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EL DISCIPULADO

Un predicador invitó a pasar al frente a todos los que habían aceptado a Cristo como su Señor
y Salvador. Unas treinta o cuarenta personas pasaron al frente. Luego dijo algo que me asombró.
Invitó a pasar a todos aquellos que ya eran cristianos pero que nunca habían sido discípulos de
Cristo. Para mi sorpresa, muchos creyentes, algunos a quienes conocía muy bien, pasaron al
frente pensando que en ese instante se estaban haciendo discípulos de Jesucristo por primera
vez.
Esta segunda invitación me perturbó. En esencia, el predicador estaba enseñando que hay dos
tipos de cristianos: los convertidos y los discípulos. Conforme a su enseñanza, los convertidos
son los que confían en Cristo como su Salvador; discípulos son aquellos que toman un paso
posterior para seguir a Cristo como su Señor. Técnicamente, alguien podría convertirse y ser
cristiano sin ser un discípulo. No obstante, en los evangelios, Jesús no hace tal distinción. Ser
cristiano es ser discípulo; ser discípulo es ser cristiano.
La verdadera fe salvífica es la fe que nos obliga a seguir y a obedecer a Cristo como Sus discípulos.
Precisamente eso es lo que Jesús le recuerda a Sus discípulos en la Gran Comisión al final del
evangelio de Mateo. Nota lo que dice Jesús: «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones»
(Mat. 28:19). El imperativo de Jesús no es de convertir personas sino de hacer discípulos. En
otras palabras, para el cristiano no es opcional el seguir y obedecer a Cristo. El apóstol Juan es
aún más franco cuando escribe: “El que dice: Yo he llegado a conocerle, y no guarda Sus
mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él” (1Jn. 2:4).
La verdadera fe salvífica es la fe que nos obliga a seguir y a obedecer a Cristo como Sus discípulos.
Nuestros primeros pasos como cristianos, aunque a menudo pequeños y titubeantes, son pasos
que siguen a nuestro Salvador.
Me temo que mucho de lo que podríamos llamar cristianismo evangélico ha perdido de vista
esta verdad importante. Muchos se han dejado engañar al pensar que por tan solo haber orado
una oración, firmado una tarjeta o pasado al altar ya tienen el cielo garantizado. Pero Jesús nos
pide algo más. Jesús nos exige confiar en Él con nuestras vidas. Jesús nos exige seguirle (Lc. 9:23).
En pocas palabras, Jesús exige que seamos Sus discípulos.
La Biblia nos recuerda que los primeros seguidores de Jesucristo fueron llamados cristianos por
primera vez cuando el testimonio de la fe llegó a la ciudad de Antioquía (Hch 11:25). Aunque
inicialmente fue un término de burla, los seguidores de Cristo pronto abrazaron la designación
cristianos porque los identificaba abierta y desvergonzadamente con Cristo. Pero antes de que
el título de cristiano fuera ampliamente aceptado, ¿cómo eran llamados los primeros seguidores
de Cristo? Simplemente los llamaban «discípulos». Discípulo era la referencia preferida para los
creyentes. Pero, ¿qué es un discípulo?
En resumen, un discípulo es un estudiante. Un discípulo es aquel que se disciplina a sí mismo
en las enseñanzas y prácticas de otro. La palabra discípulo, al igual que disciplina, proviene de la
palabra latina discipulus, que significa «alumno» o «aprendiz». En consecuencia, aprender es
disciplinarse uno mismo. Por ejemplo, si se quiere avanzar en las artes o las ciencias o el
atletismo, uno tiene que disciplinarse y aprender y seguir los principios y fundamentos de los
mejores maestros en esa área de estudio. Así fue y es con los discípulos de Cristo. Un discípulo
sigue a Jesús.

Cuando Jesús llamó a Sus primeros discípulos, simplemente dijo: «Sígueme» (Mc 1:17; 2:14; Jn
1:43). Un discípulo es un seguidor, uno que confía y cree en un maestro y sigue sus palabras y
ejemplo. Por lo tanto, ser un discípulo es estar en una relación. Es tener una relación íntima,
instructiva e imitativa con el maestro. En consecuencia, ser un discípulo de Jesucristo es estar
en una relación con Jesús, es buscar ser como Jesús. En otras palabras, seguimos a Cristo para
ser como Cristo (1 Cor 11:1) porque como Sus discípulos, pertenecemos a Cristo. El discípulo de
Jesús tiene ciertas características que son acordes con una relación con Jesús. ¿Cuáles son las
cualidades de un discípulo de Cristo? ¿Cuáles son los rasgos de aquellos que siguen y son
llamados discípulos de Cristo?
Nadie puede realmente llamarse a sí mismo un discípulo de Jesús si no está dispuesto a
obedecerlo.
Un discípulo escucha a Jesús
Nadie puede decir que es un discípulo de un maestro a menos que esté listo para escucharlo. El
mundo está inundado de maestros compitiendo por oyentes y seguidores. Escuchar a Jesús es
lo que un discípulo cristiano hace. Cuando Jesús habla, el discípulo escucha. El discípulo se aferra
a cada palabra del Maestro como si esa palabra fuera pan para el hambriento o agua para el
sediento. Cuando Jesús se reunió con Sus discípulos en el Monte de la Transfiguración, Dios el
Padre habló desde el cielo con un mandato claro: «Este es mi Hijo amado… a Él oíd» (Mt 17:5).
No puedes ser cristiano y no escuchar a Jesús.
Un discípulo aprende de Jesús
Escuchar a Jesús no es suficiente. Un discípulo no escucha y luego se aleja como si las palabras
del maestro no tuvieran impacto. Cuando Jesús llama a Sus discípulos, los llama a aprender y a
escuchar. Cuando vienen, Él dice: «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mat 11:29). El discípulo
es un aprendiz, y las palabras de Cristo le son de peso. Cuando Jesucristo expulsó a los
buscadores de panes y peces en el pasaje de Juan 6, se volvió hacia los doce discípulos y
preguntó: «¿Acaso queréis vosotros iros también?» Pedro, hablando en nombre de los demás,
respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído
y conocido que Tú eres el Santo de Dios» (Jn 6:68-69). Aprender de Cristo es el mayor deseo del
discípulo. Es la base de todo lo que cree. Con gozo recibe las palabras de su Maestro. Estas son
su pan de cada día. Medita en ellas día y noche (Sal 1:2).
Un discípulo obedece a Jesús
Nadie puede realmente llamarse a sí mismo un discípulo de Jesús si no está dispuesto a
obedecerlo. El discípulo, el que realmente escucha y aprende, pondrá en práctica lo que
aprende. Para el discípulo, la obediencia no es opcional. Jesús ha demostrado ser digno de toda
obediencia. Aquellos que lo conocen mejor están más conscientes de esto. Cuando la boda en
Caná se quedó sin vino, María (la madre de Jesús) les dijo a los sirvientes de la casa que buscaran
a Jesús y «haced todo lo que Él os diga» (Jn 2:5). Ese fue un gran consejo. Poner en práctica las
enseñanzas del Maestro es el fruto del verdadero discipulado. Jesús mismo declaró que aquellos
que lo aman demuestran su amor por Él guardando Sus mandamientos (Jn 14:21, 23; 15:10).
Algunos tratan de hacer una distinción entre ser un discípulo y ser un cristiano. Sin embargo, la
Biblia nunca hace tal distinción. Antes de ser llamados cristianos, fueron llamados discípulos. Ser
un discípulo de Cristo es ser un cristiano. Ser cristiano es confiar en Cristo, escuchar a Cristo,
aprender de Cristo y obedecer a Cristo. En consecuencia, ser cristiano es ser un discípulo. Fue
así en el comienzo y así sigue siendo hoy.
En Hechos 2:42, Lucas proporciona un resumen de las formas en que los creyentes de la iglesia
primitiva crecieron como discípulos. Él escribe: «Y se dedicaban continuamente a las enseñanzas
de los apóstoles, a la comunión, al partimiento del pan y a la oración». Según Lucas, estos
cristianos se consagraron a cuatro medios básicos por los cuales habían sido discipulados.
Consideremos estos medios y la forma en que el Cristo resucitado todavía los usa hoy en la vida
de Su pueblo.
Primero, Lucas nos dice que los discípulos primitivos se dedicaron a las «enseñanzas de los
apóstoles». Debemos notar que Lucas elige caracterizar esta actividad en términos de devoción.
En otras palabras, ellos hicieron del escuchar y estudiar la verdad tal como se revela en Jesucristo
una prioridad, una parte regular e innegociable de sus vidas. Todavía hoy, la mayoría de los
ministros te dirán que aquellos que hacen esto son los que, usualmente, llevan la vida cristiana
más intensa y fructífera. Aquellos que asisten fielmente a la enseñanza pública de la Palabra con
un hambre genuina son los discípulos que hacen discípulos. Cuando la Palabra es predicada con
fidelidad, audacia y sabiduría en el poder del Espíritu, estos discípulos son equipados para ser
fieles, audaces y sabios influenciadores de Cristo en cada esfera de sus vidas.
Sobrenaturalmente, incomprensiblemente, el Dios trino se comunica con nosotros, nos nutre,
nos anima y nos equipa para ser discípulos a través de los sacramentos.
Lucas también habla de la devoción de los primeros discípulos “a la comunión». Nuestro Dios
trino es el Dios de la comunión eterna, y nosotros, como aquellos hechos a Su imagen, fuimos
creados para tener comunión con Él y con los demás. Nuestras vidas son deficientes sin un
compañerismo genuino con otros, especialmente con otros que comparten nuestro amor por
Cristo. A medida que nos animamos proactivamente unos a otros, el cuerpo de Cristo se edifica
espiritualmente y, muy a menudo, numéricamente. Cuando somos conocidos por nuestro amor
mutuo, aquellos que aún no han probado y visto que el Señor es bueno a menudo se vuelven
curiosos y abiertos a escuchar más acerca del Jesús que está en el centro de toda nuestra
comunión, y, por la gracia de Dios, también llegan a ser verdaderos partícipes de esa comunión.

Tercero, Lucas nos dice que la iglesia primitiva estaba dedicada “al partimiento del pan».
Esto probablemente se refiere a su observancia de la Cena del Señor, lo cual hacían, junto con
el bautismo (lee Hechos 2:41), de acuerdo con las instrucciones de Cristo. Metafóricamente, los
sacramentos del bautismo y la Cena del Señor comunican el amor adoptivo del Padre, la gracia
sacrificial del Hijo y la comunión vivificante del Espíritu de tal manera que transforman y equipan
a los discípulos.
Los sacramentos, como la comunión de los santos, nos recuerdan que estamos destinados a
reunirnos corporativamente para crecer como individuos. En una época donde somos tan
bendecidos con tantos libros y sermones cristianos disponibles a través de Internet y de otros
medios, los sacramentos nos mantienen regresando a la iglesia reunida, para la cual no hay
sustituto. Dios se complace en encontrarse con Su pueblo reunido de una manera especial a
través de nuestra observancia de los sacramentos.
En cuanto a la forma en que Cristo se encuentra con nosotros cuando participamos de la Cena
del Señor por fe, incluso el erudito estudioso Juan Calvino tuvo que admitir: «Lo experimento
en lugar de entenderlo». Sobrenaturalmente, incomprensiblemente, el Dios trino se comunica
con nosotros, nos nutre, nos anima y nos equipa para ser discípulos a través de los sacramentos.
No hay sustituto para ellos en la vida del discípulo.

Por último, pero no menos importante, Lucas nos dice que los primeros discípulos se dedicaron
a «la oración». La oración corporativa ha sido referida como el último mandato de Cristo y la
primera responsabilidad de la iglesia (ver Hechos 1:14). La iglesia primitiva conoció por
experiencia propia el poder de la oración y se valió de este mientras los discípulos oraban por la
llenura, la sabiduría, la guía y la audacia del Espíritu. Como dijo Spurgeon: «Las reuniones de
oración fueron las arterias de la iglesia primitiva. A través de ellas corría el poder de sostener la
vida».

«La oración» en Hechos 2:42 probablemente sea representativa de la adoración general de la


iglesia primitiva. Todavía hoy, cuando la iglesia busca el rostro del Padre mediante la mediación
del Hijo encarnado con la ayuda del Espíritu, el Dios trino se complace en habitar entre las
alabanzas de Su pueblo para la gloria de Su nombre, la derrota de Sus enemigos. y la edificación
de Su iglesia (ver 2 Cro 20:22; Sal 8: 2; Col. 3:16).
Estos medios de gracia pueden parecer débiles a los ojos del mundo, pero a los ojos del Señor y
del creyente que discierne, ellos son canales a través de los cuales los pecadores se relacionan
con el Cristo resucitado y los discípulos son facultados para vivir vidas agradecidas que dan un
maravilloso testimonio de su Salvador.
En lugar de confiar en la última innovación o novedad, sigamos los pasos de la iglesia primitiva
y hagamos uso de estos medios ordinarios de gracia. Al hacerlo, Cristo equipará a Sus discípulos
para hacer discípulos, y Su alabanza continuará extendiéndose hasta los confines de la tierra.
Los discípulos guardan los mandamientos de Cristo

Cuando Jesús llamó por primera vez a Simón Pedro y a su hermano Andrés para Su obra, el
mandato fue: «Seguidme». Con el tiempo, aquellos que fueron tras Jesús y le siguieron fueron
llamados Sus «discípulos», «estudiantes» o «seguidores». A lo largo de Su ministerio, Jesús dejó
claro a Sus oyentes que ser Su discípulo no era simplemente recibir una educación o incluso
adherirse a un conjunto de principios o estipulaciones éticas. Ser un discípulo de Jesús
significaba reconocerlo por lo que realmente era: el Hijo de Dios encarnado, el tan esperado
Mesías, y, por lo tanto, reorientar la vida para que se ajuste a los estándares de Su reino celestial.

Nuestra obediencia a Jesús es una de las características que nos distingue como aquellos que
realmente le aman.
En Juan 14:15, Jesús dice a Sus discípulos esta verdad de manera llana: «Si me amáis, guardaréis
mis mandamientos». Esta puede parecer una afirmación sencilla, incluso simplista, pero si la
miramos de cerca, nos damos cuenta de que nos enseña mucho sobre lo que significa ser un
verdadero discípulo de Jesús. Lo primero que hay que notar es que la motivación para la
obediencia cristiana es y debe ser el amor, no el miedo. Como cristianos, queremos obedecer a
Jesús no porque tengamos miedo de que recibiremos juicio si no lo hacemos, sino porque
reconocemos quién Él es y lo que ha hecho por nosotros, y eso a su vez hace nacer en nuestras
almas un profundo deseo de honrarlo con nuestras vidas. Como dice Juan en su primera epístola:
«Nosotros amamos, porque Él nos amó primero» (1 Jn 4:19), y es esa fuente de amor la que se
desborda con un deseo de obedecerle.

Segundo, nota que en Juan 14:21, Jesús pone esta verdad en orden invertido: «El que tiene mis
mandamientos y los guarda, ése es el que me ama”. En otras palabras, nuestra obediencia a
Jesús es una de las características que nos distingue como aquellos que realmente le aman.
Como Jesús dice en otro lugar: «Porque por el fruto se conoce el árbol» (Mt 12:33).

Tercero, nota que esta obediencia que rendimos a Jesús no es por nuestro propio poder. En el
versículo siguiente, Jesús nos dice que pedirá al Padre que envíe a otro Consolador, al Espíritu
Santo (Jn 14:16), y luego Pablo nos dice que es Este quien nos da el poder para hacer morir las
obras de la carne y que está con nosotros en la tribulación, clamando que somos hijos de Dios
(Rom 8:13-17).

Todo esto deja claro que cualquier acusación de antinomianismo en contra del cristianismo, es
decir, que este es «contra la ley», es falsa e infundada. El mismo Pablo preguntó: “¿Qué diremos,
entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde? ¡De ningún modo! Nosotros,
que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (Rom 6:1-2). Nuestra salvación se
basa, entera y completamente, en la justicia de Cristo, tanto en Su vida como en Su muerte,
imputada a nosotros. Esa sola justicia es la base de nuestra justificación. Pero hay fruto espiritual
evidente en aquellos que han sido justificados: un reconocimiento de Jesús como el Rey, y un
amor lleno de gratitud hacia Él que produce un deseo lleno del Espíritu de seguirlo y obedecer
Sus mandamientos.

Los discípulos tropiezan

No hay ambigüedad en lo que dice el apóstol Juan en 1 Juan 1:8: «Si decimos que no tenemos
pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros». Por lo tanto,
cualquier noción bien intencionada pero equivocada de perfeccionismo cristiano debe ser
descartada. Parece que todas las exhortaciones de Juan en esta carta descansan en tres
verdades fundamentales: no debemos pecar (2:1), pecaremos (1:8, 10), y tenemos perdón y
propiciación por nuestros pecados (1:9 ; 2:1-2).
Un verdadero sentido de nuestras faltas en cuanto a pensamientos, palabras y hechos magnifica
la gracia de Dios que salva a los pecadores.
Mi enfoque aquí está en el hecho de que los cristianos realmente pecan. Esta verdad es el
resultado lógico y bíblico de la doctrina de la justificación por gracia solamente a través de la fe
en Cristo solamente, cuya justicia nos es imputada incluso cuando nuestra culpa es imputada a
Él. Nuestra justificación o buena posición ante Dios no se debe a que en la actualidad somos
intrínsecamente justos o a que tenemos justicia infundida en nosotros. Somos justos ante Dios
porque Él nos acredita y nos cubre con lo que los primeros teólogos protestantes llamaron una
justicia «ajena» o «extranjera», que por supuesto es la justicia de Cristo. La justicia de Cristo es
completa, lo que significa que satisface todas las demandas de la santa ley de Dios.
Además, la justicia de Cristo es de valor eterno, lo que significa que nunca expira. Es esta justicia
absoluta,objetiva , e infalible a la cual nuestra fe se aferra en la persona y la obra de Cristo. La
fe genuina lleva a los creyentes a la unión con Cristo y, por lo tanto, los cubre objetivamente con
Su perfecta obediencia y Su sangre purificadora. Subjetivamente, somos despertados a por lo
menos tres realidades: (1) la profundidad de nuestra caída (Rom 7:13-19); (2) un deseo genuino
de hacer lo que agrada a Dios (Fil 2:13; es la combinación de la conciencia de nuestra naturaleza
caída y este deseo dado por Dios de hacer lo que agrada a Dios lo que crea la tensión de que
Pablo habla de en Rom 7:12-25); y (3) conocimiento de la generosidad de la gracia de Dios en
Cristo que salva a los pecadores (1 Tim 1:15).
Estar enraizados en estas verdades y estudiarlas a fondo debería permitirnos no solo
comprender la veracidad de la afirmación del apóstol en 1 Juan 1:8, sino hacerlo de una manera
que no nos haga complacientes con el hecho de que como cristianos, permanecemos pecadores.
Por el contrario, un verdadero sentido de nuestras faltas en cuanto a pensamientos, palabras y
hechos magnifica la gracia de Dios que salva a los pecadores. Y la gracia de Dios magnificada
desencadena la gratitud que se manifiesta en hacer lo que agrada a Dios.
Sí, los discípulos tropiezan, pero Dios usa su tropiezo para mostrarles más y más de la gracia que
es más grande que todos sus pecados.

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