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LOS ERRORES
DE LA VIEJA
ECONOMÍA
Una refutación
de La Teoría General del Empleo,
el Interés y el Dinero
de John Maynard Keynes
SEGUNDA EDICIÓN REVISADA
Prólogo de Jesús Huerta de Soto
Prólogo a la segunda edición de Miguel Anxo Bastos
Boubeta
Epílogo de David Sanz Bas
Unión Editorial
2012
© 2011 Juan Ramón Rallo
© 2011 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
2012 UNIÓN EDITORIAL, S.A. (2.a edición)
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
Tel.: 91 350 02 28 • Fax: 91 181 22 12
Correo: info@unioneditorial.net
www.unioneditorial.es
ISBN (página libro): 978-84-7209-589-2
ISBN (ebook): 978-84-7209-430-7
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del copyright.
A los keynesianos
de todas las Escuelas
ÍNDICE
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN LA FALSA
MUERTE DEL KEYNESIANISMO Y LA
NECESIDAD DE SU REFUTACIÓN
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
Capítulo 1 LA TERGIVERSACIÓN DE LA LEY DE
SAY
Capítulo 2 DEFINICIONES TRAMPOSAS
I. La elección de las unidades
II. El papel de las expectativas
III. La definición de renta
IV. La definición de ahorro e inversión
Capítulo 3 LA PROPENSIÓN A CONSUMIR: CÓMO
AHORRAR SIN DEJAR DE CONSUMIR
Capítulo 4 LA MUY FLUCTUANTE PROPENSIÓN
A INVERTIR
I. La eficiencia marginal del capital
II. Los tipos de interés
III. Conclusión
Capítulo 5 LOS EFECTOS REALES Y NOMINALES
DE LAS VARIACIONES DE LOS SALARIOS
I. Efectos sobre la producción
II. Efectos sobre los precios
III. Conclusión
Capítulo 6 EL CICLO ECONÓMICO COMO UNA
REGULARIDAD MANIACODEPRESIVA
Capítulo 7 LAS IMPLICACIONES POLÍTICAS Y
FILOSÓFICAS DE LA TEORÍA GENERAL
I. Las raíces intelectuales de Keynes
II. El programa político de Keynes
Capítulo 8 CONCLUSIÓN: ESCLAVOS DE UN
ECONOMISTA MIOPE
Capítulo 9 GUÍA DE LECTURA DE LA TEORÍA
GENERAL DEL EMPLEO, EL INTERÉS Y EL
DINERO
APÉNDICE CRÍTICA DEL MODELO IS-LM
Epílogo JAQUE MATE A LA TEORÍA GENERAL
BIBLIOGRAFÍA ANTIKEYNESIANA
PRÓLOGO
A LA SEGUNDA EDICIÓN
LA FALSA MUERTE DEL
KEYNESIANISMO
Y LA NECESIDAD DE SU
REFUTACIÓN
«Por lo tanto, oh patriotas amas de casa, salid temprano
mañana a las calles y acudid a esas maravillosas
rebajas anunciadas por todas partes. Aprovisionaros
de ropa para casa, de sábanas y de mantas para
cubrir todas vuestras necesidades, y tened, además,
la alegría de estar aumentando el empleo e
incrementando la riqueza del país, porque estais
poniendo en marcha actividades que son útiles».
J.M. Keynes
Essays in Persuasion
Sin embargo, como Keynes supone que una parte de esa oferta agregada no
se traduce en demanda agregada —es decir, que una parte de la oferta no se
destina ni a ser consumida, ni a ser invertida, sino a ser atesorada, lo que es
una actividad estéril que no emplea factores productivos dentro del sistema
económico— existe una consecuente indeterminación sobre el punto de corte
de la demanda efectiva (derivado del mayor o menor atesoramiento en el que
incurran los agentes); en ese caso, será la intensidad del deseo de consumir y
de invertir —la demanda agregada— lo que determinará la demanda efectiva.
El inglés resumía adecuadamente las llamativas conclusiones a las que
llegaba con la siguiente frase: «La demanda efectiva, en lugar de tener un
valor de equilibrio único [como lo posee para los seguidores de la Ley de
Say] tiene toda una serie infinita de valores posibles, todos igualmente
admisibles» (p. 26). En otras palabras, dada una determinada capacidad
productiva en la economía, ésta operará a un mayor o menor rendimiento en
función de qué parte de la producción piensen los agentes destinar o a
consumir o a invertir (aquí subyace una hipótesis que más adelante tendremos
ocasión de criticar como es la de que una estructura productiva dada puede
servir para abastecer cualquier combinación de demandas de bienes de
consumo y de bienes de inversión y que, por tanto, los cambios en la
composición de la demanda agregada resultan irrelevantes con tal de que se
mantenga el volumen total de gasto).
Lo que Keynes parece incapaz de admitir es que, pudiendo existir
sobreproducciones en unas partes de la economía e infraproducciones en
otras, el mercado tenderá a eliminar las primeras y a expandir las segundas,
sin que en ningún momento exista desempleo involuntario (lo que no
significa que no pueda existir un elevado desempleo, pero no será del tipo
involuntario, tal como lo definía Keynes). Dicho de otra forma, lo que no
resulta posible es una sobreproducción generalizada por ausencia de
demanda, porque ello equivale a hablar de sobreproducción generalizada…
por ausencia de oferta (una contradicción en los términos).
Lo gracioso del caso es que si Keynes pretendía caricaturizar a Say
resumiendo su doctrina en la disparatada máxima de que «la oferta genera su
propia demanda», a la luz de lo expuesto bien podría resumirse la teoría
keynesiana en una no menos disparatada Ley de Keynes que sostuviera que
«la demanda genera su propia oferta»; a saber, que estabilizando o
incrementando el nivel de gasto total —independientemente de su
composición— se conseguirá estabilizar o incrementar el nivel de producción
hasta que todos los recursos estén plenamente ocupados, incluso cuando la
composición de la oferta sea incapaz de atender esa particular demanda.
El paso siguiente a la separación conceptual que efectúa Keynes entre
oferta y demanda agregadas es precisamente estudiar de qué dependen estas
dos magnitudes y cómo determinan conjuntamente la demanda efectiva. El
volumen de oferta agregada, de acuerdo con Keynes, sólo puede depender a
corto plazo del empleo, pues en ese lapso de tiempo la tecnología, el capital y
los recursos están dados. La demanda agregada equivaldrá a cuánta renta esté
dispuesta a gastar la sociedad en consumo y en inversión; o sea, del consumo
agregado y de la inversión agregada. El primero dependerá del porcentaje de
la oferta agregada que la sociedad quiera consumir, es decir, del volumen de
empleo (que determina la oferta agregada) y de lo que Keynes llama
«propensión a consumir» (que determina el porcentaje a consumir de la
renta). Por su parte, la inversión agregada dependerá, como explicaremos más
adelante, de la rentabilidad esperada de las inversiones (lo que Keynes
denominará «eficiencia marginal del capital») y del coste de oportunidad de
esa inversión (que será el tipo de interés del dinero).
Así, y por utilizar en lo que sea posible la notación matemática de Keynes,
la oferta agregada a corto plazo es una función del empleo:
Z = ø(N), donde Z es la oferta agregada y N el nivel de empleo.
Y la demanda agregada es parcialmente función del empleo a través del
consumo agregado:
D = D1 (pc; N) +D2 (emc; ti), donde D es la demanda agregada,
D1el consumo agregado, pc la propensión a consumir,
D2la inversión agregada, emc la eficiencia marginal del capital y ti el tipo
de interés del dinero.
La clave de La Teoría General es cómo resuelve Keynes esta
indeterminación de la demanda efectiva; indeterminación que deriva de que
la renta que la sociedad espera gastar en consumo depende de la oferta
agregada y por tanto del nivel de empleo, pero a su vez el nivel de empleo
depende de la oferta agregada que esperen vender los empresarios, esto es, de
la demanda agregada.
O dicho de otro modo, el problema para Keynes es que si bien el consumo
equivale a un porcentaje más o menos constante de la oferta agregada, la
inversión agregada no. La diferencia entre la oferta agregada y el consumo
agregado equivale al ahorro agregado, de ahí que Keynes considere que el
ahorro agregado no tiene por qué materializarse en inversión agregada, sino
en un atesoramiento que no implica la demanda de nada. Y si la demanda
agregada no aumenta lo suficiente como para justificar el incremento de la
producción, ésta caerá, de modo que el ahorro agregado también se reducirá
hasta igualarse con la inversión agregada. Por consiguiente, un mayor
volumen de empleo hace aumentar la oferta agregada y el consumo agregado,
mas no necesariamente la inversión agregada y la demanda agregada.
Si los perceptores de rentas las consumieran al 100%, Keynes no vería
ningún problema en el sistema económico. Más empleo no sólo supondría
más oferta, sino más consumo agregado para absorber esa mayor oferta. La
cosa cambia cuando consideramos la propensión a consumir; dado que los
perceptores de rentas no consumen el 100% de las mismas, sino un
porcentaje inferior, el ahorro agregado crecerá con el nivel de empleo, de
manera que, a menos que la inversión se incremente lo suficiente como para
absorber todo el ahorro resultante, habrá para ciertos niveles de empleo una
oferta potencial de bienes y servicios mayor a aquella que van a demandar los
agentes (lo que provocará una contracción de esa oferta potencial hasta el
nivel de demanda agregada). Pero si, como hemos sentenciado, la diferencia
entre la oferta y el consumo agregado (el ahorro agregado) es creciente con el
nivel de empleo, cada vez hará falta invertir una mayor cantidad de renta para
que esos niveles crecientes de empleo sean sostenibles.
El Cuadro 1 servirá para ejemplificarlo. Supongamos que el valor de la
oferta agregada es igual a cinco veces el número de trabajadores ocupados; a
su vez, el consumo agregado es un 70% del valor de la oferta agregada (es
decir, la propensión a consumir es del 70%) y la inversión agregada es una
cuantía fija igual a 375.
En ese caso, conforme vaya aumentando el número de trabajadores
empleados, la oferta agregada irá incrementando su valor, pero si el consumo
agregado se mantiene constante en el 70% de las rentas derivadas de la oferta
agregada, la diferencia entre la oferta agregada y la demanda agregada será
cada vez mayor en términos absolutos. Sólo si la inversión agregada se
incrementa lo suficiente como para compensar esta creciente divergencia,
podrán sostenerse los niveles de empleo: por ejemplo, cuando haya 500
trabajadores, la inversión agregada tendría que subir de 375 um a 750 um
para que compense seguir empleando a todos esos 500 trabajadores. En caso
contrario, si la inversión agregada se mantiene en 375, el nivel de demanda
efectiva caerá a 1.250 um, lo que supone una ocupación de 250 trabajadores.
Este mismo ejemplo puede ayudarnos a terminar de comprender qué
entendía Keynes por desempleo involuntario. De acuerdo con Keynes, no
tiene demasiado sentido denominar desempleo involuntario a aquella
situación en la que un trabajador no quiere trabajar al salario real que le
pueden ofrecer los empresarios. En ese caso, empleando el lenguaje de La
Teoría General, diremos que la desutilidad del trabajo (el coste de
oportunidad de trabajar) es superior a su productividad marginal (el salario
real que se le puede pagar) o que, más llanamente, el trabajador valora más el
tiempo libre que la riqueza que puede generar renunciando a ese tiempo libre.
Cuadro 1
Fuente: Jeremy Siegel. 1998. Stocks for the Long Run. New York:
McGraw-Hill.
Y si, en contra de lo que suponía Keynes, la inversión a largo no es más
arriesgada que la especulación a corto, tampoco parece razonable suponer
que resulte más costosa, pues la especulación, consistente en realizar
numerosas operaciones de compraventa en plazos muy breves de tiempo,
tiene que hacer frente a mayores gastos, como las comisiones de corretaje o
los eventuales impuestos sobre las plusvalías percibidas. Lo cual no significa
que encarecer todavía más la especulación a corto plazo sea inocuo: Keynes
propone un impuesto sobre las transacciones bursátiles que previsiblemente
se articularía como un porcentaje sobre la transacción de compraventa de
acciones (con algunos matices, esto es lo que propone ese impuesto de
inspiración keynesiana que es la Tasa Tobin). Por reducido que fuera ese
impuesto (por ejemplo, un 1% del importe de la acción), muchas
transacciones especulativas destinadas a estabilizar los movimientos de
precios en unos márgenes bastante estrechos y, por tanto, con una
rentabilidad muy baja, dejarían de realizarse, lo que acarrearía una mayor
fluctuación en los precios de las acciones. Concretamente, la labor de
muchos market makers (los que compran cuando hay una acumulación
transitoria de órdenes de venta y los que venden cuando hay una acumulación
transitoria de órdenes de compra) y de muchos traders que emplean el
análisis técnico (que estabilizan los precios dentro de sus rangos históricos)
dejaría de ser rentable, con lo que los activos bursátiles se volverían mucho
menos negociables y, al tiempo, desaparecería uno de los mecanismos que
permite discriminar los movimientos de precios relevantes de los irrelevantes
(tal como apuntamos en el capítulo 2). Es decir, con la propuesta de Keynes,
la parte más estabilizadora de la especulación (market makers y muchos de
los traders) dejaría de operar y la parte más desestabilizadora (pánicos y
burbujas, cuyas pérdidas o ganancias esperadas son tan grandes que en
ningún caso se verían contenidos con un impuesto del 1%) seguiría
campando a sus anchas, lo que, en definitiva, haría más arriesgada la
inversión bursátil (a corto y a largo plazo) y reduciría la canalización del
ahorro a través de este mercado.
Tampoco puede sostenerse que el impulso natural a lograr beneficios a
corto plazo supone un obstáculo insalvable para invertir a largo plazo. Si el
beneficio que promete la inversión a largo en relación con el riesgo que debe
asumirse a tal plazo es lo suficientemente elevado frente al que promete la
especulación a corto, los instintos tenderán a reprimirse del mismo modo en
que muchos agentes reprimen sus ansias de consumir en el presente a cambio
de una mayor renta en el futuro.
Aduce también Keynes que el inversor a largo tiene grandes dificultades
para apalancarse, pues la depreciación de sus acciones lo obligaría a tener que
aportar mayor capital cuando el préstamo recibido esté garantizado por esa
cartera de valores. Es cierto que los bancos siempre han exigido y
previsiblemente seguirán exigiendo que las acciones garanticen en todo
momento un determinado porcentaje del préstamo, de modo que, en caso de
merma significativa en su valor, exigen mayores garantías al deudor (los
llamados margin calls). Ahora bien, Keynes no menciona —en algunos casos
porque en su época todavía no existían, en otros por desconocimiento—
algunos instrumentos y estrategias financieras que permiten a los inversores a
largo plazo apalancarse tanto o más que los especuladores a corto.
En primer lugar, unos quince años después de publicada La Teoría
General empezaron a practicarse las operaciones conocidas como «recompras
apalancadas de acciones», en las que algún inversor —generalmente el propio
equipo directivo de la empresa— se endeudaba para adquirir la totalidad o
práctica totalidad de las acciones de la compañía, garantizando esa deuda con
los activos de la firma y repagándola a través de sus beneficios futuros. Las
recompras apalancadas de acciones, aparte de generar beneficios fiscales
reduciendo la base imponible del impuesto sobre sociedades, suelen provocar
que las acciones de la empresa dejen de cotizar en los mercados y pasen a
integrar el patrimonio privado de los inversores apalancados (es lo que se
conoce como OPA de exclusión). En otras palabras, dado que las acciones
dejan de cotizar, no habrá oscilaciones en su valor ni presión sobre el deudor
para que aporte mayor capital; la operación prosperará o se frustrará al
margen de la bolsa, pasando a depender exclusivamente de los flujos de caja
que sea capaz de generar la propia empresa.
En segundo lugar, Keynes no menciona un instrumento financiero
ya existente en su época y que permite a los inversores a largo plazo
apalancarse incluso en mayor medida que a través de un préstamo bancario:
las opciones de compra de acciones. Las opciones son derechos a comprar
una acción a un determinado precio a lo largo de un período de tiempo que
puede alcanzar incluso los cinco años. El precio de estas opciones, que
depende entre otros factores del plazo y del precio de ejercicio de las mismas,
suele ser una fracción del de la acción al que dan derecho a comprar, lo que
permite, con un mismo capital, adquirir muchos más derechos que acciones.
Por ejemplo, supongamos una opción a dos años que permite comprar a 6 um
una acción que hoy cotiza a 5 um y que esperamos que suba a 8 um. El precio
de mercado de esa opción es de 0,5 um. Eso significa que con un capital de
10.000 um podríamos adquirir o 2.000 acciones o 20.000 opciones, de modo
que, si se cumplen nuestras expectativas, lograríamos o un beneficio de 6.000
um —si hemos comprado las acciones— o de 30.000 um —si hemos
comprado las opciones—. Dicho de otra manera, adquirir las opciones sería
equivalente a pedir un préstamo de 50.000 um a dos años con el que comprar
las acciones, con la diferencia de que las eventuales depreciaciones que
experimente la acción no nos obligarían a aportar más capital como garantía
(y de que no pagaríamos intereses).
Por último, tampoco tiene demasiado sentido la afirmación de que la
opinión pública ve con mejores ojos la especulación a corto plazo que la
inversión a largo, sobre todo en una época en la que no es infrecuente la
demonización del especulador. En realidad, y en todo caso, el público
lego tenderá a valorar más positivamente la especulación a corto plazo
exitosa que la inversión a largo plazo transitoriamente fracasada, aunque
estos efectos se difuminarán en el historial de éxitos (el llamado track record)
de ese inversor: en general, no cabe esperar que el público observe con
desconfianza al inversor a largo plazo que acredita un historial de éxitos
muy importante, pues será vox populi que la depreciación coyuntural de su
cartera de valores muy probablemente revertirá en poco tiempo; tan ha sido
así que prácticamente todos los inversores afamados posteriores a Keynes
han sido inversores a largo plazo (Warren Buffett, Benjamin Graham, Peter
Lynch, Philip Fisher, John Templeton, Carl Icahn, Seth Klarman, Bruce
Berkowitz, John Neff, etc.). Y, en todo caso, aunque el público vituperara
siempre a los inversores a largo, las críticas no tienen por qué hacer mella en
el inversor individual convencido de la calidad de las acciones que
haadquirido —del negocio subyacente a ellas—, pues, de hecho, las más de
las veces sus opiniones irán en contra del sentir mayoritario de los agentes,
motivo por el cual a una parte de esos inversores se les
conoce como contrarian investors (sólo yendo en contra de la manada se
puede comprar barato cuando todos venden y vender caro cuando todos
compran).
Ninguno de los motivos que aduce Keynes, por consiguiente, parece
sugerir ni mucho menos la necesidad de que la especulación a corto plazo
predomine sobre la inversión a largo plazo y que, por ello, el estado de
confianza y la eficiencia marginal del capital sean muy volátiles. Pero,
además, hay un motivo aún más importante para suponer que a medio y largo
plazo la especulación resulta irrelevante a la hora de determinar las
cotizaciones bursátiles: la influencia de las decisiones del especulador no
es ni mucho menos la misma que la del inversor a largo plazo.
El especulador compra y vende acciones con una enorme rotación en su
cartera. Sus posiciones van cambiando constantemente según el precio se
acerca a corto plazo a sus previsiones o se aleja mucho de ellas. Su función es
esencial en el mercado porque proporciona negociabilidad a los valores y
estabiliza sus precios dentro de los márgenes en los que históricamente se han
movido: ello permite al resto de inversores discriminar entre movimientos
relevantes e irrelevantes de precios, así como incrementar las posibilidades de
encontrar a alguien que quiera comprar o que quiera vender un determinado
paquete de acciones sin grandes sacrificios de precio. No obstante,
precisamente por esta rotación y falta de compromiso con los valores, su
influencia en la determinación de su cotización a largo plazo es casi
imperceptible.
Por el contrario, el inversor a largo plazo que considera que las acciones de
una empresa están muy baratas con respecto a su valor intrínseco a largo
plazo adquirirá un paquete de esas acciones para conservarlo durante un largo
período de tiempo o incluso, dependiendo de la cuantía del paquete, para
influir en el proceso de toma de decisiones del equipo directivo; su esperanza
es que en un plazo más o menos dilatado el precio de esas acciones suba
hasta alcanzar su valor intrínseco, ya sea porque confía en que otros
inversores llegarán a las mismas conclusiones que él o, si ha tomado el
control de la compañía, porque espera generar por sí mismo valor. El inversor
a largo retiene ese paquete de acciones fuera del mercado hasta que su precio
se vuelva el deseado o hasta que logre los suficientes flujos de caja como
para compensarle el precio pagado por su paquete accionarial. Dicho de otra
forma, si la especulación deprime absurdamente los precios de una acción por
debajo de su valor intrínseco, los inversores a largo plazo comenzarán a
adquirir acciones de esa empresa, reduciendo progresivamente el volumen de
la especulación y, más adelante, elevando el precio de la acción hasta que
alcance el valor intrínseco. Asimismo, cuando el precio de mercado de una
acción se sitúe muy por encima de su valor intrínseco, los inversores a largo
plazo tenderán a mantenerse alejados de ella o, incluso, a vender títulos de la
misma que no posean; esta última operación inversora se llama «venta corta»
y es la forma más rápida y eficaz de combatir una burbuja de precios en un
activo: como los inversores pueden vender un número ingente de las acciones
de una empresa aun cuando no las posean (es decir, las venden hoy con el
compromiso de comprarlas y entregarlas mañana, cuando se espera que su
precio haya caído), el precio de esa acción tenderá a caer, a menos que la
vorágine compradora sea tan potente que adquiera todos los títulos que se
vendan. En cierto modo, también aquí puede hablarse de un margen de
seguridad, pues cuanto más elevado sea el precio de mercado con respecto al
valor intrínseco de la acción, más inevitable va siendo a medio plazo que ese
precio pinche con intensidad.
Así, la posible irracionalidad de algunos especuladores a corto plazo —que
no analizan la calidad de la empresa subyacente, sino que sólo se mueven en
manada— tiende a contrarrestarse con la racionalización que introducen los
inversores a largo plazo, que son los que, como propietarios conscientes del
precio mínimo al que están dispuestos a vender y del precio máximo al que
están dispuestos a comprar, consolidan unos determinados márgenes de
cotización de la acción. En otras palabras, las caídas de precio causadas por
un pánico especulador (o las subidas provocadas por su exuberancia
irracional) que no estén basadas en un cambio en las perspectivas reales de
beneficio de las empresas tenderán a ser corregidas por los inversores más
largoplacistas, pues cuanto más se alejen las cotizaciones bursátiles de sus
valores intrínsecos, mayor será el «margen de seguridad» para tomar
posiciones en ellas.
Esto no significa, claro está, que desechemos la posibilidad de que se
produzca una depresión o una burbuja más o menos duradera en el precio de
las acciones, pero ello sólo será posible cuando concurran otros motivos que
o bien modifiquen el valor intrínseco de las acciones o bien contrarresten la
influencia estabilizadora de los inversores a largo; por ejemplo, una
expansión crediticia artificial que, como estudiaremos en el capítulo 6,
engendre la ilusión de una falsa prosperidad o una intervención política
generalizada que eleve enormemente la incertidumbre sobre el futuro de las
empresas. Lo que sí negamos es que pueda producirse una depresión o una
burbuja permanente de los precios por debajo o por encima de sus valores
intrínsecos e incluso una caída o alza de los precios que dé lugar por sí misma
a una disminución o aumento significativo de los valores intrínsecos.
Como hemos visto, Keynes viene a afirmar que los pinchazos bursátiles
mermarán el estado de la confianza y, con él, la eficiencia marginal del
capital; lo cual significa que pueden producirse crisis económicas derivadas
del simple pesimismo injustificado de los especuladores. Pero, como
decimos, cuanto más bajo vendan los especuladores, más presencia
adquirirán los inversores a largo plazo y, por tanto, más tenderán a
estabilizarse las cotizaciones y a revalorizarse las acciones. Merced a los
inversores a largo plazo, el mercado bursátil tenderá a ser un reflejo de la
economía real y no un elemento que determine la evolución de ésta.
En definitiva, no hay motivos para pensar ni que la eficiencia marginal del
capital será decreciente a largo plazo ni que será inestable a corto y medio
plazo. Los pánicos inversores que no estén basados en motivos reales
tenderán a autocorregirse por el simple hecho de que los beneficios latentes
serán crecientes a cambio de un esfuerzo bastante modesto: dejar de ser
pesimista y pasar a ser moderadamente optimista.
Cuestión distinta será, como más tarde analizaremos, cuando el coste de
conseguir que la eficiencia marginal esperada se vuelva positiva sea mayor al
de simplemente desearlo. Si la situación de la economía real se ha degradado
lo suficiente, el mero cambio en el estado de confianza no podrá mejorar la
situación económica por idénticos motivos a los que hemos utilizado para
descartar que pueda empeorarla. Ya dijimos en su momento que las
expectativas no sólo han de ser consistentes entre sí sino también con la
realidad económica subyacente.
II. Los tipos de interés
Aunque probablemente los capítulos que tratan de analizar el tipo de
interés del dinero sean los más importantes de La Teoría General —por algo
el título completo del libro es La Teoría General del Empleo, el Interés y
el Dinero— también se encuentran entre los más ambiguos y contradictorios.
Así, vamos a tratar de ofrecer nuestra interpretación de los mismos
basándonos en las contribuciones de los keynesianos Abba P. Lerner54 y
Dudley Dillard.55
La eficiencia marginal del capital esperada de cualquiera activo, a la que
nos hemos referido con anterioridad, puede ser descompuesta en tres
elementos que a continuación pasamos a estudiar: su rendimiento monetario
(al que, siguiendo a Keynes, llamaremos q), sus costes de almacenamiento (a
los que llamaremos c) y su prima de liquidez (a la que denominaremos l).
El rendimiento monetario del activo (q) no será más que la diferencia entre
las ventas futuras y los costes de producción dividida por esos costes de
producción. Por ejemplo, si producir 100 kg. de trigo nos cuesta 1.000 um y
podemos vender esos 100 kg. por 1.200 um dentro de un año, la q del trigo
será del 20%.
A ese rendimiento habrá que minorarle los costes ligados a la
conservación o almacenamiento del activo durante el tiempo que estemos
esperando para venderlo (c), que también pueden caracterizarse como un
porcentaje de los costes de producción. Si, verbigracia, antes de vender
el trigo del ejemplo anterior, es necesario almacenarlo a un coste de 50 um, el
coste del almacenamiento será del 5%. Así, el rendimiento monetario neto del
activo minorados los costes de almacenamiento será q – c, esto es, el 15%.
Pero aquí no termina la historia. Keynes añade un tercer elemento a tener
en cuenta dentro de la eficiencia marginal de un activo: la prima de liquidez
(a la que llamaremos l) o «el poder inmediato» para acceder a otros bienes o
activos (es decir, el poder de desprendernos de las mercancías sin merma de
valor y de ser capaces de adquirir otros bienes). A diferencia de q y c, l no es
directamente cuantificable, pero sí es una cualidad del bien por la que
«estamos dispuestos a pagar» (p. 226). De este modo, la eficiencia marginal
total de un activo sería en realidad q – c + l.
La eficiencia marginal del activo la podemos expresar tanto en unidades
monetarias —como hemos visto— o, de acuerdo con Keynes, en las propias
unidades del activo: por ejemplo, si tenemos un activo de 1.000 kg. de trigo
almacenados en un silo a un coste equivalente a 30 kg. de trigo anuales y los
empleamos para producir 1.100 kg. de trigo, el rendimiento neto de costes de
esos 1.000 kg. de trigo será de 70 kg. de trigo. A esta eficiencia marginal del
activo medida en las propias unidades físicas del activo la denominará
Keynes «tasa intrínseca de interés medida en términos de esa mercancía
tomada como patrón». En nuestro último ejemplo, esa tasa intrínseca sería del
7% (q = 10%, c = 3%, l = 0%).
Si bien cada activo tiene su propia tasa intrínseca de interés en términos de
sí mismo, las tasas de interés en términos monetarios (que vienen a ser lo
mismo que la eficiencia marginal del capital de cada uno de los activos)
tienden a converger hacia la misma para todos los activos y para todo el
mercado. Keynes no llega a admitir esto último de manera explícita, pero sí
está implícito en su desarrollo argumental56: si hubiera diferencias entre los
tipos de interés en términos monetarios de cada activo (entre la eficiencia
marginal de cada activo), habría oportunidades de arbitraje entre ellos; los
activos con un tipo de interés monetario más bajo se venderían (aumentando
el tipo de interés) y se adquirirían los activos con un tipo de interés monetario
más alto (reduciéndose el tipo de interés).
Por ejemplo, supongamos que en el caso anterior el tipo de interés del
dinero es del 5%,57 el precio del kilo de trigo en el presente es de 10 um y el
del trigo a un año es de 14 um. En este caso, el tipo de interés del trigo en
términos monetarios (su eficiencia marginal) será del 41%:
Fuente: www.measuringworth.com
Como ya hemos indicado, la obsesión del inglés con la generación de
empleo llega a tal punto que, aunque reconoce las limitaciones de crear
empleo a partir de una estructura productiva que no se adapta a los patrones
de gasto de los consumidores, su principal preocupación pasa por impulsar la
demanda y no por reajustar la oferta. Pero, ¿cómo generar empleo
impulsando una demanda con una baja elasticidad producción-gasto y
empleo-gasto (esto es, una demanda que no puede ser satisfecha merced al
aparato productivo actual)? De ninguna manera: antes de que vuelva a
incrementarse la producción y de que los empresarios puedan volver a ofrecer
salarios que compensen la desutilidad de trabajar de muchas personas, será
necesario pasar por un lento proceso de recomposición de la estructura
productiva, de tal modo que ésta se adapte a las necesidades de los
consumidores e inversores. Y ahí precisamente se encuentra una de las
trampas o confusiones que intenta tendernos Keynes: en esos casos en los que
el desempleo se deba a una caída más o menos generalizada de la
productividad marginal de la economía (debido a la necesidad de un lento
reajuste entre los deseos de los consumidores y el equipo de los capitalistas),
será inevitable que, tras la rebaja salarial y la progresiva reocupación de los
parados, la renta agregada disminuya. Claro que esa caída de la renta
agregada se deberá no, como dice Keynes, a la menor demanda agregada,
sino a la inferior capacidad de la estructura productiva para fabricar los
bienes y servicios concretos que desean los consumidores y que se mantendrá
hasta que el reajuste se haya completado (por supuesto, como la oferta
agregada será menor, también lo será la demanda, pero la dirección de la
causalidad es la inversa a la sugerida por Keynes).
Más allá de estos errores centrales dentro la teoría del mercado laboral de
Keynes, podemos mencionar otras fallas en el desarrollo de su
argumentación. Primero, aun suponiendo que sea cierto que los menores
salarios reducen la propensión a consumir —lo cual dista de ser una regla
inexorable, pues conforme se extiende el capitalismo cada vez es más
habitual que los mismos trabajadores sean a su vez propietarios de empresas,
de forma que verían, a través de la rebaja salarial, compensadas sus rentas vía
dividendos, estabilizando asimismo la propensión a consumir—, los mayores
beneficios empresariales incrementarían el gasto en inversión o el
atesoramiento, lo cual, como decimos, se transformaría en mayor demanda de
bienes de capital o de saldos líquidos (con la consecuente recolocación de los
trabajadores hacia inversiones más seguras y cercanas en el tiempo). Sin
embargo, incluso dentro del paradigma de pensamiento keynesiano, lo
razonable sería suponer que el consumo agregado aumenta gracias a la rebaja
salarial: recordemos que uno de los factores objetivos que determina la
propensión a consumir es la riqueza de los agentes y esa riqueza, en términos
reales, se incrementará si caen los precios como consecuencia de los menores
salarios (Efecto Pigou). Si, en cambio, los salarios no se reducen y tampoco
lo hacen los precios de numerosos bienes y servicios, muy probablemente se
generará la expectativa de que en el futuro, cuando la tozudez de los salarios
rígidos llegue a su fin, los precios futuros serán menores, lo que provocaría
un retraimiento del consumo presente.
Y ello por no hablar de que, en la mayoría de las ocasiones, la rebaja
salarial no consistirá en una redistribución de la renta desde los trabajadores a
los capitalistas, sino en una redistribución de las pérdidas. Es decir, si
la reducción de salarios se debe a una caída de los ingresos empresariales —
caída que puede no ser sólo sectorial, sino global, por el hundimiento de la
demanda basada en un crédito que ha colapsado— necesariamente el gasto de
esa economía deberá reducirse: no será la caída de los salarios la que dé lugar
a una caída de los ingresos (y de los precios) sino al revés. Porponer un
ejemplo que se entenderá perfectamente: supongamos que estamos ante una
economía agraria que opera de manera cooperativa —los trabajadores son los
capitalistas— y que, más allá de la reposición del capital, se consume el
100% de la renta. Si esa economía se enfrenta a una época de malas cosechas,
los salarios/dividendos de los miembros de la cooperativa deberán reducirse
por fuerza y también lo hará su consumo. Simplemente, de donde no hay no
se puede sacar: la renta caerá no porque los agentes quieran consumir menos,
sino porque no pueden producir más. Exactamente lo mismo que sucede
cuando una estructura productiva se halla distorsionada y hay que modificarla
creando nuevos bienes de capital y redirigiendo los factores productivos
existentes de un sitio a otro.
Segundo, la hipótesis de que las expectativas bajistas sobre los salarios
acarrean caídas en la eficiencia marginal del capital que paralizan el gasto en
inversión por parte de los empresarios debe descartarse por entero. Para
empezar, mientras un empresario no invierte, está renunciando a la
rentabilidad de esa inversión, de modo que si todos los empresarios
paralizaran sus inversiones mientras previeran ulteriores reducciones
salariales, aquel empresario que fuera un tanto más osado que el resto e
invirtiera en el presente se quedaría con todo el mercado y con todos
los beneficios. Por consiguiente, no cabe esperar que todos los empresarios
dejen de invertir por unas simples expectativas bajistas sobre los salarios.
Pero hay tres motivos más fundamentales por el que no cabe sostener que
las expectativas de rebajas salariales paralicen la inversión. Uno, que
mientras los salarios no caigan, la expectativa de que tienen que descender
para ajustarse a la realidad seguirá latente, por lo que unos salarios
mantenidos rígida y artificialmente altos no estimularán la inversión sino que,
siguiendo la lógica keynesiana, la paralizarán. Dos, es perfectamente factible
incluir en los contratos laborales cláusulas de indexación (al alza o a la baja)
en los salarios, de modo que si los salarios futuros de la competencia se
reducen o aumentan, los de la propia compañía pasen a hacer lo propio. Tres,
aun cuando lo anterior no fuera posible (por ejemplo, los bienes de capital
presentes fabricados por trabajadores con altos salarios serán en cualquier
caso más costosos que los bienes de capital futuros fabricados por
trabajadores con sueldos más bajos, lo que podría llevar a que los
empresarios se abstuvieran de adquirirlos hoy si saben que más adelante los
encontrarán más asequibles), la progresiva rebaja de los salarios para ir
acercándolos a su productividad marginal no paralizará la inversión, sino que
modificará su composición. Grosso modo, podemos generalizar diciendo que
en el mercado existen dos tipos de empresas extremas: las primeras son
aquellas que tienen un margen de beneficios (precio unitario menos coste de
producción unitario) muy estrecho pero, a cambio, su velocidad de rotación
del capital (la relación entre las ventas y el capital invertido) es muy elevada;
las segundas son aquellas que tienen un margen de beneficios muy amplio y,
a cambio, tienen una velocidad de rotación del capital muy baja. Un ejemplo
de las primeras podrían ser los supermercados, cuyos márgenes por unidad
vendida son muy reducidos pero venden una enorme cantidad de mercancías
cada año, y un ejemplo de las segundas podrían ser las aeronáuticas, cuyos
márgenes por unidad vendida son muy elevados pero venden una
pequeña cantidad de mercancías al año. Las situaciones en las que el margen
de beneficios y la velocidad de rotación son a la vez muy elevados tenderán a
desaparecer en el mercado, pues esas compañías disfrutarán de una altísima
rentabilidad sobre el capital invertido que atraerá a la competencia
(reduciendo el margen por unidad vendida a menos que las compañías
decidan inmovilizar una gran cantidad de capital en reducir los costes o en
mejorar la calidad del producto, lo que reducirá su rotación). Por ejemplo,
supongamos estas tres empresas:
Como vemos, con la misma inversión inicial en activos (10.000 um), estos
muy distintos tres modelos de negocio obtienen la misma rentabilidad del
6%. La diferencia está en que la empresa A tiene que reinvertir todo su
capital seis veces a lo largo del año (para vender 60.000 um ha de realizar la
inversión inicial de 10.000 um seis veces), mientras que la empresa C lo
reinvierte una vez cada diez años. En otras palabras, la empresa A cuenta a lo
largo del año con seis oportunidades para modificar la dirección de sus
inversiones: en lugar de inmovilizar su capital a lo largo de diez años (como
hace la C), lo inmoviliza sólo durante dos meses. ¿Qué sucederá con las tres
empresas anteriores si las tres ven ampliarse su margen de beneficios en tres
puntos porcentuales como consecuencia de una rebaja salarial?
En tal caso, sólo debería haber dos soluciones para la compañía D: o los
trabajadores aceptan rebajar sus salarios de 11 a 10 (de modo que el
capitalista en D tenga incentivos a ahorrar y a invertir su capital a una
rentabilidad similar a la del resto del sector) o la producción en esa rama de la
industria no se inicia (porque la utilidad de su producción es inferior a la
desutilidad de trabajar de los trabajadores). La rebaja salarial, por tanto, es un
mero requisito para rentabilizar una línea de producción: en caso de que los
trabajadores valoraren su tiempo libre más de que lo que se les puede pagar
por trabajar en D, todos saldrán beneficiados si la compañía D no llega a
operar.
Observemos ahora la solución que plantea Keynes. Supongamos que la
cantidad de dinero se incrementa súbitamente en la economía y que,
conforme se va gastando, influye sobre los precios del siguiente modo: los
precios A aumentan un 20%, los de B un 15%, los de C un 10% y los de D un
5%. En tal caso, si los salarios nominales no aumentan, la rentabilidad que
obtendrán los capitalistas se incrementará muy notablemente, pero lo hará
especialmente en la industria en la que primero se ha gastado el nuevo dinero:
A.
De ahí que la política fiscal expansiva sea tanto más efectiva cuanto más
elástica sea la demanda especulativa de dinero ante variaciones del tipo de
interés (es decir, cuantos más saldos especulativos sean liberados con
pequeños incrementos de los tipos de interés) y cuanto más inelástica sea la
inversión agregada ante las variaciones de los tipos de interés (es decir,
cuanto menos se reduzca la inversión agregada ante los aumentos de los tipos
de interés).
Cuando las variaciones de la curva IS se ubiquen en el llamado
«rango clásico» de la curva LM (a saber, cuando no existe demanda
especulativa de dinero), el único efecto de las políticas fiscales expansivas
será el de incrementar los tipos de interés: el gasto público aumentará (o los
impuestos se reducirán) exactamente en la misma medida en que se reduzca
la inversión privada: es lo que se conoce como efecto expulsión o crowding-
out. Cuando, en cambio, las variaciones de la IS se ubiquen en la franja de la
«trampa de la liquidez» de la curva LM, el efecto de las políticas fiscales
expansivas será máximo: la renta agregada aumentará en una cuantía que
vendrá exactamente determinada por el aumento del gasto público
multiplicado por el multiplicador de la inversión; dado que en la trampa de la
liquidez la demanda especulativa de dinero es infinita, la política fiscal
expansiva podrá financiarse a partir de esos saldos ociosos, sin reducir en
absoluto la inversión privada. De hecho, el Gobierno incluso podría
plantearse financiar sus emisiones de deuda pública mediante la impresión de
billetes, ya que la nueva oferta monetaria sería reabsorbida por la infinita
demanda especulativa, de modo que ni siquiera se generaría inflación.
En el Gráfico 6 podemos observar la representación gráfica de estos dos
casos extremos: mientras que la política fiscal expansiva incrementa de
manera muy sustancial la renta agregada (de Ye1 a Ye2) sin aumentar el tipo
de interés (ie1 = ie2) en la zona de trampa de la liquidez, no es capaz de
incrementa la renta agregada (Ye3 = Ye4) pese a incrementar el tipo de interés
(de ie3 a ie4) en el rango clásico.
GRÁFICO 6
CASOS EXTREMOS DE POLÍTICA FISCAL EXPANSIVA
2. Política monetaria expansiva
La política monetaria expansiva consiste en incrementar la oferta monetaria.
Su efecto es el de desplazar la curva LM hacia la derecha, lo que significa
que aumentará la renta agregada y reducirá el tipo de interés: y es que, si la
demanda especulativa no se expande, la nueva oferta monetaria irá a parar al
mercado de bonos, reduciendo el tipo de interés e incrementando la inversión
privada.
Su repercusión será tanto mayor cuanto más inelástica sea la demanda
especulativa de dinero con respecto al tipo de interés (es decir, que pequeños
aumentos en la cantidad de dinero den lugar a caídas muy pronunciadas del
tipo de interés para lograr que la demanda especulativa termine reabsorbiendo
el exceso de fondos) y cuanto más elástica sea la inversión agregada ante
variaciones del tipo de interés (es decir, que pequeñas reducciones del tipo de
interés den lugar a incrementos muy importantes de la inversión agregada)
(Gráfico 7).
Habrá dos casos en los que, sin embargo, la política monetaria expansiva
no servirá de nada. Uno es cuando la economía se halle en una situación de
trampa de la liquidez (pues la mayor oferta monetaria será absorbida por la
demanda especulativa, esto es, el tipo de interés no podrá caer para estimular
la inversión privada); la otra, cuando la inelasticidad de la inversión agregada
ante cambios en el tipo de interés sea absoluta (lo que implicará que la IS es
vertical).
Como podemos ver en el Gráfico 8, a la IS1 en nada le afecta que la
política monetaria expansiva desplace la LM1 a LM2 por encontrarse en la
zona de la «trampa de la liquidez»: el tipo de interés y la renta son las mismas
antes y después (Ye1, ie1). En cambio, a la IS2, caracterizada por la total
inelasticidad de la inversión agregada ante los tipos de interés, la política
monetaria expansiva sí la afecta a la hora de reducir los tipos de interés (de
ie2 a ie3), pero como la inversión agregada no responde ante menores tipos, la
renta agregada permanece en el mismo sitio (Ye2 = Ye3).
GRÁFICO 7
EFECTOS DE LA POLÍTICA MONETARIA EXPANSIVA
GRÁFICO 8
CASOS EXTREMOS DE POLÍTICA MONETARIA EXPANSIVA