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El 18 de Julio y su sentido universal

MARIO CAPONNETTO

Con harta frecuencia se habla o se debate acerca del 18 de Julio de 1936,


inicio de la Cruzada de Liberación de España, como si se tratase tan sólo de un
acontecimiento español o, mejor dicho, peninsular. Es innegable que esa fecha
evoca un hecho decisivo en la historia de la España contemporánea, más allá
del juicio que acerca de ella se formule. Es también innegable que el
Alzamiento que tras una dura guerra puso fin a uno de los regímenes más
criminales y ominosos de los que se tenga memoria obedeció a una compleja
trama de causas incuestionablemente españolas.
Sin embargo, sería un imperdonable error de perspectiva histórica reducir
el significado de esta fecha entrañable a una cuestión exclusivamente española
o aún hispánica. El 18 de Julio es una efeméride universal, cargada de un
auténtico sentido ecuménico (en el buen sentido de la palabra) que va más allá
de las circunstancias que rodearon aquel suceso y aún de los protagonistas de
esa historia. Este significado puede resumirse en una sola expresión: el 18 de
Julio representa la última cruzada de la Cristiandad contra uno de sus
mayores y más crueles enemigos, el ateísmo comunista. Sabemos que dicho
así puede sonar a slogan, a retórica fácil o a lugar común. Pero nada más lejos
de ello.
Lo que se jugó en España en aquellos años de la contienda civil fue algo
más, mucho más, que un conflicto entre españoles derivado de hechos
políticos que conmovieron, hasta sus cimientos, la vida política y social de
España. Allí se batieron, de un lado, lo que aún quedaba de la Cristiandad, y,
del otro, el más feroz enemigo, hasta ese momento, de cuantos se levantaron
contra ella a lo largo de la historia, tan feroz que hasta el recuerdo del Islam,
derrotado en Lepanto, empalidece.
Con la perspectiva que dan los siglos, nadie duda hoy de que en Lepanto
se salvó Europa y con ella la Cristiandad. Pues bien, el 18 de Julio no va a la
zaga de Lepanto. No está en nuestro ánimo caer en fáciles paralelismos
históricos, ni intentamos revestir los hechos de la historia relativamente
reciente con los oropeles de los fastos ya consagrados, ni afirmamos que
Franco sea el Don Juan de Austria del siglo XX. Semejantes pretensiones
serían absurdas. Si apelamos a Lepanto es sólo por modo de ejemplo.
Que el ejemplo es válido lo demuestra que si en Lepanto se afirmó la Fe
verdadera frente al Islam y con ella se salvó Europa, en otro contexto y en
circunstancias distintas, también el 18 de Julio representa al tiempo que la
defensa de la Fe frente al ateísmo un acontecimiento europeo de extraordinaria
relevancia. En efecto, en la Guerra Española se jugó el destino de toda Europa.
No son pocos los historiadores que reconocen que fue el conflicto que mayor
repercusión tuvo en la política europea de su tiempo. No sólo por las fuerzas
que intervinieron en la contienda (las mismas que se enfrentarían, muy poco
después, en la Segunda Guerra Mundial) sino, sobre todo, por el papel que la
España nacida de la victoria de 1939 iba a desempeñar en el escenario europeo
de posguerra. Un papel, ante todo, de muralla frente a la expansión soviética.
Pocos dudan de que sin España la “cortina de hierro” se hubiera extendido
bastante más allá de Berlín.
En lo que respecta a lo específicamente religioso aquella Guerra fue una
Cruzada. Tal como afirma en su documentada obra, La Iglesia y la Guerra
Española de 1936 a 1939, Don Blas Piñar: “Una guerra santa se eleva a la
categoría de Cruzada si la lucha es para liberar territorios que fueron cristianos
y de los que se hicieron dueños los enemigos de la fe, destruyendo todo
testimonio o vestigio por odium fidei. Cruzadas fueron -y así se habla de ellas
en los libros de historia- las que se convocaron al grito de "Dios lo quiere", y
Cruzada se llamó -y muchos la seguimos llamando- a nuestra guerra de
liberación”1.
En la misma obra, abunda el autor en consideraciones y testimonios que
abonan esta inequívoca definición. Sin duda, la mayor prueba del carácter de
auténtica Cruzada en defensa de la Fe y de la Iglesia es la actitud que frente a
ella asumieron Pío XI, primero, y Pío XII, después. Pío XI dio desde el primer
momento el total apoyo de la Santa Sede al Alzamiento al que vio siempre
como una cruzada en defensa de la Religión y de la Iglesia. Al respecto,
recuerda Don Blas la audiencia que el Papa Ratti, enfermo y en cama,
concedió al Cardenal Gomá el 11 de diciembre de 1936. De acuerdo con el
relato de Monseñor Anastasio Granados, el Cardenal Pacelli, a la sazón
Secretario de Estado, estuvo presente en aquella audiencia al término de la
cual le aseguró al Cardenal Gomá que el Papa le hubiere recibido “anche in
articulo mortis” y que “piensa mucho en España, que la encomienda a Dios y
que ofrece todos sus sufrimientos por su salvación” 2.
Pocos días después, según relata el mismo Cardenal Gomá, “todavía
enfermo y en la cama”, el 19 de diciembre de 1936, Pío XI le concede una
nueva audiencia en la que le manifiesta que “el Papa había visto en él, la
España atribulada, que pensaba mucho en ella, que la encomendaba a Dios y
que le dijera a Franco que la bendecía especialmente, lo mismo que a cuantos
1
BLAS PIÑAR, La Iglesia y la Guerra Española de 1936 a 1939, Madrid, 2011, página 33.
2
Cf. BLAS PIÑAR, La Iglesia y la Guerra…, o. c., página 111.
contribuyen a la obra de la salvación del honor de Dios, de la Iglesia y de
España”. Y añade Blas Piñar: “Antes de esa segunda entrevista, sigue diciendo
Monseñor Anastasio Granados, Pacelli pidió a Gomá le dijera al General
Franco que todas las simpatías del Vaticano están con él y que le desean los
máximos y rápidos triunfos”3.
Que estas expresiones de afecto no eran sólo buenas palabras dichas en
momentos de especial emoción lo demuestra la política seguida por Pío XI
hasta su muerte respecto de España. Al recibir, por ejemplo, al Embajador de
España don José Yanguas Messia, el 30 de junio de 1938, Pío XI se refería
Franco como a “nuestro dilectísimo hijo, jefe de España” al tiempo que le
enviaba “los sentimientos de Nuestra Paternidad espiritual” asegurándole
“Nuestro apoyo y Nuestra máxima cooperación” 4.
Pío XII, por su parte, no hizo sino continuar esta política de apoyo a la
Cruzada y, después del triunfo, es bien conocida la particular relación entre la
Santa Sede y el Estado Español concretada en el Concordato firmado entre
ambos en 1953. También es oportuno reproducir el texto del telegrama que el
Papa Pacelli enviara a Franco apenas conocida la victoria de las armas
nacionales el 1 de abril de 1939: “Levantando nuestro corazón al Señor,
agradecemos sinceramente, con V. E., deseada victoria católica España.
Hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con
nuevo vigor sus antiguas y cristianas tradiciones, que tan grande le hicieron.
Con esos sentimientos efusivamente enviamos a V. E. y todo el noble pueblo
español, nuestra apostólica bendición. PÍO PAPA XII”. A lo que el Caudillo
respondió con otro telegrama que comenzaba con estas sugestivas palabras:
“Inmensa emoción me ha producido paternal telegrama de Vuestra Santidad
con motivo victoria total de nuestras armas, que en heroica Cruzada han
luchado contra enemigos de la Religión, de la patria y de la civilización
cristiana.”
Por cierto que estos hechos y este lenguaje resultan completamente
ajenos a la mentalidad hoy dominante aún, por desgracia, entre los mismos
católicos. Lo que ocurre es que la Cristiandad desapareció. La misma Iglesia
parece haber contribuido a sepultarla. Después de todo, la Cristiandad no es el
Cristianismo ni menos la Iglesia: es sólo una enorme obra de organización
social, política y cultural nacida de ella, de su corazón, legada a la humanidad
toda. Nuestro Señor prometió a la Iglesia sostenerla hasta el fin de los tiempos
contra las puertas del infierno; esta promesa no es extensiva ni a la Cristiandad
ni a ninguna otra realización temporal surgida de su acción civilizadora.

3
BLAS PIÑAR, La Iglesia y la Guerra…, o. c., páginas 111-112.
4
Ibídem.
Pero lo malo no es tanto que la Cristiandad haya desparecido sino que en
estos días que corren es poco menos que un pecado hablar de ella. Hay un
complejo católico de inferioridad (análogo al complejo de inferioridad de los
españoles al decir de López Ibor) que impide siquiera mencionarla y menos
exaltarla. Hoy es corriente entre católicos ilustrados (o que debieran serlo)
cuidarse muy mucho de ser tildados de “constantinianos”: no hay peor tacha
en esta época de ecumenismo, de diálogo y de “nueva laicidad”. Por estas
razones no cabe en la mentalidad actual la idea de una Gran Batalla en la que
se combate por la gloria de Dios. Y es esto lo que explica el inexplicable e
injusto olvido en que ha caído el 18 de Julio de parte de quienes debieran
celebrarlo como un gran fasto católico por una elemental razón de gratitud y
de piedad.
Es este espíritu de Cruzada, esta idea de que hay momentos en que
debemos dar el combate por Dios y empuñar las armas en defensa de Su
Nombre, lo que torna universal el 18 de Julio que, más allá de muchas cosas
que puedan decirse, fue en su esencia la última Empresa Católica, y por
Católica, Ecuménica, emprendida por España en defensa de la Civilización
común. Y esto, repetimos, no es retórica inflamada sino la sencilla afirmación
de una verdad sencilla. Por eso es un hecho universal que incuestionablemente
pertenece a los españoles pero no en exclusiva. Es de ellos, pero es de todos
los que todavía sostenemos que Cristo es el Rey de la Historia y a Él deben
sometérsele todas las naciones.

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