arrebatar a otras empresas o aguardar hasta que sean
producidos. Al final, pues, o se contrae la inversión en algunas partes de la
economía (generándose desempleo entre los factores complementarios que no
puedan reubicarse de inmediato) o los recursos ociosos permanecerán ociosos
a la espera de que alguien restrinja su consumo (ahorre) y se fabriquen los
factores productivos complementarios que permitan incrementar su
productividad y hacer rentable su contratación.
Pero, además, para que fuera cierto que un incremento del gasto en
inversión multiplica la renta del conjunto de la sociedad, no sólo sería
necesario que existieran factores productivos ociosos, sino también que haya
una capacidad ociosa dentro de las industrias productoras de bienes de
consumo y que la explotación de esa capacidad ociosa sólo requiriera, como
mucho, de la contratación de un mayor número de trabajadores (a su vez
ociosos). Al fin y al cabo, la lógica del multiplicador se basa en que un
porcentaje de la renta adicional que percibirán los trabajadores encargados de
acometer el nuevo proyecto de inversión se destinará a adquirir bienes de
consumo, de modo que estas industrias deberán de tener un cierto margen
para incrementar su producción. En caso contrario, si las industrias de bienes
de consumo no disponen de esa capacidad ociosa para incrementar de manera
muy sustancial su producción, las rentas adicionales que creará la nueva
inversión simplemente generarán alzas en el precio de los bienes de consumo
y en los de todos sus proveedores más directos; y, en tal caso, sí podemos
decir que la rentabilidad de estas industrias de consumo o cercanas al
consumo se incrementará como consecuencia del gasto en
consumo multiplicado, lo que les permitirá copar a parte de los factores
productivos que estaban siendo empleados en el resto de industrias más
alejadas del consumo, provocando un efecto contractivo sobre las
mismas.41 En otras palabras, como la mayor parte de la renta neta de los
factores ociosos contratados para la inversión se destinará a adquirir bienes
de consumo, a menos que haya una reducción del gasto en consumo en otras
partes de la economía (lo que reduciría la propensión marginal a consumir y
el multiplicador), el gasto agregado en consumo aumentará, con él lo hará
asimismo la rentabilidad de estas industrias, y con ella también lo hará la
demanda de factores productivos que estaban siendo empleados por las
industrias alejadas del consumo, salvo si todos los factores que pueden llegar
a necesitar para incrementar su oferta están ociosos.
Ahora bien, asumiendo que existen trabajadores ociosos dispuestos a
producir bienes de capital demandados por otros empresarios a cambio de
unos salarios que consisten, en última instancia, en unos bienes de consumo
que el sistema económico tiene margen para producir a un menor coste de
oportunidad que el que supone para el sistema económico renunciar a esos
bienes de capital, lo que deberían plantearse los keynesianos es por qué
ningún empresario incrementa por sí mismo la inversión (siendo rentable
hacerlo), logrando que desaparezcan los recursos ociosos. Es decir, si hay
empresarios que quieren y pueden financiar la producción de bienes de
capital y trabajadores que quieren y pueden producirlos, ¿qué les impide
llegar a un acuerdo? La respuesta la encuentren los keynesianos en esa
supuesta descoordinación entre ahorro e inversión a través de las distorsiones
que introduce el atesoramiento y el fluctuante estado de la confianza que
analizaremos en los próximos capítulos.
Sin embargo, de momento no convendría desechar la hipótesis tradicional
de que los recursos ociosos no se destinan a producir bienes de capital por ser
realmente excesivo el coste de oportunidad de hacerlo; o sea, no hay que
descartar que la explicación tradicional de por qué existen recursos ociosos
sea correcta y que el keynesianismo, al forzar un incremento de una inversión
que el mercado no habría realizado, sólo esté en verdad elevando los costes
de otras industrias al encarecer el importe que pagan por los recursos no
ociosos que emplean.
El siguiente esquema puede servir para resumir las dificultades a las que se
enfrenta el concepto de multiplicador de la inversión que ofrece Keynes si
pretende justificar que para invertir no es necesario ahorrar:
Es todo este erróneo razonamiento el que conduce a Keynes a desplegar
tres capítulos enteros —todo el libro III de La Teoría General— a loar las
virtudes estabilizadoras del consumo frente a los vicios pauperizadores de la
frugalidad.
Recordemos que en su libro anterior, el Tratado del dinero, Keynes llegó a
la absurda conclusión de que si el ahorro aumentaba en una comunidad, su
renta caería y con ella también lo haría el consumo, lo que a su vez
disminuiría la demanda efectiva aún más, incurriendo en una espiral bajista
sin límites que sólo terminaría cuando cesara toda la producción.
Preocupado por la escasa verosimilitud de sus conclusiones, la manera que
encuentra Keynes para encajar su irreal armazón teórico con la realidad es su
«ley psicológica fundamental». Según ésta, el consumo agregado se
incrementa en términos absolutos menos de lo que lo hace la renta agregada
y, viceversa, se reduce también menos de lo que lo hace la renta agregada, lo
que significará que la propensión marginal a consumir será siempre menor
que la unidad (p. 96).
De esta manera, si bien un aumento del ahorro reducirá la renta agregada,
el proceso tenderá a estabilizarse gracias a que el consumo no descenderá tan
rápidamente, lo que servirá como amortiguador de la espiral destructiva a la
que nos abocaría el mayor ahorro individual. El propio Keynes se encarga de
poner de manifiesto la importancia esencial que juega la hipótesis de la ley
psicológica fundamental para evitar que todo su armazón teórico, construido
sobre los pies de barro de una inadecuada teoría del ahorro y la inversión, no
se desmorone: «Nuestra experiencia sería extremadamente distinta si esa ley
no existiera porque, en ese caso, un incremento de la inversión, aunque fuera
pequeño, pondría en marcha un movimiento acumulativo al alza de la
demanda efectiva hasta alcanzar la posición de pleno empleo, mientras que
un descenso de la inversión pondría en marcha un proceso acumulativo a la
baja en la demanda efectiva hasta que todos estuvieran en paro» (pp. 251-
252).
Cabe entender, pues, que si la ley psicológica fundamental no se cumple,
entonces el sistema teórico construido por Keynes requeriría que el aumento
de la inversión diera lugar al pleno empleo y su caída al pleno desempleo.
El problema es que nada impide que la ley psicológica fundamental se
incumpla, es decir, nada impide que la propensión marginal a consumir sea
superior a 1 y que aumente más de lo que lo hace la renta. Por dos motivos:
primero, porque Keynes utiliza un concepto de renta bruta que es realmente
neta; segundo porque Keynes sólo se refiere a la renta bruta presente. Los
agentes económicos podrán consumir por encima de lo que Keynes llama
«renta bruta» siempre que consuman a crédito (o sea, siempre que adquieran
bienes presentes ofreciendo bienes futuros) o siempre que no repongan su
equipo de capital (en cuyo caso asistiremos a un «consumo de capital»,
concepto que como vimos en el capítulo precedente Keynes reconocía no
entender). La ley psicológica fundamental sólo tendría sentido si el inglés
utilizara un concepto de renta realmente bruta (que incluyera la reposición del
capital), pues en tal caso nadie podría, en efecto, consumir por encima de lo
que se produce tras reponer el capital (la propensión marginal a consumir
sería menor o igual a 1) y, además, sí resultaría bastante probable que
conforme nuestros bienes de capital y nuestra renta aumentaran, nuestro
consumo adicional representara un porcentaje menor del incremento de la
renta bruta, pues sería necesario un mayor ahorro para reponer el mayor
volumen de capital.
Tomando las definiciones de renta bruta de Keynes (que, como sabemos,
son definiciones de renta neta), la ley psicológica fundamental no sólo puede
ser falsa, sino que empíricamente lo ha sido. En el Gráfico 1 podemos
observar cómo la propensión marginal a consumir en EE.UU. (definida como
la ratio entre el incremento del consumo personal y el incremento de la renta
personal disponible) ha oscilado normalmente entre 0,6 y el 1,4, pero ha
llegado a alcanzar los extremos de -2 y 4,7, aun cuando la ley psicológica
fundamental de Keynes exigía que fuera positiva e inferior a 1.
GRÁFICO 1
PROPENSIÓN MARGINAL A CONSUMIR EN EE.UU.

Fuente: Bureau of Economic Analysis.


Esta fluctuante propensión marginal a consumir implica que el
multiplicador de la inversión ha alcanzado en esos 50 años unos valores
extremos que han llegado a superar 150 (Gráfico 2); y ello, aun cuando el
propio Keynes, para tratar de justificar la extraordinaria estabilidad de la
economía real que resultaría inexplicable con su teoría, sostenía que el
multiplicador de la inversión «aunque es mayor que la unidad, en
circunstancias normales no es muy grande, porque si lo fuera una
determinada variación de la inversión provocaría —con la limitación
que establece el pleno empleo o el empleo nulo— una gran variación del
consumo» (p. 252).
Vemos que la ley psicológica fundamental no se ha cumplido, por lo que
deberíamos haber asistido a violentas oscilaciones en el empleo que, sin
embargo, no han aparecido por ningún lado. Así, en los últimos 40 años, la
tasa de paro estadounidense osciló entre el 5% y el 10% pese a que la
inversión agregada (incluyendo o no el gasto público) varió al alza o a la baja
durante todos los años, sin que se observara ni una reducción inmediata y
drástica del paro hacia el pleno empleo ni, sobre todo, una implosión alcista
hacia del pleno desempleo (Gráfico 3).
La escasa consistencia empírica no impidió a Keynes construir su modelo
teórico en torno a la falaz argumentación de que el consumo y la inversión
variaban en la misma dirección merced a un multiplicador que si fuera muy
elevado debería generar unas enormes oscilaciones en la renta agregada de la
economía que no se han observado en la realidad.
GRÁFICO 2
MULTIPLICADOR DE LA INVERSIÓN EN EE.UU.

Fuente: Cálculos propios a partir de los cálculos del Bureau of Economic


Analysis.
GRÁFICO 3
TASA DE PARO Y VARIACIÓN DE LA INVERSIÓN AGREGADA EN
EE.UU.
Con esta errónea enunciación de la ley psicológica fundamental, el inglés
lograba que, en apariencia, las explosivas implicaciones de su teoría fueran
compatibles con la estabilidad económica del mundo real, aun cuando en
verdad no lo fueran. Pero, incluso con esta ley psicológica fundamental, las
ideas de Keynes igualmente abocaban al capitalismo a un escenario
preocupante: si el consumo agregado aumentaba menos que la renta
agregada, necesariamente la diferencia debía ser cubierta por la inversión
agregada; no obstante, como ya veremos en los capítulos siguientes, el inglés
temía que la inversión privada fuese incapaz de compensar esa creciente
diferencia debido a su fuerte inestabilidad. Es más, cuanto más rica fuera una
sociedad, más dependiente sería de la inversión —ya que mayor sería la
diferencia en términos absolutos entre el consumo agregado y la renta
agregada— y por tanto más sujeta a las fluctuaciones de la inversión (y de la
demanda efectiva) se encontraría.42
Y por eso, porque Keynes asumía que la propensión marginal a consumir
era mucho más estable de lo que en realidad era y porque no observaba
ninguna disyuntiva entre las posibilidades de consumir y de invertir, para el
inglés uno de los mecanismos estabilizadores básicos de una economía de
mercado pasaba por incentivar el aumento de su propensión a consumir
(también llamada propensión media a consumir: : cuanto menos
dependiente sea la economía de la muy volátil inversión, más estable se
volverá. Y, obviamente, para averiguar cómo incrementar la propensión
media a consumir se vuelve necesario estudiar de qué depende ésta. En
opinión de Keynes, podemos agrupar sus determinantes en dos grandes
categorías: los factores objetivos y los factores subjetivos.

Factores objetivos: Son todos aquellos que no


dependen de las circunstancias personales del sujeto,
sino de hechos o condiciones externas. Keynes los
considera, en general, poco relevantes para provocar
cambios en la propensión a consumir, lo cual veremos
que es escasamente cierto. Incluyen:
Un cambio en la unidad de salario: Como
hemos explicado en el capítulo 2, Keynes trata
de abstraerse de los cambios nominales de las
variables económicas midiéndolas todas ellas en
unidades salario. Las unidades salario son una
especie de medida de la renta real de que
dispone cada agente, lo que significa que un
incremento en la unidad salario equivaldrá a un
aumento de la renta real. Dado que Keynes
asume que el consumo es un porcentaje de la
renta, a más renta más consumo. El problema es
que el cambio en la unidad salario puede
producirse perfectamente por un incremento de
los salarios ordinarios a costa de la
remuneración del capital (y no por una mayor
productividad del trabajo o por un mayor ahorro
empresarial), lo cual puede dar lugar a una
insuficiencia de ahorro bruto para conservar el
equipo de capital y a un alza de los precios de
los bienes de consumo sobre los de los bienes
de capital, en un proceso similar al explicado
para el caso del multiplicador. Por ambos
motivos, el consumo absoluto aumentará a corto
plazo, pero se reducirá a medio plazo, pues se
estará consumiendo capital y, por consiguiente,
minorando la capacidad de la estructura
productiva para fabricar bienes y servicios.
Un cambio en la diferencia entre renta bruta y
renta neta: Keynes cree que el consumo viene
determinado por la renta neta y no por la renta
bruta, de manera que los costes suplementarios
influirán sobre las cuantías consumidas. Si el
coste suplementario aumenta, el consumo se
reducirá y viceversa. Con todo, el inglés sugiere
que en general no prevé variaciones muy
bruscas en el coste suplementario, por lo que la
influencia de este elemento será escasa. En
realidad, Keynes sólo atisba un coste
suplementario de importancia que podría
reducir significativamente la renta neta y por
tanto la propensión a consumir: el exceso de
amortizaciones del capital. Básicamente, el
inglés está de acuerdo con que se amortice el
capital que se haya depreciado, pero ve con
preocupación que se amortice más capital del
que se ha depreciado: teme que el nuevo ahorro
que supone el exceso de amortizaciones no
encuentre su camino hacia la inversión y, por
tanto, que la demanda agregada se contraiga por
no verse compensado el menor consumo
agregado (el exceso de ahorro) por una mayor
inversión agregada.43 La imagen que transmite
Keynes sobre las amortizaciones es desde luego
un tanto peregrina, pues confunde el devengo de
ingresos y gastos con las entradas y salidas de
caja (cobros y pagos). La amortización
del capital sólo restringe directamente el
consumo si entendemos como tal los
desembolsos monetarios que realmente se
efectúan en cada período para reponer el equipo
de capital (lo que en terminología financiera
llamaríamos el capex). Estamos hablando, pues,
de salidas de caja destinadas a contratar factores
productivos para que fabriquen bienes de capital
que, por consiguiente, no podrán dedicarse a
producir o adquirir bienes de consumo. Keynes,
empero, cuando estudia los efectos de las
amortizaciones sobre la propensión a consumir
no se refiere a los desembolsos
efectivos dirigidos a la inversión (pues en ese
caso cuando habla de excesos de amortizaciones
se estaría refiriendo a excesos de inversión),
sino a que en el balance contable de una
empresa se reconozca anualmente un coste de
amortización superior a los pagos efectivos
realizados para reponer el capital (es decir, a
que la amortización contable sea superior
al capex). Por ejemplo, imaginemos que
adquirimos un inmueble por 100.000 um y que
lo alquilamos por una renta de 5.000 um
anuales. Si suponemos que al cabo de 40 años el
edificio estará completamente depreciado y que
habrá que adquirir otro, tendremos que los
pagos anuales dedicados a conservar el
inmueble serán de 0 um hasta el año 40,
momento en el que se adquirirá un nuevo
inmueble desembolsando 100.000 um
(el capex). Contablemente, sin embargo,
podríamos imputar una cuarentava parte del
desembolso final del inmueble a cada uno de los
40 años de vida útil del inmueble (2.500 um
anuales), de forma que nuestra renta neta
(alquiler menos amortización) sería de 2.500
um. Básicamente, lo que estamos diciendo
contablemente es, por un lado, que una parte del
alquiler es una simple devolución de las
100.000 um que adelantamos para adquirir el
inmueble; y, por otro, que si queremos reponer
el inmueble al cabo de 40 años, deberemos
resguardar de media 2.500 um cada año. Esto
no significa, con todo, tal y como sugiere
Keynes, que esa amortización de 2.500 um
se mantenga en una especie de caja fuerte hasta
que es finalmente empleada para adquirir otro
inmueble —ese caso podrá darse, pero por
motivos desligados del exceso de amortización
sobre la depreciación—. En realidad, lo
importante es que cuando se tenga que afrontar
el pago del inmueble, esos fondos estén
disponibles; mientras tanto, pueden haberse
dedicado a otro tipo de actividades. Nada obsta
para que, por ejemplo, se reinviertan en
proyectos empresariales que concluyen en el
año en que tiene que adquirirse el nuevo
inmueble, logrando así una rentabilidad
adicional (a esta práctica se la conoce como
Efecto Lohmann-Ruchti). Como tampoco
habría ningún problema para que durante los 20
primeros años se destinara a consumir el 100%
de la renta bruta (5.000 um) y durante los 20
siguientes se ahorrase el 100% de la misma.
Dicho de otra manera, el exceso de
amortización anual sobre los pagos destinados a
conservar o reponer el equipo de capital no se
traduce necesariamente en un mayor
atesoramiento no destinado ni a consumir ni a
invertir, sino que puede destinarse
perfectamente a ambos fines (con
independencia de que, como analizaremos en el
siguiente capítulo, el atesoramiento no supone
un cortocircuito entre ahorro e inversión). De
hecho, la prudencia empresarial parece
aconsejar que las dotaciones para amortizar el
capital sean durante los primeros años lo más
altas posibles (es decir, imputar el coste del
equipo de capital a los primeros beneficios que
éste genera en lugar de repartirlos entre los
propietarios) para tratar de cubrirse frente a
cambios inesperados en el mercado que pueden
volver súbitamente obsoleto ese equipo de
capital.
Fluctuaciones imprevistas en el valor del capital
no computadas al calcular la renta neta: Bajo
este epígrafe se incluye lo que hoy se conoce
como «efecto riqueza», o sea, el estímulo sobre
el consumo que genera un aumento del valor de
los activos de un agente. En principio, no hay
nada que oponer a la idea de que la
revalorización de los activos incentive un mayor
consumo, incluso a costa de la reposición del
equipo de capital; de hecho, este último sería
uno de los efectos más nocivos de las llamadas
burbujas de activos. Lo único que podemos
anotar es que, más adelante, Keynes no
contemplará la posibilidad de que una caída de
los precios dé lugar a un incremento de la
riqueza real de los agentes y que ello les
induzca a un aumento del consumo que
estabilice la demanda agregada (lo que se ha
conocido como Efecto Pigou). No queremos dar
a entender que consideremos que este Efecto
Pigou sea en realidad un fenómeno muy
importante o relevante a la hora de alcanzar el
pleno empleo, pero sí podría serlo dentro del
marco conceptual keynesiano y el inglés opta
extrañamente por no mencionarlo.
Cambios en la tasa de descuento temporal, a
saber, en la relación de intercambio entre los
bienes presentes y los futuros: Keynes ofrece
una confusa definición sobre este determinante
de la propensión a consumir, pues afirma que
no coincide con el tipo de interés por incluir la
prima por la inflación esperada y la prima de
riesgo. La teoría tradicional hasta Keynes había
concluido básicamente que el tipo de interés
observable en el mercado era el resultado de
tres componentes —la preferencia temporal o la
tasa de intercambio entre bienes presentes y
bienes futuros, la prima por la inflación
esperada y la prima de riesgo—. Dicho de otra
forma, el tipo de interés era una categoría
amplia donde se incluía la preferencia temporal.
Es, por tanto, cuando menos extraño que
Keynes súbitamente altere las definiciones y
pase a considerar que el tipo de interés es una
categoría estrecha incluida dentro de la
preferencia temporal; máxime cuando capítulos
más adelante descubriremos que, según Keynes,
el tipo de interés del dinero no tiene nada que
ver con el descuento temporal, la inflación
esperada o el riesgo del deudor. En cualquier
caso, en este capítulo Keynes equipara
por simplicidad la tasa de descuento con el tipo
de interés y sostiene que a corto plazo las
variaciones del tipo de interés no afectarán al
consumo y que a largo plazo lo modificarán de
una manera indeterminada (pp. 93-94). En
realidad, sin embargo, el tipo de interés depende
en lo fundamental de la relación entre las
demandas de bienes presentes y las demandas
de bienes futuros. Eso significa que cuantos más
bienes de consumo presentes deseen controlar
los agentes, más alto será el tipo de interés. La
pregunta inversa —¿cómo afectan las subidas
de tipos de interés al consumo?— sólo puede
tener sentido desde el punto de vista individual
que Keynes suele despreciar frente al agregado.
No es, pues, la propensión a consumir agregada
la que se ve afectada por el tipo de interés, sino
al revés. Otra cuestión es que, como veremos
más adelante en el capítulo 6 dedicado a los
ciclos económicos, los tipos de interés se
reduzcan de manera artificial: no por el
aumento del ahorro sino por el incremento del
crédito bancario no respaldado por ahorro. En
ese supuesto, el tipo de interés sí podría ejercer
una poderosa influencia sobre el consumo
agregado, al abaratar el consumo a crédito.
Cambios en la política fiscal: No hay duda de
que la política fiscal puede incentivar un
aumento del consumo. Si el ahorro es
fiscalmente perseguido, los agentes tenderán a
consumir aquella parte de su renta de la que no
podrán disponer si la ahorran. Claramente, entre
los impuestos nocivos para el ahorro cabe
incluir los impuestos sobre la propiedad, sobre
las ganancias patrimoniales, sobre las herencias
o sobre las rentas del trabajo cuando los
gravámenes son progresivos. Dado que Keynes
considera que una mayor propensión a consumir
favorece la estabilidad de las economías, verá
con buenos ojos esta clase de tributación que
obviamente sólo tiende a destruir el capital
ahorrado y a impedir la acumulación de nuevo
capital. Análogamente, el inglés despreciará los
superávits de las cuentas públicas como una
forma de ahorro colectivo que tenderá a
contraer la demanda efectiva, cuando
evidentemente son una forma de devolver los
fondos que los contribuyentes o los prestamistas
habían adelantado al sector público —ya sea
con reducciones de impuestos o con
amortizaciones anticipadas de la deuda— y que,
por tanto, pasan a estar disponibles para
consumir o invertir en el sector privado.
Cambios en las expectativas acerca de la
relación entre el nivel de renta presente y
futuro: Básicamente, si esperamos que nuestra
renta crezca (o decrezca) en el futuro, estaremos
incentivados a consumir más (menos) en el
presente. En general, es cierto que los
individuos cuya renta futura se espera que sea
muy grande tenderán a incrementar su consumo
presente a través del crédito (anticipando una
parte de esa mayor renta futura). Pero es
importante darse cuenta de que a nivel agregado
esta opción no estará disponible: es decir, si
todos los individuos esperan ser más ricos en el
futuro, parece claro que no todos podrán
consumir más en el presente, pues no es posible
trasladar ese exceso de producción futura a la
actualidad. Sólo habría una forma de lograrlo,
que es desatendiendo la amortización del capital
bajo la expectativa de que se repondrá a partir
de la mayor renta futura. El problema puede
estar en que esa mayor renta futura será
normalmente dependiente de la acumulación
de capital, de modo que si éste se desacumula se
puede frustrar la consecución de esa mayor
renta futura.
Factores subjetivos: Son aquellos que dependen de
los deseos o hábitos del agente económico. Los que
Keynes menciona en su libro (pp. 107-108) son más
bien motivos que determinan la propensión a ahorrar
(o a no consumir), de forma que sus antónimos serán
considerados por el inglés como los decisivos a la
hora de determinar la propensión a consumir. Keynes
asumirá que son factores bastante estables a corto
plazo:
Precaución: Constituir una reserva para hacer
frente a contingencias imprevistas.
Previsión: Hacer una provisión anticipándose a
una posible relación futura entre las rentas y las
necesidades distinta a la que existe ahora.
Cálculo: Preferir un consumo mayor en el
futuro que uno más pequeño ahora.
Mejora: Disfrutar de un incremento gradual del
gasto.
Independencia: Gozar de cierta independencia
aunque sin una idea clara de en qué consiste.
Empresa: Asegurarse un fondo de maniobra
para poder llevar a cabo proyectos
empresariales.
Orgullo: Dejar en herencia una fortuna.
Avaricia: Satisfacer la avaricia, inhibiéndose del
hábito irracional de gastar.
En general, los motivos subjetivos pueden resumirse en la voluntad de
incrementar la riqueza para tener la opción de consumir más en el futuro,
debido a circunstancias previstas o imprevistas en el presente. Si bien Keynes
subdivide este motivo general en diversas motivaciones a veces redundantes
(cálculo, independencia o mejora se solapan entre sí) olvida dos otros
motivos esenciales: uno, el ahorro que se produce por la expectativa de que
los bienes de consumo se abaraten en el futuro; dos, y más importante, la
conservación del equipo de capital, conseguida a través de la dotación de
amortizaciones.
Como sabemos, el concepto de renta bruta de Keynes no incluye la
amortización del capital, de modo que no es de extrañar que el inglés no
incluya como motivo para ahorrar parte de la renta bruta algo que no está
incluido en su concepto de renta bruta (y que por consiguiente no puede ser
ahorrado). Sin embargo, conviene una vez más recordar que la mayor parte
del ahorro de la sociedad se destina a reponer el equipo de capital existente y
que, si ese ahorro desapareciera, la renta agregada futura, lejos de recibir un
impulso merced al multiplicador de la inversión, caería drásticamente. Esta
significativa omisión sólo resalta el sesgo pro-consumo en el que tiende a
caer recurrentemente Keynes. Dado que la amortización desaparece de la
renta, el consumo tiende a copar la mayor proporción de la misma, relegando
a la inversión (neta, no hablemos ya de la bruta dirigida a reponer el equipo
de capital) a un segundo plano.
Además, dado que para el inglés los factores objetivos que determinan la
propensión a consumir son poco importantes y los subjetivos no varían a
corto plazo, esa mayor parte de la demanda agregada que es el consumo será
muy estable, lo que a su vez estabilizará la demanda efectiva (esto es, en
pocas palabras, lo que sentencia la ley psicológica fundamental) frente a una
inversión agregada que, como analizaremos en el siguiente capítulo, tenderá a
ser muy volátil e inestable debido a las cambiantes expectativas de los
inversores.
No debiera extrañarnos, por consiguiente, que Keynes dedique las últimas
páginas de su Libro III a alabar las virtudes de la prodigalidad frente a las de
un ahorro que, en su opinión, encuentra su camino hacia la inversión en
demasiadas pocas ocasiones. Así, podemos leer disparates como los
siguientes que extrañamente han cautivado a varias generaciones de
economistas:
El endeudamiento para hacer gastos ruinosos puede enriquecer a la
comunidad. La construcción de pirámides, los terremotos y hasta las
guerras pueden servir para aumentar la riqueza.
(…)
Si el Tesoro Público se pusiera a llenar botellas viejas con billetes de
banco, las enterrara a una profundidad conveniente en minas de carbón
abandonadas que luego se cubrieran con los escombros de la ciudad y
encomendáramos a la iniciativa privada, eso sí, de acuerdo con los
principios del laissez faire, la tarea de desenterrar los billetes, acabaríamos
con el paro y, a través de las repercusiones que esto tendría, probablemente
la renta real y la riqueza de la comunidad llegarían a ser mucho más
grandes de lo que actualmente son.
(…)
El antiguo Egipto fue doblemente afortunado, y sin duda a eso se debe su
fabulosa riqueza, pues construía pirámides y buscaba metales preciosos
que, aunque no sirven a la satisfacción de las necesidades humanas,
por cuanto no se pueden consumir, tienen la ventaja de que no desmerecen
aunque abunden. La Edad Media construyó catedrales, compuso y cantó
música fúnebre. Dos pirámides, o dos misas de réquiem son dos veces
mejores que una sola, pero no sucede lo mismo con dos ferrocarriles de
Londres a York. Nos hemos vuelto tan sensatos, hemos estudiado tanto
para parecer inversores prudentes, somos tan cautelosos de no añadir
nuevas cargas financieras a la posteridad para construir las casas donde
poder residir, que nos hemos quedado sin salidas fáciles para combatir la
lacra del desempleo. Tenemos que aceptarla como el resultado inevitable
de aplicar a la conducta del Estado las máximas que se han diseñado para
el mayor enriquecimiento de un sólo individuo, permitiéndole acumular
derechos a disfrutar de una satisfacción que no espera reclamar en fecha
previsible alguna (pp. 129-131).
Capítulo 4
LA MUY FLUCTUANTE
PROPENSIÓN A INVERTIR
Si el objetivo de Keynes con sus capítulos sobre la propensión a consumir era
demostrar que, a diferencia de lo que había sostenido la ciencia económica
tradicional, consumo y ahorro sí podían incrementarse al mismo tiempo (es
decir, que desde un punto de vista agregado, no existía disyuntiva entre
ahorrar y consumir) y que por tanto el gasto en inversión generaba el ahorro
que necesitaba para autofinanciarse sin necesidad de reducir el consumo, en
el extenso libro IV, que comprende los capítulos 11 a 18, el inglés trata de
probar que, pese a no ser necesario realizar ningún sacrificio para invertir —
el lado de la oferta de ahorro no supone ningún problema—, en general las
economías capitalistas tenderán a presentar un volumen de inversión
agregada insuficiente para lograr la plena ocupación de los recursos —el lado
de la demanda de ahorro (inversión) sí es problemático—.
Recordemos que, de acuerdo con la ley psicológica fundamental, el
consumo agregado aumenta menos que la renta agregada. Por consiguiente,
debe ser la inversión agregada la que compense ese creciente diferencial. En
caso contrario, el incremento de la renta agregada estará limitado por arriba:
si el consumo no aumenta (debido a que la propensión a consumir es estable
a corto plazo), la renta agregada vendrá determinada por la mayor o menor
inversión agregada; y, como sabemos, dentro del sistema keynesiano no
todos los niveles de demanda efectiva son compatibles con el pleno empleo
de los recursos debido a que la Ley de Say no es operativa (los salarios
nominales no pueden ajustarse a la baja sin afectar a la demanda agregada
para alcanzar el pleno empleo).
Este planteamiento supone un giro radical con respecto a la teoría
económica imperante previa a Keynes. Hasta entonces, para invertir había
que ahorrar y para ahorrar había que retrasar el consumo. Por este motivo,
toda restricción del consumo —que suponía en sí misma un cierto sacrificio
— por fuerza tenía que venir motivada por el intento de invertir el dinero de
algún modo que al agente le resultara de utilidad; ya fuera en contratar a
trabajadores, adquirir bienes de capital o, también, mantener el dinero en
forma de tesorería.
El ajuste de ahorro e inversión era visto como un proceso automático, lo
que no significaba, ni mucho menos, que estuviera libre de errores (no todos
los planes de inversión tenían por qué llegar a buen puerto). La rentabilidad
esperada de destinar bienes presentes a producir bienes futuros era comparada
por cada sujeto con el valor que atribuía a destinar alternativamente esos
bienes presentes a satisfacer sus necesidades presentes (lo que se denominaba
«preferencia temporal» o, más simple, «impaciencia»); si un sujeto valoraba
más la rentabilidad esperada de la inversión que una satisfacción más
inmediata de sus necesidades, entonces invertía (destinaba bienes presentes a
producir bienes futuros) y, al mismo tiempo y por esa misma decisión,
ahorraba (retrasaba la satisfacción de sus necesidades presentes para emplear
los recursos a la inversión).
Además, aquellos que disponían de bienes presentes y no sabían dónde o
cómo utilizarlos para producir bienes futuros podían prestárselos a aquellos
que sí sabían cómo y dónde emplearlos pero que no disponían de los bienes
presentes necesarios. Estos intercambios, arbitrados generalmente a través de
préstamos de dinero, se practicaban en los llamados mercados de capitales, lo
que permitía que la persona que ahorrara no fuera la que en última instancia
invirtiera. Así, dado que los primeros ponen el ingenio y los segundos los
medios, ambos tendían a repartirse la rentabilidad del negocio: el ahorrador
cobraba una cantidad que le compensara su preferencia temporal y el riesgo
incurrido (la rentabilidad mínima exigida por sus ahorros, también conocida
como «tipo de interés»), y el inversor se quedaba con el resto de beneficios
que excedieran esa compensación (a los que llamaremos beneficios
extraordinarios). En general, los beneficios extraordinarios eran simplemente
transitorios, ya que la rentabilidad de cada negocio tendía a igualarse a lo
largo y ancho de la economía, pues en caso contrario los agentes dejarían de
producir los bienes futuros con menor rentabilidad esperada para producir
aquellos otros con una mayor rentabilidad esperada.
Este era el modo en que la mayor parte de la profesión económica
veía grosso modo el ajuste entre ahorro e inversión antes de la llegada de
Keynes. Comprobamos que dentro de este paradigma es imposible invertir
aquello que no se ha ahorrado previamente, pues invertir es destinar un bien
presente a producir un bien futuro y ello supone renunciar a emplear ese bien
presente para satisfacer una necesidad presente (y eso es ahorrar); y, del
mismo modo, también es imposible ahorrar algo que no se esté invirtiendo,
pues incluso cuando los individuos se dedican simplemente a acumular
reservas de bienes presentes pasan a constituir unos inventarios a los que
esperan dar un uso productivo en un futuro más o menos lejano. De ahí que
nada impidiera considerar al dinero como un bien de capital (saldos de
tesorería dentro del balance empresarial) que, al atesorarse, se estaba
empleando como medio para producir bienes futuros. Y es que eso es
exactamente el dinero: una infraestructura para realizar intercambios rápidos,
ágiles y sin complicaciones en el presente y en el futuro. El dinero actúa o
como medio para acceder a los bienes presentes que necesitamos (medio de
cambio) o como medio para lograr con seguridad los bienes futuros que
necesitaremos (depósito de valor): al cabo, toda inversión en bienes de capital
distintos del dinero implica un mayor o menor riesgo, dado que no asegura la
disponibilidad del dinero en el futuro. El atesoramiento de éste, en cambio, sí.
Pero, como ya sucediera con la oferta, la demanda, el desempleo, el ahorro,
la inversión, la renta o la propensión a consumir, Keynes también tergiversó
el proceso por el cual el ahorro se transforma en inversión. En la teoría
clásica, el tipo de interés ostentaba un papel esencial a la hora de determinar
y coordinar los volúmenes de ahorro e inversión: si el ahorro caía, el tipo de
interés subía y la inversión se restringía; si la demanda de inversión
aumentaba, el tipo de interés subía y el ahorro aumentaba; si el ahorro
aumentaba, el tipo de interés caía y la demanda de inversión crecía; si el
ahorro se reducía, el tipo de interés se incrementaba y la inversión se ajustaba
a la baja. Este rol esencial del tipo de interés como coordinador del ahorro y
la inversión desaparece dentro del sistema keynesiano, pues la inversión se
iguala al ahorro a través de los cambios en la renta agregada; es decir, el tipo
de interés no determina el ahorro sino que sólo influye sobre la inversión
agregada y, de este modo, sobre la renta bruta (pp. 110-111).
Por eso, tal como pasaremos a estudiar a lo largo de este capítulo, el inglés
considera que los vasos que comunican el ahorro con la inversión se ven
frecuentemente obstaculizados, pues si bien hace depender la demanda de
inversión de la rentabilidad esperada de los proyectos y del tipo de interés,
luego no hace depender la oferta de ahorro de los factores que, como la
preferencia temporal o la aversión al riesgo, determinan ese tipo de interés (y
también, a largo plazo, merced a la competencia empresarial, la rentabilidad
de los proyectos). Si la inversión es incapaz de alcanzar niveles
suficientemente altos como para emplear a todos los recursos «ahorrados» de
la economía será porque o los empresarios no conocen o no se atreven a
emprender inversiones rentables, o porque el coste de obtener el capital
necesario para invertir —lo que él llamará «tipo de interés del dinero»— es
más elevado que la rentabilidad esperada de la inversión. En ambos casos, la
renta agregada se reducirá y el ahorro caerá hasta igualarse con la inversión.
Aunque más adelante volveremos sobre este punto, es importante resaltar
ya los importantísimos cambios que introduce el concepto del tipo de interés
de Keynes. Si, como sostenían los economistas anteriores al inglés, el tipo de
interés es el precio de los bienes presentes en términos de bienes futuros, que
éste supere a la rentabilidad esperada de las distintas inversiones sólo
indicaría que los tenedores de bienes presentes no están dispuestos a esperar
el tiempo suficiente como para que maduren esas inversiones; o mejor dicho,
que valoran más hacer un uso más temprano de los bienes presentes que la
exigua cantidad adicional de bienes futuros que podrán lograr si renuncian a
ellos temporalmente. En este contexto, el concepto keynesiano de desempleo
involuntario o desempleo con equilibrio carecería de sentido, pues a corto
plazo no habría inversiones adicionales que se pudieran realizar y los
recursos ociosos sólo podrían ser incorporados a los planes empresariales
existentes como creían tradicionalmente los economistas: rebajando la
cantidad de bienes presentes de que quieren disponer para aceptar participar
en la producción de bienes futuros.
Como veremos, Keynes sostuvo que cada bien tenía su propio tipo de
interés —entendido éste como el precio de ese bien en el presente con
respecto al precio de ese bien en el futuro; concepto que a su vez podría
equipararse con la eficiencia marginal del capital de producir hoy ese bien
para venderlo mañana— y que los distintos tipos de interés no podían
arbitrarse entre sí debido a que el dinero no podía producirse y, por tanto, su
tipo de interés regulaba el del resto de bienes al fijar el suelo hasta el que
podían caer. Si bien en breve retomaremos este asunto fundamental —una de
las auténticas piedras de toque de La Teoría General—, de momento basta
con que nos fijemos en que, si eso es así, podrá suceder que un tipo de interés
del dinero demasiado elevado haga que no sea rentable producir otros bienes
presentes para venderlos en el futuro, es decir, que no sea rentable invertir en
ningún bien de capital distinto a los saldos de tesorería.
Dos serán, pues, las circunstancias que para Keynes determinarán la
propensión a invertir: una será la denominada «eficiencia marginal del
capital», la otra, «el tipo de interés del dinero». En concreto, la demanda de
inversión aumentará hasta que la eficiencia marginal del capital se iguale con
el tipo de interés del dinero.

I. La eficiencia marginal del capital


El primer elemento del que hace depender Keynes la propensión a invertir
es lo que él llama eficiencia marginal del capital y que hoy se conoce más
popularmente como tasa interna de retorno (TIR): «Defino la eficiencia
marginal del capital como el tipo de descuento que hace iguales el precio de
oferta del bien y el valor de los rendimientos esperados de su explotación
durante su vida útil» (p. 135).
El concepto puede ser un poco difícil de entender para el lector profano,
pero es un asunto bastante simple. Un bien no tiene el mismo valor en
distintos momentos del tiempo: los bienes presentes son más valorados que
los bienes futuros y el precio que relaciona a unos con otros es el tipo de
interés. Podemos decir que 100 euros hoy equivalen a 102 mañana (tipo de
interés del 2%) o que 98,04 euros hoy equivalen a 100 euros mañana (tipo de
interés del 2%). Lo que Keynes está buscando es tan sólo el tipo de interés
que hace que el coste actual de un bien de capital sea igual a los rendimientos
futuros que generará.
Por ejemplo, si nos cuesta producir un bien de capital 100 um y ese bien de
capital genera unos beneficios de 70 um al cabo de un año y otras 70 um al
cabo de dos años, el tipo de interés que igualará los costes con los beneficios
(la eficiencia marginal del capital) será aproximadamente del 25% (70 um en
un año equivaldrán a 56 um hoy y 70 um dentro de dos años a unas 44 um
hoy).
La eficiencia marginal será, pues, la tasa de beneficio neta que obtendrá el
capitalista por adelantar su capital. En principio no habría mucho que oponer
al concepto de Keynes, salvo dos puntos. El primero, que el coste relevante
para calcularla no es sólo el de producción, sino según los casos el de
adquisición: aquellas personas que compren muy barato un bien de capital
que haya costado mucho más de producir lograrán un rendimiento que
derivará del precio de adquisición que han pagado, y no del coste que en su
momento tomó fabricarlo. El inglés prefiere hablar del coste de producción
tanto porque, como vimos, no considera la posibilidad de corregir y
reaprovechar los errores empresariales pasados, cuanto por una mera cuestión
de expectativas a largo plazo: las industrias alejadas del consumo sólo
producirán más bienes de capital si los rendimientos futuros esperados
compensan el coste de producción; en el resto de casos se mantendrán
ociosas y sin dar empleo a parte de los trabajadores. Pero si una industria está
adaptada a fabricar bienes de capital cuyo coste de oportunidad supera su
utilidad futura, lo que tendrá que hacer es reestructurarse para ser capaz de
fabricar otros bienes que sí sean intertemporalmente útiles.
Mas aquí nos topamos con el segundo error de Keynes con respecto a su
caracterización de la eficiencia marginal del capital. Como veremos más
adelante, el inglés piensa que puede haber casos en los que no sea rentable
producir ningún bien de capital, pues no entiende que su coste de producción
tenderá a converger con el valor presente de los rendimientos futuros del bien
de capital, descontados al tipo de interés de mercado: si la TIR de un activo
supera el tipo de interés, habrá un incentivo empresarial a producir gran
cantidad de esos activos, lo que incrementará su coste de producción y
reducirá sus rendimientos futuros hasta que la TIR determinada por ambos
sea igual al tipo de interés de mercado; si, en cambio, la TIR es inferior al
tipo de interés, ese activo dejará de producirse (lo que abaratará su coste o
incrementará los rendimientos futuros del resto de activos similares) y, de
hecho, pasará a venderse en el mercado a un descuento con respecto a sus
rendimientos futuros que, como mínimo, deberá ser igual al tipo de interés de
mercado (tipos de interés muy altos son el resultado de preferencias
temporales o aversiones al riesgo muy altas, lo que significa que los agentes
desean menos bienes de capital y más bienes de consumo).
Esta incapacidad de Keynes para entender el auténtico arbitraje y, sobre
todo, el auténtico fundamento del arbitraje entre la TIR y el tipo de interés de
mercado —la TIR expresa la rentabilidad por unidad de tiempo de una
inversión y el tipo de interés, el coste de oportunidad por unidad de tiempo—
es lo que le llevó a cometer varios errores de enjundia: por un lado, el de
creer que la eficiencia marginal del capital era una renta de la que se
apropiaban los capitalistas no por retrasar la satisfacción de sus necesidades y
por adelantarles a otros agentes bienes presentes para fabricar bienes futuros,
sino por limitar la producción de bienes de capital volviéndolos
artificialmente escasos; por otro, creyó que la eficiencia marginal tendería a
decrecer secularmente y a ubicarse de manera estructural por debajo del tipo
de interés, lo que obstaculizaría la inversión agregada necesaria para llegar al
pleno empleo.
En este sentido, Keynes consideraba altamente probable que la eficiencia
marginal del capital fuera decreciente a largo plazo y que oscilara
violentamente a corto plazo debido a dos características de la misma:

Rendimientos decrecientes del capital: Keynes


sostenía que a largo plazo, conforme haya más capital
acumulado, los beneficios irían progresivamente
reduciéndose por quedar menos oportunidades de
ganancia que explotar.44 Tal como veremos al final
del libro, este último es uno de los motivos por los
que Keynes esperaba que el volumen de inversión
tendiera a estancarse o a decrecer en las sociedades
más ricas y por lo que en algún momento futuro
llegaríamos a un mundo sin escasez de bienes de
capital y con una eficiencia marginal desplomada a
cero (pp. 375-376).
El estado de la confianza: El inglés planteaba que
cada agente debía efectuar sus estimaciones sobre qué
beneficios esperaba obtener con un determinado bien
de capital asignando una probabilidad a cada posible
rendimiento futuro. Sin embargo, para Keynes, el
inversor no sólo actuará en función de sus
estimaciones sobre el curso futuro de los
acontecimientos, sino también por la confianza que le
inspiren esas estimaciones (p. 148). Así, cuando los
agentes estén muy seguros de que alguno de los
escenarios futuros que han planteado será finalmente
cierto, «el estado de la confianza» será elevado y
cuando no les otorguen demasiado valor a sus
estimaciones, bajo. El estado de confianza será, por
tanto, uno de los determinantes clave de la inversión:
sólo cuando la eficiencia marginal esperada supere al
tipo de interés del dinero con una cierta «confianza»,
el inversor se mostrará dispuesto a iniciar un proyecto
empresarial. Por ello, Keynes pasa a analizar las
características y la evolución previsible de ese estado
de confianza. De entrada, el inglés afirma que nuestro
conocimiento a diez años vista es tremendamente
precario y que, por tanto, las inversiones a más
largo plazo que efectúa directamente un empresario
son en buena parte «una lotería» (p. 150), cuyo buen
resultado final no se basa tanto en haber estimado el
futuro de manera adecuada, sino en haber sido un
gerente lo suficientemente hábil como para capear en
todo momento los numerosos temporales que hayan
ido surgiendo. No obstante, las cosas cambian
notablemente con el moderno desarrollo de los
mercados financieros, donde es posible enajenar el
título de propiedad sobre un negocio (las acciones),
desligándose así la propiedad de la gestión. En estos
casos, de creciente importancia en nuestras
sociedades, el estado de la confianza se basa, de
acuerdo con Keynes, en una «convención» por la que
se supone «que el estado actual de las cosas
continuará de forma indefinida excepto cuando
tengamos buenas y concretas razones para esperar un
cambio», o sea, se asume que «la valoración que hace
el mercado, con independencia de cómo haya llegado
a ella, es correcta» (p. 152); así las cosas, para ilustrar
el cortoplacismo de los inversores, Keynes relata el
rumor de que, según «se dice», las acciones de las
compañías productoras de hielo cotizan más alto en
verano, cuando la demanda de esta mercancía es alta,
que en invierno, cuando es baja (p. 154). Además,
dado que todos los inversores en bolsa pueden
desprenderse de sus acciones en el momento en que
lo deseen, el único riesgo que tenderán a valorar será
no el de la buena o mala marcha futura del negocio
subyacente a la acción, sino el de que la convención
se altere súbitamente, esto es, el riesgo de que
aparezca nueva información acerca del «futuro
inmediato» (p. 153) que pueda afectar a la cotización
de la acción. Este proceso se verá realimentado, a su
vez, por todos aquellos especuladores que no se
dedicarán a anticipar los efectos de los cambios de
información sobre el valor de las acciones, sino a
anticipar la reacción de los inversores ante esa
información y, sobre todo, los efectos de la misma
sobre el precio de las acciones; o de otros
especuladores que intenten anticipar el
comportamiento de estos primeros especuladores que
trataban de prever la reacción de los inversores.45 No
es de extrañar, pues, que Keynes caracterice a la bolsa
como un «casino», cuyo acceso generalizado incluso
desea prohibir mediante elevadísimos impuestos y
comisiones.46 Es decir, para el inglés cualquier
perturbación importante de la información a corto
plazo puede romper la «convención» de que los
precios de mercado de las acciones son los correctos
y provocar variaciones muy importantes en los
mismos. El colapso del precio de las acciones
contraerá la nueva inversión, no sólo porque a los
agentes les será más conveniente comprar empresas
ya existentes que crear otras nuevas, sino porque
puede generar un colapso del estado de confianza y,
en este orden, de la eficiencia marginal del capital,
del volumen de inversión, de la demanda agregada,
de la demanda efectiva y del volumen de empleo.
Por estos dos motivos y otros de escasa relevancia dentro del marco de La
Teoría General,47 Keynes se mostraba bastante pesimista acerca de la
capacidad que tiene una economía libre para estabilizar la eficiencia marginal
del capital y con ella el volumen de inversión. Aun así, el inglés sí observa
que existen tres modelos de empresa que sirven de contrapeso a esta
potencial inestabilidad y cuya extensión debería servir para estabilizar la
eficiencia marginal del capital. Éstas son: inversiones a largo plazo cuyos
rendimientos están garantizados por contratos de larga duración (por ejemplo,
contratos de alquiler o suministro), empresas de servicio público que gozan
de un cierto monopolio legal y cuya ventaja comparativa está por tanto
asegurada (por ejemplo, las eléctricas) y, sobre todo, la inversión pública que
emprenden las autoridades «a la vista de su supuesta ventaja social,
cualquiera que pueda ser su rentabilidad comercial y sin tratar de que su
rendimiento matemático esperado sea por lo menos igual al tipo de interés»
(p. 163); es decir, la obra pública superflua y redundante.
Frente a la opinión bastante extendida hoy en día de que Keynes atribuía
gran importancia a las reducciones de los tipos de interés del dinero para
lograr estabilizar el volumen de inversión, él mismo se encarga de aclarar que
por muy bajo que éste sea, si la eficiencia marginal del capital es muy volátil,
el volumen de inversión también lo será. De ahí que el mecanismo de ajuste
principal que favoreció Keynes en su La Teoría General no fueran tanto las
políticas monetarias expansivas cuanto las políticas fiscales muy
expansivas en toda fase de la coyuntura económica, pues el problema
esencial no era salir de las depresiones económicas, sino mantener un
volumen de inversión pública suficiente como para cubrir el secularmente
creciente diferencial entre la demanda efectiva compatible con el pleno
empleo y el consumo agregado:
Soy ahora un tanto escéptico acerca de las posibilidades de éxito de una
política puramente monetaria dirigida a regular el tipo de interés y espero
ver al Estado, que está en condiciones de poder calcular la eficiencia
marginal del capital con criterios de largo plazo y conveniencia social,
asumir una responsabilidad cada vez mayor en la organización directa de la
inversión de capital, ya que, probablemente, las fluctuaciones en las
estimaciones que hace el mercado de la eficiencia marginal de los distintos
capitales son demasiado grandes para que podamos compensarlas gracias a
modificaciones, a nuestro alcance, en el tipo de interés (p. 164).
Pese a ello, como luego veremos, el inglés nunca fue capaz de
desembarazarse por entero de su obsesión por reducir los tipos de interés, a
cuyo manejo por parte de los bancos centrales atribuyó buena parte de la
responsabilidad en la consecución del pleno empleo.
En cualquier caso, todo este análisis de Keynes sobre la inestabilidad de
una eficiencia marginal del capital tendente a reducirse a largo plazo adolece
de graves taras en su descripción. Empezando por lo más evidente, la idea de
que la progresiva acumulación de capital necesariamente conduce a una
eficiencia marginal decreciente brota de una concepción previa de los bienes
de capital que Keynes no explicita y que es en esencia errónea.
A saber, para que la eficiencia marginal del capital sea decreciente
conforme más bienes de capital se hayan acumulado deben suceder dos cosas
a la vez: uno, que el coste de producción de los bienes de capital existentes
no pueda reducirse con la inversión en nuevos bienes de capital; dos, que los
rendimientos que logren los bienes de capital adicionales sean siempre
iguales o inferiores a los que lograban los bienes de capital existentes.
En cuanto a lo primero, parece claro que no todos los bienes de capital se
dedican a producir bienes de consumo, sino que muchos de ellos, la mayor
parte incluso, se destinan a fabricar otros bienes de capital. Nada impide,
pues, que una mayor acumulación de capital, entendida como la utilización
durante más tiempo de procesos de producción que impliquen más bienes de
capital, logre abaratar los costes de producción de otros bienes de capital y,
por consiguiente, incremente la eficiencia marginal del capital. Sólo
partiendo de la base de que el coste de producción del equipo de capital es
inamovible (o creciente) se puede llegar a la conclusión de que más bienes de
capital traerán menores rendimientos agregados del capital en el futuro.
En cuanto a lo segundo, Keynes parece estar suponiendo que los nuevos
bienes de capital siempre se dirigirán a satisfacer unas necesidades menos
valoradas que las de los bienes de capital existentes: dado que los primeros
bienes de capital se destinarán a colmar las necesidades más urgentes y
valiosas, los segundos sólo podrán emplearse para fines progresivamente
menos útiles. En el fondo, lo que viene a decir el inglés es que todo bien de
capital compite con todo bien de capital, de modo que los rendimientos de
cada uno de ellos serán cada vez menores.
No obstante, y en contra de lo que opina Keynes, lo cierto es que los bienes
de capital también pueden cooperar entre sí, sirviendo unos para producir
otros o utilizándose conjuntamente para fabricar un tercer bien. En general, es
evidente que prácticamente todo bien de capital coopera con otros bienes de
capital: la mesa de escritorio se utiliza conjuntamente con la silla, el
ordenador con la impresora, el bisturí con la sala de quirófano, los inventarios
de mercancías con los almacenes, los surtidores de gasolina con los vehículos
o las carreteras… Las situaciones de complementariedad entre bienes de
capital son tan o más abundantes que las de sustitución, lo que significa que
la creación de nuevos bienes de capital puede perfectamente revalorizar parte
de los antiguos bienes de capital al ser capaces de fabricar sinérgicamente una
mayor cantidad de bienes de consumo futuros.
Esto será especialmente cierto cuando la inversión en un determinado bien
de capital sólo resulte rentable a partir de la existencia de cierto volumen
mínimo de bienes de capital complementarios. Por ejemplo, si en una zona
sólo hay un automóvil, es evidente que no resulta rentable construir una
autopista; en cambio, si hay varios millones de vehículos, esa autopista pasa a
ser rentable. Por consiguiente, un incremento en la cantidad de automóviles
aumentará los rendimientos esperados de la autopista (y de este modo su
eficiencia marginal del capital esperada) y, a su vez, la construcción de la
autopista abaratará el coste de transporte por vehículo (aumentando la
eficiencia marginal de utilizarlos). Así pues, dado que la mayoría de bienes
de capital son parcialmente indivisibles (no podemos construir mini
autopistas para cada vehículo), sólo saldrá a cuenta fabricarlos cuando haya
suficientes bienes de capital complementarios: a más bienes de capital,
nuevas oportunidades de inversión.
En definitiva, la complementariedad y la indivisibilidad de los bienes de
capital justifican que su eficiencia marginal no decrezca permanentemente
con su volumen. Sólo si todos los bienes de capital fueran sustitutivos o
perfectamente divisibles, la hipótesis de Keynes tendría alguna verosimilitud.
La cuestión es cómo pudo ser que Keynes no se diera cuenta de algo tan
evidente y asumiera que la eficiencia marginal del capital estaba condenada a
decrecer de manera secular. Una posible explicación es que el inglés
asumiera (aunque muchas veces explicitara lo contrario) que todos los bienes
de capital son homogéneos (es decir, que una cafetera prestaba las mismas
funciones que un ferrocarril), de manera que por necesidad todo el equipo de
capital compite entre sí. Otro de los errores que pudo inducirle a asumir que
la eficiencia marginal del capital era decreciente se encuentra en la equívoca
caracterización de la naturaleza del capital que efectúa en el capítulo 16. El
inglés afirma que «la única razón por la que un activo proporciona, a lo largo
de su vida, un rendimiento que se espera sea superior a su precio inicial de
oferta es porque resulta escaso y lo sigue siendo como consecuencia de la
competencia que supone la existencia del tipo de interés del dinero. Si el
capital llegara a ser menos escaso, entonces su rendimiento disminuiría sin
que por ello pudiera decirse que su productividad, en sentido material, haya
disminuido» (p. 213).
Fijémonos en que, para Keynes, la escasez del capital se define en función
de la existencia de un dinero que puede atesorarse (y que, por tanto, pueda
exigir un interés monetario que le induzca a dejar de ser atesorado); el capital,
por mucho de él que se acumule, no llegará a ser sobreabundante mientras
exista un depósito de valor líquido como el dinero. O dicho de otro modo,
como para trasladar bienes o renta del presente al futuro los ahorradores no
están forzados a invertir sino que tienen la opción de atesorar el dinero, éstos
son capaces de exigir unos rendimientos futuros por encima del coste de
producción del bien de capital: «Siempre hay una alternativa a la propiedad
de bienes de capital reales que es la propiedad de dinero y de promesas de
pago, de forma que el rendimiento esperado por los productores de nuevos
bienes de capital no puede caer nunca por debajo del patrón establecido por el
tipo de interés corriente y, como ya hemos visto, el tipo de interés corriente
no depende de la intensidad de nuestro deseo de conservar riqueza, sino del
deseo de conservarla en forma líquida» (pp. 212-213). De ahí que el inglés,
como comprobaremos más adelante, propugne la penalización del
atesoramiento de dinero y la limitación de la remuneración de los
empresarios en función del riesgo asumido y de su pericia particular.
Pero Keynes yerra de nuevo al olvidar que toda inversión supone
un intercambio entre bienes presentes y bienes futuros y en la medida en
que los seres humanos valoran más satisfacer sus necesidades antes que
después sólo estarán dispuestos a renunciar a una cierta cantidad de bienes
presentes a cambio de una mayor cantidad de bienes futuros. Por ejemplo, un
activo que dentro de un año proporcione un pago único de 100 um no se
venderá jamás en la actualidad por 100 um, sino por una cantidad inferior,
pues los agentes valorarán más 100 um hoy que 100 um mañana: y es que las
100 um pueden gastarse hoy mismo en adquirir bienes de consumo presentes
que satisfagan necesidades actuales o pueden atesorarse y gastarse mañana en
bienes futuros con completa seguridad. En definitiva, no es verosímil que
nadie renuncie a controlar recursos durante un tiempo a cambio de nada y, en
este sentido, bien puede afirmarse que el tipo de interés (o gran parte del
mismo) es el precio del tiempo (del tiempo durante el que se renuncia a la
disponibilidad de recursos) y del riesgo incurrido.
Obviamente, sin embargo, si no resulta posible atesorar dinero y la única
forma de traspasar renta del presente al futuro es invertir en activos
(incluyendo el préstamo de dinero), los agentes podrían, en ciertas
circunstancias, verse forzados a invertir renunciando a percibir una
rentabilidad sobre su capital e incluso asumiendo pérdidas sobre el mismo; es
decir, la supresión del dinero como depósito de valor sí permitiría eliminar la
rentabilidad del capital, pues a los ahorradores no les quedaría otra vía para
acumular valor de cara al futuro. Pero esto, lejos de significar el fin de la
escasez de bienes de capital, constituiría todo un expolio al capitalista que
desincentivaría enormemente el ahorro de los agentes, volviendo los bienes
de capital mucho menos abundantes.
Además, sin la guía de la rentabilidad sobre el capital resulta imposible
discriminar entre proyectos empresariales que generan valor a lo largo del
tiempo y proyectos que no lo hacen, pues precisamente los tipos de interés
nos indican cuál es el llamado coste del capital (o, mejor dicho, el coste del
tiempo y del riesgo) a la hora de utilizar los recursos. De hecho, aunque,
como más adelante veremos, Keynes sí se muestra partidario de remunerar el
riesgo incurrido y la especialización empresarial, sin remuneración del capital
por unidad de tiempo es imposible conocer si en cada momento estamos
dedicando los recursos a sus usos más valiosos. Por ejemplo, ¿cómo
discriminar entre dos proyectos de muy distinta duración? ¿Es preferible un
proyecto empresarial que proporciona bienes de consumo en un año a otro
que los proporciona en 10 ó 100 años? La rentabilidad del capital y el tipo de
interés sí nos proporcionan este tipo de información: si la rentabilidad anual
del proyecto a 100 años supera a la del proyecto que madura en un año y,
además, al tipo de interés anual a 100 años, el proyecto empresarial a 100
años será preferible al de a un año. Dicho de otra manera, para elegir un
proyecto sobre el otro no basta con que el proyecto que madura a 100 años
sea más productivo física o monetariamente que el proyecto que madura en
un año (lo cual sucederá prácticamente siempre), sino que los ahorradores
han de estar asimismo dispuestos a esperar 100 años para consumir y, como
es obvio, sólo lo estarán si se les compensa adecuadamente la desutilidad que
se deriva de diferir la satisfacción de sus necesidades durante un siglo (y la
compensación es el tipo de interés).
Keynes claramente no entiende la interrelación entre la demanda de bienes
de consumo, el ahorro a cada uno de los plazos temporales, la rentabilidad del
capital por unidad de tiempo y los distintos tipos de interés cuando afirma
que: «Si el tipo de interés fuera cero, habría un intervalo óptimo de tiempo,
para el cual los costes laborales serían mínimos, entre la fecha promedio en la
que se comienzan a invertir los factores y aquella en la que desea consumir su
producción: un proceso más corto de producción sería técnicamente menos
eficiente y otro largo podría serlo también como consecuencia de los mayores
costes de almacenamiento y de deterioro (…). Por lo tanto, incluso si la tasa
de interés es cero, existe un límite estricto a la parte de la demanda futura de
los consumidores que puede fabricarse de manera anticipada» (pp. 216-217).
En verdad, si, por ejemplo, los consumidores desean con mucha intensidad
adquirir ciertos bienes dentro de cinco años, el ahorro a plazos superiores a
cinco años será muy escaso, de modo que los tipos de interés a más de cinco
años serán más elevados que la rentabilidad que pueda lograrse en
inversiones a más de cinco años. Si el tipo de interés fuera del 0% para todos
los plazos de tiempo, ello significaría que los consumidores serían
indiferentes entre consumir ahora o en cualquier otro momento del futuro,
por lo que el plazo de las inversiones se prolongaría mientras éstas fueran
capaces de generar un mayor valor futuro para los consumidores, por mínimo
que fuera. Y como la acumulación de capital y la inversión en I+D siempre es
capaz de generar a largo plazo una mayor cantidad y calidad de bienes de
consumo, el período de inversión se prolongaría indefinidamente. Son la
preferencia temporal y la aversión al riesgo, el hecho de preferir los bienes
presentes y seguros a los futuros e inciertos, lo que pone coto a la extensión
ilimitada de la inversión y reinversión del capital.
En definitiva, dado que Keynes se equivoca en su comprensión de la
naturaleza del interés, asunto sobre el que volveremos en el epígrafe
siguiente, también yerra a la hora de caracterizar el valor de los bienes de
capital y de pronosticar que su rendimiento irá disminuyendo conforme se
vayan acumulando, pues el rendimiento de éstos se justifica en última
instancia por los mismos motivos por los que se explica el interés de los
préstamos de dinero: la diferencia de valor entre su coste de producción o
adquisición y sus rendimientos futuros vendrá dada por el coste del capital
(tipo de interés) para tales plazos de tiempo y niveles de riesgo.
En el Gráfico 1, de hecho, podemos ver la relación entre la inversión anual
acumulada (que sirve de aproximación para el capital acumulado) y los
beneficios agregados en la economía estadounidense. Observamos que la tasa
de ganancias se ha mantenido fundamentalmente estable entre el 6% y el 8%
a lo largo de los últimos 50 años pese a que el capital se ha multiplicado
nominalmente por 30. Y de no ser por las fuertes expansiones del crédito que
se han vivido durante estas cinco décadas, es muy probable que la tasa de
ganancias hubiese estado anclada en rangos aún más estrechos, lo que sólo
refleja una cierta estabilidad a largo plazo en la preferencia temporal y en la
aversión al riesgo del conjunto de los agentes (los dos elementos que
determinan en lo esencial los tipos de interés).
GRÁFICO 1
STOCK DE CAPITAL NETO Y TASA DE GANANCIAS EN EE.UU.
Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del Bureau of Economic
Analysis.
Por consiguiente, desde un punto de vista agregado no existe ninguna
tendencia a que la eficiencia marginal del capital decrezca, sino que se
mantiene aproximadamente ligada al rendimiento que compensa a los
ahorradores por su preferencia temporal y aversión al riesgo. En verdad, sólo
habría un supuesto en el que el rendimiento del capital se volvería cero:
cuando la escasez de los bienes de consumo desapareciera. Únicamente en
ese caso, cuando todos los bienes de consumo fueran por siempre tan
superabundantes para todo el mundo que su precio cayera a cero, el precio de
los bienes de capital también se volvería cero. Sin embargo, si hubiese alguna
persona cuyas necesidades todavía no se encontraran satisfechas con las
actuales disponibilidades de bienes de consumo o si esas disponibilidades
fueran a escasear más adelante con respecto a las necesidades futuras,
entonces parte de los bienes de capital retendría su valor y su rentabilidad.
Pero ese escenario de superabundancia no parece conjugarse demasiado bien
ni con la época de Keynes ni con la nuestra.
Pese a lo insostenible de la hipótesis de que a eficiencia marginal
del capital decrece a nivel agregado, el resto de teorías del inglés podrían
mantenerse en pie apelando a que la incertidumbre a la que se enfrenta cada
inversor individual hace que la eficiencia marginal del capital oscile en forma
de ciclos de auge y depresión que arrastran al resto de la economía y
desaniman la inversión a largo plazo. El paradigma de esos ciclos de auge y
depresión serían las fluctuaciones vividas diariamente en la bolsa, donde,
según el inglés, la incapacidad de los agentes para anticipar el futuro los
fuerza a concentrarse en las informaciones que afectan o han afectado a la
empresa a corto plazo, suponiendo por «convención» que esa situación se
mantendrá en el largo plazo. La eficiencia marginal del capital estará, por
consiguiente, sometida a una potencial volatilidad derivada de los variables
juicios de los inversores que, a su vez, se verá realimentada por la labor de
unos especuladores que, al tratar de anticipar la reacción de los inversores,
refuerzan los movimientos desestabilizadores de la eficiencia marginal. Es
decir, la explicación keynesiana de la deficiente demanda de inversión (y por
tanto de la deficiente renta bruta y del empleo) podríamos atribuirla al
fluctuante estado de la confianza.
Mas, de entrada, resulta dudoso que la eficiencia marginal del capital
esperada por los inversores sea muy volátil por el simple hecho de que las
estimaciones de los inversores sobre los rendimientos a muy largo plazo les
merezcan escasa confianza. Recordemos que en el capítulo 2 ya explicamos
que las actuales expectativas a largo plazo son el resultado de la continua y
progresiva adaptación a la realidad de las anteriores expectativas a largo
plazo, de modo que, a menos que aparezca una información nueva y
revolucionaria (lo que en ocasiones puede suceder; es el caso de los llamados
«cisnes negros»), los cambios en las expectativas y en el comportamiento de
los agentes serán mucho menos violentos, caprichosos y arbitrarios de lo que
quiere dar a entender el inglés. De hecho, para favorecer esta continuada
adaptación a las nuevas circunstancias, el empresario puede optar por
protegerse de la obsolescencia no prevista de su equipo de capital con
amortizaciones superiores a la depreciación física, precisamente la práctica
contable que como ya hemos visto Keynes criticaba con energía. La rápida
amortización del equipo de capital permite al empresario cubrir todo el coste
de la inversión durante sus primeros años de vida; dado que, en lugar de
repartir dividendos a los accionistas con base a unos beneficios
extraordinarios que no tienen en cuenta el riesgo de cambios bruscos en el
medio plazo, se amortiza el equipo de capital lo antes posible, el empresario
puede o bien ir adquiriendo año a año las nuevas inversiones que juzgue más
rentables de cara al futuro cercano (logrando una adaptación progresiva y
continua al futuro) o constituir reservas de tesorería o activos líquidos que le
permitan adaptarse repentinamente a los cambios bruscos gracias a la
posibilidad de adquirir los bienes de capital que necesita. Evidentemente, si
una vez los bienes de capital estén plenamente amortizados éstos continúan
arrojando beneficios, toda la renta adicional que generen podrá destinarse a
repartir dividendos sin riesgo alguno a que las inversores pasadas queden de
repente obsoletas.
En este sentido, por tanto, la costumbre empresarial de dotar
amortizaciones por encima de la depreciación física del equipo de capital
tiende a estabilizar la eficiencia marginal del capital, al otorgar a los
empresarios, en el presente, la confianza de que serán capaces de adaptar sus
inversiones a los cambios futuros que hoy no sepan prever. No se trata tanto
de saber hoy que con un equipo de capital dado seremos capaces degenerar
beneficios dentro de 10 ó 20 años sino de que ese equipo de capital nos
proporcionará los medios para ir reinventándonos y seguir generando
beneficios dentro de 10 ó 20 años; un rendimiento sobre el capital invertido
que a largo plazo será bastante estable porque, salvo casos de proezas
empresariales que siempre sepan estar cuatro pasos por delante de todos
sus competidores y logren sostenidamente beneficios extraordinarios, ese
rendimiento vendrá dado por la preferencia temporal y la aversión al riesgo
(de un modo similar a lo que sucede, como ya hemos visto, en el conjunto de
la economía).
La situación no se modifica obviamente por el hecho de que el título de
propiedad sobre la empresa (es decir, sobre el equipo de capital situado bajo
una perspicaz dirección empresarial) sea negociable en un mercado de
valores. La misma perspectiva empresarial (o «espíritus animales», tal y
como los llama Keynes) puede prevalecer cuando un individuo adquiere
bienes de capital para gestionarlos por sí mismo que cuando adquiere bienes
de capital para que se los gestione otro. Al fin y al cabo, la selección y
adquisición de acciones puede concebirse perfectamente como un negocio
empresarial (gestión patrimonial) e incluso como una estrategia para tomar el
control e influir sobre la gestión de la empresa (el llamado control investing).
Keynes presupone que todos los inversores en el mercado bursátil son
inversores minoritarios, pasivos y cortoplacistas que se desentienden de
dirigir la compañía o que son incapaces de analizar los planes y objetivos a
largo plazo del equipo directivo; pero en los modernos mercados bursátiles es
evidente que no todos los inversores son de este tipo y que, además, no son
los inversores minoritarios, pasivos y cortoplacistas quienes ejercen una
mayor influencia, en el medio y largo plazo, sobre la cotización de las
acciones, por motivos que desarrollaremos después. A este respecto, y para
ilustrar la arbitrariedad de los movimientos del mercado bursátil, Keynes
alude al rumor de que las compañías de hielo se revalorizan más en verano
que en invierno; un rumor que era falso entonces48 y sigue siendo falso en
nuestros tiempos: como muestra, basta con tomar el botón del fondo de
inversión canadiense Artic Glacier Income Fund, que invierte precisamente
en la producción y distribución de hielo envasado.
Como podemos ver en el Gráfico 2, en seis de los once años considerados,
las acciones se revalorizaron más (o se depreciaron menos) desde finales de
verano (22-23 de septiembre) hasta finales de invierno (20-21 de marzo) que
desde finales de invierno a finales de verano. No existe, pues, ninguna
tendencia clara a que las cotizaciones suban más en verano que en invierno:
la distribución de probabilidad se asemeja más bien a la de lanzar una
moneda al aire; y, en caso de haber alguna tendencia predominante, sería
justo la contraria a la sugerida por Keynes.
En cualquier caso, el inglés trata de justificar su sesgada visión sobre el
cortoplacismo de los agentes argumentando que es prácticamente imposible
que el inversor acuda al mercado bursátil con perspectiva a largo plazo por
cuatro motivos: a) invertir a largo plazo supone mayores costes y riesgos que
la inversión a corto plazo,49 b) hay un impulso natural a buscar los beneficios
inmediatos,50 c) el inversor a largo plazo tiene grandes dificultades para
apalancarse51 y d) la inversión a largo plazo es más duramente criticada por
la opinión pública que la inversión a corto.52
GRÁFICO 2
VARIACIÓN SEMESTRAL DE ARTIC GLACIER INCOME FUND
Fuente: TSE Canadá.
Una simple lectura de la exposición de Keynes debería servirnos para
darnos cuenta de que sus motivos sobre por qué la inversión a largo plazo no
prevalecerá sobre la inversión especulativa a corto plazo se contradicen en
gran medida. No sólo porque si los especuladores a corto plazo pueden
apalancarse y los inversores a largo plazo no, los primeros tenderán a asumir
un riesgo mucho mayor que los segundos (de modo que la inversión
especulativa y a corto será más arriesgada que la inversión a largo), sino por
algo más esencial: si las compras que hacen los especuladores se
basan sólo en las muy volátiles expectativas de los agentes (en una
convención que puede quebrar en todo momento), cualquier cambio en esas
expectativas puede provocar pérdidas irrecuperables en su inversión; en
cambio, si los inversores a largo plazo se desentienden de las oscilaciones a
corto plazo de las cotizaciones bursátiles y tratan de anticipar cuál tenderá a
ser el precio futuro de una acción en función de sus rendimientos esperados
(o sea, según los beneficios que genere la empresa subyacente a la acción
merced a la excelente gestión empresarial de su equipo directivo), cambios
transitorios en las expectativas serán sólo pérdidas recuperables a medio
plazo en la inversión e incluso oportunidades para adquirir un mayor número
de acciones a un mejor precio.
Así, y siguiendo la terminología de una de las más importantes escuelas de
inversión que empezó a desarrollarse precisamente unos pocos años antes de
que Keynes publicara La Teoría General,53 podemos distinguir entre «precio
de la acción» y «valor intrínseco de la acción». El primero coincide con su
cotización presente y el segundo con la cotización previsible a largo plazo
según los rendimientos esperados (el valor descontado de sus flujos libres de
caja futuros). En este sentido, la actividad de los especuladores consistiría en
comprar y vender acciones según las caídas y subidas esperadas en sus
precios a corto plazo; mientras, los inversores a largo tratarían de comprar
acciones a precios presentes inferiores a valores intrínsecos presentes.
Por ejemplo, si el precio de una acción es 20 y su valor intrínseco 10, el
especulador comprará a 20 siempre que crea que la euforia irracional del
resto de los agentes conducirá la cotización a 22. Pero el inversor a largo no
adquirirá esa acción a menos que su precio se sitúe por debajo de 10. Por ello,
si el especulador compra la acción a 20 e inmediatamente después cae a 15,
es probable que nunca recupere esas pérdidas, pues en todo caso el precio de
la acción tenderá a aproximarse a 10. En cambio, si un inversor a largo
compra a 8 y la acción cae a 5, sabe que a largo plazo tenderá a ascender a 10
(es decir, en todo caso, la reducción del precio de la acción es un incentivo a
adquirir más acciones).
El valor intrínseco de una acción puede calcularse haciendo predicciones
sobre los beneficios o flujos de caja futuros, pero también analizando la
calidad de los activos actuales que componen la empresa cuyas acciones se
están adquiriendo. En otras palabras, el inversor a largo que emplee las
técnicas de la inversión en valor puede no verse obnubilado por su
incapacidad para predecir los flujos de caja dentro de 20 años si considera
que el precio de las acciones cotiza con enormes descuentos en relación con
unos activos ya existentes que poseen una enorme calidad y que le permitirán
al equipo directivo obtener consistentemente los recursos que necesita para ir
adaptándose a las nuevas circunstancias del mercado.
Al adquirir acciones a un precio mucho menor a su valor intrínseco, los
inversores a largo se protegen frente a la incertidumbre, pues poseen un
«margen de seguridad» (un colchón de valor) con el que cubrirse ante
acontecimientos futuros no previstos y ante sus propios errores de
cálculo; margen de seguridad del que no dispone un especulador que adquiere
acciones infladas de precio por la simple expectativa de que otros
especuladores pagarán un precio aun mayor por las mismas.
De ahí que inevitablemente, y en contra de lo que creía Keynes, la
especulación pueda ser mucho más arriesgada que la inversión a largo, pues
en la primera tienden a producirse pérdidas irrecuperables de capital y en la
segunda no. Esta intuición teórica viene, además, avalada por los hechos. La
volatilidad del precio de las acciones es enorme a corto plazo, pero tiende a
reducirse a márgenes positivos en el largo plazo.
En el Gráfico 3 podemos comprobar que a lo largo de dos siglos, no ha
habido un período de 20 años en el que la bolsa estadounidense no se haya
revalorizado, en términos reales, como mínimo a una media del 1% anual, un
rendimiento superior al de la deuda pública a corto y a largo plazo. En
cambio, en un solo ejercicio las pérdidas de invertir en bolsa han llegado a
rozar el 40%.
GRÁFICO 3
RENTABILIDAD MÁXIMA Y MÍNIMA POR AÑOS DE
CONSERVACIÓN
DEL ACTIVO EN EE.UU. (1802-1997)

Fuente: Jeremy Siegel. 1998. Stocks for the Long Run. New York:
McGraw-Hill.
Y si, en contra de lo que suponía Keynes, la inversión a largo no es más
arriesgada que la especulación a corto, tampoco parece razonable suponer
que resulte más costosa, pues la especulación, consistente en realizar
numerosas operaciones de compraventa en plazos muy breves de tiempo,
tiene que hacer frente a mayores gastos, como las comisiones de corretaje o
los eventuales impuestos sobre las plusvalías percibidas. Lo cual no significa
que encarecer todavía más la especulación a corto plazo sea inocuo: Keynes
propone un impuesto sobre las transacciones bursátiles que previsiblemente
se articularía como un porcentaje sobre la transacción de compraventa de
acciones (con algunos matices, esto es lo que propone ese impuesto de
inspiración keynesiana que es la Tasa Tobin). Por reducido que fuera ese
impuesto (por ejemplo, un 1% del importe de la acción), muchas
transacciones especulativas destinadas a estabilizar los movimientos de
precios en unos márgenes bastante estrechos y, por tanto, con una
rentabilidad muy baja, dejarían de realizarse, lo que acarrearía una mayor
fluctuación en los precios de las acciones. Concretamente, la labor de
muchos market makers (los que compran cuando hay una acumulación
transitoria de órdenes de venta y los que venden cuando hay una acumulación
transitoria de órdenes de compra) y de muchos traders que emplean el
análisis técnico (que estabilizan los precios dentro de sus rangos históricos)
dejaría de ser rentable, con lo que los activos bursátiles se volverían mucho
menos negociables y, al tiempo, desaparecería uno de los mecanismos que
permite discriminar los movimientos de precios relevantes de los irrelevantes
(tal como apuntamos en el capítulo 2). Es decir, con la propuesta de Keynes,
la parte más estabilizadora de la especulación (market makers y muchos de
los traders) dejaría de operar y la parte más desestabilizadora (pánicos y
burbujas, cuyas pérdidas o ganancias esperadas son tan grandes que en
ningún caso se verían contenidos con un impuesto del 1%) seguiría
campando a sus anchas, lo que, en definitiva, haría más arriesgada la
inversión bursátil (a corto y a largo plazo) y reduciría la canalización del
ahorro a través de este mercado.
Tampoco puede sostenerse que el impulso natural a lograr beneficios a
corto plazo supone un obstáculo insalvable para invertir a largo plazo. Si el
beneficio que promete la inversión a largo en relación con el riesgo que debe
asumirse a tal plazo es lo suficientemente elevado frente al que promete la
especulación a corto, los instintos tenderán a reprimirse del mismo modo en
que muchos agentes reprimen sus ansias de consumir en el presente a cambio
de una mayor renta en el futuro.
Aduce también Keynes que el inversor a largo tiene grandes dificultades
para apalancarse, pues la depreciación de sus acciones lo obligaría a tener que
aportar mayor capital cuando el préstamo recibido esté garantizado por esa
cartera de valores. Es cierto que los bancos siempre han exigido y
previsiblemente seguirán exigiendo que las acciones garanticen en todo
momento un determinado porcentaje del préstamo, de modo que, en caso de
merma significativa en su valor, exigen mayores garantías al deudor (los
llamados margin calls). Ahora bien, Keynes no menciona —en algunos casos
porque en su época todavía no existían, en otros por desconocimiento—
algunos instrumentos y estrategias financieras que permiten a los inversores a
largo plazo apalancarse tanto o más que los especuladores a corto.
En primer lugar, unos quince años después de publicada La Teoría
General empezaron a practicarse las operaciones conocidas como «recompras
apalancadas de acciones», en las que algún inversor —generalmente el propio
equipo directivo de la empresa— se endeudaba para adquirir la totalidad o
práctica totalidad de las acciones de la compañía, garantizando esa deuda con
los activos de la firma y repagándola a través de sus beneficios futuros. Las
recompras apalancadas de acciones, aparte de generar beneficios fiscales
reduciendo la base imponible del impuesto sobre sociedades, suelen provocar
que las acciones de la empresa dejen de cotizar en los mercados y pasen a
integrar el patrimonio privado de los inversores apalancados (es lo que se
conoce como OPA de exclusión). En otras palabras, dado que las acciones
dejan de cotizar, no habrá oscilaciones en su valor ni presión sobre el deudor
para que aporte mayor capital; la operación prosperará o se frustrará al
margen de la bolsa, pasando a depender exclusivamente de los flujos de caja
que sea capaz de generar la propia empresa.
En segundo lugar, Keynes no menciona un instrumento financiero
ya existente en su época y que permite a los inversores a largo plazo
apalancarse incluso en mayor medida que a través de un préstamo bancario:
las opciones de compra de acciones. Las opciones son derechos a comprar
una acción a un determinado precio a lo largo de un período de tiempo que
puede alcanzar incluso los cinco años. El precio de estas opciones, que
depende entre otros factores del plazo y del precio de ejercicio de las mismas,
suele ser una fracción del de la acción al que dan derecho a comprar, lo que
permite, con un mismo capital, adquirir muchos más derechos que acciones.
Por ejemplo, supongamos una opción a dos años que permite comprar a 6 um
una acción que hoy cotiza a 5 um y que esperamos que suba a 8 um. El precio
de mercado de esa opción es de 0,5 um. Eso significa que con un capital de
10.000 um podríamos adquirir o 2.000 acciones o 20.000 opciones, de modo
que, si se cumplen nuestras expectativas, lograríamos o un beneficio de 6.000
um —si hemos comprado las acciones— o de 30.000 um —si hemos
comprado las opciones—. Dicho de otra manera, adquirir las opciones sería
equivalente a pedir un préstamo de 50.000 um a dos años con el que comprar
las acciones, con la diferencia de que las eventuales depreciaciones que
experimente la acción no nos obligarían a aportar más capital como garantía
(y de que no pagaríamos intereses).
Por último, tampoco tiene demasiado sentido la afirmación de que la
opinión pública ve con mejores ojos la especulación a corto plazo que la
inversión a largo, sobre todo en una época en la que no es infrecuente la
demonización del especulador. En realidad, y en todo caso, el público
lego tenderá a valorar más positivamente la especulación a corto plazo
exitosa que la inversión a largo plazo transitoriamente fracasada, aunque
estos efectos se difuminarán en el historial de éxitos (el llamado track record)
de ese inversor: en general, no cabe esperar que el público observe con
desconfianza al inversor a largo plazo que acredita un historial de éxitos
muy importante, pues será vox populi que la depreciación coyuntural de su
cartera de valores muy probablemente revertirá en poco tiempo; tan ha sido
así que prácticamente todos los inversores afamados posteriores a Keynes
han sido inversores a largo plazo (Warren Buffett, Benjamin Graham, Peter
Lynch, Philip Fisher, John Templeton, Carl Icahn, Seth Klarman, Bruce
Berkowitz, John Neff, etc.). Y, en todo caso, aunque el público vituperara
siempre a los inversores a largo, las críticas no tienen por qué hacer mella en
el inversor individual convencido de la calidad de las acciones que
haadquirido —del negocio subyacente a ellas—, pues, de hecho, las más de
las veces sus opiniones irán en contra del sentir mayoritario de los agentes,
motivo por el cual a una parte de esos inversores se les
conoce como contrarian investors (sólo yendo en contra de la manada se
puede comprar barato cuando todos venden y vender caro cuando todos
compran).
Ninguno de los motivos que aduce Keynes, por consiguiente, parece
sugerir ni mucho menos la necesidad de que la especulación a corto plazo
predomine sobre la inversión a largo plazo y que, por ello, el estado de
confianza y la eficiencia marginal del capital sean muy volátiles. Pero,
además, hay un motivo aún más importante para suponer que a medio y largo
plazo la especulación resulta irrelevante a la hora de determinar las
cotizaciones bursátiles: la influencia de las decisiones del especulador no
es ni mucho menos la misma que la del inversor a largo plazo.
El especulador compra y vende acciones con una enorme rotación en su
cartera. Sus posiciones van cambiando constantemente según el precio se
acerca a corto plazo a sus previsiones o se aleja mucho de ellas. Su función es
esencial en el mercado porque proporciona negociabilidad a los valores y
estabiliza sus precios dentro de los márgenes en los que históricamente se han
movido: ello permite al resto de inversores discriminar entre movimientos
relevantes e irrelevantes de precios, así como incrementar las posibilidades de
encontrar a alguien que quiera comprar o que quiera vender un determinado
paquete de acciones sin grandes sacrificios de precio. No obstante,
precisamente por esta rotación y falta de compromiso con los valores, su
influencia en la determinación de su cotización a largo plazo es casi
imperceptible.
Por el contrario, el inversor a largo plazo que considera que las acciones de
una empresa están muy baratas con respecto a su valor intrínseco a largo
plazo adquirirá un paquete de esas acciones para conservarlo durante un largo
período de tiempo o incluso, dependiendo de la cuantía del paquete, para
influir en el proceso de toma de decisiones del equipo directivo; su esperanza
es que en un plazo más o menos dilatado el precio de esas acciones suba
hasta alcanzar su valor intrínseco, ya sea porque confía en que otros
inversores llegarán a las mismas conclusiones que él o, si ha tomado el
control de la compañía, porque espera generar por sí mismo valor. El inversor
a largo retiene ese paquete de acciones fuera del mercado hasta que su precio
se vuelva el deseado o hasta que logre los suficientes flujos de caja como
para compensarle el precio pagado por su paquete accionarial. Dicho de otra
forma, si la especulación deprime absurdamente los precios de una acción por
debajo de su valor intrínseco, los inversores a largo plazo comenzarán a
adquirir acciones de esa empresa, reduciendo progresivamente el volumen de
la especulación y, más adelante, elevando el precio de la acción hasta que
alcance el valor intrínseco. Asimismo, cuando el precio de mercado de una
acción se sitúe muy por encima de su valor intrínseco, los inversores a largo
plazo tenderán a mantenerse alejados de ella o, incluso, a vender títulos de la
misma que no posean; esta última operación inversora se llama «venta corta»
y es la forma más rápida y eficaz de combatir una burbuja de precios en un
activo: como los inversores pueden vender un número ingente de las acciones
de una empresa aun cuando no las posean (es decir, las venden hoy con el
compromiso de comprarlas y entregarlas mañana, cuando se espera que su
precio haya caído), el precio de esa acción tenderá a caer, a menos que la
vorágine compradora sea tan potente que adquiera todos los títulos que se
vendan. En cierto modo, también aquí puede hablarse de un margen de
seguridad, pues cuanto más elevado sea el precio de mercado con respecto al
valor intrínseco de la acción, más inevitable va siendo a medio plazo que ese
precio pinche con intensidad.
Así, la posible irracionalidad de algunos especuladores a corto plazo —que
no analizan la calidad de la empresa subyacente, sino que sólo se mueven en
manada— tiende a contrarrestarse con la racionalización que introducen los
inversores a largo plazo, que son los que, como propietarios conscientes del
precio mínimo al que están dispuestos a vender y del precio máximo al que
están dispuestos a comprar, consolidan unos determinados márgenes de
cotización de la acción. En otras palabras, las caídas de precio causadas por
un pánico especulador (o las subidas provocadas por su exuberancia
irracional) que no estén basadas en un cambio en las perspectivas reales de
beneficio de las empresas tenderán a ser corregidas por los inversores más
largoplacistas, pues cuanto más se alejen las cotizaciones bursátiles de sus
valores intrínsecos, mayor será el «margen de seguridad» para tomar
posiciones en ellas.
Esto no significa, claro está, que desechemos la posibilidad de que se
produzca una depresión o una burbuja más o menos duradera en el precio de
las acciones, pero ello sólo será posible cuando concurran otros motivos que
o bien modifiquen el valor intrínseco de las acciones o bien contrarresten la
influencia estabilizadora de los inversores a largo; por ejemplo, una
expansión crediticia artificial que, como estudiaremos en el capítulo 6,
engendre la ilusión de una falsa prosperidad o una intervención política
generalizada que eleve enormemente la incertidumbre sobre el futuro de las
empresas. Lo que sí negamos es que pueda producirse una depresión o una
burbuja permanente de los precios por debajo o por encima de sus valores
intrínsecos e incluso una caída o alza de los precios que dé lugar por sí misma
a una disminución o aumento significativo de los valores intrínsecos.
Como hemos visto, Keynes viene a afirmar que los pinchazos bursátiles
mermarán el estado de la confianza y, con él, la eficiencia marginal del
capital; lo cual significa que pueden producirse crisis económicas derivadas
del simple pesimismo injustificado de los especuladores. Pero, como
decimos, cuanto más bajo vendan los especuladores, más presencia
adquirirán los inversores a largo plazo y, por tanto, más tenderán a
estabilizarse las cotizaciones y a revalorizarse las acciones. Merced a los
inversores a largo plazo, el mercado bursátil tenderá a ser un reflejo de la
economía real y no un elemento que determine la evolución de ésta.
En definitiva, no hay motivos para pensar ni que la eficiencia marginal del
capital será decreciente a largo plazo ni que será inestable a corto y medio
plazo. Los pánicos inversores que no estén basados en motivos reales
tenderán a autocorregirse por el simple hecho de que los beneficios latentes
serán crecientes a cambio de un esfuerzo bastante modesto: dejar de ser
pesimista y pasar a ser moderadamente optimista.
Cuestión distinta será, como más tarde analizaremos, cuando el coste de
conseguir que la eficiencia marginal esperada se vuelva positiva sea mayor al
de simplemente desearlo. Si la situación de la economía real se ha degradado
lo suficiente, el mero cambio en el estado de confianza no podrá mejorar la
situación económica por idénticos motivos a los que hemos utilizado para
descartar que pueda empeorarla. Ya dijimos en su momento que las
expectativas no sólo han de ser consistentes entre sí sino también con la
realidad económica subyacente.
II. Los tipos de interés
Aunque probablemente los capítulos que tratan de analizar el tipo de
interés del dinero sean los más importantes de La Teoría General —por algo
el título completo del libro es La Teoría General del Empleo, el Interés y
el Dinero— también se encuentran entre los más ambiguos y contradictorios.
Así, vamos a tratar de ofrecer nuestra interpretación de los mismos
basándonos en las contribuciones de los keynesianos Abba P. Lerner54 y
Dudley Dillard.55
La eficiencia marginal del capital esperada de cualquiera activo, a la que
nos hemos referido con anterioridad, puede ser descompuesta en tres
elementos que a continuación pasamos a estudiar: su rendimiento monetario
(al que, siguiendo a Keynes, llamaremos q), sus costes de almacenamiento (a
los que llamaremos c) y su prima de liquidez (a la que denominaremos l).
El rendimiento monetario del activo (q) no será más que la diferencia entre
las ventas futuras y los costes de producción dividida por esos costes de
producción. Por ejemplo, si producir 100 kg. de trigo nos cuesta 1.000 um y
podemos vender esos 100 kg. por 1.200 um dentro de un año, la q del trigo
será del 20%.
A ese rendimiento habrá que minorarle los costes ligados a la
conservación o almacenamiento del activo durante el tiempo que estemos
esperando para venderlo (c), que también pueden caracterizarse como un
porcentaje de los costes de producción. Si, verbigracia, antes de vender
el trigo del ejemplo anterior, es necesario almacenarlo a un coste de 50 um, el
coste del almacenamiento será del 5%. Así, el rendimiento monetario neto del
activo minorados los costes de almacenamiento será q – c, esto es, el 15%.
Pero aquí no termina la historia. Keynes añade un tercer elemento a tener
en cuenta dentro de la eficiencia marginal de un activo: la prima de liquidez
(a la que llamaremos l) o «el poder inmediato» para acceder a otros bienes o
activos (es decir, el poder de desprendernos de las mercancías sin merma de
valor y de ser capaces de adquirir otros bienes). A diferencia de q y c, l no es
directamente cuantificable, pero sí es una cualidad del bien por la que
«estamos dispuestos a pagar» (p. 226). De este modo, la eficiencia marginal
total de un activo sería en realidad q – c + l.
La eficiencia marginal del activo la podemos expresar tanto en unidades
monetarias —como hemos visto— o, de acuerdo con Keynes, en las propias
unidades del activo: por ejemplo, si tenemos un activo de 1.000 kg. de trigo
almacenados en un silo a un coste equivalente a 30 kg. de trigo anuales y los
empleamos para producir 1.100 kg. de trigo, el rendimiento neto de costes de
esos 1.000 kg. de trigo será de 70 kg. de trigo. A esta eficiencia marginal del
activo medida en las propias unidades físicas del activo la denominará
Keynes «tasa intrínseca de interés medida en términos de esa mercancía
tomada como patrón». En nuestro último ejemplo, esa tasa intrínseca sería del
7% (q = 10%, c = 3%, l = 0%).
Si bien cada activo tiene su propia tasa intrínseca de interés en términos de
sí mismo, las tasas de interés en términos monetarios (que vienen a ser lo
mismo que la eficiencia marginal del capital de cada uno de los activos)
tienden a converger hacia la misma para todos los activos y para todo el
mercado. Keynes no llega a admitir esto último de manera explícita, pero sí
está implícito en su desarrollo argumental56: si hubiera diferencias entre los
tipos de interés en términos monetarios de cada activo (entre la eficiencia
marginal de cada activo), habría oportunidades de arbitraje entre ellos; los
activos con un tipo de interés monetario más bajo se venderían (aumentando
el tipo de interés) y se adquirirían los activos con un tipo de interés monetario
más alto (reduciéndose el tipo de interés).
Por ejemplo, supongamos que en el caso anterior el tipo de interés del
dinero es del 5%,57 el precio del kilo de trigo en el presente es de 10 um y el
del trigo a un año es de 14 um. En este caso, el tipo de interés del trigo en
términos monetarios (su eficiencia marginal) será del 41%:

Así las cosas, los agentes pedirán prestado


dinero al 5% (incrementando el tipo de interés del dinero) para comprar (o
producir) trigo presente y venderlo en el futuro (aumentando el precio del
trigo presente y disminuyendo el del trigo futuro, o sea, reduciendo el tipo de
interés del trigo expresado en términos de dinero o, lo que es lo mismo, su
eficiencia marginal). Finalmente, ambos tipos de interés monetarios —el del
dinero y el del trigo— se igualarán y llegaremos a un tipo de interés
monetario único que para Keynes no expresará el valor de los bienes
presentes en términos de bienes futuros, sino la escasez relativa de los bienes
presentes sobre los bienes futuros, de manera que si nuestra estructura de
capital fuera capaz de producir grandes cantidades de mercancías futuras —y
no fuera posible el atesoramiento de dinero—, el tipo de interés monetario
bien podría caer a cero o volverse negativo, aun cuando las tasas intrínsecas
de interés de los distintos bienes siguieran siendo positivas.
Por ejemplo, si en el caso anterior, y debido a su sobreabundancia, el
precio futuro del trigo cae a 8 um, el tipo de interés del trigo en términos

monetarios debería ser = –15%, aun cuando su


tasa intrínseca seguiría siendo positiva (del 7%) por el simple hecho de que la
cantidad de trigo futuro será mayor que la presente. Sin embargo, como en tal
caso el simple atesoramiento de dinero proporcionaría una eficiencia
marginal mayor (determinada por la prima de liquidez, o l), los agentes
tenderían a desinvertir en la producción de trigo, liquidando los stocks
actuales (reduciendo su precio presente y elevando su precio futuro), y a
incrementar con las resultas de la desinversión el atesoramiento de dinero
hasta que el tipo de interés monetario del trigo se volviera igual a la prima de
liquidez del dinero.
O dicho de otro modo y para seguir con el desarrollo argumental
keynesiano, los tipos de interés monetarios de los bienes (la eficiencia
marginal de cada bien) se igualarán, partiendo de sus respectivos tipos de
interés intrínsecos, mediante apreciaciones o depreciaciones de los precios de
unos bienes frente a los de otros (a esa apreciaciones o depreciaciones del
precio de los bienes las llamaremos a). Por emplear el ejemplo que utiliza
Keynes (p. 227), si una vivienda sólo produce una renta q1, un almacén de
trigo sólo conlleva costes de almacenamiento –c2 y una suma de dinero sólo
proporciona liquidez l3, los tipos de interés monetarios se igualarán mediante
apreciaciones o depreciaciones de estos activos con respecto al dinero:
q1 + a1 = a2 – c2 = l3
Básicamente, lo que esta ecuación sostiene es que si el rendimiento
monetario de una casa es del 5%, el coste de almacenamiento del trigo del –
2% y la prima de liquidez del dinero del 8%, entonces la vivienda se deberá
apreciar un 3% y el trigo un 10%. Esto es, el precio de las viviendas deberá
ser en el futuro un 3% superior al actual y el del trigo un 10%.
La apreciación de un bien puede producirse por dos vías: o con un
incremento de los precios futuros, manteniendo los presentes constantes, o
con una reducción de los precios presentes manteniendo los futuros
constantes. Keynes asume que esta apreciación de la vivienda y del trigo
frente al dinero se producirá por la vía de la reducción de los precios
presentes. Y es aquí donde comienzan los problemas según Keynes: si hay un
bien —llamémosle X— cuya tasa intrínseca de interés desciende muy
lentamente, se exigirá del resto de los bienes —llamémosles Y— una
reducción de precios presentes que puede ser demasiado grande como para
que siga siendo rentable continuar produciéndolos a fecha de hoy. Esto
equivale a decir que la eficiencia marginal de la nueva inversión en un activo
Y será inferior a la eficiencia marginal de los activos Y ya producidos y a su
vez será inferior a la eficiencia marginal de producir más cantidad de X, con
lo que la inversión en Y se paralizará y los recursos se tenderán a concentrar
en la producción de aquellos activos X cuya tasa de interés monetario (cuya
eficiencia marginal) ha descendido más lentamente (por supuesto, si Keynes
asumiera que en lugar de abaratarse hoy el activo, lo que sucede es que se
encarece mañana, las conclusiones serían radicalmente distintas y pasarían
por un incremento de la inversión en todos los activos Y).
Pero, ¿qué sucedería si el activo X en el que debe ir concentrándose la
inversión no pudiera producirse? En este caso alcanzaríamos una situación de
equilibrio donde no todos los recursos estarían plenamente empleados: los
trabajadores que deberían haberse destinado a producir nuevas unidades de
ese activo X quedarían desempleados, ya que no sería rentable ocuparlos en
producir activos Y pero tampoco podrían dedicarse a fabricar activos X.
Pues bien, en opinión de Keynes, aunque sea imposible determinarlo a
priori, habrá un bien o activo que tiene muchas características ideales para
que su tasa de interés intrínseca en términos monetarios (su eficiencia
marginal) descienda mucho más lentamente que la del resto de bienes o
activos: el dinero.
El dinero no produce nada (q = 0), pero tampoco tiene un coste de
almacenamiento significativo (c = 0), por lo que toda su tasa de interés
intrínseca viene dada por su prima de liquidez: Keynes equipara esa prima de
liquidez con el tipo de interés al que se presta el dinero, es decir, con «el
porcentaje en que excederá una suma disponible en el futuro respecto a otra
que está disponible ahora» (p. 222), de modo que a mayor tipo de interés,
mayor se asume que será la prima de liquidez. O, por expresarlo de otra
manera, dado que la prima de liquidez no proporciona un rendimiento
explícito (es sólo la satisfacción psicológica derivada de disponer del dinero),
si 100 unidades de dinero presente se intercambian por 105 unidades de
dinero futuro, se asume que es porque la prima de liquidez del dinero tiene
una utilidad equivalente al 5% (a un tipo de interés del 4% los atesoradores
hubiesen preferido mantener sus saldos de tesorería antes que prestar el
dinero).
Tal vez ahora se entienda más claramente el papel central que juega el tipo
de interés del dinero dentro de La Teoría General: siempre que la eficiencia
marginal del capital de un activo distinto del dinero sea superior al tipo de
interés del dinero, significará que hay que destinar las fuerzas productivas
(los trabajadores, entre otros) a fabricar ese activo (aumentará la inversión);
en cambio, cuando el tipo de interés del dinero supera la eficiencia marginal
de ese activo no dinerario, lo que estamos diciendo es que hay que desplazar
las fuerzas productivas a fabricar dinero, pero como Keynes asume que el
dinero no se puede fabricar (p. 230), entonces, a menos que haya otras
inversiones cuya eficiencia marginal supere al tipo de interés del dinero, parte
de los factores productivos quedarán desempleados.
Así, dentro del sistema de Keynes, el tipo de interés del dinero es el coste
de oportunidad que debe ser superado por las eficiencias marginales de los
activos no dinerarios para emprender su producción, mas no porque exprese
un coste de oportunidad intertemporal, sino porque ilustra el coste de
oportunidad de no contar con más oferta de dinero para calmar la demanda de
liquidez: «El tipo de interés del dinero, al servir de pauta para todas las tasas
de interés intrínsecas de los demás bienes, frena la producción de todos ellos
sin que esto sirva para estimular la producción de dinero que, por hipótesis,
no puede ser producido como los demás bienes» (p. 235). Probablemente
todo habría sido más inteligible si Keynes en lugar de hablar de tipo de
interés del dinero hubiese hablado de que la eficiencia marginal del dinero,
determinada por su prima de liquidez, era el benchmark a batir por las
eficiencias marginales del resto de activos.
Porque, a la postre, cuando Keynes hablaba de tipo de interés de los
distintos activos no estaba hablando del tipo de interés tal y como lo habían
entendido la inmensa mayoría de economistas que lo antecedían (o sea, la
prima de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros), sino, según
hemos visto, como la suma de su rendimiento monetario, neto de costes de
almacenamiento, más su prima de liquidez. La confusión se aprecia
claramente cuando, como vimos, Keynes afirma que «la única razón por la
que un activo proporciona, a lo largo de su vida, un rendimiento que se
espera sea superior a su precio inicial de oferta es porque resulta escaso» (p.
213). La frase expresa un error mayúsculo que es el de creer que el bien de
capital presente puede intercambiarse en el presente por el total de la
producción futura de ese bien de capital. Debería resultar claro que, por muy
abundante que sean los bienes de capital, nunca llegarán a ser tan valiosos en
el presente como lo serán sus productos en el futuro. Como ya hemos dicho
con anterioridad, si se sabe con certeza que un activo proporcionará una renta
de 100 um al final de cada año durante una década, su precio presente será
con toda seguridad inferior a 1.000 um, por el simple motivo que se valoran
más los bienes presentes, incluyendo el dinero (1.000 um), que los futuros
(renta de 100 um anuales durante una década) y esa diferencia será el tipo de
interés.
Pero Keynes opta por vincular el tipo de interés a los tres elementos que
acabamos de mencionar y, en consecuencia, el tipo de interés del dinero a la
prima de liquidez del dinero (por cuanto carece de q y de c). Claro que esta
caracterización levantaba otro interrogante: ¿por qué la gente prefería
atesorar el dinero —mantenerse líquido— antes que invertirlo en activos que
proporcionaban un rendimiento explícito? Es decir, ¿por qué la gente
renunciaba a su consumo presente si no era para incrementar su consumo
futuro?
El inglés hace depender la demanda de dinero de los deseos de liquidez de
los agentes, que para él cabe clasificar en tres grandes grupos: demanda de
liquidez por motivo de transacción, demanda por motivo de precaución y
demanda por motivo de especulación (pp. 195-196). Es decir, Keynes trata de
averiguar cuáles son los motivos por los que algunos agentes consideran
preferible en ocasiones mantener saldos de tesorería que no generan ningún
rendimiento explícito (sólo poseen la prima de liquidez) frente a otros activos
que sí lo generan (Keynes no habla de activos en general, sino de bonos y así
lo haremos nosotros en lo sucesivo, aunque sea una terminología claramente
simplista).
La demanda por motivo de transacción de familias y empresas se efectúa
para cubrir el intervalo de tiempo entre el momento en que se percibe una
renta y el momento en que debe gastarse; dicho de otra manera, las ventajas
de la liquidez proceden de poder cerrar la transacción en el momento
conveniente. Por su lado, la demanda por motivo de precaución tiene como
finalidad «cubrir las contingencias que se presentan de forma repentina o las
oportunidades imprevistas de comprar algo» (p. 196); esto es, su ventaja se
deriva de permitirle al individuo adaptarse a los cambios imprevistos del
entorno (a los cambios súbitos en las expectativas).
El inglés sostiene que la demanda de dinero por estos dos motivos depende
fundamentalmente de la cantidad y del volumen de los pagos que deban
realizarse en una economía y, por tanto, de la renta agregada, aun cuando el
tipo de interés juegue cierta influencia indirecta: por un lado, el tipo de
interés actúa como coste de oportunidad del dinero que se demanda —en
lugar de estar obteniendo una rentabilidad, lo tenemos parado— y, por otro,
el tipo de interés influye sobre el volumen de inversión y el volumen de
inversión sobre la renta agregada, lo que determina el volumen de pagos (pp.
199-201).
Aun así, la demanda que para Keynes realmente guardará una poderosa
interrelación con los tipos de interés es la demanda por motivo de
especulación. Fijémonos en que una vez el agente económico ha escogido
cuánto dinero necesita para realizar sus transacciones o para protegerse de los
imprevistos, ya sólo le resta decidir qué hacer con el resto: si lo mantiene en
caja por motivos especulativos o si lo invierte en bonos. La cuestión que se
plantea el inglés es cuáles son esas ventajas que, al margen del atesoramiento
necesario para atender sus usos para transacciones y para tomar precauciones,
proporciona el dinero frente a unos activos que tienen un rendimiento
explícito.
Para Keynes, la única explicación que cabe hallar a que los agentes
prefieran mantener saldos de tesorería a adquirir bonos es la incertidumbre
con respecto al futuro y, más en concreto, la incertidumbre sobre cuáles serán
los tipos de interés futuros. Esta incertidumbre sobre cuál será el tipo de
interés que prevalecerá en cada uno de los momentos futuros implica un
riesgo para los inversores en bonos y una oportunidad de ganancia para los
tenedores de efectivo.
El riesgo se hallará en la liquidación anticipada de los bonos: dado que la
relación entre el precio del bono y los tipos de interés es inversa —a mayor
precio del bono, menor tipo de interés y viceversa— quien invierta en un
bono se arriesgará a perder dinero si lo tiene que liquidar anticipadamente:
«Si el tipo de interés futuro es incierto (…) y es preciso desprenderse de esa
promesa de pago antes de su vencimiento, entonces cuando la adquirimos
corremos un riesgo que no tendríamos si hubiéramos mantenido dinero
efectivo» (p. 169). Por ejemplo, un bono a perpetuidad que reparta unos
intereses anuales de 100 um tendrá un precio de mercado de 2.000 um si el
tipo de interés de mercado es del 5% y se depreciará hasta 1.000 um si sube
al 10%. Así, si los tipos de interés futuros son mayores que los presentes y el
inversor necesita desprenderse del bono antes de su vencimiento, soportará
importantes pérdidas.
La oportunidad de ganancia consistirá precisamente en la posibilidad de
adquirir los bonos a precios más bajos después de que aumenten los tipos de
interés; todos aquellos inversores que esperen un aumento de los tipos de
interés (una caída del precio de los bonos), demandarán dinero por motivo de
especulación: «Quien crea que los tipos de interés futuros estarán por encima
de los que el mercado muestra tendrá una buena razón para conservar dinero
en efectivo, mientras quien piense lo contrario tendrá razones para pedir
dinero prestado a corto plazo y adquirir deudas a largo» (p. 170).
Así pues, cuando los inversores con expectativas bajistas (bears) dominen
sobre los inversores con expectativas alcistas (bulls) la preferencia por la
liquidez aumentará y con ella los tipos de interés. De algún modo, estaremos
de nuevo ante profecías autocumplidas: cuando las expectativas de la mayoría
de los agentes esperan una subida de los tipos de interés, comenzarán a
vender los bonos para atesorar dinero y esas ventas generarán la subida de los
tipos.
Además, cuanto más bajos se encuentren los tipos de interés, mayores
serán tanto las expectativas de que en algún momento cercano suban, como
las pérdidas potenciales ligadas a esas subidas. Por ejemplo, en la perpetuidad
anterior de 100 um anuales, un incremento del tipo de interés del 5% al 6%
reducirá el precio del bono de 2.000 um a 1.666 um (333 um de pérdida); en
cambio, un aumento del tipo de interés del 1% al 2% supondrá una
depreciación del bono de 10.000 um a 5.000 um (5.000 um de pérdidas). Por
tanto, cuanto más bajos sean los tipos de interés, más complicado será que
continúen reduciéndose, pues todo el mundo optará por atesorar el dinero en
lugar de destinarlo a adquirir unos bonos que ofrecen tipos de interés tan
bajos que incrementan sobremanera el riesgo de su tenencia: existirá un tipo
de interés mínimo, que Keynes tasa en torno al 2%, que no podrá reducirse
más (p. 202) y que por consiguiente supondrá un obstáculo para que la
inversión agregada alcance niveles de pleno empleo. En concreto, cuando la
eficiencia marginal del capital del resto de activos sea inferior al 2%, habida
cuenta de la enorme abundancia de bienes de capital o de su fluctuación
transitoria a la baja, la inversión agregada no podrá crecer más.
Claro que el tipo de interés del dinero bien podría situarse de
manera habitual, en opinión del inglés, por encima de ese 2%. Y es que las
distintas demandas de dinero tendrán que satisfacerse con una determinada
oferta monetaria. Si, como hace Keynes (p. 199), denominamos a esta
oferta M, a la demanda por motivos de transacción y precaución M1, a la
demanda por motivo de especulación M2, a la demanda efectiva Y y al tipo de
interés r, podemos formalizar las relaciones entre demanda y oferta de dinero
como:
M = M1 (Y, r) + M2 (r)
Como puede verse fácilmente en esta ecuación, el crecimiento de
la demanda efectiva en un sistema de mercado libre tenderá a abortarse por sí
mismo, pues un incremento de la renta agregada aumentará la demanda de
dinero por motivos de transacción y de precaución (M1), pero como la oferta
monetaria (M) está dada, esa demanda deberá satisfacerse o con una menor
demanda especulativa (que se logrará incrementando los tipos de interés para
que haya menos agentes que esperen sucesivas subidas de los mismos) o
vendiendo bonos en el mercado a cambio de tesorería (lo que deprimirá el
precio de los bonos y, por tanto, también generará una subida de los tipos de
interés). En ambos casos, los tipos de interés aumentarán y ello repercutirá
negativamente sobre la inversión agregada (volviendo no rentables aquellos
proyectos cuya eficiencia marginal del capital pase a estar por debajo del
nuevo tipo de interés) y, por tanto, sobre la demanda efectiva.
En definitiva, como ya habíamos dicho, el tipo de interés del dinero
supone un benchmark mínimo que deben lograr unos bienes de capital cuya
eficiencia marginal se va reduciendo conforme se vuelven menos escasos.
Hasta aquí nada demasiado innovador: prácticamente todos los economistas
previos a Keynes coincidían en que la rentabilidad de toda inversión debía
superar el coste de oportunidad del dinero invertido (el tipo de interés o, más
en general, el coste del capital). La novedad que aporta Keynes estriba en
hacer depender ese tipo de interés de la carestía relativa de dinero para
abastecer los deseos de liquidez y en pensar, consiguientemente, que ese tipo
de interés tenderá a reducirse más lentamente que la eficiencia marginal del
resto de activos porque el dinero no puede producirse, con lo que los
incrementos de la demanda especulativa sólo podrán contenerse con mayores
tipos de interés y los aumentos de la demanda por motivos de transacción y
de precaución sólo podrán abastecerse a través de una menor demanda
especulativa (que requiere mayores tipos de interés).
Frente a esta situación en la que los tipos de interés del dinero son
superiores a la eficiencia marginal del capital del resto de activos y, en
consecuencia, la demanda agregada es insuficiente para lograr el pleno
empleo, Keynes lanza diversas propuestas de política económica que
básicamente consisten en desincentivar la demanda de dinero, incrementar la
oferta de dinero o aumentar la inversión agregada al margen de su eficiencia
marginal.
En cuanto a lo primero, Keynes apuesta por incrementar los costes del
atesoramiento de dinero (lo que antes hemos denominado c) para así
hacer menos atractivo el rendimiento no explícito del mismo:
Todos los reformadores que buscan poner remedio a esto mediante el
establecimiento de costes artificiales que afecten a la tenencia de dinero,
por ejemplo, mediante el expediente de hacer que el dinero circulante se
estampille de forma periódica para que pueda seguir siendo
considerado como dinero e incurriendo así en un coste u otros remedios,
están en el buen camino y merecería la pena tomar en consideración sus
propuestas por lo que pueden tener de útiles en la práctica (p. 234).
En otras palabras, Keynes trata de desincentivar el atesoramiento para que
los agentes no tengan otra opción que dar salida a todo su «poder de
compra», ya sea consumiendo o invirtiendo. Si el interés del dinero desciende
tan o más rápido que la eficiencia marginal del capital del resto de activos, en
principio no habrá ningún obstáculo para que la inversión agregada sea lo
suficientemente elevada como para emplear a todos los factores productivos
(al menos por el lado del tipo de interés, pues recordemos que la eficiencia
marginal del resto de activos, al depender del estado de la confianza, puede
volverse muy volátil). Podría suceder, sin embargo, que la preferencia por la
liquidez —la utilidad derivada de demandar dinero— aumentara lo suficiente
como para contrarrestar el aumento de los costes del atesoramiento. En este
caso, los agentes seguirían prefiriendo atesorar y los tipos de interés
repuntarían en cualquier caso. De ahí que Keynes también pase a buscar
formas de incrementar la oferta monetaria, de modo que el aumento de la
demanda especulativa de dinero pueda ser abastecido no a través de mayores
tipos de interés, sino de una mayor cantidad de dinero.
En todos aquellos países en los que se ha concedido a los bancos centrales
el privilegio de crear dinero de curso legal, estas instituciones disponen de la
capacidad de incrementar la cantidad de medios de pago, especialmente si se
las ha liberado de su obligación de convertirlos en oro. Keynes se erige en un
firme partidario de que los bancos centrales se dediquen a adquirir los bonos
que los inversores privados están vendiendo mediante la creación de nuevo
dinero. De este modo, la demanda especulativa podría abastecerse sin
aumentos del tipo de interés (p. 205-206). Es más, una política monetaria
suficientemente agresiva por parte de los bancos centrales, destinada no ya a
contrarrestar las ventas de bonos de los inversores sino a promover sus
adquisiciones netas, podría lograr reducciones sostenidas en los tipos de
interés, incentivando así la inversión agregada.
En la época en la que Keynes escribió La Teoría General, los bancos
centrales ya venían siguiendo en buena medida esta política monetaria,
conocida como «operaciones de mercado abierto». Básicamente, estas
entidades se concentraban en extender préstamos a corto plazo a los bancos
privados que aportaran deuda pública como garantía crediticia para así
abaratarles la financiación a la que tenían acceso en el mercado. Por ejemplo,
si un banco había comprado un bono estatal a 10 años por 1.000 um, el banco
central podía estar dispuesto a concederle un préstamo a corto plazo de 1.000
um —garantizado por ese bono—, lo que le permitía atender los
vencimientos de sus deudas o, incluso, prestar ese dinero que ha recibido del
banco central a los empresarios o a los consumidores.
Ahora bien, dado que la inversión a largo plazo no se ve influida por los
tipos de interés a corto plazo, sino por los tipos de interés a largo, a menos
que los bancos privados se mostraran dispuestos a endeudarse a corto plazo
(esto es, a demandarles fondos a los bancos centrales a través de las
operaciones de mercado abierto) y simultáneamente invertir a largo plazo en
activos de muy distinto riesgo (básicamente, prestar dinero al sector privado),
las operaciones de mercado abierto no siempre servían para lograr que la
inversión agregada despuntara. Cuando las perspectivas económicas son
buenas, parece razonable que los bancos estén dispuestos a realizar semejante
operación, pero cuando son negativas suelen ser más reacios. En la época en
la que Keynes escribe su obra —durante la Gran Depresión mundial—, la
mayor parte de los bancos se encontraban en una situación próxima a la
quiebra, y el resto de la economía estaba atravesando un lento proceso de
reestructuración, lo que hacía que se mostraran renuentes a expandir el
crédito para financiar activos con un elevado riesgo y con un vencimiento a
largo plazo. Por eso Keynes, si bien apoya las operaciones de mercado
abierto tradicionales como un paso en la buena dirección, propone que éstas
se amplíen a los bonos a largo plazo de distinto riesgo. De este modo, el
banco central podría colocar los tipos de interés a largo plazo al nivel deseado
—por debajo de la eficiencia marginal del capital— para lograr que la
inversión agregada fuera lo suficientemente elevada.
No obstante, como ya apuntamos, si la eficiencia marginal era muy baja,
una política monetaria excesivamente expansiva podía vencerse a sí misma
antes de lograr el pleno empleo. En concreto, Keynes temía que a tipos de
interés muy bajos (cifrados, como sabemos, en torno al 2%), las expectativas
de un incremento de los tipos de interés fueran tan grandes que la demanda
especulativa de dinero aumentara al mismo ritmo al que lo hacía la oferta de
dinero, especialmente si los bancos centrales no se mostraban comprometidos
con mantener esa política monetaria expansiva en el largo plazo (p. 203). Es
decir, si se espera que los tipos repunten en algún momento, todo el dinero de
nueva creación será inmediatamente atesorado por los agentes, sobre todo
cuando esos tipos ya son muy bajos.58 En tal escenario nos toparíamos con
unos tipos de interés del dinero que, pese a ser relativamente bajos, serían
demasiado elevados como para estimular nuevas inversiones. Aunque Keynes
nunca le otorgó tal nombre, hoy en día se ha dado a conocer a esta situación
como «trampa de la liquidez»: la demanda de dinero se vuelve tan grande
como para absorber toda la oferta que pueda generar el banco central.
Con todo, conviene recordar que aun cuando las economías no se
enfrentaran a una trampa de la liquidez, si la eficiencia marginal del capital
cayera a cero o se volviera negativa —como consecuencia, según nuestro
autor, de la superabundancia de bienes de capital o del pobre estado de la
confianza—, ni siquiera la reducción de los tipos de interés del dinero
lograría estimular la inversión agregada. De ahí que la solución definitiva de
Keynes pase, como ya sabemos, por que el sector público asuma porciones
crecientes de la inversión agregada. Con unos políticos lo suficientemente
diligentes, la trampa de la liquidez no tendría ni mucho menos por qué
suponer un serio problema para el crecimiento económico, pues significaría
que «el propio Gobierno podría endeudarse a través del sistema bancario sin
límite alguno a un tipo de interés nominal» (p. 207), facilitando la inversión
pública. Es decir, cuando los tipos de interés, por muy bajos que estén, no
estimulen la inversión privada, Keynes propugna la monetización de deuda
para incrementar el gasto público hasta el punto en que se logre el pleno
empleo.
Y, como ya hemos comentado con anterioridad, para el inglés, si todas
estas medidas se llevan a cabo y, de algún modo, la producción de bienes de
capital se desvincula de que su eficiencia marginal del capital sea superior al
tipo de interés del dinero, el aumento en la cantidad de bienes de capital
podría hacer que su eficiencia marginal cayera a cero y que sus propietarios
no derivaran ninguna renta por el hecho de ser propietarios.59 Más adelante
volveremos nuevamente sobre estas curiosas reflexiones en las que Keynes
aboga directamente por la «eutanasia del rentista»; de momento basta con
observar la notable cercanía entre esta teoría y la de la explotación marxista
donde todo el valor de los bienes de consumo y de los bienes de capital
procede del trabajo acumulado en ellos y donde, por tanto, nada debería
corresponderle al capitalista-rentista.
Hasta aquí se resume la concepción keynesiana del interés que deriva
directamente de su concepción del dinero. Procederemos, pues, a criticar su
concepción del dinero para pasar a desmontar su concepción del interés; para
ello, refutaremos las hipótesis que adopta tanto desde el lado de la oferta
como desde el lado de la demanda de dinero.
Empecemos con la oferta. Como hemos dicho, Keynes asume que la
cantidad de dinero no puede incrementarse y ello por dos motivos: a) el
dinero no puede producirse y b) no hay otros bienes distintos del dinero que
puedan desempeñar y complementar su función.
La primera hipótesis es sencilla de desmontar. En un sistema de dinero
fiduciario el banco central puede adquirir activos creando nuevo dinero, esto
es, el banco central puede imprimir (o abrir un depósito) con el que adquirir
nuevos activos (otra cuestión es la prudencia o imprudencia con la que lo
haga y las repercusiones que ello tenga sobre el valor de la moneda). Lo
mismo sucede en un sistema de patrón oro, donde el oro sí puede producirse,
ya sea destinando los factores productivos a extraer este metal de las minas
ya conocidas o incluso destinándolos a descubrir nuevas minas de oro. Por
esta simple vía ya deberían poder absorberse los factores productivos ociosos
que no se destinen a producir otros bienes de capital cuando se incrementa el
atesoramiento. Keynes admite este punto, pero sólo para los países que
tengan industrias mineras;60 sin embargo, olvida que el oro puede producirse
no sólo directamente (extrayéndose de las minas) sino indirectamente:
fabricando bienes que serán intercambiados por el oro de otro países (en
realidad, no lo olvida por entero, pues más adelante enlazará esta posibilidad
con su defensa del mercantilismo comercial). En otras palabras, cuando
aumentase la demanda de oro, los factores bien podrían trasladarse a las
industrias exportadoras para importar oro. Por consiguiente, es simplemente
falso que el dinero no pueda producirse; por ceñirnos al caso del oro, 75 años
después de que Keynes publicara su Teoría General, las existencias de este
metal han pasado de unas 45.000 toneladas a más de 160.000 en el conjunto
del planeta. Las posibilidades para producir oro en un escenario de
incremento del atesoramiento de dinero eran, sin duda, mayúsculas.
La segunda hipótesis de Keynes —que no hay bienes distintos del dinero
que puedan sustituirlo en sus funciones— tampoco resulta razonable:
históricamente, siempre que ha habido libertad para ello, no han existido
problemas a la hora de que convivan distintas formas de dinero, como el oro,
la plata y el cobre o, más antiguamente, el ganado y la sal. Aun en el caso de
que todas las reservas de oro se agotaran, sería posible emplear como dinero
aquellos otros bienes que, después del oro, tuvieran mejores cualidades para
desempeñar sus funciones.61
Pero además, en una economía —con patrón oro o con dinero fiduciario—
donde los bancos privados juegan un papel esencial a la hora de
crear «medios de pago» no tiene ningún sentido sostener que no pueden
emplearse otros bienes que cumplan la función del dinero. Precisamente, el
cometido de los bancos es el de «monetizar» o «vestir» como dinero bienes
que no estaban utilizándose como tal; es decir, su función es generar
promesas de pago con suficiente calidad como para que actúen como dinero.
¿Qué son esas promesas de pago que constituyen el objeto de monetización
de la banca? Por ejemplo, supongamos que un televisor puede venderse sin
ninguna dificultad (esto es, sin necesidad de rebajas de precio) por 100 um y
que 5 vestidos pueden venderse también sin ninguna dificultad por 100 um.
Quien tenga un televisor y quiera los vestidos puede esperar a venderlo por
100 um para, posteriormente, adquirir los vestidos. Pero también tiene la
opción de comprar los vestidos entregándole a su propietario una promesa de
pagarle en un breve plazo de tiempo las 100 um. Esa promesa es un medio de
pago que permite satisfacer la demanda de dinero con motivo de transacción
—liberando el oro o el dinero fiduciario que antes absorbía esta demanda
para redirigirla a la demanda con motivo de precaución o de especulación— y
que en el fondo está utilizando el valor del televisor con el propósito de
cumplir funciones monetarias. Al final, una vez el propietario del televisor
logre venderlo, podrá cumplir con su promesa de pago entregándole el oro o
el dinero fiduciario al propietario de los vestidos. Ahora bien, también es
posible que el vendedor de vestidos compre un ordenador valorado
igualmente en 100 um mediante una promesa de pago; y si el vendedor de
ordenadores tuviese una deuda con el vendedor de televisores (por ejemplo,
porque le hubiese adquirido previamente otro televisor con una promesa de
pago), las tres promesas podrían cancelarse (o compensarse) entre sí sin ser
necesario ningún movimiento de oro o de dinero fiduciario (los tres
individuos se deben entre sí 100 um). Incluso, para facilitar más las cosas,
podría ser que el propietario de vestidos utilizara la promesa de pago que
tiene contra el propietario de televisores para pagarle al propietario de
ordenadores (Figura 1).
El inconveniente de estas operaciones, que tienden a minimizar la demanda
de oro, es que no todos los agentes aceptarán las promesas de pago de otros
individuos, pues pueden dudar sobre su solvencia y su capacidad de repago.
Ahí es donde entran los bancos, cuyo negocio consiste en comprar las
promesas de pago de particulares a cambio de promesas de pago propias con
un mejor nombre comercial: si el banco, después de analizar la solvencia de
su cliente y, sobre todo, la facilidad y seguridad con la que su mercancía
puede convertirse en dinero en caso de venta forzosa, considera que no
existen riesgos apreciables de que impague, le permitirá pagar a ese cliente
con promesas «en nombre del banco», cuya aceptabilidad será mucho mayor
entre todos los restantes agentes (por cuanto el nombre del banco es más
conocido y fiable que el de casi todos los particulares).
Además, si todos los bancos concentran y ponen en común las promesas de
pagos que mantienen unos con otros, será mucho más fácil cancelarlas o
compensarlas minimizando los movimientos de oro o de dinero fiduciario
entre bancos. Esto es precisamente lo que sucede en las economías
bancarizadas modernas, donde la mayor parte de los pagos se efectúan dentro
del sistema bancario y donde los bancos no cuentan, ni mucho menos, con
suficientes reservas de oro o de dinero fiduciario (según el régimen monetario
vigente) como para hacer frente a todas las promesas de pago que han creado
(por ello se la conoce como banca de reserva fraccionaria). De hecho, es
frecuente hablar en la literatura económica al uso del «multiplicador
bancario», a saber, el múltiplo de medios de pago que han creado los bancos
en relación con las reservas de dinero que atesoran.
FIGURA 1

Lo que sucede en última instancia es que el sistema bancario


posee capacidad para, dentro de ciertos márgenes, hacer que casi cualquier
bien presente o futuro pase a actuar como medio de pago alternativo al
dinero. En el ejemplo anterior, las promesas de pago estaban respaldadas
por televisores, ropa y ordenadores… no por oro; esto es, lo que sucedía es
que esos bienes de consumo pasaban a ser monetizados y, por tanto, pasaban
a ser producidos en mayores cantidades para ser «vestidos» como dinero. En
otras ocasiones, los bancos incluso se encargan de monetizar los bienes que
un individuo producirá a lo largo de los próximos 30 años. Por ejemplo,
siempre que el banco concede un préstamo creando un depósito a la vista,
está generando un medio de pago alternativo al dinero (el depósito a la vista)
contra los bienes futuros que su deudor le irá entregando para amortizar el
préstamo en los próximos 30 años. Dicho de otro modo, el banco crea
depósitos (medios de pago) sin necesidad de contar con más oro o dinero
fiduciario; puede hacerlo contra todos los bienes presentes y futuros que
desee.

Con esto no queremos decir que cualquier banca de reserva fraccionaria ni


cualquier monetización de bienes presentes o futuros sea sostenible o
provechosa para el sistema económico en su conjunto: los bancos sólo
deberían monetizar bienes presentes y líquidos que vayan a intercambiarse a
corto plazo por el precio al que han sido monetizados (como sucedía en el
ejemplo anterior de las promesas de pago); de hecho, en el capítulo 6
veremos que cuando los bancos crean medios de pago presentes contra bienes
futuros, se tenderá a generar dentro del sistema un ciclo económico. Pero sí
queremos poner de manifiesto que el argumento de Keynes de que el dinero
no puede crearse o de que no pueden emplearse otros bienes como sustitutos
del dinero carece de todo sentido ante la presencia de bancos (en realidad
también lo hace en ausencia de bancos, pues los agentes siempre tienen la
opción de crear promesas de pago e intentar saldar sus deudas con ellas,
como hacían los mercaderes en las ferias medievales). Los problemas de las
economías capitalistas modernas no habrá que buscarlos en la carestía de
medios de pago, sino, como veremos más ampliamente en el capítulo 6, en la
extraordinaria e imprudente elasticidad en su creación y en las consecuencias
de su destrucción acelerada.
Al cabo, si los medios de pago son un múltiplo del dinero atesorado (en
torno a 20 ó 50 veces superiores) resulta del todo absurdo acusar al
atesoramiento de dinero de ser excesivo y de cortocircuitar la transformación
de ahorro en inversión. ¿En qué sentido el atesoramiento de dinero puede
contraer el volumen de gasto total cuando los bancos colocan en el mercado
medios de pago equivalentes a 20 ó 50 veces ese dinero atesorado? En
ninguno: cuando los medios de pago en uso son varias veces superiores al
dinero atesorado, éste tendrá una influencia marginal sobre el gasto total.
Sería como decir que un hombre se ha muerto deshidratado por haberle
escondido las dos botellas de agua con las que preveía saciar su sed al tiempo
que se le han estado arrojando abundantes manguerazos de agua en toda la
boca.
Lo que en cambio sí tendrá una poderosísima influencia sobre el volumen
de gasto es un hecho que Keynes no analiza en su obra: la destrucción
acelerada de los medios de pago con los que se habían venido realizando
transacciones en el pasado. En concreto, si los bancos han monetizado
grandes cantidades de bienes futuros, los medios de pago empleados en
adquirir bienes presentes (los depósitos bancarios, por ejemplos) serán
superabundantes, de modo que su influencia sobre el gasto total, no sólo por
lo que se refiere a la cantidad nominal de ese gasto sino también a su
composición (qué tipos de bienes se demandan más o menos), será enorme.
Claro que si, por algún motivo, gran parte de esos medios de pago se
destruyen simultáneamente, sus repercusiones sobre el gasto total también
serán muy grandes. ¿Y cuál puede ser el motivo de que muchos de esos
medios de pago que ha creado la banca se destruyan? Pues que buena parte
de los bienes futuros que han monetizado las entidades de crédito jamás
lleguen a existir: es decir, que los créditos contra los que se crearon los
depósitos bancarios sean impagados.
Esta perturbación —que en el capítulo 6 comprobaremos que no es
exógena al sistema financiero, sino endógena a una cierta organización del
mismo— privará del gasto que el aparato productivo presente necesitaba para
seguir funcionando a pleno rendimiento, lo que lo forzará a que se reajuste a
la nueva realidad económica, una donde la identidad y las costumbres de
quienes gastan se han modificado de manera muy sustancial. Mas estos
cambios serán el resultado no del atesoramiento de dinero, sino de la
desaparición de medios de pago (otra cuestión es que, a lo largo de esa
incierta contracción crediticia, los agentes también atesoren más dinero que
antes). Como ya explicamos en el capítulo 1, esto no significa que la Ley de
Say no sea cierta (esto es, que la oferta agregada no sea igual a la demanda
agregada), lo que realmente significa es que existía una sobreproducción
parcial en algunos bienes presentes: se usaba demasiada oferta de bienes
futuros para inflar ciertas demandas presentes y, al desaparecer parte de esa
presunta oferta futura, también lo hace gran parte de la demanda presente
(por lo que la oferta agregada presente y futura sigue siendo igual a la
demanda agregada presente y futura). Es esa sobreproducción de ciertos
bienes presentes la que debe corregirse y para lo cual será necesario reajustar
la estructura productiva (los precios relativos y la ocupación de los factores
productivos) con tal de regresar al equilibrio; un reajuste que Keynes descarta
por hipótesis y que pretende solventar creando todavía más medios de pago.
Pero el problema de fondo es que se estaban demandando bienes presentes
ofertando unos bienes futuros que, debido a las contradicciones y distorsiones
internas de la estructura productiva, jamás llegarán a producirse; por tanto,
aquellos bienes presentes que sólo eran rentables al ser demandados merced a
esos bienes futuros no pueden seguir ofertándose: dado que crear más medios
de pago no da lugar a más bienes futuros, las distorsiones en la demanda
presente (ocasionadas por la repentina carestía de oferta futura) no pueden
arreglarse con más medios de pago.
Como decimos, ampliaremos estas reflexiones en el capítulo 6, pese a que
Keynes, cegado por su obsesión contra el atesoramiento de dinero, ni siquiera
las llega a mencionar, cuando son las auténticas dinámicas que se esconden
detrás de las fluctuaciones del gasto agregado y del nivel de empleo. De
momento, y habiendo demostrado que las hipótesis que formuló el inglés
sobre la oferta de dinero —que era fija y que no podía producirse o
complementarse en su uso— eran simplemente falsas, proseguimos con el
estudio de las falacias que tejió en torno a la demanda de dinero.
Para empezar, Keynes hace depender la demanda con motivo de
transacción y la demanda con motivo de precaución especialmente del
volumen de renta y tangencialmente del tipo de interés. Como veremos en los
próximos capítulos, Keynes asume en esta parte de la obra que los salarios y
los precios no varían (porque si se redujeran, como ya veremos en el
siguiente capítulo, podrían dar lugar a caídas en la renta agregada), de modo
que, bajo esta irreal hipótesis, el inglés no ve otra forma de satisfacer la
mayor necesidad de dinero para completar las transacciones que retirándolo
de la demanda de especulación; sin embargo, conviene tener presente que,
abandonando la irreal y restrictiva hipótesis de que los precios no pueden
caer, un mayor volumen de operaciones sin que aumente la cantidad de
dinero puede llevarse a cabo simplemente a través de reducciones en los
precios. Y, a su vez, estas reducciones generalizadas en los precios darán
lugar a un aumento del poder adquisitivo del oro (o del bien o conjunto de
bienes que en ese momento actúen como dinero), lo que estimulará su
producción (estabilizando a medio y largo plazo gran parte de las
oscilaciones de precios).
Pero además, incluso asumiendo una cierta estabilidad de precios, sería
posible que, como ya hemos visto, el propio aumento de la producción de
bienes y servicios generara, a través de su monetización por parte del sistema
bancario, los medios de pago alternativos al dinero que se necesitan para
llevar a cabo el incrementado volumen de transacciones. Por consiguiente,
cuando Keynes establece que:
M = M1 (Y, r) + M2 (r)
o bien caracterizamos M en un sentido amplio como la cantidad de dinero y
de medios de pago alternativos al dinero (de forma que un aumento de la
renta agregada dé lugar a un aumento de la demanda por motivo de
transacción y, también, a un aumento de M por la vía de una mayor cantidad
de medios de pago alternativos al dinero) o la caracterizamos en sentido
estricto como la cantidad de dinero, pero admitiendo entonces
que M1 depende no sólo de Y o r, sino también de la cantidad de sustitutos
monetarios que, a su vez, dependerá en parte de la renta agregada (esto es,
parte de la nueva demanda con motivo de transacción será satisfecha con los
medios de pago alternativos al dinero que generará el sistema bancario a
partir del incremento de Y).
En definitiva, en cualquier caso es erróneo suponer que todo aumento de
Y engendrará una mayor demanda por motivo de transacción y que ésta, al
reducir las disponibilidades de efectivo para la demanda con motivo de
especulación, incrementará los tipos de interés. Más bien, el mayor volumen
de operaciones se llevará a cabo o con caídas de precios, o con un incremento
en la cantidad de dinero y de medios de pago alternativos al dinero, o con una
mezcla de ambas.62
Por lo que se refiere a la demanda por motivo de precaución, el análisis que
despliega Keynes es tremendamente simplista. Lejos de depender del
volumen de renta, como pretende el inglés, esta demanda se mueve
esencialmente por la incertidumbre en torno al futuro o, por emplear
terminología keynesiana, por los estados de la confianza. Cuanto peores
sean las perspectivas económicas —es decir, cuanto más inciertos sean los
flujos futuros de caja de las distintas inversiones— más útil les resultará a los
empresarios incrementar sus saldos de caja con la finalidad de protegerse
frente a cambios imprevistos en el futuro.
Al fin y al cabo, unos mayores saldos de tesorería les permiten a los
agentes o compensar la no recepción de cobros que estaban previstos
o asumir la ejecución de pagos que no estaban previstos. Un empresario que,
por ejemplo, carece de tesorería y que confía en pagar a sus proveedores con
el dinero que recibe de sus clientes, se verá en dificultades si alguno de sus
clientes no le paga o si aparecen desembolsos extraordinarios que no había
previsto. En tal caso, tendrá que o pedir un crédito bancario —teniendo que
soportar el coste de unos tipos de interés que podrían ser desfavorables— o
liquidar parte de sus activos —lo que generalmente sólo podrá hacerse con
descuentos en sus precios, esto es, soportando pérdidas—.
La tesorería, pues, constituye un colchón para el empresario que le permite
o retener el control de ciertos activos (no liquidándolos gracias a la tesorería)
o acceder al control de otros (pudiéndolos adquirir gracias a la tesorería). Por
consiguiente, cuanto más probable resulte que los derechos de cobro sean
impagados o que aparezcan gastos extraordinarios —cuanto más incierto sea,
por tanto, el futuro— mayor será la utilidad —la prima de liquidez— de
demandar dinero con motivo de precaución. Obviamente, en este sentido, la
renta agregada jugará algún papel —a mayor cantidad y tamaño de
estructuras productoras de bienes y servicios, mayor necesidad conjunta de
todos los empresarios de garantizarse el control de más activos, lo que si los
precios no caen deberá hacerse con mayores reservas de efectivo—, pero en
todo caso será un efecto secundario.
De todas formas, aun cuando hagamos depender la demanda por motivo
de precaución del estado de la confianza, parece que una de las principales
tesis del sistema keynesiano —no explícita en La Teoría General— sigue en
pie: el aumento de la incertidumbre generará un aumento del atesoramiento,
lo cual, de acuerdo con Keynes, o bien restringirá el gasto en consumo o, más
previsiblemente, el gasto en inversión (haciendo aumentar los tipos de
interés, al liquidar los bonos para atesorar el dinero), lo que provocará una
contracción de la renta agregada y del volumen de empleo. Será posible, en
definitiva, que mientras los agentes atesoran una gran cantidad de saldos de
caja por temor al futuro, parte de los factores productivos —en especial el
trabajo— no encuentre empleo en ninguna parte de la economía (en especial
si sus precios no se ajustan a la baja para ser adquiridos a cambio de la menor
cantidad de dinero en circulación); sólo cuando la incertidumbre desaparezca
y los agentes económicos liberen sus saldos de tesorería en forma de mayor
gasto en consumo o en inversión, será posible, en todo caso, lograr el pleno
empleo.
El argumento keynesiano suena verosímil por cuanto la preferencia por la
liquidez sí tiene su influencia sobre los tipos de interés; el problema es que,
lejos de lo que cree el inglés, esa influencia no es única ni absolutamente
determinante, pues los tipos de interés en última instancia dependen de la
preferencia temporal y de la aversión al riesgo. Para empezar, debemos
matizar que, si bien hasta el momento hemos hablado, por simplicidad, sobre
el tipo de interés, conviene que nos volvamos más realistas: no existe un
único tipo de interés en el mercado, sino una pluralidad de tipos de interés en
función del plazo y del riesgo de los intercambios entre bienes presentes y
bienes futuros; el propio Keynes es consciente de ello, aunque no traza las
implicaciones pertinentes (p. 205). En otras palabras, el tipo de interés de
mercado será distinto para cada plazo y nivel de riesgo implicado en la
inversión. De hecho, en los mercados financieros, a esta pluralidad de tipos
de interés por plazo y riesgo se la conoce como «curva de rendimientos».
Así las cosas, si la preferencia por la liquidez aumenta porque los agentes
observan el futuro con mayor incertidumbre, lo que sucederá no será
que todos los tipos de interés aumentarán, sino que los tipos de interés de los
proyectos más a largo plazo y más arriesgados aumentarán, pasándose a
concentrar el capital en los proyectos más a corto plazo y con menos riesgo.
Como resultado, los tipos de interés a largo plazo subirán, pero los tipos de
interés a corto plazo bajarán.63 Por ejemplo, en el Gráfico 4 podemos
observar cómo afectaría un cambio en la prima de liquidez a una curva de
rendimientos típica: los tipos a largo se incrementan (el tipo a 30 años pasa
del 6,7% al 8%) y los tipos a corto se reducen (el tipo a un día cae desde el
1% al 0,2%).
En este sentido, el atesoramiento de dinero debe observarse como un caso
extremo de preferencia por la liquidez y de inversión en un bien de capital
absolutamente líquido, seguro y a nulo plazo como es el dinero. Más
atesoramiento de dinero, pues, empujará a que se produzcan caídas de precios
(incluyendo las de los salarios), lo que a su vez hará que sea más rentable la
extracción de oro de las minas (adonde se recolocará parte de los factores
desempleados tras el atesoramiento).
En caso de que la economía no disfrute de un sistema de patrón oro o éste
no pueda producirse en suficiente cantidad como para reabsorber todo el
desempleo, será posible producir otro tipo de bienes cuando se incremente el
atesoramiento, ya que el dinero no es el único activo donde esa preferencia
por la liquidez imprime su huella. Esos otros activos, prácticamente tan
buenos o líquidos como el dinero, jugarán un papel esencial a la hora de
satisfacer las necesidades de liquidez de los agentes: hablamos de las
promesas de pago respaldadas por bienes de consumo presentes con una
demanda muy elevada. Como sabemos, todo bien es susceptible de
monetización; pero ello no significa ni mucho menos que el cobro de todas
las promesas de pago sea igual de seguro (como ya hemos tenido ocasión de
comentar y como ampliaremos en el capítulo 6). El cobro de aquellas
promesas de pago garantizadas por bienes futuros dependerá de que esos
bienes futuros lleguen a producirse y venderse; en cambio, el de las promesas
respaldadas por bienes de consumo que ya existan y que además posean una
demanda muy intensa estará prácticamente asegurado, pues el margen para
que se produzcan a muy corto plazo cambios muy bruscos en las preferencias
de los consumidores en lo referente a aquella porción de los bienes más
demandados de la economía es tremendamente estrecho.
GRÁFICO 4
CURVA DE RENDIMIENTOS ANTE VARIACIONES
DE LA PRIMA DE LIQUIDEZ
Fuente: Elaboración propia.
Dicho de otra manera, habrá una fracción de todo el gasto en bienes de
consumo que será bastante rígido (alimentos, bebida, vestimenta…), de modo
que las promesas de pago a muy corto plazo que se emitan garantizadas por
la venta de ese tipo de bienes serán casi tan seguras como el propio dinero y
podrán venderse casi a la par, esto es, a tipos de interés muy bajos (la
diferencia entre el precio de venta y el importe nominal de esas promesas de
pago, como en el caso de los bonos, se corresponde con su tipo de interés).
Ese tipo de interés de esta clase de activos, debido a su importancia y entidad
propia, ha sido denominado por numerosos economistas como el «tipo de
descuento», y es el tipo que permite financiar la comercialización de estos
bienes de consumo altamente demandados. Los minoristas están en todo
momento comparando este tipo de descuento con la rentabilidad adicional
que les proporcionaría incrementar la cantidad o la variedad de las
mercancías que venden al público. En cierto modo, podríamos decir que el
tipo de descuento es el coste de oportunidad que debe batir el stock de
mercancías del minorista para que éste se decida a reponerlo después de
haberlo enajenado a los consumidores: si el tipo de descuento supera la
rentabilidad de las mercancías, el minorista no reinvertirá todos sus ingresos
por ventas en restablecer su inventario, sino que empleará parte de sus saldos
de caja para descontar las promesas de pago de otros minoristas; si, en
cambio, la rentabilidad esperada de las mercancías adicionales supera al tipo
de descuento, no sólo reinvertirá todos sus ingresos en reponer su inventario,
sino que incluso retirará parte de los fondos que pudiera tener invertidos en
promesas de pago para ampliar sus compras a los mayoristas. Así pues, un
menor tipo de descuento permite sufragar la comercialización (y por tanto la
producción) de una mayor cantidad de estos bienes y, viceversa, un mayor
tipo de descuento reduce la variedad y la cuantía de bienes comercializables.
El tipo de descuento se reduce notablemente cuando los agentes
económicos comienzan a atesorar dinero. Por un lado, porque muchos
agentes optarán por atesorarlo prestándoselo a la vista a los bancos (es decir,
depositando el dinero en el banco); y cuando éstos reciben más dinero
prestado a corto plazo, poseen un mayor margen para extender su crédito a
muy corto plazo (eso son precisamente los descuentos).64 Por otro, porque
aunque el dinero se atesore debajo del colchón (fenómeno cada vez
más infrecuente en las economías capitalistas modernas), los bancos podrán
incrementar sus descuentos contra promesas garantizadas por bienes
presentes y líquidos para atender la mayor demanda de depósitos bancarios
como medio de pago, tal como explicamos en la nota 60: por usar un lenguaje
keynesiano, el dinero en efectivo dejará de demandarse «con motivo de
transacción», por lo que los depósitos bancarios (creados contra promesas de
pago garantizadas por bienes presentes y líquidos) pasarán a utilizarse para
tal fin. La banca sólo tiene que acomodar la mayor demanda de medios de
pago bancarios mediantes más descuentos de promesas de calidad, para lo
cual puede que tenga que reducir su tipo de descuento ampliando el volumen
de sus operaciones.
Por ejemplo, imaginemos un minorista que pague al mayorista a tres meses
y cobre al contado de los consumidores. Si el tipo de descuento (del mercado
o de un banco) es del 5% anual (y por tanto del 1,25% trimestral), no
comprará mercancías que al trimestre le proporcionen un margen comercial
inferior al 1,25%, pues siempre puede prestar su tesorería al 1,25% en los
mercados monetarios (en este caso, el tipo de descuento actúa como coste de
oportunidad de sus saldos de tesorería). En cambio, si el tipo de descuento
anual cae al 1% anual, aceptará vender mercancías con un margen comercial
tan estrecho como del 0,25% trimestral; y lo hará por muy alta que sea su
preferencia por la liquidez, pues siempre puede adelantar el cobro de esas
mercancías en el mercado monetario pagando un tipo de descuento del
0,25%. Lo mismo podría decirse si suponemos que el minorista debe pagarle
al contado al mayorista y que por tanto tiene que pedir prestados los fondos
necesarios abonando el tipo de descuento: habrá más bienes que pueda
enajenar con estrecho margen comercial.
Por ello, podemos concluir que un aumento de la preferencia por la
liquidez, en la medida en que dará lugar a un aumento de los tipos de interés
a largo plazo pero a una caída de los tipos de descuento, restringirá la
inversión en proyectos empresariales a muy largo plazo y la incrementará en
bienes de consumo altamente demandados. Los factores productivos, pues, en
ningún caso quedarán desempleados ante los aumentos de la preferencia por
la liquidez por motivo de precaución. Ya sea mediante un aumento del
atesoramiento que reduzca los precios e incremente la rentabilidad de
producir oro o mediante una reducción del tipo de descuento que haga más
rentable la producción de bienes de consumo altamente demandados, todos
los factores encontrarán ocupación, siempre que acepten la eventual merma
en sus remuneraciones resultante de participar en empresas menos
productivas (mas, si no la aceptan, no puede hablarse de desempleo
involuntario, pues sólo significaría que la desutilidad del trabajo supera su
productividad marginal).
Lo que sucede, en definitiva, no es que una parte de los recursos se quede
sin empleo porque se desee gastar menos, sino que se opta por gastar de otra
manera, de forma que el empleo ha de distribuirse desde unos proyectos a
muy largo plazo y muy inseguros a otros a muy corto plazo y muy seguros
(oro y bienes de consumo altamente demandados). Podremos lamentar que el
conjunto del sistema económico se vuelva menos productivo por renunciar a
proyectos de gran envergadura que utilizan mucho tiempo y que serían
mucho más eficientes, pero en ningún caso cabe tildar la decisión de
irracional; al fin y al cabo, si el conjunto de los agentes observan el futuro
como más incierto, es lógico que parte de los recursos se concentren en
inversiones a muy corto plazo y muy seguras hasta que la incertidumbre se
despeje. Si en este clima los agentes mantuvieran sus inversiones a largo
plazo, cualquier choque súbito que alterara significativamente las condiciones
económicas y las expectativas los llevaría a abandonar parte de esos
proyectos a largo plazo, dilapidando todo el capital que hubiesen
inmovilizado en ellos.
Sin embargo, lo cierto es que, como ya hemos visto, para Keynes los tipos
de interés no dependen de la demanda de dinero por motivo de precaución,
sino de la demanda por motivo de especulación. Todas las críticas anteriores
también pueden utilizarse para analizar este tipo de demanda y para refutar
muchas de las funestas implicaciones que desarrolla el inglés, mas, en
cualquier caso, hay otras nuevas críticas que debemos efectuar en relación
con el concepto de demanda especulativa de dinero de Keynes. Y es que, en
contra de lo que opina nuestro autor, el atesoramiento sólo puede generar a
corto plazo alteraciones en los tipos de interés si nos encontramos en
mercados muy primitivos y desorganizados, donde prácticamente todas las
transacciones se efectúen al contado (pp. 170-171).
En un mercado moderno, los especuladores que deseen apostar por que los
tipos de interés van a aumentar en el futuro (y por tanto el precio de los bonos
a reducirse) no necesitan en absoluto atesorar el dinero esperando el
momento en que los tipos suban: perfectamente pueden comprar
opciones put sobre los bonos (derechos a vender el bono a un determinado
precio) o vender los propios bonos en el mercado de futuros, cubriéndose por
ambas vías del riesgo de variación del precio del bono. Por ejemplo, si el
tenedor de un bono a perpetuidad que paga 100 um anuales con los tipos de
interés de mercado al 4% espera que dentro de un año caiga el precio del
bono desde 2.500 um a 2.000 um (esto es, espera que los tipos suban del 4%
al 5% en un año), puede comprar una opción put por 20 um que le da derecho
a vender el bono durante los próximos cinco años a cambio de 2.500 um,
cubriéndose así del riesgo de depreciación (de hecho, en la actualidad, ya es
posible adquirir bonos que llevan incorporada la opción de venta, los
llamados puttable bonds). Asimismo, el bonista también puede firmar un
contrato para vender el bono dentro de un año a cambio de 2.500 um —a
aquellas personas que no anticipen ese cambio o que, de hecho, esperen que
los tipos de interés sigan cayendo—, cubriéndose de este modo del riesgo de
que los tipos de interés suban sin necesidad de atesorar efectivo: durante el
año percibirá la renta de 100 um y al finalizar el año venderá el bono por
2.500 um.
Por supuesto, podría suceder que nadie le quisiera comprar al inversor su
bono por 2.500 um; tal sería el caso cuando las expectativas mayoritarias o
unánimes del mercado fueran que los tipos de interés subirán en doce meses,
de modo que su precio futuro fuera de, por ejemplo, 2.000 um. Pero, en ese
supuesto, el precio presente del bono también se reduciría muy rápidamente
vía arbitraje (vender el bono al contado para recomprarlo a su reducido precio
futuro), con lo que los tipos de interés presentes se incrementarían por
motivos muy distintos a los afirmados por Keynes: no porque se atesore más
dinero en el presente, sino porque se espera que los tipos futuros sean
mayores. Y, obviamente, ni siquiera Keynes puede llegar a afirmar que se
esperan subidas en los tipos de interés futuros porque se espera que el
atesoramiento especulativo futuro sea mayor, pues esto no sería más que una
petición de principios: los tipos subirían porque se esperaría un mayor
atesoramiento de dinero y se esperaría un mayor atesoramiento de dinero
porque se esperaría que los tipos suban.
En otras palabras, no estamos negando que las expectativas de tipos de
interés futuros afecten a los tipos de interés presentes: si se espera que la
preferencia temporal o la aversión al riesgo futura sean mayores, será preciso
invertir menos a largo plazo (subidas de los tipos a largo) e invertir más a
corto plazo (caídas de tipos a corto), para que así los más impacientes
ahorradores puedan disponer de bienes de consumo en un futuro más
cercano. Lo que sí negamos es que, en contra de la opinión de Keynes, los
tipos de interés presentes vengan determinados por la demanda especulativa
de dinero: gracias a la existencia de mercados de futuros o de opciones sobre
bonos, los agentes pueden expresar sus expectativas de que los tipos van a
subir vendiendo los bonos a futuro o comprando opciones put; asimismo,
pueden apostar por que van a mantenerse o a bajar adquiriendo bonos en el
mercado de futuros o vendiendo opciones put, sin necesidad de que ninguno
de ellos demande tesorería hoy para especular en torno al precio futuro. No
hay, pues, ninguna relación entre la demanda de caja por este motivo y los
tipos de interés, precisamente gracias a la existencia de mercados donde se
pueden realizar transacciones sobre el futuro; será el arbitraje entre los
precios futuros de los bonos, determinados por las expectativas de los
inversores, y sus precios presentes lo que establecerá en cada momento los
tipos de interés a cada plazo: si muchos de ellos esperan caídas futuras en el
precio de los bonos, los precios presentes se verán presionados a la baja (esto
es, los tipos de interés subirán, lo que llevará a que los proyectos menos
rentables por unidad de tiempo se vayan liquidando) y si se cree que se
estabilizarán o aumentarán, los precios actuales de los bonos se verán
empujados al alza (los tipos de interés bajarán, permitiendo ampliar los
proyectos menos rentables por unidad de tiempo).
Paradójicamente, como ya hemos apuntado antes, Keynes atribuye la
demanda especulativa de dinero a la existencia de un mercado organizado, a
saber, a la existencia de un mercado donde, entre otras transacciones, pueden
perfeccionarse contratos de futuro y sobre opciones: «La existencia de esta
clase de mercado organizado abre las vías para que, al amparo de la
especulación, la preferencia por la liquidez experimente fluctuaciones de
cierta amplitud» (pp. 170-171). Más bien es justo al revés: cuando no existen
mercados organizados, la influencia de las expectativas de los especuladores
sobre los precios presentes de los bonos es mucho más intensa.65
Así, en mercados no organizados, donde la única forma de apostar por
subidas en los tipos de interés futuros fuera atesorando dinero (o en mercados
organizados donde no todos los bonistas que esperan subidas de tipos
recurren al mercado de futuros o a las opciones para cubrirse), sí es cierto que
la demanda especulativa de dinero ejercería su influencia sobre los tipos de
interés, pero no de la manera que describe Keynes. El inglés sostiene que los
aumentos de los tipos de interés dan lugar a pérdidas de capital en los bonos a
largo plazo que pueden cuantificarse como «la diferencia entre los cuadrados
del tipo antiguo y el nuevo» (p. 202); así, si los tipos de interés se sitúan en el
4%, todo inversor preferirá atesorar el dinero si espera que los tipos de interés
aumenten año a año más de un 4% (el cuadrado del tipo antiguo): el valor de
una perpetuidad que abone 100 um anuales será, a unos tipos de interés de
mercado del 4%, de 2.500 um; si los tipos de interés de mercado pasan del
4% al 4,2% (o sea, aumentan un 5%), entonces el valor del bono a
perpetuidad caerá a 2.380 um: una pérdida de 120 um, superior al pago anual
de intereses de 100. En el caso de que los tipos de interés de mercado se
situaran en el 2%, simplemente haría falta que aumentaran al 2,04% (un
incremento del 2%) para inducir al atesoramiento y cortocircuitar la relación
ahorro-inversión.
Pero, como de costumbre, Keynes exagera. El inglés habla de «deuda a
largo plazo» (p. 202) cuando en sus ejemplos numéricos lo que tiene en la
cabeza son bonos a perpetuidad, es decir, bonos que jamás devuelven el
principal. Si en lugar de considerar el bono a perpetuidad —instrumento
financiero con el que no se financian las empresas— consideramos el bono a
10 años, veremos que las subidas de tipos que hacen falta para inducir al
atesoramiento según Keynes son muy superiores al cuadrado del que nos
habla. Así, si el tipo de interés de mercado es del 4%, un bono a 10 años con
principal de 1.000 um y que pague 40 um al año tendrá un valor de mercado
igual a su nominal: 1.000 um. Si en este caso, los tipos de interés de mercado
pasan del 4% al 4,16% (el límite que establecía Keynes para que compensara
retener el bono), el precio de mercado del bono se reduciría a 987 um: una
pérdida de 13 um frente a una ganancia por pago de interés de 40 um. Para
que los inversores prefirieran atesorar el dinero antes que invertirlo en un
bono a 10 años, debería esperarse que los tipos de interés aumentaran a un
ritmo de más del 12,5% anual, esto es, que pasaran del 4% al 4,5%, del 4,5%
al 5,06%, etc.66 Cuanto más reducimos la vida del bono, más intensa ha de
ser la subida de tipos esperada para que incentive al atesoramiento
especulativo entre los inversores: en los bonos a 5 años haría falta una subida
del 22,5% anual y en los bonos a 2 años, de más del 50%.
Por consiguiente, en ausencia de mercados de futuros, cuando una parte de
los inversores esperen subidas de tipos de interés, lejos de pasarse todos ellos
al atesoramiento, optarán por invertir sus saldos de caja en bonos con un
plazo menor, lo que obligará a los empresarios a reducir el plazo de sus
inversiones. Nuevamente: en abstracto, esto podrá parecer algo muy
negativo, pero no olvidemos que, como sucedía con los cambios en los tipos
de interés actuales provocados por el arbitraje con los tipos futuros, cuando se
esperan subidas de tipos de interés en el futuro será porque se prevé que el
ahorro futuro sea menor en relación con la demanda de inversión a ese plazo,
esto es, se espera que los consumidores estén dispuestos a retrasar su
consumo durante menos tiempo, lo que implica que los empresarios deberán
proporcionarles los bienes de consumo que demandan antes (es decir, tendrán
que reducir el plazo de maduración de sus inversiones en plena sintonía con
los movimientos alcistas de los tipos de interés).
En definitiva, la preferencia por la liquidez por motivos especulativos no
ejercerá influencia alguna sobre los tipos de interés en presencia de mercados
organizados, pues los agentes podrán trasladar sus expectativas sobre los
tipos de interés futuros por vías distintas al atesoramiento de dinero. Dicho de
otro modo, con mercados organizados apenas habrá atesoramiento de dinero
con el propósito de especular sobre los tipos de interés futuros, sino que los
agentes influirán en los tipos presentes con otros instrumentos financieros.
Pero, además, en mercados no organizados (o en mercados organizados poco
desarrollados) tampoco se recurrirá al atesoramiento de dinero para especular
sobre los tipos de interés futuros, salvo que los agentes esperen movimientos
extremos y explosivos en los tipos de interés futuros: como norma general, se
limitarán a trasladar el capital que tenían invertido en deuda a largo plazo
hacia deuda a más corto plazo, alineando los proyectos empresariales a las
nuevas preferencias más cortoplacistas de los ahorradores. Asimismo, la
preferencia por la liquidez derivada del motivo de precaución también
ejercerá influencia sobre los tipos de interés —con o sin mercados
organizados—, incrementando los tipos de interés a largo plazo y reduciendo
los tipos a corto(incluyendo el tipo de descuento), lo que incentivará a los
empresarios a concentrarse en proyectos empresariales muy líquidos y
seguros, alineándolos con las nuevas expectativas de incertidumbre de
los ahorradores. En todo caso, ni la demanda especulativa ni la demanda
precaucionaria de dinero condenarán a los factores productivos al desempleo
involuntario: sólo les darán otros usos (Figura 2).
De hecho, si la relación entre atesoramiento de dinero y tipos de interés
fuera tan simple como la planteada por Keynes —a mayor preferencia por la
liquidez, mayor atesoramiento y mayores tipos de interés— cabría esperar
que históricamente los períodos con bajo atesoramiento se correspondieran
con períodos de bajos tipos de interés y los períodos con elevado
atesoramiento con períodos de altos tipos de interés. El propio Keynes, en un
artículo académico publicado un año después de La Teoría General, realizaba
esta misma afirmación: «Con la crisis, la preferencia por la liquidez se
incrementa rápidamente y esto da lugar no tanto a un aumento del
atesoramiento —dado que habrá poco efectivo adicional que poder atesorar—
sino en una subida drástica de los tipos de interés: el precio de los bonos
caerá hasta que aquellos que desearan mantenerse líquidos sean persuadidos
de que la idea ya no tiene sentido al nuevo precio de los bonos. Un
incremento del tipo de interés es una alternativa al incremento del
atesoramiento para satisfacer la mayor preferencia por la liquidez».67
FIGURA 2
Sin embargo, la evidencia histórica muestra exactamente lo contrario: en
los períodos en los que las reservas bancarias en relación con los activos
totales decrecían (esto es, cuando la preferencia por la liquidez era más baja),
los tipos de interés y de descuento se mantenían estables o se incrementaban,
y cuando éstas se dispararon (cuando la preferencia por la liquidez era más
alta), los tipos de interés y descuento se hundieron. La experiencia
estadounidense durante la Gran Depresión, época en la que Keynes escribió
su obra, es suficientemente ilustrativa (Gráfico 5).
En el gráfico podemos observar cómo, de acuerdo con nuestras
explicaciones, los tipos de interés a corto plazo (del papel comercial) o más
seguros (Aaa) decrecieron a lo largo de la década de los 30 muy
significativamente con respecto a los tipos imperantes a finales de la década
de los 20, mientras que los tipos de los activos más arriesgados (Baa)
subieron para luego regresar al mismo nivel (o incluso uno ligeramente más
bajo).
Lo mismo ha sucedido en los últimos años, entre 2005 y 2010 (Gráfico 6).
Desde 2005 a finales de 2008, las reservas de los bancos sobre el activo total
descendieron al tiempo que los tipos de interés o se mantenían o subían,
mientras que desde finales de 2008 a 2010, las reservas bancarias se
dispararon y los tipos de interés descendieron de manera significativa.
GRÁFICO 5
TIPOS DE INTERÉS Y RESERVAS BANCARIAS EN EE.UU.
(1920-1940)

Fuente: Federal Reserve. 1943. Banking and Monetary Statistics.


Washington, D.C.: National Capital Press.
GRÁFICO 6
TIPOS DE INTERÉS Y RESERVAS BANCARIAS EN EE.UU.
(2005-2010)

Fuente: Federal Reserve Saint Louis.


La historia se compatibiliza muy mal con la teoría keynesiana. El inglés
pensó que si el atesoramiento era muy alto, la oferta de crédito se vería
restringida, de modo que los tipos de interés subirían. De lo que no se dio
cuenta es de que, como dijimos, la oferta no se reduce para todos los activos
y de que, además, si los ahorradores atesoran su capital porque no quieren
prestar el dinero, los inversores tampoco querrán pedir prestado para
inmovilizarlo: al cabo, quien presta el dinero lo está invirtiendo (los bancos
invierten su dinero cuando extienden un crédito hipotecario o empresarial),
de forma que es absurdo suponer que habrá una renuencia a invertirlo por la
vía del préstamo, pero que no la habrá a inmovilizarlo en bienes de capital y,
por tanto, a pedirlo prestado: la caída de la oferta de crédito a largo plazo va
de la mano de una caída de la demanda de crédito, con lo que los tipos de
interés, lejos de subir, bajarán.
La única explicación que permitiría compatibilizar la renuencia a prestar
y a invertir el dinero con las subidas de tipos sería que Keynes supusiera que,
al tiempo que se desploma la demanda de crédito para invertir el dinero, se
dispara la demanda de crédito para atesorar el dinero. ¿Problema? Pedir
dinero prestado para atesorarlo es un absurdo económico que nadie realiza
precisamente porque el atesoramiento de dinero no genera ningún
rendimiento explícito: nadie pide prestadas 100 um hoy a cambio de tener
que devolver 105 um mañana, si no piensa darles ningún uso a esas 100 um.
En definitiva, el tipo de interés no depende de la demanda de dinero, sino
en lo fundamental de la preferencia temporal y de la aversión al riesgo. Serán
estos parámetros —que por definición, y merced a la alternativa que
proporciona el atesoramiento de dinero en una sociedad capitalista, siempre
serán positivos— los que determinarán el coste de oportunidad intertemporal
que deberán batir las inversiones para ser emprendidas. Al contrario de lo que
sugiere Keynes, el tipo de interés no es un obstáculo para la acumulación de
capital, sino la prueba del algodón de que una determinada inmovilización de
los recursos es pertinente y de que genera valor para todos los agentes
implicados, incluyendo el capitalista, que aporta un elemento tan esencial al
plan de producción como es el tiempo.
Por último, conviene hacer una somera mención a una de las consecuencias
que tendría sobre el sistema económico adoptar una de las recomendaciones
de Keynes: la compra de bonos a largo plazo por parte del banco central para
mantener artificialmente bajos los tipos de interés (el resto de consecuencias
y de propuestas las analizaremos a lo largo del resto de la obra).
Como sabemos, el inglés defiende esta política para combatir lo que más
adelante se conoció como «trampa de la liquidez», a saber, la cota de tipos de
interés a partir de la cual los agentes atesoran todo su dinero por no estar
dispuestos a invertirlo debido al creciente riesgo de que los tipos repunten en
el futuro cercano y ello erosione su capital. La propuesta que realiza Keynes
consiste en que el banco central monetice toda la deuda a largo plazo que sea
suficiente para generar la expectativa de que los tipos de interés no subirán
bajo ningún supuesto, de modo que, por muy bajos que se encuentren los
tipos, haya incentivos para invertir el dinero atesorado por los agentes.
Como comprobaremos en el capítulo 6, en los momentos en los que los
agentes todavía disponen de cierto margen para continuar endeudándose, la
rebaja artificial de los tipos de interés tenderá a provocar una expansión
crediticia artificial que a medio plazo degenerará en una crisis económica. No
obstante, el problema de la trampa de la liquidez que desconcertaba a Keynes
no era éste, sino el de la renuencia de los agentes a invertir en tiempos de
depresión por muy bajos que estuvieran los tipos de interés. ¿Por qué durante
las depresiones el atesoramiento de los agentes aumentaba muy
sustancialmente en lugar de invertir pese a los bajos tipos de interés del
dinero? (los gráficos anteriores nos muestran perfectamente esta doble
circunstancia: reservas bancarias en máximos y tipos de interés en mínimos).
La única respuesta que supo encontrar el inglés fueron las expectativas de
que los tipos de interés aumentarían en el futuro cercano.
El problema de Keynes es que no se realizó las preguntas adecuadas y, por
tanto, erró en su diagnóstico. Lo relevante en momentos de depresión no es
por qué los agentes no siguen invirtiendo y endeudándose pese a tener mucha
tesorería, sino por qué no destinan parte de esa inusualmente elevada
tesorería a amortizar de manera anticipada su deuda. Al fin y al cabo, si una
crisis viene caracterizada, como veremos, por un exceso de deuda destinada a
sufragar malas inversiones (por una excesiva e imprudente monetización de
bienes futuros), parecería lógico que los agentes no inviertan y no se
endeuden más hasta haber reducido sus malas inversiones y su
endeudamiento previo, pero, ¿por qué, si disponen de reservas de tesorería,
no amortizan anticipadamente sus pasivos (por los que tienen que pagar unos
intereses)?
La razón se encuentra en la misma política que prescribe Keynes: si se
generalizan las expectativas de que los tipos de interés se mantendrán
artificialmente bajos durante mucho tiempo, los agentes carecerán de todo
incentivo para prepagar sus deudas. Y es que, cuanto más bajos sean y se
espere que sigan siendo los tipos de interés, más costoso o menos interesante
les resulta a los agentes amortizarlas anticipadamente.
En el caso de las deudas con tipos de interés variables resulta bastante
claro: si los tipos de interés caen al 0% y se espera que continúen a ese nivel
durante, por ejemplo, cinco años, a nadie le interesará prepagar sus deudas a
cinco años vista. La razón es que, si no se abonan intereses, resulta absurdo
adelantar el pago de una deuda: el agente se encuentra en una posición de
mayor liquidez si guarda su tesorería y amortiza sus pasivos al cabo de cinco
años que si entrega su tesorería para prepagarla; en el primer caso, tiene
tesorería que no le es exigible hasta dentro de cinco años y, en el segundo, se
libera de la carga de que se le exija tesorería dentro de cinco años, pero a
costa de renunciar a la disponibilidad del dinero durante esos cinco años.
En el caso de las deudas a tipo fijo, debemos recordar que cuando caen los
tipos de interés de mercado, el precio de los bonos se incrementa, lo
que significa que aquellas compañías que quieran recomprar su deuda, esto
es, amortizarla anticipadamente, deberán pagar el precio incrementado. En el
siguiente cuadro podemos comparar cuál es el efecto de que los tipos de
interés caigan del 5% al 0% sobre el precio de un bono con un principal de
1.000 um y que paga durante cinco años un cupón fijo de 100 um:

En otras palabras, al rebajar los tipos de interés, el coste de las deudas a


tipo fijo se incrementa, hasta el punto de que con tipos al 0% el deudor sólo
puede prepagar sus obligaciones abonando el importe nominal de todos los
cupones de intereses futuros, lo cual obviamente desincentiva su devolución
por mucha tesorería de que se disponga.
En resumen, la política que propugnaba Keynes para combatir la trampa de
la liquidez, consistente en mantener los tipos de interés artificialmente bajos
durante prolongados períodos de tiempo, es en realidad la responsable de que
esa trampa de la liquidez se produzca y de que se postergue la amortización
anticipada de las deudas. Al fin y al cabo, si los bajos tipos de interés
estimulan el endeudamiento cuando los agentes están dispuestos a
endeudarse, también refrenarán, y por los mismos motivos, el
desapalancamiento cuando los agentes no deseen seguir acumulando más
pasivos.
III. Conclusión
El principal responsable para Keynes de que la inversión privada no alcance
niveles lo suficientemente elevados como para garantizar el pleno empleo es
la especulación. Por el lado de la eficiencia marginal del capital, la
especulación socava el estado de confianza, hundiendo la rentabilidad
esperada de las inversiones. Por el lado de los tipos de interés, la demanda
especulativa de dinero provoca que los tipos del dinero sean artificialmente
altos, volviendo submarginales multitud de alternativas de inversión.
La realidad, sin embargo, es que ni la especulación socava el estado de la
confianza ni es responsable del atesoramiento (ni éste provoca un alza
general en los tipos de interés). En todo caso, cabrá decir que la
incertidumbre en torno al futuro es lo que hunde la eficiencia marginal del
capital, lo que da paso al atesoramiento y lo que eleva los tipos de interés a
más largo plazo y relacionados con las inversiones más arriesgadas. Mas esta
incertidumbre tendrá bien poco que ver con la especulación, sobre todo
cuando adquiera un carácter prolongado.
La incertidumbre, en todo caso, vendrá causada o bien por cuestiones
institucionales (un Estado muy intervencionista, como el que deseaba
Keynes, que amenaza con una expropiación total o parcial de los patrimonios
familiares o empresariales) o por razones económicas. En este último caso, si
la economía se halla sumergida en una crisis donde los patrones de
especialización productivos de las empresas se han mostrado fallidos, pero no
están claros cuáles son los modelos de negocio que serán rentables en el
futuro, lo lógico será que, como hemos indicado, los agentes pasen a atesorar
su capital a la espera de que poco a poco se vaya clarificando la situación y
puedan volver a meter sus ahorros en inversiones a largo plazo. Hasta ese
momento, parece bastante sensato que estén dispuestos a invertir en
proyectos a corto plazo, pues son los que presentan un menor grado de
incertidumbre y de iliquidez (rápidamente recuperan el capital invertido).
Y, siendo ello así, las soluciones a esa incertidumbre que refrena la
inversión no consistirán en ninguna de las propugnadas por Keynes —que
sólo tienden a restringir el margen de actuación empresarial, a penalizar el
ahorro o a añadir nuevas distorsiones e incertidumbre sobre la estructura
productiva— sino en todo lo contrario: disponer de un marco estable y
creíble para las relaciones económicas (con el objetivo de minimizar la
incertidumbre institucional) y permitir que sean liquidados todos los errores
de inversión previos que lastran la emergencia de nuevos proyectos
empresariales y que han sido financiados con una deuda que en parte
resultará impagable (con el objetivo de minimizar la incertidumbre
económica).
En ausencia de estas incertidumbres, no habrá ningún obstáculo para la
plena ocupación de recursos (e incluso con esas incertidumbres tampoco lo
habría si los agentes aceptaran rebajar sus remuneraciones lo suficiente como
para compensar la merma en la rentabilidad esperada derivada de la
incertidumbre), pues incluso el atesoramiento de dinero genera
endógenamente la demanda de factores productivos para incrementar la
producción de dinero o de bienes de consumo altamente líquidos que puedan
monetizarse. El tipo de interés a cada plazo y riesgo, al contrario de lo que
sostiene Keynes, no es un obstáculo para la acumulación de capital, sino el
punto focal al que tenderán a converger todas las inversiones a ese plazo y
riesgo, por ser un reflejo fundamentalmente de la preferencia temporal y de la
aversión al riesgo de los agentes, esto es, del tiempo que están dispuestos a
esperar y del riesgo que están dispuestos a asumir los capitalistas hasta ver
completadas sus inversiones.
Capítulo 5
LOS EFECTOS REALES Y
NOMINALES
DE LAS VARIACIONES DE LOS
SALARIOS
Recordemos que Keynes comienza su asalto contra la economía clásica
denunciando que el equilibrio en el mercado de trabajo lo determinan
los salarios reales, cuando desgraciadamente trabajadores y empresarios
sólo son capaces de acordar el nivel de salarios nominales. Los clásicos
asumían que para rebajar los salarios reales bastaba con reducir los nominales
(si el nivel de precios se mantenía constante, ocurría el ajuste deseado), pero
para Keynes las reducciones en los salarios nominales generaban caídas
proporcionales en el nivel de precios que dejaban los salarios reales en el
mismo lugar; de hecho, incluso podía suceder que las minoraciones de los
salarios nominales engendraran caídas sobreproporcionales en los precios que
elevaran los salarios reales. Su libro V se dirige precisamente a demostrar que
sus hipótesis sobre el comportamiento de precios y salarios son correctas,
pues en las páginas anteriores el inglés asumió explícitamente que los salarios
reales se mantenían constantes. ¿Acaso no podría lograrse el equilibrio en el
sistema simplemente abandonando esa arbitraria hipótesis de que son
constantes?
Los capítulos 19 y 20 de La Teoría General se dedican a analizar lo que
podríamos llamar los efectos de tipo real de las variaciones de los salarios
nominales: cómo influyen las reducciones o los incrementos de los salarios
sobre la demanda agregada y, a través de ella, sobre la demanda efectiva y el
nivel general de empleo (esto es, básicamente por qué las reducciones de
salarios no incrementan el nivel de empleo y por qué es preferible
incrementar la cantidad de dinero para conseguirlo). El capítulo 21, por su
lado, lo destinará a refutar la teoría cuantitativa del dinero y a estudiar la
correcta relación entre las variaciones del nivel de precios y los cambios en
los salarios nominales, la renta agregada y la cantidad de dinero (esto es,
por qué los precios varían en la misma dirección que los salarios y por qué
los incrementos en la cantidad de dinero no pueden reputarse inflacionistas
antes de alcanzar el pleno empleo). Por nuestro lado, seguiremos este simple
esquema: empezaremos describiendo y criticando los razonamientos de
Keynes en torno a los efectos sobre la producción que acarrean las
variaciones de los salarios nominales y, seguidamente, haremos lo propio con
sus efectos sobre los precios.
I. Efectos sobre la producción
Para Keynes, la economía clásica fracasa por suponer que la perfecta
flexibilidad de precios, en especial de los salarios, es lo que permite el ajuste
instantáneo de todo el sistema productivo, incluyendo la consecución del
pleno empleo: si los salarios son flexibles, el pleno empleo llegará de manera
automática e inmediata; si los salarios son rígidos, se producirán desajustes
insolubles.
Por supuesto, dentro de esa amalgama de pensadores que Keynes llamaba
«la economía clásica» había numerosos economistas que sí eran conscientes
de que, sobre todo en momentos de crisis, el ajuste de salarios no tenía por
qué garantizar un inmediato pleno empleo; al contrario, lo único que la
flexibilidad salarial garantizaba era que éste llegara tan rápido como fuera
posible. Si, por ejemplo, una parte de la estructura productiva ha dejado de
satisfacer las necesidades de los consumidores, los trabajadores ocupados en
esas empresas quedarán desempleados, de modo que los empresarios deberán
invertir su tiempo y sus recursos en buscar y trazar nuevos planes de negocio
que, al comienzo y hasta que acumulen un volumen mayor de bienes de
capital, serán tan poco productivos que sólo podrán ofrecer salarios en
muchos casos demasiado bajos como para que los parados opten por
abandonar el desempleo.
En otras palabras, esas nuevas áreas de la economía ni tienen por qué
emerger de manera instantánea ni los desempleados tienen por qué estar
dispuestos a aceptar los bajos salarios que se les pueden ofrecer, persistiendo,
en consecuencia, el desempleo durante un largo período de tiempo (si bien no
se trataría de un desempleo involuntario). Pero, siendo lo anterior cierto,
también lo es que la rigidez salarial sólo servirá para retrasar y obstaculizar el
surgimiento y desarrollo de estos nuevos sectores económicos, en tanto en
cuanto si los sueldos no pueden reducirse, los trabajadores quedarán
desempleados, lo deseen o no, y las empresas que necesitarían contratarlos
para iniciar sus operaciones no podrán llegar a nacer.
El inglés, empero, tergiversa completamente lo que él llama la posición
clásica para arrimarla a su esquema teórico: según Keynes, los economistas
clásicos no estaban diciendo que para poder crear empleo era necesario que
cada trabajador no exigiera una remuneración superior a aquel valor que él
contribuye a generar (es decir, que su salario fuera igual o inferior al valor
actual de su productividad marginal), sino que la reducción de los salarios
permitiría recortar los precios de venta de las mercancías y gracias a ello
estimular la demanda agregada, la cual elevaría la demanda efectiva hasta
que, al nuevo salario rebajado, la productividad del tejido empresarial
comenzara a caer y los precios de venta comenzaran a subir, cesando
entonces las nuevas contrataciones (pp. 257-258).
Desde luego, como en casi todas las tergiversaciones de Keynes, en
ésta había su poso de verdad, pues el efecto indirecto de que un trabajador
desempleo vuelva a estar contratado (cuando ajusta el salario nominal que
demanda a su nueva productividad marginal) es que su demanda por otros
productos se incrementará y, por esta vía, la productividad marginal de los
trabajadores dedicados a fabricar esos otros bienes también lo hará. O dicho
de otra manera, la consecuencia de un ajuste de los salarios nominales a la
productividad marginal del trabajo es que el gasto agregado aumentará
(porque lo habrá hecho, a su vez, la producción agregada) y, como
consecuencia, las reducciones necesarias de salarios en otros sectores serán
menores que si los primeros obreros no hubiesen aceptado a su vez sueldos
nominales más bajos. Por ejemplo, supongamos que en la economía sólo hay
dos sectores: agricultura e industria; siendo que los agricultores compran a
los industriales y viceversa. Si la productividad marginal de ambos sectores
se desploma, ambos deberán minorar sus salarios para que se les pueda
emplear, pero si, verbigracia, los agricultores se niegan a aceptar caídas
sustanciales en sus salarios y el desempleo se generaliza en ese sector, los
industriales tendrán que padecer recortes de salarios todavía mayores, pues el
desempleo agrícola hará que su productividad sea mucho menor de lo que
habría sido con la minoración salarial en el campo. Mas fijémonos que en
tales casos el empleo total no se incrementa porque el gasto total haya
aumentado per se, sino porque los ajustes de salarios permiten que la
producción total —y por tanto el gasto total— se incremente. La demanda
adicional a los industriales equivale al incremento de la oferta de los
agricultores que ha sido posible por no haberse empeñado en cobrar salarios
más elevados de los que podían abonarse.
Keynes, sin embargo, trastoca el orden de casualidad y cree que la
reducción de salarios es necesaria para así poder minorar los precios e
incrementar la demanda agregada determinada por todo el dinero no
atesorado con motivos especulativos. De ahí que el inglés concibiera la rebaja
salarial como una política a adoptar de una vez para la totalidad de los
salarios con la finalidad de estimular la demanda agregada, en vez de
reputarla como un ajuste sectorial en el que solo algunos salarios se reducían
hasta equipararse a su productividad marginal descontada. Según la versión
clásica tergiversada por Keynes, si los salarios caían, los precios caían y por
tanto la gente podía demandar una mayor cantidad de bienes y servicios.
Sucede que en esta inadecuada descripción de la teoría clásica hay
un punto extremadamente débil: ¿acaso si los salarios se rebajan no caerá
también la demanda? Es aquí donde el inglés considera que su análisis es más
general que el de los clásicos, el cual, de acuerdo con el muñeco de paja que
ha construido, asume que la demanda agregada permanece constante una vez
los salarios caen (pp. 258-259), de modo que si la producción es la misma y
las unidades de salario son más pequeñas, necesariamente la ocupación será
mayor.
Básicamente, lo que dice Keynes es que si la renta agregada son 10.000
unidades monetarias y la unidad salario es de 2 um, la renta agregada en
unidades salarios será de 5.000. Si la unidad salario se reduce de 2 a 0,5, la
renta agregada en términos de unidades salario pasará a ser de 20.000, lo que
significa que habrá más gente ocupada según su interpretación de la
economía clásica. Pero, ¿qué sucedería si, como consecuencia de la reducción
de la unidad salario de 2 a 0,5, la renta agregada se contrajera desde las
10.000 unidades monetarias iniciales a sólo 1.000? Pues en términos de
unidades salario, la renta agregada sería tan sólo de 2.000 unidades salario,
inferior a la inicial de 5.000.
En definitiva, lo que pretendía exponer el inglés es que, si bien los
empresarios se verán impulsados a incrementar la producción al ver
reducidos sus costes salariales (vía mayor eficiencia marginal del capital), a
su vez esa reducción de costes se traducirá en unas menores ventas de sus
productos, lo cual podría llegar a erosionar las potenciales ganancias
derivadas de la rebaja. Así pues, lo que sería beneficioso desde un punto de
vista individual —que sólo un empresario vea reducidos sus salarios,
manteniéndose la demanda del resto de agentes intacta— puede volverse
perjudicial desde el punto de vista colectivo —vía menor demanda agregada
—. La llave para incrementar el empleo no yace en reducir precios, sino en
incrementar la demanda efectiva.
En este sentido, Keynes incluso se atreve a trazar una función de empleo
dependiente de la renta agregada expresada en unidades de salario. Dado que,
razona el inglés, el empleo en una industria concreta r depende de su
demanda efectiva [Nr = Fr(Dwr)], el empleo en el conjunto de industrias
dependerá de la demanda efectiva agregada [N = F(Dw)], (p. 282). Claro que
esta relación constante entre demanda efectiva y nivel general de empleo se
topa con dos problemas fundamentales: el primero es que no todas las
industrias tienen la misma capacidad para incrementar su producción cuando
ven aumentada su demanda (la elasticidad de la producción ante las
variaciones del gasto no es idéntica para todas) y el segundo es que no todas
las industrias, debido a la diversa intensidad en el uso de su equipo de capital,
necesitan emplear a la misma cantidad de trabajadores para incrementar su
producción (la elasticidad del empleo con respecto a las variaciones de la
producción no es idéntica para todas).
Ante estas críticas, Keynes admite que la relación constante entre
la demanda efectiva y el nivel de empleo es una enorme simplificación de
la realidad:
El supuesto mantenido hasta ahora y según el cual los cambios en el
empleo dependen solamente de las variaciones en la demanda efectiva (en
términos de unidades de salario) sólo es aceptable como una primera
aproximación al tema y si admitimos, a la vez, que sólo hay una forma de
distribuir el gasto procedente de un incremento de la renta, puesto que la
forma de la distribución tendrá una influencia considerable en el volumen
de empleo resultante (…) Hay productos donde no es posible incrementar
con rapidez la oferta pues lleva tiempo el producirlos y si la demanda se
orienta, repentinamente, hacia ellos, estos sectores exhibirán una baja
elasticidad del empleo (pp. 286-287).
Es decir, no es sólo el volumen de gasto agregado lo que determina el
empleo en las distintas industrias, sino la distribución de ese gasto, que
obviamente variará con el paso del tiempo y con el cambio en los niveles de
renta. Así, Keynes distingue dos determinantes del grado de repercusión
laboral del incremento del gasto:

La elasticidad producción-gasto de la industria (lo


que él llama eo): Si esta elasticidad es muy elevada, el
incremento del gasto en una industria dará lugar a un
considerable incremento de su producción. Si es muy
baja, el incremento del gasto generará un aumento de
los precios y de los beneficios empresariales (pp. 283-
285). Esto le servirá de enlace a Keynes para trazar su
teoría de los precios, que posteriormente
examinaremos: cuando la inmensa mayoría de
recursos estén ociosos, la elasticidad producción-
gasto será muy alta, de manera que el incremento de
la demanda no dará lugar a aumentos de los precios;
conforme los recursos ociosos se vayan terminando o
aparezcan cuellos de botella, la elasticidad
producción-gasto se reducirá y los costes y los
precios aumentarán ante el incremento de la
demanda.
La elasticidad empleo-producción de la industria (ee):
Dentro de aquellas industrias con una elasticidad
producción-gasto mayor que 0 (esto es, que
incrementen en algo la producción cuando reciban
más gasto), las habrá más intensivas en el uso del
factor trabajo que otras. Si la demanda se dirige a
aquellas que hacen un uso muy poco intensivo del
trabajo, entonces el incremento del gasto se lo
apropiarán básicamente los empresarios en forma de
beneficios por el uso del equipo de capital y no tanto
los trabajadores en forma de salarios. Keynes
considera que los trabajadores tienen una mayor
propensión a consumir que los empresarios, por lo
que las repercusiones de un aumento de la demanda
que esté concentrado en industrias con escasa
elasticidad empleo-gasto serán bastante moderadas
debido a un menor efecto del multiplicador de la
inversión (p. 287).
Como caso extremo de gasto con una escasa repercusión sobre el empleo,
el inglés pone el ejemplo del gasto en bienes de consumo: dado que su
período de producción es muy elevado (es la fase final del proceso
productivo), su oferta no podrá aumentar demasiado por mucho que crezca el
gasto, de modo que sus efectos sobre el empleo serán mucho menores que
cuando aumenta la demanda en las industrias de inversión.
Fijémonos en que la obsesión de Keynes no es que la economía genere
riqueza —es decir, que las empresas se adapten para satisfacer las demandas
de los consumidores— sino la ocupación (algo implícito en su adopción de
las unidades salarios como medición de la renta). Por eso, el problema de una
economía no es que las empresas no estén capacitadas para ofertar lo que los
consumidores desean —problema de oferta—, sino que los consumidores no
deseen demandar aquello que la economía necesita para ponerse a producir a
pleno rendimiento y generar empleo —problema de demanda—.
De ahí que, pese a todas las simplificaciones que reconoce el inglés, su
análisis acerca de cómo generar empleo recae fundamentalmente en
incrementar la demanda agregada y no en reajustar la composición de laoferta
agregada (que para sus propósitos analíticos asume como fija). Puede que,
según la distribución del gasto, el empleo no crezca tanto como éste, pero aun
así, en presencia de recursos ociosos, lo adecuado para el inglés es impulsar
la demanda y no reducir los salarios nominales de unas industrias en relación
con las de otras (lo cual sería uno de los elementos que permitiría el reajuste
de la oferta). Recordemos que, para los economistas clásicos, la rebaja de
ciertos salarios nominales era una condición indispensable para que se
procediera a reordenar la oferta y pudiera volver a aumentar el gasto. Pero
para Keynes, salarios nominales más bajos tienden a traducirse en una menor
demanda agregada, debido a la manera en que estas reducciones salariales
afectan a sus determinantes; la propensión a consumir, la eficiencia marginal
del capital y el tipo de interés:

Propensión a consumir: El inglés no tiene demasiado


claros cuáles son los efectos de una rebaja de los
salarios monetarios sobre la propensión a consumir,
pues concibe la disminución de los salarios como una
simple redistribución de la renta: desde los
trabajadores a otros factores productivos que no han
visto caer su remuneración. Como no podemos
conocer a priori la distinta propensión a consumir de
los diferentes agentes económicos, tampoco podemos
conocer cuál será la propensión agregada a consumir
resultante de la redistribución. No obstante, Keynes
barrunta que la influencia será negativa por cuanto la
mayoría de las veces será una redistribución desde los
sectores más pobres —con altas propensiones a
consumir— a los sectores más ricos —con bajas
propensiones a consumir—.
Eficiencia marginal del capital: Aquí Keynes
distingue dos supuestos. Por un lado, si los salarios se
reducen de una vez en el presente y no se espera que
sigan cayendo (o incluso se espera que vuelvan a
subir), la rentabilidad de las inversiones empresariales
actuales se incrementará y por tanto también tenderá
a hacerlo el gasto en inversión. Si, por otro lado, se
espera que los salarios futuros sigan cayendo, los
empresarios retrasarán todo lo posible su inversión
hasta que ya no se esperen recortes adicionales, por
cuanto si se decidieran a invertir hoy a unos salarios
que son relativamente más altos que los futuros, sus
mercancías futuras también serían más caras que las
de los empresarios que hubiesen adquirido sus bienes
de capital a los relativamente más baratos salarios
futuros, con lo que no podrían competir y serían
barridos del mercado (desmoronándose en
consecuencia la eficiencia marginal del capital de
realizar inversiones en el presente). Además, hay que
tener en cuenta que la reducción de los salarios
acarreará para Keynes, y como más adelante veremos,
una reducción del nivel de precios, lo que elevará el
saldo real de las deudas, tanto de la deuda pública
como de la privada; lo primero puede generar la
expectativa de aumentos de impuestos futuros y lo
segundo puede extender el temor de un mayor riesgo
de impago de los empresarios. Por ambas vías, el
estado de la confianza puede degradarse y, por tanto,
afectar negativamente a la eficiencia marginal del
capital y a la inversión agregada.
Tipos de interés: Como, según Keynes, la reducción
de los salarios provoca una caída generalizada del
nivel de precios, hará falta menos dinero para
satisfacer la demanda con motivo de transacción, y
ese dinero que se liberará de los saldos de caja de los
agentes contribuirá a reducir los tipos de interés. Sin
embargo, y al contrario de con la eficiencia marginal
del capital, si se espera que los salarios futuros
vuelvan a subir, los tipos de interés a largo plazo —
que son los que realmente determinan el volumen de
inversión— apenas se verán afectados. Asimismo, si
el recorte salarial degenera en protestas sociales que
aumenten la incertidumbre, se puede producir un
aumento de la demanda precaucionaria de dinero que
contrarrestaría el inicial efecto beneficioso sobre los
tipos de interés.
En definitiva, habida cuenta de los efectos indeterminados que la rebaja
salarial tendría sobre la propensión a consumir, para Keynes la minoración de
los salarios sólo puede beneficiar al empleo y a la renta agregada a través de
los efectos que posea sobre la inversión agregada, esto es, sobre la eficiencia
marginal del capital y sobre los tipos de interés. Mas también en esta sede se
muestra pesimista.
Con respecto a la eficiencia marginal del capital, Keynes recuerda que la
rebaja de los salarios constituye un arma de doble filo: las minoraciones de
una vez de los salarios son beneficiosas, pero si se genera la expectativa de
nuevas reducciones en el futuro, la eficiencia marginal del capital (y por tanto
la inversión agregada) caerá. El problema en opinión de nuestro autor es que
en un sistema de libre mercado y con salarios flexibles no hay manera de
evitar, en momentos de crisis, caídas persistentes de los salarios; por eso sólo
contempla dos alternativas: o un sistema autoritario que centralizadamente
rebaje los salarios o un sistema laboral de libre mercado donde los salarios
sean completamente rígidos. Sin dar mayores explicaciones, nuestro autor
opta por la rigidez salarial en un mercado libre (pp. 265-266), si bien lo
coherente con su interpretación de la realidad económica sería preferir un
sistema autoritario que fijara los salarios centralizadamente (pues estos
podrían reducirse todos de golpe, favoreciendo la inversión agregada). A su
vez, resulta bastante dudoso que un mercado laboral caracterizado por la
inflexibilidad salarial pueda calificarse de mercado laboral libre; de hecho,
bien podría afirmarse que Keynes realmente está propugnado la instauración
de algún tipo de mecanismo autoritario que suplante el libre mercado laboral
y que lo hace no para rebajar los salarios de golpe como aconseja su marco
teórico, sino para evitar que éstos se reduzcan en absoluto.
Con respecto a los tipos de interés, Keynes considera que la misma rebaja
que puede lograrse manteniendo constante la cantidad de dinero y bajando los
salarios monetarios puede alcanzarse manteniendo constantes los salarios
monetarios e incrementando la cantidad de dinero (de lo que se trata es de
incrementar la cantidad de dinero medido en unidades de salario). Y, para
nuestro autor, el aumento de la oferta de dinero resulta superior a la rebaja de
salarios por tres motivos:

Es más fácil de implementar: Las reducciones de


salarios en una economía de libre mercado suelen ser
persistentes, lentas y desiguales (los trabajadores con
un mayor poder negociador son capaces de evitar su
recorte). En cambio, el aumento de la oferta
monetaria puede darse de inmediato, en la cantidad
deseada y afectando a todos los trabajadores por
igual. De ahí que, según Keynes, «sólo a un tonto se
le ocurriría preferir la política de salarios flexibles a
una política monetaria flexible» (p. 268).
Es más justa: El inglés considera que no resulta
demasiado equitativa una reducción de salarios que
no recorte al mismo tiempo la renta que están
percibiendo los rentistas: «Si determinadas clases
sociales tienen sus rentas fijadas en términos
monetarios la justicia y la conveniencia social están
mejor atendidas si las remuneraciones de todos los
demás factores son también inflexibles en términos
monetarios» (p. 268). Por eso reputa como más justo
que todas las rentas sean fijas y que todas ellas se
erosionen, cuando sea menester, mediante el
incremento en la cantidad de dinero: «Sólo alguien
que fuera muy injusto preferiría una política de
salarios flexibles a una política monetaria flexible»
(p. 268).
Es menos gravosa para los deudores: Como ya
dijimos, para Keynes las rebajas salariales tienden a
elevar la carga real de las deudas vía un menor nivel
de precios. En cambio, el incremento en la cantidad
de dinero tiende a diluir el saldo real de las deudas.
Por ello, «sólo un inexperto aconsejaría actuar
mediante [rebajas salariales]» (pp. 268-269).
En consecuencia, Keynes prefiere una política orientada a lograr la
inflexibilidad de los salarios antes que su flexibilidad. Al cabo, unos
salarios monetarios flexibles pueden reducir la demanda agregada y con ella
la renta agregada y el empleo, de modo que los salarios reales podrían
terminar incrementándose (la producción es menor y por tanto los precios
caen más de lo que lo han hecho los salarios). Es más, como consecuencia de
esta variabilidad de la renta agregada, Keynes pronostica que de mantenerse
una política de salarios nominales flexibles se producirían unas oscilaciones
de precios tan violentas que podrían «inutilizar, en una sociedad como la
nuestra, la mayoría de los cálculos de nuestros hombres de negocios» (p.
269).
Ahora bien, como de costumbre, Keynes le guarda un escaso aprecio a la
realidad. Para ello sólo tenemos que observar la evolución de los precios, los
salarios y el PIB estadounidense entre 1801 y 1913, algo más de un siglo
donde no existía banco central que administrara la cantidad de dinero en
circulación y donde los salarios se fijaban con absoluta libertad y sin
injerencia alguna de los sindicatos. En tal caso, de acuerdo con las teorías de
Keynes, deberíamos haber asistido a contracciones del PIB y violentísimas
fluctuaciones de los precios que, por supuesto, no aparecen por ningún lado.
Es más, contradiciendo asimismo su idea de que las expectativas de
reducciones salariales hunden la eficiencia marginal del capital (y por tanto la
inversión y la renta agregada), podemos descubrir a simple vista prolongados
períodos de tiempo en los que la tendencia de los salarios es claramente a la
baja y el PIB sigue incrementándose (por ejemplo, desde 1816 a 1832 o
desde 1866 a 1878) (Gráfico 1).
No parece, pues, que la flexibilidad salarial unida a la rigidez monetaria
abocara a Estados Unidos a ninguna contracción severa de su renta ni, mucho
menos, a un cálculo empresarial caótico: en 113 años el PIB se multiplicó por
80, apenas hubo nueve años en los que decreció, el nivel de precios en 1913,
acorde con el impresionante aumento de la producción, era un 23% más bajo
que en 1801 y los salarios nominales un 150% superiores.
Ante el llamativo desajuste entre teoría y experiencia, conviene que
revelemos cuáles son las deficiencias de la teoría salarial de Keynes para que
así podamos llegar a una adecuada comprensión de la realidad.
Lo primero y fundamental es recordar que el desempleo no se debe a un
problema de insuficiencia de demanda, sino a unos salarios que se sitúan por
encima de la productividad marginal descontada del trabajador (esto es, al
valor presente de la producción futura del trabajador); circunstancia que a
corto plazo puede verse intensificada por la descoordinación y la lentitud a la
hora de facilitar la recolocación de los trabajadores desde unos sectores a
otros.
La idea de Keynes de que puede haber algo así como desempleo con
equilibrio es un sinsentido, por cuanto toda la demanda encuentra su
plasmación en la oferta, ya sea la demanda de consumo o la demanda de
inversión, incluyendo dentro de ésta al atesoramiento (con las repercusiones
ya analizadas). Lo que sí puede suceder es que, como decimos, los productos
demandados no coincidan con aquellos que el equipo productivo está en
posición de ofrecer, pero en tal caso lo que se necesitará será la reconversión
de ese equipo productivo. Y para ello será esencial que los trabajadores
también se recoloquen desde los sectores económicos que deben desaparecer
a aquellos otros que deben emerger, para lo cual, de nuevo, será
imprescindible que exista flexibilidad salarial, pues muy probablemente,
como desarrollaremos cuando expliquemos el ciclo económico, los salarios
de muchos trabajadores dependían de unas expectativas irreales de
productividad que, al tornarse falsas, dejarán de poder abonarse,
especialmente por parte de unos nuevos sectores que todavía están naciendo y
que tardarán bastante tiempo en dar sus frutos (o dicho de otro modo, los
salarios de muchos trabajadores se pagaban monetizando una enorme
cantidad de producción futura y, desaparecida ésta, deviene imposible seguir
abonando sueldos tan altos).
GRÁFICO 1
PRECIOS, SALARIOS Y PIB EN EE.UU. (1801 = 100)

Fuente: www.measuringworth.com
Como ya hemos indicado, la obsesión del inglés con la generación de
empleo llega a tal punto que, aunque reconoce las limitaciones de crear
empleo a partir de una estructura productiva que no se adapta a los patrones
de gasto de los consumidores, su principal preocupación pasa por impulsar la
demanda y no por reajustar la oferta. Pero, ¿cómo generar empleo
impulsando una demanda con una baja elasticidad producción-gasto y
empleo-gasto (esto es, una demanda que no puede ser satisfecha merced al
aparato productivo actual)? De ninguna manera: antes de que vuelva a
incrementarse la producción y de que los empresarios puedan volver a ofrecer
salarios que compensen la desutilidad de trabajar de muchas personas, será
necesario pasar por un lento proceso de recomposición de la estructura
productiva, de tal modo que ésta se adapte a las necesidades de los
consumidores e inversores. Y ahí precisamente se encuentra una de las
trampas o confusiones que intenta tendernos Keynes: en esos casos en los que
el desempleo se deba a una caída más o menos generalizada de la
productividad marginal de la economía (debido a la necesidad de un lento
reajuste entre los deseos de los consumidores y el equipo de los capitalistas),
será inevitable que, tras la rebaja salarial y la progresiva reocupación de los
parados, la renta agregada disminuya. Claro que esa caída de la renta
agregada se deberá no, como dice Keynes, a la menor demanda agregada,
sino a la inferior capacidad de la estructura productiva para fabricar los
bienes y servicios concretos que desean los consumidores y que se mantendrá
hasta que el reajuste se haya completado (por supuesto, como la oferta
agregada será menor, también lo será la demanda, pero la dirección de la
causalidad es la inversa a la sugerida por Keynes).
Más allá de estos errores centrales dentro la teoría del mercado laboral de
Keynes, podemos mencionar otras fallas en el desarrollo de su
argumentación. Primero, aun suponiendo que sea cierto que los menores
salarios reducen la propensión a consumir —lo cual dista de ser una regla
inexorable, pues conforme se extiende el capitalismo cada vez es más
habitual que los mismos trabajadores sean a su vez propietarios de empresas,
de forma que verían, a través de la rebaja salarial, compensadas sus rentas vía
dividendos, estabilizando asimismo la propensión a consumir—, los mayores
beneficios empresariales incrementarían el gasto en inversión o el
atesoramiento, lo cual, como decimos, se transformaría en mayor demanda de
bienes de capital o de saldos líquidos (con la consecuente recolocación de los
trabajadores hacia inversiones más seguras y cercanas en el tiempo). Sin
embargo, incluso dentro del paradigma de pensamiento keynesiano, lo
razonable sería suponer que el consumo agregado aumenta gracias a la rebaja
salarial: recordemos que uno de los factores objetivos que determina la
propensión a consumir es la riqueza de los agentes y esa riqueza, en términos
reales, se incrementará si caen los precios como consecuencia de los menores
salarios (Efecto Pigou). Si, en cambio, los salarios no se reducen y tampoco
lo hacen los precios de numerosos bienes y servicios, muy probablemente se
generará la expectativa de que en el futuro, cuando la tozudez de los salarios
rígidos llegue a su fin, los precios futuros serán menores, lo que provocaría
un retraimiento del consumo presente.
Y ello por no hablar de que, en la mayoría de las ocasiones, la rebaja
salarial no consistirá en una redistribución de la renta desde los trabajadores a
los capitalistas, sino en una redistribución de las pérdidas. Es decir, si
la reducción de salarios se debe a una caída de los ingresos empresariales —
caída que puede no ser sólo sectorial, sino global, por el hundimiento de la
demanda basada en un crédito que ha colapsado— necesariamente el gasto de
esa economía deberá reducirse: no será la caída de los salarios la que dé lugar
a una caída de los ingresos (y de los precios) sino al revés. Porponer un
ejemplo que se entenderá perfectamente: supongamos que estamos ante una
economía agraria que opera de manera cooperativa —los trabajadores son los
capitalistas— y que, más allá de la reposición del capital, se consume el
100% de la renta. Si esa economía se enfrenta a una época de malas cosechas,
los salarios/dividendos de los miembros de la cooperativa deberán reducirse
por fuerza y también lo hará su consumo. Simplemente, de donde no hay no
se puede sacar: la renta caerá no porque los agentes quieran consumir menos,
sino porque no pueden producir más. Exactamente lo mismo que sucede
cuando una estructura productiva se halla distorsionada y hay que modificarla
creando nuevos bienes de capital y redirigiendo los factores productivos
existentes de un sitio a otro.
Segundo, la hipótesis de que las expectativas bajistas sobre los salarios
acarrean caídas en la eficiencia marginal del capital que paralizan el gasto en
inversión por parte de los empresarios debe descartarse por entero. Para
empezar, mientras un empresario no invierte, está renunciando a la
rentabilidad de esa inversión, de modo que si todos los empresarios
paralizaran sus inversiones mientras previeran ulteriores reducciones
salariales, aquel empresario que fuera un tanto más osado que el resto e
invirtiera en el presente se quedaría con todo el mercado y con todos
los beneficios. Por consiguiente, no cabe esperar que todos los empresarios
dejen de invertir por unas simples expectativas bajistas sobre los salarios.
Pero hay tres motivos más fundamentales por el que no cabe sostener que
las expectativas de rebajas salariales paralicen la inversión. Uno, que
mientras los salarios no caigan, la expectativa de que tienen que descender
para ajustarse a la realidad seguirá latente, por lo que unos salarios
mantenidos rígida y artificialmente altos no estimularán la inversión sino que,
siguiendo la lógica keynesiana, la paralizarán. Dos, es perfectamente factible
incluir en los contratos laborales cláusulas de indexación (al alza o a la baja)
en los salarios, de modo que si los salarios futuros de la competencia se
reducen o aumentan, los de la propia compañía pasen a hacer lo propio. Tres,
aun cuando lo anterior no fuera posible (por ejemplo, los bienes de capital
presentes fabricados por trabajadores con altos salarios serán en cualquier
caso más costosos que los bienes de capital futuros fabricados por
trabajadores con sueldos más bajos, lo que podría llevar a que los
empresarios se abstuvieran de adquirirlos hoy si saben que más adelante los
encontrarán más asequibles), la progresiva rebaja de los salarios para ir
acercándolos a su productividad marginal no paralizará la inversión, sino que
modificará su composición. Grosso modo, podemos generalizar diciendo que
en el mercado existen dos tipos de empresas extremas: las primeras son
aquellas que tienen un margen de beneficios (precio unitario menos coste de
producción unitario) muy estrecho pero, a cambio, su velocidad de rotación
del capital (la relación entre las ventas y el capital invertido) es muy elevada;
las segundas son aquellas que tienen un margen de beneficios muy amplio y,
a cambio, tienen una velocidad de rotación del capital muy baja. Un ejemplo
de las primeras podrían ser los supermercados, cuyos márgenes por unidad
vendida son muy reducidos pero venden una enorme cantidad de mercancías
cada año, y un ejemplo de las segundas podrían ser las aeronáuticas, cuyos
márgenes por unidad vendida son muy elevados pero venden una
pequeña cantidad de mercancías al año. Las situaciones en las que el margen
de beneficios y la velocidad de rotación son a la vez muy elevados tenderán a
desaparecer en el mercado, pues esas compañías disfrutarán de una altísima
rentabilidad sobre el capital invertido que atraerá a la competencia
(reduciendo el margen por unidad vendida a menos que las compañías
decidan inmovilizar una gran cantidad de capital en reducir los costes o en
mejorar la calidad del producto, lo que reducirá su rotación). Por ejemplo,
supongamos estas tres empresas:

Como vemos, con la misma inversión inicial en activos (10.000 um), estos
muy distintos tres modelos de negocio obtienen la misma rentabilidad del
6%. La diferencia está en que la empresa A tiene que reinvertir todo su
capital seis veces a lo largo del año (para vender 60.000 um ha de realizar la
inversión inicial de 10.000 um seis veces), mientras que la empresa C lo
reinvierte una vez cada diez años. En otras palabras, la empresa A cuenta a lo
largo del año con seis oportunidades para modificar la dirección de sus
inversiones: en lugar de inmovilizar su capital a lo largo de diez años (como
hace la C), lo inmoviliza sólo durante dos meses. ¿Qué sucederá con las tres
empresas anteriores si las tres ven ampliarse su margen de beneficios en tres
puntos porcentuales como consecuencia de una rebaja salarial?

Pues básicamente que la rentabilidad de la empresa A, que obtendrá un


margen de ganancias muy sustancioso sobre el mismo volumen de ventas que
antes, se incrementará mucho más que la de B o C, de forma que estas otras
compañías tenderán a desinvertir poco a poco en sus modelos de negocio y a
reinvertir en el modelo de negocio de A (lo que elevará la competencia, las
forzará a bajar los precios reduciendo sus márgenes, y retornará la
rentabilidad sobre la inversión a cifras más modestas). ¿Y qué sucederá si los
empresarios esperan que los salarios continúen cayendo? ¿Acaso las
empresas tipo A paralizarán ipso facto su inversión? No, al contrario, gracias
a que recuperan su capital con enorme rapidez, continuarán reinvirtiéndolo
aprovechando en cada una de las reinversiones las reducciones de salarios
que hayan tenido lugar en la economía.
Tercer error de Keynes en materia salarial: es falso que la caída de los
salarios dé lugar en última instancia a una reducción de los tipos de interés,
vía menores precios y, por tanto, menor demanda de dinero. El incremento de
los saldos de caja sólo tendría, como mucho, una influencia transitoria a la
hora de rebajar los tipos de interés. Al cabo, la mayor oferta de dinero
prestable incrementaría los precios de los factores productivos que desearan
adquirirse con esos préstamos, lo que de inmediato obligaría a los agentes a
incrementar el importe de dinero que piden prestado para acometer
inversiones, y esa mayor demanda de dinero incrementaría los tipos de
interés (esterilizando la reducción inicial). Simplemente, los tipos de interés
no son un fenómeno monetario sino real (aun cuando los fenómenos
monetarios pueden tener cierta influencia en su determinación, sobre todo por
lo que se refiere al corto plazo y a la forma de la curva de tipos de interés): la
oferta de fondos prestables no depende en última instancia de la cantidad de
dinero disponible para ser prestado, sino de la cantidad de bienes presentes
que se destinan a tal fin (cantidad que a su vez depende de la preferencia
temporal y de la aversión al riesgo de los agentes). Si hay mucho dinero y
muy pocos bienes para prestar, el precio de los bienes presentes subirá y
también lo harán los tipos de interés; si hay muy poco dinero y muchos
bienes presentes para prestar, el precio de los bienes caerá y también lo harán
los tipos de interés. De hecho, si cabe buscar alguna relación económica entre
salarios y tipos de interés ésta es justo la inversa que sugiere Keynes: a
menores tipos de interés, mayores salarios y viceversa. Y es que el pago de
los salarios no es más que una parte del capital que adelanta el empresario a
sus trabajadores; una especie de préstamo que el capitalista realiza al
trabajador y que es amortizado con la producción futura del trabajador. A
menores tipos de interés, más capital estará dispuesto a adelantar el
empresario, o sea, mayores salarios estará dispuesto a abonar y al revés: a
mayores tipos de interés, menores salarios podrá pagar.
Por último, la similitud que establece Keynes entre mantener los salarios
estables incrementando la cantidad de dinero y entre reducir los salarios
estabilizando la cantidad de dinero —esto es, entre reducir los salarios reales
incrementando los precios o minorando directamente los salarios nominales
— es una disyuntiva tramposa. En primer lugar, porque no todos los
incrementos en la cantidad de dinero son equivalentes entre sí, como parece
dar a entender el inglés; en segundo lugar, porque la política de combinar la
estabilidad salarial con el aumento de la cantidad de dinero tampoco resulta
equivalente a la política destinada a estabilizar la cantidad de dinero y reducir
salarios; y, por último, porque el incremento en la cantidad de dinero
estabilizando los salarios no es necesariamente ni más fácil de implementar,
ni más justo, ni menos gravoso que la alternativa de reducir salarios, tal como
afirma el inglés.
Para empezar, ¿a qué se refiere Keynes con incrementar la cantidad de
dinero? En un sistema de patrón oro, el dinero se incrementa a través de una
actividad productiva: llevando los trabajadores y el equipo de capital a las
minas y extrayendo el metal amarillo. El libre mercado regula
razonablemente bien este fenómeno: si la rentabilidad de producir oro es
igual o superior a la rentabilidad de producir otro tipo de bienes (y superior al
coste del capital que viene dado por el tipo de interés), entonces se producirá
más oro. Para el caso que nos interesa, si los precios y salarios se reducen en
términos de oro, será más rentable destinar una parte de los factores
productivos que se venían empleando en otras industrias hacia la minería,
incrementando la cantidad de oro y reinflando los precios y los salarios. La
intervención estatal no resulta en absoluto necesaria para lograr que aumente
la cantidad de dinero, pues obviamente ni siquiera Keynes llega al extremo de
proponer que el Estado fuerce la extracción de oro aun cuando resulte menos
rentable que la inversión en proyectos alternativos. ¿A qué puede referirse
entonces?
Por un lado, cabe pensar que Keynes está abogando por un incremento de
los medios de pago distintos del oro, por ejemplo los billetes o depósitos del
banco central sin el correspondiente respaldo de activos convertibles en oro
(es decir, monetizando bienes futuros). El problema de esta vía es triple: a)
los billetes de banco pasarán a cotizar con un descuento frente al oro, de
modo que la inflación sólo se generará con respecto a este medio de pago,
pero no con respecto al oro (y a otros billetes que puedan estar
adecuadamente respaldados por oro o activos convertibles de inmediato en
oro); b) el incremento inflacionista del crédito bancario tenderá a generar
crisis económicas como relataremos en el siguiente capítulo; c) la reducción
salarial vía inflación da lugar a una redistribución arbitraria y nefasta de la
renta, tal como en breve expondremos. En otras palabras, a menos que
Keynes proponga que se obligue a los agentes económicos —en especial los
trabajadores— a aceptar el billete de banco depreciado por su valor anterior a
la depreciación, los salarios reales no se reducirán simplemente imprimiendo
billetes y permitiendo que el oro siga circulando a una nueva paridad con
respecto a éstos. Y, aun cuando lo consiguiera, las consecuencias de esta
política, frente a la más sencilla y honesta de ajustar nominalmente los
salarios a la productividad marginal de los trabajadores serían desastrosas,
como iremos viendo.
Por otro lado, también cabe la opción, más verosímil y más coherente con
otras partes de su texto (p. 307), de que Keynes esté abogando por sustituir el
patrón oro por un sistema de dinero fiduciario e inflar a través del banco
central las existencias de este último. En tal caso, siempre y cuando los
trabajadores no demanden incrementos salariales ante la inflación monetaria
—algo bastante improbable—, sí sería posible reducir los salarios reales
manipulando la oferta monetaria, pero los otros dos efectos negativos
persistirían.
En concreto, y dejando de lado por el momento su relación con las crisis
económicas que desarrollaremos en el siguiente capítulo, la manipulación de
la oferta monetaria da lugar a una redistribución arbitraria de los recursos.
Tengamos presente que el ajuste de los salarios nominales debe llevarse a
cabo a escala microeconómica: en aquellas empresas y en aquellos sectores
concretos donde se ha producido un retroceso en la productividad marginal
de sus empleados. En cambio, el incremento en la cantidad de dinero tiende a
extenderse de manera desigual por toda la economía conforme el nuevo
dinero va gastándose. O dicho de otra manera, en un caso los salarios se les
reducen a aquellos trabajadores concretos que han visto mermada su
productividad y en el otro se tienden a reducir de manera indiscriminada entre
todos los trabajadores.
Por ejemplo, supongamos que tenemos cuatro empresas en la economía
cuya rentabilidad viene dada únicamente por al margen de los precios sobre
los salarios. Las empresas A, B y C enajenan sus mercancías y proporcionan
a los capitalistas una rentabilidad del 5% anual (que coincide con la
preferencia temporal y la aversión al riesgo de los capitalistas, esto es, con el
tipo de interés). En cambio, la empresa D no puede entrar en funcionamiento
porque sus productos sólo podrían enajenarse por 10,5 um y los trabajadores
se niegan a cobrar menos de 11.

En tal caso, sólo debería haber dos soluciones para la compañía D: o los
trabajadores aceptan rebajar sus salarios de 11 a 10 (de modo que el
capitalista en D tenga incentivos a ahorrar y a invertir su capital a una
rentabilidad similar a la del resto del sector) o la producción en esa rama de la
industria no se inicia (porque la utilidad de su producción es inferior a la
desutilidad de trabajar de los trabajadores). La rebaja salarial, por tanto, es un
mero requisito para rentabilizar una línea de producción: en caso de que los
trabajadores valoraren su tiempo libre más de que lo que se les puede pagar
por trabajar en D, todos saldrán beneficiados si la compañía D no llega a
operar.
Observemos ahora la solución que plantea Keynes. Supongamos que la
cantidad de dinero se incrementa súbitamente en la economía y que,
conforme se va gastando, influye sobre los precios del siguiente modo: los
precios A aumentan un 20%, los de B un 15%, los de C un 10% y los de D un
5%. En tal caso, si los salarios nominales no aumentan, la rentabilidad que
obtendrán los capitalistas se incrementará muy notablemente, pero lo hará
especialmente en la industria en la que primero se ha gastado el nuevo dinero:
A.

De este modo, los capitalistas de A tendrán incentivos a tratar de


incrementar su producción captando trabajadores de B, C y D, lo que
presionará sus salarios al alza (y minorará los precios de venta de A), hasta
que la rentabilidad de las industrias en funcionamiento vuelva a ser del 5%.
Aunque en función de las elasticidades de sus precios y salarios son posibles
diversos escenarios —incluyendo aquel en el que, gracias a la ilusión
monetaria del alza de precios, los antiguos trabajadores desempleados pasen a
estar contratados en A, B o C— lo que sí está claro es que cabe perfectamente
la posibilidad de que la industria D no alcance la rentabilidad del 5%
necesaria para incentivar a los capitalistas a que inviertan en ella.
Dicho de otro modo, en ningún caso puede considerarse que la producción
resultante de un ajuste a la baja de los salarios (como el que debería tener
lugar en D) será la misma que la resultante de un proceso inflacionario:
simplemente, el primero modificará los precios relativos de la economía en
una dirección y el segundo los modificará en otra. Sólo en el muy improbable
escenario de que por casualidad ambos procesos los modificaran en el mismo
sentido, cabría considerarlos equivalentes (y, en realidad, ni siquiera en ese
caso, pues la inflación arroja pérdidas sobre los tenedores de saldos líquidos y
de activos de renta fija, las cuales están ausentes cuando se reducen los
precios relativos).
Aclarado a qué se refiere Keynes con que «aumentar la cantidad de dinero»
es equivalente a reducir precios y salarios, queda estudiar si la primera opción
es más sencilla, justa y menos gravosa socialmente que la segunda.
En cuanto a la presunta mayor facilidad para provocar una inflación de
precios que una rebaja salarial, no se trata de negar que en muchas ocasiones
los trabajadores —y en general el resto de factores productivos— exhibirán
una feroz resistencia a la hora de ver recortados sus salarios nominales y, tal
vez, acepten más pacientemente ver minorados sus salarios reales. Sin
embargo, buena parte de esa resistencia viene espoleada por las propias
teorías económicas que, como la de Keynes, abogan por la conveniencia de
que los salarios se mantengan inflexibles: son estas teorías las que en última
instancia dan alas a los privilegios de las asociaciones sindicales y son estos
privilegios —plasmados en una cierta impunidad ante la ley y, sobre todo, en
la capacidad para negociar centralizadamente los salarios de industrias o de
sociedades enteras y para encarecer artificialmente la recolocación de los
trabajadores entre sectores— los que generan la propia rigidez salarial. Pero
dista mucho de ser cierto que la rebaja de los salarios reales vía inflación sea
un proceso automático, sencillo y libre de fricciones: primero, porque no
siempre resulta fácil generar inflación y, segundo, porque incluso cuando se
genere inflación, habrá una tendencia a que los trabajadores y los sindicatos
exijan alzas salariales que compensen la merma en su poder adquisitivo.
Sintéticamente: la inflación, entendida como hace Keynes por alza
generalizada de precios, puede generarse de tres maneras en un régimen de
patrón oro; o incrementando la cantidad de oro en circulación, o provocando
una mutación monetaria (minorando el contenido metálico de la moneda o
aumentando el valor nominal de cada moneda) o expandiendo el volumen de
crédito (el «dinero bancario»). Centrándonos en las dos primeras: incrementar
la cantidad de oro en circulación es un proceso lento y costoso que requiere
llevar a los factores productivos a las minas; por su lado, mutar la moneda,
sobre todo por la vía de aumentar su valor nominal, es bastante más rápido y
sencillo, pero no servirá de nada si la unidad de cuenta de los precios y
salarios de la economía son gramos de oro en lugar de unidades monetarias
con un contenido metálico indeterminado. El caso es ligeramente distinto
cuando hablamos de dinero fiduciario inconvertible: en esta situación, la
inflación suele lograrse generando una mayor cantidad de pasivos del banco
central contra una selección de activos de progresiva peor calidad. El
problema es que, con el dinero fiduciario, los envilecimientos de la moneda a
gran escala pueden llegar a volverse incontrolables hasta el punto de forzar el
repudio de la divisa por parte del resto de agentes económicos (las dinámicas
inflacionistas no son fácilmente acotables una vez desatado el pánico y
generalizadas las expectativas de futuros envilecimientos) o, incluso si éste
no acaece, darán lugar a alteraciones en los tipos de cambio (depreciaciones
monetarias) y en los precios relativos internos que probablemente fuercen un
reajuste de la estructura productiva mucho más duro del necesario
inicialmente.
En otras palabras, generar inflación manipulando la moneda no suele ser
sencillo, ni con patrón oro ni con dinero fiduciario; de ahí que los
gobernantes hayan optado casi siempre por generar inflación tratando de
incrementar el volumen de crédito, esto es, promoviendo el endeudamiento
de los agentes (a mayor endeudamiento, mayor «poder adquisitivo» en las
manos del público y, por tanto, precios más elevados). La vía por la que el
Estado es capaz de facilitar o incentivar el endeudamiento de los agentes
económicos es mediante el banco central: éste puede reducir el tipo de interés
al que financia a los bancos privados y éstos, por tanto, pueden extender
crédito en términos más asequibles para familias y empresas. Si familias y
empresas sí están dispuestas a endeudarse, el abaratamiento del crédito
servirá para que incrementen su endeudamiento y para que los precios suban
(no sin las distorsiones en forma de ciclo económico que expondremos en el
siguiente capítulo). Claro que en esas circunstancias en las que el volumen de
crédito se expande y en las que, como veremos, se genera un boom de
prosperidad artificial, resulta dudoso que el principal motor de la creación de
empleo sea una rebaja de los salarios reales que ni siquiera tiene por qué
darse (debido a que los empresarios podrán y estarán dispuestos a abonar
mayores salarios con cargo al mayor volumen de crédito) en lugar de la
aparente prosperidad que generará el que todos puedan durante un tiempo
consumir e invertir más con cargo al crédito. Dicho de otro modo, cuando el
Estado sea capaz de generar inflación crediticia, la rebaja de los salarios
reales será básicamente inútil (o al menos muy secundaria) en la creación de
empleo: la mayor influencia procederá de una falsa e insostenible
prosperidad, como expondremos en el siguiente capítulo.
Caso distinto es cuando los agentes ya se encuentran tan enormemente
endeudados que ni siquiera las rebajas de los tipos de interés por parte del
banco central les induzcan a seguir aumentando su demanda de crédito. En
esos casos, en los que los agentes comenzarán más bien a repagar sus deudas
(a contraer el crédito) viviremos previsiblemente una deflación de precios que
tenderá a elevar los salarios reales (a menos que se reduzcan
correspondientemente los salarios nominales). Llegados al punto en el que los
agentes no desean endeudarse más, el Estado será incapaz de manipular el
volumen de crédito a menos que sea él mismo quien se endeude en suficiente
cantidad como para compensar el crédito privado que se está destruyendo, lo
cual, a tenor de las cuantías de deuda que pueden ser necesarias
(perfectamente superiores a 30 ó 40 puntos del PIB), podría llegar a poner en
jaque la misma solvencia del Estado. Así pues, en los momentos en que más
necesario será rebajar los salarios reales, el Estado carecerá en general de
capacidad para reducirlos vía inflación crediticia y, de hecho, sólo podrá
hacerlo emitiendo tales cantidades de deuda pública como para que, primero,
pueda afectar a su propia solvencia, segundo, despilfarre un volumen ingente
de recursos y, por último, genere la expectativa de mayores impuestos
futuros, lo que bien puede enturbiar las expectativas de generación de riqueza
(hundir la eficiencia marginal del capital, en términos keynesianos). Mucho
más fácil sería no andarse con rodeos y eliminar todos los obstáculos
artificiales para que aquellos salarios que deban caer puedan hacerlo.
Por lo que se refiere al otro argumento keynesiano de que resulta más justo
que las rentas de todos los agentes, incluidas las de los trabajadores, sean fijas
en términos nominales y, cuando sea necesario, se reduzcan todas ellas a la
vez vía inflación, el inglés cae en un tramposo maniqueísmo. Y es que, al
contrario de lo que sostiene, la contraposición adecuada no es entre
capitalistas con rentas fijas y trabajadores con rentas flexibles, sino entre
agentes —sean trabajadores o capitalistas— que siguen generando riqueza y
agentes que han dejado de hacerlo. Al cabo, como ya hemos visto, quien
propone reducir los salarios reales, vía inflación, de todos los trabajadores es
Keynes. Los economistas clásicos, por el contrario, sólo defendían que se
redujeran los salarios nominales de aquellos trabajadores —fueran muchos o
pocos— que hubiesen sufrido una merma en su productividad para que así
pudieran ser recolocados con rapidez.
Keynes, además, parece olvidar que la renta de los capitalistas dista de ser
fija. Primero porque los accionistas son capitalistas y perciben una
rentabilidad variable en función de los beneficios cosechados por la empresa.
Y segundo porque los bonistas, si bien tienen derecho a percibir un
rendimiento fijo (que no obstante puede modularse mediante cláusulas que
indexen su rendimiento a la evolución de los precios), a menudo deben
enfrentarse a quitas e impagos parciales cuando la capacidad de generación
de riqueza de la compañía se ha reducido; algo similar a lo que les ocurre a
los trabajadores de esas compañías. El inglés, por consiguiente, no defiende
un tratamiento equitativo entre trabajadores y capitalistas, sino entre agentes
que siguen generando riqueza y agentes que han dejado de generarla.
Tomando la tradicional definición de justicia de Ulpiano —suum cuique o
«dar a cada uno lo suyo»—, parece claro que Keynes defiende arrebatar a los
productores de riqueza —sean trabajadores o capitalistas— lo que es suyo
para dárselo en parte a quienes ya no la generan. Poco justa puede ser en tal
caso la inflación.68
Por último, Keynes también califica la inflación de menos gravosa
socialmente que la reducción de salarios, pues la primera hace disminuir el
saldo real de la deuda pública y privada, mientras que la segunda la
incrementa (aumentando a su vez la perspectiva de mayores impuestos o
impagos futuros y, por tanto, reduciendo la eficiencia marginal del capital y
el estado de confianza). En general, salvo que se indexen las deudas a la
inflación, es cierto que los deudores tienden a salir beneficiados del aumento
generalizado de precios y rentas, pues disponen de muchos más recursos
monetarios para devolver un importe nominalmente constante. Mas, por los
mismos motivos, la inflación perjudica a los acreedores, quienes ven cómo el
poder adquisitivo del dinero que habían prestado se va diluyendo. Keynes se
posiciona a favor de los deudores, proponiendo que se les aligere la carga que
ellos libremente habían pactado con su acreedores; pero por análogos
motivos podría defenderse que lo interesante es que los precios caigan, ya
que así aumenta la rentabilidad real que obtienen los prestamistas y los
ahorradores en general. Si lo pensamos bien, no hay ningún motivo para
preferir que salga beneficiado el deudor a preferir que salga beneficiado el
acreedor, sólo la conveniencia personal (el que seamos deudores o
acreedores) o ideológica (que nuestro posicionamiento intelectual esté
sesgado a favor de deudores o de acreedores) puede llevarnos a calificar una
política como más conveniente que la otra.
Además, nuevamente, la disyuntiva que plantea Keynes entre una política
inflacionista que aligera la carga de los deudores y una política de reducción
de salarios que la incremente es falaz. Como ya hemos dicho, la inflación
tiende a perjudicar indiscriminadamente a los distintos acreedores, mientras
que la reducción de salarios perjudica a aquellos deudores concretos que han
asumido unas obligaciones muy superiores a las que iban a poder hacer frente
con la riqueza que serían capaces de producir a lo largo de su vida. Dicho de
otro modo, la inflación permite que aquellos deudores que no pueden pagar
una deuda —bien porque su solvencia dependía directamente de un salario
que se ha reducido o bien indirectamente de las ventas que realizaban a un
grupo de trabajadores que han visto decrecer sus salarios— puedan continuar
atendiéndola a costa de que otros acreedores, cuyos deudores seguían siendo
solventes, sufran un impago parcial (pues se les devuelve una divisa de
menor valor que la que entregaron). Esto es, la inflación constituye una
redistribución de la renta desde quienes acertaron en sus previsiones (prestar
dinero a gente que continuaría siendo solvente aun cuando las circunstancias
económicas empeoraran) a aquellos que fracasaron en ellas (prestar y pedir
prestado dinero bajo la errónea hipótesis de que la solvencia de la otra parte
se mantendría).
La reducción de los salarios nominales, en cambio, se enfrenta a este
problema de una manera bastante distinta: quienes ven caer su productividad
marginal y, por tanto, deben sufrir recortes en sus salarios son quienes
experimentarán dificultades a la hora de devolver sus deudas y serán sus
concretos acreedores quienes, por errar a la hora de prever la solvencia futura
de sus deudores, saldrán perjudicados. Por su parte, los acreedores que hayan
extendido crédito a personas cuya solvencia no dependa de mantener sus
salarios por encima de su productividad, no sufrirán menoscabo alguno. Es
decir, se opta por un impago selectivo (sólo algunos agentes no pueden
devolver el mismo importe nominal que se les prestó) en lugar de por el
impago indiscriminado que supone la inflación. En este sentido, nada puede
ser menos distorsionador del estado de la confianza que someter las
expectativas de flujos de caja de una inversión no al concreto conocimiento
del inversor, sino a la discrecionalidad de un político o funcionario que, por
definición, resulta imposible de prever. Cuando el éxito no depende de que
uno lo haga bien, sino de que otro no utilice la fuerza para interponerse en su
camino de un modo más o menos aleatorio, la confianza de los empresarios
sufre mucho más que cuando ésta depende solamente de los factores en los
que realmente consiste la actividad empresarial (este vendría a ser un caso de
incertidumbre institucional al que hemos hecho mención en el capítulo
anterior).
Asimismo, y por lo que respecta a la minoración del gravamen real de la
deuda pública, es la responsabilidad de tener que amortizarla puntualmente lo
que refrena a los políticos a la hora de asumir nuevos pasivos. Si ésta pasa a
ser diluida por la inflación, su incentivo será a endeudarse cada vez más,
tratando que la inflación amortice parte de esas expansivas obligaciones.
Claro que progresivamente la inflación necesaria para hacer regresar la deuda
pública a niveles más o menos razonables va siendo mayor, de manera que
entonces la disyuntiva pasa a ser la de si resulta preferible expropiar
cantidades crecientes del capital de los ahorradores privados vía mayor
inflación (con el riesgo adicional de sufrir un repudio de la moneda) o la de
subir los impuestos a la ciudadanía. En cualquiera de los dos casos, no parece
que la política inflacionista vaya a dotar de mucha mayor confianza al
sistema económico que cuando los agentes —y los políticos— son
conscientes de que no existen atajos a la hora de repagar la deuda pública.
En resumen, dado que la cantidad de dinero o de crédito no debería
adaptarse a las necesidades inflacionistas de quienes tienen sus rentas
nominalmente fijas, sino a las necesidades económicas de los agentes para
disponer de más dinero (de más medios de cambio o de más depósitos de
valor) o de más crédito (de más bienes presentes a costa de su repago futuro),
deberíamos permitir que fueran los propios agentes quienes determinaran
libremente el volumen de dinero y de crédito. Esto es lo que sucede en un
sistema de patrón oro, donde el volumen de dinero se determina por la
rentabilidad de producir oro y el volumen de crédito por la capacidad para
generar bienes futuros con los que amortizarlo. Cosa distinta sucede en los
sistemas de dinero fiduciario, donde no puede efectuarse un análisis de
rentabilidad para determinar si conviene incrementar o no la cantidad de
dinero69 y donde el volumen de crédito puede ser manipulado al albur del
banco central. De ahí que Keynes, al preferir el dinero fiduciario al patrón oro
por la mayor elasticidad del primero, sólo esté abogando, en última instancia,
por generalizar un instrumento con el que resulta más fácil expropiar y
anestesiar al rentista —al ahorrador, capitalista o acreedor—, lo cual
contribuye muy poco a la prosperidad económica de una sociedad en el largo
plazo, pero encaja como un guante dentro de su paradigma ideológico.
Queda claro, por consiguiente, que el inglés se equivocó por entero
al preferir una rebaja de los salarios reales vía inflación a una simple
reducción de los salarios nominales: primero, porque el ajuste de los salarios
nominales a la productividad marginal del trabajo no sólo no minora la
demanda agregada, sino que la incrementa (al permitir una mayor ocupación
de trabajadores y por tanto una mayor producción y gasto); y segundo,
porque la inflación generalizada y arbitrariamente distribuida no es un
sustitutivo superior a las correcciones particulares de salarios (no logra los
mismos objetivos y arroja distorsiones mucho mayores sobre el tejido
productivo). El desempleo podía eliminarse perfectamente tal y como habían
explicado los clásicos: mediante rebajas de los salarios nominales
artificialmente altos. El equilibrio con desempleo inventado por Keynes
seguía siendo una contradicción en los términos en la medida en que la Ley
de Say resultaba plenamente válida: a largo plazo, las sobreproducciones
parciales podían corregirse endógenamente merced a reajustes en los precios
relativos de los distintos productos, activos y factores productivos.
II. Efectos sobre los precios
Para Keynes los precios de una industria dependen del coste marginal de
los factores productivos que emplea y éstos en parte del nivel de producción:
cuanto más se produzca, mayor será la demanda de factores productivos, más
alto será su coste marginal y, por tanto, más elevado será el precio de venta
final de sus bienes y servicios (p. 294). El inglés no ve demasiado problema a
la hora de generalizar esta conclusión a toda la economía, aun cuando
reconoce que desde un punto de vista agregado los precios de unos
empresarios pueden entrar como costes en los precios de otros empresarios.
Así, dentro del esquema keynesiano, la demanda agregada determina la
demanda de trabajo y esa demanda de trabajo será la que, a su vez,
determinará el coste marginal del salario que —asumiendo que el equipo
de capital y la técnica están dados— será lo que finalmente determinará el
nivel general de precios.

Sucede, sin embargo, que si la cantidad de recursos ociosos es muy grande,


la ley de rendimientos decrecientes no entrará todavía en funcionamiento, de
modo que podrá aumentarse la producción sin que lo hagan los costes (sin
que haya que incorporar un mayor número de factores por unidad de
producto) ni por tanto los precios. Este sencillo planteamiento es el que
permite a Keynes afirmar que no es el coste salarial el que determina la
demanda de trabajo por parte de los empresarios, sino la demanda agregada
que, como hemos visto antes, puede verse negativamente influida por un
menor coste salarial.
Además, este planteamiento también le permite al inglés desligarse de la
teoría cuantitativa del dinero, que establecía que los aumentos en la cantidad
de dinero elevaban los precios de las mercancías. En realidad, dice Keynes,
una mayor oferta de dinero reduce el tipo de interés, esto eleva la inversión y
la demanda agregada, lo que podrá tener dos efectos: por debajo del pleno
empleo, contribuirá a incrementar la ocupación, alcanzado el pleno empleo,
elevará los costes marginales de producción y con ellos los precios (p. 295).
O dicho de otra forma, mientras la elasticidad producción-gasto sea muy alta,
una mayor demanda agregada no presionará al alza ni los costes ni los
precios, sino que se limitará a incrementar la producción.
Ésta vendría a ser la reformulación de la teoría cuantitativa según Keynes:
«Mientras existan recursos productivos sin utilizar, el empleo variará en la
misma proporción que la cantidad de dinero y cuando todos estén empleados
serán los precios los que variarán en esa proporción» (p. 296). En definitiva,
lo que Keynes impugnaba de la teoría clásica era su idea de que, por un lado,
la oferta agregada era en todo momento inelástica y de que, por otro, se
equiparara la demanda agregada con la cantidad de dinero existente (sin tener
en cuenta los efectos del atesoramiento).
Por supuesto, incluso el inglés admitía que su reformulación de la teoría
cuantitativa pecaba de simplista y que se basaba en ciertas hipótesis irreales
como que todos los factores productivos son homogéneos: cuando no lo son,
la ley de rendimientos decrecientes entra en escena mucho antes y la mayor
demanda agregada no sólo engendra más ocupación sino también mayores
costes marginales (es necesario utilizar más trabajadores por unidad de
producto) y precios más elevados (si bien el efecto predominante, asume el
inglés, sigue siendo el de una mayor ocupación). Por ello, en aras del
realismo, nuestro autor opta por reconocer cinco razones por las cuales la
evolución real de los precios puede acercarse más a la prevista por la teoría
cuantitativa tradicional que a la pronosticada por su reformulada teoría
cuantitativa: esto es, nos ofrece razones por las cuales a) los incrementos en
la cantidad de dinero no tienen por qué aumentar la ocupación, b) los precios
podrían aumentar antes de lograr el pleno empleo y c) los costes marginales
salariales no determinan el nivel general de precios:

1. La demanda efectiva no varía en idéntica proporción


que la cantidad de dinero: Como sabemos, para Keynes,
el principal efecto del incremento de la cantidad de
dinero sobre la demanda efectiva no es a través del
aumento directo del consumo o de la inversión (pues
recordemos que éstas variables dependen sólo de la
propensión a consumir, de la eficiencia marginal del
capital y del tipo de interés, y no, por tanto, de la
cantidad de dinero), sino por su influencia sobre el tipo
de interés. El incremento en la cantidad de dinero
reducirá los tipos de interés en una cuantía que vendrá
determinada por la preferencia por la liquidez de los
agentes (a menor demanda de dinero, mayor caída de
los tipos de interés). El nuevo tipo de interés tendrá que
ponerse en relación con la eficiencia marginal del
capital para determinar el volumen de inversión
agregada, y ésta con el multiplicador de la inversión
para determinar la renta agregada. Por consiguiente,
idénticas variaciones en la cantidad de dinero darán
lugar a cambios muy diferentes de la demanda efectiva:
a priori no puede conocerse cuál será el efecto de un
aumento en la cantidad de dinero sobre el nivel de
empleo. Pese a que Keynes trataba de introducir con
esta salvedad algo más de realismo a su teoría, él
mismo reconoce que, aun así, su análisis de los efectos
del dinero sobre la demanda efectiva adolece de una
«simplicidad engañosa», pues prácticamente todas las
variables fundamentales —demanda de dinero,
eficiencia marginal del capital, multiplicador de la
inversión y demanda efectiva— están interrelacionadas;
no se trata de que una de ellas cause a las demás, sino
de que todas están interconectadas. No obstante, incluso
con todas estas limitaciones que él mismo reconoce,
Keynes sí se cree cualificado para afirmar que «sólo en
circunstancias excepcionales un incremento en la
cantidad de dinero vendrá acompañado de una
disminución de la demanda efectiva» (p. 299).
2. Los factores productivos no son homogéneos, de
manera que a medida que aumenta el empleo los
rendimientos se vuelven decrecientes: Si los factores no
son homogéneos (incluyendo el equipo de capital, que
está dado) y, por tanto, no son igual de eficientes, la
producción aumentará a tasas cada vez menores según
vayamos haciendo un uso más intensivo de ciertos
factores. Esto significa que los costes marginales de
producción serán crecientes (habrá que incorporar más
trabajadores por unidad final de producto) y, por tanto,
que el nivel general de precios aumentará antes de
alcanzado el pleno empleo.
3. Otra consecuencia de que los factores no sean
homogéneos es que no pueden sustituirse unos por
otros, de modo que la oferta de algunos factores se
volverá inelástica antes que la de otros; es decir,
existirán cuellos de botella. Si hay factores productivos
muy específicos que deben emplearse en proporciones
fijas con otros factores menos específicos y las
cantidades desempleadas de los primeros son menos
abundantes que las de los segundos, parece claro que
los costes de los primeros se incrementarán mucho
antes que los de los segundos, con la influencia alcista
que ello tendrá sobre el nivel general de precios,
incluso antes de lograr el pleno empleo de todos los
factores. Un ejemplo sencillo de este caso puede ser el
de una economía con sobreabundancia de camiones y
carestía de gasolina: si se pretende poner en circulación
a todos los camiones ociosos, los costes de la gasolina
aumentarán más pronto que el precio de los camiones y,
por tanto, el nivel general de precios también repuntará
antes de que todos los camiones estén en circulación. A
largo plazo, con todo, se tenderá a aumentar la
provisión de los factores productivos relativamente más
escasos, de ahí que Keynes considere que el aumento
en la cantidad de dinero, incluso bajo este supuesto,
terminará afectando en mayor o menor grado al nivel de
empleo.
4. La unidad de salarios puede subir antes de que se haya
logrado el pleno empleo: Con independencia de los
factores anteriores, en un momento en el que la
demanda efectiva está creciendo y el paro se va
reduciendo, los trabajadores, antes de llegar al pleno
empleo, pueden reclamar incrementos en sus salarios
nominales y los empresarios pueden estar dispuestos a
concedérselos por el favorable clima de negocios. En
este caso, por tanto, el nivel general de precios también
aumentaría antes de lograr el pleno empleo debido al
mayor poder de negociación del factor trabajo, que
genera un alza de los salarios nominales (poder de
negociación que puede verse reforzado por las
organizaciones sindicales).
5. Las remuneraciones de todos los factores productivos
que integran los costes marginales no varían en la
misma proporción: Aun asumiendo que no existen
cuellos de botella, podría suceder que, ante un mismo
incremento de la demanda, los costes de unos factores
productivos tiendan a aumentar en proporciones
diferentes a las de los otros factores. Keynes, por
ejemplo, cree que es muy probable que el coste de uso
del capital se incremente mucho más rápido que los
salarios, ya que si la expectativa es que los sueldos
futuros sean más altos que los presentes, los
empresarios adelantarán la fecha de renovación del
equipo de capital y, por consiguiente, al equipo
presente se le dará un uso más intensivo (lo que implica
un mayor coste de uso). En cualquier caso, desde el
momento en que no todos los costes varían en la misma
proporción, deja de ser cierto que el coste marginal de
los salarios sea el que determine el nivel general de
precios; por ello, Keynes se ve forzado a admitir (p.
302) que el nivel general de precios en realidad
depende, no de los cambios marginales en la unidad de
salario, sino en la unidad de coste (una media
ponderada de todas las remuneraciones que intervienen
en el coste marginal). El pleno empleo de los recursos
—no ya sólo del factor trabajo— se lograría cuando el
rendimiento marginal de todos esos factores no fuera
suficiente para cubrir su desutilidad.
Así las cosas, vemos que, en contra del reduccionista análisis inicial, el
nivel general de precios sí puede subir antes de haber alcanzado el pleno
empleo. Sin embargo, Keynes se niega a calificar este tipo de situaciones
como «inflacionistas»; para el inglés, sólo debemos llamar inflación a
aquellos incrementos del nivel general de precios que tengan lugar una vez
logrado el pleno empleo: «Cuando un incremento adicional de la demanda
efectiva no da lugar a aumento de la producción sino que se destina
enteramente a un incremento de la unidad de coste proporcional a ese
incremento de la demanda efectiva, es que hemos alcanzado una condición
que podríamos calificar apropiadamente de auténtica inflación. Hasta ese
momento, los efectos de la expansión monetaria son más bien una cuestión de
grado: no puede trazarse una línea divisoria que nos permita afirmar que la
inflación ya se ha desatado» (p. 303).
Es gracias a esto por lo que Keynes, pese a las enormes limitaciones que
acabamos de ver, puede seguir manteniendo su errónea versión de la teoría
cuantitativa: los aumentos en la cantidad de dinero incrementan la producción
cuando no hay pleno empleo y son inflacionistas una vez alcanzada la plena
ocupación de los factores. Pero aquí no habrá que entender inflacionista
como «elevación del nivel general de precios» —pues ya hemos visto que ese
fenómeno puede darse perfectamente antes de alcanzado el pleno empleo—
sino como «elevación del nivel general de precios tras llegar al pleno
empleo». Es decir, se trata de una pura petición de principios, lo cual no le
impide ridiculizar por irreales a las teorías de los economistas clásicos: «A
menos que llamemos inflacionista a cualquier elevación de los precios, la
noción según la cual cualquier incremento de la cantidad de dinero es
inflacionista está íntimamente relacionada con el supuesto, subyacente en la
teoría económica clásica, de que siempre estamos en condiciones tales que la
reducción de las retribuciones reales de los factores de producción disminuirá
su oferta» (p. 304). ¿No será más bien que los economistas clásicos sí
tildaban todo aumento del nivel general de precios de inflacionista y no
asumían, ni mucho menos, que la economía siempre se encontrara en
condiciones de pleno empleo de los recursos por poder verse sumergida en
situaciones de desequilibrio transitorio?
A partir de estas truncadas definiciones, Keynes plantea la existencia de
una asimetría entre los efectos de la inflación y los de la deflación: mientras
que la inflación sólo genera alzas en los precios, la deflación da lugar a
reducción de los precios y del nivel de producción. Algo que, según el inglés,
sería consecuencia de que los trabajadores (o los factores en general) siempre
están en condiciones de rechazar trabajar cuando el salario real se vuelve
inferior a la desutilidad del trabajo, pero no pueden, en cambio, forzar que se
les ofrezca un trabajo en el que el salario real sea igual a su desutilidad, por
cuanto ellos no controlan el nivel de precios (p. 291).
Finalmente, dejando al margen el análisis más cortoplacista del empleo y
del nivel de precios, Keynes considera que en el largo plazo, incluso
con pleno empleo, una comunidad habrá de optar entre estabilizar la
cantidad de dinero, con lo que precios deberán descender según se
incremente la renta agregada, o estabilizar los precios, con lo que la cantidad
de dinero debería aumentar conforme se incrementa la renta agregada.
Además, ambas políticas también afectarán de modo distinto a los salarios
reales: para que éstos aumenten, en el primer caso será necesario que los
salarios nominales se mantengan constantes o que se reduzcan más
lentamente que el nivel general de precios y, en el segundo, que aumenten.
El inglés, como no podía ser de otra forma, opta por una política de
incremento continuado en la cantidad de dinero que permita estabilizar los
precios al tiempo que aumentan los salarios nominales (p. 271). Los motivos
no son otros que los efectos beneficiosos que a juicio de Keynes tienen los
salarios constantes o crecientes en un contexto de incremento de la cantidad
de dinero frente a los salarios decrecientes en un contexto de rigidez
monetaria: reducción del saldo real de las deudas, minoración de los tipos de
interés, aumento de la eficiencia marginal del capital por la expectativa de
mayores costes futuros, etc. Efectos que ya han sido objeto de estudio y
crítica en el epígrafe anterior, salvo por un inconveniente adicional que
Keynes subrepticiamente introduce en este momento: dado que el patrón oro
no permite incrementos discrecionales y abundantes de la cantidad de dinero,
la política inflacionista que propugna el inglés requerirá del abandono de este
sistema monetario: «si la cantidad de dinero continuara siendo escasa durante
un largo período de tiempo, la salida que se buscará será el cambio de patrón
monetario o el cambio hacia un sistema monetario diferente que permita
aumentarla en lugar de tener que forzar a la baja los salarios monetarios y
aumentar la carga de la deuda pública» (p. 307).
Los errores de la teoría de precios de Keynes pueden resumirse
básicamente en dos que, en realidad, tienen un tronco común: por un lado, el
inglés razona en términos de niveles generales de precios y de unidades
agregadas de costes cuando lo relevante para los empresarios son los precios
y costes concretos y relativos de las diferentes industrias (en particular, los
variados márgenes entre los precios y costes de las mercancías y de los
factores productivos relevantes en su negocio); por otro, la relación correcta
entre precios y costes no es la de que los costes determinen los precios, sino
al revés: son los precios los que en última instancia determinan los costes de
producción.
Más específicamente: la supervivencia de los planes empresariales depende
de que los precios de venta de sus productos superen el coste de fabricarlos
(incluyendo el coste del capital). Ningún empresario toma decisiones
comparando el nivel general de precios con la unidad agregada de costes, no
sólo porque ambas magnitudes no existen en el mercado —al ser meros
constructos estadísticos—, sino porque resultan irrelevantes para la obtención
de beneficios. Son los precios de venta de sus productos, los de su
competencia directa y los de los factores productivos que necesita para
fabricarlos (los costes) los que le mueven a trazar unos u otros planes de
negocio (modificando o el bien a fabricar o el modo de fabricarlo). Y, por los
mismos motivos, son los precios que los empresarios esperan que los
consumidores estén dispuestos a pagar por sus mercancías los que determinan
las demandas empresariales de unos u otros factores productivos: son, por
tanto, los precios finales de cada bien o servicio los que determinan el precio
de los factores productivos (los costes) que están dispuestos a abonar los
empresarios.
En el caso del factor trabajo, que es aquel por el que se obsesiona Keynes,
la relación resulta evidente: el empresario adelantará al trabajador un salario
que crea que puede recuperar a través de los ingresos por ventas de su
mercancía; es el precio de venta y la cantidad vendida de éstas lo que
determina el salario que puede llegar a pagarle. Si ese salario que está
dispuesto a abonar el empresario supera o iguala el salario que exige el
trabajador, será contratado; en caso contrario, no. Es en este sentido, y en
ningún otro, en el que puede afirmarse que el nivel de empleo no depende del
salario nominal sino del real: el salario real (entendido como salarios dividido
por el nivel general de precios o no puede ser conocido por los
empresarios, pues implica deflactar los salarios nominales que abonan por un
arbitrario constructo estadístico como es el nivel general de precios. Cuando
se afirma que el empleo depende de los salarios reales debemos entender, en
realidad, que depende de la relación entre los salarios que paga un empresario
y los precios esperados de venta de sus productos.
Una vez abandonada la rígida, y falsa, relación entre costes y precios que
establece Keynes, podremos comprender mejor por qué la reformulación que
efectúa de la teoría cuantitativa —a saber, que hasta que no se logra el pleno
empleo de los factores, los precios no aumentan cuando se incrementa la
cantidad de dinero— resulta igualmente errónea.
Dado que los beneficios de cada empresa vienen dados por la
expresión Beneficios = (Precio unitario de venta – Coste medio de
producción) * Cantidad vendida, un incremento en la cantidad de dinero
puede aumentar los beneficios de dos formas (una vez, de acuerdo con
Keynes, es gastado en inversión gracias a los menores tipos de interés): una,
aumentando el precio unitario de cada producto; dos, elevando las cantidades
vendidas de la mercancía. En principio, pues, por estas dos vías un aumento
en la cantidad de dinero podría inducir a una empresa a incrementar su
producción y, por tanto, a contratar a más trabajadores (aunque también
podría reducir la contratación si los costes de producción se incrementan más
que los precios).
En el primer caso, el incremento en la cantidad de dinero es directamente
inflacionista porque genera un aumento de precios, que es lo que incentiva a
la compañía a incrementar su producción. Lo que sucedía antes de la
inflación era que esa empresa o bien ya estaba destruyendo valor con sus
operaciones (si su precio de venta era inferior al coste medio) o bien no podía
ampliar su escala de producción sin destruir valor (cuando el precio de venta
era inferior al coste marginal de la nueva producción). Lo que se busca en
este caso con la inflación es incrementar el margen de la empresa diluyendo
los salarios reales de los trabajadores (o las remuneraciones de otros
factores), de modo que empleos que antes destruían valor (porque el
trabajador exigía un salario mayor a la riqueza que contribuía a crear) ahora
no lo hagan merced a que se ve reducida la participación del trabajador en los
ingresos monetarios de la compañía. El mismo resultado podría lograrse, con
todo, a través de un mantenimiento de los precios de venta y una reducción
de los salarios nominales, sin necesidad de aumentar la cantidad de dinero. Y,
como sabemos, esa opción resulta preferible, pues no trastoca la estructura de
precios y costes relativos en el resto de la economía (como sí hará la
inflación).
Más interesante resulta, sin embargo, el otro caso, donde el aumento de la
escala de producción se logra merced al crecimiento de las ventas: gracias al
incremento en la cantidad de dinero, los beneficios de una compañía pueden
aumentar porque, pese a no ampliar su margen de ganancia, vende un mayor
número de unidades. Si esto es lo que sucede, la compañía tenderá a contratar
a más trabajadores para incrementar su producción y poder atender a esa
mayor demanda. En este caso, a diferencia del anterior, el problema no está
en que el aumento en la escala de producción sea subóptimo —a saber, que
los costes marginales sean superiores a los precios de venta— sino en que sin
el aumento de la cantidad de dinero la empresa es incapaz de vender más
productos. ¿Por qué motivo? Pues porque la cantidad de dinero de que
dispone cada consumidor es insuficiente para incrementar sus adquisiciones.
Ahora bien, ¿qué sucedería si, en lugar de incrementar la cantidad de dinero,
los precios de venta y los costes de producción se redujeran en la misma
proporción? Pues que los consumidores, con la misma cantidad de dinero,
podrían adquirir una mayor cantidad de productos. En otras palabras, el
mismo resultado que busca Keynes con el aumento deliberado de la cantidad
de dinero podría lograrse con una minoración de los precios y de los costes.
Así pues, también en este caso los efectos de un incremento en la cantidad de
dinero serían inflacionistas: los precios y los costes no se reducirán como
deberían haberse reducido ante los incrementos de la producción (lo que
equivale a decir que precios y costes aumentan).
En definitiva, como ya sabíamos, Keynes prefiere incrementar la cantidad
de dinero para aumentar la demanda agregada generando inflación en lugar
de reducir aquellos precios que deben hacerlo (aumentando la producción y la
oferta agregada en términos reales). Pero para esto no existe ninguna
justificación, pues sí resulta posible reducir los costes de producción sin que,
al mismo tiempo, se reduzcan los precios de venta en una economía. La idea
de Keynes de que los trabajadores y los empresarios no pueden fijar sus
salarios reales y que estos dependen al final de la demanda agregada es
simplemente falsa: lo que les interesa a unos y a otros son los márgenes
nominales entre sus precios y sus costes, y ya vimos en el epígrafe anterior
que la demanda agregada y los precios no tienen por qué reducirse ante
minoraciones de los costes.
Pero, asimismo, existen dos problemas adicionales. El primero,
omnipresente en toda La Teoría General, es que Keynes habla mucho de
incrementar la cantidad de dinero, mas no queda claro si se refiere a la
cantidad de dinero propiamente dicho (oro o dinero fiduciario) o de medios
de pagos (incluyendo los depósitos de la banca). En cualquier caso, la manera
de incrementar la cantidad de medios de pago será monetizando volúmenes
mayores y más inciertos de bienes futuros, lo que en muchos casos puede dar
lugar a un repudio total o parcial del medio de pago y a alzas en los precios
(den lugar o no a alzas de la producción). Simplemente, Keynes
sólo considera la cantidad de medios de pago, pero no la calidad de esos
medios de pago; y la calidad del dinero es muy importante a la hora de
determinar su valor (y, por consiguiente, los precios del resto de la
economía).
El segundo, algo que incluso el inglés se ve forzado a reconocer: lo
habitual será que muchos precios aumenten bastante antes de haber alcanzado
algo así como el pleno empleo de los recursos, fundamentalmente por la falta
de homogeneidad entre factores y por las dispares elasticidades de la oferta
de esos factores ante el aumento de su demanda. Así las cosas, los precios de
algunos recursos se encarecerán notablemente antes de que otros hayan
siquiera alcanzado algo parecido al pleno empleo, todo lo cual genera nuevas
distorsiones adicionales dentro del sistema económico. Por ejemplo,
supongamos que dos empresas, A y B, producen el mismo producto X
mediante dos factores productivos: la gasolina y los trabajadores. La empresa
A es más eficiente que la B, ya que para producir una unidad de X sólo
necesita un litro de gasolina y un trabajador, mientras que la B requiere de
dos litros de gasolina y dos trabajadores.
Si A quiere duplicar su producción de X, la demanda de gasolina
aumentará en 100 litros, mientras que si B desea hacer lo propio, la demanda
de gasolina se incrementará en 200 litros. Imaginemos que hay un cuello de
botella en la gasolina que lleva a que, en caso de que su demanda aumente en
100 litros, su precio lo haga en un 50%, mientras que si crece en 200 litros, se
incremente en un 150%. En tal caso, parece claro que B no intentará
aumentar su producción de X, pues sus costes pasarían de 900 a 4.200 y sus
ingresos sólo de 1.000 a 2.000.

A, en cambio, sí tendría la opción de hacerlo, pues sus costes pasarían sólo


de 500 a 1.400 y sus ingresos de 1.000 a 2.000. Además, dado que el precio
de la gasolina aumenta un 50%, la empresa B sería expulsada del negocio, de
modo que podría plantearse reabsorber su demanda (incrementando sus
ventas de X hasta las 300 unidades). Esta sería la manera en que el libre
mercado y la libre competencia irían concentrando la actividad de producir X
en aquellos centros empresariales más eficientes.
Imaginemos ahora, sin embargo, que el Estado incrementa la cantidad de
dinero y lo dedica a comprar 500 unidades de X a la empresa B, gracias a lo
cual ésta puede incrementar su precio de 10 a 40. En ese caso, como el nuevo
dinero llegaría a la economía filtrándose por la empresa B y ésta tendría una
mayor capacidad para pujar al alza por los factores productivos relativamente
más escasos (por ejemplo, de 4 a 15), la empresa A sería expulsada del
mercado por el encarecimiento de la gasolina (aun cuando recibiera a los 200
antiguos clientes de B, a menos que consiguiera que pagaran un precio de
venta muy superior por X), mientras que la empresa B, la ineficiente,
concentraría a partir de ese momento su provisión.

En otras palabras, dado que el incremento en la cantidad de medios de pago


ceba arbitrariamente demandas de empresas particulares, nada garantiza la
supervivencia de las más eficientes. Es más, en la medida en que esas
empresas ineficientes hagan un uso muy intensivo de algún factor productivo
especialmente escaso, este incremento en la cantidad de medios de pago
acentuará su escasez, arrebatándoselo a aquellas unidades productivas que
pueden hacer de él un uso más eficiente.
La asimetría entre inflación y deflación no es, pues, ni mucho menos la que
plantea Keynes: la inflación no tiene por qué generar solamente alzas de
precios, sino distorsiones en la estructura empresarial de una sociedad que
reduzcan a corto, medio y largo plazo el nivel de producción (una conclusión
que reforzaremos en el capítulo siguiente cuando expliquemos que las crisis
económicas son consecuencia de las reducciones artificiales de los tipos de
interés derivadas del incremento de los medios de pago; justo lo que propone
Keynes en estos capítulos); por su parte, la deflación no tiene por qué generar
reducciones en la producción, especialmente en el largo plazo, pues lejos de
ser un síntoma de una minoración permanente del nivel de demanda deseado
suele serlo o bien de una readaptación de la estructura de precios a la
disponibilidad de medios de pago o bien de una exigencia de recomposición
de la estructura productiva por parte de consumidores e inversores (pues para
ello suele ser necesario que caigan numerosos precios y costes). O dicho de
otro modo, y por seguir con el razonamiento keynesiano, el problema que
lleva asociado la deflación no es que el trabajador no pueda forzar al
empresario a que le ofrezca un salario real que iguale su desutilidad, sino que
el empresario no es capaz de generar la suficiente riqueza como para
ofrecérselo. Y este problema de fondo no se soluciona distorsionando los
precios relativos mediante la emisión de nuevos medios de pago, sino
permitiendo que esos precios y esos planes empresariales se reajusten; todo lo
demás son simplemente parches que generarán más perjuicios que beneficios
redistribuyendo la renta y los recursos de manera arbitraria y nociva.
Llegados aquí, ¿qué queda en pie de la novedosa y revolucionaria teoría
de los precios de Keynes? Muy poco, ya que, de hecho, una vez pulidos sus
numerosos errores, puede insertarse perfectamente dentro de la archiconocida
ecuación cuantitativa de la que el inglés deseaba apartarse: M * V = P * Q.
La política propuesta por Keynes consiste en incrementar M o V para
que P no se reduzca ante el aumento de Q o para que algunos componentes
de P sí aumenten al tiempo que otros se estancan (los salarios) favoreciendo
con ello un incremento de Q;70 una política típicamente inflacionista cuyos
resultados, incluso sobre sus supuestos más favorables, resultan notablemente
peores y más injustos que los de un ajuste a la baja de los precios relativos.
III. Conclusión
Con su teoría de los precios y los salarios, Keynes pretendió ligar el nivel
general de precios con la renta agregada. En las situaciones de equilibrio con
desempleo involuntario —las que, según el inglés, quedaron fuera del estudio
de los economistas clásicos—, los incrementos en la cantidad de dinero no
generarían inflación, sino aumentos de la producción, y las reducciones de
costes no darían lugar a una mayor ocupación sino a caídas de la demanda
agregada y de los precios (deflación) que dejarían los salarios reales
inalterados o incluso los incrementarían.
Gracias a este simple y falaz análisis, el inglés consiguió anular el principal
mecanismo de ajuste que existe en las economías capitalistas para coordinar
de manera consistente los planes de todos los individuos. Si las caídas de
precios y costes son esencialmente descoordinadoras y las subidas, al menos
hasta llegar al pleno empleo, sólo se traducen en más actividad, entonces la
carta que debe jugar el Estado es evidente: la carta inflacionista.
Por nuestra parte hemos intentado demostrar que la flexibilidad de los
precios y costes particulares permite emplear a todos los factores productivos
que sean capaces de crear más riqueza de la que demandan en forma de
remuneración. Es esa flexibilidad la que permite maximizar la oferta
agregada de bienes y servicios y con ella la demanda agregada. No es ésta,
pues, la que determina el nivel agregado de precios, sino que es la correcta
proporción entre los distintos precios y costes particulares (el que sean
precios y costes «de equilibrio») lo que determina las distintas ofertas
particulares de cuya agregación surge la oferta agregada que, como sabemos,
es igual a la demanda agregada. Precisamente por ello, el inflacionismo no
puede ser la respuesta a desajustes en los precios relativos: un alza arbitraria,
general e indiscriminada de precios y costes no puede solventar los
desequilibrios relativos entre precios particulares.
Capítulo 6
EL CICLO ECONÓMICO
COMO UNA REGULARIDAD
MANIACODEPRESIVA
Aunque sean muchos los que relacionen La Teoría General de Keynes con
un recetario de política económica para combatir las crisis y las depresiones,
lo cierto es que la práctica totalidad de la obra va destinada a reflexionar
sobre cómo mantener en el largo plazo el pleno empleo de los recursos dentro
de una sociedad capitalista crecientemente dependiente del gasto en inversión
privada. En esta rúbrica ya hemos comprobado que la opinión de Keynes es
muy pesimista: sólo a través de un notable incremento del peso del Estado, de
una cuantiosa inflación crediticia que mantenga los tipos de interés lo más
bajos posibles, de una redistribución de la renta que incremente la propensión
marginal a consumir, de restricciones severas al acceso a los mercados de
capitales y de una total rigidez de los salarios a la baja que evite el riesgo de
que se generen expectativas de abaratamiento adicional de los salarios, las
sociedades capitalistas tendrían la opción de alcanzar un nivel de demanda
agregada lo suficientemente elevado como para disfrutar del pleno empleo.
En la última parte de La Teoría General, Keynes aprovecha para efectuar
ciertos comentarios auxiliares que se derivan de las conclusiones
que previamente ha alcanzado al reflexionar sobre el crecimiento económico
a largo plazo. Se trata de un grupo de reflexiones heterogéneas que el inglés
agrupa en el Libro VI, titulado Notas breves suscitadas por La Teoría
General, que contiene los tres capítulos finales. El primero de ellos, el 22,
está dedicado a las causas y a los remedios para las fluctuaciones cíclicas de
auge y depresión que a corto y medio plazo han venido caracterizando al
capitalismo en los últimos 200 años.
Keynes comienza matizando que no existe una única causa que explique
las crisis económicas: cualquier fluctuación del gasto en inversión que no se
vea compensada por el consumo generará caídas de la renta agregada y del
nivel de empleo (p. 314). Mas, en su opinión, la mayor parte de los auges y
las depresiones se deben a las fluctuaciones súbitas de la eficiencia marginal
del capital (p. 313).
Las razones por las que la eficiencia marginal del capital tiene una
naturaleza bastante inestable ya han sido expuestas por Keynes en su capítulo
12 (y nosotros las hemos criticado en nuestro capítulo 4): a saber, la
incertidumbre que rodea a la actual organización económica, donde las
expectativas de los flujos de caja futuros de los proyectos empresariales son
determinadas mayoritariamente por «unos compradores que en su mayoría
ignoran lo que compran y por unos especuladores que están más interesados
en predecir cuál será el próximo desplazamiento de la opinión en el mercado
que en hacer estimaciones razonables de la rentabilidad futura de los bienes
de capital» (p. 316). Esta enorme incertidumbre a la que se enfrentan los
operadores de mercado y el consecuente precario estado de la confianza en
sus expectativas provoca que durante un tiempo prevalezca un optimismo
sobre la eficiencia marginal del capital que lleve a los empresarios a acometer
numerosas inversiones que eleven la demanda agregada; sin embargo, pasado
un tiempo, la acumulación debienes de capital en masa hundirá la eficiencia
marginal por debajo de lo que inicialmente se había previsto (recordemos que
para Keynes la eficiencia marginal depende de la escasez de bienes de capital
y, por tanto, decrece con su aumento), lo que hará decaer el estado de la
confianza y extender un clima de pesimismo que ocasionará una mayor caída
de la eficiencia marginal del capital, el aumento del tipo de interés por la
mayor demanda de dinero asociada a la creciente incertidumbre futura y, en
última instancia, el hundimiento de la demanda agregada (p. 316).
Para Keynes, por consiguiente, durante las crisis y depresiones la
expectativa de eficiencia marginal del capital se hundirá y los tipos de interés
subirán, pero lo esencial es lo primero: el colapso de la rentabilidad esperada.
Si éste es muy abrupto, la influencia de la subida del tipo de interés será casi
irrelevante, pues aunque descendieran al 0%, el gasto en inversión no
reflotaría (pp. 316-317). Es la libertad de formación de expectativas, y el
hecho de que suelan degenerar en comportamientos de manada, lo que genera
inestabilidad en una economía de mercado: «Lo que hace al capitalismo
individualista tan poco susceptible de ser controlado es la dificultad de
recuperar un cierto grado de confianza en la marcha de los negocios» (p.
317). En definitiva, para Keynes los ciclos económicos son, como regla
general, profecías autocumplidas: si todos creemos que el futuro será peor,
efectivamente será peor, sobre todo si previamente todos hemos creído que
sería mucho mejor de lo que iba a ser olvidándonos de la caída de la
eficiencia marginal del capital que siempre va asociada a la sobreinversión
masificada en bienes de capital.
Con todo, el inglés también observa razones para que, finalmente, las
economías terminen superando la depresión por sus propios medios. Desde
luego, no se trata de la opción preferida por Keynes, pero hay que dejar
constancia de que en su análisis, y gracias al elemento estabilizador de su Ley
Psicológica Fundamental, las recesiones tienden a autocorregirse,
especialmente después de que desaparezcan los excesos inversores de la etapa
del auge. Y es que, aun cuando el estado de la confianza de la sociedad pueda
no remontar, conforme se destruyan bienes de capital fijo y circulante (es
decir, conforme se deprecien los bienes de equipo y se liquiden los
inventarios), los bienes capital que se había vuelto superabundantes con
respecto a la propensión a invertir de unos agentes pesimistas irán
volviéndose progresivamente más escasos, haciendo que su rentabilidad
repunte aun entre los menos optimistas (pp. 317-318).
Como política económica dirigida a minimizar la gestación de depresiones,
Keynes propone hiperregular los mercados de capitales para que los agentes
no puedan expresar sus expectativas sobre el futuro y, por tanto, carezcan de
total autonomía para determinar el volumen de inversión deseado: «El control
y dirección del volumen de inversión de una comunidad no puede dejarse con
garantías de seguridad en manos de la iniciativa privada» (p. 320). Como
políticas destinadas a impulsar la recuperación, propone tres: elevar el
consumo, mantener tan bajos como sea posible los tipos de interés y destruir
los inventarios de las empresas.
En cuanto a lo primero, frecuentemente se ha calificado la teoría de los
ciclos de Keynes como una teoría subconsumista. La caracterización no es
del todo correcta, pues lo que desata para el inglés las crisis no es la caída del
consumo, sino de la inversión, y la manera mediante la que a él mismo le
gustaría impulsar la recuperación sería, no mediante más consumo, sino
mediante el restablecimiento de la inversión… al menos mientras el capital
siga siendo escaso (p. 325). No obstante, nuestro autor se encarga
rápidamente de mostrar las conexiones de sus teorías con el movimiento
subconsumista:
En las condiciones existentes —al menos en las que han prevalecido hasta
el momento— donde el volumen de inversión ni está controlado ni
planificado sino sometido a los vaivenes de una eficiencia marginal del
capital, determinada en base a las acciones de personas ignorantes o de
jugadores, donde el tipo de interés a largo plazo rara vez cae por debajo de
un nivel establecido por convención, estas escuelas de pensamiento, en lo
que sirven de pauta para orientar la política económica, están sin duda en
lo cierto. En estas condiciones, cuando es imposible aumentar la inversión,
no hay otra forma de conseguir un nivel de empleo satisfactorio que
incrementar el consumo (pp. 324-325).
En cuanto a la segunda y tercera propuestas —mantener los tipos de interés
bajos y destruir los inventarios empresariales—, conviene hacer un excurso
histórico para volver entendibles la postura y los razonamientos del inglés.
Cuando Keynes publicó La Teoría General en 1936, la otra gran teoría
económica que pretendía explicar los ciclos económicos era la de la Escuela
Austriaca, pergeñada especialmente por Ludwig von Mises y Friedrich
Hayek. Esta teoría, que en esencia es correcta y proporciona una fidedigna
explicación de las crisis, sostiene que los ciclos económicos se deben al
desproporcionado crecimiento del crédito por encima del ahorro real de los
agentes económicos; o sea, a la extraordinaria monetización de bienes
futuros.
Los bancos privados, generalmente espoleados o asistidos por las políticas
inflacionistas de los bancos centrales que el propio Keynes defendía, captan
ahorro a muy corto plazo o incluso lo monetizan directamente creando
nuevos medios de pago —gracias a lo cual tienen que abonar tipos de interés
muy bajos o nulos— y luego lo destinan a efectuar inversiones a muy largo
plazo —por las que perciben tipos de interés muy altos—. Esta operación de
arbitraje entre los tipos de interés a corto y los tipos de interés a largo tiende a
reducir sustancialmente el nivel de estos últimos, lo que favorece que familias
y empresas busquen endeudarse de manera masiva para adquirir bienes de
consumo duraderos y bienes de capital que no les habrían sido rentables
adquirir en caso de que los tipos de interés no se hubieran visto manipulados
a la baja por el arbitraje efectuado por los bancos. Este auge del crédito
barato tiende a su vez a realimentarse, pues las mayores rentas
proporcionadas por la mayor abundancia de crédito elevan artificialmente la
rentabilidad de numerosas empresas, las cuales tratarán de aumentar su
capacidad productiva recurriendo al endeudamiento.
La economía, en definitiva, tiende a sobreendeudarse para sobreinvertir en
bienes de capital y bienes de consumo duradero que, aunque proporcionen
una enorme cantidad de bienes de consumo futuros, cada vez los producen de
manera más tardía: esto vendría a coincidir con la etapa de auge artificial en
la que consumo, inversión, empleo y producción se disparan. Pero fijémonos
en que durante esta etapa de auge artificial va gestándose un desajuste
temporal entre el momento en el que los ahorradores quieren disponer de los
bienes de consumo y el momento en el que la estructura productiva resultante
de la expansión artificial del crédito puede proporcionárselos. Es decir, dado
que los tipos de interés —que expresan la rentabilidad mínima por unidad de
tiempo que deben proporcionar las inversiones para que a los capitalistas les
compense seguir esperando hasta que maduren los proyectos— se han
deprimido artificialmente —los capitalistas no estaban dispuestos a esperar
tanto tiempo como indican los falseados tipos de interés—, se producirá una
descoordinación entre ahorradores e inversores que llevará a estos últimos a
ajustar sus planes de negocio a un contexto en el que la disponibilidad de
crédito (de ahorro) es mucho mayor que la real. Mientras la expansión
crediticia no cese, llegará un momento en que la rentabilidad de las industrias
más cercanas al consumo comenzará a crecer más rápido que la de las más
alejadas (pues el gasto inicial en estas industrias se destinará de manera
multiplicada a las de bienes de consumo, incrementando la rentabilidad
de éstas más que las alejadas del mismo), lo que hará que la inversión en
ellas cada vez resulte menos atractiva y que sean incapaces de dar salida a
toda su producción. En esos momentos, la expansión crediticia no sólo
cesará, sino que empezará a contraerse: los medios de pago engendrados a
través de la monetización de la producción futura de unas industrias en
declive irán desapareciendo (impagos de deuda), lo que forzará a un reajuste
de los patrones de gasto y de producción.
El reajuste de los patrones de gasto será imprescindible por cuanto ya
explicamos cuando expusimos la Ley de Say: que la demanda presente de
bienes y servicios puede hundirse como consecuencia de la desaparición
súbita de la oferta esperada de bienes futuros. Al fin y al cabo, la demanda de
bienes presentes puede financiarse o con otra producción presente que ya ha
sido vendida por el comprador o con producción futura que ese comprador
espera vender. En el primer caso hablaremos de pagos al contado (la persona
ya ha aportado valor al mercado como productor y procede a cobrárselo
adquiriendo algún bien presente) y, en el segundo, de pagos diferidos o, más
sencillamente, de deuda (la persona quiere adquirir bienes antes de haber
producido y vendido otras mercancías de igual valor monetario en el
mercado, dejando por tanto sus compras pendientes de pago). Ambas
alternativas son legítimas siempre que el comprador que recurre a la deuda
encuentre a un ahorrador dispuesto a financiarle la operación: esto es,
siempre que encuentre a una persona que esté dispuesta a abstenerse de
consumir hasta el momento futuro en el que el comprador endeudado
fabrique los bienes con cuya venta espera amortizar la deuda asumida.
Sin embargo, acabamos de ver que determinadas organizaciones del
sistema bancario promueven una expansión del crédito muy por encima del
volumen de ahorro existente a ese mismo plazo, lo que en última instancia
significa que los consumidores son capaces de diferir el pago de las
mercancías que adquieren mucho más allá del momento hasta el que los
vendedores de esas mercancías están dispuestos a esperar para cobrar (en
bienes y servicios, no en dinero). Como, por consiguiente, los compradores-
deudores no tendrán tanto tiempo como se habían programado inicialmente
para fabricar los bienes que desean los vendedores-acreedores, la producción
futura con la que se esperaba sufragar la demanda presente basada en deuda
deberá interrumpirse y no llegará a existir; sobre todo si, además, esa
producción futura proyectada no poseía una auténtica demanda final, sino que
su enajenación dependía, a su vez, de que los agentes se continuaran
endeudando insosteniblemente (es lo que sucede durante las burbujas de
activos, por ejemplo). En ese momento, comenzarán a desatarse los impagos
de deuda entre los deudores, lo que, a su vez, restringirá enormemente el
gasto presente de los agentes económicos basado en la asunción de nuevas
obligaciones financieras.
O dicho de otro modo, los patrones de gasto de los agentes no sólo tendrán
que cambiar sino que también tendrán que contraerse por el simple hecho de
que no podrán seguir pagando, como hasta la fecha, tanta producción
presente con cargo a una irreal expectativa de producción futura. Éste será,
justamente, el hundimiento del gasto que Keynes considera el origen de las
crisis y que atribuye a un aumento del atesoramiento: en realidad, sin
embargo, la restricción del gasto a la que casi siempre se enfrentarán las
economías capitalistas no vendrá causado por un aumento de la demanda de
dinero, sino por una destrucción de los medios de pago basados en una
ilusoria producción futura (es decir, por los impagos de deuda).
Semejante cascada de impagos tendrá dos efectos directos sobre la
estructura productiva: por un lado, los compradores-deudores que no puedan
hacer frente a sus pasivos deberán reorientar su modelo de producción de
bienes futuros para tratar de evitar al máximo los impagos de deuda
(liquidando activos, paralizando inversiones, ampliando capital, enfocando su
modelo de negocio, etc.); por otro, los vendedores-acreedores cuyas ventas de
bienes presentes dependieran en gran medida de ese crédito barato (o de las
rentas engendradas por ese crédito barato) verán cómo se hunde su demanda
y también tendrán que adaptarse a las nuevas circunstancias (despidiendo a
factores productivos, liquidando activos, reorientando su producción, etc.).
En definitiva, modificados inexorablemente los patrones de gasto, la
estructura productiva tendrá que recomponerse: los deudores deberán
modificar y adelantar muchos de los bienes futuros que pensaban fabricar de
manera demasiado tardía; y los acreedores deberán dejar de financiar su
producción presente en una producción futura distinta (en plazo y
composición) de la que ellos mismos, en realidad, desean (algo de lo que,
debido a la manipulación crediticia de los bancos, no son conscientes).
En tal caso, es evidente que, como luego repetiremos, las recetas
keynesianas de incrementar la presión sobre los deudores para que fabriquen
muchos más bienes de consumo de los que a corto plazo son capaces, destruir
los inventarios de bienes presentes o estimular la nueva acumulación de
deudas impagables (seguir prometiendo entregar unas mercancías futuras
que, con la configuración actual de la estructura productiva, no pueden
fabricarse) no contribuyen a solucionar los desajustes de fondo. Para salir de
inmediato de las crisis sería necesario modificar ipso facto los patrones de
producción de la economía para que los deudores produjeran los bienes que
desean sus acreedores y en el momento en el que los desean, y para que los
acreedores dejen de acaparar una gran cantidad de factores productivos fijos
o circulantes cuyo único propósito es el de mantener inflada la venta (y
consecuente producción) de mercancías a un plazo mucho mayor del que
ellos mismos están dispuestos a esperar.
El problema para lograr esta mutación repentina de la economía es que la
destrucción de los nuevos métodos de producción y la creación de otros
nuevos que los remplacen no son ni procesos inmediatos ni procesos que
suelan darse simultáneamente, por distintos motivos: a) dado que los bienes
de capital y de consumo duradero que se construyeron durante la etapa del
auge artificial no pueden reutilizarse en cualquier otro proyecto (las
cementeras, por ejemplo, no sirven para producir naranjas), sus precios (y los
del resto de factores productivos) deberán corregirse a la baja para que
puedan ser empleados de manera rentable en planes empresariales
alternativos donde son mucho menos productivos, y ese imprescindible ajuste
de precios generalmente no será instantáneo; b) para implementar nuevos
planes empresariales es necesario que exista un abundante volumen de ahorro
que aligere la presión de fabricar bienes de consumo, proporcione el capital
necesario para que se constituyan las nuevas empresas o se transformen las
existentes y permita amortizar parte del excesivo endeudamiento en
deficientes planes de negocio; y c) los empresarios deben descubrir los
nuevos nichos de mercado en los que invertir a partir de los nuevos precios
de mercado y de las nuevas disponibilidades de ahorro: irán configurando (y
reconfigurando) poco a poco sus planes empresariales, por lo cual, durante un
tiempo y hasta que se haya despejado la insuperable incertidumbre inicial y
las dudas propias de una crisis, permanecerán a la espera, tejiendo nuevos
planes potenciales pero sin llegar a implementarlos.
Es por eso que esta etapa de reconversión, donde muere lo viejo sin llegar a
nacer (con igual fuerza) lo nuevo, coincide con la etapa de crisis, que Keynes
incorrectamente atribuye a una contracción súbita e innecesaria del gasto en
inversión: el inglés no entiende que la caída de la inversión es sólo la
consecuencia de las malas inversiones previas a la crisis (su error viene de
que, como ya expusimos en el capítulo 2, contablemente no observa ningún
problema en el descalce de plazos entre el activo y el pasivo de los agentes,
esto es, en la calidad del crédito creado previamente), que hacían inexorable
un reajuste de los patrones de especialización de la economía, para lo cual,
como es obvio, hay que suspender la reinversión en las industrias que han
dejado de ser rentables cuando la acumulación de desequilibrios dentro de la
economía se ha vuelto insostenible; todo lo cual provoca una contracción de
los medios de pago basados en el crédito que vuelve imprescindible un
reajuste del aparato productivo.
En definitiva, para la Escuela Austriaca la salida de la crisis no comienza
con cualquier recuperación del gasto en inversión, sino por una recuperación
del gasto en inversión que sea consecuencia de la imprescindible corrección
de los desajustes previos. Aumentar el gasto en cualesquiera otros proyectos
empresariales, con independencia de su rentabilidad y utilidad para los
consumidores finales, o impedir que los distintos precios y costes se reajusten
a la nueva realidad, sólo dilapidaría recursos y agravaría la crisis. De ahí que,
lejos de lo que receta Keynes, el enfoque de la política económica ante las
recesiones deba ser el de flexibilizar los mercados (para favorecer la
recolocación de factores y el reajuste de precios relativos) y la reducción del
gasto público y de los impuestos (con tal de liberar recursos reales y
financieros para que el sector privado acelere su reestructuración).
Así, desde esta perspectiva no tiene ningún sentido destruir los inventarios
de las empresas como proponía Keynes con el objetivo de que la nueva
demanda de inversión que fuera surgiendo al inicio de la recuperación no
fuera absorbida por esos inventarios ya fabricados (y que, por tanto, no
contribuyen a la creación de nuevo empleo). Según la Escuela Austriaca, lo
que habrá que hacer con las malas inversiones que no pudieron enajenarse a
los precios esperados no es destrozarlas, sino tratar de darles el nuevo uso
que en esos momentos resulte más valioso. Esto último significará,
ciertamente, que, dado los fines pocos valiosos que contribuyen a satisfacer,
su precio tendrá que reducirse de manera muy intensa para que a los
inversores o a los consumidores les salga a cuenta adquirirlos, pero, aun así,
ese uso poco valioso es preferible a no darles ninguno. Pensemos que las
empresas que invirtieron erróneamente en ese capital circulante sufrirán un
menor quebranto financiero si venden esos bienes a un precio bajo que si no
consiguen remuneración alguna por ellos. Además, recordemos que uno de
los elementos indispensables para salir de la crisis será el aumento del ahorro
y esos stocks de bienes de consumo y de capital constituyen, en mayor o
menor medida —según sean más o menos útiles—, ahorro real: bienes de
capital complementarios que pueden ser adquiridos por los capitalistas para
acometer sus nuevas inversiones o bienes de consumo que pueden ser
comprados por los factores productivos que sean contratados en las nuevas
líneas de producción. Más ahorro, por escaso que sea, siempre será preferible
a menos ahorro, especialmente durante una crisis, pues, al contrario de lo que
dice Keynes, los stocks de bienes no absorberán la demanda de inversión
durante la recuperación, sino que esas existencias, rebajadas lo suficiente de
precios, permitirán que los empresarios tejan lo más pronto posible nuevos
planes de negocio e incrementen su demanda de inversión: es decir, de lo que
no se daba cuenta el inglés es de que destruir esos stocks impide que surja
toda una demanda empresarial por bienes de capital complementarios a los
mismos que sí generan nuevo empleo y nueva riqueza.
Y, por supuesto, en ningún caso deberán mantenerse los tipos de interés
artificialmente bajos por parte del banco central. Primero, porque los bajos
tipos de interés ralentizan el reajuste: cuanto más bajos sean los tipos, menos
incentivos hay para que los agentes endeudados amorticen anticipadamente
su deuda o para que se vean forzados a liquidar los recursos que retienen en
sus proyectos empresariales deficientes; por ambas vías, los recursos, lejos de
recolocarse, permanecen en explotaciones subóptimas. Y, segundo, porque en
caso de que las malas inversiones del auge artificial previo no hayan vuelto
negativa la rentabilidad de una amplia mayoría de inversiones y en caso de
que los agentes sigan teniendo margen para endeudarse, los tipos de interés
artificialmente bajos (fruto de utilizar ahorro a muy corto plazo para financiar
inversiones a muy largo plazo) sólo servirán para generar un nuevo auge
artificial que agravará la crisis y la necesidad de reajustes más adelante.
Es en este último punto donde Keynes muestra explícitamente su
desacuerdo con las recetas austriacas: el inglés niega que las crisis se deban a
una supercapitalización de la economía donde cualquier ulterior inversión en
bienes de capital suponga un despilfarro (p. 321) sino que, como sabemos, la
atribuye a la inestabilidad del gasto en nuevas inversiones causada por un
precario estado de la confianza; por eso, una política de altos tipos de interés
destinada tanto a frenar las nuevas crisis como a acelerar la salida de las
existentes sería una política incorrecta que nos abocaría a una situación de
semi-recesión (p. 322), donde el nivel de inversión sería tan mediocre que no
fluctuaría en forma de ciclos pero que, a su vez, sería incapaz de alcanzar el
pleno empleo de los recursos: sería tanto como tratar de curar una
enfermedad matando al paciente (p. 323). Al fin y al cabo, razona Keynes, un
tipo de interés que fuera lo suficientemente elevado como para cortar de raíz
los auges cíclicos también eliminaría inversiones juiciosas y útiles pero con
una rentabilidad por debajo del tipo de interés del dinero (p. 321). Nada hay
de «virtuoso» en los tipos preexistentes a un incremento en la cantidad de
medios de pago por parte del sistema bancario, pues «el dinero nuevo se crea
para satisfacer el aumento de la demanda de dinero que se produce a un nivel
más bajo de los tipos de interés» (pp. 328-329). Keynes concluye su alegato
contra la teoría austriaca del ciclo económico afirmando que «todas estas
escuelas de pensamiento carecen de sentido, salvo que se basen, quizás, en el
supuesto implícito de que la producción agregada es incapaz de variar, mas
una teoría que supone que la producción agregada es constante no puede
suministrar explicación alguna al ciclo económico» (p. 328).
Los desorientados comentarios despectivos que Keynes lanza contra la
teoría austriaca (y que deben ponerse en relación con otras críticas en el
mismo tono a los conceptos de «ahorro forzoso» y «consumo de capital» que
ya comentamos en el capítulo 2) sólo demuestran su escasa comprensión de
la misma; desconocimiento que también sirve de base para explicar sus
recurrentes equívocos a la hora de perfilar una sólida teoría del ciclo
económico. A este respecto, nos servirá con tomar varias de las afirmaciones
precedentes del inglés: a) la teoría austriaca del ciclo económico es una teoría
de la sobreinversión en bienes de capital (supercapitalización); b) la subida de
los tipos de interés que propugna la teoría austriaca pretende disminuir las
expectativas de los «optimistas más contumaces y equivocados» (p. 327); y
c) la teoría austriaca sólo es consistente asumiendo que la producción
agregada no puede variar.
En primer lugar, la teoría austriaca del ciclo económico no es una teoría de
la sobreinversión sino de la mala inversión. No se trata, como
incorrectamente entiende Keynes, de que los bienes de capital se hayan
vuelto tan abundantes que cualquier ulterior inversión en ellos suponga un
despilfarro: se trata, más bien, de que el capital se ha inmovilizado de una
forma tan desestructurada y desproporcionada entre los distintos sectores que
hasta que no se corrijan esos desequilibrios no aparecerán nuevas
oportunidades de inversión en el conjunto de la economía. Pero la Escuela
Austriaca no sostiene que las crisis sean un síntoma de exceso de bienes de
capital, sino del exceso de unos bienes de capital combinado con una
deficiencia de otros bienes de capital (por generalizar, exceso de bienes de
capital que proporcionan bienes de consumo muy tardíamente y deficiencia
de los que pueden proporcionarlos de manera más rápida): de ahí que la
recuperación proceda del reajuste de las malas inversiones merced a un
mayor ahorro (a un menor consumo) y no del aumento del gasto en bienes de
consumo como sucedería si ante un problema de sobreinversión nos
encontráramos.
En segundo término, la Escuela Austriaca no defiende ni una política de
altos ni de bajos tipos de interés: defiende que los tipos de interés deben ser
fijados por un mercado libre, competitivo y sin privilegios para ninguno de
sus agentes. O dicho de otra manera, lo que defiende es que los tipos de
interés no sean ni artificialmente bajos ni artificialmente altos y, para ello, las
estrategias financieras imprudentes que tienden a propagar las malas
inversiones —como el endeudamiento a corto plazo de los bancos para
invertir a largo— no deben ser premiadas ni protegidas contra la disciplina
que impone el mercado: el riesgo de suspensión de pagos e incluso de
quiebra. Una disciplina que, por cierto, la política monetaria de Keynes
contribuye a debilitar enormemente: al cabo, el inglés pretendía sustituir el
patrón oro por un sistema de dinero fiduciario de curso forzoso donde su
emisor monopolístico, el banco central, mantuviera los tipos de interés tan
bajos como le fuera posible. Es decir, Keynes trata de aislar a los bancos de
los mecanismos de que dispone el mercado para cortocircuitar sus
monetizaciones imprudentes e insostenibles de bienes futuros (la fuga de oro
y la imposibilidad de los bancos de seguir refinanciando su deuda a corto
plazo) y, de hecho, como también hemos ido viendo, trata de que el sistema
bancario acometa una política crediticia deliberadamente inflacionista para
reducir los tipos de interés y reducir los saldos reales de las deudas.
Lo que le preocupa a la Escuela Austriaca es justamente eso: no que haya
inversores o empresarios excesivamente optimistas que dilapiden sus ahorros,
sino que la distribución de los mismos que efectúa la banca gracias a los
privilegios con los que se la ha dotado —banco central monopolístico, no
convertibilidad de sus pasivos en oro, fondo de garantía de depósitos…— dé
lugar a una dilapidación generalizada del capital dentro de la economía (a un
«consumo de capital»). Si, mediante el arbitraje de los tipos de interés de
distintos vencimientos, la banca encauza los recursos que deberían estar
disponibles a corto plazo hacia usos que proporcionarán los bienes futuros
más allá del momento que están dispuestos a esperar los ahorradores, tenderá
a producirse un auge y una subsiguiente depresión que empobrecerá a la
sociedad: por ello, la política de los bancos centrales, en lugar de orientarse a
mantener los tipos artificialmente bajos, debería orientarse a no influir y
manipular aquellos que sean determinados por las demandas y las ofertas de
capital en un régimen de patrón oro.
Y, por último, la teoría austriaca del ciclo económico no requiere asumir
que la producción agregada no puede variar: tan sólo necesita asumir que la
producción agregada no puede variar instantáneamente tanto como desean
los consumidores. Tal es el motivo de que las crisis sean períodos en los que
la estructura productiva debe readaptarse: para poder modificar la producción
agregada en la dirección que realmente demandan los consumidores. Y,
parece claro, este proceso no podrá ser instantáneo, pues las distintas
estructuras de capital en las que se han inmovilizado de manera incorrecta los
recursos durante el auge artificial son bastante específicas y no pueden
reconvertirse ipso facto: la estructura productiva no es de plastilina.
El propio Keynes era consciente de que éste era el problema esencial
dentro del ciclo económico y, en general, dentro de una economía sometida a
cambios, pero el inglés, obsesionado como estaba por estabilizar el nivel de
gasto para generar empleo a cualquier coste, pasó de puntillas por esta
dificultad fundamental para su teoría. Así, en la críptica nota a pie de página
7 del capítulo 4 de La Teoría General (dedicado a exponer las unidades
salario que continuará empleando a lo largo de todo el libro), que parece ir
dirigida sin nombrarlo al propio Hayek, Keynes realiza de pasada la siguiente
afirmación que ahora comprobaremos resultaba del todo esencial dentro de su
marco teórico:
Arrancando de mis supuestos aparecen algunas complicaciones
interesantes, como es obvio, al tratar de curvas de oferta concretas en las
que su forma depende de la demanda de mano de obra disponible para
otros fines. Pasar por alto estas complicaciones sería irreal, como ya he
dicho, pero no necesitamos considerarlas cuando tratamos el problema del
empleo general, habida cuenta de que suponemos que un volumen
determinado de demanda efectiva está distribuido entre los distintos bienes
de una sola forma. Sin embargo, puede ser que esto no fuera válido al
variar la demanda. Por ejemplo, un incremento en la demanda efectiva
debido a un aumento de la propensión a consumir se puede encontrar frente
a una función de oferta distinta a la que puede oponerse un
incremento igual de la demanda inducido por un aumento de la inversión.
No obstante, todo esto pertenece a un análisis más detallado de las ideas
generales aquí apuntadas que no tengo intención de desarrollar ahora (p.
42n).
Obviamente, si Keynes partía del supuesto deliberadamente irreal de que la
demanda agregada sólo podía variar en cuantía pero no en composición, la
estructura de capital anterior a la crisis era una estructura perfectamente útil
que sólo requería, para su puesta en funcionamiento a los niveles pre-crisis,
de un mayor volumen de gasto. Mas discutir en esos términos de irrealidad
no nos lleva demasiado lejos; en esencia porque, como ya sabemos, la
hipótesis de que la estructura productiva es la adecuada para satisfacer una
demanda que no varía en composición sino sólo en volumen de gasto resulta
absurda; de ser así el gasto de los agentes económicos no habría variado ni
siquiera en cantidad desde un primer momento: el atesoramiento de oro
muestra la preferencia de los agentes por que se produzcan bienes distintos a
aquellos que se estaban produciendo (o que se produzcan bienes parecidos de
maneras distintas) y la destrucción de medios de pago basados en el crédito
ilustra que los bienes futuros monetizados no llegarán a producirse porque el
gasto deseado por los consumidores no es compatible con el gasto planificado
por los inversores.
Por eso mismo, ningún efecto positivo puede derivarse de la popularizada
receta keynesiana de incrementar el gasto público en momentos de depresión.
Si los empresarios, en medio de una crisis, siguen sin tener claro cuáles serán
los modelos de negocio hacia los que deben dirigirse y si, para más inri, no
disponen del suficiente capital para hacerlo, mucho menos evidente les
resultará a unos políticos que carecen de la información concreta y práctica
para corregir microeconómicamente cada error de inversión y que, por tanto,
sólo dilapidarán el escasísimo capital con el que cuenta la economía y que
resultaría esencial para cuando los empresarios desearan invertir en masa. Al
contrario, si, por muy bajos que estén los tipos de interés, el Estado
inmoviliza los recursos en proyectos empresariales de dudosa o desconocida
rentabilidad y viabilidad, tenderá a generar todavía más distorsiones en la
economía —estructurales, pero también financieras, por cuanto ese gasto
público se sufragará vía deuda—, agravando la necesidad de ajustes
posteriores y reduciendo la capacidad de los agentes para corregirlos (por el
despilfarro de capital). Tengamos en cuenta que los bajos tipos de interés
propios de una depresión económica no conceden carta blanca al Gobierno
para que acometa proyectos de nula o negativa rentabilidad; en caso de
hacerlo, estará destruyendo más riqueza de la que presuntamente crea (el
coste de oportunidad de los recursos será mayor que su utilidad).
Si todo el problema durante una crisis fuera el de reflotar la
demanda agregada, el aumento del gasto público podría tener sentido, pero en
tanto se trata de reconstruir la estructura productiva, tirar de gasto, como
decimos, sólo servirá a corto plazo para retrasar el ajuste y a medio plazo
para agravar la magnitud de la reorganización. Keynes, sin embargo, sí
favorecerá, como veremos con más detalle en el siguiente capítulo, un
incremento del peso del Estado en las economías capitalistas con la esperanza
de que ello estabilice el nivel de renta y las fluctuaciones cíclicas, cuando los
efectos serán más bien los contrarios.
Pues, incluso dentro del esquema de pensamiento keynesiano, esta defensa
del Estado grande constituye una contradicción. Al fin y al cabo, si hay
alguna esperanza de que aumentando la demanda agregada se incremente la
producción agregada (o se frene su caída), es justo porque el Estado pasa a
subrogarse transitoriamente en la desaparecida demanda de los agentes
privados para que, una vez se estabilice el estado de la confianza, los agentes
privados vuelvan a ser quienes gasten en lugar del Estado: el crédito público
sostendría durante las crisis al menguante crédito privado hasta que éste se
recupera. Ahora bien, para que esta política tenga visos de triunfar resulta
esencial una condición que muy pocas veces se explicita: el peso del Estado
en la economía no puede ser muy grande. Si el Estado copa grandes
porciones de la riqueza nacional, se habrá adaptado a una estructura de
ingresos basada por necesidad en impuestos tremendamente procíclicos
(impuesto sobre la renta, sociedades, ganancias patrimoniales...); o sea, en tal
caso las crisis irán aparejadas con un hundimiento de los ingresos fiscales
derivado del parón de la actividad económica, lo que en muchos casos puede
dar lugar a un déficit público de tal magnitud que se volverá insostenible para
el conjunto de la economía y que, en lugar de generar tranquilidad, provocará
desazón por la progresiva insolvencia del Estado. Podemos comprender más
fácilmente el argumento si asumimos una economía totalmente socializada en
la que el peso del Estado sea del 100%. En este supuesto, es evidente que el
Estado no tendría capacidad alguna para estabilizar la demanda agregada de
la economía, porque toda la demanda sería la del propio sector público.
Dicho de otra manera, desde una perspectiva keynesiana, este país se
enfrentaría necesariamente a una crisis similar a la de otro país cuya
economía fuera 100% privada y el Estado no pudiera estabilizar la demanda
agregada.
En conclusión: asumiendo las hipótesis keynesianas, para que un Estado
pueda tener éxito a la hora de estabilizar la demanda agregada,
parece evidente que su recaudación tributaria deberá ser en buena medida
autónoma de la situación económica y ello sólo podrá lograrse cuando los
ingresos de ese Estado se obtengan de impuestos acíclicos (por ejemplo,
impuestos especiales sobre el tabaco, el alcohol, los hidrocarburos...), que al
ser escasos (sólo una pequeña parte de la economía puede quedar al
margen del ciclo) necesariamente limitan la cuantía de los gastos en los que
ese Estado puede incurrir de manera habitual. Es más, sólo un sector público
diminuto tiene la capacidad de incrementar marginalmente los impuestos en
tiempos de bonanza para recaudar enormes cantidades adicionales de
ingresos para amortizar su deuda (pues sólo cuando la presión fiscal es muy
baja, existe margen para incrementarla sin hundir toda la economía privada);
es decir, sólo un Estado pequeño puede permitirse el lujo de mantener
durante varios ejercicios déficits públicos elefantiásicos sin que su propio
crédito no sea puesto en entredicho, desestabilizando con ello toda la
economía.
Keynes, incapaz de refutar la teoría austriaca del ciclo, opta por construir
un muñeco de paja de la misma al que poder atizar a placer. El problema para
el keynesianismo es que las críticas que el inglés ha elaborado no atacan en
absoluto a la auténtica teoría austriaca, mientras que la teoría que ha
pergeñado el inglés para explicar los ciclos dentro de su marco analítico sí es
tremendamente pobre: si todo el problema fuera que las etapas de optimismo
y pesimismo se alteran, bastaría con recuperar la confianza, fundada o no,
para abandonar de inmediato una crisis; de hecho, constatada tal evidencia,
los empresarios podrían dejar aparcado permanentemente su pesimismo: nada
podría insuflar más optimismo desbocado entre los capitalistas que la certeza
de que cualquier inversión es una buena inversión siempre que todos
mantengamos el adecuado nivel de optimismo. En ese caso, las expectativas
alcistas no dejarían de autoalimentarse de manera explosiva, pues «querer»
sería equivalente a «poder».
La realidad, no obstante, es otra: por supuesto que las economías pueden
acumular malas inversiones durante largos períodos de tiempo y por supuesto
que esas malas inversiones no se convierten en buenas por mucho optimismo
que flote en el ambiente. De hecho, salvo pánicos puntuales autogenerados
que tienden a corregirse con suma rapidez al carecer de fundamento, las olas
de optimismo y pesimismo son sólo un reflejo —probablemente anticipado—
de una situación económica subyacente buena, artificialmente buena o mala.
Con ello no quiero negar que los agentes puedan sentirse más pesimistas de
lo que un análisis frío de la realidad justificaría, pero esta situación —en la
que los inversores valoran mucho menos sus activos de lo que en realidad
valdrán a largo plazo—, lejos de ser un drama inescapable, constituye el
mejor clima de oportunidades de negocio para aquellos inversores que sí
sepan valorar correctamente los acontecimientos y que, como es lógico, se
mostrarán desaforadamente optimistas (podrán comprar gangas a precios de
saldo, elevando su valor e insuflando poco a poco más confianza al resto de
agentes más pesimistas). Pero, desde luego, donde no habrá oportunidades de
ganancia será en una situación generalizada de pesimismo que sí esté
justificada por una mala coyuntura subyacente.
Tampoco querría con todo ello negar la posibilidad de que se desarrollen
olas de optimismo que, al margen de las expansiones crediticias, degeneren
en malas inversiones. Mas esas malas inversiones estarán generalmente
concentradas en un sector concreto de la economía —en lugar de afectar al
conjunto de la economía— y, sobre todo, es muy dudoso que pueda tener un
carácter cíclico, con una recurrencia y una duración parecidas entre sí. El
propio Keynes caracteriza los ciclos por esa regularidad (p. 314), un elemento
que no puede estar presente en olas de optimismo infundado que no surjan
como consecuencia de un fenómeno común y cíclico.
Lo que sí quiero afirmar, en cambio, es que la mala teoría de Keynes en
torno a los ciclos económicos le lleva, primero, a defender unas políticas de
tipos de interés artificialmente bajos como una de las formas por las que
alcanzar el pleno empleo, cuando con ello sólo logra generar
ciclos económicos en los que se destruye riqueza; y, después, a proponer una
serie de políticas económicas anticrisis que pasan por mantener bajos los
tipos de interés, incrementar el gasto público o el consumo privado, mantener
los salarios inflexibles e incluso destruir bienes de capital y de consumo que
podrían ser reutilizados en otros usos, todo lo cual contribuye a retrasar la
recuperación y a provocar la aparición de recursos ociosos inempleables; es
decir, aquello que el propio Keynes dice querer combatir.
Capítulo 7
LAS IMPLICACIONES
POLÍTICAS
Y FILOSÓFICAS DE LA TEORÍA
GENERAL
La teoría económica que elaboró Keynes en su obra no tenía un carácter
neutral. Por un lado, sus argumentaciones no sólo se oponían a las de la teoría
clásica (y austriaca), sino que rehabilitaban gran parte de las supercherías
económicas de carácter liberticida refutadas y desacreditadas a lo largo de los
siglos pasados. Por otro, las políticas económicas defendidas por el inglés
volvían indispensable una expansión sin precedentes del tamaño y de las
competencias del Estado.
Es lógico, pues, que Keynes dedique los dos capítulos finales de su obra, el
23 y el 24, a defender tanto a sus antecesores intelectuales como las
implicaciones políticas de sus teorías económicas.
I. Las raíces intelectuales de Keynes
Si hasta el momento Keynes había pretendido reescribir y revolucionar la
teoría económica contemporánea, con el capítulo 23 buscaba, aunque fuera
someramente, reescribir la historia del pensamiento económico a la luz de sus
recientes aportaciones. Al cabo, si la teoría económica contemporánea era
deficiente, los calificados como héroes por la teoría económica
contemporánea debían convertirse en villanos y los villanos en héroes.
Así las cosas, el inglés se propone dignificar corrientes del pensamiento
económico —o argumentos dentro de esas corrientes— que parecía que ya
habían sido suficientemente refutadas tanto teórica como empíricamente. A
excepción del marxismo —del cual Keynes se desliga, aun cuando sus
numerosas afinidades son más que evidentes—, prácticamente no hay
corriente de pensamiento favorable al intervencionismo estatal que el inglés
no aplauda con entusiasmo: en concreto, el inglés trata de dignificar el
mercantilismo, la prohibición canónica de la usura, el inflacionismo del
dinero sellado y el subconsumismo.
El mercantilismo era una heterogénea corriente económica cuya idea
fundamental consistía en incrementar la cantidad de dinero —de oro— en el
interior de un país que no dispusiera de minas de esta metal mediante el
control directo o indirecto del comercio internacional: si se promovían las
exportaciones y se limitaban las importaciones, la nación en su conjunto
recibiría entradas de dinero. Los motivos que llevaron a los mercantilistas a
obsesionarse con el acaparamiento de oro son variopintas: algunos
confundían la riqueza con la acumulación de este metal precioso; otros
deseaban que los ciudadanos tuvieran un medio en el que atesorar su valor;
otros pensaban que una mayor circulación interna de oro estimularía el
comercio y la producción; y, por último, otro grupo pretendía utilizar las
entradas de oro para rebajar, transitoria o permanentemente, los tipos de
interés internos. Asimismo, cabe mencionar algunos autores que estaban
menos preocupados por las entradas de oro y más por lograr que la demanda
externa de mercancías incrementara el empleo en el interior del país.
Para lograr esta entrada exterior de oro con la que colmar sus diversos
objetivos, los mercantilistas propugnaban diversas políticas como el control
del tipo de cambio, la prohibición a exportar oro, los aranceles a las
importaciones (llegando incluso a prohibir la importación de ciertos bienes),
las subvenciones a las exportaciones, o la protección de industrias nacientes.
No todos los mercantilistas compartían la totalidad de estas políticas —de
hecho, algunos autores mercantilistas estaban frontalmente opuestos a varias
de ellas—, pero, por una vía u otra, este era el programa económico que los
inspiraba como corriente de pensamiento.
Keynes sentía una afinidad muy grande hacia una parte de este
movimiento; en particular, hacia aquellos que pretendían acaparar oro para
reducir el tipo de interés interno y hacia aquellos que buscaban en la demanda
externa una manera de incrementar la demanda agregada interna:
El interés de las autoridades económicas para tener una balanza favorable
con el extranjero servía a dos objetivos a un tiempo y además era el único
medio para promoverlos. En una época en la que las autoridades
económicas no tenían un control directo sobre el tipo de interés interno y el
resto de los factores que estimulan la inversión, las medidas para influir en
el saldo de la balanza con el exterior eran el único medio directo disponible
para mejorar la inversión exterior y, a su vez, el efecto que esto tenía sobre
la entrada de metales preciosos era el único medio indirecto para reducir el
tipo de interés interno y estimular la inversión (p. 336).
Por consiguiente, los superávits en la balanza exterior servían para un
doble propósito: incrementar directamente el gasto total de la economía y
aumentarlo indirectamente reduciendo el tipo de interés merced a las entradas
de dinero.
Pese a los intentos de Keynes por rehabilitar el mercantilismo, la refutación
que en su día hicieron los economistas clásicos, muy en particular David
Hume y Adam Smith, sigue vigente. En primer lugar, las importaciones del
extranjero no se pagan con dinero, sino con exportaciones al extranjero. Lo
que opera a escala nacional e internacional es un masivo trueque entre las
mercancías instrumentalizado mediante el medio de cambio generalmente
aceptado que es el dinero. Esto es, el dinero que se obtiene de la venta de
unas mercancías se emplea a corto, medio o largo plazo para comprar otras
mercancías. Por tanto, en última instancia, los intercambios son siempre entre
bienes producidos.
La obsesión por acaparar dinero no tiene demasiado sentido, pues una
nación que siempre exportara y nunca importara sería una nación que sólo
produciría y nunca disfrutaría de sus propios esfuerzos productores (a efectos
prácticos, regalaría su producción interna a los extranjeros); es decir, sería
una nación esclavizada por el extranjero. Además, este sinsentido económico
se ve profundamente limitado por cómo afectan los movimientos
internacionales de oro al tipo de descuento y al sistema de precios.
Para empezar, un país exportador neto es aquel que vende más al
extranjero de lo que compra y que, por tanto, recibe entradas de oro netas.
Con el país importador neto sucede al contrario: compra al extranjero más de
lo que vende, de modo que sufra salidas de oro netas. Este era precisamente
el temor de los mercantilistas: quedarse sin oro en el interior del país.
Sin embargo, cuando un país pierde oro, lo que sucede a corto plazo es que
la oferta de tesorería en su mercado monetario se reduce, de modo que su tipo
de descuento aumenta (y lo hace de manera sobreproporcional a la reducción
de la oferta monetaria, pues recordemos que el descuento de promesas de
pago se efectúa, generalmente por los bancos, mediante una superestructura
de crédito que se edifica sobre las disponibilidades de tesorería). Esto lleva a
los minoristas domésticos a suplir una parte de la oferta de tesorería del
mercado monetario que se ha filtrado al extranjero a costa de no reinvertir
todos sus ingresos en la reposición de su inventario. La razón es sencilla: al
nuevo tipo de descuento, será más rentable descontar las promesas de pago de
otros minoristas que reponer la porción del inventario que sea menos
provechosa. En definitiva, los minoristas recortarán sus compras tanto a los
mayoristas locales (que sólo tendrán opciones de colocar sus mercancías
exportándolas al extranjero) como a los mayoristas extranjeros (minorando
las importaciones); dicho de otra forma, el aumento del tipo de descuento
contribuye a incrementar las exportaciones y a reducir las importaciones,
reconduciendo el déficit exterior hacia el equilibrio.
Análogamente, el país exportador recibe entradas de oro que reducen su
tipo de descuento (de manera sobreproporcional a la entrada de oro, por el
mayor margen de que se dispone para ampliar el crédito dirigido a los
descuentos comerciales). Esto provoca que a sus minoristas locales les salga
más a cuenta reinvertir parte de sus saldos de caja en incrementar la oferta de
aquellas mercancías que hasta entonces eran demasiado poco rentables en
comparación con el tipo de descuento del mercado monetario. De esta
manera, los minoristas domésticos incrementan sus compras tanto a los
mayoristas locales (los cuales reducirán sus exportaciones al extranjero)
como a los foráneos (aumentando sus importaciones desde el extranjero). En
definitiva, la reducción del tipo de descuento tiende a reducir las
exportaciones y a aumentar las importaciones, reconduciendo el superávit
exterior hacia el equilibrio.
Con todo, como el trasvase internacional de oro ensanchará las
divergencias entre los tipos de descuento de ambos países (el tipo de
descuento del país importador se habrá incrementado relativamente con
respecto al del país exportador), la tendencia a largo plazo será a que se
reduzcan los precios internos del país con un tipo de descuento más alto y a
que aumenten los del país con un tipo de descuento más alto. De este modo,
el tipo de descuento del primer país tenderá a caer con respecto al extranjero
(pues aunque la oferta del mercado monetario se haya reducido por el déficit
exterior, la demanda de descuentos comerciales también terminará cayendo
por los menores precios) y el del segundo a subir (aunque la oferta del
mercado monetario aumentó gracias al superávit exterior, la demanda
también crecerá a consecuencia de los mayores precios), lo que terminará por
completar el arbitraje internacional de tipos de descuento tras la
redistribución del oro derivada de los desequilibrios exteriores.
En definitiva, ningún país puede llegar a perder todo su oro, pues en cuanto
esto suceda sus tipos de descuento subirán y sus precios internos caerán, lo
que modificará las pautas de conducta de sus ciudadanos y de los foráneos y
volverá a lograr entradas de oro.
Claro que, como hemos indicado, la obsesión de otra parte del
mercantilismo no era tanto acumular oro cuanto generar una demanda
externa que diera salida a la producción interna. En parte, este también era el
objetivo de Keynes: si el gasto interno en consumo e inversión es insuficiente
para lograr el pleno empleo, incentivemos que los consumidores extranjeros
les compren más a los productores internos (mayores exportaciones) y que
los consumidores internos, en lugar de comprar fuera, lo hagan dentro (menos
importaciones), reflotando de esa forma la demanda agregada. Para ello, los
mercantilistas defendían los medios que ya hemos visto y que en gran parte
también eran respaldados por Keynes (aranceles, subvenciones,
depreciaciones monetarias…).
Sin embargo si, como hemos expuesto, los desajustes entre la demanda y la
oferta no deben llevar a que la cambiante demanda se someta a la inadecuada
oferta, sino a que la inadecuada oferta se adapte de continuo a la cambiante
demanda, no parece muy lógico que se defienda la manipulación del
comercio internacional con tal de proteger al productor nacional, retrasando
el momento en que éste tenga que readaptarse.
En especial, porque las manipulaciones de ese comercio suelen beneficiar a
los productores ineficientes y perjudicar a los eficientes: imaginemos que el
consumidor nacional, gracias a que puede comprar televisores baratos en el
extranjero, se ahorra un dinero que le permite comprar videojuegos a la
industria nacional que, además, es lo suficientemente competitiva como para
vender también en el extranjero (por ejemplo, a los productores foráneos que
venden a los consumidores nacionales sus televisores). Si el Gobierno
pretende proteger a la ineficiente industria nacional del televisor y prohíbe las
importaciones de estos bienes, el consumidor nacional deberá pagar un
sobreprecio por los caros televisores locales, que obtendrá de gastar menos en
videojuegos, cuyo productor nacional tampoco podrá colocar en el extranjero,
pues los consumidores foráneos se habrán quedado sin divisas nacionales
para adquirirlos (ya que las obtenían de vender televisiones a los
consumidores nacionales). Es decir, la industria nacional del videojuego, que
prestaba un valioso servicio dentro de la división internacional del trabajo,
podría verse condenada a echar el cierre o a reducir su escala de producción,
con los consecuentes efectos que ello tendrá sobre la demanda que sus
trabajadores (y el resto de factores productivos) realizaban sobre otras
industrias (nacionales y extranjeras). En lugar de forzar que sea la ineficiente
industria nacional del televisor la que se readapte a las necesidades de los
consumidores nacionales y extranjeros, la protección provoca que sean las
industrias nacionales y extranjeras eficientes las que tengan que hacerlo.
Las políticas mercantilistas, por tanto, impiden que los países saquen el
máximo beneficio posible de la división internacional del trabajo; en lugar de
especializarse en aquello en lo que tienen su ventaja comparativa, se
especializan en aquellos sectores controlados y mimados por los políticos.
Además, en tanto en cuanto impiden a los países acceder pacíficamente a los
recursos exclusivos de otros países (importándolos) suelen ser el germen de
conflictos bélicos.
Ni los mercantilistas ni Keynes negaban este último punto: «Los escritores
mercantilistas no se hacían ilusión alguna respecto al indudable carácter
nacionalista de sus políticas y la tendencia que tenían a provocar conflictos
bélicos entre unos y otros» (p. 348). Pero el inglés trataba de rebajar su
importancia diciendo que el patrón oro clásico incentivaba todavía más el
conflicto militar. Al fin y al cabo, razonaba el inglés, en una economía donde
la cantidad de dinero y el tipo de interés dependen estrictamente del saldo
exterior de la balanza por cuenta corriente, una de las pocas políticas
económicas con la que cuentan las autoridades para promover el pleno
empleo es forzando un saldo exterior positivo que les permite ganar oro a
costa de los países vecinos. El inglés concebía, pues, la política comercial
como un juego de suma cero: el oro y el empleo dependiente de la demanda
exterior que gana un país necesariamente tiene una contrapartida en oro y
empleo que pierde otro país. Como la cantidad mundial de dinero es fija, no
todos los países pueden aumentarla y si no todos pueden aumentarla,73 el tipo
de interés, que para Keynes depende de la preferencia por la liquidez y de la
oferta de dinero, no podrá descender internacionalmente: cuando se reduzca
en un país lo hará acosta de aumentar en otro.
Es por ello que nuestro autor defiende, nuevamente, el abandono del patrón
oro internacional y su sustitución por un sistema de dinero fiduciario nacional
que permita a cada país, autónomamente, incrementar la cantidad de dinero
para reducir los tipos de interés:
Sólo una política autónoma del tipo de interés, sin obstáculos que deriven
de preocupaciones internacionales y dirigida a conseguir un volumen de
inversión nacional que nos asegure un nivel de empleo óptimo, es lo único
que puede ayudar, al mismo tiempo, a nosotros y a nuestros vecinos, y en
este sentido se diría que constituye una doble bendición. Sólo cuando todos
los países a un tiempo traten de seguir esta clase de objetivos
conseguiremos restablecer la salud y la fortaleza a escala internacional, ya
la midamos por el volumen de empleo interno o del comercio internacional
(p. 349).
Keynes inaugura así una línea de pensamiento que defiende la dificultad de
que un país alcance simultáneamente el equilibrio interno (pleno empleo de
los factores sin inflación) y el equilibrio externo (saldo cero en la balanza por
cuenta corriente) sin una política de estímulo de la demanda y sin la
posibilidad de manipular el tipo de cambio. A medio plazo, si una economía
quiere conseguir el pleno empleo deberá estimular su demanda interna con
políticas fiscales o monetarias, pero estas últimas se encuentran maniatadas
cuando el tipo de cambio es fijo, como sucede con el patrón oro (un banco
central no puede implementar una política monetaria expansiva, pues perderá
sus reservas y le terminará resultando imposible mantener la paridad). A
largo plazo, además, recordemos que Keynes aboga por una política
monetaria que incremente secularmente la cantidad de dinero y los salarios
nominales, algo que resulta casi impracticable con tipos de cambio fijos. Por
ambos motivos, el inglés abogaba inequívocamente por una política de tipos
de cambio flexibles o de tipos de cambio fijos pero ajustables en función de
los desequilibrios externos que aparezcan (como lo sería, años después el
sistema de Bretton Woods).
El Gráfico 1, desarrollado por el profesor Trevor Swan, nos sirve para
ilustrar el argumento keynesiano acerca de la presunta dificultad de alcanzar
simultáneamente los equilibrios internos y externos de una economía que no
pueda manipular el tipo de cambio. En el gráfico están representadas todas
las combinaciones posibles de demanda agregada interna y de tipo de
cambio. Algunas de estas combinaciones, agrupadas en forma de rectas,
permiten a la economía alcanzar un equilibrio interno o un equilibrio externo.
Todos los puntos a la izquierda del equilibrio externo representan superávits
y todos los puntos a la derecha, déficits; análogamente, todos los puntos a la
izquierda del equilibrio interno supondrán recursos ociosos y a la derecha,
inflación.
GRÁFICO 1
EQUILIBRIOS INTERNO Y EXTERNO (I)
GRÁFICO 2
EQUILIBRIOS INTERNO Y EXTERNO (II)

Para cada economía sólo existiría un punto (el A) en el que se alcancen


ambos equilibrios. En los restantes, o bien habrá desequilibrios internos,
externos o ambos (Gráfico 2). Una economía que se encuentre en el punto B
alcanzará muy pronto el equilibrio interno (pleno empleo no inflacionario)
porque una gran parte de su demanda total procederá del extranjero gracias a
su bajo tipo de cambio: a poco que se implemente una política fiscal
expansiva, la economía se situará sobre la recta de equilibrio interno; sin
embargo, en ese punto, el país gozará de un amplio superávit exterior, lo que
significará que captará abundantes reservas del extranjero y forzará a otros
países a que aumenten sus tipos de interés y restrinjan su demanda interna
(alejándolos previsiblemente del pleno empleo). Además, tengamos presente
que un país que siempre venda al extranjero más de lo que le compra es un
país que trabaja gratuitamente para otros (vende sin cobrarse), pero, para
acumular déficits con los que cobrarse los superávits pasados, la economía
deberá estar preparada para aceptar elevadas inflaciones internas. En tal caso,
la única solución vendría de combinar una apreciación del tipo de cambio (D)
que restrinja la demanda internacional con un mayor estímulo interno de la
demanda.
Asimismo, si una economía se encuentra en el punto C significará que,
debido a su alto tipo de cambio, su demanda exterior será muy reducida, de
modo que para alcanzar el equilibrio interno deberá implementar una política
fiscal muy expansiva (cuyas rentas en gran medida se filtrarán al extranjero,
debido al elevado tipo de cambio que permitirá comprar más barato fuera que
dentro). A saber, el Estado deberá endeudarse sobremanera con el extranjero
para implantar una gran cantidad de planes de estímulo dentro de la
economía, lo que bien podría poner en jaque su solvencia antes de lograr el
pleno empleo, sobre todo porque para amortizar la deuda externa deberá
amasar en algún momento un superávit exterior (que a ese tipo de cambio
sólo puede lograrse con unos niveles de desempleo interno muy elevados).
De nuevo, la solución para alcanzar el doble equilibrio será devaluar el tipo
de cambio (D) combinado con una política expansiva de la demanda interna.
Aparentemente, siguiendo las premisas de Keynes, la política cambiaria es
esencial para lograr el doble equilibrio interno y externo: sin la posibilidad de
apreciar o depreciar el tipo de cambio, la economía deberá optar entre
superávits o déficits externos crónicos con pleno empleo no inflacionario y
entre superávits temporales saldados con pleno empleo inflacionista o déficits
exteriores equilibrados mediante el desempleo interno. Así pues, la solución
es muy sencilla: convertir el tipo de cambio en un instrumento regulador de la
demanda externa, del mismo modo en que la política fiscal y la monetaria lo
son de la demanda interna.
Mas, como de costumbre, las premisas keynesianas llevan a conclusiones
distorsionadas: lo que determina el equilibrio externo de un país no es su tipo
de cambio, sino la relación entre su tipo de cambio y sus precios internos,
algo que por fortuna hoy está universalmente aceptado en la ciencia
económica (pero de lo que Keynes renegaba por su rechazo a los ajustes a la
baja de precios y costes). Con el patrón oro, ya hemos visto que no había
posibilidad de que se diera un desequilibrio interno más allá del tiempo que
necesitaba el aparato productivo para reajustarse (paro friccional) ni tampoco
de que hubiera un persistente desequilibrio externo, pues, aun con tipos de
cambio fijos, eran las subidas de precios y las caídas en los tipos de
descuento las que frenaban los superávits exteriores o las bajadas de precios y
las subidas de los tipos de descuento las que finiquitaban los déficits
exteriores. De hecho, en puridad, no había diferencia entre equilibrio interno
y externo: la estructura productiva de un país se integraba en la división
internacional del trabajo y abastecía a la demanda interna o externa según las
oportunidades de ganancia relativas en cada momento el tiempo.
Para que veamos el absurdo de la dicotomía equilibrio interno/equilibrio
externo, basta con trasladar estos conceptos al caso de un individuo aislado.
El equilibrio interno vendría dado por estar produciendo bienes y servicios
para sí mismo y para otra gente durante tantas horas como le compense
hacerlo (pleno empleo), mientras que el equilibrio externo supondría que a lo
largo de su vida, incluyendo las de sus herederos, se gaste todo el dinero que
ha ingresado de la venta de sus mercancías (a saber, que se compre la misma
cantidad de productos que se ha vendido). ¿Puede esa persona encontrarse en
equilibrio interno y en desequilibrio externo? Sólo de manera transitoria: en
aquellos períodos en los que venda más al mercado de lo que le compra al
mercado o en los que se endeude para comprar más de lo que vende. ¿Puede
esa persona encontrarse en equilibrio externo y desequilibrio interno? Sólo de
manera transitoria: en aquellos momentos en los que sepa que puede producir
algún bien para el autoconsumo pero no sepa cuál o mientras está cambiando
de trabajo en el mercado para abastecer la demanda de otra gente (se hallaría
temporalmente parado). Por tanto, más que de situaciones de desequilibrio
deberíamos hablar de fases de reequilibrio. Y, desde luego, para que esa
persona pasara de un equilibrio a otro nadie sensato defendería ni que se
pusiera a producir cualquier cosa con independencia de su utilidad (estímulo
interno de la demanda) ni que se le tuviera que pagar con una divisa más
valiosa (si vende más que compra) o con una divisa más deteriorada (si
compra más que vende). Al contrario, lo que ese individuo debería hacer es ir
reasignando continuamente su tiempo y sus esfuerzos entre el autoconsumo y
la producción para el mercado según la rentabilidad relativa de cada opción
(subiendo o bajando precios de sus mercancías para intentar colocárselas a
los consumidores en los mejores términos posibles) y, posteriormente, utilizar
los ingresos de sus ventas para el consumo presente o para el consumo futuro.
La devaluación (o la revaluación) de la moneda no tiene necesariamente
por qué facilitar el equilibrio externo de un país que, como hemos visto, trae
causa en los desajustes de sus precios relativos internacionales. Manipular el
valor de una divisa, para rebajarlo o incrementarlo, modifica todos los precios
de un país con respecto al extranjero y todos los precios del extranjero con
respecto a los de ese país, cuando para lograr el equilibrio externo no será ni
necesario ni conveniente que se alteren todos ellos. Es cierto que, tras una
devaluación, los exportadores podrán vender más barato al extranjero sin
minorar sus precios o que los importadores tendrán que pagar precios más
elevados en divisa extranjera aun cuando no se hayan incrementado
nominalmente, pero también lo es que la devaluación dañará a los
exportadores nacionales que importaban del extranjero factores productivos
(sus precios extranjeros serán menores, pero sus costes internos mayores) y a
los empresarios nacionales que exportaban al extranjero factores productivos
para que allí se fabricaran unos bienes que luego eran importados por los
consumidores nacionales (si los consumidores ya no importan las mercancías
de las empresas extranjeras, éstas dejarán de comprar factores productivos a
las compañías nacionales). Es decir, la devaluación no solventa por sí misma
los desequilibrios exteriores e incluso podría llegar a agravarlos,
distorsionando toda la división internacional del trabajo tanto en aquellas
industrias que sí requerían de una reorganización como de las que no. Al
igual que en el caso de la inflación generalizada como alternativa al ajuste de
los salarios nominales, lo que se necesitan son soluciones particulares en los
precios relativos, no ajustes macroagregados que no atajan los distorsiones de
fondo.
Vemos, pues, que cada individuo —y cada agrupación de individuos
— puede alcanzar sus equilibrios interno y externo sin necesidad de
manipular los tipos de interés o los tipos de cambio: les basta con ajustar los
precios de sus mercancías y con alterar sus planes de negocio. Así es, en
definitiva, como se construye la cooperativa y mutuamente beneficiosa
división internacional del trabajo y así es también —con políticas
mercantilistas, dineros fiduciarios que pueden revaluarse o devaluarse a
discreción, manipulaciones internas de los tipos de interés, etc.— como se la
destruye.
De ahí que, si bien el libre comercio no es garantía de paz, el
mercantilismo sí es prácticamente garantía de conflicto militar: como dijo el
economista francés Frédéric Bastiat, «si las mercancías no cruzan las
fronteras, lo harán los soldados». Las políticas mercantilistas no tienen un
lado bueno (el pleno empleo) y uno malo (el riesgo de guerra), sino dos
malos: destrucción de riqueza y conflicto bélico. Sólo partiendo de supuestos
claramente erróneos podemos pensar que bloqueando la extensión del
mercado y la especialización de los agentes económicos se puede, de algún
modo, favorecer nuestra prosperidad colectiva.
La siguiente teoría económica desacreditada que trata de rehabilitar
Keynes, por motivos muy similares a los que aduce con el mercantilismo, es
la prohibición canónica de la usura. Entre los siglos xi y xvi se desarrolló
dentro de la Iglesia Católica toda una corriente de pensamiento conocida
como la Escolástica, resultado de adaptar la filosofía grecolatina al estudio
del cristianismo. La Escolástica, particularmente en Italia y en España,
alcanzó conclusiones económicas muy notables y avanzadas para su tiempo:
la subjetividad del valor, la adecuada relación entre precios y costes, el
verdadero significado de la competencia, las condiciones de liquidez de la
banca, los determinantes del valor del dinero, etc. Sin embargo, a la hora de
reflexionar sobre el tipo de interés todavía se veía lastrada por los prejuicios
de Aristóteles contra el préstamo de dinero (el Estagirita sostenía que el
dinero era estéril y, por tanto, que iba contra natura la percepción de intereses
en el préstamo), lo que había degenerado en su prohibición canónica. Como
sostuvo Santo Tomás de Aquino: pecunia pecuniam parere non potest (el
dinero no puede parir dinero).
Es cierto que muchos escolásticos, especialmente conforme avanzaron los
años, fueron tratando de relajar estas restricciones, permitiendo en algunos
casos cobrar intereses por el lucro cesante, por el riesgo, por la mora en su
devolución, por el cambio de divisa, etc. Mas aun así la prohibición subsistía
y sus resultados fueron desastrosos. Al prohibir prestar el dinero a interés no
se consiguió que el dinero se prestara sin intereses, sino que directamente no
se prestara, lo que originaba notables perjuicios tanto para aquellos
individuos que disponían de capital pero que no sabían cómo generar rentas
con él (ahorradores sin ideas empresariales), como para los individuos que
sabían cómo generar rentas pero que carecían de capital (empresarios sin
ahorro). De hecho, los individuos encontraron mecanismos alternativos al
préstamo ordinario de dinero para realizar intercambios intertemporales que
fueran mutuamente beneficiosos. Uno de ellos fue el contrato de aparecería,
por el cual la persona que disponía de capital en forma de tierras cultivables
pero era incapaz de cultivarla (cedente aparcero) se la cedía a la persona que
sí era capaz de hacerlo pero que carecía de tierras (cesionario aparcero); todo
ello a cambio de que el cesionario aparcero le entregara al cedente una parte
de la cosecha anual (lo que hacía las veces de interés). Otro fue el depositum
confessatum, un contrato de depósito de dinero sin remuneración de intereses
que, en realidad, ocultaba un contrato de préstamo: extraoficialmente, se
pactaba dejar entrar el depósito en mora (no se devolvía el dinero en el
momento fijado en el contrato) para que el deudor (el depositario) tuviera
permitido abonar intereses por demora (que sí eran lícitos).
Sin embargo, y pese a estos subterfugios para burlar la
prohibición canónica de la usura, lo que parece bastante claro es que la
eliminación u obstaculización de los préstamos monetarios desarticuló buena
parte del mercado de capitales en la Edad Media, lo que a su vez impedía
distribuir el capital y los recursos hacia aquellos proyectos empresariales más
rentables y, por tanto, más valiosos para los consumidores.
Keynes, no obstante, consideraba que la prohibición de la usura tenía
detrás una teoría económica mucho más refinada de lo que en un principio
cabría pensar: «Veo esas discusiones como un esfuerzo intelectual serio para
tratar de separar lo que la teoría clásica ha mezclado de una forma
intrínsecamente confusa; es decir, el tipo de interés con la eficiencia marginal
del capital» (p. 352). Para el inglés, no es el mercado de capitales per se lo
que permite dirigir los flujos de ahorro hacia los proyectos de inversión más
valiosos, pues recordemos que en su opinión el ahorro se autogenera con la
inversión siempre que haya recursos ociosos; motivo por el que la
prohibición de la usura no provoca en sí misma distorsión alguna, sino más
bien lo contrario. Al impedir que el tipo de interés del dinero sea superior al
0%, todos los proyectos con una eficiencia marginal del capital positiva, por
baja que sea, podrán ser emprendidos: «La destrucción del aliciente para
invertir, debido a una excesiva preferencia por la liquidez, fue siempre un mal
que estuvo presente y que constituyó el principal obstáculo para el desarrollo
de la riqueza en el mundo antiguo y medieval»; por eso, «un gobierno sensato
tiene que ocuparse de reducir [el tipo de interés] mediante la ley y la
costumbre, incluso apelando a las sanciones de la ley moral» (p. 351).
Con todo, lo cierto es que, como ya hemos analizado, los tipos de interés
del dinero no dependen únicamente de la preferencia por la liquidez, sino
también, y más fundamentalmente, de la preferencia temporal y de la
aversión al riesgo; y, además, estos tipos de interés están en continuo
arbitraje con la eficiencia marginal del capital, esto es, con la rentabilidad de
los diversos proyectos de inversión. Si la eficiencia marginal del capital
supera el tipo de interés, los individuos pedirán prestado dinero para
implementar esos planes de negocio; si el tipo de interés se situara por
encima de la eficiencia marginal del capital, los empresarios desinvertirían
para pasar a prestar el dinero, de modo que la demanda empresarial de crédito
caería mientras que su oferta repuntaría, lo que reduciría los tipos de interés.
Como sabemos, la anulación del tipo de interés impide, en la práctica, que
los empresarios puedan discriminar entre si conviene acometer un proyecto a
corto plazo o uno a largo plazo en función de su coste de oportunidad
intertemporal (el tipo de interés). Si la eficiencia marginal de una inversión a
cinco años es del 10% anual y la de una inversión a 100 años es del 15%
anual, ¿acaso no parecerá aconsejable implementar el segundo y descartar el
primero? No necesariamente, pues los ahorradores pueden no estar dispuestos
a esperar 100 años para consumir. Así, serán los tipos de interés a 5 y 100
años los que nos indicarán qué curso de acción es preferible: si el tipo de
interés a cinco años es del 5% anual y el tipo de interés a 100 años es del
50% anual, convendrá implementar el primero aun cuando la eficiencia
marginal del segundo sea superior. Con tipos de interés al 0% fijados por la
autoridad gubernamental, no habrá modo de que los ahorradores puedan
expresar sus preferencias de limitar la duración de los procesos productivos.
Esto no significa, por supuesto, que, en algún momento de elevada
incertidumbre, el atesoramiento de los agentes se incremente de manera muy
notable (o, según Keynes, que la preferencia por la liquidez aumente) y los
tipos de interés a largo plazo se disparen al alza. En estos casos, también
explicamos que lo lógico desde un punto de vista económico sería suspender
temporalmente las nuevas inversiones a largo plazo hasta que la
incertidumbre se despejara y se pudiesen volver a comprometer recursos en
proyectos con un dilatado horizonte temporal. Pero esa suspensión de las
inversiones a largo no significa, como vimos, que todas las inversiones se
detuvieran, condenando a una parte de los recursos al desempleo, sino que,
gracias a las caídas de los precios y del tipo de descuento, gran parte de ellos
se trasladarán transitoriamente a proyectos con un vencimiento a más corto
plazo, como la producción de oro o de bienes de consumo altamente
demandados. Dicho de otra forma, atesorar dinero equivale a invertir en un
seguro contra los imprevistos futuros que puedan emerger.
Keynes, por el contrario, parece despreciar los efectos devastadores que la
incertidumbre puede tener sobre la generación de riqueza. Dado que su
obcecación es estabilizar el nivel de gasto, y no la acertada distribución de los
recursos, prefiere que se siga invirtiendo pese a la elevada incertidumbre y
pese al riesgo cierto de que se despilfarrará el capital: «En un mundo donde
nada puede considerarse seguro es casi inevitable que el tipo de interés se
sitúe en un nivel demasiado alto e inadecuado para la inversión, a menos que
sea doblegado con todos los instrumentos a disposición de la sociedad» (p.
351).
Este sesgo de Keynes contrario al atesoramiento también puede detectarse
en la rehabilitación de otra de las teorías liberticidas que efectúa el inglés: la
propuesta del Silvio Gesell de implantar un dinero sellado. Gesell era un
comerciante belga afincado en Argentina que, sacudido por las diversas crisis
monetarias que vivió el país y que, como comerciante, lo afectaron
directamente, comenzó a reflexionar sobre los ciclos económicos, llegando a
la delirante conclusión de que el problema que padecían las sociedades
occidentales era que los consumidores tenían la potestad de atesorar el dinero
y de impedir a los empresarios vender sus mercancías. En definitiva, lo que
objetaba Gesell era que el dinero no fuera sólo un medio de cambio sino
también un depósito de valor. Tal y como el propio Gesell sentenciaba al
comienzo de la segunda parte de su obra El orden económico natural: «El
dinero debe ser un medio de cambio y nada más».
Para ello, Gesell propuso sustituir el oro —un dinero que no se deteriora y
que puede almacenarse con facilidad— por lo que él denominó «libre
moneda», una especie de papel moneda que cada semana perdía una
milésima parte de su valor y que su tenedor debía reponer acudiendo a una
administración monetaria ad hoc donde comprar unos sellos por ese mismo
importe que adherir en su dorsal. En otras palabras, la libre moneda perdía
algo así como el 5,4% de su valor cada año, lo cual desincentivaba su
atesoramiento y empujaba a sus tenedores a gastarla en bienes de consumo o
de inversión.
Como no, Keynes se muestra entusiasmado con las teorías inflacionistas
de Gesell, a quien llega a denominar el «profeta indebidamente olvidado» (p.
353) que intentó «establecer una especie de socialismo antimarxista, como
reacción al laissez-faire» (p. 355). Al fin y al cabo, dentro del marco
keynesiano, si se penaliza el atesoramiento de dinero, los agentes tenderán a
invertirlo, pues si la propensión a consumir no ha subido, la única salida del
dinero será el mercado de bonos, lo que reducirá el tipo de interés e
incrementará la inversión agregada.
El inglés sólo le recrimina a Gesell que no se diera cuenta de que, aun con
su propuesta, el fenómeno del interés no desaparecería por entero, ya que el
tipo de interés depende en última instancia de la preferencia por la liquidez y
el dinero no es el único bien que lleva asociada una prima de liquidez. Dicho
de otra manera, si se restringiera la tenencia de dinero, los agentes tenderían a
buscar otras vías para canalizar su preferenciapor la liquidez: «si la “moneda”
fuera privada de su prima de liquidez por el sistema del estampillado,
aparecería una larga serie de sustitutos pisándole los talones» (p. 358).
Tras cuanto hemos venido explicando, resultará obvio que las críticas que
efectúan al alimón Gesell y Keynes contra la función del dinero como
depósito de valor no tienen demasiado sentido y parten de una deficiente
comprensión de la realidad; poco más podremos añadir a este respecto. Sin
embargo, sí hay que mencionar qué consecuencias perversas tendría la
implantación de su propuesta del dinero sellado: el menoscabo de la
soberanía del consumidor y del ahorrador. A la postre, si el consumidor
puede imponerle su voluntad al productor (esto es, puede dictarle qué debe y
qué no debe producir) es gracias a la posibilidad de abstenerse de gastar su
dinero y, por tanto, de atesorarlo. Asimismo, si el ahorrador dispone de
capacidad para trasladar su renta del presente al futuro sin someterse a los
ruinosos proyectos de inversión que en cada momento puedan estar
implementándose, es gracias a la posibilidad de atesorar su dinero y
desatesorarlo en el momento deseado.
Si la moneda va envileciéndose conforme pasa el tiempo, ambas soberanías
se ven profundamente atacadas: el consumidor puede verse forzado a
consumir productos que no satisfacen sus necesidades y el ahorrador puede
verse forzado a aceptar rentabilidades que repute muy bajas y excesivamente
arriesgadas. Es decir, la libre moneda de Gesell es un instrumento para evitar
que productores e inversores respondan de sus errores ante consumidores y
ahorradores; un instrumento para trasladar el punto focal del sistema
económico desde el consumidor presente o futuro al productor. Y es que,
como ya sucedía en el socialismo —pero en este caso, el marxista—, si los
consumidores no disponen de la libertad para elegir qué comprar, sino que se
ven forzados a adquirir todo aquello que los productores fabriquen, en última
instancia no pueden producirse errores empresariales ni, por tanto, puede
haber malas inversiones o crisis económicas. Otra cosa, claro, es que en este
sistema económico las necesidades de los agentes terminen satisfaciéndose a
partir de la producción de los empresarios, que no lo harán.
Por nuestra parte, mantendremos nuestra definición de crisis económicas
como aquellos períodos en los que se produce un desajuste entre los deseos
de los consumidores y las capacidades productivas de los empresarios. Y, en
este sentido, en la medida en que la libre moneda dificulta que consumidores
y ahorradores sean capaces de castigar a productores e inversores, la
propuesta geselliana también destruye uno de los principales mecanismos
para frenar las crisis económicas. Ya hemos visto que la causa última de éstas
cabe buscarla en la expansión del crédito muy por encima del ahorro real
contraído a cada plazo de tiempo y que ello se manifiesta en caídas de tipos
de interés que dan lugar a malas inversiones generalizadas (o sea, a planes de
negocio que no producen en cada momento del tiempo las mercancías
demandadas por los ahorradores). El oro permite reconocer con rapidez
cuáles son esas malas inversiones: por un lado, los ahorradores pueden
negarse a seguir extendiendo dinero a unos inversores que sólo ofrecen unas
rentabilidades muy bajas en relación con el riesgo asumido; esto es
particularmente importante en el caso de los bancos que recurran a la
expansión crediticia, quienes podrían experimentar una fuga de dinero
conforme la rentabilidad que ofrecen a sus prestamistas fuera cayendo y
volviéndose más incierta, lo que les obligaría a restringir su inflacionista
crecimiento del crédito hasta acompasarlo con el nivel de ahorro real a largo
plazo que hayan captado mediante imposiciones a plazo fijo o fondos
propios. Por otro, los consumidores pueden negarse a adquirir los bienes de
consumo que no se acomodan a sus deseos y con ello precipitar la liquidación
de las malas inversiones por parte de los productores que erraron bajo el
paraguas de la inflacionista expansión crediticia. Con la libre moneda, estos
controles sobre las malas inversiones sólo tendrán lugar si la magnitud de la
mala inversión es mayor que la depreciación impuesta a la moneda.
En definitiva, la libre moneda, lejos de impedir la recurrencia de los ciclos
económicos como prometían Gesell y Keynes, sólo los agravaría todavía más
—salvo que, como el alemán, nos despreocupemos por la satisfacción de los
deseos de los consumidores—, impidiendo que los consumidores y los
ahorradores sensatos que no se sumaran a la orgía crediticia pudieran
detenerla a tiempo.
Las tres corrientes de pensamiento que acabamos de examinar —el
mercantilismo, la prohibición de la usura del escolasticismo, y el dinero
sellado de Gesell— buscaban por diversos medios influir directa o
indirectamente sobre el gasto en inversión manipulando el tipo de interés
(aunque las propuestas mercantilistas también sirvieran para estimular la
demanda externa por todo tipo de bienes, y el inflacionismo geselliano
también pudiera incentivar un mayor gasto en consumo si el dinero no
atesorado se canalizaba por esta vía). Pero a Keynes le preocupaba estabilizar
el conjunto de la demanda agregada: no sólo el gasto en inversión, sino
también el gasto en consumo.
En el capítulo anterior ya dejamos constancia de las afinidades de Keynes
con el movimiento subconsumista. Llegados a este punto, en el que el autor
hace públicas sus raíces intelectuales, el inglés no puede dejar de reiterar sus
conexiones con diversos autores que, como Bernard Mandeville, Thomas
Malthus y John Hobson, se adscribieron al infundado temor de que el
aumento del ahorro pudiese originar las crisis económicas.
En concreto, el subconsumismo es una corriente de pensamiento bastante
heterogénea cuya tesis fundamental es que la producción de bienes de
consumo crece, por diversas causas, muy por encima de lo que lo hace su
demanda, de forma que las compañías de este sector entrarán en crisis —
arrastrando a sus proveedores—, lo que a su vez provocará aumentos del
desempleo, nuevas caídas del consumo y un agravamiento de la crisis. Es
decir, el ahorro existente será excesivo para absorber todas las mercancías
producidas: se trata de la conocida paradoja del ahorro, según la cual el
ahorro puede ser individualmente beneficioso pero socialmente destructivo.
Keynes glosa ampliamente esta errónea perspectiva económica mediante
diversas citas de los autores anteriormente mencionados. Así, según
Mandeville: «Cuando esa prudencia que la gente llama ahorro se considera el
método más certero para incrementar el patrimonio de una familia, algunos se
imaginan que lo mismo es practicable y tendrá los mismos efectos, cuando
toda la nación lo hace (…). Este es, en mi opinión, el error» (pp. 361-362).
Igualmente, de acuerdo con Malthus (el mismo autor, por cierto, que en sus
teorías sobre la población se preocupaba de que el consumo de la ciudadanía
fuera excesivo con respecto a las capacidades productivas de la tierra):
«Cuando el ahorro se lleva más allá de lo razonable destruye el estímulo a
producir» (p. 363). Y, finalmente, Hobson: «Nuestro objetivo es demostrar
que estas conclusiones son insostenibles, que es posible excederse en la
costumbre de ahorrar y que estos excesos empobrecen a la comunidad,
expulsan a los trabajadores de sus empleos, hacen descender los salarios y
llevan a la ruina y a la postración a todos los negocios, sumiéndolos en lo que
se conoce como una depresión económica (…). Cualquier exceso en el hábito
de ahorrar da lugar a una acumulación de capital por encima de lo que se
requiere y se manifestará en forma de un exceso generalizado de bienes» (p.
367).
Ya hemos dicho que Keynes no suscribe por entero las tesis
subconsumistas, pues el problema fundamental de las economías no es que
consuman demasiado poco, sino que el menor gasto en consumo no vaya de
la mano con un paralelo mayor gasto en inversión: esto es, el problema es que
el gasto en inversión se mantiene demasiado bajo porque el tipo de interés
suele ser más elevado que la eficiencia marginal del capital esperada (p. 370).
No obstante, tengamos presente que, de acuerdo con las teorías de Keynes, si
no pudiera estimularse al alza el gasto en inversión (por ejemplo, porque el
Estado carece de autonomía sobre los tipos de interés o porque no pueda
movilizar un volumen lo suficientemente grande de recursos como para
incrementar el gasto público tanto como fuera necesario), las teorías
subconsumistas sí cobrarían pleno sentido dentro de su marco analítico: la
única manera de lograr la completa ocupación de los recursos sería elevando
el gasto en consumo.
En las páginas anteriores hemos dado suficientes argumentos para no caer
en la trampa del subconsumismo. Básicamente, la caída del consumo
favorece una reducción de los tipos de interés, lo que a su vez tiende a
traducirse en un incremento de la inversión: la rentabilidad de las industrias
más cercanas al consumo cae (por el menor gasto) y la de las industrias más
alejadas aumenta (tanto por los menores costes financieros que representa la
rebaja del interés cuanto por el incremento de la demanda que
experimentarán procedente de unas industrias de bienes de consumo que
deberán incrementar su capitalización para reducir sus costes y estabilizar su
margen de ganancias ante las menores ventas). En otras palabras, los factores
productivos se trasladan desde la producción de bienes de consumo a la
producción de bienes de inversión (que son los que producirán una mayor
cantidad de bienes de consumo futuros): el menor consumo presente se
transforma en mayor consumo futuro. Y en caso de que, como temía Keynes,
la eficiencia marginal del capital esperada sea inferior a los recién reducidos
tipos de interés, el gasto en inversión se transformará en atesoramiento, lo
que, como sabemos, conllevará, por un lado, una mayor producción de oro y
de bienes de consumo altamente demandados y, por otro, pondrá en marcha
un proceso paralelo de reestructuración de los planes de negocio hasta
conseguir que la eficiencia marginal del capital vuelva a ser positiva (en cuyo
momento el atesoramiento cesará y los factores productivos abandonarán la
producción de dinero y de bienes de consumo altamente demandados y
pasarán a fabricar bienes de capital).
En definitiva, las raíces intelectuales de Keynes no sólo son profundamente
erróneas y no sólo se hallaban —hasta la llegada del inglés— totalmente
desacreditadas entre la profesión económica, sino que, además, todas ellas
requerían de importantes restricciones de las libertades individuales: los
mercantilistas propugnaban socavar los intercambios voluntarios a escala
internacional; la Escolástica, prohibir los intercambios intertemporales de
dinero; Gesell pretendía cargarse la soberanía del consumidor y del ahorrador
eliminando la función del dinero como depósito de valor; y los
subconsumistas buscaban una masiva redistribución de la renta desde los
individuos más austeros a los más pródigos (incluyendo entre ellos al Estado)
para incrementar la propensión a consumir.
Precisamente, este liberticida nexo en común entre todas estas teorías y las
de Keynes es el que el inglés trata de reivindicar en el último capítulo de su
obra.
II. El programa político de Keynes
Para Keynes, los dos grandes problemas que padecen las economías
capitalistas modernas son, primero, su intrínseca incapacidad para alcanzar el
pleno empleo de los recursos y, segundo, la «arbitraria y desigual distribución
de la renta y la riqueza» (p. 372). En opinión del inglés, toda La Teoría
General guarda una relación evidente con el estudio y la búsqueda de
soluciones para el primero de estos problemas; pero, pese a no parecerlo,
también lo hace con respecto al segundo.
Y es que, de acuerdo con Keynes, si los gobiernos son reacios a redistribuir
más ampliamente la renta y la riqueza presente entre sus ciudadanos es
debido fundamentalmente a que «existe la creencia de que el desarrollo del
proceso de capitalización depende, en gran medida, de la fuerza de los
incentivos que las gentes tengan para ahorrar, de manera que, en
gran medida, el crecimiento depende de lo que resulta superfluo para los
ricos» (p. 372).
Dado que el inglés está convencido de haber demostrado que, hasta
alcanzado el pleno empleo, el crecimiento del capital no depende de que
exista una baja propensión a consumir sino, vía el multiplicador de la
inversión, de todo lo contrario, «la aplicación de medidas que redistribuyen la
renta sería un medio de aumentar la propensión al consumo que favorecería el
crecimiento del capital (…). En las condiciones contemporáneas, el
crecimiento de la riqueza, lejos de depender de la abstinencia de los ricos,
como se supone de manera habitual, es mucho más probable que lo
obstaculice» (p. 373). Con esta reflexión, Keynes considera que se elimina
una de las principales justificaciones para perpetuar las desigualdades de la
riqueza, lo que sobre todo debería traducirse en un muy sustancial incremento
de los impuestos sobre la herencia, pues «existen ciertas razones que
justifican la desigualdad de renta que no se aplican a la desigualdad de
patrimonios heredados» (pp. 373-374).
Esas razones que según la opinión de Keynes hacen recomendable
no igualar por entero todos los patrimonios son dos: una, que muchas
actividades productivas de alto valor que entrañan un elevado riesgo
requieren como incentivo la posibilidad de acumular riqueza para la
ostentación privada; dos, que es preferible que los seres humanos canalicen
sus naturales inclinaciones de poder y dominación hacia la acumulación de
riqueza que hacia la tiranización de sus compatriotas (p. 373). Aun así,
fijémonos en el escaso convencimiento con el que Keynes defiende la
propiedad privada y la consecuente acumulación de riqueza:
Aunque una comunidad ideal de hombres puede haber sido
enseñada, inspirada o educada de forma que carezca de interés por las
recompensas, puede ser inteligente el que los hombre de estado permitan
que el juego se practique, sujeto a reglas y limitaciones, en tanto que el
promedio de los hombres o una parte significativa de la comunidad se vea
atraído con fuerza por la pasión de hacer dinero (p. 374).
No obstante, y aquí se encuentra la segunda gran aportación revolucionaria
de Keynes a la filosofía social, la acumulación de riqueza no debería ser el
resultado de, ni dar lugar a, una rentabilidad sobre el capital invertido, pues
Keynes cree haber demostrado que si el capital proporciona un rendimiento
es debido a su escasez y si el capital es escaso es porque el tipo de interés del
dinero se mantiene por encima de la eficiencia marginal del capital, lo que
impide su progresivo descenso conforme se vaya acumulando nueva
inversión.
Por eso, el inglés propone una política de tipos de interés cada vez más
bajos hasta que, finalmente, se haya acumulado tanto capital que la eficiencia
marginal descienda al 0%, momento en el cual el capital no obtendría ya
ningún rendimiento salvo aquel necesario «para cubrir la depreciación debido
a su desgaste y obsolescencia, junto a un cierto margen que cubra el riesgo y
la utilización de conocimientos que nos da la experiencia en cada tipo de
negocios» (p. 375). Es decir, de los tres elementos que componen el beneficio
empresarial —compensación por retrasar el consumo; compensación por el
riesgo incurrido; y recompensa por la elevada pericia del empresario—
Keynes pronostica que sólo perdurarán los dos últimos, desapareciendo
aquella renta que le corresponde al capitalista debido a su renuncia a
consumir durante un cierto período de tiempo. Esto obviamente significa que
aquel ahorrador que no sea al mismo tiempo el empresario que gestione su
capital para fabricar bienes y servicios (es decir, un rentista pasivo) no
obtendrá ninguna remuneración por retrasar su consumo: prestar unos
recursos superabundantes a otras personas para que los inviertan no merecerá
ninguna remuneración. En definitiva, se producirá lo que Keynes denomina
«la eutanasia del rentista y, como consecuencia, el final de ese poder opresivo
que el capitalista va acumulando al explotar la escasez del capital». Al igual
que Marx, el inglés cree que «la intervención del rentista en el capitalismo
corresponde a una fase transitoria que desaparecerá cuando haya llevado a
cabo el papel que le corresponde»(p. 376). Y al igual que otros socialistas
como Pierre-Joseph Proudhon o nacional-socialistas como Gottfried
Feder,74 el inglés denuncia que el interés del dinero esclaviza a nuestras
sociedades y debe ser erradicado para poner fin a la escasez de recursos; una
idea que hoy constituye el germen de la demonización de las finanzas en
amplios estratos de nuestra sociedad por considerar que son improductivas y
que restan recursos a la economía real.
Mas, ¿cómo llegar a ese escenario en el que el capital resulta tan
superabundante como para prescindir de remunerar al rentista? A la postre,
Keynes ha caracterizado al capitalismo como un sistema en el que la
eficiencia marginal del capital oscila de manera muy violenta, situándose de
manera habitual por debajo del tipo de interés, lo que como es lógico
entorpece la acumulación de capital. Asimismo, el inglés también ha
mostrado su desconfianza a que la política monetaria baste por sí sola
para lograr un mayor volumen de inversión privada. En tal caso, «acabará
siendo evidente que el único medio de asegurar la aproximación a una
situación de pleno empleo es algo así como una socialización amplia de la
inversión», lo cual no significa «que el Estado asuma la propiedad de los
medios de producción; será suficiente si el Estado es capaz de determinar el
volumen agregado de recursos dedicados a aumentar el capital y la tasa de
retribución básica debida a su posesión»; en todo caso, todas «las medidas
socializadoras se pueden ir introduciendo de forma gradual, de manera que
no rompan con las tradiciones generales de la sociedad» (p. 378).
Pese a la radicalidad de las propuestas de Keynes —suprimir la herencia y
socializar la inversión—, el inglés considera que su teoría económica es
«moderadamente conservadora en sus implicaciones, porque al tiempo que
nos indica la necesidad de establecer cierta clase de controles en asuntos que
hasta ahora venían dejándose en manos de la iniciativa individual, quedan
todavía sectores amplios de actividad que no resultan afectados» (pp. 377-
378). Keynes no concreta cuáles son esos campos, pero sí los justifica por dos
ventajas del individualismo: que la toma de decisiones descentralizadas que
lleva aparejada el individualismo suele ser más eficiente que la centralización
—aunque reconoce que en su época puede que esa descentralización «haya
ido demasiado lejos» (p. 380)— y, además, que el individualismo es «la
mejor salvaguarda de la diversidad de la vida que surge precisamente de la
ampliación del campo de elección individual» (p. 380). En otras palabras,
Keynes defiende el control gubernamental del consumo y de la inversión,
pero garantizando una cierta esfera de decisión individual para dar cabida a
las tradiciones y a los más variados modos de vida.
Llegados a este punto, el inglés aboga, en nombre de la libertad, por todo
este programa de enorme recorte de libertades: «Lo defiendo [su programa
intervencionista] tanto porque es el único modo a nuestro alcance para evitar
la destrucción de la organización económica actual cuanto como condición
para el funcionamiento, con éxito, de la iniciativa individual» (p. 380). Es
decir, el sistema keynesiano de restricción «conservadora» de las libertades
individuales nos evitaría convertirnos en súbditos de los Estados autoritarios,
los cuales «parecen resolver el problema del empleo a costa de la eficiencia y
la libertad» (p. 381).
Por nuestra parte, esperamos haber demostrado hasta el momento por qué
la consecución del pleno empleo no requiere de menos sino de más libertad
individual, incluyendo en ésta el derecho a la propiedad privada y, por tanto,
el derecho a percibir una remuneración por invertir correctamente el capital o
dejar una herencia. No existe incompatibilidad entre libertad y prosperidad
para todos los miembros de la sociedad, sino que las dos van inexorablemente
de la mano: es la acumulación individual de capital dirigida a satisfacer las
necesidades del resto de la comunidad lo que permite el enriquecimiento
individual y colectivo. Por el contrario, el programa de Keynes consistente en
aniquilar al rentista o en suprimir la herencia eliminaría la mayor parte de los
incentivos para acumular capital a largo plazo, condenando a la sociedad a un
masivo y generalizado empobrecimiento. Una vez comprendido que la base
del crecimiento no es el consumo sino el ahorro, que el tipo de interés
depende fundamentalmente de la preferencia temporal y de la aversión al
riesgo, o que el capital no obtiene una rentabilidad por ser escaso sino porque
se engendra al retrasar la satisfacción de nuestras necesidades, no será
complicado entender por qué todo el liberticida programa económico
de Keynes carece de cualquier fundamento económico racional.
Ahora bien, sí es conveniente añadir unas líneas sobre el tramposo
argumento que emplea Keynes al señalar que podemos renunciar a nuestras
libertades económicas manteniendo una amplia esfera de libertad individual.
Lo cierto es que la libertad individual resulta indisociable de la libertad
económica: ¿de qué manera podríamos conservar nuestros diversos estilos de
vida si es el Estado quien determina qué y cómo debe ser producido? ¿Acaso,
por ejemplo, puede garantizarse la libertad de prensa en un mundo donde el
Estado detenta el monopolio de la producción y distribución de papel? ¿O
podemos escoger qué libros leer, qué alimentos tomar o qué clase de ropa
llevar cuando el Estado determina los tipos de libros, de alimentos y de
vestidos que deben fabricarse? Parece obvio que en tanto en cuanto
necesitamos de bienes económicos para satisfacer nuestros fines vitales, si el
Estado controla la producción de esos bienes económicos estará, asimismo,
controlando qué fines de qué individuos «merecen» o no ser satisfechos.
Por supuesto, podría objetarse, como hace Keynes, que en su mundo ideal
no es necesario nacionalizar los medios de producción, pues el Estado sólo
debe determinar el volumen agregado de inversión y la retribución del
capital. Pero, ¿acaso es posible que el Estado obligue a invertir un volumen
mínimo de recursos sin, al mismo tiempo, establecer en qué deben invertirse,
especialmente cuando ese Estado determinaría la remuneración del capital
entre las distintas ramas productivas? Evidentemente, cuando el Estado
establece una rentabilidad para cada una de las distintas industrias está,
directa o indirectamente, determinando la distribución de los factores
productivos entre las diferentes actividades. La libertad de mercado —esto es,
la capacidad de cada individuo para proponer planes de negocio dirigidos a
satisfacer al consumidor en competencia con los planes de negocio de otros
individuos— desaparece por entero cuando la remuneración de cada línea
productiva no la fijan los consumidores sino el Estado.
Lo que Keynes realmente propone es algo parecido a una economía
fascista, donde el Estado —a través de federaciones sectoriales de
producción, sometidas y coordinadas por el Gobierno— fija precios, costes,
cuotas de producción y condiciones de empleo en los distintos sectores
industriales. En las economías fascistas, en consonancia con la propuesta de
Keynes, la propiedad privada de los medios de producción se mantiene
nominalmente, convirtiendo a sus poseedores en auténticos rentistas que
viven a costa del resto de la sociedad; pero en ellas no existe auténtica
libertad para que los factores se redistribuyan según las preferencias finales
de los consumidores, los cuales dejan de ser agentes activos en la
determinación de la estructura productiva para convertirse en meros
espectadores pasivos.
Es cierto que Keynes, en el último capítulo de su obra, reniega de los
Estados autoritarios como el fascismo. Sin embargo, es difícil imaginar un
gobierno con poderes tan amplios como los que él pretende otorgarle (altos
impuestos y gasto público, nacionalización de la inversión, monopolios
públicos, monopolios privados con rentabilidades garantizadas por el Estado,
control absoluto de la política monetaria y posibilidad de monetizar la deuda
pública y privada, penalización del atesoramiento, abolición de la herencia…)
que no fuera un gobierno autoritario, aun cuando resultara elegido
democráticamente. De hecho, el propio inglés, en el prólogo a la edición
alemana de La Teoría General, publicada durante el régimen totalitario del
nazismo, reconoció lo que nosotros estamos poniendo de manifiesto; a saber,
que su política económica es mucho más compatible con los Estados
totalitarios que con una genuina libertad de mercado:
Tengo que confesar que una buena parte de este libro está inspirado y
pensado fundamentalmente de acuerdo con las condiciones existentes en
los países anglosajones. Sin embargo, la teoría de una producción
agregada, que es lo que este libro trata de proporcionar, se adapta con
mucha más facilidad a las condiciones que se dan en un Estado totalitario
de lo que lo hace la teoría de la producción y de la distribución de una
determinada cantidad de bienes bajo criterios de libre competencia
y laissez faire.
En definitiva, el sistema keynesiano, en caso de aplicarse hasta sus últimas
consecuencias, no sólo nos condenaría a la extrema pobreza, sino también a
la completa pérdida de nuestras libertades. Dos caras de la misma moneda
que Keynes se esforzó en disociar para poder justificar un incremento sin
parangón del intervencionismo estatal que enterrara el próspero sistema de
libertades que antecedió a la Primera Guerra Mundial… y todo ello apelando
engañosamente a la prosperidad y a la libertad.
Capítulo 8
CONCLUSIÓN:
ESCLAVOS DE UN
ECONOMISTA MIOPE
John Maynard Keynes cierra su libro con un párrafo que por su acierto y
adecuada formulación ha alcanzado cierta notoriedad incluso fuera de los
círculos académicos:
Las ideas de los economistas y filósofos políticos, tanto cuando son
correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que
suele pensarse. En realidad, el mundo está gobernado por poco más que
esto. Los hombres prácticos que creen estar completamente al margen de
cualquier influencia de tipo intelectual son, por lo regular, esclavos de
algún economista difunto. La locura que destilan los maniáticos de la
autoridad que creen escuchar voces en el aire procede de algún mal escritor
académico de años atrás. Estoy seguro de que el poder de los intereses
creados se suele exagerar mucho comparado con la fuerza que tiene la
introducción gradual de las ideas. En realidad, no de una forma inmediata
sino después de cierto tiempo, porque en el campo de la filosofía política y
económica no hay muchos influidos por doctrinas nuevas después de haber
cumplido los veinticinco o treinta años, de manera que las ideas que
aplican los políticos y los funcionarios públicos e incluso los agitadores de
actualidad no han de ser probablemente novedosas. Pero tarde o temprano
son las ideas, no los intereses creados, las que son peligrosas, tanto
para bien como para mal (pp. 383-384).
En efecto, las malas ideas políticas, filosóficas y económicas pueden
terminar dominando a generaciones enteras de pensadores y gobernantes,
sobre todo cuando esas ideas tienen la apariencia de ser verdaderas.
A lo largo de este libro hemos intentado demostrar por qué las teorías de
Keynes, tal como fueron formuladas en La Teoría General, son erróneas y
peligrosas, en tanto en cuanto nos conducen a un mundo con más pobreza y
menos libertad. Sin embargo, también confiamos en haber expuesto por qué
gran parte de esas ideas parecen ser ciertas y por qué grosso modo son
bastante consistentes entre sí. El inglés vivió una realidad económica muy
compleja —la Gran Depresión— que nunca logró entender en su globalidad:
se quedó en la explicación más superficial de los acontecimientos que estaba
observando y trató de hilvanar los hechos que veía sin disponer de una sólida
teoría económica; todo lo cual le llevó a despreciar los fenómenos que no
resultaran directamente observables y las teorías económicas de sólida
tradición que no entendía.
De ahí que su explicación sobre cómo funcionaba el capitalismo resultara
tan exitosa y popular: fue una teoría compuesta ad hoc que parecía encajar
como un guante en la depresión en la que estaba sumida la economía mundial
y que ofrecía unas recetas muy en consonancia con el intervencionismo
gubernamental tan en boga durante la época. Un diagnóstico verosímil unido
a un recetario atractivo para unas élites ansiosas de poder y para unas masas
desesperadas de soluciones proactivas se convirtió en un indudable éxito que
ha esclavizado durante décadas los razonamientos de intelectuales y hombres
prácticos.
Un listado no exhaustivo de esos razonamientos del inglés que a primera
vista parecen ciertos pero que esconden profundos errores que invalidan el
resto de su teoría podría ser el siguiente:
1. La transformación de ahorro en inversión productiva a largo plazo no es
un proceso ni sencillo ni libre de fricciones: Keynes centra su obra en
demostrar la enorme dificultad de que la restricción individual del
consumo se plasme en un incremento de la dotación de bienes de capital.
El problema existe y es importante, en tanto en cuanto la inversión
empresarial se implementa en un ambiente de incertidumbre que puede
llevar a los agentes a atesorar en lugar de a invertir a largo plazo cuando no
están seguros de qué cursos de acción son los adecuados. Pero esto no es ni
mucho menos un obstáculo insuperable para el capitalismo —un sistema
descentralizado de toma de decisiones que se adopta precisamente para eso
— ni un problema baladí para el intervencionismo gubernamental: invertir
sin saber en qué, como defiende Keynes, equivale a despilfarrar los
recursos, algo mucho peor a mantenerlos atesorados hasta que se
clarifiquen las cosas. Si alguna virtud tiene el capitalismo es, precisamente,
la de distribuir el capital de la mejor forma que conocen los seres humanos,
tal como demuestra el espectacular crecimiento económico que se ha
vivido en los dos últimos siglos.
2. El dinero atesorado parece no cumplir ninguna función y perjudicar a los
honrados comerciantes: Es cierto que cuando los agentes atesoran el dinero
y no lo dedican a ninguna actividad productiva, parece que lo están
acaparando en perjuicio del resto de la sociedad. Pero, en realidad, como
ya hemos indicado, están simplemente reconfigurando sus planes de
negocio o sus patrones de gasto a la espera de encontrar algo que realmente
consideren acertado; en otras palabras, atesorar el dinero es una forma de
minimizar el despilfarro de recursos y, por tanto, una actividad socialmente
beneficiosa y productiva.
3. La oferta no crea su propia demanda: El resumen que hace Keynes de la
Ley de Say es obviamente falso: nadie puede disputar que toda producción
no va a ser necesariamente vendida. El problema es que el inglés construyó
un muñeco de paja al cual ridiculizar para aparentar tener razón en sus
argumentos. Nada más lejos de la realidad pues, como ya sabemos, Say se
limitó a apuntar que en última instancia las mercancías se pagan con
mercancías.
4. La reducción del desempleo es una preocupación mucho más extendida
que la maximización de la producción: Dado que la inmensa mayoría de la
población no son empresarios sino trabajadores, parece lógico que su
principal y más directa preocupación sea la de disponer de un trabajo por el
que percibir un buen salario que les permita adquirir los bienes y servicios
que desean. Qué y cómo producir es una segunda derivada que no suele
entrar en el análisis más inmediato de los trabajadores, sino en el de los
empresarios. Por eso la propuesta de Keynes de medir la riqueza según las
unidades de salario sonó tan razonable para mucha gente. Primero, tener un
trabajo, luego, todo lo demás. El problema obvio es que quienes trabajan lo
hacen para adquirir unos bienes y servicios concretos, que son los que
deben ser producidos, al menor coste de oportunidad posible, por los
empresarios. Si toda la fuerza laboral de un país fuera utilizada para
fabricar bienes que nadie desea, estarían de facto trabajando a cambio de
nada. Por eso tampoco puede serles irrelevante a los trabajadores qué o
cómo se produzca y, por eso, igualar la renta de un país con la cantidad de
unidades de salario pagadas es un error.
5. El activo es siempre igual al pasivo, por lo que toda inversión tiene su
fuente de ahorro: Contablemente el activo es igual al pasivo, de ahí que
Keynes tenga aparentemente razón al decir que la inversión autogenera el
ahorro. El problema es que, como sabemos, para implementar las
inversiones se necesita disponer de los recursos durante un
tiempo determinado, y el deseo de invertir no genera automáticamente la
disponibilidad necesaria de recursos (el volumen de ahorro necesario):
la igualdad contable entre ahorro e inversión puede ser una igualdad
meramente nominal y puede ocultar enormes descoordinaciones
entre ambos (un descalce entre el plazo en que maduran las inversiones y
el plazo que se está dispuesto a aguardar por sus productos). En parte, este
proceso de coordinación entre ahorro e inversión se lleva a cabo en los
mercados de capitales a través de los tipos de interés (si muchos quieren
invertir y pocos ahorrar, los tipos suben; si muchos quieren ahorrar y pocos
invertir, los tipos caen), algo que no sucede en el esquema keynesiano en la
medida en que el tipo de interés depende de la preferencia por la liquidez y
las magnitudes del ahorro y la inversión son siempre iguales gracias a los
cambios en la renta agregada. Keynes, por consiguiente, vació de
contenido a los tipos de interés y les impidió realizar su función
coordinadora en los mercados financieros.
6. Es preferible que los recursos ociosos estén produciendo algo —sea
lo que sea— a que no estén produciendo nada: de nuevo, la intuición
keynesiana probablemente sea compartida por gran parte de la sociedad.
Antes que tener las máquinas, los vehículos o los trabajadores parados,
mejor será ponerles a producir «lo que sea» (algo es mejor que nada). La
afirmación sólo sería cierta si la ocupación de todos estos recursos ociosos
no acarreara coste alguno: en tanto los trabajadores y los propietarios de
ciertos factores exigen cobrar por producir (algo bastante razonable), si el
valor de lo cobrado es superior al de lo producido, no será preferible que
produzcan algo a que no produzcan nada. El coste de oportunidad de
emplearlos será superior a la utilidad que proporcionarán.
7. El multiplicador de la inversión es matemáticamente incuestionable:
Matemáticamente, en efecto, un incremento de la inversión provoca una
multiplicación de la demanda agregada. Además, la circulación de la renta
en sociedad parece reforzar esta relación: dado que el gasto de un
individuo es la renta de otro, al final un pequeño cambio puede tener
efectos exponenciales sobre la renta total. En realidad, sin embargo, el
multiplicador, como ya hemos visto, sólo nos indica cuántas veces la renta
agregada debe ser superior al ahorro agregado para que, asumiendo la
igualdad entre ahorro e inversión, pueda sufragarse un determinado nivel
de inversión. Pero de ahí a sugerir que un aumento marginal de la inversión
multiplicará la renta (y producción) agregada lo suficiente como para
autogenerar el ahorro que sufrague esa inversión, existe un salto lógico que
nadie debería haber dado, pues en ausencia de suficientes recursos ociosos
y de suficiente capacidad ociosa en las industrias de bienes de consumo, el
gasto multiplicado no expandirá la renta agregada sino que sólo
distorsionará los patrones productivos y de gasto, pudiendo incluso
reducirla.
8. En una sociedad con una distribución extrema de la renta, los capitalistas
sólo ahorran y los trabajadores sólo consumen: Allí donde las
desigualdades fueran extremas, sí sería cierto que, como Keynes parece
asumir a lo largo del libro (en línea con otros autores coetáneos suyos,
como Michal Kalecki), los trabajadores sólo consumirían (pues no tendrían
margen para ahorrar) y no ahorrarían nada y que los capitalistas serían,
ante todo, ahorradores. En tal caso, la propensión a consumir de los
trabajadores sí sería necesariamente superior a la de los capitalistas; el
problema es que un escenario tan extremo no es probable que se dé en un
mercado libre. Cuanto más crezca una economía, más aumentarán los
salarios y más margen tendrán los trabajadores para ahorrar e invertir una
parte de sus sueldos, convirtiéndose en capitalistas (cuestión distinta es que
opten por hacerlo). En tal caso, no es ni mucho menos necesario que la
propensión a consumir de los trabajadores sea inferior a la de los
capitalistas ya existentes (sobre todo cuando se trata de las generaciones de
capitalistas que han heredado la fortuna de sus progenitores).
9. En momentos de crisis, la amortización de bienes de capital de las
compañías sí tiende a ser superior a su depreciación física: Ya hemos
comentado que las empresas pueden dotar amortizaciones extraordinarias
para cubrirse ante un incierto horizonte futuro. Por ello, Keynes acierta
cuando observa que en ciertos momentos del ciclo, particularmente en las
crisis, las empresas amortizan más capital del que se deprecia físicamente.
Pero yerra tanto al centrar su atención en la depreciación física (puede
darse el caso, especialmente en las crisis, de que los productos de una
empresa dejen de ser demandados, de forma que todo su capital se volvería
obsoleto aun cuando siguiera físicamente intacto) como al considerar que
ello tiene efectos contractivos. Amortizar anticipadamente los recursos es
una forma de ahorro empresarial interno, logrado a costa de la renta de los
propietarios. Y como ahorro empresarial a costa del accionista,
necesariamente se plasmará en forma de inversión en algún activo
empresarial, incluida la tesorería de la compañía.
10. El tipo de interés se ve influido por la preferencia por la liquidez: Es
verdad que el atesoramiento de dinero influye sobre el tipo de interés;
específicamente sobre la curva de tipos de interés (elevando los tipos a
largo y reduciendo los tipos a corto). Pero ni mucho menos es el único
elemento que los determina: un alto atesoramiento reducirá los precios y
con ellos la cantidad de dinero demandada para invertir, minorando los
tipos de interés a pagar por una determinada oferta de dinero; un bajo
atesoramiento elevará los precios, la cantidad de dinero a demandar y los
tipos de interés. Keynes no comprendió la influencia decisiva que la
preferencia temporal y la aversión al riesgo jugaban sobre la determinación
de la curva de tipos de interés, centrando todo su análisis en los efectos
secundarios de la preferencia por la liquidez. Lo cual, además, debía
llevarle por fuerza a una peligrosa esquizofrenia: al fin y al cabo, el modelo
económico de Keynes considera deseable que la demanda de inversión
siempre fuera muy superior al ahorro disponible, mas, en tal caso, en el
mundo real los tipos de interés serían inevitablemente altos (mucha
demanda de capital y poca oferta), algo que él mismo consideraba como un
obstáculo para la inversión.
11. Cada bien tiene su propio tipo de interés que no puede ser arbitrado con
los del resto: La idea de que cada bien, en función de su precio presente y
de su precio futuro, tenga su propio tipo de interés también suena
verosímil. Al cabo, como hemos expuesto, Keynes sólo se refería a que
cada bien podía proporcionar su propia eficiencia marginal del capital,
medible en unidades de ese mismo bien. Lo que ya resulta menos acertado
es pensar que esas dispares rentabilidades no pueden arbitrarse entre sí
debido a que el tipo de interés del dinero, determinado por la prima de
liquidez, actúa como freno. Ya hemos comentado que ni los tipos de
interés dependen de la prima de liquidez ni, aun cuando lo hicieran, el
arbitraje sería inviable. En realidad, lo que sucedía es que Keynes no
entendió el proceso de redistribución del capital monitorizado por ese coste
de oportunidad intertemporal que es el tipo de interés.
12. La rentabilidad de los bienes de capital depende de su coste de
producción, determinado a su vez por el trabajo que incorpora: En efecto,
la rentabilidad por unidad de tiempo de una inversión (o TIR) depende de
comparar el precio de adquisición de un activo o su coste de producción
con los flujos de caja futuros que se espera que proporcione a lo largo de
su vida. El problema de la explicación de Keynes es pensar que ese precio
de adquisición o coste de producción es rígido, cuando a largo plazo
tenderá a converger en el mercado con el valor descontado (al tipo de
interés correspondiente a tal plazo y riesgo) de sus flujos de caja futuros. O
dicho de otra manera, la TIR tenderá a converger con el tipo de interés,
pues lo primero es la rentabilidad por unidad de tiempo de una inversión y
lo segundo su coste de oportunidad por unidad de tiempo; y los beneficios
extraordinarios tienden a desaparecer salvo en casos de equipos de gestión
muy excepcionales. Ciego ante este proceso, Keynes no vio la
interrelación entre la TIR y el tipo de interés: creyó que cada variable se
determinaba por su cuenta y que, por tanto, la TIR podía mantenerse
sistemáticamente por debajo del tipo de interés, obstaculizando cualquier
inversión adicional.
13. Los mercados financieros no son eficientes: Parece claro que los
mercados financieros distan mucho de ser eficientes en el sentido de que
sus fluctuantes valoraciones siempre sean correctas; y difícilmente podría
ser de otro modo en tanto en cuanto se trata de anticipar hoy cuáles serán
los flujos de caja futuros de un proyecto empresarial (algo que se encuentra
sometido a una enorme incertidumbre). Keynes denunció el creciente papel
que jugaba la especulación cortoplacista en la configuración de los precios
de los activos financieros, poniendo de manifiesto la poca solidez de
muchas de esas apuestas especulativas ante los cambios más o menos
irracionales de los estados de confianza. Sin embargo, Keynes erraba en
tres puntos esenciales: primero, una parte muy importante de la
especulación cortoplacista busca, consciente o inconscientemente,
proporcionar negociabilidad a los valores y estabilizar los precios de un
activo dentro de una horquilla en la que históricamente se haya movido
(evitando que se confundan movimientos irrelevantes de precios con
oscilaciones relevantes); segundo, no es la especulación cortoplacista la
que determina la inversión a largo plazo, sino el análisis fundamental que
comparten empresarios e inversores con visión largoplacista; y tercero,
aunque sepamos que la valoración de los mercados financieros
frecuentemente sea errónea, nadie puede sentenciar con absoluta certeza
cuál es la correcta, de modo que podemos lamentarnos por la falibilidad
del ser humano, mas nunca olvidemos que quienes pretenden sustituir a los
mercados financieros son otros seres humanos tan o más falibles que,
empero, no contarían con ese potente instrumento de realimentación
informativa que es el mercado.
14. A corto plazo, los rendimientos de producir más bienes de capital
homogéneos sí son decrecientes: Keynes asumía que la eficiencia marginal
del capital era decreciente, porque conforme se produjeran más bienes de
capital, la rentabilidad esperada de las unidades adicionales necesariamente
iría reduciéndose. La hipótesis, como todas las restantes, suena realista
pero es falsa: los nuevos bienes de capital pueden utilizarse para rebajar el
coste de producción de otros bienes de capital o pueden emplearse de
manera complementaria e incrementar el rendimiento conjunto (sinergias).
La hipótesis de Keynes sí sería cierta, con todo, en el muy corto plazo con
respecto a una parte de los bienes de capital que sean idénticos entre sí,
pero ni siquiera así la eficiencia marginal del capital llegaría nunca a
acercarse a cero: tal escenario sólo es posible o bien en el caso de malas
inversiones que no puedan ser reestructuradas o bien cuando todas las
necesidades de todos los seres humanos se encuentren satisfechas.
15. El atesoramiento se da en momentos de depresión, mas no es su causa
sino un síntoma más profundo: Keynes constató la correlación
entre atesoramiento y depresión económica y, a partir de ahí, estableció
una relación de causalidad: más preferencia por la liquidez significaba un
mayor tipo de interés y éste una menor inversión agregada. En realidad, ya
hemos estudiado que el atesoramiento es una respuesta natural de
ahorradores y consumidores contra una estructura productiva que no
se adapta a sus necesidades y que por tanto tiene que reajustarse (en
eso consistiría la crisis). Las causas de la depresión habrá que buscarlas en
otras partes, salvo que pensemos que los problemas no surgen de la
acumulación de malas inversiones, sino de que alguien denuncie,
atesoramiento mediante, que hay una enorme cantidad de malas
inversiones acumuladas.
16. Un aumento de la preferencia por la liquidez con motivo de precaución
sí vuelve la estructura de capital menos productiva y más cortoplacista:
Keynes acertaba al sostener que un aumento del atesoramiento reduciría la
inversión productiva a largo plazo y, con ello, la renta agregada. Cuanto
mayor sea la preferencia por la liquidez y menos dispuestos estén los
agentes a inmovilizar sus recursos en el largo plazo, menor será la
producción de bienes y servicios futuros. Claro que si los agentes optan por
atesorar, es porque no están seguros de qué quieren consumir o en qué es
mejor invertir, de manera que conviene que parte de las actividades
productivas se paralicen hasta resolver sus dudas para así no destruir
riqueza.
17. La preferencia por la liquidez con motivo de especulación sí influye en
los tipos de interés si no hay mercados de futuros: En un mundo en el que
los especuladores sólo pudieran ponerse bajistas en torno a los tipos de
interés futuros mediante el atesoramiento de dinero, es cierto que la
especulación sobre los tipos de interés futuros se practicaría mediante el
atesoramiento de dinero, pero ni siquiera ahí se cortocircuitaría el ahorro
con el gasto en inversión, pues lo que en realidad ocurriría es que los
agentes concentrarían su capital en las inversiones más a corto plazo (es
decir, se alteraría la forma de la curva de rendimientos, incrementándose
los tipos a largo y reduciéndose los tipos a corto).
18. Cuando la rentabilidad del capital se desmorona, la política monetaria
es inútil: Keynes era consciente de que abaratar la oferta del crédito puede
ser del todo inútil si no existe demanda de crédito. Como suele decirse,
«puede llevarse al caballo al río, pero no se le puede obligar a beber». Y
cuando la rentabilidad esperada de la mayoría de negocios es negativa, la
política monetaria dirigida a rebajar artificialmente los tipos de interés será
inútil (o contraproducente, como ya hemos visto). Pero ello no significa
que debamos aplicar una política fiscal dirigida a incrementar el déficit
público, sino que la estructura productiva debe reorganizarse para volver a
generar riqueza. Tratar de incrementar la producción mediante el gasto
forzado del Estado no resolverá los desajustes de fondo en la estructura de
bienes de capital.
19. Los agentes sí poseen incentivos para atesorar cantidades adicionales
de dinero si los tipos de interés se encuentran artificialmente bajos en una
depresión: Este fenómeno real, presente en todas las depresiones
económicas, es el que quiere explicar Keynes mediante su idea de la
trampa de la liquidez. Pero la idea que hay detrás de la trampa de la
liquidez es incorrecta por varios motivos: asume, por un lado, que no hay
mercado de futuros y que los especuladores tienen que atesorar dinero para
expresar sus expectativas bajistas y, por otro, que en ausencia de
expectativas de subidas de tipos de interés, los agentes siempre estarán
dispuestos a continuar endeudándose. En realidad, ya estudiamos que el
atesoramiento extraordinario en tiempos de depresión se debe a que los
agentes esperan que los tipos de interés continúen bajos durante un largo
periodo de tiempo y a causa de ello pierden gran parte de las razones para
reducir su endeudamiento, siendo el atesoramiento de dinero la opción más
sensata (ni se puede invertir, ni sale a cuenta desapalancarse).
20. Los recortes salariales minoran la renta disponible para seguir
consumiendo e invirtiendo: Keynes tiene razón al afirmar que si los
salarios y, por tanto, la renta disponible se reducen, el consumo y la
inversión caerán. Su error es creer que el recorte del salario es una decisión
unilateral y arbitraria del empresario, cuando, en realidad, el salario puede
tener que caer si las mercancías que producen los trabajadores dejan de
venderse porque no son las que se deben fabricar (caída de la
productividad marginal del trabajador). En tal situación, la alternativa a
corto plazo pasa por ajustar el salario a la nueva productividad marginal
del trabajador o por abandonar por entero esa línea productiva (u otras que
podrían rentabilizarse con salarios más bajos). La demanda agregada (el
consumo o la inversión) se reducirá en cualquier caso por el hecho de que
la oferta agregada, presente o futura, ha disminuido (parte de la misma ya
no satisface las necesidades de los consumidores o no llegará siquiera a
existir).
21. En apariencia, los precios son determinados por los costes: La intuición
económica dicta que, efectivamente, los precios dependen de los costes,
como podemos observar que sucede en el comercio minorista (los
minoristas venden a un precio que determinan añadiendo un margen de
beneficio sobre sus costes); por tanto, la afirmación de Keynes parece
perfectamente razonable. En realidad, sin embargo, los costes no son más
que precios (precios de los factores de producción), así que no puede
decirse que los precios dependan de los costes, pues eso nos llevaría a una
regresión al finito. Lo que ocurre es que la demanda de factores
productivos de los empresarios depende de la demanda esperada por sus
productos: podrán pagar tanto por los factores como los consumidores
estén dispuestos a abonar por sus mercancías, de forma que son los precios
prospectivos de venta los que determinan en última instancia el coste de los
factores productivos.
22. Si los factores fueran homogéneos y estuvieran desempleados, la teoría
cuantitativa tal y como la reformula Keynes sería en parte cierta: Si
simplemente hiciera falta aplicar dosis adicionales de un factor productivo
para incrementar cualquier tipo de producción, en numerosas ocasiones
sería verdad que, como dice Keynes, los precios no comenzarían a
aumentar hasta que todos los factores estuvieran plenamente ocupados
(pues hasta ese punto, el aumento de la cantidad de dinero y de la
producción irían de la mano), salvo si el incremento de la cantidad de
dinero se llevara a cabo merced a un deterioro notable de su calidad. Mas
el supuesto de partida no se suele cumplir, en tanto en cuanto los recursos
son más o menos específicos para ciertos procesos productivos y no
pueden reubicarse a cualquier otro con absoluta facilidad.
23. Es cierto que durante la fase expansiva del ciclo económico, la
eficiencia marginal del capital se dispara para luego hundirse durante la
depresión: No obstante, este fenómeno no tiene demasiado que ver con una
pulsión maniacodepresiva de los especuladores, como sostiene Keynes. La
eficiencia marginal del capital se incrementa al comienzo porque el crédito
no respaldado por ahorro aumenta a tal velocidad que los beneficios de
prácticamente todas las empresas se disparan. Más adelante, con todo,
cuando las distorsiones en la estructura productiva comienzan a
acumularse y los precios relativos a reflejar las auténticas carestías de
recursos, la eficiencia marginal de numerosas industrias (especialmente las
de aquellas más dependientes del crédito) se hundirá. Todo lo cual
tampoco significa que estos movimientos al alza y a la baja de la eficiencia
marginal no puedan verse reforzados a corto plazo por los especuladores,
sino que la acción de éstos ni es necesaria ni suficiente para que tenga
lugar un ciclo económico.
24. Si el gasto en inversión en perfectamente sustituible por el gasto en
consumo, las recetas de los subconsumistas tendrían sentido para alcanzar
el pleno empleo: Keynes asume que el gasto en inversión es perfectamente
sustituible entre sí y con respecto al gasto en consumo. En tal caso, si el
gasto de inversión se desmorona por la incertidumbre o por los desajustes
en la estructura productiva, una posible solución para alcanzar el pleno
empleo sería sustituir el menor gasto en inversión por un mayor gasto en
consumo. Por desgracia para los subconsumistas, una empresa adaptada a
producir cemento, azulejos o probetas de laboratorio difícilmente puede
pasar a producir trigo, carne o ropa de manera inmediata. La oferta no es
absolutamente maleable y, por tanto, los cambios en la composición de la
demanda no dan lugar a un cambio instantáneo en las condiciones de la
oferta. Si en medio de una depresión se incrementa el gasto en consumo,
las necesidades de reajuste de una estructura productiva que no está
adaptada para fabricar ingentes cantidades de bienes de consumo de
manera inmediata serán mucho mayores.
25. Si lo único que hace falta para estabilizar el empleo es estabilizar
el gasto y los especuladores tienden a desestabilizarlo, lo lógico será atarles
las manos a los especuladores: Del mismo modo que una teoría económica
bien desarrollada prueba que puede perfectamente prevalecer una armonía
de intereses entre los agentes económicos y, por tanto, tiende a favorecerse
la libertad y el respecto a la propiedad privada, una teoría económica mal
desarrollada que pruebe que tiende a existir un conflicto entre ellos tenderá
a favorecer la represión y la restricción de las libertades individuales. En
esto, Keynes sí fue coherente, aunque estuviera profundamente
equivocado.
La mayor parte de estos errores se deben o bien a que Keynes asumía
ciertas hipótesis que eran falsas o bien a que sacaba ciertas conclusiones
erróneas de fenómenos que sí sucedían en la realidad. Por eso podemos decir
que Keynes fue un economista miope que no llegó a entender adecuadamente
el mundo que le rodeaba, sin que ello le impidiera tejer un modelo económico
que parecía verosímil, especialmente en los tiempos de depresión económica
en los que redactó La Teoría General. Simplificando mucho, y quizá no
siendo del todo rigurosos con el texto de Keynes, podemos resumir esta
doctrina miope en que la demanda agregada, como algo distinto a la oferta
agregada, es el gran elemento rector de nuestra vida económica.
Esta demanda agregada depende de cuatro elementos:
Demanda = Consumo + Inversión + Gasto Público + Exportaciones netas
ó
Y = C + l + G + (X – M)
y a su vez determina las dos variables fundamentales de la economía: el nivel
de empleo y la inflación. Si la demanda agregada es inferior a la oferta
agregada, habrá desempleo; si en cambio la desborda, habrá inflación.
Por eso, para Keynes, el Estado, enfriando o recalentando cada uno de los
componentes de la demanda agregada, desempeña un papel esencial a la hora
de gestionar la economía. Si la demanda agregada es insuficiente, el
Gobierno puede reducir impuestos para estimular el consumo, minorar los
tipos de interés a través del banco central para impulsar la inversión,
incrementar el gasto público para compensar las mermas de consumo o
inversión, o devaluar el tipo de cambio para fomentar las exportaciones.
El error esencial de este razonamiento es que, cuando despojamos al inglés
de toda su retórica, lo que nos queda es lo siguiente: las crisis y más en
general el desempleo de factores se deben a que la gente deja de gastar, por
consiguiente la misión de la política económica es estabilizar el nivel de
gasto; si el gasto es insuficiente como para absorber toda la producción a los
precios actuales, entonces se cerrarán empresas y se despedirá a trabajadores;
si el gasto es superior al necesario para absorber toda la producción, se
generará inflación.
En otras palabras, si no queremos que quiebren empresas y aumente el
paro, alguien tendrá que comerse los productos que no se estén vendiendo. Si
los consumidores o los inversores no están dispuestos a hacerlo, entonces
habrá que incentivarlos a que los compren con menos impuestos y unos tipos
de interés artificialmente más bajos; si pese a ello tampoco los adquieren,
entonces habrá que ofrecérselos a los extranjeros a precios de saldo —que no
otra cosa implica devaluar el tipo de cambio—; y si ni siquiera así se venden,
entonces deberá ser el Gobierno el que, merced a su poder coactivo para
recaudar impuestos y gastarlos como guste, se los quede.
Dejando al margen las distorsiones que ciertas políticas puedan generar
(muy en especial, la rebaja artificial de los tipos de interés, que como hemos
visto provoca o agrava el ciclo económico), la cuestión clave sigue siendo: ¿y
por qué los consumidores y los inversores, de un modo u otro —con
impuestos o con la dilución del valor de sus divisas—, tienen que acabar
pagando por unas mercancías que no quieren? Pues únicamente porque se ha
fijado como objetivo social que el desempleo no aumente. El problema es que
por esta vía disolvemos la economía y la división del trabajo: si una parte de
la población fabrica unos bienes que la otra parte no desea, forzar a que los
segundos entreguen sus valiosas mercancías a cambio de las de los primeros
equivale obligarles a realizar un intercambio mutuamente no beneficioso.
Imaginemos que una persona es obligada a comprar la comida que
no quiere comer, los libros que no quiere leer, la ropa que no quiere vestir,
los muebles que no caben en su casa o los videojuegos que no le interesan.
¿Qué sentido tendría que fuera todos los días a trabajar si no puede adquirir
aquello que le gusta y rechazar aquello que no le gusta? Realmente ninguno.
De hecho, ¿acaso no sería lógico que se procediera a la readaptación y al
reajuste de aquellos productores que no han fabricado lo que los
consumidores e inversores nacionales o extranjeros demandan? Sí, diría
Keynes, siempre que la demanda global no caiga. Es decir, Keynes sí admite
que, si se han producido muchas zapatillas y muy pocos ordenadores, los
consumidores reduzcan su consumo de lo primero y aumenten el de lo
segundo. De ese modo, los trabajadores pasarán de una línea a otra y el
desempleo no aumentará. Mas ¿qué sucede si los agentes no es que prefieran
consumir el bien A sobre el bien B, sino que prefieren no consumir nada de
momento (ya sea porque ningún productor les ofrece lo que quieren o porque
prefieren consumir en el futuro)?
En tal caso el consumo caerá, por lo que sería de esperar que la inversión
aumentara concomitantemente. Sin embargo, por necesidad las decisiones de
inversión se basan en estimaciones más o menos inciertas sobre el futuro; eso
significa que, en ciertas condiciones, los agentes puedan preferir no consumir
y no invertir hasta que se clarifiquen esas circunstancias y el futuro; o sea,
pueden preferir quedarse líquidos atesorando el dinero que ganan en lugar de
inmovilizarlo en aventuras empresariales que pueden probarse precipitadas y
erróneas.
Y esto es lo que Keynes no puede tolerar: si la suma Consumo +
Inversión cae, entonces habrá que buscar alguna salida a esa producción que
nadie desea comprar: ora adquisiciones coactivas por parte del Estado (gasto
público), ora su venta rebajada al extranjero (devaluaciones o control del
comercio exterior). Pero ¿por qué simplemente los empresarios que no
pueden vender su mercancía —sean bienes de consumo o bienes de inversión
— no la bajan lo suficiente de precio como para estimular a que algún agente
desatesore su dinero? Pues básicamente porque a esos precios rebajados, dice
Keynes, no será rentable producirla. Entonces, ¿por qué deben fabricarse
unos bienes que nadie desea adquirir a los precios que harían rentable su
comercialización? Según el inglés, tenemos la obligación de continuar
fabricándolos para no destruir empleo. Pero el empleo puede mantenerse no
sólo obligando a una parte de la sociedad a abonar unos precios que considera
demasiado altos en relación con el valor de la mercancía, sino también
reduciendo los salarios para que producir esa mercancía siga siendo rentable
aun a precios rebajados.
Mas, de nuevo, aquí Keynes nos espetará que si reducimos los salarios lo
más probable es que la demanda agregada vuelva a caer, por el menor
consumo y probablemente también por una menor inversión, debido a la
incertidumbre derivada de la conflictividad laboral o el incremento del saldo
real de las deudas. Por supuesto, si no queda otro remedio que reducir los
precios y los salarios de una línea productiva para lograr rentabilizarla —para
lograr que los consumidores o los inversores compren sus productos y, a su
vez, puedan cubrirse sus costes—, el valor de la producción (el PIB nominal,
en su versión agregada) será menor que si esos precios y salarios no se
hubieran reducido. El error está en pensar que si el Gobierno nos fuerza de un
modo u otro a comprar esa mercancía averiada a precios inflados, la sociedad
se vuelve más rica. No: una vez los consumidores o los inversores dejan de
valorar lo suficiente una mercancía como para adquirirla a los precios
vigentes, su utilidad irremediablemente ha caído, por mucho que luego, a
punta de pistola, el Estado les fuerce a comprarla. De hecho, si se les fuerza a
comprarla, no sólo no mejorarán sino que empeorarán... aun cuando el PIB
suba (o no disminuya).
Es más, incluso en el extremo caso de que las rebajas salariales (y de otros
costes de factores productivos) fueran tan intensas que llevaran a los
trabajadores a preferir quedarse en casa antes que acudir diariamente a las
fábricas, la mejor decisión que como economía podríamos adoptar sería
reducir nuestra producción total. Es decir, si la gente se niega a gastar su
dinero por la intensa incertidumbre, lo lógico es que durante un tiempo relaje
su fervor gastador y productor (no olvidemos que demanda y oferta agregada
son la misma cosa). ¿O es que acaso si, por ejemplo, se tuviera el temor de
que a lo largo del próximo año puede acaecer un destructor terremoto sería
inteligente que la sociedad se pusiera a construir desde ya un rascacielos?
No, en tiempos de tribulación no conviene hacer mudanzas. Nadie niega
que la incertidumbre pueda ser paralizante y que a priori tienda a reducir la
riqueza futura, lo que negamos es que sea sensato ignorar codiciosa,
avariciosa y muy arriesgadamente los nubarrones que avistemos en el
horizonte con tal de seguir produciendo al máximo ritmo posible. Lo que
restringe la producción futura de una sociedad no es el atesoramiento, éste es
sólo un síntoma de la incertidumbre; de hecho, la incertidumbre es sólo un
síntoma de un problema más profundo: como consumidores, inversores y
empresarios no sabemos en algunos momentos qué vamos a querer producir y
cómo deberemos producirlo, por lo que debemos tomarnos un tiempo para
repensárnoslo (tiempo durante el que el gasto se reducirá y el atesoramiento
aumentará, lo que rentabilizará transitoriamente líneas de producción como la
minería o los bienes de consumo monetizables).
¿Y ante esto se puede hacer algo? O, mejor dicho, ¿se debe hacer algo?
No, a menos que queramos despilfarrar unos recursos que son escasos y que
se podrían necesitar en el futuro para hacer frente a la materialización de esa
incertidumbre actual. El problema de Keynes es que nunca reconoció que el
Estado tampoco sabe en esos momentos qué debe ser producido de cara al
futuro. De ahí que su respuesta nos suene tan salvaje: hay que mantener
estable el gasto aun a costa de producir lo que sea. ¿Qué sensatez económica
hay detrás de esto? Ninguna, es justo lo contrario a lo que debería dedicarse
la economía: de economizar los recursos a dilapidarlos en cualquier uso. La
Figura 1 puede servirnos para resumir por qué las economías capitalistas no
tenderán a padecer de una insuficiencia del gasto que engendre desempleo
involuntario: tanto en equilibrio como en desequilibrio, la flexibilidad de
precios y la facilidad para reorientar los factores productivos garantizará la
plena ocupación de todos aquellos cuya productividad marginal supere a su
desutilidad.
En definitiva, nada hay en las economías de libre mercado que impida que
las demandas concretas de consumidores e inversores casen con las ofertas
particulares de los productores. Es obvio que se trata de un proceso complejo,
no exento de desajustes microeconómicos, pero éstos deberán solventarse con
reestructuraciones empresariales y no mediante unas compras forzosas por
parte del Estado que sólo consolidan a los empresarios que no satisfacen a
consumidores e inversores. A diferencia de lo que creía Keynes, no existe
imposibilidad macroeconómica alguna que requiera la intervención estatal en
el gasto para cuadrar demanda con oferta. Solamente se trata de aceptar que
cuando los consumidores y los inversores prefieren no gastar... es que
prefieren no gastar, y que, por tanto, no se debe producir aquello en lo que no
se quiere gastar. A rechazar esta sencilla conclusión y a obligar a
consumidores e inversores a que actúen en contra de su voluntad, se reduce
todo el pensamiento keynesiano.
FIGURA 1
Como el propio Keynes sostuvo al final de su obra, las sociedades actuales
nos hemos convertido en esclavas de las viejas teorías de un miope
economista difunto. Y, en este caso, lo de esclavos es textual: el modelo de
Estado que se edificó sobre los errores de Keynes ha ocupado
espacios enormes de nuestras vidas y prácticamente no ha dejado alternativa
a individuos y asociaciones privadas para que se organicen de un modo
distinto a cómo ha dictado el Estado. Por eso, por mucho que fuéramos
conscientes de las múltiples equivocaciones de Keynes, las hemos
terminado pagando todos en términos de menor libertad y prosperidad. 75
años después de La Teoría General, convendría que de una vez por todas
pasáramos definitivamente página.
Capítulo 9
GUÍA DE LECTURA DE LA
TEORÍA GENERAL
DEL EMPLEO, EL INTERÉS Y EL
DINERO
A modo de resumen del libro de John Maynard Keynes, y con tal de facilitar
su lectura y la localización de sus errores más relevantes, procedemos a
resumir la obra en sus distintas partes.
Libro I: Introducción
Keynes nos presenta una panorámica sesgada de la teoría clásica y nos
intenta convencer de cuáles son sus principales fallos: no reconocer la
existencia de equilibrio con desempleo involuntario por asumir la validez de
la Ley de Say —en la tergiversada acepción de Keynes, es decir, «toda oferta
genera su propia demanda»—. Este primer libro está dividido en tres
capítulos.
Capítulo 1. La Teoría General
Keynes justifica por qué su teoría es más general que la de la economía
clásica: la suya contempla todas las situaciones posibles en que puede
hallarse una economía, con y sin desempleo involuntario, mientras que la
clásica sólo piensa en términos de equilibrio con pleno empleo. En realidad,
la teoría de Keynes ni es general ni particular, sino simplemente errónea.

Capítulo 2. Los postulados de la economía clásica


Keynes nos dice que los supuestos básicos de la economía clásica son dos: el
salario real es igual a la productividad marginal y el salario real también es
igual a la desutilidad marginal del trabajo. Dentro de ese esquema, el
desempleo involuntario no tiene sentido. Pero es una evidencia contrastable
que los aumentos de la inflación no reducen la oferta de empleo y que pueden
incrementar la demanda, por lo que parte de la mano de obra puede ser
contratada con menores salarios reales que no pueden pactar trabajadores y
empresarios (estos sólo acuerdan salarios nominales): eso es el desempleo
involuntario.
Lo cierto es que la observación de Keynes es parcial y engañosa. Por el
lado de la oferta de trabajo, porque los salarios nominales también admiten
ciertas reducciones sin que ello lleve a los trabajadores a abandonar sus
empleos (pues es dudoso que se fijaran justo en el tramo más bajo) y además
la reducción de los salarios reales puede engañar a los obreros (están
trabajando por una remuneración menor de la que piensan que están
cobrando); por el lado de la demanda, porque lo que interesa a los
empresarios es el margen entre coste de producción y precios de venta de sus
mercancías, y ese margen podría mejorar en algunos casos si hay inflación
(pero también si se reducen nominalmente los costes). El concepto de
desempleo involuntario sigue siendo disparatado por mucho que el inglés no
entienda ciertos comportamientos del mundo real: en verdad, el desempleo
involuntario de Keynes es el desempleo ocasionado por bloquear los ajustes
de precios y costes a la baja que sí habían contemplado los clásicos.
Capítulo 3. El principio de demanda efectiva
Keynes nos cuenta que los dos supuestos anteriores de la economía clásica
equivalen a la Ley de Say, a saber, a que la oferta crea su propia demanda, y
esto es evidentemente falso: la demanda agregada puede ser menor que la
oferta agregada, lo que determinará una demanda efectiva (un volumen de
renta o producción agregada) inferior al que garantiza el pleno empleo de los
recursos; es decir, en tales casos aparecerá desempleo involuntario.
El problema de este capítulo es que la Ley de Say no dice que la oferta cree
automática e inmediatamente la demanda, sino que toda mercancía se compra
en última instancia con otras mercancías presentes o futuras y que, por tanto,
antes de gastar hay que producir. La Ley de Say no descarta
sobreproducciones en ciertas partes de la economía, pero eso sólo significará
que esas partes de la economía deberán adaptarse a la nueva realidad. Lo que
sí puede afirmar la Ley de Say es que la oferta agregada es igual a la
demanda agregada, siempre que incluyamos en la demanda agregada el
atesoramiento. No puede haber una sobreproducción generalizada de bienes
(incluyendo aquí bienes presentes y futuros) porque al tiempo habría una
infraproducción de dinero (lo que sería un síntoma de que deben ser otros los
bienes que componen esa oferta agregada).

Libro II: Definiciones e ideas


En este libro segundo, Keynes nos presenta todo el arsenal de conceptos y
definiciones que irá empleando a lo largo del resto de la obra. Aunque no lo
parezca, muchos de los errores que más tarde cometerá ya se hallan
implícitos en las definiciones que adopta.

Capítulo 4. La elección de las unidades


Keynes nos advierte que empleará dos tipos de unidades para expresar todas
las magnitudes de las que hable: el dinero y la «unidad salario». Esta última
se define como el salario por hora que percibe un trabajador ordinario.
Con la adopción de las unidades salario, nuestro autor puede equiparar todo
aumento del empleo con un aumento de la renta, trasladando así el foco de
interés de la Economía desde el estudio sobre la adecuación de una estructura
productiva (combinaciones de bienes de capital y trabajadores) para satisfacer
las necesidades de los consumidores a la adecuación de la estructura de
capital para absorber toda la oferta de empleo. Por supuesto, la idea de una
unidad salario, aparte de ser un trasunto marxista, carece por entero de
sentido, pues no es más que una unidad monetaria (salario de un trabajador
calificado como «ordinario») tomada como patrón arbitrario de la
productividad del resto de trabajadores.
Capítulo 5. La expectativa como factor determinante de la producción y el
empleo
Keynes acierta al afirmar que son las expectativas sobre futuro las que
determinan las decisiones de inversión presentes. Lo realmente tramposo del
capítulo no es esto, sino que defina el equilibrio a largo plazo como aquella
situación resultante de que un conjunto de expectativas haya imperado en una
economía durante mucho tiempo. La definición correcta de equilibrio es que
los planes de los agentes estén adecuadamente coordinados; por eso, no es
posible el equilibrio con desempleo involuntario: si hay trabajadores que
quieren trabajar y que no pueden hacerlo pese a que están dispuestos a
aceptar ciertas rebajas salariales, es porque hay desajustes pendientes de
corregir. Pero para Keynes toda situación económica persistente en el tiempo
es digna de ser calificada como «equilibrio», aun cuando los desajustes y
desequilibrios estén presentes por todas partes.
Capítulo 6. La definición de la renta, el ahorro y la inversión
Keynes nos informa de que la renta bruta de una economía es igual a la suma
de consumo agregado y de inversión agregada. Y como el ahorro agregado es
definido como la renta agregada no consumida, ahorro e inversión agregada
son siempre y necesariamente iguales.
El inglés llega a una definición errónea de renta bruta, pues dentro de la
inversión agregada sólo contempla las adiciones netas al equipo de capital
existente, pero no toda la inversión bruta necesaria para reponer el equipo de
capital (en realidad está pensando en una renta neta; en la renta resultante de
deducir la amortización del equipo de capital). Eso le conduce a creer que el
consumo tiene un peso mucho más importante en nuestras vidas del que en
realidad tiene y a obviar que año a año es necesario muchísimo ahorro no ya
para incrementar nuestro nivel de vida, sino para mantenerlo. Pero no parece
que las políticas keynesianas que expondrá en los siguientes capítulos,
cegadas por ese sesgo proconsumista, contribuyan demasiado a promover ese
ahorro.

Capítulo 7. Un análisis más amplio del significa del ahorro y la inversión


El capítulo es un intento de justificar la creencia inflacionista de que,
como ahorro agregado e inversión agregada siempre son iguales, basta con
incrementar la inversión por cualquier medio (aunque sea imprimiendo
billetes) para que el ahorro se genere de manera automática.
Keynes cae en la confusión contable de que todo activo (toda inversión) es
igual a un pasivo (a una fuente de financiación), mas eso no significa que
toda inversión esté adecuadamente coordinada con la fuente que la ha
financiado. En particular, si se invierte a muy largo plazo y se ha ahorrado a
muy corto plazo, existirá una descoordinación entre los planes de ahorradores
e inversores que tenderá a frustrar los proyectos de inversión. Pero como
Keynes sólo se fija en el flujo de gasto en inversión y de ahorro total
generado por ese gasto, es incapaz de ir un poco más allá de ese simple
análisis: sólo tiene en cuenta la cantidad pero no la calidad de las inversiones
y de sus métodos de financiación. Y por eso tampoco entiende los conceptos
de «ahorro forzoso» y de «consumo de capital» ideados por la Escuela
Austriaca precisamente para explicar esos fenómenos.
Libro III: La propensión a consumir
La idea general de este libro es que la porción de nuestra renta que
destinamos al consumo (propensión a consumir) es mucho más estable que la
porción que destinamos a invertir, pero aun así decrece conforme la renta se
incrementa. Como consecuencia, si la creciente divergencia entre consumo
agregado y demanda efectiva no es cubierta con una mayor inversión
agregada, aparecerá desempleo involuntario. Asimismo, antes de alcanzar el
pleno empleo de los recursos, no debemos preocuparnos demasiado por
ahorrar para poder invertir, ya que el gasto en inversión es utilizado por los
distintos receptores del mismo para consumir, lo que va elevando la renta
agregada hasta autofinanciar el ahorro (multiplicador de la inversión). La
recomendación política que emana de este libro es que debemos promover
tanto como sea posible un aumento de la propensión a consumir de la
sociedad para así estabilizar el gasto total.
Capítulo 8. La propensión a consumir: I. Los factores objetivos
Keynes nos ofrece una serie de factores objetivos —externos a cada
individuo— que influyen en su propensión a consumir aunque, en su
opinión, de manera poco relevante: en esencia, la renta, la riqueza y las
variaciones que esperemos se produzcan en las mismas. El más pernicioso de
todos los factores objetivos será, a su juicio, la costumbre empresarial de
amortizar el capital por encima de su depreciación física: para Keynes eso
supone un exceso de ahorro no invertido que disminuye la demanda
agregada. Pero el inglés no entiende que el exceso de amortización cumple la
función de proteger a los empresarios frente a los cambios imprevistos en su
demanda (evitando el consumo de capital por obsolescencia anticipada) y que
todo exceso de amortización se encontrará invertido de un modo u otro en la
empresa.

Capítulo 9. La propensión a consumir: II. Los factores subjetivos


Keynes continúa con su listado de elementos que influyen en decidir qué
porcentaje de nuestra renta destinamos al consumo. En este caso analiza los
factores que dependen del sujeto (su austeridad, su previsión, su avaricia,
etc.). Los considera determinantes pero relativamente estables. Como
resultado, cabe concluir que la propensión a consumir no variará demasiado a
corto plazo.
Capítulo 10. La propensión marginal a consumir y el multiplicador
Dado que el gasto en inversión constituye la renta de algunos factores
productivos y esa renta es gastada según la propensión marginal a consumir
de esos factores, el gasto en inversión tiene, en realidad, efectos
multiplicadores sobre la demanda agregada y sobre la demanda efectiva.
Cuanto mayor porcentaje de la renta consuman los individuos de una
comunidad, más aumentará la demanda agregada ante un incremento de la
inversión. Keynes busca demostrar en este capítulo que por debajo del pleno
empleo no es necesario restringir el consumo (ahorrar) para invertir, pues,
dado un incremento de la inversión, la renta agregada se multiplica las
suficientes veces como para amasar el ahorro que se necesita. El capítulo
concluye con toda una oda al consumo desenfrenado e innecesario como
mecanismo para lograr el pleno empleo: desde la construcción de pirámides
hasta la reconstrucción post-apocalíptica de un terremoto.
Por desgracia para el inglés, el multiplicador del gasto no es un
multiplicador de nuestra capacidad productiva: simplemente expresa cuán
grande debería ser la renta agregada para que, con una propensión marginal a
consumir dada, pudiéramos financiar un cierto volumen de inversión. Para
que el multiplicador pudiese, en efecto, multiplicar la cantidad de bienes y
servicios disponibles merced a un mayor desembolso en inversión sería
necesario que la cantidad de recursos ociosos fuera muy amplia en todos los
factores productivos que necesitaran los empresarios (y que también lo fuera
la capacidad ociosa en las industrias de bienes de consumo para abastecer la
demanda de los factores recién contratados). Cuando no se dé esa
circunstancia, el incremento forzado de la inversión (pública o privada)
desplazará otra inversión que ya se estuviera realizando; y cuando se dé, la
inversión privada aparecerá por sí sola. En definitiva, para aumentar la
inversión seguirá siendo necesario restringir el consumo, aun cuando existan
algunos recursos aparentemente ociosos.
Libro IV: La propensión a invertir
Este libro es con diferencia el más importante de toda La Teoría General.
Keynes intenta explicarnos por qué el gasto agregado en inversión —
determinado por la eficiencia marginal del capital y el tipo de interés— es
tremendamente inestable a corto y medio plazo y languideciente a largo. La
insuficiencia de inversión será la piedra de toque del capitalismo que le
impedirá alcanzar el pleno empleo de los recursos.
Capítulo 11. La eficiencia marginal del capital
Keynes nos relata que la demanda de inversión depende, en primer término,
de la eficiencia marginal del capital esperada, a saber, del rendimiento que
esperemos sacar a una inversión. El inglés considera que esta eficiencia se
debe calcular como la tasa de rentabilidad intertemporal entre el coste de
producción del bien de capital y sus flujos de caja esperados. El capítulo está
plagado de errores llamativos pero de escasa relevancia para el resto de la
obra —como la idea de que el prestamista que extiende crédito a un
empresario duplica sus riesgos—, salvo por un caso: la idea de que la
eficiencia marginal del capital se calcula a partir del coste de producción de
los bienes de capital y que ese coste de producción no guarda relación alguna
con los tipos de interés.
En realidad, el coste de producción a largo plazo no tenderá a ser otra cosa
que el valor presente de los flujos de caja futuros del bien de capital. Es decir,
a largo plazo la eficiencia marginal y el tipo de interés tenderán a coincidir
por una simple razón: si la eficiencia marginal del capital es muy superior al
tipo de interés, se invertirá masivamente en ese bien de capital (minorando
sus flujos de caja futuros o incrementando su coste de producción) y, si es
menor, tenderá a desinvertirse (incrementando sus flujos de caja futuros o
disminuyendo su coste de producción). El no entender este esencial proceso
de arbitraje entre la eficiencia marginal del capital y el tipo de interés es lo
que condenó al inglés a no comprender el papel estabilizador de los mercados
de capitales.

Capítulo 12. El estado de las expectativas a largo plazo


Para muchos, el capítulo central de la obra. Keynes recuerda que la eficiencia
marginal del capital se calcula a partir de estimaciones sobre los flujos
futuros de caja de los bienes de capital y en la medida en que son flujos
futuros existe un elemento de incertidumbre en las decisiones empresariales.
Estas decisiones de inversión dependerán del estado de la confianza que les
merezcan sus estimaciones. El problema es que esos estados de la confianza
suelen desarrollarse de manera bastante irracional y en manada: el mercado
fluctúa entre olas de optimismo y pesimismo que disparan primero la
eficiencia marginal del capital esperada y luego la hunden, haciendo fluctuar
en consecuencia el gasto en inversión y la demanda agregada. Keynes
responsabiliza de gran parte de esas fluctuaciones a los especuladores
cortoplacistas que no tratan de valorar la calidad de las inversiones
subyacentes en las que meten y sacan sus fondos, sino que sólo pretenden
anticipar, como en un concurso de belleza, cuál será la estimación que
realizarán el resto de especuladores sobre sus respectivas estimaciones.
Por muy buena prensa de la que goce este capítulo, lo cierto es que
demuestra una escasa comprensión de los mercados de capitales: en estos,
gran parte de los «especuladores cortoplacistas» se dedican a proporcionar
negociabilidad a los valores y a estabilizar los precios de los activos dentro de
unos márgenes en los que históricamente se han movido. Pero no son ellos
quienes determinan el volumen y la composición de la inversión, sino los
inversores largoplacistas que sí analizan los negocios y que tienden a invertir
más en aquellos que están relativamente más baratos con respecto a sus
«fundamentales». Todo lo cual no quita, claro, para que los mercados puedan
sufrir burbujas o antiburbujas, pero sin una expansión crediticia que las
exacerbe primero y que las aplaste después, tenderán a ser bastante
sectoriales y a verse controladas por los inversores fundamentales (cuanto
más caigan los precios de los activos, más atractivos se vuelven; cuanto más
suban, más seguro resulta venderlos al descubierto).
Capítulo 13. La teoría general del tipo de interés
Pasamos de la eficiencia marginal del capital al otro determinante de la
inversión: el tipo de interés. Éste depende fundamentalmente de la
preferencia por la liquidez (del valor que le otorguemos a tener dinero
atesorado). A mayor preferencia por la liquidez, tipos más altos; a menor
preferencia por la liquidez, tipos menores; es decir, el interés no es una
recompensa por no consumir sino por no atesorar. Y dejando de lado el
atesoramiento necesario para realizar nuestras transacciones diarias, el
motivo último que hay detrás de toda preferencia por la liquidez es puramente
especulativo: la incertidumbre sobre cuáles serán los tipos de interés futuros.
Si algunos agentes temen que éstos pueden subir, se negarán a invertir su
dinero en los mercados de capitales (pues subidas de tipos equivalen a menor
valor de nuestros activos) y en su lugar lo atesorarán hasta que los tipos de
interés alcancen el umbral que consideran prudente. Dicho de otra forma, a
mayor expectativa de subidas de tipos, mayor demanda especulativa de
dinero y tipos de interés mayores (y viceversa).
El capítulo contiene numerosos errores de fondo: a) los tipos de interés (a
distintos plazos) dependen de factores reales (la preferencia temporal y la
aversión al riesgo) y no de factores monetarios (aunque puedan afectarlos); b)
los especuladores no necesitan atesorar dinero para expresar sus expectativas
sobre los tipos de interés futuros e influir en los presentes: pueden vender los
bonos en el mercado de futuros o comprar opciones put; c) aun cuando los
especuladores no pudiesen vender futuros o comprar puts, si esperan subidas
en los tipos de interés futuros, no atesorarán inmediatamente todo su dinero,
sino que lo trasladarán a bonos con vencimientos menores. Ninguna de estas
tres vías restringirá el gasto en inversión; como mucho modificará su
composición.

Capítulo 14. La teoría clásica del tipo de interés


En este capítulo Keynes descarga toda su artillería contra la teoría clásica de
los tipos de interés, según la cual el tipo de interés sirve para igualar la oferta
de ahorro y la demanda de inversión. De acuerdo con el inglés, es la demanda
de inversión la que determina, vía el multiplicador, la renta agregada, de la
cual se extrae el ahorro para financiarla y esa demanda de inversión depende
de la eficiencia marginal del capital y de un tipo de interés, que depende de la
preferencia por la liquidez. La mayor oferta de ahorro, en tanto en cuanto no
influye sobre el tipo de interés, constituirá un fondo de recursos que podrán
invertirse o no y, en caso de que no se haga, provocará una reducción de la
renta agregada. Es decir, el tipo de interés no iguala, como pensaban los
clásicos, ahorro e inversión, sino que sólo contribuye a determinar el
volumen de inversión con independencia de cuál sea el de ahorro. Los tipos
altos no fomentarán el ahorro, sino que restringirán la inversión y con ella la
renta agregada… y el ahorro: los clásicos se equivocaron al suponer que todo
ahorro era automáticamente invertido merced al tipo de interés y que por
tanto la demanda agregada no se reducía.
De nuevo, Keynes yerra al suponer que el tipo de interés se determina al
margen de la oferta de ahorro y de la demanda de inversión: es la mayor
predisposición de los ahorradores a esperar durante más tiempo o a asumir
más riesgos para consumir lo que permite invertir en proyectos más
duraderos o arriesgados. Sin ahorro no es posible ninguna inversión, salvo
aquella que proceda de monetizar de manera insostenible enormes cantidades
de bienes futuros. Los tipos de interés son el precio del tiempo y del riesgo
asumido, no una remuneración por no atesorar.
Capítulo 15. Las razones psicológicas y económicas para demandar dinero
Keynes sólo desarrolla un poco más algunos de los temas que trató en el
capítulo 13. La demanda de dinero depende de la preferencia por la liquidez,
la cual puede venir suscitada por tres causas: motivos de transacción, motivos
de precaución y motivos de especulación. Los dos primeros asume que están
relacionados fundamentalmente con el volumen de operaciones y el tercero
con los tipos de interés. La conclusión es obvia: cuando aumenta la renta
agregada, la demanda de transacción y precaución también lo hará, mas, si la
oferta de dinero es rígida, esta mayor demanda sólo podrá abastecerse con
menor demanda especulativa, lo que requerirá de mayores tipos de interés
que en parte contendrán el aumento de la inversión y de la renta agregada.
En realidad, la demanda de transacción puede satisfacerse no con mayor
atesoramiento de dinero, sino con precios más bajos de las mercancías que
desean adquirirse y la demanda precaucionaria de dinero no depende en
especial de la renta, sino de la incertidumbre sobre el futuro. Eso significa
que la renta puede aumentar sin necesidad de que se incremente el tipo de
interés y de que se frene la inversión: con una oferta más o menos rígida de
dinero, los precios y costes caerían y los tipos se mantendrían a los niveles
que determine la preferencia temporal y la aversión al riesgo de los agentes.
A su vez, la demanda precaucionaria tampoco supondrá ningún problema
para alcanzar el pleno empleo, pues el atesoramiento que no busque ser
gastado a corto plazo en bienes y servicios provocará caídas adicionales en
sus precios y en los tipos de interés a corto, lo que incentivará la producción
de dinero o de bienes de consumo altamente demandados. Y, por último, la
demanda especulativa carece de sentido en los mercados organizados y sólo
afecta a la curva de rendimientos en los mercados no organizados.
Capítulo 16. Algunas observaciones sobre la naturaleza del capital
Keynes pretende buscar las implicaciones de su teoría del interés sobre la
inversión en bienes de capital. Su hipótesis es que a mayor cantidad de bienes
de capital, menor será su eficiencia marginal, hasta que llegue un punto en el
que los bienes de capital dejen de ser escasos y su rentabilidad sea del 0%. Si
las economías modernas no han llegado hasta ese escenario deseable es
porque el tipo de interés, determinado por la preferencia por la liquidez,
bloquea el incremento de la inversión. Si éste supera la eficiencia marginal
del capital, no se acumularán más bienes de capital y éstos continuarán
siendo artificialmente escasos.
Éste es, a mi juicio, un capítulo muy relevante, pues en él se pone de
manifiesto la deficiente teoría del capital de Keynes. El rendimiento de los
bienes de capital no es decreciente conforme su número aumenta, porque los
bienes de capital adicionales pueden utilizarse para rebajar los costes de otros
ya existentes o para complementarse con ellos en la búsqueda de sinergias. Al
contrario, la eficiencia marginal del capital tiende a arbitrarse con el tipo de
interés por un simple motivo: producir o adquirir un bien de capital supone
realizar un intercambio intertemporal. El inversor renuncia a utilizar el dinero
inmovilizado en el presente a cambio de disfrutar de bienes de consumo en el
futuro, y nadie pagará en el presente un precio tan alto como el que espera
recibir en el futuro: siempre se abonará hoy un importe mayor a las sumas
que se ingresarán mañana y esa diferencia de valor intertemporal es el tipo de
interés. Si la eficiencia marginal del capital supera o no alcanza en algún
momento ese tipo de interés, ambas tenderán a arbitrarse como ya
describimos antes.
Capítulo 17. Las propiedades esenciales del interés y el dinero
Se trata de un capítulo resumen en el que intenta conjugar todas las
reflexiones anteriores realizadas en este libro. Fundamentalmente, Keynes
sostiene que el tipo de interés del dinero es una especie de eficiencia
marginal del dinero, cuyo rendimiento no es explícito sino implícito: el
servicio de liquidez que nos proporciona. Los agentes sólo invertirán en otros
bienes y servicios si su eficiencia marginal supera a la del dinero (al tipo de
interés), pero si se ubica por debajo, su decisión óptima será la de invertir en
la producción de dinero, pero como el dinero no puede fabricarse ni puede
sustituirse por nada, se limitarán a atesorarlo. Y si atesoran el dinero, en lugar
de invertirlo, aparecerá el desempleo involuntario.
Los errores, tergiversaciones y manipulaciones son muy profundos: a) el
dinero sí puede producirse (en patrón oro existe el negocio de la minería y
con dinero fiduciario el banco central puede monetizar nuevos activos); b) el
dinero sí tiene sustitutos: u otros dineros (la plata o el cobre con respecto al
oro) o el llamado dinero bancario, que suele ser un múltiplo de la cantidad de
dinero real que existe (por ello se le llama multiplicador bancario); c) el
atesoramiento de dinero desata una tendencia a incrementar la producción de
dinero y de los bienes que pueden monetizarse para generar sustitutos del
dinero, por lo que no aparece desempleo involuntario; d) que la eficiencia
marginal de los bienes de capital se sitúe por debajo del tipo de interés es una
señal de que hay malas inversiones que deben liquidarse y reconvertirse para
volver a generar riqueza futura; e) los problemas de las economías
capitalistas modernas vendrán derivados no de la carestía de dinero sino de la
excesiva multiplicación de dinero bancario inadecuadamente generado que
tenderá a desaparecer en bloque y que ocasionará cambios en el volumen y en
los patrones de gasto y producción.
Capítulo 18. Nuevo replanteamiento de la teoría general del empleo
Antes de abordar en el siguiente libro la cuestión de los precios y salarios,
considerados constantes hasta el momento, Keynes procede a recapitular su
teoría general, tal como la ha pergeñado en las páginas precedentes.
Las variables independientes dentro del sistema keynesiano son la propensión
a consumir, la eficiencia marginal del capital y el tipo de interés y
las variables dependientes, el volumen de empleo y la demanda efectiva.
Como sabemos, la propensión a consumir tiende a decrecer con el aumento
de la renta agregada, lo que significa que la inversión agregada deberá crecer
para mantener un nivel de demanda efectiva que garantice el pleno empleo.
Pero la eficiencia marginal del capital será fluctuante a corto plazo por el
precario estado de confianza de los especuladores y decreciente a largo por la
acumulación de capital, lo que implica que frecuentemente el tipo de interés
del dinero, determinado en especial por la demanda especulativa de dinero,
será superior y aparecerá desempleo involuntario.
Por nuestra parte, creemos haber demostrado suficientemente por qué la
propensión a consumir no es tan estable y fundamental dentro de
las economías como sugiere Keynes; por qué la eficiencia marginal no es
enormemente inestable a corto plazo, por qué no es decreciente a largo y por
qué está en permanente arbitraje con el tipo de interés; por qué los tipos de
interés no dependen de la caprichosa demanda especulativa sino que son el
coste intertemporal a batir para proceder a invertir; y por qué estos tres
elementos, lejos de ser independientes como apunta el inglés, están
fuertemente interrelacionados.

Libro V: Salarios monetarios y precios


En este libro, el inglés abandona el supuesto de que precios y salarios
son fijos y pasa a estudiar cuáles son los efectos de sus variaciones. Su
propósito es demostrar que las reducciones de salarios nominales no
garantizan el pleno empleo y que éste se ve realmente favorecido mediante
políticas inflacionistas que impulsen la demanda agregada.
Capítulo 19. Las variaciones de los salarios monetarios
Keynes sostiene que, en general, las reducciones en los salarios nominales
para combatir el desempleo tenderán a reducir la demanda agregada y, de este
modo, los precios finales de venta, por lo que al final los salarios reales no
caerán y el desempleo no se reducirá. Su propuesta es que los salarios sean lo
más rígidos posibles a la baja y que se empleen políticas inflacionistas para
lograr los mismos efectos que —según él dice— se querían alcanzar con
menores salarios nominales: reducir los tipos de interés y estimular la
demanda agregada.
Al revés de lo que defiende el inglés, las reducciones de salarios, cuando
son necesarias para ajustar los sueldos a la productividad marginal de los
trabajadores, permiten incrementar el empleo y por tanto la producción (y la
demanda) agregada. Lo que realmente genera caídas en la demanda (y en la
oferta) agregada es tener factores desempleados porque sus remuneraciones
no pueden reducirse y ajustarse a la realidad. Las políticas inflacionistas no
suponen ninguna alternativa, pues sólo engendran redistribuciones arbitrarias
de renta desde los sectores eficientes a los rígidamente ineficientes.

Capítulo 20. La función de empleo


En este capítulo el inglés intenta trazar una relación funcional entre la
demanda efectiva y el volumen de empleo: a más demanda efectiva, más
empleo. No obstante, él mismo reconoce que esa relación no es constante,
pues dependerá de cuánto aumente la producción en las empresas ante un
incremento del gasto y de cuánto empleo adicional se necesite para satisfacer
esa mayor producción.
Obviamente, nadie discute que un mayor gasto pueda en ocasiones generar
temporalmente un mayor empleo. La cuestión real que debería plantearse
Keynes es tanto si esos puestos de trabajo pueden sostenerse por sí mismos
cuando el incremento del gasto es artificial (por ejemplo, el Estado
incrementa su endeudamiento para estimular la demanda) cuanto si ese
incremento artificial no contribuye además a destruir otros puestos de trabajo
que sí pueden sostenerse por sí mismos. Y en ambos casos, la respuesta no es
demasiado satisfactoria: el aumento del empleo debe tener lugar en sectores
que generen riqueza intertemporalmente; no tiene ningún sentido consumir
riqueza para promover de manera temporal un mayor volumen de empleo.
Capítulo 21. La teoría de los precios
Keynes busca replantear la teoría cuantitativa del dinero: un incremento en la
cantidad de dinero cuando no exista pleno empleo de los recursos contribuirá
fundamentalmente a incrementar la renta agregada y el empleo (vía
reducciones del tipo de interés); cuando ya se haya alcanzado el pleno
empleo, el aumento de la cantidad de dinero sí dará lugar a mayores precios.
Evidentemente, el inglés no niega que por debajo del nivel de pleno empleo
los precios puedan aumentar, lo que sí niega es que ese incremento quepa
atribuirlo a la mayor cantidad de dinero en lugar de a la mayor demanda
efectiva y al superior coste marginal de producción. Por eso, no cabría tildar
el aumento en la cantidad de dinero de inflacionista.
Sin embargo, como incluso Keynes reconoce, para que su teoría fuera
cierta habría que asumir que todos los recursos son homogéneos. Nada de eso
sucede, como es evidente, lo que provoca que los incrementos en la cantidad
de dinero que diluyan su calidad, en el menos malo de los casos, den lugar a
una redistribución indiscriminada de la renta, incrementen de manera muy
sustancial los precios de los recursos más escasos e impidan alcanzar el pleno
empleo diluyendo el salario real de los trabajadores. En el peor, ese pleno
empleo se conseguirá a costa de fabricar un boom económico artificial que
degenerará en crisis. Es mucho más sencillo conseguir el pleno empleo como
defendían los economistas clásicos: respetando el valor de la moneda y
ajustando los precios relativos en la dirección que sea menester para
maximizar la producción agregada y lograr esa plena ocupación.
Libro VI: Notas breves suscitadas por la teoría general
En el último libro de su obra, Keynes pretende, primero, aplicar su teoría al
análisis de los ciclos económicos; segundo, reivindicar a los economistas que
anticiparon algunos de sus análisis; y tercero, justificar la represión política
necesariamente asociada con su programa económico.

Capítulo 22. Notas sobre el ciclo económico


La Teoría General es una obra dedicada fundamentalmente a estudiar por qué
a largo plazo las economías capitalistas tenderán a operar con desempleo
involuntario. En este capítulo, empero, Keynes trata de ofrecer una
explicación de las fluctuaciones cíclicas que sufren esas economías en el
corto y medio plazo. En su opinión, los ciclos se deben esencialmente a las
fluctuaciones de la eficiencia marginal del capital, a sus burbujas de
optimismo y a sus colapsos de pesimismo. Con tal de acelerar la salida de la
crisis, el inglés propugna un incremento del gasto en consumo, una rebaja de
los tipos de interés y la destrucción de los inventarios invendidos de bienes.
Es cierto que la eficiencia marginal del capital fluctúa, pero a menos que
asumamos que todos los agentes económicos son miopes cortoplacistas (lo
que no suele suceder, pues hay montones de empresarios que invierten con
éxito a largo plazo), habrá inversores a largo plazo que mantengan la calma
tanto en los picos de optimismo como en los valles de pesimismo. Y
precisamente serán ellos quienes tenderán a acumular más y más capital a
largo plazo: comprarán grandes cantidades de activos cuando estén
demasiado baratos y los venderán en grandes cantidades cuando estén
demasiado caros (con la esperanza de recomprarlos cuando se abaraten de
nuevo), lo que debería tender a reducir las fluctuaciones por optimismo y
pesimismo infundado. En verdad, los ciclos están causados no por
fluctuaciones arbitrarias de la eficiencia marginal del capital, sino por
comportamientos imprudentes de la banca que expanden el volumen de
crédito muy por encima del ahorro disponible para cada plazo temporal
(monetiza una enorme cantidad de bienes futuros). Esa descoordinación entre
ahorro e inversión lleva a la acumulación progresiva de desajustes en la
estructura productiva que terminan provocando una crisis, de la que sólo
puede salirse favoreciendo un reajuste de los precios relativos y un mayor
volumen de ahorro con el que amortizar deudas e invertir en nuevos modelos
de negocio. Por eso las tres recetas anticrisis de Keynes, en tanto atacan el
ahorro, son nefastas y contraproducentes.

Capítulo 23. Notas sobre el mercantilismo, las leyes de usura, el dinero


impreso
y las teorías del subconsumo
Dado que Keynes buscó revolucionar la ciencia económica mostrando los
enormes errores de los economistas clásicos, optó por dedicarles un capítulo
a todas aquellas teorías económicas que con razón habían sido desdeñadas
antes del advenimiento del inglés y que, a su modo de ver, son correctas en lo
fundamental: el mercantilismo (la idea de que los países deben favorecer las
exportaciones a costa de las importaciones para incrementar la oferta interna
de dinero), las leyes contra la usura (dirigidas a prohibir transacciones
intertemporales en las que esté presente el interés), el dinero impreso
(consistente en implantar un nuevo dinero que se fuera depreciando
semanalmente, previniendo que pudiese ser atesorado) y el subconsumismo
(la creencia de que las crisis económicas se deben a una insuficiencia del
gasto en consumo para absorber toda la producción y rentabilizar la inversión
previa).
Todas estas ideas no sólo constituyen un ataque directo a la prosperidad
económica —por cuanto alteran la división internacional del
trabajo, prohíben los intercambios intertemporales en dinero, obstaculizan la
corrección de los errores empresariales socavando la función del dinero como
depósito de valor e incentivan el consumo sobre el ahorro en perjuicio de la
acumulación de capital— sino también a las libertades individuales.
Capítulo 24. Notas sobre las conclusiones de filosofía social
a las que podría llevarnos la teoría general
Y precisamente a defender la represión política de las libertades
individuales es a lo que dedica Keynes el último capítulo de su obra. En estas
páginas, el inglés defiende la abolición de la herencia, la socialización de la
inversión y la eutanasia del rentista como formas de garantizar el pleno
empleo y nuestras libertades; una tercera vía entre libre mercado y
totalitarismo que tiene mucho más de lo segundo que de lo primero. Por lo
menos, este capítulo constituye un sincero reconocimiento de cuál sería la
materialización práctica de la defectuosa teoría económica keynesiana.
APÉNDICE
CRÍTICA DEL MODELO IS-LM
Decíamos en la introducción que La Teoría General del Empleo, el Interés y
el Dinero probablemente haya sido la obra que más ha influido a la ciencia
económica después de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith. Sin
embargo, para ser rigurosos, la mayor parte de la difusión de la teoría
keynesiana no se produjo a través de este libro, sino a través de la
vulgarización que en muy pocos años acometieron dos renombrados
economistas, John Hicks75 y Franco Modigliani76, a través del modelo
conocido como IS-LM.
Si bien podríamos llegar a la conclusión de que, refutada La Teoría
General, también se halla refutado el modelo IS-LM, probablemente sería
injusto para ambos lados el que los metiéramos en el mismo saco. Para la
ortodoxia keynesiana, la IS-LM supone una enorme simplificación y
tergiversación de La Teoría General; para gran parte de los defensores de la
IS-LM, ésta supone un refinamiento de La Teoría General, puliéndola de
toda la paja y de todas las incongruencias que aquejan a la obra de Keynes.
Por ello, aunque ya hemos aclarado desde el comienzo que el objetivo de este
libro sólo es el de mostrar los errores de La Teoría General —dejando de
lado las obras anteriores de Keynes y, también, todos los desarrollos de otros
autores en la estela de Keynes— consideramos conveniente emplear este
apéndice para explicar y criticar lo que se ha convertido en la cara más visible
de La Teoría General: el modelo IS-LM.
Se le denomina modelo IS-LM por tratarse de una representación gráfica
en la que participan dos curvas (la IS y la LM) colocadas sobre dos ejes (el
vertical, que recoge los tipos de interés, y el horizontal, que representa la
renta agregada) (Gráfico 1).
GRÁFICO 1
IS-LM
A continuación procederemos a describir las principales características de
las curvas IS y LM para, posteriormente, analizar el significado de su
intersección en el punto E.
I. La curva IS
La curva IS recoge todas las combinaciones de renta agregada y de tipos de
interés para los que la oferta agregada de bienes es igual a la demanda
agregada, esto es, a la suma del consumo agregado, la inversión agregada y el
gasto público; de estas tres variables, el consumo agregado se considera que
depende de la renta agregada (la propensión a consumir es un porcentaje de
ésta) y el gasto público se asume que se determina de manera exógena al
sistema económico. En tal caso, el único componente de la demanda
agregada que depende del tipo de interés es la inversión agregada; es decir, en
cada uno de los puntos de la curva, el ahorro y la inversión serán iguales: por
eso se la llama curva IS (Investment-Saving).
Claramente, la relación entre la inversión agregada y el tipo de interés es
negativa: a mayor tipo de interés, menor inversión agregada para una
eficiencia marginal del capital dada. Puesto que la renta agregada es un
múltiplo de la inversión agregada, la relación entre los tipos de interés y la
renta agregada también será negativa. Ahora bien, la repercusión concreta de
las subidas o bajadas de los tipos de interés sobre la renta agregada dependerá
de dos factores: el primero, la elasticidad de la inversión agregada con
respecto a los tipos de interés (cuánto varía la inversión ante cambios en los
tipos de interés); el segundo, la magnitud del multiplicador de la inversión
(cuántas veces es mayor la renta agregada que la inversión agregada). En este
sentido, cuanto mayor sea la inelasticidad y menor el multiplicador, menos
repercutirán los cambios de tipos de interés sobre la renta agregada (lo que
significa que la IS será más inclinada) y cuanto mayor sea la elasticidad y el
multiplicador, más terminarán influyendo (la IS será más aplanada).
En el Gráfico 2 tenemos representadas tres tipos de curvas IS: la IS1 es la
que muestra una menor sensibilidad de los cambios del tipo de interés sobre
la renta agregada (grandes cambios en el tipo de interés dan lugar a pequeños
cambios en la renta), al contrario que la IS3, cuya sensibilidad es mucho
mayor (pequeños cambios en el tipo de interés dan lugar a grandes
variaciones en la renta).
Por último, aunque está implícito en nuestros comentarios anteriores, las
curvas IS se representan para unos niveles de expectativas (eficiencia
marginal del capital), gasto público e impuestos dados. Es decir, si las
expectativas mejoran, el gasto público aumenta o los impuestos se reducen,
toda la curva IS se desplazará hacia la derecha (a cada tipo de interés le
corresponde una renta agregada mayor) y si, en cambio, las expectativas
empeoran, el gasto público se reduce o los impuestos aumentan, la curva IS
se desplazará hacia la izquierda (a cada tipo de interés le corresponde una
renta agregada menor). Por consiguiente, las políticas fiscales expansivas
(aumentos del gasto sin bajar impuestos o minoraciones de los tributos sin
recortar el gasto) servirán para desplazar la IS a la derecha, incrementando la
renta agregada para cada tipo de interés (y las políticas fiscales contractivas la
empujarán a la izquierda). La magnitud del desplazamiento de la IS será igual
al volumen de la expansión (o contracción) fiscal por el multiplicador de la
inversión.
GRÁFICO 2
CURVAS IS
II. La curva LM
La curva LM recoge todas las combinaciones de renta agregada y de tipos de
interés para los que la demanda de dinero es igual a la oferta de dinero: por
eso se la llamada curva LM (Liquidity preference-Money).
La oferta de dinero (entendida como oferta real de dinero: esto es, la
cantidad de dinero en relación con el nivel general de precios o se
considera exógenamente dada por el banco central, mientras que la demanda
de dinero está formada por la demanda de transacción, la demanda de
precaución y la demanda de especulación, siendo las dos primeras un
porcentaje de la renta agregada (como lo era el consumo en el caso de la IS).
En otras palabras, el único elemento del mercado monetario que depende del
tipo de interés es la demanda especulativa de dinero: a mayor tipo de interés,
menor demanda especulativa de dinero (pues el atesoramiento por parte de
quienes esperan una subida futura de los tipos de interés se va reduciendo).
Sucede que como la demanda por motivo de transacción y precaución
aumenta con la renta y la oferta de dinero es rígida, la única manera de saciar
esa mayor demanda derivada del incremento de la renta agregada
será reduciendo el atesoramiento especulativo de dinero y, como decíamos,
para ello habrá que aumentar los tipos de interés. De ahí que el equilibrio en
el mercado monetario requerirá que los aumentos de la renta agregada vayan
de la mano con incrementos en los tipos de interés: esto es, la pendiente de la
LM será positiva. Esa pendiente será más inclinada o más plana dependiendo
de dos factores: el primero, la elasticidad entre la renta y la demanda de
dinero (cuánto atesoramiento adicional por motivo de transacción y
precaución hace falta ante incrementos de la renta); el segundo, la elasticidad
entre el tipo de interés y la demanda especulativa de dinero (cuánto se reduce
la demanda especulativa de dinero ante aumentos de los tipos de interés). A
mayor elasticidad entre la renta y la demanda de dinero o mayor inelasticidad
entre el tipo de interés y la demanda especulativa de dinero, más inclinada
será la curva; a mayor inelasticidad entre la renta y la demanda de dinero o
mayor elasticidad entre el tipo de interés y la demanda especulativa de
dinero, más aplanada será.
En el Gráfico 3 tenemos representadas tres tipos de curvas LM: el
mercado monetario que subyace a la LM1 es el que requiere, para
conservar el equilibrio, de mayores subidas del tipo de interés ante los
incrementos de la renta agregada (o mayores caídas ante las reducciones); por
su parte, el mercado monetario que hay detrás de la LM3 es el que necesita de
menores subidas de tipos para compensar los aumentos de la renta agregada
(o menores caídas ante sus reducciones).
La curva LM se representa para unas expectativas de tipos de interés, una
oferta monetaria y niveles de precios dados (en realidad, para unos saldos

reales de caja, , dados). Si la oferta monetaria aumenta, los precios se


reducen o las expectativas de tipos de interés futuros son más bajas, la LM se
desplazará a la derecha, de modo que cada incremento de la renta requerirá
menores subidas de tipos; si la oferta monetaria se reduce, los precios
aumentan o las expectativas de los tipos de interés futuros son más altas, la
LM se desplazará a la izquierda, de forma que cada aumento de la renta
necesitará de mayores incrementos de los tipos de interés. Las políticas
monetarias expansivas, por consiguiente, servirán para desplazar la LM hacia
la derecha, dependiendo la magnitud del desplazamiento de la elasticidad
entre el tipo de interés y la demanda especulativa de dinero: a mayor
inelasticidad, mayor desplazamiento de la curva (un incremento de la oferta
de dinero requerirá de caídas muy grandes en los tipos de interés hasta que
sea absorbida por la demanda especulativa); a mayor elasticidad, menor
desplazamiento (un incremento de la oferta de dinero necesitará de caídas
muy pequeñas en los tipos de interés hasta que sea absorbida por la demanda
especulativa).
GRÁFICO 3
CURVAS LM

La curva LM puede refinarse si tenemos en cuenta que cuando los tipos de


interés sean muy bajos, la demanda especulativa de dinero será infinita (la
famosa «trampa de la liquidez»), y cuando sean muy altos, la demanda
especulativa será nula (lo que suele denominarse «rango clásico»). Es decir, a
tipos de interés muy bajos, la demanda de dinero será completamente elástica
(las rebajas de tipos de interés no generarán un incremento adicional de la
demanda especulativa) y a tipos muy altos, será totalmente inelástica (los
incrementos adicionales de tipos de interés no servirán para reducir más la
demanda especulativa) (Gráfico 4).
GRÁFICO 4
CURVA LM CON RANGO CLÁSICO Y TRAMPA DE LA LIQUIDEZ
III. El equilibrio de la IS-LM
El equilibrio dentro de la economía se alcanzará, según este modelo, justo en
la intersección de las dos curvas. Ese punto será la única combinación de tipo
de interés y renta agregada para el que ambos mercados, el real y el
monetario, estarán equilibrados. O dicho de otra manera, sólo habrá una
pareja de tipo de interés y de renta agregada para la que la oferta y la
demanda agregadas sean iguales y, a la vez, la oferta y demanda de dinero
también lo sean: a ese tipo de interés y renta agregada los denominaremos
tipo de interés y renta agregada de equilibrio (ie; Ye).
Ahora bien, recordemos el planteamiento fundamental del keynesianismo
que vuelve a hacer su aparición en este caso: la renta agregada de equilibrio
no tienen por qué ser la que garantice el pleno empleo de los recursos. En tal
caso, pues, podría ser necesario manipular las curvas IS y LM, mediante
políticas fiscales y monetarias expansivas, para que Ye alcance valores
compatibles con el pleno empleo de los recursos. En principio parece
sencillo: sólo se trata de mover una o dos curvas para que la renta agregada y
el empleo aumenten hasta el nivel deseado. A continuación procedemos a
describir el funcionamiento de las diversas políticas económicas.
1. Política fiscal expansiva
La política fiscal expansiva consiste en aumentar el gasto al tiempo que se
mantienen constantes los impuestos o en reducir los impuestos al tiempo que
se mantienen constantes los gastos. Su efecto es el de desplazar la curva IS
hacia la derecha, lo que significa que la renta agregada se incrementará pero
que también lo hará el tipo de interés: y es que si la oferta monetaria no
aumenta paralelamente, la mayor renta agregada acrecentará las demandas
con motivo de transacción y de precaución, que sólo podrán satisfacerse
reduciendo la demanda especulativa a través de subidas del tipo de interés
(Gráfico 5).
El incremento del tipo de interés derivado de la política fiscal expansiva
reducirá la inversión privada (y, por el efecto multiplicador, la renta
agregada), pero lo hará en menor medida de lo que se ha incrementado el
gasto o se han reducido los impuestos (con sus correspondientes efectos
multiplicados sobre la renta). El motivo es que la política fiscal expansiva se
desarrollará normalmente en presencia de atesoramientos especulativos de
dinero, de modo que una parte de la misma se financiará no con cargo a un
menor gasto en inversión privada, sino con menor demanda especulativa. Es
fácil observar cómo la demanda especulativa de dinero posee un carácter
absolutamente estéril de cara a determinar el volumen de renta agregada y de
ocupación de recursos: es una especie de fondo de factores ociosos de los que
puede ir echándose mano para incrementar unas partidas de la demanda
agregada sin necesidad de reducir otras.
GRÁFICO 5
EFECTOS DE LA POLÍTICA FISCAL EXPANSIVA

De ahí que la política fiscal expansiva sea tanto más efectiva cuanto más
elástica sea la demanda especulativa de dinero ante variaciones del tipo de
interés (es decir, cuantos más saldos especulativos sean liberados con
pequeños incrementos de los tipos de interés) y cuanto más inelástica sea la
inversión agregada ante las variaciones de los tipos de interés (es decir,
cuanto menos se reduzca la inversión agregada ante los aumentos de los tipos
de interés).
Cuando las variaciones de la curva IS se ubiquen en el llamado
«rango clásico» de la curva LM (a saber, cuando no existe demanda
especulativa de dinero), el único efecto de las políticas fiscales expansivas
será el de incrementar los tipos de interés: el gasto público aumentará (o los
impuestos se reducirán) exactamente en la misma medida en que se reduzca
la inversión privada: es lo que se conoce como efecto expulsión o crowding-
out. Cuando, en cambio, las variaciones de la IS se ubiquen en la franja de la
«trampa de la liquidez» de la curva LM, el efecto de las políticas fiscales
expansivas será máximo: la renta agregada aumentará en una cuantía que
vendrá exactamente determinada por el aumento del gasto público
multiplicado por el multiplicador de la inversión; dado que en la trampa de la
liquidez la demanda especulativa de dinero es infinita, la política fiscal
expansiva podrá financiarse a partir de esos saldos ociosos, sin reducir en
absoluto la inversión privada. De hecho, el Gobierno incluso podría
plantearse financiar sus emisiones de deuda pública mediante la impresión de
billetes, ya que la nueva oferta monetaria sería reabsorbida por la infinita
demanda especulativa, de modo que ni siquiera se generaría inflación.
En el Gráfico 6 podemos observar la representación gráfica de estos dos
casos extremos: mientras que la política fiscal expansiva incrementa de
manera muy sustancial la renta agregada (de Ye1 a Ye2) sin aumentar el tipo
de interés (ie1 = ie2) en la zona de trampa de la liquidez, no es capaz de
incrementa la renta agregada (Ye3 = Ye4) pese a incrementar el tipo de interés
(de ie3 a ie4) en el rango clásico.
GRÁFICO 6
CASOS EXTREMOS DE POLÍTICA FISCAL EXPANSIVA
2. Política monetaria expansiva
La política monetaria expansiva consiste en incrementar la oferta monetaria.
Su efecto es el de desplazar la curva LM hacia la derecha, lo que significa
que aumentará la renta agregada y reducirá el tipo de interés: y es que, si la
demanda especulativa no se expande, la nueva oferta monetaria irá a parar al
mercado de bonos, reduciendo el tipo de interés e incrementando la inversión
privada.
Su repercusión será tanto mayor cuanto más inelástica sea la demanda
especulativa de dinero con respecto al tipo de interés (es decir, que pequeños
aumentos en la cantidad de dinero den lugar a caídas muy pronunciadas del
tipo de interés para lograr que la demanda especulativa termine reabsorbiendo
el exceso de fondos) y cuanto más elástica sea la inversión agregada ante
variaciones del tipo de interés (es decir, que pequeñas reducciones del tipo de
interés den lugar a incrementos muy importantes de la inversión agregada)
(Gráfico 7).
Habrá dos casos en los que, sin embargo, la política monetaria expansiva
no servirá de nada. Uno es cuando la economía se halle en una situación de
trampa de la liquidez (pues la mayor oferta monetaria será absorbida por la
demanda especulativa, esto es, el tipo de interés no podrá caer para estimular
la inversión privada); la otra, cuando la inelasticidad de la inversión agregada
ante cambios en el tipo de interés sea absoluta (lo que implicará que la IS es
vertical).
Como podemos ver en el Gráfico 8, a la IS1 en nada le afecta que la
política monetaria expansiva desplace la LM1 a LM2 por encontrarse en la
zona de la «trampa de la liquidez»: el tipo de interés y la renta son las mismas
antes y después (Ye1, ie1). En cambio, a la IS2, caracterizada por la total
inelasticidad de la inversión agregada ante los tipos de interés, la política
monetaria expansiva sí la afecta a la hora de reducir los tipos de interés (de
ie2 a ie3), pero como la inversión agregada no responde ante menores tipos, la
renta agregada permanece en el mismo sitio (Ye2 = Ye3).
GRÁFICO 7
EFECTOS DE LA POLÍTICA MONETARIA EXPANSIVA

GRÁFICO 8
CASOS EXTREMOS DE POLÍTICA MONETARIA EXPANSIVA

En resumen, según la elasticidad o inelasticidad de las distintas variables


con respecto al tipo de interés, la política económica recomendable será una u
otra. En el Cuadro 1 podemos encontrar un resumen de la influencia de la
política fiscal y de la política monetaria en los cuatro casos extremos que
hemos considerado con anterioridad; obviamente, su influencia en los casos
intermedios se encontrará entre los dos extremos.

IV. El equilibrio con desempleo involuntario


Los autores que desarrollaron la IS-LM, en particular Franco Modigliani,
sostuvieron que los temores de Keynes de que el sistema económico tendía a
un equilibrio con desempleo involuntario estaban en su mayor medida
infundados. Si, a diferencia de lo que defendía el inglés y de lo que opinaban
los clásicos, asumíamos que precios y salarios eran flexibles a la baja, la
práctica totalidad de situaciones de desempleo con equilibrio serían inestables
y tenderían a revertir a equilibrios con pleno empleo sin necesidad de
implementar políticas fiscales y monetarias expansivas.
En concreto, si la intersección de la curva IS y de la LM determinan una
renta agregada de equilibrio que no proporcione el pleno empleo de los
recursos, sucederá que la oferta de trabajo superará a la demanda de trabajo.
En tal caso, los salarios nominales tenderán a caer y con ellos los precios
finales de venta. La reducción de los precios equivaldrá a un incremento de
los saldos reales de caja, lo que desplazará la curva LM hacia la derecha y
minorará los tipos de interés, lo que a su vez contribuirá a incrementar la
inversión agregada y, a través del multiplicador, la demanda y la renta
agregada. Esta alza de la demanda agregada provocará que los precios caigan
más lentamente que los salarios, lo que significa que los salarios reales se
irán reduciendo hasta alcanzar el pleno empleo de los recursos. Al parecer,
por consiguiente, los clásicos tenían razón frente a Keynes cuando asumían
que el sistema tendía por sí solo a alcanzar el equilibrio.
Ahora bien, según estos mismos autores existen dos situaciones en las que
el desempleo involuntario sí puede convivir con el equilibrio sin que el
sistema tienda a autocorregirse. Una se da cuando la economía se halla
sumergida en la trampa de la liquidez; la otra, cuando la IS es muy inelástica.
En cuanto a la primera, si la intersección de la curva IS y de la LM
determina una renta agregada de equilibrio que no garantice el pleno empleo,
se producirá un exceso de mano de obra sobre su demanda empresarial que
tenderá a reducir salarios y precios. La caída de los precios supondrá un
aumento de los saldos reales de caja que, sin embargo, no inducirán a ningún
agente a que minore su atesoramiento especulativo y a que, por consiguiente,
invierta parte de su dinero en el mercado de bonos contribuyendo a que el
tipo de interés se reduzca. Y si los tipos de interés no caen, la inversión y la
demanda agregada no aumentarán, por lo que salarios y precios terminarán
reduciéndose en la misma magnitud: no habrá minoración de los salarios
reales y, como había previsto Keynes, se consolidará una situación de
equilibrio con desempleo involuntario. Sólo una política fiscal muy agresiva
sería capaz de sacar a la economía de semejante coyuntura.
En cuanto a la segunda, si la curva IS es muy inelástica (en esencia, porque
la eficiencia marginal esperada del capital es muy baja), puede suceder que la
caída de los tipos de interés derivada del aumento de los saldos reales de caja
(ocasionado, a su vez, por los menores salarios consiguientes al exceso de
oferta de trabajo) no pueda elevar la inversión agregada lo suficiente como
para alcanzar el pleno empleo. En tal caso, sólo un tipo de interés negativo
induciría un aumento de la inversión agregada lo bastante grande como para
alcanzarla el nivel de renta agregada de pleno empleo. De nuevo, en este caso
sólo políticas fiscales muy expansivas podrían sacar a la economía de su
estado depresivo.
Parecería, pues, que Keynes, tras su reelaboración mediante el modelo IS-
LM, sí tenía algo de razón: no se trataba de que el sistema económico
siempre tendiera hacia un equilibrio con desempleo involuntario, pero sí
había algunos casos particulares en los que así sucedía. De ahí que la teoría
del inglés no fuera general, sino más bien particular frente a la de los
clásicos: sólo cuando una economía cae presa de la trampa de la liquidez o
cuando su eficiencia marginal sea tan baja que requiriera de tipos de interés
negativos, los pronósticos de Keynes se cumplirían.
Empero, los economistas posteriores que aceptaron la validez del modelo
IS-LM también disputaron que estos dos casos llevaron a un equilibrio con
desempleo involuntario. En concreto, Arthur C. Pigou (1943) sugirió que las
caídas de salarios nominales y precios provocadas por el exceso de oferta de
trabajo, aunque no indujeran directamente —vía menores tipos de interés—
un aumento de la renta agregada hasta el nivel de pleno empleo, sí
incrementarían la riqueza real de todos los ciudadanos y esa mayor riqueza
les llevaría a incrementar su consumo hasta que la demanda agregada
garantizara una renta agregada de equilibrio compatible con el pleno empleo
de los recursos (Efecto Pigou).77
Keynes, por tanto, fue completamente refutado dentro de la reelaboración
de su propio marco teórico: el único caso en el que podría darse equilibrio
con desempleo involuntario sería cuando precios y salarios fueran rígidos a la
baja, justo lo que los clásicos siempre habían sostenido y justo la situación
que Keynes consideraba recomendable para minimizar las fluctuaciones de la
renta agregada y del desempleo.
V. Los errores del modelo IS-LM
Llegados a este punto, parecería que el modelo IS-LM constituye una
refutación de La Teoría General alternativa a la que hemos ofrecido en las
páginas anteriores. De hecho, podría considerarse una refutación más
elegante, por cuanto se vale de las mismas herramientas conceptuales
que empleó Keynes y, además, utiliza un sistema de gráficos que permiten
clarificar los argumentos utilizados.
Mas sería intelectualmente deshonesto aceptar como refutación un modelo
que parte de muchas de las mismas premisas erróneas de Keynes. Si de
alcanzar la verdad se trata, el modelo IS-LM no nos la proporciona; puede
que ilustre cómo los planteamientos keynesianos se derrumban internamente
a poco que nos desprendamos de una o dos hipótesis arbitrarias del inglés,
pero no nos acerca a una comprensión auténtica del sistema económico que
presuntamente buscaba explicar.
Además, si nos quedamos con la reelaboración del modelo IS-LM, puede
que La Teoría General salga por la puerta, pero también que vuelva a entrar
por la ventana. En concreto, como ya tuvimos ocasión de explicar, La Teoría
General es ante todo una teoría del desequilibrio a largo plazo: cómo las
economías capitalistas pueden funcionar de manera correcta sin que ello
implique dar empleo a todos los recursos. El modelo IS-LM nos permite,
como mucho, descartar esta aplicación del libro de Keynes: de acuerdo, a
largo plazo, si no existen rigideces artificiales en los precios, todos los
recursos tenderán a emplearse ya sea en satisfacer la inversión o el consumo
agregado. Pero La Teoría General también tenía como propósito secundario
servir de aplicación para minimizar las fluctuaciones cíclicas, esto es, las
situaciones de desequilibrio a corto y medio plazo
Aceptar el análisis refinado de la IS-LM supone aceptar que el mercado es
capaz de superar por sí mismo estos problemas, a saber, de pasar de
una situación de desequilibrio con desempleo involuntario a una de equilibrio
con pleno empleo. Pero ello no significa que la superación vaya a ser rápida
o, al menos, tan rápida como si se utilizan políticas fiscales y monetarias
expansivas. Al cabo, dentro de la IS-LM poco importa que la superación de
una crisis la consiga por sí solo el mercado o que la logre con algún empujón
del intervencionismo estatal. Lo único relevante es que por una vía o por la
otra lleguemos a una situación de pleno empleo y, en este sentido, la vía que
resulte más veloz —la del intervencionismo estatal— será siempre la
preferida. ¿Cuál sería, si no, el motivo de retrasar la recuperación y el pleno
empleo? ¿Qué beneficios obtendría una sociedad de ralentizar y volver más
penoso el ajuste? Ninguno.
En definitiva, puede que el refinamiento que supone el modelo IS-
LM permita refutar la tesis central de La Teoría General, pero también es
cierto que al aceptar ciegamente su marco analítico, el libro de Keynes
termina convirtiéndose es la herramienta esencial para acelerar la superación
de los desequilibrios. Probablemente por ello, pese a que La Teoría
General es una obra preocupada en esencia por el largo plazo (sólo dedica un
capítulo al ciclo económico), hoy es asociada casi universalmente con el
estudio de las crisis económicas.
Ahora bien, las bases intelectuales sobre las que se asienta el modelo IS-
LM son muy parecidas a las de La Teoría General y, por tanto, ya sabemos
que son extremadamente débiles. No se trata de repetir por enésima vez todos
y cada uno de los problemas que ya hemos indicado en las páginas anteriores,
pero sí conviene que destaquemos los errores más flagrantes del modelo.
1. Los errores de la curva IS
De entrada, la distinción entre oferta y demanda agregada no tiene ningún
sentido, salvo que se quiera dar a entender que quien está demandando dinero
(a cambio de sus ofertas de bienes y servicios) no está demandado en realidad
nada. Pero ya sabemos que el dinero que no es gastado sino atesorado cumple
una función esencial dentro del sistema económico —garantizar la liquidez
de los agentes económicos a la espera de que se produzcan los pertinentes
reajustes dentro de la estructura productiva que les lleven a pensar que ha
llegado el momento para desatesorar ese dinero— que, a corto plazo, tiene su
traslación en la producción minera de oro —si este es el patrón— o en una
reducción del tipo de descuento que permite una monetización más generosa
de promesas garantizadas por bienes presentes y líquidos, y, a largo plazo, en
una reorganización de la estructura productiva alineada con las preferencias
de los consumidores.
Pero la IS no reconoce esa función esencial del atesoramiento, pues dentro
de este marco teórico el equilibrio del mercado de bienes y servicios se
alcanza cuando demanda y oferta agregada coinciden, esto es, cuando toda la
producción de los empresarios es finalmente adquirida o por los
consumidores, o por los inversores, o por el Gobierno. Poco importa si esa
producción realmente satisface las necesidades presentes o futuras de los
consumidores lo suficiente como para compensar el coste de oportunidad
incurrido a la hora de fabricarla: equilibrio se equipara con dar salida a toda
la producción, aun cuando sea el Gobierno quien la termina adquiriendo en
contra de los deseos de los consumidores. Por eso, dentro del marco de la IS-
LM, las políticas fiscales son efectivas: porque si el público se niega a
adquirir aquello que no demanda, siempre puede llegar el Gobierno y
comprarlo directamente. Resulta irrelevante si esas políticas fiscales agravan
todavía más las carestías de ciertos factores productivos (cuellos de botella
que estrangulan al resto de empresas) o si retrasan la reconversión del sistema
económico hacia nuevos sectores que sí satisfacen los deseos de los agentes
(por ejemplo, evitando que quiebren sectores que deberían quebrar por
fabricar a un alto coste bienes de muy bajo valor). Se pierde, pues, la noción
de equilibrio como coordinaciones mutuamente beneficiosas de planes de
acción: lo que prima no es producir aquello que satisface los fines más
importantes de los agentes, sino conseguir que las mercancías producidas
cambien de manos.
Como consecuencia, el concepto de «mala inversión» carece de sentido:
toda inversión adicional es positiva por cuanto incrementa la demanda
agregada y facilita el equilibrio dentro del sistema; resulta irrelevante que esa
inversión adicional sea en proyectos empresariales ruinosos o que el plazo al
que se invierten los recursos sea muy superior a aquel que están dispuestos a
esperar los ahorradores que sufragan esa inversión. El análisis es tan simple
que sólo busca igualar el ahorro agregado con la inversión agregada para
determinar un tipo de interés de equilibrio; como si el ahorro a un día fuese lo
mismo que el ahorro a 30 años, como si resultara irrelevante financiar
inversiones a 50 años con ahorro a un mes, o como si sólo hubiese un tipo de
interés en el mercado —en lugar de toda una curva de tipos— que influyera
en esos heterogéneos macroagregados. De ahí que para la curva IS el mejor
tipo de interés (o conjunto de tipos de interés) no sea aquel que mejor refleje
la escasez relativa de ahorros con respecto a la demanda de inversión, sino el
más bajo.
Por debajo del pleno empleo de los recursos, no hay circunstancia en la que
un tipo de interés más elevado sea preferible a uno más reducido, lo que
ineludiblemente debería llevar a la autoridad monetaria a hacer todo lo
posible para mantener los tipos en su cota más baja: el 0% (justo la abolición
del interés que propugnaba Keynes). En la IS, los tipos de interés no son altos
porque haya una carestía de tiempo y de recursos económicos; a la postre,
como algunos de esos recursos están ociosos, se asume que son
superabundantes, aun cuando no lo sean todos ellos (puede haber carestías
sectoriales), aun cuando no haya margen para satisfacer sus demandas
derivadas y, en definitiva, aun cuando esos factores pueden hallarse ociosos
porque no resulta rentable emplearlos a la remuneración que exigen. En la IS,
pues, si los tipos de interés son tan altos como para frenar la inversión
agregada, es simplemente por una cuestión de insuficiente oferta monetaria
para satisfacer toda la demanda especulativa.
De hecho, como hemos comentado, en ocasiones la IS puede ser tan
inelástica que el único tipo de interés que permitiría garantizar el pleno
empleo de los recursos sería un tipo de interés negativo. Es en estos casos en
los que se observa con claridad por qué el concepto de tipo de interés
utilizado en el modelo IS-LM (y en La Teoría General) carece por
completo de sentido. Ya hemos explicado que el tipo de interés expresa el
coste intertemporal de usar los recursos: es la manera en la que el sistema de
precios controla la extensión (y el riesgo) de los procesos productivos. Un
tipo de interés negativo significaría que los agentes económicos estarían
restringiendo su consumo e invirtiendo los recursos no utilizados para
volverse más pobres en el futuro de lo que lo son en el presente. Semejante
escenario sólo tendría sentido en un contexto en el que no fuera posible
utilizar los factores productivos existentes o crear otros nuevos para fabricar
una mayor cantidad de bienes de consumo futuros que los que se fabrican en
el presente. En un mundo donde el volumen de riqueza estuviera dado y se
redujera imparablemente, podríamos observar tipos de interés negativos (los
agentes sólo podrían trasladar bienes presentes al futuro con pérdidas), pero
ese mundo nada tiene que ver con una economía capitalista moderna salvo
por una cosa: si se han generalizado las malas inversiones (esto es,
inversiones incapaces de producir los bienes de consumo deseados en el
momento adecuado) y se asume que ninguna de esas malas inversiones debe
ser liquidada y reconvertida, entonces, en efecto, la única manera de que esas
industrias ruinosas sigan en funcionamiento y creando empleo sería con tipos
de interés negativos.
Al cabo, toda empresa con pérdidas es una empresa que sólo puede
sobrevivir si los tipos de interés del resto de la economía son todavía más
negativos (o sea, si esa empresa es la inversión menos pauperizadora de
todas). Si los capitalistas sólo tienen la opción de trasladar su riqueza
presente al futuro renunciando a parte de ella, entonces escogerán
aquellos activos que minimicen las pérdidas (cuyos tipos de interés negativos
sean los más bajos). Pero esto no es una situación natural del mercado, sino
de una economía mortecina que ve obstaculizado su proceso de
reestructuración por el Estado: decir que una economía necesita de tipos
interés negativos para maximizar su empleo es lo mismo que decir que esa
economía sólo puede ocupar a todos sus factores destruyendo más riqueza de
la que crea.
Lo que sucede, en cambio, es que las malas inversiones se han acumulado
hasta tal nivel que no quedan prácticamente nuevas oportunidades de negocio
que explotar sobre la deficiente estructura productiva actual: la demanda de
inversión es tan baja que ni siquiera tipos de interés próximos al 0% son
capaces de estimularla. Por eso, en esa economía el único curso de acción
realmente provechoso sería proceder a sanear las distintas industrias (aun
cuando transitoriamente se hundiera la demanda y la oferta agregadas de esa
economía, repletas de contradicciones internas) y por eso el marco conceptual
de la IS, al no contemplar esta posibilidad, es tan nefasto: el equilibrio en el
sistema se logra siempre con independencia de que se trate de un
equilibrio antieconómico.
Pero, obviamente, el tipo de interés sí juega una función esencial dentro de
la economía y por ello debería estar libre de manipulaciones por parte del
sistema bancario. No sólo porque, con tipos de interés a largo plazo
artificialmente bajos, puede suceder que se invierta a mucho mayor plazo que
aquel al que se está dispuesto a ahorrar (o que se amortice mucha menos
deuda de lo que necesitaría el sistema económico) sino porque, en contra de
lo que asume la curva IS, esos tipos artificialmente bajos también ejercen una
influencia distorsionadora sobre las dos otras variables de la demanda
agregada: el consumo y el gasto público.
El tipo de interés influye críticamente sobre el consumo agregado, en
particular sobre el consumo a crédito, que afecta en especial a los bienes de
consumo duraderos (viviendas, mobiliario, automóviles…); unos tipos de
interés más bajo incentivan un mayor consumo a crédito por parte de los
consumidores, a saber, favorecen que los consumidores se comprometan a
entregar porciones mayores de su producción futura a cambio de incrementar
su consumo presente. Asimismo, el tipo de interés también influye sobre el
gasto público: la magnitud de los déficits en los que puede incurrir un
Gobierno sin caer en suspensión de pagos dependen en gran medida de los
tipos de interés a los que pueda refinanciar su deuda. Por consiguiente, unos
tipos de interés artificialmente bajos y desligados del volumen de ahorro real
para cada plazo temporal y perfil de riesgo incentivará un consumo a crédito
y un gasto público mucho mayor del que será sostenible; es decir,
incrementarán el número de malas inversiones dentro de la economía.
En definitiva, la IS subsume los problemas de la sostenibilidad del gasto y
de los patrones productivos —problemas que se refieren a las interrelaciones
proporcionadas entre los distintos gastos y producciones particulares— en la
igualación de la demanda agregada y la oferta agregada a un tipo de interés
único que deja de ser un coste intertemporal y se convierte en la recompensa
por no atesorar. La única exigencia para al canzarel equilibrio es que el
mercado se vacíe, con independencia de que se haya producido ese
vaciamiento voluntaria o involuntariamente, sea sostenible en el tiempo o no
lo sea. Por eso se asume que las políticas fiscales expansivas siempre
funcionan (salvo en casos muy particulares, como que no exista demanda
especulativa de dinero): porque el estudio de las distorsiones del gasto
público y de su financiación vía déficit sobre los patrones de gastos y de
producción del sector privado no entran en su análisis.
Dentro de la IS, por ejemplo, resulta ininteligible que un aumento del gasto
reduzca en términos netos la demanda agregada (o la oferta agrega), ya sea
porque acentúa las carestías de factores productivos concretos, porque
arrebata financiación al sector privado y dejan de realizarse inversiones más
rentables que las que acomete el Estado o porque el Gobierno pueda
endeudarse hasta el punto de que amenace con suspender pagos (provocando
una fuga de capitales del país). Asimismo, la situación inversa tampoco
puede darse, o sea, que una reducción del gasto libere factores productivos y
financieros o saque al Gobierno del riesgo de suspender pagos y, gracias a
ello, impulse un aumento de la producción y del gasto.
Sin duda, podrá aducirse que la IS es capaz contemplar ambos casos a
través de la influencia del gasto público sobre las expectativas, pero
esto supone una salida por la puerta de atrás: si la IS sólo depende del nivel
de gasto total —y si la economía creciera o se empobreciera según el nivel de
gasto total— las expectativas sólo deberían verse afectadas positivamente por
un aumento del gasto público y negativamente por una reducción. Si se
admite lo que a todas luces es cierto —que el gasto público deficitario puede
ser más perjudicial que beneficioso— es porque se está admitiendo a la vez
que lo relevante no es el nivel de gasto, sino las interrelaciones
proporcionadas del mismo. Justo el tipo de análisis que la IS desprecia y
rechaza desde su misma génesis.
2. Los errores de la curva LM
Los errores contenidos en la descripción de la curva LM no son menores
que en el caso de la curva IS. Para empezar, el tipo de interés o, mejor dicho,
la curva de tipos de interés no se determina en realidad por la demanda
especulativa de dinero. Ya hemos explicado que el atesoramiento —sea por
la causa que sea— tiende a incrementar el valor del dinero y que, aun cuando
pueda restringir la oferta de crédito y convivir con un alza transitoria en los
tipos de interés, dado que la apreciación del dinero lleva a un abaratamiento
de los bienes económicos y de los factores productivos, la demanda de
crédito dirigida a controlar una misma cantidad de recursos se reducirá en
igual proporción que la oferta, por lo que los tipos a medio plazo volverán a
estar determinados por la preferencia temporal y la aversión al riesgo.
Lo que sí podría provocar la demanda especulativa de dinero —y, sobre
todo, la demanda precaucionaria— es una alteración en la curva de tipos de
interés —que los tipos a corto se reduzcan y los tipos a largo se incrementen
— lo que a su vez modificará la forma de la estructura productiva. Pero esto
no tiene nada que ver con una insuficiencia de la demanda agregada
ocasionada por una mayor incertidumbre sobre el futuro, sino con un cambio
en la composición de esa demanda. Además, recordemos que la demanda
especulativa de dinero, tal como la describe Keynes y tal como la entiende la
curva LM, tiene muy poca lógica dentro de unos mercados financieros
modernos donde es posible expresar las expectativas bajistas sobre los tipos
de interés esperados en el mercado de opciones y de futuros.
Pero, aun así, dentro del marco de la curva LM el concepto de
atesoramiento especulativo resulta esencial. Básicamente porque se supone
que toda unidad monetaria no gastada lleva aparejada un factor productivo no
contratado: si se gastara más en consumo o en inversión, la productividad
marginal de los factores se incrementaría y pasarían a demandarse en mayor
medida. Así, todos los saldos de tesorería mantenidos con una finalidad
especulativa generan como resultado un ejército de reserva de factores
productivos del que se puede ir tirando conforme la inversión agregada
aumente como consecuencia de la reducción de la demanda especulativa de
dinero y de los tipos de interés. Como ya resaltamos en el caso de los errores
de la curva IS, debería resultar evidente que esta visión es harto ingenua, pues
aun suponiendo que ese ejército de reserva de recursos existiera, no hay
ninguna garantía de que allí se encuentren todos los recursos necesarios
para implementar los proyectos empresariales que ambicionan los inversores.
E incluso cuando sí estuvieran presentes, ya expusimos en nuestra crítica al
multiplicador que no habría bienes de consumo suficientes como para
satisfacer el incremento de su demanda, derivado de las rentas que percibirían
los factores productivos contratados para fabricar bienes alejados del
consumo final, sin a su vez modificar las rentabilidades relativas entre las
distintas industrias.
La realidad estaría mucho más cerca de una curva LM completamente
inelástica (el rango clásico se extendería a toda la curva) salvo por un detalle:
la oferta monetaria de una economía no está determinada exógenamente por
el banco central, sino endógenamente por todo el sistema bancario. En efecto,
como ya hemos estudiado anteriormente, la cantidad de medios de pago de
una economía es elástica: los bancos centrales y los bancos privados pueden
crear nuevos medios de pago que son sustitutos para muchas de las funciones
del dinero. Los agentes no reciben la oferta monetaria como «dada», sino que
la determinan por sí mismos cuando acuden a los bancos privados (y éstos al
banco central) para solicitar un crédito que precisamente se les concede
mediante la creación de nuevos depósitos bancarios (lo que puede resultar en
un arbitraje en la curva de tipos de interés si esos créditos son concedidos a
largo plazo). O dicho de otro modo, no sólo la oferta de dinero no está dada,
como asume la curva LM, sino que además está determinada por la demanda
de dinero (o, mejor dicho, por la demanda de medios de pago).
Por ese motivo, en apariencia las consecuencias que describe el rango
clásico no suelen cumplirse aun cuando ese rango clásico sí sea realista:
durante un tiempo más o menos largo, los agentes económicos pueden
endeudarse y acometer nuevas inversiones sin que los tipos de interés suban o
sin que suban demasiado (sin que exista un efecto crowding out observable).
Pero esto no se debe a que haya mucho atesoramiento especulativo del cual
se echa mano para sufragar esas inversiones adicionales, sino a que es el
propio sistema bancario el que crea nuevos medios de pago que son,
precisamente, los que se invierten. Ahora bien, no olvidemos que en última
instancia los créditos se demandan para adquirir factores productivos reales
(y que las rentas de esos factores son utilizadas en gran medida para adquirir
bienes de consumo), con lo que siempre habrá un efecto expulsión: los
factores productivos que emplea un empresario no podrán ser utilizados al
mismo tiempo por otro (y los bienes de consumo que adquieren unos factores
no podrán ser adquiridos por otros factores), de modo que si los bancos
expanden enormemente el crédito sin que, a la vez, otros agentes hayan
incrementado su ahorro real (renunciando a utilizar factores productivos que
puedan ser empleados por los inversores), los precios de los factores (y de los
bienes de consumo) relativamente más escasos aumentarán, lo que erosionará
la rentabilidad de numerosas explotaciones (sobre todo de las más alejadas
del consumo).
Eso es precisamente lo que, como también hemos explicado, da lugar a los
ciclos económicos: el desajuste entre el plazo y el riesgo que asumen los
inversores y el plazo y el riesgo que están dispuestos a aceptar los
ahorradores (o dicho de otra forma, la monetización de gran cantidad de
bienes futuros). En este sentido, la política monetaria expansiva —entendida
como el intento deliberado del sistema bancario de reducir los tipos de interés
a largo plazo mediante su mayor endeudamiento a corto plazo— sí suele
conseguir estimular la inversión agregada, como supone la LM, pero sólo la
expande de una manera insostenible: a corto plazo se genera un boom
económico artificial y a medio una crisis económica donde todas las malas
inversiones previas deben liquidarse.
Pero, aun así, la política monetaria expansiva no siempre logrará su
objetivo por cuanto acabamos de afirmar: para que el crédito pueda
expandirse (para que aumente la oferta monetaria, en terminología de la LM)
es necesario que haya alguien dispuesto a endeudarse (que se haya
incrementado la demanda de crédito), lo que no siempre sucederá, sobre todo
cuando el volumen de pasivos de los agentes ya sea desproporcionadamente
grande. En esos momentos, la predisposición del sistema bancario a
incrementar la oferta monetaria no tiene por qué ser capaz de reducir los tipos
de interés ni la rebaja de los tipos tiene por qué estimular un mayor volumen
de inversión agregada (nadie quiere endeudarse todavía más para seguir
invirtiendo por mucho que se le ofrezca el crédito en términos muy
asequibles).
En apariencia nos encontramos en una situación que la curva LM
calificaría de «trampa de la liquidez». En realidad, sin embargo, deberíamos
llamarla «trampa de la iliquidez»: los agentes económicos están tan
endeudados y han acometido tantas malas inversiones a largo plazo (se hallan
en una situación de tanta iliquidez) que no demandan nuevo crédito por muy
barato que se les ofrezca. En una trampa de la iliquidez, lo que necesitan los
agentes no es endeudarse más e implementar nuevas inversiones a largo plazo
sobre unas bases de rentabilidad muy endebles —y mucho menos todavía que
el Estado incremente su gasto en esas inversiones endebles mediante el
aumento de sus emisiones de deuda, que en última instancia no constituyen
otra cosa que pasivos de esos agentes privados ya excesivamente endeudados
—, sino reducir su endeudamiento y liquidar sus malas inversiones para ser
capaces de volver a endeudarse y de volver a invertir sobre un terreno más
sólido. Y, en este sentido, recordemos que la imposición de tipos de interés
artificialmente bajos por parte del sistema bancario (especialmente del banco
central) sólo contribuye a retrasar el proceso de saneamiento y de salida de la
trampa de la iliquidez, pues cuanto más reducidos sean los tipos de interés,
más elevado es el valor liquidativo de las deudas y menos incentivos tienen
los agentes para amortizarlas de manera anticipada.
VI. Conclusión
A la luz de las críticas anteriores, debería quedar claro que el equilibrio con
pleno empleo en el mercado de bienes y en el mercado monetario no se
consigue ni con políticas fiscales expansivas, ni con políticas
monetarias expansivas, ni con incrementos del consumo derivados de un
aumento de la riqueza real (Efecto Pigou). Sólo existe un equilibrio en todo el
mercado y éste es con pleno empleo: el equilibrio donde todos los mercados
se vacían porque todos los precios (incluyendo la curva de tipos de interés)
reflejan las utilidades marginales de todos los agentes que participan en una
división del trabajo en cada momento del tiempo y ello lleva a los factores
productivos a que se recoloquen allá donde son más valiosos.
Por supuesto, si todos o algunos de los precios del sistema económico se
hallan distorsionados y falseados, el sistema sale del equilibrio e implementa
malas inversiones que deben ser corregidas antes de regresar a un nuevo
equilibrio. En tales casos, podemos encontrar trabajadores que serían
contratados si el nivel de gasto de la economía aumentara (ya sea gasto en
inversión o en consumo agregados), pero ese empleo sólo se lograría
mediante el consumo de capital: si las malas inversiones no se corrigen y los
agentes invierten o consumen más merced a unos precios (tipos de interés y
valor de mercado de muchos activos) que no reflejan la realidad, tarde o
temprano terminarán descubriendo que parte de esas inversiones y de ese
consumo se habrá producido con cargo a una riqueza ficticia (creían ser más
ricos de lo que en realidad eran) y que a consecuencia de ello se habrán
empobrecido.
El marco de la IS-LM debe abandonarse por entero porque pretende
corregir las exteriorizaciones más disparatadas de una teoría económica, la
keynesiana, cuyos errores de base son mucho más profundos. Mientras no se
entienda que no es el gasto agregado —como algo distinto a la producción
agregada— lo que determina el buen desarrollo de una economía, sino las
interrelaciones acertadas y proporcionadas entre todos los gastos (y
producciones) particulares, no podrá comprenderse cómo funcionan nuestros
sistemas económicos.
Epílogo
JAQUE MATE A LA TEORÍA
GENERAL
I. ¿Está Keynes muerto?
John Maynard Keynes ha sido sin duda alguna el economista más influyente
del siglo xx. Sencillamente, no es posible entender la evolución del
pensamiento económico del pasado siglo sin Keynes, y buena prueba de ello
es lo raro que resulta encontrar escritos sobre macroeconomía donde no se
haga referencia a sus ideas. De hecho, muchos economistas
siguen considerándole un gran maestro e incluso algunos de sus críticos han
elogiado sus planteamientos.
La idea en torno a la que pivota La Teoría General es muy simple, a saber,
que existe una relación directa y positiva entre el nivel de gasto agregado y el
nivel de empleo de una economía y que el gobierno tiene las herramientas
para manejar el volumen de gasto agregado para así garantizar el pleno
empleo. En torno a este principio se inspiraron muchos de los desarrollos en
la teoría económica que se hicieron después de la Segunda Guerra Mundial.
Asimismo, buena parte de los gobiernos de todo el mundo aplicaron políticas
económicas de demanda para dirigir sus economías. Todo parecía funcionar y
muchos economistas entusiasmados pensaron que por fin se había
descubierto el secreto de la prosperidad y el pleno empleo. El liderazgo de las
ideas keynesianas parecía, por tanto, incuestionable. Sin embargo, en los años
70 una fuerte recesión inflacionaria sorprendió a muchos economistas, ya que
no era posible explicar lo que estaba ocurriendo siguiendo el paradigma
keynesiano. Así, las ideas de Keynes quedaron abiertamente desprestigiadas
y la ciencia económica giró hacia planteamientos más afines al libre mercado.
Ahora bien, sería muy ingenuo pensar que la mal llamada «crisis
del petróleo» de los años 70 asestó un golpe mortal a Keynes. Lejos de ello,
el genio del inglés quedó sencillamente dormido y, de hecho, hay muchos
motivos para pensar que no hace falta mucho ruido para despertarlo. Esto es
así porque las ideas keynesianas, a pesar de los enormes errores que
contienen, encajan bastante bien con la cosmovisión de buena parte de los
economistas mainstream, de la gente corriente (es decir, de los no
economistas) y de los políticos. O sea, como vamos a explicar a
continuación, cada uno de estos grupos tiene una natural predisposición a
aceptar los planteamientos keynesianos, favoreciendo que Keynes esté más
vivo de lo que parece:

1. Economistas: Como hemos dicho, el keynesianismo se


encuentra, en general, desprestigiado en la academia.
Pero hay cuatro vicios teóricos dentro de la
economía mainstream que hacen que las ideas de
Keynes puedan volver a ser muy atractivas para
muchos. Éstos son la metodología empirista, la
ausencia de una adecuada teoría del capital, el enfoque
agregacionista y la fatal arrogancia:
• Empirismo. Buena parte de los economistas
están cegados por el cientismo, es decir, por la
utilización mecánica y acrítica de las herramientas
de análisis propias del mundo de las ciencias
naturales para tratar de explicar los procesos
sociales. Uno de los pilares de este enfoque
metodológico es el empirismo, según el cual
sólo pueden considerarse científicas aquellas
teorías económicas que pueden probarse
empíricamente, mientras que aquellas otras que
basan su veracidad en razonamientos apriorístico-
deductivos son consideradas acientíficas y, por
tanto, descartadas de antemano. Así, los
economistas que siguen esta metodología están
muy predispuestos a aceptar el principio básico
del keynesianismo, es decir, que existe una
relación directa y positiva entre la demanda
agregada y el nivel de empleo de una economía.
En efecto, dado que estadísticamente los
aumentos en el gasto agregado
normalmente provocan aumentos en el empleo
agregado, entonces parece obvio para muchos
economistas empiristas que el aumento de la
demanda agregada genera empleo y que, por
tanto, el desempleo está causado por un gasto
agregado insuficiente. Siguiendo este
razonamiento, es fácil llegar a la conclusión de
que, dado que en una situación de pleno empleo
el gasto agregado de una economía sería X,
entonces basta con lograr que el gasto agregado
de dicha economía sea X para alcanzar el pleno
empleo. Por supuesto, esta forma de razonar es
una mera ilusión estadística y olvida todas las
enseñanzas de la ciencia económica. De esta
manera, a través de esta metodología empirista se
admiten hipótesis falsas como la planteada por
Keynes y se rechazan explicaciones lógico-
deductivas como las planteadas por la Escuela
Austriaca de Economía. De acuerdo con Friedrich
Hayek, este enfoque es erróneo, ya que olvida que
en los fenómenos complejos (como son los
procesos de cooperación social) hay muchos
factores que no es posible observar ni medir
estadísticamente y que, sin embargo, son
relevantes para analizar dichos fenómenos.
Veamos cómo explicaba Hayek la existencia de
desempleo: «La (…) explicación del paro masivo
radica en la discrepancia entre la distribución del
factor trabajo (y de otros factores de producción)
en las industrias (y en las localidades) y la
distribución de la demanda sobre sus productos.
Esta discrepancia está causada por la distorsión
del sistema de precios y salarios relativos y sólo
puede corregirse mediante un cambio en esas
relaciones, esto es, estableciendo en cada sector
económico precios y salarios de tal modo que la
oferta se iguale a la demanda. En otras palabras,
la causa del paro está en una desviación de los
precios y salarios respecto a su posición de
equilibrio que se habría establecido por sí solo en
un mercado libre con moneda estable. [Sin
embargo] nosotros nunca podemos conocer de
antemano cuál será la estructura de precios y
salarios relativos a que daría lugar el equilibrio.
Por tanto, somos incapaces de medir la desviación
de los precios actuales respecto a los de
equilibrio, desviación que hace imposible vender
parte de la oferta laboral. Somos incapaces
asimismo de demostrar la correlación estadística
entre la distorsión de los precios relativos y el
volumen del desempleo».78 Así, el
empirismo cientista tiene una gran predisposición
a aceptar teorías falsas como la keynesiana, bajo
la falsa ilusión de certeza que proporcionan
las correlaciones estadísticas, y a descartar teorías
sólidamente construidas sobre razonamientos
apriorístico-deductivos como la teoría austriaca.
De esta manera, es muy fácil que los economistas
que siguen esta metodología infieran que el
empleo puede aumentarse incrementando el gasto
total y que el desempleo tiene su origen en una
insuficiencia del gasto agregado. Por supuesto,
esto supone confundir algunas de las
consecuencias del desempleo con sus causas.
• Teoría del capital. El mercado es una red de
millones de empresas que se complementan y
coordinan inter- e intra-temporalmente y que, por
tanto, forman una estructura productiva de gran
complejidad. Por ello, para entender cómo y por
qué esta estructura se coordina o se descoordina,
es necesario contar con una teoría que estudie su
funcionamiento, esto es, con una teoría del
capital. Sin embargo, tanto Keynes como los
economistas mainstream se refieren a esta
estructura productiva con el concepto de stock de
capital o el de inversión agregada y, por
consiguiente, resulta imposible que en sus análisis
y en sus modelos teóricos puedan incorporar o
tener en cuenta los procesos microeconómicos
que explican cómo esta estructura productiva se
coordina y se descoordina. Así, sin una adecuada
teoría del capital, no es posible comprender por
qué las políticas de demanda tienen efectos
negativos y descoordinantes sobre la estructura de
inversiones de la sociedad. Es decir, es necesario
estudiar con detalle la compleja estructura
productiva que conforma una economía
capitalista desarrollada para poder comprender
cómo los cambios en los flujos de gasto y en los
precios relativos pueden inducir a que se realicen
ciertas inversiones incoherentes e insostenibles en
relación al conjunto de inversiones que se han
ejecutado en esa economía. Por eso la teoría del
capital es un blindaje teórico contra la teoría
keynesiana que, desgraciadamente, los
economistas mainstream no poseen.
• Agregacionismo. Los economistas mainstream,
al igual que Keynes, utilizan ampliamente
agregados económicos como, por
ejemplo, niveles de precios, nivel de empleo,
niveles de demanda, cantidad de dinero en
circulación, etc. De esta manera, estos
economistas hablan en el mismo «idioma» que
Keynes y usan sus mismas herramientas
analíticas. El problema es doble. Por un lado, el
paradigma keynesiano está escrito en términos
familiares para cualquier
economista mainstream y, por otro, la
metodología agregada simplifica en exceso los
complejos problemas a los que se enfrenta el
científico social y le predispone a cometer los
mismos errores teóricos que cometió el
economista inglés.
• Fatal arrogancia. Finalmente, los
economistas mainstream, en general, creen que la
mente humana es capaz de llegar a conocer y
adquirir toda la información relevante que se
necesita para tomar decisiones concretas de
política económica que puedan mejorar los
resultados que se darían de manera espontánea en
un proceso de mercado no intervenido. Por ello,
la mayoría defiende que un pequeño grupo de
economistas de un banco central o de un
departamento de economía de una prestigiosa
universidad o de un Ministerio de Hacienda
pueden, por ejemplo, calcular impuestos
«óptimos», conocer cuál es el tipo de interés más
conveniente en cada momento del tiempo, o
determinar cuántas subvenciones debería recibir
un sector económico o aplicar medidas
específicas para corregir unos supuestos «fallos
de mercado» o directamente diseñar políticas para
maximizar una supuesta «función de
utilidad social». Esta actitud de «arrogancia fatal»
(en palabras de Hayek) es el mismo pecado que
cometió Keynes y constituye la justificación
última del intervencionismo. Así, en la medida en
que el economista se crea capaz de diseñar una
política (monetaria, fiscal, etc.) capaz de
«mejorar» los resultados a los que se llega a
través del proceso espontáneo del mercado,
entonces puede decirse que este economista está
en la misma órbita en la que estaba Keynes.
Por todo esto, aunque hoy en día los
economistas mainstream mayoritariamente no son
keynesianos, puede decirse que no existe un
blindaje teórico que les inmunice contra La
Teoría General. Es más, en mi opinión, dado el
fracaso del actual paradigma económico para
explicar la Gran Recesión, el retorno de la
profesión hacia Keynes es una posibilidad para
nada descartable. Así, no creo que sea una
exageración decir que en una parte de la profesión
económica existe un «keynesianismo durmiente»
que podría estar a punto de despertar.
2. Los no economistas: Como hemos dicho, La Teoría
General pivota sobre la idea de que más gasto significa
más empleo y, por tanto, de que el desempleo es
consecuencia de una ausencia de gasto. Esta idea a todo
el mundo suele parecerle, a primera vista, intuitiva y
razonable. El motivo es que cualquier individuo
corriente sabe que su prosperidad individual en el
mercado, ya sea como trabajador o como empresario,
depende del volumen de demanda de los bienes y
servicios que personalmente ofrece. De ahí que sea
natural que se extrapole esta conclusión al ámbito de la
macroeconomía. Es decir, podríamos decir que la
mayoría de ciudadanos tiene un «pequeño keynesiano»
dentro que le hace asociar que el empleo agregado
depende de la demanda agregada y éste es el motivo
por el que las ideas keynesianas suenan tan razonables a
oídos de personas no expertas en economía. Por tanto,
la idea central del keynesianismo está presente en el
debate público y, probablemente, nunca desaparecerá
del imaginario colectivo.
3. Los políticos: Finalmente, a los políticos las ideas
defendidas en La Teoría General les son totalmente
afines. Primero, porque el mensaje keynesiano justifica
el gasto público, el déficit presupuestario y el dinero
fiduciario y, por ello, estas ideas liberan a la clase
política de las molestas ataduras que suponían la
disciplina fiscal y monetaria del patrón oro y del
liberalismo clásico. Así, eliminadas las restricciones
institucionales, la clase política tiene vía libre para
incrementar su poder e influencia en la sociedad, tal
como hemos visto que sucedía a lo largo del siglo xx. Y
en segundo lugar porque, como hemos dicho, los
ciudadanos suelen tener un «pequeño Keynes» en su
interior que les lleva a pedir frecuentemente políticas
keynesianas cuando hay desempleo y crisis
económicas. Y dado que los políticos necesitan los
votos de esos ciudadanos para mantenerse en el poder,
es muy probable que el político medio esté dispuesto a
usar argumentos keynesianos para justificar la
aplicación de las políticas keynesianas que los
ciudadanos demandan. Así, tanto por motivos de mera
expansión del poder propio como por la propia lógica
democrática, La Teoría General presenta un corpus
teórico que encaja muy bien con los intereses de la
clase política.
En conclusión, a pesar de que Keynes quedó en gran medida desterrado
tras la recesión inflacionaria de los años 70, hay razones para esperar su
posible regreso. Esto es así porque los diferentes grupos sociales
(economistas, no economistas y políticos) tienen, por motivos diferentes, una
alta predisposición a aceptar como válidas las ideas keynesianas. De esta
manera, podríamos estar a las puertas de una nueva revolución keynesiana.
¿Existe alguna forma de evitar este peligro? ¿Es posible prevenir de algún
modo el regreso de Keynes? Por supuesto que sí, pero para ello hacen falta
dos ingredientes esenciales:

Ideas correctas. Las ideas sólo pueden ser


vencidas por otras ideas. Por eso, la única forma
de librarnos de Keynes es mostrando las
grandes falacias que contiene su argumentación
y eliminando los vicios teóricos presentes en la
economía mainstream. Sólo de esta manera
podremos enterrar definitivamente a Keynes en
el ámbito de la teoría. Éste es precisamente el
motivo por el que, dado el delicado momento
en el que nos encontramos, Los errores de la
vieja Economía es una obra tan pertinente.
Instituciones apropiadas. Las ideas keynesianas
de intervención y gasto público probablemente
nunca desaparecerán de la mente de los
votantes. De ahí que, aun cuando la clase
política estuviera convencida de los peligros de
éstas, en situaciones dramáticas como las crisis
económicas la presión social podría ser tan
fuerte que incluso políticos liberales se vieran
inducidos a aplicar políticas keynesianas. Por
ello, los políticos responsables necesitan algo en
que escudarse ante las demandas de
keynesianismo de sus votantes y la mejor forma
de hacerlo es volviendo a la disciplina fiscal y
monetaria que impone el patrón oro. Es decir,
las sociedades modernas no sólo deben volver
al patrón oro porque éste es el único sistema
compatible con el libre mercado, sino porque
además este sistema monetario permitiría
protegernos de las ideas keynesianas. Por
supuesto, para restaurar el patrón oro primero es
necesario convencer a la profesión económica
de la importancia de adoptar un sistema
monetario metálico.
En conclusión, las tesis de Keynes no están ni mucho menos olvidadas y
no es descabellado que se produzca una nueva «revolución keynesiana». La
única forma de prevenirlo a corto y medio plazo es en el campo de las ideas.
Por este motivo, el libro del profesor Juan Ramón Rallo es tan relevante.
Ahora bien, desde la publicación de La Teoría General, muchos economistas
han criticado esta obra; de ahí que sea pertinente preguntarse cuáles son las
críticas originales que encontramos en Los errores de la vieja Economía.
II. La refutación definitiva de Keynes
Los errores de la vieja Economía es una crítica rigurosa y exhaustiva de La
Teoría General. Mediante la mejor teoría disponible hoy en día (esto es, la
desarrollada por la Escuela Austriaca), Juan Ramón Rallo desmonta el
edificio keynesiano, utilizando para ello argumentos tanto macroeconómicos
como microeconómicos, y manteniendo en todo momento el nexo de unión
entre ambos.
Antes que nada conviene resaltar que el autor presenta las ideas de Keynes
de manera fidedigna y consistente. Es decir, el profesor Rallo no ha buscado
poner de manifiesto las evidentes contradicciones terminológicas,
oscuridades e incoherencias internas de la obra de Keynes. Todo lo contrario,
en Los errores de la vieja Economía se nos presenta una versión clara,
rigurosa y coherente de las ideas keynesianas; el autor se toma la molestia de
armar a Keynes con sus mejores armas para después desmontar uno por uno
todos sus argumentos. Así, Los errores de la vieja Economía es una crítica
lanzada contra un armazón teórico compacto y, por tanto, se trata de un
ataque mucho más contundente y destructivo. Esto es especialmente
significativo ya que la famosa crítica de Henry Hazlitt, Los errores de la
nueva Economía, en cierta medida se centró en las incoherencias e
imprecisiones en las que cayó Keynes y esto hizo que su crítica fuera menos
clara y directa.
En cualquier caso, lo importante del libro del profesor Rallo son sus
novedosas críticas a La Teoría General. Veamos cuáles son sus principales
aportaciones.
En primer lugar, conviene destacar que, a lo largo de su argumentación,
Rallo nunca se olvida de observar el proceso de mercado desde el punto de
vista del empresario y de valerse de él para refutar las falacias keynesianas.
Esto hace que toda su crítica sea doblemente potente ya que, por un lado,
sirve para esgrimir buenos argumentos de carácter microeconómico y, por
otro lado, pone en evidencia lo ingenua que es la caricatura que Keynes nos
presenta del empresario como una criatura productiva y necesaria, pero al
mismo tiempo errática. Rallo nos muestra a través de su análisis cómo actúan
los empresarios en el proceso de mercado, cómo hacen frente a la
incertidumbre futura, cómo forman sus expectativas y qué incentivos tienen
cuando se aplican las políticas de demanda, y todo ello lo utiliza para apoyar
su argumentación contra el edificio teórico keynesiano. Así, en todo
momento, el autor nos pone en la piel de un empresario de carne y hueso y,
de esta manera, destruye el mito del empresario keynesiano. Esto es una
importante novedad porque los críticos tradicionales de La Teoría General,
aunque han utilizado en muchas ocasiones argumentos de carácter
microeconómico, en general no han sabido realizar un fino análisis de cómo
actúa el empresario.
En segundo lugar, conviene destacar la brillantez con la que el autor
utiliza la Ley de Say para desarmar a Keynes. Su interpretación de la misma
es especialmente interesante porque se enmarca en la concepción dinámica
del mercado como un proceso en continuo desequilibrio. Esta Ley ha sido
ampliamente malinterpretada tanto por defensores como por detractores de la
misma y, por eso, la reformulación que encontramos en Los errores de la
vieja Economía muy iluminadora. Así, la demostración del profesor Rallo de
que no es posible disociar oferta y demanda agregadas pone en jaque uno de
los pilares centrales de La Teoría General.
En tercer lugar, en el capítulo 2 encontramos un análisis crítico de
las definiciones utilizadas en La Teoría General. Muy pocos autores se han
detenido en este punto. Esto probablemente se haya debido a la enorme
oscuridad con la que Keynes presenta estos conceptos y a que incluso los
propios keynesianos han considerado que ésta era una cuestión secundaria.
Sin embargo, Rallo logra exponer con claridad las definiciones que utiliza el
inglés y resaltar los errores teóricos que se esconden detrás de ellas.
Asimismo, el autor muestra con mucha destreza cómo estos errores se
ramifican por el edificio teórico keynesiano y, por ello, por qué son el origen
de varias de las equivocaciones de Keynes. En particular, merece la pena
destacar que Rallo demuestra cuál es el origen del sesgo pro-consumo que
encontramos en La Teoría General. De esta manera, este análisis crítico
otorga una mejor y más profunda comprensión de los errores teóricos
cometidos por Keynes y que, aún hoy, siguen presentes en la
economía mainstream.
La cuarta y más importante aportación del profesor Rallo es su análisis
sobre el papel del atesoramiento en el proceso de mercado. A través del
mismo se nos muestra con gran claridad por qué los temores de Keynes no
estaban en ningún modo justificados. Como sabemos, el inglés planteó que, si
bien el atesoramiento tiene una justificación desde el punto de vista
individual, no la tiene desde un punto de vista macroeconómico. De hecho,
toda su obra trata de demostrar cómo y por qué el atesoramiento individual
tiene efectos descoordinantes y perturbadores en el proceso de mercado y
cuáles son las soluciones a esta conducta «antisocial». No obstante, Rallo nos
demuestra cuál es el papel y la utilidad macroeconómica del atesoramiento.
Según nos explica, cuando existe una gran incertidumbre y no se sabe cuáles
serán las condiciones futuras, carece de sentido inmovilizar recursos
económicos durante largos periodos de tiempo porque cualquier cambio
inesperado podría significar el despilfarro de todos estos recursos
inmovilizados. De ahí que en esta situación sea más acertado comprometer
recursos productivos solamente en horizontes temporales más cercanos de
manera que la estructura productiva tenga una mayor adaptabilidad a los
cambios futuros. Esto es precisamente lo que logra el atesoramiento a nivel
macroeconómico. Esta forma de hacer frente a la incertidumbre no debería
sorprender a nadie, ya que se trata de una estrategia que el ser humano utiliza
en todo tipo de contextos. Por ejemplo, supóngase que una pareja comenzara
a tener serias dificultades de entendimiento mutuo; en esta situación, sería
muy poco inteligente que ambos decidieran comprar una casa nueva con su
correspondiente hipoteca por 40 años y que además decidiesen tener 3 hijos;
por el contrario, sería mucho más razonable que esta pareja organizara
solamente proyectos que implicaran un compromiso temporal a corto plazo
(como, por ejemplo, organizar un viaje juntos) hasta que se despejara
la incertidumbre futura. Así, la prudencia y la flexibilidad son reacciones
naturales frente a la incertidumbre. Entonces, ¿por qué impedir que los
individuos y la sociedad afronten sus problemas económicos del mismo
modo?
De esta manera, frente a una situación futura incierta, lo más inteligente y
racional es elaborar planes a corto plazo y mantener una posición flexible o
«líquida». En el proceso de mercado esto es posible gracias al atesoramiento.
A mi modo de ver, este argumento es la refutación definitiva de La Teoría
General y, por ello, me parece la aportación más relevante de Los errores de
la vieja Economía. La gran mayoría de los críticos de Keynes se han visto
obligados a reconocer que el atesoramiento no juega ningún papel positivo en
términos macroeconómicos e incluso reconocer el supuesto carácter
«antisocial» de esta conducta. Así, han sido muchos los que han esquivado el
problema con subterfugios o con respuestas poco satisfactorias o incluso han
llegado a dar la razón a Keynes en este aspecto. Sin embargo, el profesor
Rallo encara frontalmente el argumento de Keynes y nos explica por qué el
atesoramiento no sólo no es negativo sino que se trata de un mecanismo de
mercado absolutamente esencial.
En quinto lugar, en Los errores de la vieja Economía encontramos un
refinado análisis de los mercados financieros, en especial, de la bolsa. Rallo
nos explica con una gran soltura los diferentes tipos de productos financieros
de que disponen los agentes económicos para protegerse contra la
incertidumbre y para canalizar los fondos ahorrados hacia los diferentes
proyectos de inversión. Asimismo, el autor realiza un análisis exhaustivo y
riguroso sobre la relación entre los mercados financieros, los tipos deinterés,
la estructura de las inversiones y la trampa de la liquidez. Por supuesto, el
profesor Rallo no ha sido el primero en criticar el tratamiento que hace
Keynes del mercado bursátil, pero sí que ha sido el primero en explicar en
profundidad el funcionamiento de los mercados financieros y su integración
con la economía real y utilizar esta explicación como ariete contra La Teoría
General. Por ello, el trabajo del profesor Rallo evidencia la enorme
superficialidad y simplicidad del análisis de Keynes en relación a los
mercados financieros, lo que es especialmente grave, ya que el inglés fue un
especulador profesional durante toda su vida. Así, frente a la ingenua
caricatura que Keynes nos presenta de la bolsa como un gran casino
gobernado por la irracionalidad, Rallo nos muestra el funcionamiento de este
mercado con todas sus complejidades y nos explica sus conexiones con la
economía real. Lo más interesante de esta contundente crítica es que pone en
evidencia precisamente la parte de La Teoría General que mejores críticas ha
recibido por parte de la profesión económica. Por todo esto, parece inevitable
reflexionar sobre el poco contacto práctico que muchos economistas teóricos
(tal vez la gran mayoría) han tenido con los mercados financieros.
En sexto lugar, Keynes puso mucho énfasis en su obra sobre por qué no
era deseable que se redujeran los salarios cuando había desempleo. En Los
errores de la vieja Economía encontramos una crítica a los planteamientos
del inglés en la que se defiende la flexibilidad salarial como remedio contra el
desempleo. Por supuesto, la mayoría de los críticos de La Teoría General han
defendido esto mismo; lo novedoso del tratamiento presentado en Los errores
de la vieja Economía son algunos de sus argumentos. Keynes dio varias
razones para justificar que la rebaja salarial para luchar contra el desempleo
es «tonta, injusta e inexperta». Frente a esto, el profesor Rallo desmonta con
gran habilidad todos los argumentos del inglés: expectativas e incentivos de
los empresarios, tipos de interés, justicia social, etc. En especial, cabe
destacar la ingeniosa aplicación del efecto Ricardo de Friedrich Hayek para
demostrar por qué los empresarios con modelos de negocio con mayores
rotaciones de capital sí que estarán especialmente interesados en contratar
trabajadores adicionales aunque se esperen ulteriores bajadas en sus sueldos.
Del mismo modo, el autor señala con mucha agudeza cuáles son los errores
de suponer que la inflación puede remediar el desempleo. De nuevo, este es
uno de los puntos en los que se han centrado la mayoría de los críticos de La
Teoría General, pero en muchos casos sus argumentos han sido algo
superficiales y fundamentalmente macroeconómicos. No obstante, la crítica
de Rallo aporta precisión y un análisis desagregado y basado en una sólida
teoría del capital.
Finalmente, el profesor Rallo recoge, sintetiza, clarifica, relaciona y
en muchos casos reelabora las mejores críticas lanzadas contra Keynes por
sus más brillantes opositores (Friedrich Hayek, Jacques Rueff, Henry Hazlitt,
Ludwig Lachmann, etc.). De esta manera, su argumentación se apoya en lo
más sobresaliente del disperso abanico de críticas que ha recibido La Teoría
General. Por supuesto, esto no se trata de una novedad en sí misma, sin
embargo, no existe otro trabajo que recoja todas estas potentes críticas y las
integre y conecte en una misma argumentación.
En conclusión, Los errores de la vieja Economía es un libro que expone
de manera fidedigna la obra cumbre de Keynes y ofrece una refutación de
cada una de las ideas que contiene. La actual crisis económica está
suponiendo también una crisis para el paradigma reinante dentro de la ciencia
económica. Por ello, es posible que estemos a las puertas de un cambio de
paradigma. En este sentido, el libro del profesor Rallo explica y demuestra
por qué el camino correcto no lo encontraremos en Keynes, sino en la
Escuela Austriaca de Economía. En este contexto, Los errores de la vieja
Economía no es sólo la refutación más elaborada (y tal vez definitiva) de La
Teoría General, sino que es una obra que invita a reflexionar sobre cuál es el
camino teórico que deben de seguir los economistas en el futuro.
David Sanz Bas,79
Ávila, 25 de octubre de 2011
BIBLIOGRAFÍA
ANTIKEYNESIANA
Con el objetivo de facilitar su lectura, hemos omitido las citas y referencias
bibliográficas a lo largo de este libro. Dedicamos, pues, esta última página a
referenciar las obras de las que hemos extraído muchas de las ideas que
hemos ido empleando.
De Aguirre, José Antonio (2009): El capitalismo y la riqueza de las
naciones. Madrid: Unión Editorial.
Hahn, Albert (2007 [1949]): The Economics of Illusion. Auburn, AL: The
Ludwig von Mises Institute.
Hayek, Friedrich (1969 [1939]): Profits, interest and investment. Clifton,
NJ: Augustus M. Kelley Publishers.
— (1996 [1995]): Contra Keynes y Cambridge. Madrid: Unión Editorial.
— (2008): Prices & Production and other works. Auburn, AL: The Ludwig
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— (2009 [1972]): A Tiger by the Tail. Auburn, AL: The Ludwig von Mises
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Hazlitt, Henry (1961 [1959]): Los errores de la Nueva Ciencia
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— (1995 [1960]): The Critics of Keynesian Economics. Irvington-on-
Hundson, NY: The Foundation for Eonomic Education.
— (2011 [1946]): La economía en una lección. Madrid: Unión Editorial.
Huerta de Soto, Jesús (1998): Dinero, crédito bancario y ciclos
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Hutt, William (1979): The Keynesian Episode: a
reassessment. Indianapolis, IN: Liberty Fund.
— (2011 [1939]): The Theory of Idle Resources. Auburn, AL: The Ludwig
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Lachmann, Ludwig (1978 [1956]): Capital and its Structure. Kansas City,
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Lewis, Hunter (2009): Where Keynes Went Wrong. Mount Jackson, VA:
Axios Press.
Machlup, Fritz (2007 [1931]): The Stock Market, Credit, and Capital
Formation. Auburn, AL: The Ludwig von Mises Institute.
Marget, Arthur (1938): The Theory of Prices. New York, NY: Prentice-
Hall.
Rothbard, Murray (2004 [1962]): Man, Economy, and State. Auburn, AL:
The Ludwig von Mises Institute.
Watts, Vernon Orval (2008 [1952]): Away from Freedom. Auburn, AL:
The Ludwig von Mises Institute.
EN LA MISMA COLECCIÓN
Para más información,
véase nuestra página web
www.unioneditorial.es
1 Vid., Alvin Gouldner, La crisis de la sociología occidental, Amorrortu,
Buenos Aires, 1973, pp. 189-193.
2 Un buen ejemplo aplicado al keynesiano es la afirmación de Paul
Samuelson, referida a la obra de Keynes, quien tras constatar que es un libro
mal escrito y organizado, que quien lo haya comprado ha sido estafado en 5
chelines y que no vale para usos docentes declara que en resumen es la obra
de un genio. Citado en: Henry Hazlitt, Los errores de la nueva ciencia
económica, Aguilar, Madrid, 1961, p. 4.
3 Vid., John Kenneth Galbraith, «Cómo llegó Keynes a América» en John
Kenneth Galbraith, Economía y subversión, Plaza y Janés, Barcelona, 1972.
4 Cuando nos refiramos a La Teoría General en el texto estamos haciendo
referencia a: John Maynard Keynes, La Teoría General de la ocupación, el
interés y el dinero, Fondo de Cultura Económica, México, 1943.
5 Vid., Alvin W. Gouldner, El futuro de los intelectuales y el ascenso de la
nueva clase, Alianza Editorial, Madrid, 1980.
6 Véase al respecto el capítulo que se dedica al keynesianismo en: William
H. Hutt, El economista y la política, Unión Editorial, Madrid, 1975, pp. 105-
142.
7 Vid., Ludwig von Mises, «Lord Keynes y la Ley de Say» en Libertas,
vol, XII, n.º 43, Octubre 2005.
8 Vid., José Calvo Sotelo, Mis servicios al Estado, Instituto de Estudios de
la Administración Local, Madrid, pp. 90-184; Juan Velarde Fuertes, Política
económica de la Dictadura, Guadiana de Publicaciones, Madrid, 1968.
9 Esta es una afortunada expresión, que recoge muy bien el espíritu de su
época, de José Echegaray, también ministro de hacienda (y premio nobel de
literatura).
10 Vid., Robert Skidelsky, Keynes, Alianza Editorial, Madrid, 1998;
Murray N. Rothbard, «Keynes, the Man» en Mark Skousen (ed.), Dissent on
Keynes, Praeger, New York, 1992, pp. 171-198.
11 Vid., Joseph A. Schumpeter, «John Maynard Keynes (1883-1946)» en
Joseph A. Schumpeter, Diez grandes economistas de Marx a Keynes, Alianza
Editorial, Madrid, 1997, pp. 415-458.
12 Vid., David Gordon «Keynes’s First Principles» en Mark Skousen
(ed.), Dissent on Keynes, Praeger, New York, 1992, pp. 149-160.
13 Keynes publicó una recensión muy crítica de la Teoría del dinero y el
crédito de Ludwig von Mises y confesó después que no pudo entenderla pues
no conocía el alemán lo suficiente como para poder entenderla. Es una prueba
del respeto académico que le merecían otras escuelas.
14 Mises critica amargamente que en su descripción de la Conferencia de
Paz de París critique a Clemenceau por el estilo de su calzado y no por sus
propuestas de política. Vid., Ludwig von Mises, «Convertir piedras en pan, el
milagro keynesiano» en Libertas, vol. XII, n.º 43, Octubre, 2005.
15 En la etapa futura en la que la escasez hubiese sido abolida, la
población no necesitaría trabajar más que unas horas y viviría una vida de
ocio regida por valores y códigos de conducta propios de los gentlemen
británicos de su época. Sobre el tema del milenarismo de Marshall y su
discípulo Keynes véase: Joseph T. Salerno, «The Development of Keynes’
Economics: From Marshall to Millennialism» en Review of Austrian
Economics, vol. 6, n.º 1, 1992, pp. 3-64.
16 Sobre la importancia de este aspecto véase: Ricardo F. Crespo,
«Keynes y sus circunstancias» en Revista Empresa y Humanismo, vol. VIII,
n.º 1, 2005, pp. 33-65.
17 Vid., Richard Rose y Guy Peters, Can Government Go Bankrupt?,
McMillan Press, London, 1978, pp. 133-153.
18 Vid., Orval Watts, Away from Freedom, Ludwig von Mises Institute,
Auburn, 2008 (e.o. 1952), pp. 21-33.
19 Vid., Dudley Dillard, «Keynes and Proudhon» en Journal of Economic
History, vol. 2, n.º 1, May, 1942, pp. 63-76.
20 Vid., William Darity Jr., «Keynes’ Political Philosophy: The Gesell
Connection» en Eastern Economic Journal, vol. 21, n.º 1, Winter 1996, pp.
27-41.
21 Sobre la creación de sistemas monetarios nacionales véase: Friedrich
A. Hayek, El nacionalismo monetario y la estabilidad internacional, Aosta,
Madrid, 1996, pp. 39-50.
22 Véase especialmente: J.M. Keynes, «La Auto-suficiencia Nacional»
en El Trimestre Económico, vol. 1, n.º 2, 1934, pp. 174-189.
23 Vid., Ralph Raico, «Was Keynes a Liberal?» en The Independent
Review, vol. 13, n.º 2, Autumn 2008, pp. 165-188.
24 Sobre la influencia del keynesianismo en las políticas intervencionistas
vale como muestra: Peter Hall, El gobierno de la economía. Implicaciones
políticas de la intervención estatal en Gran Bretaña y Francia, Ministerio de
Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1993.
25 Vid., Jesús Huerta de Soto, Dinero, crédito bancario y ciclos
económicos, Unión Editorial, Madrid, 1998.
26 Vid., Bryan Caplan, The Myth of Rational Voter: Why Democracies
Choose Bad Policies, Princeton University Press, Princeton, 2007.
27 Vid., Etienne Mantoux, «Mr. Keynes’ General Theory» en Henry
Hazlitt (ed.), The Critics of Keynesian Economics, Arlington House, New
Rochelle, 1977, pp. 96-124.
28 Véase por ejemplo: Henry Hazlitt, Los errores de la Nueva Ciencia
Económica, Aguilar, Madrid, 1961; L. Albert Hahn, Economía política y
sentido común, Aguilar, Madrid, 1959; Friedrich A. Hayek, Contra Keynes y
Cambridge, Unión Editorial, Madrid, 1996; Hunter Lewis, Where Keynes
Went Wrong, Axios Press, Mount Jackson, 2009. Un ensayo bibliografico
sobre la literatura anti-keynesiana puede encontrarse en: Mark Skousen,
«This Trumpet Gives an Uncertain Sound: The Free-Market Response to
Keynesian Economics» en Mark Skousen (ed.), Dissent on Keynes, Praeger,
New York, 1992, pp. 9-34.
29 Jean Baptiste Say. 1803. Tratado de Economía Política, tomo 1,
capítulo XV.
30 John Stuart Mill. 1848. Principios de Economía Política, libro III,
capítulo XIV, sección 2.
31 Como insistiremos en los próximos capítulos, endeudarse para comprar
bienes presentes es un intercambio intertemporal: la demanda presente se
paga no con producción presente sino con producción futura. Por
consiguiente, si esa producción futura desaparece (por ejemplo, porque era
una oferta irreal que nunca iba a materializarse), lo lógico es que la demanda
presente también lo haga.
32 O dicho en términos monetarios, los costes de oportunidad de producir
X serán superiores al precio que estarán dispuestos a pagar los consumidores
que han obtenido sus rentas al vender Y; en ese caso, o los factores
productivos ocupados en X se redirigen a producir Z o se «quedan ociosos»
(tiempo libre) si es que el coste de oportunidad de producir Z es superior al
precio que por Z están dispuestos a pagar los productores de Y
33 John Maynard Keynes. 1996 [1930]. Tratado del Dinero, p. 165.
Madrid: Ediciones Aosta.
34 «Si la propensión a consumir y el volumen de inversión nueva dan
lugar a una demanda efectiva insuficiente, entonces el nivel de empleo se
reducirá hasta quedar por debajo de la oferta de trabajo potencialmente
disponible a ese salario real y el salario real de equilibrio será superior a la
desutilidad marginal del nivel de empleo de equilibrio» (p. 30).
35 Un caso parecido es que los agentes vendan productos o activos que no
poseen con el compromiso de entregarlos más adelante, cuando prevén que
su precio haya caído. Si las expectativas de estas reducciones futuras de
precios son erróneas, el inversor que ha vendido demasiados bienes o activos
sin poseerlos tendrá que recomprarlos, empujando al alza su precio e
indicando que son más escasos de lo que al principio él había inducido a
pensar.
36 Aunque en La Teoría General no alude al tema, sí conocemos la
opinión de Keynes por una conferencia que dio en 1931 en la Harris
Foundation titulada Un análisis económico del desempleo: «La razón de las
pérdidas empresariales actuales, de la caída de la producción y del desempleo
la encuentro no en el incremento de la inversión anterior a la primavera de
1929, sino en la subsiguiente cesación de esa inversión. No veo ninguna
esperanza de recuperación a menos que haya un nuevo auge en la inversión.
Y no veo cómo las bancarrotas pueden ayudarnos a acercarnos a la
prosperidad».
37 Abba Lerner. 1943. «User Costand PrimeUser Cost». American
Economic Review.
38 «La renta del empresario viene a ser igual a la cantidad que trata de
maximizar variando la escala de producción; es decir, su beneficio bruto» (p.
53).
39 A nivel agregado, los fondos ajenos de un agente son los activos y
fondos propios de otro agente.
40 Otra variante del consumo de capital, probablemente más habitual, es
que la inversión en unos sectores económicos se expanda sin que
simultáneamente aumente la inversión en otras industrias complementarias e
indispensables para que las primeras lleguen a buen puerto. Por ejemplo, si se
incrementa la inversión en la industria de motores para ampliar su capacidad
productiva pero, al tiempo, no aumenta la inversión en la industria de
neumáticos, la oferta de vehículos no podrá crecer y, por tanto, toda la nueva
inversión en motores no habrá servido de nada (se habrá consumido capital).
En definitiva, no se trata sólo de reponer el equipo de capital, sino de que las
variaciones en ese equipo sean consistentes internamente: si el aumento de la
inversión por encima del volumen de ahorro hace que se sobre invierta
demasiado en algunas industrias sin guardar la proporción con el resto, el
capital del conjunto de las estructuras productivas se consumirá igualmente.
41 Técnicamente, a este fenómeno lo denominó Friedrich Hayek «el
Efecto Ricardo», es decir, la inyección de dosis adicionales de gasto en las
industrias más alejadas del consumo, si no venían respaldadas por un mayor
ahorro por parte del resto de la economía que renunciara durante un tiempo a
demandar bienes de consumo, sólo provocaría un incremento de la demanda
de las industrias más cercanas al consumo, contrayendo la actividad de las
más alejadas del mismo.
42 Aquí conviene matizar que, de acuerdo con Keynes, una comunidad
rica tendrá una propensión media y marginal a consumir bajas, de modo que
el multiplicador será muy pequeño y también lo serán las repercusiones sobre
la renta de las fluctuaciones en la inversión. Por el contrario, una comunidad
pobre tendrá una propensión media y marginal a consumir altas, con lo que
su multiplicador será elevado y también lo serán las repercusiones sobre la
renta de las fluctuaciones de la inversión. Pero la comunidad rica, debido a su
baja propensión media a consumir, dependerá mucho más en términos
absolutos de la inversión, mientras que la comunidad pobre sólo lo hará de
manera muy moderada.
43 «Cuanto mayores sean las dotaciones financieras para amortización
necesarias para deducir la renta neta, menos favorable será para el consumo,
y por tanto para el empleo, un nivel determinado de inversión» (pp. 98-99).
44 «El equipo de capital que se produce hoy tendrá que competir, a lo
largo de su vida útil, con los equipos de capital producidos más tarde, tal vez
a un coste menor de trabajo, o incorporando tecnología mejorada que permita
reducir el precio de los productos y que incrementará la producción hasta que
alcance ese nivel de precio. Todavía más, los beneficios del empresario (en
términos monetarios) tanto los de su equipo antiguo como los del nuevo, se
reducirán si toda la producción llega a conseguirse a un precio menor» (p.
141).
45 «La inversión por profesionales puede compararse a esos concursos de
periódicos en el que los participantes tienen que seleccionar las seis caras más
guapas entre un centenar de fotografías y el premio lo recibe aquel que más
se aproxime a lo seleccionado por el promedio de los participantes, de
manera que cada uno de ellos no selecciona la que a él le parece mejor, sino
aquella que tiene más posibilidades de agradar a los demás, y todos enfrentan
el problema de la misma forma. No se trata de elegir a la más guapa, según lo
que cada uno considera, ni siquiera a quien el promedio considera la más
bella. Hemos llegado a un punto en el que nuestra inteligencia se dedica a
tratar de averiguar lo que la opinión media piensa que es esa opinión media y
existen, según creo, algunos que van todavía más lejos» (p. 156).
46 «El interés público aconseja que los casinos sean caros e inaccesibles y
quizás esto debería ser así también para las Bolsas de Valores. (…) La
introducción de un impuesto fuerte sobre las operaciones de bolsa puede ser
lo mejor que pueda hacer el gobierno para reformar el mercado, con la vista
puesta a reducir el predominio de la especulación sobre el espíritu de empresa
en los Estados Unidos» (p. 160).
47 Por ejemplo, Keynes afirma haber descubierto que los mercados de
crédito multiplican por dos el riesgo de mercado y se queja de que «esta clase
de duplicación del riesgo no ha sido demasiado destacada, hasta ahora» (pp.
144-145). Básicamente, sostiene que en toda inversión financiada con deuda
podemos detectar dos riesgos: uno, unido a la propia viabilidad económica de
la inversión; el otro, el riesgo de impago por parte del deudor (y por esta
duplicidad del riesgo, los beneficios esperados futuros y la eficiencia
marginal del capital serán menores de lo que podrían haber sido). Como es
evidente, esta «novedosa» apreciación de Keynes es un disparate, porque el
riesgo del prestamista no se duplica, sino que es compartido con el
prestatario; es más, en todo caso cabría decir que el riesgo del prestamista se
reduce, pues la devolución de su dinero ya no depende sólo del éxito o del
fracaso de la inversión que efectúe el prestatario, sino de las garantías
personales y reales que éste aporte.
48 «[Entre 1932 y 1956] las acciones de la American Ice Co. promediaron
más alto en verano que en invierno en catorce de los veinticinco años, pero
realmente promediaron más bajo en verano que en invierno en nueve de ellos.
Las acciones de la City Products Co. promediaron más alto en verano que en
invierno en doce de aquellos años, pero más bajo en verano que en invierno
en nueve de ellos. En resumen, de entre cincuenta casos, las acciones de estas
compañías se vendieron más caras en verano que en invierno sólo veintiséis
veces». Henry Hazlitt. 1961. Los errores de la Nueva Economía, p. 139.
Madrid: Aguilar.
49 «La inversión sobre bases auténticas de largo plazo es tan difícil hoy
como poco practicada y el que la intenta seguramente tendrá que trabajar y
correr riesgos mayores que si adivina mejor que la masa cómo se comportará
ésta, y a igualdad de circunstancias puede cometer mayores errores. No
tenemos prueba alguna que nos diga que la inversión socialmente ventajosa
es la más beneficiosa. Se necesita mucha más inteligencia para derrotar las
fuerzas del tiempo y de la ignorancia sobre nuestro futuro que para tomar la
delantera sobre el resto de inversores» (p. 157).
50 «La vida no es lo bastante larga, la naturaleza humana desea resultados
rápidos, hay un especial entusiasmo por hacer dinero con rapidez y
las ganancias remotas son descontadas a tasas muy altas por el hombre
medio. El juego de un inversor profesional es intolerablemente aburrido y
demasiado exigente como para poder librarse de su instinto de jugar» (p.
157).
51 «Un inversor que se proponga ignorar las fluctuaciones a corto plazo
del mercado necesita grandes recursos y no puede operar a gran escala con
dinero prestado» (p. 157).
52 «Es el inversor a largo plazo, que promueve el interés público, el que,
en la práctica, levanta mayores críticas dondequiera que los fondos sean
manejados ya sea por comités, consejos o bancos, porque la esencia de esta
conducta es la de que debe ser excéntrica sin convencionalismos temeraria a
los ojos de la opinión media. Si tiene éxito esto no hace sino confirmar la
creencia general en su temeridad y si fracasa a corto plazo, que es lo más
probable, no habrá compasión con la víctima. La sabiduría de este mundo nos
enseña que es mejor para la reputación perder de acuerdo con lo estipulado
que ganar contra ello» (pp. 157-158).
53 Hablamos precisamente del value investing o inversión en valor, cuya
obra fundacional, Security Analysis, escrita por Benjamin Graham y David
Dodd, se publicó en 1934, dos años antes que La Teoría General.
54 A.P. Lerner (1952): «The Essential Properties of Interest and
Money». The Quarterly Journal of Economics.
55 Dudley Dillard (1949 [1948]): The Economics of John Maynard
Keynes, pp. 161-206. 2005. New York: Prentice-Hall, inc.
56 «Si hubiera alguna mercancía compuesta que, en sentido estricto, se
pudiera tomar como representativa, podríamos considerar que el tipo de
interés y la eficiencia marginal del capital, expresados en términos de ella,
serían únicos. Pero hay los mismos obstáculos para hacer esto que para elegir
un patrón de valor único» (p. 225).
57 Conviene remarcar un aspecto que desarrollaremos en breve y es que
Keynes equipara el tipo de interés del dinero con la prima de liquidez: dado
que ésta última no es observable, asume que viene dada por el tipo de interés
del dinero.
58 «Existe la posibilidad de que una vez que la tasa de interés ha caído a
un determinado nivel, la preferencia por la liquidez llegue a ser tan alta que
sea absoluta, en el sentido de que casi todos prefieran tener dinero en efectivo
a unos valores que ofrecen un tipo de interés tan bajo. En este caso la
autoridad monetaria perdería el control de la tasa de interés» (p. 207).
59 «Si estoy en lo cierto al suponer que es relativamente fácil producir
bienes de capital en cuantía tal que su eficiencia marginal llegue a ser cero,
esto puede ser una forma razonable de ir, poco a poco, quitándonos de
encima una de las mayores objeciones que el capitalismo suscita. (…)
Aunque el rentista desapareciera seguiría habiendo lugar para el desarrollo
del espíritu de empresa y de la habilidad para estimar los rendimientos
esperados allí donde las opiniones podrían continuar siendo diferentes, puesto
que lo anterior se refiere sólo a la tasa pura de interés, con independencia de
la cuota de riesgo y cosas parecidas» (p. 221).
60 «La cantidad máxima de trabajo que cabe añadir a la producción de oro
es muy pequeña salvo en aquellos países en los que la minería del oro
constituye una de sus industrias principales» (p. 230).
61 La reflexión sobre cuáles son las propiedades óptimas de la que debe
gozar el dinero va más allá de nuestros propósitos, pero basta con apuntar que
el buen dinero deberá, entre otras cualidades, ser fácil de transportar, de
transformar, de almacenar, de conservar…
62 O dicho en términos de la ecuación cuantitativa del dinero M * V = P *
Q, Keynes no considera que M pueda mantenerse constante y V aumentar o P
disminuir ante los aumentos de Q.
63 Hay que matizar que en ciertos momentos del ciclo económico, cuando
se acumulan muchos vencimientos de deuda a corto plazo y cuando los
antiguos prestamistas han comprendido que no pueden seguir refinanciando a
esos deudores si no quieren perder su capital, los tipos de interés a corto
plazo se incrementarán muy por encima de los tipos de interés a largo plazo.
Es lo que se conoce como una «curva de rendimientos invertida». Sin
embargo, aparte de que se trata de un fenómeno muy transitorio, lo que causa
el aumento de los tipos de interés a corto no es tanto el atesoramiento (y su
influencia en la menor oferta de crédito) cuanto las enormes demandas de
refinanciación a corto plazo (la enorme demanda de crédito).
64 En realidad, los bancos ni siquiera necesitan recibir depósitos para
prestar dinero; lo más común es que creen nuevos depósitos al prestar. El
riesgo de esta actividad es evidente: los acreedores de esos nuevos depósitos
pueden exigirle al banco en cualquier momento que les entregue un dinero en
efectivo que no posee, lo que le obligaría a liquidar el activo contra el que
había creado ese depósito. Sin embargo, si esos activos son de suficiente
calidad (bienes presentes y líquidos) el riesgo es muy pequeño, sobre todo si
estamos diciendo que, al mismo tiempo, una parte de la sociedad desea
atesorar dinero en forma de «depósitos bancarios». Parece claro que por
muchos depósitos que creen descontando promesas de pago de calidad, si la
gente tiene un voraz apetito por incrementar la cantidad de sus depósitos
bancarios, no procederán a exigir la conversión de éstos en dinero en
efectivo. Y, aun cuando lo hicieran, si esos depósitos se han creado contra
bienes presentes líquidos, una enorme cantidad de ellos podrían pagarse por
simple compensación.
65 Una contradicción no menor, por cierto, a la de sostener que la
demanda «especulativa» de dinero depende de la «incertidumbre» sobre los
tipos de interés futuros, cuando precisamente los especuladores son aquellos
agentes que creen estar anticipándose al futuro con relativa certidumbre.
66 Por ejemplo, un bono a 10 años de 1.000 um que pague un cupón del
4% (40 um anuales), tendrá un valor presente de 1.000 um cuando los tipos
de interés de mercado están en el 4%. Si, en cambio, suben al 4,2% durante el
primer año, el valor del bono caerá a 983 um, pero al inversor le seguirá
compensando mantener el bono debido al cupón de 40 um que pagará ese año
(pierde 17 um por la subida de tipos pero continúa ingresando 40). Para que
le compensara vender, los tipos de interés deberían subir a al menos 4,51%
durante el primer año (el valor del bono caería a 959, con lo que sufriría una
merma de valor de 41 um frente a la ganancia de 40). Pero, a su vez, para que
esas expectativas motivaran cada año la venta del bono, las subidas de tipos
deberían producirse durante todos y cada uno de sus años de vida. Por
ejemplo, si en el segundo año he comprado el bono a 959, los tipos de
mercado deberán subir del 4,51% al 5,2% para que el bono se deprecie de
959 a 915 (en mayor cantidad que el importe del cupón de 40).
67 John Maynard Keynes. 1937. «The General Theory of Employment».
The Quarterly Journal of Economics, Vol. 51, N.º 2, pp. 209-223.
68 Keynes añade el siguiente matiz a su tajante afirmación: «Sólo alguien
que fuera muy injusto preferiría una política de salarios flexibles a una
política monetaria flexible, a menos que sea capaz de señalar qué ventajas
pueden conseguirse por medio de la primera que no quepa obtener de
la último» [El énfasis es nuestro]. Por nuestra parte, creemos haber
demostrado tanto que la política inflacionista no sólo no es justa, sino que
además arroja resultados muy distintos, y mucho más dañinos, que la política
de ajuste de precios relativos.
69 En el caso del dinero fiduciario, el coste directo de producción es
prácticamente nulo (el papel y la tinta) o incluso nulo (si hablamos de dinero
electrónico). El auténtico coste de oportunidad viene dado por el riesgo de
que los agentes dejen de aceptarlo —lo repudien—, perdiendo el banco
central su capacidad para seguir generando medios de pago que continúen
siendo generalmente aceptados (con la correspondiente financiación gratuita
que los tenedores de dinero fiduciario le ofrecen al banco central). Pero si
bien el análisis de la rentabilidad de producir oro es factible de realizar para
cualquier minero, el de rentabilidad social del dinero fiduciario es
simplemente incognoscible.
70 Otra cuestión es la versión simplista de la teoría cuantitativa que afirma
que todo aumento de M da lugar a un incremento proporcional de P, de la que
Keynes acertadamente se aparta aunque no por las razones correctas.
71 La cosa no cambia en el caso más frecuente de que se busque rebajar el
tipo de interés incrementando el crédito bancario, aun a costa de reducir su
respaldo en oro. Si un sistema bancario nacional expande el crédito mucho
más que los del extranjero, tenderá a efectuar más pagos fuera del país de los
que percibirá, de modo que los bancos comenzarán a perder el oro de sus
reservas y se verán forzados a contraer el crédito, lo que elevará de nuevo los
tipos de interés.
72 El primero defendió el «crédito gratuito» sin interés, para cuya
provisión incluso llegó a crear un Banco Popular que indefectiblemente
terminó quebrando. El segundo, alto jerarca nazi, escribió en 1919 el
manifiesto favorable a «Romper la esclavitud del interés».
73 J.R. Hicks (1937): «Mr. Keynes and the “Classics”; A Suggested
Interpretation». Econometrica, vol. 5, n.º 2, pp. 147-159
74 Franco Modigliani (1944): «Liquidity Preference and the Theory of
Interest and Money». Econometrica, vol. 12, n.º 1, pp. 45-88.
75 Arthur C. Pigou (1943): «The Classical Stationary State». Economic
Journal, vol. 53, pp. 343-351.
76 Friedrich Hayek (2007): «La campaña contra la inflación
keynesiana». Nuevos estudios de filosofía, economía e historia de las ideas,
p. 252. Unión Editorial, Madrid.
77 Profesor en la Universidad Católica de Ávila y doctor en Economía por
la Universidad Rey Juan Carlos con la tesis titulada «La crítica de Hayek
a The General Theory. Una revisión del debate entre Friedrich Hayek y John
Maynard Keynes».

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