En el ocaso de su existencia terrena, él entró en un proceso de
conversión al descubrir y experimentar la realidad que vivían los más pobres de su pueblo.
Asumió, entonces, la causa de los pobres.
Promovió la justicia y la construcción de la paz.
Y lo hizo en medio de condiciones violentas, provocadas por el
totalitarismo reinante, tanto en lo político-militar como en lo económico.
Romero hace un análisis de su realidad y la de su pueblo,
preguntándose qué haría Jesús, cómo reaccionaría ante los problemas que vivimos.
Es un método que nos aleja de los intentos por ideologizar la fe.
La palabra viva de Romero representa un reto para la Iglesia en el
mundo actual.
La ayudarían a superar los espacios de confort a los que se ha
acostumbrado y volver a su dimensión profética para ser voz de los dramas que viven las grandes mayorías actualmente.
Romero, un apasionado de la comunicación, entiende a lo social como
dimensión fundamental de la comunicación cristiana. El cristianismo genuino (y en esta tarea es clave el liderazgo de papa Francisco como líder de la Iglesia-Institución) necesita recuperar la promoción activa de la justicia y la lucha por la equidad.
Romero fue un pastor que optó por los pobres.
Romero antepuso la verdad y la profecía antes que lo políticamente
correcto y superó la tentación clerical de vivir el poder como privilegio antes que como servicio y entrega fraterna.
Viviendo así encontró a Jesús entre los pobres y desesperanzados de
su tiempo, y los cargó como los nuevos crucificados, en sus palabras y acciones.
Desde esa entrega fraterna al pobre, llamó a construir una civilización
de amor, sin odio ni violencia, donde todos podamos convivir, superando las ideologías y las creencias que nos dividen.
Fue así como se convirtió en la voz de los que no tenían voz.
El camino de Romero al martirio es ejemplo para muchos pastores hoy
en día, en tantas Iglesias locales, que prefieren cubrirse las espaldas, como se dice coloquialmente, antes que decir la verdad acerca de la violación de los derechos humanos, y denunciar las nuevas formas de totalitarismos y la exclusión social que impera en tantas culturas actualmente.
El haberse colocado del lado de las víctimas le costó su vida.
El legado de Romero está hoy vivo:
El cristiano genuino, el seguidor fiel a Jesús de Nazaret Resucitado
debe salir a la defensa de las nuevas víctimas socioeconómicas, políticas y religiosas de nuestro tiempo y de nuestro espacio.
Romero creyó y vivió un modelo de Iglesia que debe estar al servicio de
los pobres y más sufridos, y no al servicio de los poderosos.
Entendió que la misión de la institución eclesiástica debía ser la de
promover el diálogo y no el conflicto, la reconciliación y no la violencia, la del servicio y la solidaridad y no la absolutización o la idolatrización del dinero y los bienes.
No se cansó de llamar al respeto por la dignidad humana, así como al
mejoramiento de las condiciones de vida en un mundo donde aún existen sujetos que no son reconocidos como tal, y que son tratados como meros objetos.
Según Romero, las injusticias sociales y la sangre derramada de tantos
inocentes debido a la inequidad, las desigualdades y la violencia estructural, niegan el amor fraterno, despiertan nuevos odios y hacen imposibles la reconciliación y la paz.
Denunció que hay vidas verdaderamente infrahumanas, y predicó la
liberación de esa gente (y no su eliminación, como predican los mal llamados cristianos). La Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 24 de marzo, aniversario de su martirio, como el «día internacional por el derecho a la verdad, en relación con violaciones graves de los Derechos Humanos y la Dignidad de las víctimas.