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Once frutos de la oración por los enfermos

Monseñor Alfonso Uribe Jaramillo07/02/2002

Cuando se menciona hoy el ministerio de curación corporal


como elemento valioso e integral de la pastoral se ponen los
gritos en el cielo.

Por experiencia personal sé que si uno trabaja pastoralmente en


este campo se expone a incomprensiones, críticas y burlas. Pero
tengo que afirmar también que este ministerio le acerca a uno a
sus hermanos de una manera especial y es fuente de
compensaciones insospechadas. Lo único que lamento es haber
descubierto tan tarde la importancia y la riqueza de este
ministerio al que Jesús dedicó tanto tiempo y con tanto amor.
Muchas de las prevenciones que se tienen contra este ministerio
se deben a falta de buena información.

Se tiene, por ejemplo, la idea errónea de que curación y milagro


son casi sinónimos. Por eso llaman milagreros a quienes ejercen
este ministerio. Sin embargo, se trata de cosas muy distintas,
pues aunque una curación pueda ser milagrosa, esto será la
excepción. San Pablo distingue en la enumeración que hace de
los carismas entre curaciones y milagros (1 Cor 12,9). La misma
distinción encontramos en Hechos 4,30.

Otros creen que ejercer el ministerio de sanidad corporal es


propio de santos. Olvidan que el ejercicio de cualquier carisma
puede darse en personas que estén en pecado, y que lo que
muestra la santidad de una persona es el amor con que ejerza
los carismas. Judas y Caifás ejercieron carismas, a pesar de lo
que eran, y nosotros los sacerdotes podemos estar en pecado y
consagrar válidamente en virtud del carisma que recibimos el
día de nuestra Ordenación.

Otros toman una posición muy cómoda para no ejercer el


carisma de sanidad y es la de afirmar que para eso están los
médicos y las medicinas modernas. Pero cuántas personas
carecen por pobreza de estos recursos, y cuántas enfermedades
son incurables. La oración por curación no excluye ni la visita al
médico ni el uso de medicamentos, quien pueda disponer de
estos recursos debe hacerlo; pero en estos casos no sobra la
oración, pues ésta puede ayudar para que el médico acierte
mejor el diagnóstico y en la formulación de la droga mejor y
para que ésta obre con mayor eficacia. (La lectura del capítulo
38 del Eclesiástico da mucha luz sobre este punto).

Tampoco hay que esperar resultados inmediatos cuando se ora


por un enfermo. A nosotros nos toca solamente orar y dejar al
Señor el resultado. Generalmente la salud se recupera mediante
un proceso que puede ser muy largo pero que es muy útil para
que el enfermo vaya conociendo mejor al Señor y vaya
mejorando sus relaciones con Dios.

Otros sacerdotes dicen que para este fin tenemos el Sacramento


de la Unción de los enfermos y que lo demás sobra; no tienen
en cuenta que la Renovación Carismática Católica da gran
importancia a este sacramento. Además, hay muchos casos de
enfermedad que no permiten la administración del Sacramento
pero sí el Ministerio de Sanidad por la Oración.

FRUTOS DEL MINISTERIO DE SANACIÓN

1- Experiencia del Amor de Cristo

El gran valor pastoral de este ministerio de sanidad consiste en


la experiencia que reciben los enfermos del amor de Cristo que
aparece de manera concreta en su compasión por los que
sufren. Cuando uno ora al Señor por un enfermo y con él,
siempre hay una manifestación de paz y alegría en él, aunque
no se dé ningún cambio aparente en el estado de su salud.

Con este ministerio la gente comprende mejor la realidad de un


Jesús vivo que es el mismo siempre y que ahora hace por
ministerio de la Iglesia todo lo que aparece en el Evangelio.
Muchos que han oído decir frecuentemente que "Dios es amor",
sienten por primera vez la realidad de ese amor paternal cuando
alguien implora de Él la salud para uno de sus hijos y éste la
obtiene, sea de una manera total o al menos parcial.

Hablamos mucho en teoría del amor de Dios, pero nos da miedo


hablar de su experiencia. Y ¿cómo vamos a predicar con fuerza
el amor de Dios si no hacemos nada para que un enfermo lo
palpe?

Lo que hallo más interesante en el Ministerio de Sanación es


este aspecto pastoral del encuentro real de los enfermos con el
poder y el amor del Señor. Más aún, si no fuera por este
aspecto, yo no hallaría mucha razón de ser en esta tarea.
Mientras no se descubra este aspecto, que es primordial, no se
comprenderá ni se valorará debidamente la oración por la
curación de los enfermos.

Cuando leemos el Santo Evangelio, vemos cómo un


endemoniado, una vez liberado por Jesús, quiere acompañarlo
(Mc 5, 18). Como la suegra de Pedro, una vez curada de su
calentura, inmediatamente se pone a servir a Jesús (Mc 1,30).
Era la reacción lógica de quienes habían experimentado la
caridad del Señor y querían corresponder a ella con
demostraciones concretas de gratitud..

2- Anestesia divina

Así llama un autor el fruto de la oración en algunos enfermos.


No se curan, pero desaparecen o disminuyen los dolores. Estas
personas reciben un gran alivio con la oración que se hace por
su curación, y pueden alabar mucho al Señor y desempeñar sus
deberes o parte de ellos.

La fuente de la sanación es el amor. Cuando nos acercamos con


compasión verdadera a un enfermo él siente esa corriente de
amor del Señor en su ser y los dolores disminuyen o
desaparecen. Las madres saben esto por intuición y por eso con
sus caricias quitan tantos dolores del cuerpo de sus pequeños
enfermos.
3- Que el médico descubra la causa de la enfermedad y
acierte en el tratamiento

No pocas veces esa es la respuesta de la oración que se hace


por un enfermo. El Señor es el autor del hombre, de la Ciencia y
de las medicinas. Cuando Él lo quiere, da su respuesta a través
de estos medios naturales que deben ser tenidos por todos en
alto aprecio.

Recuerdo el caso de una señorita que había estado sometida a


minuciosos exámenes y a largo tratamientos sin curarse de
unos cólicos muy fuertes. Al día siguiente de una oración por su
salud, se hizo tomar una nueva radiografía ordenada por el
especialista y éste al estudiarla descubrió inmediatamente la
causa de la dolencia y dijo que nunca había visto una radiografía
tan bien tomada. Casualidad dirán algunos. Respuesta amorosa
del Señor decimos quienes creemos en su amor y en su
Providencia adorable y paternal.

Parecido resultado de la oración es a veces el que un paciente


ha rechazado una intervención quirúrgica por miedo y con
distintas excusas, reciba el valor necesario para someterse a
ella y ésta tenga pleno éxito.

4- Discernir que en algún caso lo prioritario es una


sanación interior, no corporal

Puesto que más del 80% de las enfermedades son


psicosomáticas, hay que buscar ante todo, la sanación interior
de la causa que origina la dolencia corporal. Para conocer esto
en casos especiales se necesita más claridad y ésta es el fruto
de la oración.

En el ejercicio de este Ministerio aparece a cada paso la acción


maravillosa del Espíritu de verdad que conduce sabiamente a
quienes confían sobre todo en su luz y en su amor.

Con el carisma del discernimiento se consigue en determinados


momentos la claridad que, de manera distinta, no habría
aparecido.
Sobra advertir que en estos casos habrá que orar primero por la
sanación interior y dejar la física para el segundo lugar.

También aparecerá a veces que hay en el enfermo


resentimientos profundos y falta de perdón y que a causa de
esto no es escuchada su oración por la curación. Con esta visión
se procede entonces a pedir al Señor su amor para con él poder
perdonar y suprimir así el obstáculo.

5- Liberación de un hábito nocivo

Muchas enfermedades pulmonares, gástricas, bronquiales, etc,,,


son el resultado del exceso en el uso del cigarrillo, el alcohol, la
droga, etc...

Las personas son prisioneras de esos hábitos y se sienten


incapaces de dejarlos. Será inútil orar por la sanación de tales
enfermedades mientras subsista la causa de ellas.

La oración en estos casos tiene que buscar, ante todo, la


liberación de esa adicción o de ese hábito. Y se consigue cuando
se ora con fe y perseverancia y cuando el enfermo añade a la
oración humilde el deseo sincero de corregirse y toma para ello
las medidas que estén a su alcance. Quizás no nos hemos
detenido a reflexionar sobre la necesidad y sobre las
posibilidades de esta clase de oración.

Quienes tienen experiencia en esta clase de oración pueden


aportar experiencias admirables. Lo que sucede es que frente a
nuestra voluntad débil e inconstante tenemos el poder del
Espíritu, pero contamos muy poco con él. Su acción quiere llegar
a todas las áreas de nuestra persona y una de las más
importantes es la de nuestra voluntad tan debilitada por el
pecado y por los malos hábitos. Aprendamos a iniciar muchas de
nuestras oraciones con el lenguaje de la Iglesia: "Señor, fuerza
de los que en ti esperan...".

6- Visión para organizar mejor la vida y tener así mejor


salud
La causa de malestares y aún enfermedades en muchos es la
falta de organización y orden en el desenvolvimiento de sus
ocupaciones y de la debida distribución del tiempo. Aún muchos
apóstoles sucumben pronto agobiados por el trabajo debido a
esta circunstancia.

Hay personas que se encuentran en situaciones más difíciles y


que exigen de ellas un trabajo agobiador. Otras se entregan sin
necesidad a un activismo exagerado, expresión a veces de
situaciones psicológicas anormales. Unos creen falsamente que
a Dios le agrada únicamente el trabajo y que el descanso es, al
menos, imperfecto.

Otros son incapaces de decir no y se entregan al servicio hasta


quedar extenuados e incapacitados durante un tiempo para
continuar ayudando a los demás con su ministerio. No pocos
creen que tienen que llevar sobre sus hombros todo el peso de
la humanidad y pronto caen sin fuerzas.

La oración, la docilidad al Espíritu que muchas veces nos habla a


través de personas y de acontecimientos, pueden darnos la luz
oportuna para distribuir mejor el tiempo, para actuar de esta o
de aquella manera y para proceder en cada circunstancia como
el Señor quiere que lo hagamos.

Somos seres racionales y el Señor quiere que obremos como


tales. Él nos da su luz para ver con claridad: si se la pedimos
con humildad y con confianza de hijos.

7- Solución de un problema que influye en nuestra salud

Las preocupaciones y los problemas cuando son graves y


persistentes nos ponen tensos y terminan por afectar nuestra
salud. Mientras no encontremos la solución adecuada o mientras
no obtengamos la paz y la fuerza del Señor para llevar la cruz
con tranquilidad, no sanaremos físicamente, sino que el mal
crecerá.

La oración consigue esta gracia y nos sana indirectamente.


Aprendemos cuando oramos a "lanzar nuestras preocupaciones
en el Corazón amorosísimo del Señor y Él nos reconforta".
Entendemos entonces el valor de la palabra de Dios cuando nos
dice: "Encomienda tu camino al Señor, confía en Él y Él actuará"
(Salmo 36).

"Confiad al Señor todas vuestras preocupaciones, pues Él cuida


de vosotros" (1 Pe 5,7)

"Por eso os digo: no andéis preocupados por vuestra vida" (Mt


6,25).

Cuando la oración por sanación consiga la paz, la confianza en


el Señor y la seguridad en su amor, entonces vendrá la
recuperación corporal como resultado necesario.

En los Grupos de Oración encuentran muchos la solución de


diversos problemas que los tienen agobiados y enfermos, pues
la oración unánime de varios tiene una fuerza especial delante
del Señor y consigue más de lo que creemos.

8- Mejoría progresiva

En muchos casos, principalmente cuando se trata de


enfermedades graves o crónicas, el fruto de la oración no es la
curación total e inmediata, sino el comienzo de una
recuperación que avanzará en la medida en que perseveremos
en la oración. Esta mejoría, más o menos apreciable, es la
primera respuesta del señor y encierra una invitación a
perseverar en la oración.

La paciencia y la fidelidad en la oración son necesarios en este


ministerio de curación. Quienes deseen conseguir efectos
inmediatos y extraordinarios sufrirán muy pronto una gran
decepción.

Debemos creer en el amor y en el poder del Señor, pero


también en su sabiduría que conoce qué es lo que más conviene
a su gloria y a la persona por quien oramos. Él es el señor y
nosotros somos sus siervos.
Entre las causas que explican el lento proceso de la curación
que aparece frecuentemente está nuestra debilidad y limitación
como instrumentos del Señor. Esto debemos admitirlo con
humildad, pero sin angustia. Podemos estrechar nuestra unión
con Jesús y recibir más poder de su Espíritu, así nuestro
ministerio tendrá más eficacia.

9- Curación inmediata y total

En este ministerio de sanación encontramos casos


verdaderamente admirables y aún extraordinarios. El Señor
obra a veces a través de nosotros de una manera especial, sea
por la gran fe del enfermo, sea por la mucha oración que se ha
efectuado, o porque en un caso particular quiere demostrar de
manera más patente su amor y su poder infinitos.

Cuando empezamos a orar por un enfermo, nunca sabemos qué


le acontecerá. Este ministerio está lleno de misterios y también
de sorpresas. Estamos viendo cómo actualmente aparecen
curaciones inmediatas de graves enfermedades como cáncer,
leucemia, soplos cardíacos, asmas, etc...

Esto aparece muy claro para quien tiene fe en el poder y en el


amor del Señor y está convencido de que Él es el Amo de la vida
y de la muerte y que "se le ha dado todo el poder en el cielo y
en la tierra" (Mat 28, 18)

Al orar por los enfermos entreguémonos con humildad y


confianza a la acción del Espíritu y dejemos que Él actúe en
cada caso como quiera. A nosotros nos corresponde solamente
orar. El resultado depende del Señor. Suyo es el Reino, suyo el
poder y la gloria.

10- Fortalecimiento mental y físico

Fruto también del ministerio de oración por sanación es recibir


más salud mental y corporal, lo mismo que la conservación de la
misma. En la oración que recita el sacerdote antes de comulgar
pide que el cuerpo y la sangre de Cristo que va a recibir le
sirvan de "defensa para el alma y el cuerpo" y se conviertan en
remedio de salvación.

Agnes Sanford, en su libro Healing Light aconseja que nos


pongamos en oración y le pidamos al Señor que su vida recorra
cada parte de nuestro organismo, la reanime, la fortalezca y la
sane si está enferma. Esta súplica estará acompañada de una
visualización de la acción del Señor en cada parte del cuerpo y
de una profunda acción de gracias por el amor infinito que nos
tiene.

Nuestra oración tiene que pedir, antes de todo, la santificación y


el crecimiento espiritual, pero debe incluir también nuestra
fortaleza y salud corporales que constituyen también un gran
bien y deben ser tenidas en alta estima.

11- Apresurar el descanso de la muerte

Más de una vez al orar por un enfermo que está penando


mucho, el resultado es que éste muere pronto y con gran paz.
¿No es éste un fruto maravilloso del ministerio de sanación? ¿No
constituye un gran beneficio para quienes tienen que asistirlo?

Nunca sabemos cuál va a ser la respuesta del Señor a nuestra


oración. De lo que sí estamos seguros es de que la única oración
que se pierde es la que no se hace.

Extracto del librito de Monseñor Alfonso Uribe Jaramillo Pastoral


Renovada, Librería Parroquial de Clavería, México.

El hombre ante el dolor


Juan Cardona Pescador
(Cfr Los miedos del hombre, Ed. Rialp)
La alegría y la tristeza, el placer y el dolor representan
sentimientos y percepciones antagónicas y correlativas,
en cuanto que la alegría puede considerarse como el
placer anímico y la tristeza como el dolor psíquico. La
alegría y la tristeza son sentimientos específicamente
humanos; el placer y el dolor son percepciones
sensoriales, de orden físico, que cuando traspasan la
frontera psico-física, por decirlo de algún modo, se
transforman en alegría y tristeza respectivamente.

Así como la muerte es la privación de la vida, el dolor y la


tristeza también tienen carácter negativo: el dolor es
privación de bienestar y la tristeza es privación de
alegría; pero es preciso profundizar en el conocimiento
del dolor y del placer, pues no todo dolor es malo ni todo
placer es bueno. Es más, muchas veces el placer y la
alegría, intencionalmente buscados, conducen al dolor y a
la tristeza. Y, sin embargo, el dolor y la tristeza bien
aceptados y conducidos pueden ser principio de una salud
psíquica -y globalmente humana- más plena y sólida. El
placer o la alegría, desconectados de raíces
antropológicas -fundadas en el amor, la verdad y la
libertad-, pueden convertirse en un falseamiento
existencial que derivaría en un desmoronamiento del
hombre.

Significación del dolor

Pocos temas alcanzan el grado de universalidad que


caracteriza al dolor. Su registro es tan común como
inevitable. Así como ningún ser humano puede eludir la
muerte, que se presentará tarde o temprano, tampoco
puede eximirse del dolor, que hace su aparición de modo
inexorable a lo largo de la vida, ya sea en su vertiente
corporal o anímica, física o moral.
Von Weisacker decía que el verdadero sentido de la vida
y del dolor sólo puede entenderse desde una perspectiva
que se sitúe más allá de la muerte Alfons Auer dice que el
dolor es uno de los pocos módulos mediante los que se
mide y revela -se calibra-, de modo inconfundible, el
verdadero valor del hombre. Esto se debe a que el dolor,
tanto el corporal como el psíquico, penetra hasta lo más
íntimo de la existencia personal, y exige ineludiblemente
del hombre una postura, una actitud. Según y como se
pronuncie el hombre en esta decisión, es decir, según el
talante que adopte ante el dolor, contribuirá en la
edificación de su estructura interna -hacia su madurez- o
lo derribará hundiéndole en una existencia configurada
por el egoísmo y la amargura.

El dolor, como toda forma de sufrimiento, comporta, en el


fondo, cualquiera que sea su causa y expresión, un
elemento reactivo bipolar: el dolor puede conducir tanto
al egoísmo como a la generosidad; con palabras de
Poveda: a la contracción de la vida al muñón primario,
instintivo; o al desprendimiento y trascendentalización,
que facilita mejor el conocimiento de las limitaciones
existenciales y de las posibilidades espirituales del
hombre.

La neurosis como crisis de maduración humana

La maduración es el proceso normal del desarrollo de


todo ser vivo, mediante la continua asimilación de
factores de enriquecimiento, de acuerdo con sus
posibilidades naturales. Si este proceso vital no se ve
obstaculizado por dificultades internas o externas, el ser
vivo alcanzará la madurez: grado máximo de plenitud que
puede lograr por el desarrollo de sus potencialidades.

En el hombre estas posibilidades madurativas vienen


dadas por su triple dimensión estructural: biológica,
psicológica y social, que constituyen los tres núcleos o
gérmenes del desarrollo humano, íntimamente vinculados
por mutuas relaciones e interacciones.

El ser humano constituye una unidad y sólo puede ser


comprendido analizándolo en su totalidad, desde la triple
dimensión estructural que lo configura como un ser
singular; dotado de unas posibilidades enriquecedoras y,
al mismo tiempo, condicionado por unas limitaciones que
lo exponen a un empobrecimiento. Por eso el hombre
tiene también la posibilidad -como amenaza
desestructuradora- de un movimiento inverso al del
desarrollo (que conduce a la madurez): su desintegración
y la consiguiente regresión de su personalidad, o el
detenimiento en el proceso de maduración.

De modo análogo a como un trastorno metabólico puede


dificultar o impedir el desarrollo y el crecimiento
biológico, o una sociopatía puede inhibir el necesario
proceso de inserción social del individuo, una vida
psíquicamente distorsionada, por sus reacciones
vivenciales anormales, puede impedir o dificultar el
proceso de su maduración psíquica.

La neurosis supone un obstáculo para la madurez de la


personalidad porque disminuye la capacidad para hacer
frente a los conflictos que la vida plantea. El neurótico se
caracteriza por el modo anómalo de vivenciar la realidad
y por sus respuestas desproporcionadas -en intensidad o
en duración- a los estímulos más o menos conflictivos.

Al yo neurótico le falta claridad de conciencia sobre su


actitud de fondo ante la vida, le falta objetividad en su
sentido de la libertad, y su emotividad -distorsionada- se
puede manifestar en alteraciones orgánicas, psíquicas o
sociales. Con frecuencia presenta una marcada inclinación
a dogmatizar, a restringir -absolutizando lo relativo- el
marco de su propia libertad personal y el de la libertad de
los demás.
Hombre sin unidad

Henri Ey describe al neurótico como «un hombre sin


unidad». De hecho, la sintomatología derivada de la
descomposición o desdoblamiento de la personalidad y las
consiguientes actitudes inmaduras ante situaciones
conflictivas son las más frecuentes en la práctica clínica.
«El yo neurótico es -dice Henri Ey- esencialmente un yo
sin unidad. En él se establece un continuo conflicto entre
el «yo» que él desea ser, el «yo» que debe ser y el «yo»
que los otros creen que es. En esta dialéctica se
compromete su unidad, sin tregua ni reposo, y sufre las
consecuencias angustiosas de la escisión de su
personalidad. El neurótico siente a la vez ser él mismo y
ser otro Al doble registro de esa duplicidad corresponde lo
artificioso de su existencia, que le predispone a una vida
inauténtica, camuflada bajo una máscara que no coincide
ni con la conciencia que tiene de sí mismo, ni con la que
los otros tienen de él. Así, el neurótico se presenta, se
representa y es representado.»

Es tal la desazón que le provoca su falta de autenticidad


que, como mecanismos de defensa, tiende a desplazar su
angustia hacia el pánico a un objeto, a una acción o una
situación (neurosis fóbica), o trata de diluirla,
multiplicándola mediante una estrategia de
comprobaciones, prohibiciones o ritos (neurosis
obsesiva), o utiliza todos los medios de su expresividad
psicosomática para representar, para los demás y para sí
mismo, la comedia de una enfermedad corporal (histeria
de conversión).

Kierkegaard define al hombre como una síntesis de finito


e infinito, de temporal y eterno, de libertad y necesidad.
La madurez humana, como manifestación de plenitud, es
resultado de una equilibrada y armónica síntesis de las
tres proyecciones existenciales (realidad, tiempo e
intenciones) con sus condicionamientos biológico,
psicológico y social.

Entre otras manifestaciones, la persona madura se


caracteriza por:

a) La correcta percepción y su consecuente adaptación a


la realidad, sabiéndose limitado por su estar en el mundo
y, al mismo tiempo, capacitado para trascenderlo
(síntesis de finito e infinito).

b) La adecuada inserción en el tiempo (pasado, presente


y futuro), consciente de que en todas sus actividades
temporales existe una instancia de eternidad, lo que
supone implicaciones trascendentes en sus relaciones
afectivas, sociales, éticas, morales y religiosas (síntesis
de temporal y eterno).

c) La justa jerarquización de sus intenciones, valorando lo


que es fin como fin y lo que es medio como medio, pues
si yerra en esta valoración forzará el orden de la
Naturaleza y frustrará su propia realización como
persona. En la medida en que el ser humano busque
como fin lo que solamente tiene carácter de medio, o sólo
se obtenga como resultado o efecto de una actitud, está
apartándose, por una vía divergente, de su verdadero y
propio fin. Así, por ejemplo, no se puede llegar a ser
verdaderamente libre sin pasar, previamente, por la
renuncia a instintos que esclavizan, y no se puede llegar
a ser feliz sin pasar por la experiencia de la entrega
(síntesis de libertad y necesidad).

Función psicológica del dolor: estímulo para la


madurez

El ser humano, desde que nace hasta que muere, camina


hacia su madurez por vericuetos configurados por unas
limitaciones que le vienen dadas por su naturaleza
biológica, psicológica y social. El dolor cumple una función
de gran trascendencia en el complicado entramado
psicológico del hombre.

El proceso de madurez humana se realiza a través de una


serie de resoluciones de conflictos, utilizando mecanismos
psicológicos particulares, y llegando a una sustitución
paulatina del principio de placer, de poder, de
autorrealización egocéntrica por el principio del
conocimiento y adecuación de vida (pensamientos y
actos) a la realidad objetiva. A la madurez corresponde,
entre otras cualidades, una elevación del nivel de
tolerancia del dolor, del sufrimiento, de las
contrariedades.

Si la solución de los conflictos que va planteando la


existencia es incompleta, o se acude a mecanismos
anormales de evasión, se favorece la aparición de
comportamientos psicopatológicos que dificultan o
inhiben el proceso de maduración normal.

En el dolor, dice Alfons Auer, se desvanece la ilusión de


que todo en la vida responde al orden más placentero,
como criterio indispensable para conseguir una existencia
plena. El dolor estimula al hombre a centrarse, cada vez
más, en el núcleo de su personalidad y a pasar de lo falso
a lo auténtico, de lo trivial a lo verdaderamente sustancial
de la existencia y le facilita el avanzar, paso a paso, por
el camino de la madurez.

Madurez es libertad, pero ésta sólo se adquiere con la


renuncia al egocentrismo. El hombre no se despoja del
egoísmo mientras le parezca que todo le va bien. El dolor
le hace ver que algo no marcha y le facilita el reajuste
necesario para que sus actitudes vitales estén en
conformidad con el proceso evolutivo de su maduración.
En el primer capítulo se expuso que uno de los rasgos
característicos de la personalidad neurótica estriba en la
falta de aceptación de las propias limitaciones. Esta
actitud anómala del neurótico, que se niega a reconocer
sus defectos, culpas y limitaciones personales, le
predispone a ir estableciendo -casi sin darse cuenta- unos
mecanismos de defensa, de autoprotección de su falsa
imagen propia, que le falsifican también su vida de
relación, la interpretación objetiva de los acontecimientos
de su vida profesional, social, sentimental, etc., y el
enjuiciamiento correcto de los valores que dan sentido a
la vida.

El dolor facilita el reencuentro de los criterios válidos con


los que calibrar la verdadera humanidad, criterios
anclados en una aceptación serena de las limitaciones
que, unas veces, se presentan como deficiencias innatas
y, otras, asaltan al hombre a lo largo de su existencia por
medio de contrariedades de todo tipo.

El dolor facilita la justa interpretación de las aparentes


antinomias que definen al hombre, síntesis de temporal y
eterno, y que, de algún modo, establecen las grandes
limitaciones y las trascendentes posibilidades del hombre.

La muerte es el destino temporal más cierto del hombre,


su aceptación constituye la mayor prueba de madurez. En
la muerte confluyen la más radical limitación y la más
trascendente liberación. En cada dolor -físico o moral-
puede descubrirse una noticia previa de la muerte.
Siempre que el hombre acepta con serenidad el dolor,
anticipa de algún modo la aceptación de la muerte.

La muerte no aguarda al hombre sólo al final de la vida.


Está íntimamente presente a lo largo de toda la vida y,
dice Alfons Auer, «levanta la cabeza en cada dolor». El
que sabe pronunciar un «sí» sincero y animoso -con
voluntad de sentido- ante el dolor, acepta consciente y
libremente su «ser para la muerte y la Vida» que le ha
sido impuesto. Se prepara, poco a poco, para afrontar
vigilante el último dolor que inexorablemente deberá
afrontar.

Esta vigilancia, que facilita el dolor, no aparta al hombre


de sus responsabilidades existenciales, sino que le facilita
la capacidad de relativizar los acontecimientos, le
proporciona esa serena distancia desde la que puede
tomar aliento para enfrentarse de una manera más
decidida, más vigorosa y más creadora con la realidad de
la vida.

La eliminación del dolor a toda costa

La presencia del dolor en la vida del hombre constituye


una realidad incontestable, como también lo es que el
hombre, de modo instintivo, trata de eludirlo y, cuando
no puede evitarlo, adopta actitudes defensivas para
acorazarse y así lograr que la experiencia dolorosa resulte
menos incisiva, o bien trata de encontrar compensaciones
que, a modo de evasión, y por el placer que comportan,
mitiguen -en otro orden de realidades- el dolor que no se
quiso o no se pudo aceptar.

Vivimos tiempos dolorosos configurados por la angustia,


la incertidumbre, los resentimientos, la precariedad
económica, la violencia, la crisis de los valores sociales,
familiares, éticos y morales. Al hombre le duele la vida,
tal como hoy se le presenta, y -como evasión- busca el
placer como mecanismo defensivo, elevándolo a la
categoría de principio vital, al que supedita todos los
valores que dan sentido a la vida y, por tanto, al dolor y
al sufrimiento, incapacitándose para enfrentarse a esas
realidades que tienen una función madurativa.

Paradójicamente, poner como criterio de vida la búsqueda


del placer engendra una tensión, en cuanto que la
insatisfacción subsiguiente al logro de placeres relativos
exige y, de algún modo, determina nuevas y sucesivas
comprobaciones. Esta tensión suele derivar en ansiedad
y, finalmente, en un profundo disgusto por la vida, que
predispone al hombre a entregarse, inseguro y abatido, a
una existencia sin ilusiones, configurada por el hastío.

Esta derivación paradójica -el placer causante del dolor-


se produce por la pérdida del sentido del dolor La
finalidad del dolor no queda constreñida a la pura
economía biológica o sensitiva. Kant dijo que el dolor es
el aguijón de la acción y la base del sentimiento real de la
vida. El cristiano, coherente y consecuente, sabe que el
amor no puede alcanzarse sin dolor y que, detrás de cada
dolor, y de forma más segura e inmediata, después del
dolor de la muerte le aguarda una vida en un mundo
nuevo: la vida es la reproducción de la gestación dolorosa
que finaliza con la muerte que, como el parto, abre paso
a la luz de una nueva vida.

El dolor constituye una disyuntiva entre el ser y no ser,


entre el hacerse o deshacerse el proceso madurativo de
la personalidad humana, entre el egoísmo y la
generosidad, entre el egocentrismo y la
trascendentalización.

A la función madurativa y plenificadora que el dolor


puede desempeñar en el desarrollo de la personalidad
humana se refiere Alfons Auer (Metafísica del dolor)
cuando dice que nada esencial prospera en la vida
humana sin dolor. Unas veces será el dolor del devenir y
del crecer, que hace ya su irrupción violenta en el
momento del parto; otras será el dolor de la impotencia y
de la penuria, que penetra la vida entera y asesta al
anciano y al moribundo sus últimos golpes demoledores.
Estas opresiones internas y externas no son en sí nada
valioso, pero invitan al hombre a centrarse, cada vez
más, en el núcleo de su personalidad.

Aunque la enfermedad tenga, en realidad, algo que ver


con el desorden y la falsedad, y la salud con el orden y la
verdad, en todo dolor existe una fuerza saludable que nos
impulsa a ponernos en movimiento en dirección hacia el
orden y la autenticidad.

En el dolor el hombre se ve zarandeado y desprotegido de


su habitual seguridad. La salud, el bienestar e incluso la
vida dejan de ser algo que damos por supuesto y que no
valoramos ni agradecemos cuando, como don gratuito, se
nos ofrece. En el dolor se esfuma también la ilusión de
que las cosas externas de la vida son propiedad nuestra,
de que nos bastan y resultan indispensables, bajo
cualquier aspecto, para vivir una existencia plena. El
hombre maduro sabe que tales ilusiones perecen y han
de ceder paso a la verdad. Pues sólo en la verdad se
encuentra el hombre totalmente a sí mismo, sólo
basándose en la verdad podrá hacer realidad las
posibilidades que se le ofrecen. Quizás el dolor le libere
de una paralizadora complacencia en sí mismo y le
impulse a adoptar serios compromisos, o quizá le obligue
a observar una modestia más prudente con respecto a
sus planes de vida.

La progresiva intolerancia ante el desagrado, asociada a


una creciente atracción por el placer inmediato, hace
perder al hombre la capacidad de afrontar compromisos
arduos, que son los únicos que producen verdadera
satisfacción. El resultado de esta actitud -dice Konrad
Lorenz- es la ansiedad impaciente e inmadura del que
exige la satisfacción inmediata de todos los deseos
incipientes. El exagerado afán por evitar a toda costa el
menor disgusto, que crece incesantemente hoy, tiene
como secuela insoslayable imposibilitar el logro de los
placeres que son consecuencia del esfuerzo, de la entrega
y del dolor.

El dolor, en cuanto privación, no es bueno y deben


ponerse los medios adecuados para eliminarlo; y el
médico, como profesional de la salud, debe aportar todo
su saber para conseguirlo. Pero, con palabras de Viktor
Frankl, la eliminación del dolor a toda costa no puede ser
norma de actuación médica. De ningún modo debe el
médico aspirar a la euforia a cualquier precio. La euforia a
toda costa sería equivalente a una eutanasia parcial. La
misión de la psicoterapia -todo acto médico es
psicoterápico- no es únicamente hacer al hombre apto
para el trabajo, para el placer, se trata también de
ayudarle a ser capaz de sufrir.

Ante el dolor, que es inevitable y que constituye parte


integrante de la existencia humana, hay que descubrir su
sentido, su «porqué» y, entonces, no resultará tan
incisivo. No hay nada tan demoledor como sufrir y no
saber por qué se sufre, y no hay nada tan liberador como
encontrar la verdad, con el conocimiento de la finalidad -
que siempre existe- del dolor.

Quizás en estas consideraciones se encuentre la razón de


la actitud hedonista y del consiguiente sufrimiento del
hombre de hoy: se está perdiendo la capacidad para
sufrir, se relativizan los valores que dan verdadero
sentido a la vida y, por esta carencia de convicciones y de
entereza ante el dolor físico y moral, el hombre se
divorcia de cualquier situación desagradable sin dar
tiempo a descubrir su valor y su sentido, y se lanza
ansioso a la búsqueda de sucedáneos placenteros que le
degradan y le hunden más en el sufrimiento y en su
propia incapacidad de renovación y, por consiguiente, de
maduración y de realización existencial.

Análisis psicológico del dolor

Decía antes que el dolor constituye una de las pocas


realidades de las que ningún ser humano puede liberarse:
se presenta inexorable, antes o después, en cualquiera de
sus modalidades, corporal o anímico, físico o moral. Al
estar el dolor tan necesariamente vinculado a la vida, su
sentido dependerá del que cada hombre dé a su vida.
Juan Pablo II ha afrontado esta realidad -especialmente
acuciante en nuestros días- y, a propósito del sentido del
dolor, dice: «Dentro de cada sufrimiento experimentado
por el hombre y también en lo profundo del mundo del
sufrimiento, aparece inevitablemente la pregunta ¿por
qué? Es una pregunta acerca de la finalidad (para qué);
en definitiva, acerca del sentido Ésta no sólo acompaña el
sufrimiento humano, sino que parece determinar incluso
el contenido humano... Solamente el hombre, cuando
sufre, sabe que sufre y se pregunta por qué, y sufre de
manera humanamente aún más profunda si no encuentra
una respuesta satisfactoria.»

Señal de alarma

El dolor es una señal de alarma que advierte de una


amenaza vital contra la salud corporal o psíquica. El dolor
sirve al médico para localizar y diagnosticar la
enfermedad, como la tristeza (dolor anímico) sirve al
psiquiatra para diagnosticar la modalidad depresiva
(endógena o reactiva, ansiosa o inhibida) del paciente y
facilita una orientación para el tratamiento adecuado.

Pero, con frecuencia, el dolor- como señal de alarma- es


amordazado, mediante tratamientos analgésicos y
sintomáticos, y se dificulta el hallazgo de la causa.
Análogamente una tristeza puede ser amordazada por las
vías de la evasión compensatoria (alcohol, droga, excesos
sexuales, furor por el trabajo, agresividad, etcétera), sin
dar opción al encuentro y sanación de la causa de esa
tristeza dolorosa.

Cuando los defensores del aborto provocado y de la


eutanasia argumentan que se debe evitar todo
«sufrimiento inútil», aun a costa de eliminar la vida del
no nacido o del anciano desahuciado, están despojando a
la vida humana -y al dolor que inevitablemente la
acompaña- de su más dignificador sentido. Si el ideal
supremo del hombre fuese sólo el bienestar físico y
material, la salud, el placer, la belleza, la fuerza,
entonces el dolor sería un mal absoluto y la eutanasia y el
aborto servirían para atenuarlo.

Pero el dolor cumple unas funciones vitales y psicológicas


que le confieren sentido y, por consiguiente, lo
relativizan: el dolor nunca es absoluto, ni inútil. La misión
del médico no puede quedar constreñida a la eliminación
del dolor a toda costa, sino servirse de él para encontrar
la causa y, entonces, aplicar el remedio adecuado para
eliminarlo; mientras tanto, facilitar -mediante la oportuna
psicoterapia- que el paciente desentrañe de él la función
madurativa y enriquecedora de su personalidad, con el
hallazgo de una respuesta satisfactoria a la acuciante
pregunta del porqué del dolor.

Cuando el hombre asume y da sentido a su dolor, se


encamina hacia su propia madurez; sin las contrariedades
-que surgen siempre en el ambiente en que el hombre se
mueve, en su actuar familiar, social y profesional, con la
responsabilidad que le exigen sus derechos y deberes en
la comunidad- existe el peligro de inhibirse y permanecer,
como paralizado, adoptando una actitud más o menos
infantiloide. Las contradicciones pulen las aristas y
deformidades de la personalidad, para dar la forma pulida
y cohesionada de la madurez, para establecer la unidad
de pensamientos, afectos y actuaciones -consecuencia de
ser uno, consciente y libre- y la permanencia o
estabilidad en las actitudes o decisiones fundamentales
que se adopten. Permanencia que, permítasenos la
aclaración, no quiere decir inflexibilidad: al cambiar las
circunstancias, cambian las soluciones, pero no los
principios que determinaron la anterior decisión.

Con el dolor, la actitud personal del ser humano va


dejando de ser reacción influida y generada por el
ambiente, para anclarse cada vez más en principios
interiores, en un yo intrínseco que se adapta a todas las
circunstancias, pero sin identificarse con ellas,
permaneciendo fiel a sí mismo. Así, los hechos presentes
conservan la unidad teleológica futura, sin perder de vista
el pasado. No cabe duda de que esto es enriquecerse.

Reflexiones de un enfermo en torno al dolor

José Luis Martín Descalzo

El dolor es un misterio. Hay que acercarse a él de


puntillas y sabiendo que, después de muchas palabras,
el misterio seguirá estando ahí hasta que el mundo
acabe. Tenemos que acercarnos con delicadeza, como
un cirujano ante una herida. Y con realismo, sin que
bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su
tremenda realidad.

La primera consideración que yo haría es la de la


«cantidad» de dolor que hay en el mundo. Después de
tantos siglos de ciencia, el hombre apenas ha logrado
disminuir en unos pocos centímetros las montañas del
dolor. Y en muchos aspectos la cantidad del dolor
aumenta. Se preguntaba Péguy: ¿Creemos acaso que
la Humanidad esta sufriendo cada vez menos? ¿Creéis
que el padre que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos
que otro padre del siglo XVI? ¿Creéis que los hombres
se van haciendo menos viejos que hace cuatro siglos?
¿Que la Humanidad tiene ahora menos capacidad para
ser desgraciada?

LA MONTAÑA DEL DOLOR

Los medios de comunicación nos hacen comprender


mejor el tamaño de esa montaña del dolor. El hombre
del siglo XIV conocía el dolor de sus doscientos o de
sus diez mil convecinos, pero no tenía ni idea de lo que
se sufría en la nación vecina o en otros continentes.
Hoy, afortunada o desgraciadamente, nos han abierto
los ojos y sabemos el número de muertos o asesinados
que hubo ayer. Sabemos que 40 millones de personas
mueren de hambre al año. Y hoy se lucha más que
nunca contra el dolor y la enfermedad... Pero no parece
que la gran montaña del dolor disminuya. Cuando
hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras
nuevas que ni sospechábamos (cómo olvidar el SIDA?)
que toman el puesto de las derrotadas. En la España de
hoy, y a esta misma hora, hay tres millones de
españoles enfermos. Y diez millones pasan cada año
por dolencias más o menos graves. Pero el resto de sus
compatriotas (y de sus familiares) prefiere vivir como si
estos enfermos no existieran. Se dedican a vivir sus
vidas y piensan que ya se plantearán el problema
cuando «les toque» a ellos.

Sabemos muy poco del dolor y menos aún de su


porqué. ¿Por qué, si Dios es bueno, acepta que un
muchacho se mate la víspera de su boda, dejando
destruidos a los suyos? ¿Por qué sufren los niños
inocentes? Nosotros, cristianos, debemos ser prudentes
al responder a estas preguntas que destrozan el alma
de media Humanidad. ¿Quién ignora que muchas crisis
de fe se producen al encontrarse con el topetazo del
dolor o de la muerte? ¿Cuántos millares de personas se
vuelven hoy a Dios para gritarle por qué ha tolerado el
dolor o la muerte de un ser querido?

Dar explicaciones a medias es contraproducente y sería


preferible que, ante estos porqués, los cristianos
empezásemos por confesar lo que decía Juan Pablo II
en su encíclica sobre el dolor: El sentido del sufrimiento
es un misterio, pues somos conscientes de la
insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones.
Algunas respuestas pueden aclarar algo el problema y
debemos usarlas, pero sabiendo siempre que nunca
explicaremos el dolor de los inocentes.

TEORÍAS, NO
Una de esas respuestas parciales podía ser la que
afirma que dedicarse a combatir el dolor es más
importante y urgente que dedicarse a hacer teorías y
responder porqués.

Hemos gastado más tiempo en preguntarnos por qué


sufrimos que en combatir el sufrimiento. Por eso,
¡benditos los médicos, las enfermeras, cuantos se
dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por
disminuir el dolor en nuestro mundo!

El dolor es una herencia de todos los humanos, sin


excepción. Un gran peligro del sufrimiento es que
empieza convenciéndonos de que nosotros somos los
únicos que sufrimos en el mundo o los que más
sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que
tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a
mirar sólo hacia nosotros. Un dolor de muelas nos hace
creemos la víctima número uno del mundo. Si en un
telediario nos muestran miles de muertos, pensamos
en ellos durante dos minutos; si nos duele el dedo
meñique gastamos un día en autocompadecemos.
Tendríamos que empezar por el descubrimiento del
dolor de los demás para medir y situar el nuestro.

Es la humilde aceptación de que el hombre, todo


hombre, es un ser incompleto y mutilado. Es el
descubrimiento de que se puede ser feliz a pesar del
dolor, pero es imposible vivir toda una vida sin él. El
mayor descubrimiento, el que más me ha tranquilizado
como hombre ha sido precisamente este sano realismo.
Tratar de no mitificar mi enfermedad, no volverme
contra Dios y contra la vida, como si yo fuera una
víctima excepcional. Desde el primer momento me
planteé la obligación de pensar que «yo no era un
enfermo», sino «un señor que tiene un problema»
como «todos» tienen sus problemas.

Cuando vas conociendo a los hombres, descubres que


«todos» son mutilados de algo. Así pensé que a mí me
faltaban los riñones o me sobraba un cáncer, pero que
a los demás o les faltaba un brazo, o no tenían trabajo,
o tenían un amor no correspondido, o un hijo muerto.
Todos. ¿Qué derecho tenía yo, entonces, a quejarme de
mis carencias, como si fueran las únicas del mundo?
Sentirme especialmente desgraciado me parecía
ingenuo y, sobre todo, indigno.

DEMASIADA RETÓRICA

La tercera gran respuesta es ver los aspectos positivos


de la enfermedad. Quiero prevenir contra un gran error
muy difundido entre personas de buena voluntad: la
tendencia a ver en la enfermedad y el dolor algo
objetivamente bueno. Creo que se ha hecho,
especialmente entre los cristianos, mucha retórica
sobre la bondad del dolor, con la que se confunden tres
cosas: lo que es el dolor en sí; lo que se puede sacar
del dolor; y aquello en lo que el dolor puede acabar
convirtiéndose, con la gracia de Dios. Lo primero es y
seguirá siendo horrible. Lo segundo y lo tercero pueden
llegar a ser maravillosos.

Cristo mismo lo dejó bien claro en su vida: jamás


ofreció florilegios sobre la angustia, no fue hacia el
dolor como hacia un paraíso. Al contrario: se dedicó a
combatir el dolor en los demás, y, en sí mismo, lo
asumió con miedo, entró en él temblando, pidió,
mendigó al Padre que le alejara de él y lo asumió
porque era la voluntad de su Padre. Y entonces acabó
convirtiendo el dolor en redención. Es mejor no echarle
almíbar piadoso al dolor. Pero hay que decir sin ningún
rodeo que en la mano del hombre está conseguir que
ese dolor sea ruina o parto. El hombre no puede
impedir su dolor, pero puede conseguir que no lo
aniquile, e incluso lograr que ese dolor lo levante en
vilo.
En lo humano y mucho más en lo sobrenatural, el dolor
puede llegar a ser uno de los grandes motores del
hombre. Luis Rosales afirmaba que «los hombres que
no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir».

El dolor es parte de nuestra condición humana; deuda


de nuestra raza de seres atados al tiempo y a la
fugitividad. No hay hombre sin dolor. Y no es que Dios
«tolere» los dolores, es, simplemente, que Dios respeta
la condición temporal del hombre, lo mismo que
respeta que un círculo no pueda ser cuadrado. Lo que
Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea
fructífero. Empezó haciéndolo fructífero él mismo en la
Cruz y así creó esa misteriosa fraternidad de dolor de la
que nosotros podemos participar.

VINAGRE, O VINO GENEROSO

El hombre tiene en sus manos esa opción de conseguir


que su propio dolor y el de sus prójimos se convierta
en vinagre o en vino generoso. Yo he comprobado
aquella frase de León Bloy que aseguraba que en el
corazón del hombre hay muchas cavidades que
desconocemos hasta que viene el dolor a
descubrírnoslas. Así puedo afirmar que el dolor es,
probablemente, lo mejor que me ha dado la vida y que,
siendo en sí una experiencia peligrosa, se ha convertido
más en un acicate que en un freno.

Pase lo que pase, a lo que tú no tienes derecho es a


desperdiciar tu vida, a rebajarla, a creer que, porque
estás enfermo, tienes ya una disculpa para no cumplir
tu deber o para amargar a los que te rodean. Debes
considerar la enfermedad como un handicap, como un
«reto», como una nueva forma para testimoniar tu fe y
realizar tu vida. Has de buscar todos los modos para
sacar todo lo positivo que haya en la enfermedad y así
rentabilizar más tu vida.
Lo verdaderamente grave de la enfermedad es cuando
ésta se alarga y se alarga. Un dolor corto, por intenso
que sea, no es difícil de sobrellevar. Lo verdaderamente
difícil es cuando ese camino de la cruz dura años, y
peor aún si se vive con poca o ninguna esperanza de
curación en lo humano.

Sólo la gracia de Dios ha podido mantenerme alegre en


estos años. Y confieso haberla experimentado casi
como una mano que me acariciase. Dios no me ha
fallado en momento alguno. Yo llamaría milagro al
hecho de que en casi todas las horas oscuras siempre
llegaba una carta, una llamada telefónica, un encuentro
casual en una calle, que me ayudaba a recuperar la
calma. Confieso con gozo que nunca me sentí tan
querido como en estos años. Y subrayo esto porque sé
muy bien que muchos otros enfermos no han tenido ni
tienen en esto la suerte que yo tengo.

La verdadera enfermedad del mundo es la falta de


amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque
no encontraron una mano comprensiva y amiga!

Es terrible que tenga que ser la muerte de los seres


queridos la que nos descubra que hay que quererse
deprisa, precisamente porque tenemos poco tiempo,
porque la vida es corta ¡Ojalá no tengáis nunca que
arrepentiros del amor que no habéis dado y que
perdisteis!

La enfermedad es una gran bendición: cuando te


sacude ya no puedes seguirte engañando a ti mismo,
ves con claridad quién eras, quién eres.

Descubrí a su luz que en mi escala de valores real


había un gran barullo y que no siempre coincidía con la
escala que yo tenía en mis propósitos y deseos.
¡Cuántas veces el trabajo se montó por encima de la
amistad! ¡Cuántos más espacios de mi tiempo dediqué
al éxito profesional que a ver y charlar pausadamente
con los míos! Aprendí también a aceptarme a mí
mismo, a saber que en no pocas cosas fracasaría y no
pasaría absolutamente nada, entendí incluso que uno
no tiene corazón suficiente para responder a tanto
amor como nos dan. Todo hombre es un mendigo y yo
no lo sabía.

Entre estos descubrimientos estuvo el de los médicos,


las enfermeras y los otros enfermos. Hasta hace
algunos años apenas había tenido contactos con el
mundo de los hospitales y tenía de sus habitantes ese
barato concepto por el que, con tanta frecuencia
acostumbramos a medir a los seres más por sus
defectos que por sus virtudes. La enfermedad, al vivir
horas y horas en los hospitales, me descubrió qué
engañado estaba.

UN ABUSO DE CONFIANZA

La idea de que la enfermedad es «redentora» no es un


tópico teológico, sino algo radicalmente verdadero. Dios
espera de nosotros, no nuestro dolor, sino nuestro
amor; pero es bien cierto que uno de los principales
modos en que podemos demostrarle nuestro amor es
uniéndonos apasionadamente a su Cruz y a su labor
redentora. ¿Qué otras cosas tenemos, en definitiva, los
hombres para aportar a su tarea?

Os confieso que jamás pido a Dios que me cure mi


enfermedad. Me parecería un abuso de confianza; temo
que, si me quitase Dios mi enfermedad, me estaría
privando de una de las pocas cosas buenas que tengo:
mi posibilidad de colaborar con él más íntimamente,
más realmente. Le pido, sí, que me ayude a llevar la
enfermedad con alegría; que la haga fructificar, que no
la estropee yo por mi egoísmo.
Tomado de http://www.devocionario.com

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