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ORLANDO MEJIA RIVERA,

LAS PERVERSIONES DE LA MEDICINA

Por Rigoberto Gil Montoya


Algo está pasando en Manizales. Mientras los geólogos preconizan que en menos
de cincuenta años no habrá ni una pizca de hielo en el volcán Nevado del Ruiz,
brotan en el ambiente cultural de la ciudad las nieves perpetuas de la palabra.
Adalberto Agudelo Duque, escritor de oficio, ameno, irónico e irreverente, ganó el
Premio Nacional de Literatura con su libro de cuentos Variaciones, interesante
texto que se lee como esa reveladora novela que ahonda, desde la densidad de
ciertas atmósferas mediadas por el dolor, en el alma de las luchas estudiantiles del
país, acaecidas en la década del setenta.
Octavio Escobar, ese muchacho descomplicado, seguro y buen mozo, que juega a
los bolos, al baloncesto y que alguna vez llegó a ser promesa del ajedrez en Caldas,
también fue ganador del Premio Nacional de Literatura en la modalidad de
cuento, con su libro De música ligera, elogiado por el argentino Mempo Giardinelli,
maestro del relato breve.
Ahora fue Orlando Mejía Rivera quien pasó a formar parte de la lista de honor,
cuando un jurado internacional, Graciela Gliemmo, Álvaro Miranda y Eduardo
Mendicutti, se inclinó por su novela Pensamientos de guerra, obra que indaga por
la condición del ser frente a las atrocidades de los actos violentos, al hecho mismo
de la palabra que nombra, y frente al destino de los seres que padecen el infierno
del secuestro, de la inminencia de la muerte a manos de fuerzas oscuras y
desconocidas, caldo de cultivo de un país en cuyo interior se va trazando sin más el
territorio de los desaparecidos y secuestrados, de los mutilados y desplazados.

¿Qué pasa entonces en Manizales? Que los intelectuales y los escritores bajo el
volcán, se entregan al oficio de la literatura tanto desde la reflexión personal, que
anima el ámbito académico de la ciudad universitaria, como desde la ficción
misma, que anima el imaginario de un país ensordecido por los dramas de la
violencia. Cómo no van a ganarse los premios si estamos frente a seres obsedidos
por el asunto de la escritura, a pesar de su profesión de médicos o de docentes. A lo
mejor debió darles mucha dificultad, a Orlando y a Octavio, ejercer la medicina
como un oficio excluyente, tal vez porque detrás del cadáver presintieron una
historia, haciendo eco de lo que Borges había ya preconizado: en el proceso de la
corrupción, el cadáver recupera las múltiples caras del pasado.
Y en Orlando Mejía hay una fuerza extraña, cierto ímpetu que todo lo remueve, un
entusiasmo por saberlo y experimentarlo todo para ponerlo a la altura del hecho
creativo. Lo he visto regodearse por la calle como un niño porque se le ha ocurrido
meterse en los meandros de una novela histórica sobre Paracelso o porque
mientras llena de picadura una de sus tantas pipas, toma apuntes sobre genética y
teje indescifrables esquemas de flechitas para una novela de ciencia-ficción que
tiene proyectada elaborar, preocupado como está por el hecho de que en Colombia
este género ha sido poco frecuentado.
Quizá la buena amistad que cultivó con René Rebetez sea todo un estímulo para
llevar a cabo ese proyecto, si es que la redacción del segundo tomo sobre la
historia de la medicina se lo permite. Es un convencido de la importancia que
debe asumir el intelectual en tiempos de crisis, sin dejar de establecer un diálogo
con el mundo de la cultura, a través de la reflexión filosófica, de los ámbitos
narrativos o de la esencia de la expresión por virtud de la poesía, que también lo ha
visitado:

En silencio veo caer la tarde de lluvia y de


niebla y un poco del aliento de Dios
moja mi frente
En silencio siento el rocío del cielo sobre mi
alma y las ciudades desaparecen
en un sueño
En silencio escucho a la vida
colocarse con sigilo su máscara de
la muerte

Mejía Rivera es un hombre alto, corpulento; es imposible verlo y no pensar en ese


otro niño que fuera el creador de Morelli y Horacio Oliveira. Allané la intimidad de
su apartamento atestado de libros y de ciertas voces que pueblan su imaginario -
Pessoa, De Greiff, Octavio Paz, T. S. Eliot, William Blake...-y de hojas donde va
señalando los asuntos que interesan sus neuronas. Se podría decir que apenas si
tiene tiempo para aburrirse: cuando no está en las aulas de clase, instruyendo
sobre bioética o medicina oriental y filosofía, se encuentra en su cuarto tomando
apuntes para un próximo ensayo sobre diabetes o tanatología, o navegando por
Internet en busca de un dato que lo tiene preocupado o preparando un curso
sobre ciencia-ficción o imaginando cómo debe ser la novela del próximo milenio y
entonces, para detener un poco ese cáncer lingüístico que lo invade con prontitud,
dedica varias horas del día a espantar sus pesadillas pantragruélicas en el
gimnasio, convencido como está, en virtud de sus lecturas de autores orientales,
que para escribir y animar la vida de algunas de sus obsesiones personales,
primero debe consentir el cuerpo para que responda a sus muchas exigencias
académicas e intelectuales. He aquí su voz, su palabra:

Viví mi infancia hasta los cuatro años en una finca de la sabana y allá había una
escuelita a donde iban los niños. Tengo la imagen de cuando la profesora nos
preguntó a cada uno qué queríamos ser cuando grandes y yo dije que escritor.
Recuerdo estar contestando, antes de los cinco años, sin saber muy bien por qué,
que yo quería ser escritor. Luego vendría mi formación como lector. Me marcaron
mucho en la infancia Julio Verne, H.G. Wells, Alejandro Dumas. Después, en la
adolescencia, empecé a descubrir autores universales y más tarde a los
latinoamericanos. Víctor Hugo y Balzac me llegaron mucho. Tanto Los Miserables
como La comedia humana fueron obras importantes para mí. El mismo Emilio
Zola logró calarme, en particular con Naná y La Taberna. Esa figura de la
prostituta joven aún me parece interesante. Conocería más tarde a Hemingway, a
Faulkner y John Dos Passos y a John Steinbeck, el de Las uvas de la ira, lectura que
sembró en mí el entusiasmo por narrar la experiencia.
Luego vendrían los rusos, Dostoievski, Tolstoi, también Turguéniev. Más tarde
vendrían los latinoamericanos, y en especial Carlos Fuentes, sobre todo el de Las
buenas conciencias: esa historia de este adolescente en Guanajuato es
conmovedora. En la época universitaria revisité a Kafka y tuve un gran
descubrimiento, la obra de Jorge Luis Borges, al lado de esa obra apasionante de
Ernesto Sábato, esa trilogía monumental que me afirmó el destino de la escritura.
Durante algunos años mantuve una columna de opinión en La Patria de Manizales.
De allí nació mi primer libro, Humanismo y Antihumanismo, prologado por el
expresidente Betancur. De esa experiencia que duró cerca de cinco años, en los
que escribía la página editorial de los domingos, me quedó la búsqueda del rigor
para escribir. Fueron unos años muy importantes, toda una escuela, un
aprendizaje, donde el ejercicio de escribir un trabajo para ser publicado cada ocho
días sobre un tema distinto, de intentar hacerlo bien, cuidando de la forma y del
fondo, implicaba una gran responsabilidad. Debía consultar mucho y sobre
diversos temas.
No sólo leo literatura; por mi formación médica leo medicina, también filosofía y
ciencia; asimismo me interesa la epistemología, la historia, y obviamente la
historia de la medicina que es una de las cátedras que dicto en la Facultad de la
Universidad de Caldas.

Latinoamérica, como en la reserva del salvaje, todavía puede sentir que


su libertad nace de un sentimiento individual y su "felicidad" es la
incertidumbre de vivir. Tenemos unos treinta años de atraso
tecnológico con relación al mundo desarrollado, pero quizá
comenzamos a poseer un adelanto humano.
Humanismo y Antihumanismo

¿Qué función puede desempeñar un intelectual íntegro en un país desintegrado


como el nuestro? Siempre me he cuestionado eso. El país necesita de un tipo de
intelectual que tenga autonomía, nacida de una independencia, ajeno por completo
a intereses que lo obliguen a callar cosas o exaltar aquello que no valga la pena.
También se requiere de un tipo de intelectual que no tome partido, es decir, una
voz plural que haga crítica sin responder a presiones de grupos o de personas. No
es la defensa a ultranza de un hombre o de una institución o de un grupo político o
grupo social. Pienso que el país está necesitado de escuchar a unos intelectuales
independientes, que consigan convertirse en sabios jueces del conflicto que
vivimos. Ahora bien, a esta situación ideal se llega por una madurez colectiva y
creo que todavía no hemos llegado hasta allá.
En La casa rosada, mi primera novela, los personajes parecieran desesperados por
contar su historia personal. De ahí su ritmo alucinante. Confieso que en esta
primera novela la autoconsciencia frente a la técnica se me salió de las manos y
simplemente me senté a escribir y escribir, y por eso en cierta forma es una novela
fragmentada, fraccionada, una novela que, como han comentado algunos críticos,
los personajes a veces se confunden así manejen temáticas distintas. La casa
rosada, más que el resultado de un trabajo autoconsciente, es más el producto de
una pasión que mantenía guardada, y por primera vez encontré la forma de la
novela como la vía más adecuada para desfogar esas obsesiones internas y me
encantó.
Existir a pedazos: fragmentos de verdad, fragmentos de ciencia,
fragmentos de arte, fragmentos de mujer, fragmentos de sueños,
fragmentos de historia, fragmentos de realidad. Diagnóstico: todos
estamos esquizofrénicos, escindidos, rotos por dentro y por fuera, parece
que todo se ha derrumbado, el mundo moderno es un gran espejo que se
cayó al piso y cada fragmento de vidrio ya no es capaz de mostrar la
imagen completa del cielo y de la tierra, ni de los rostros, ni de los
cuerpos, ni la verdad de la ciencia o el arte o las religiones.
La casa rosada

En Pensamientos de guerra hay ya más serenidad, incluso un deseo de reflexionar


de manera permanente en torno a la condición del ser ante la muerte o al hecho de
la escritura. Es una novela mucho más pensada, más reposada, premeditada y
elaborada desde el punto de vista de la técnica. Aquí me sentía más firme, lo que
me permitió acercarme a la obra de una forma más objetiva.
Me preguntan a menudo por el origen de esta novela: primero, a Wittgenstein lo
conocía hace mucho. El Tractatus logico-philosophicus lo leí por primera vez hace
más de diez años. Pero entonces no tenía una buena formación académica; sin
embargo me dije, este libro es el más parecido al Tao Te King de Lao Tse, que yo
me había encontrado en las obras del pensamiento universal. Lo anoté, quise
mirarlo por dentro, saborear su engranaje; también fue muy extraño. Luego conocí
otras obras de Wittgenstein y profundicé en su vida, pero encontré que por ningún
lado aparecía esa relación que yo había supuesto. Al contrario, Wittgenstein sigue
representando, para una corriente de la filosofía, casi que un paradigma de la
filosofía positivista; en cambio, en esta primera lectura lo que descubrí fue la
esencia de un místico por la línea de Lao Tse, con un estilo bastante oriental, lleno
de sentencias. Quitémosle las enumeraciones a las proposiciones del Tractatus y
allí encontraremos una serie de sentencias que sugieren más que intentar definir.
De modo que el personaje me empezó a apasionar y empecé a conocerlo a través
de la lectura de sus obras y sus biógrafos. Lo último fue que en una maestría que
hice en filosofía, vimos un seminario dedicado a este filósofo austriaco; hice
entonces de él una lectura más académica, pero confieso que siempre estuve en
desacuerdo con respecto a la idea que se sostenía sobre Wittgenstein. Yo quería
hacerlo más humano, además porque me golpeó mucho una biografía donde se
cuenta que el Tractatus Wittgenstein lo escribió durante la Primera Guerra
Mundial. Eso me apasionó, por la idea de que el libro, que para algunos es el libro
más importante de la filosofía del siglo XX, fue escrito por un ser en el frente de
batalla, sabiendo que después de escribir cada línea, el filósofo en cualquier
momento podía morir.
Duré un tiempo con esa idea, pensando cómo hacerla posible a través de un cuento
o de una novela. Así que decidí escribir la novela para reflexionar también sobre la
guerra y nuestra violencia cotidiana, pero no encontraba cómo hacerlo. Hasta que
una vez, un profesor nuestro, profesor inglés, de la Universidad de Oxford, que
estaba en ese momento entre nosotros, recibió un amenaza de secuestro. Llegaron
anónimos y de pronto se me reveló la novela: una forma de unir a Wittgenstein y la
Primera Guerra con un plano donde hay un profesor que lee a un filósofo europeo,
que a su vez va a reflejar el ambiente de guerra nuestro, pero al mismo tiempo va
a encontrar eco en Wittgenstein, sujeto en el fragor del frente de batalla.
De modo que la novela surge de la confluencia de esos tres puntos. La dedicatoria
a Heinz Goll es significativa pero no tanto en el origen como en la construcción de
la novela. Obviamente Wittgenstein fue muy polémico desde el punto de vista de
su sexualidad. Basta pensar que hace unos cuantos años llevaron a cabo un
seminario de ocho días, exclusivamente con ponencias para defender o acusar qué
tipo de homosexualidad practicaba el filósofo austriaco. Yo me inclino, para el
mundo de mi novela, por su homosexualidad de hecho y allí David H. Pinsent se
revela como su gran amor. De ahí que aparezca en el texto ese otro eco amoroso,
un Wittgenstein apasionado.
Primer bombardeo en esta región. He visto caer las bombas de los
Eindecker Fokker franceses y las ráfagas de ametralladora han acabado
con los hombres de la segunda batería. A nosotros no nos llegaron ni las
balas ni las bombas. Todo el día hemos trasladado heridos y muertos al
hospital de Moravia. He contemplado los cuerpos despedazados, los gritos
de dolor de los heridos parecen suplicarnos que los matemos o los
hagamos dormir.
Pensamientos de guerra

La sola biografía de Wittgenstein es apasionante. Un austriaco, hijo de una de las


familias más ricas de Europa, que renuncia a su dinero, en un acto místico; que el
dinero no se lo entrega a los pobres sino a su familia rica con el argumento de que
si le daba el dinero a los pobres los perdía, mientras que su familia ya estaba
perdida por su misma riqueza. Llevaba además una vida casi monástica, una vida
dedicada a pensar, a intentar hacer filosofía, repudiando la historia de la filosofía,
porque, entre otras cosas, su formación fue la de ingeniero, con énfasis en
matemática.
Siempre fue un filósofo que abordó la filosofía a partir de la lógica. El llegó a
afirmar que la filosofía occidental no era más que retórica y basura. Y lo que en
realidad quiso fue colocar límites entre aquello que sí podía decirse y lo que no
podía decirse, pues si se intentaba decir lo que no se podía decir, el resultado eran
meros desechos, basura.
En su libro de madurez, Las investigaciones filosóficas, un libro aforístico,
fragmentado, Wittgenstein va a mencionar los famosos juegos del lenguaje, uno de
sus mayores aportes a la discusión lingüística del siglo XX. Un asumir el lenguaje
como una caja de herramientas, que puede ser utilizada de distintas formas. En el
fondo me une a Wittgenstein su búsqueda, más que por el sentido del lenguaje, su
búsqueda por encontrar los límites a aquello que puede o no ser dicho.
Wittgenstein cada vez adquiere mayor importancia porque Occidente, desde los
griegos, representa la primacía del logos, pero de una u otra manera, el logos se ha
agotado por exceso, no por defecto y su agotamiento conlleva a que la palabra
deje de decir cosas, pierda su sentido, sus significados. De ahí la obsesión de
Wittgenstein por los límites, pero a la vez va a dejar planteado que lo no decible, lo
indecible, también es otra forma de conocimiento.
He ahí su importancia: fue capaz de decir que Occidente se muere y su agonía se
expresa a través del lenguaje que perdió los límites y sus alcances. Y en el fondo
está la pregunta de los poetas modernos y también de los escritores de la
modernidad. Todos, de alguna forma, sentimos eso, el agotamiento del lenguaje y
la necesidad de imaginar nuevas formas de expresar. Ya Barthes casi que plantea
la muerte de la literatura y había dicho que la única opción que le quedaba a los
escritores de la modernidad era dejar de escribir, es decir, el silencio. Y el silencio
por el sentimiento de agotamiento del lenguaje. El filósofo austriaco representa
casi que un arquetipo de inquietud de todo Occidente y de toda la literatura.
Vivimos en un ambiente que cada vez se acerca más a ciertos estados donde no se
acepta la voz de la diferencia. Oficialmente somos una democracia y de hecho lo
somos desde el punto de vista de algunas características de esa democracia, pero
por desgracia cada vez en Colombia se acepta más la idea de no tolerar al que
piensa distinto. En esa medida yo sí creo y también mi personaje pretende revelar
eso, que nadie está a salvo, en un país donde las posibilidades de la violencia y del
ajusticiamiento han terminado por ser paralelas a las formas democráticas del
Estado. Aquí nadie está a salvo, si alguien expresa una opinión puede ser
considerado peligroso. Es más, expresar aquí una opinión bajo el libre albedrío,
bajo sus propias convicciones, como hay múltiples ejércitos y múltiples ideologías
radicales cada vez más fanatizadas, de entrada ya se pasa a ser un objetivo, entre
comillas, de la guerra.
Mi personaje pretende reflejar eso y de ahí, se entiende, su gran impotencia y eso
se dice en la obra: el problema no era ni siquiera haber sido secuestrado, el
problema era no saber porqué. Es decir, hemos llegado a un punto de la violencia y
de esa guerra no oficial en Colombia, donde ya no se sabe porqué se hace la
guerra. Y ya no se sabe porqué se mata o porqué hay víctimas; perdimos el sentido
de la guerra, y la guerra como expresión de la cultura humana no parece tener
objetivos claros entre nosotros.
Ojalá sea cierto este nuevo aire que estamos viviendo por estos días, donde los
distintos grupos del país parecieran haber entrado en razón y querer restablecer,
por lo menos, unos límites y unos objetos de lo que quieren o no quieren y de hasta
dónde llega o no la guerra. Si esto se logra va a ser muy importante. Lo otro sería
la vía hacia un estado de guerra demencial. Rorty, el filósofo, hablando por ejemplo
de la guerra entre servios y croatas, decía que él lo que había visto de nuevo eran
las expresiones de una guerra totalmente mítica, donde los bandos se desconocían
como seres humanos y se habían asumido como encarnaciones de fuerzas del bien
y del mal; es decir, se ha llegado a un grado de demencia absoluta.
Pienso que en Colombia estamos muy al borde de eso. No es gratuito que aquí no
baste matar a las personas; las matanzas implican cuatro muertes. Hay una
antropóloga de la Universidad Nacional que ha estudiado este fenómeno: a las
personas las matan cuatro veces: primero les cortan la cabeza, después les abren el
abdomen, les sacan los ojos y finalmente los queman. Ahí ya se presenta una cosa
demencial.
Borges sostenía la idea del tiempo como un aleph, un fragmento en que cabe todo
el destino de los hombres. De ahí que Wittgenstein esté unido umbilicalmente al
profesor. A su modo el profesor repite, con su azarosa circunstancia, el destino de
los hombres que durante la Primera Guerra estuvieron en el frente de batalla. Pero
eso sí, diría que aquí no es el Borges tomado directamente sino una idea
borgesiana que nace de otro filósofo y que Wittgenstein se alimenta de ella y que
en el fondo queda muy bien reflejada en la novela. No es gratuito que el profesor,
en el primer capítulo, cite a ese filósofo. La verdad, el profesor cita a dos filósofos: a
Jean Jacques Rousseau, cuando en un momento dado cree haberse muerto y estar
en el paraíso de los filósofos, y a Schopenhauer. Tanto Wittgenstein como Borges
se alimentaron de Schopenhauer.
Una buena parte de la obra de Borges no es más que el trabajo literario de ideas
que encontró en este filósofo. Y Wittgenstein, a pesar de que en el prólogo expresa
que no le debe nada a nadie, sí le debe a Schopenhauer. Tanto el literato como el
filósofo comprendieron con él que en realidad sólo ha existido, existe y existirá un
sólo ser humano; todos somos el mismo que se repite en ciertos momentos
temporo-espaciales: quien ama está amando como el primer ser humano que amó;
cuando están matando a alguien, el verdugo y la víctima son siempre un arquetipo.
Sin que se diga en Pensamientos de guerra se intenta contar una historia más
amplia de la que se relata; en esa historia no contada en verdad el profesor
universitario nunca ha entendido a Wittgenstein y lo viene a entender cuando está
punto de morir, cuando se le revelan esos libros desde su propia existencia. Yo
quería que en el fondo, sin que quede explícito nunca, hubiera ese juego: un
profesor que maneja un filósofo como Wittgenstein, que nunca ha salido de
entenderlo intelectualmente, que por su situación personal llega a un punto donde
se va a enloquecer y siente que se va a morir; ahí se le revela un Wittgenstein lleno
de vida, de ideas, presentimientos y creatividad.
Los libros leídos en la tranquilidad de casa, cuando no nos tocan, no nos
conflictúan. Libros que sólo alimentan las neuronas, no sirven para nada. Sólo
cuando en momentos muy difíciles de nuestra vida empezamos a sentir que un
libro nos puede revelar claves de nuestra propia tragedia o de nuestro propio
punto existencial límite, ahí es donde la literatura se vuelve otra realidad, que
tiene tanta consistencia como la realidad que decimos que es la única.
Más que la prefiguración de un personaje al otro, es más bien la idea del profesor
que descubre a un Wittgenstein que está ahí, a través de sus libros, de su
biografía. Y situaciones extremas del lector nos puede conectar con partes de un
Wittgenstein que no ha sido conocido, por ejemplo, por la filosofía oficial. Mi
novela se puede leer también como una lectura hermenéutica de un ser que no ha
sido aceptado por la filosofía, pero que creo que también está ahí.
Morirás lejos, la novela de Pacheco, es para mí una de las obras de arte de la
literatura latinoamericana de las últimas décadas, sobre todo por dos razones: una
muy técnica, ese manejo de los dos planos históricos que a la vez se entremezclan
el uno en el otro; ese personaje contemporáneo que vive en México de los años
sesenta, pero que se nos empieza cada vez a revelar con nexos muy profundos con
los nazis de la Segunda Guerra. Ese juego de la novela donde finalmente no
sabemos quién es el personaje, me parece un gran aporte y me alimentó mucho el
trabajo de los dos planos narrativos en Pensamientos de guerra. Y otra cosa que me
ayudó de manera indirecta, a propósito de la novela de Pacheco, es encontrar un
autor que se hubiese atrevido a ampliar el ámbito de la historia.
Ya en el plano de la literatura colombiana, me influye también la novela de Ricardo
Cano Gaviria, Pasajero Walter Benjamin. Esta novela describe los últimos tres días
del filósofo Benjamin y su suicidio. Entonces es la idea de que escribir debe
corresponder a la pasión del escritor.
Pero vuelvo a Pacheco. Él mismo juega con el personaje al decir, pero cómo un
escritor mexicano se pone a escribir sobre el problema de los judíos y los nazis, si
eso ya salió en televisión, en documentales y esa no es nuestra realidad mexicana.
Esta autoparodia me sedujo, porque en el fondo era decir, nosotros colombianos,
chilenos, suizos o franceses tenemos un alma, una psique colectiva, tenemos unas
capas de humanidad encima que no están geográficamente delimitadas. En esa
medida el escritor puede escribir sobre lo que se le antoje. Y si lo tocó
Wittgenstein no importa que haya nacido en Colombia o en Austria. Ahí está la
literatura para construir mundos, para decir y cuestionar a través de esos mundos.
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Tomado del libro:


Guía del Paseante. Rigoberto Gil Montoya. Manizales: Gobernación de
Caldas/Secretaría de Cultura, 2005, pp. 85-99.

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