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EVOLUCIÓN DE LA NOVELA VENEZOLANA DESDE LOS 60

MILAGROS MATA GIL

La influencia de los Grupos: política y estética

Se acostumbra señalar el final de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez,

en 1958, como el punto de arranque de las transformaciones actuales de la

Literatura Venezolana. Sin embargo, tales cambios habían venido

produciéndose en verdad desde principios de la década. En el aspecto

propiamente literario fueron: la lectura de las versiones de Sartre y Camus del

existencialismo, cierto nihilismo de raíz nietzscheana, la revisión, subrepticia

aún, de los postulados de “Viernes”, que en parte se enfocó por la relectura de

los Surrealistas, Artaud y todo ese trabajo literario francés que apuntaba hacia

la minuciosidad exhaustiva en el tratamiento del ambiente, la morosidad del

tiempo, el desarrollo de la descripción como recurso de estilo. Y, además, una

revalorización de los cambios temáticos y estructurales a partir de los aportes

de Joyce, Kafka, Proust, Eliot y Virginia Woolf, entre otros, completado con el

acercamiento hacia la Literatura de Estados Unidos, sobre todo los trabajos de

raíz periodística de Hemingway o John Dos Passos y el planteamiento

"regionalista" de William Faulkner.

Y en el aspecto socioeconómico y político, fueron las modificaciones

producidas en la organización de las ciudades y en la visión de la clase

trabajadora, el avance de un proceso de industrialización y mercantilización, la

evidente "americanización" de los valores sociales y todo eso que preparaba el

advenimiento de una modernización política, un nuevo sistema que sustituyera

la ya agotada dictadura, cuestionada además por las resonancias de la


postguerra europea (el reclamo por una democracia que terminara con un

régimen "fascista" y los aportes de los inmigrantes, que venían aventados por

toda la violencia de la Guerra Civil Española, primero y después de la II Guerra

Mundial).

El conjunto de estas adquisiciones formaba parte de un proceso de

reacción contra la contención y el tradicionalismo de la gente de “Contrapunto”.

Aun teniendo reconociendo un hecho importante: la influencia que había tenido

sobre ese movimiento la actuación de contingentes de intelectuales emigrados

desde España, personas muy respetadas, que continuaron llegando durante

todas las décadas del 40 y 50 y actuando como un eficaz catalizador cultural,

reorganizando sobre todo el quehacer universitario, convirtiéndolo en fermento

crítico. Luego, esa gente que se reúne en “Sardio”, en su mayoría estudiantes

universitarios, critica ácidamente el realismo folklorizante, la raíz criollista aún

presente en la literatura, la voluntad de encerramiento que desdeñaba la

universalización. De ese grupo, formado por Luis García Morales, Guillermo

Sucre, Elisa Lerner, Salvador Garmendia, Adriano González León, Gonzalo

Castellanos, parte el redescubrimiento y revalorización de la obra de Meneses.

De esa misma discusión surgen dos obras distintivas del quehacer literario: el

libro de relatos Las Hogueras Más Altas (1957), de Adriano González y Los

Pequeños Seres (1959), de Salvador Garmendia. Ya estaba planteada la

renovación literaria, y desde este momento se fue produciendo un cada vez

más acentuado rechazo a todo el pasado criollista o regionalista, incluyendo

por supuesto, a Gallegos, y rescatando autores hasta ese momento olvidados,

como Julio Garmendia, José Antonio Ramos Sucre y Enrique Bernardo Núñez.
La caída de la dictadura produjo al principio un flujo de apertura cultural,

de libertad política. Dos partidos habían encabezado los movimientos de

resistencia y combate que la habían derrocado: Acción Democrática y el

Partido Comunista. Por lo tanto, y al llegar al poder se presentaban dos

concepciones muy diferentes a la hora de organizar la estructura política. Sin

embargo, se impusieron los ideales de amplitud: hubo una consulta en la que

participaron todas las fuerzas políticas y que condujo a dos hechos

importantes: el llamamiento a elecciones y la elaboración de una Constitución.

En el año 1959 se produjo el triunfo de la Revolución Cubana. Un grupo

de líderes muy jóvenes, con un precario ejército, había invocado a la gente

para que se incorporara a una gesta que derrocaba uno de los más poderosos

dictadores del continente. En realidad, esos fueron años de desplazamientos

dictatoriales. Pero la Revolución Cubana, que después se identificó con el

Partido Comunista, despertó los ideales románticos de la mayor parte de los

jóvenes del mundo, sobre todo de los latinoamericanos, que sintieron que era

posible consolidar un sistema que asegurara a la mayoría una mayor justicia

distributiva de las riquezas del país: mejor alimento, mejor educación, mejor

salud, mayor acceso a la cultura, mejores formas de vida para todos.

En Venezuela, apenas salida de un sombrío y prolongado proceso

dictatorial, con vigorosos y vigentes líderes comunistas, el luminoso llamado de

la Revolución Cubana sirvió de estímulo para un grupo de jóvenes que

plantearon la necesidad de profundizar los cambios, de realizar una revolución

socialista. La gente asumió con muy diferente percepción ese reclamo:

mientras en las ciudades cierto sector lo asimiló y se incorporó organizando

muy diferentes formas de lucha política, en el campo la gente lo ignoró,


prefiriendo el tradicional respeto generado por la gente de Acción Democrática:

un luchador como Rómulo Betancourt, un gran intelectual como Rómulo

Gallegos. Las elecciones del 58 había dado el triunfo a Betancourt quien pactó,

además, con otras fuerzas políticas. Pero en el país había otras fuerzas en

movimiento: los añorantes de las dictaduras, que propiciaban alzamientos

militares, amenazando la frágil estructura democrática. Ante tantos y tan

variados enemigos, Betancourt usó como respuesta la violencia policial y la

represión de los grupos de opinión y de oposición, rompiendo

espectacularmente los planteamientos entre formas y propósitos. Los

comunistas, proscritos, se movieron en las sombras, organizando a la gente

para una contienda armada. Así comenzó la Guerra de Guerrillas, en los años

1960, 1961.

Entretanto, los conflictos políticos del país se estaban reproduciendo en

el seno del grupo “Sardio”. Se retiran Guillermo Sucre, Luis García Morales y

Elisa Lerner, se incorporan otros artistas y se convierte finalmente en “El Techo

de la Ballena”, gente bulliciosa, subversiva: surrealistas de nuevo tono, que

agitan las aguas de la cultura. Otros disidentes de “Sardio” se fueron a “Tabla

Redonda”. Pero lo cierto es que se produjo una fuerte efervescencia cultural:

surgen por todas partes grupos, revistas, gente organizada, lecturas,

performances, movimientos de renovación universitaria. El período más severo

de la acción guerrillera llegó apenas a 1963 y luego quedaron esos actos

rezagados, marcados por un ambiente de derrota. Pero el fervor cultural,

incluso el deseo de transformar el mundo usando diversas vías políticas cuyo

vehículo podía ser el arte o el trabajo cultural, se prolongó hasta la década de

los 70. Hubo ciertas adopciones de los postulados hippies, una asunción de
Marcuse rechazando el poder de los medios y extenuantes jornadas de

relectura de Marx. Hubo un tiempo de desarraigo cultural, rechazante de la

tradición, de gestualidad rebelde. Paralelamente, hay que hacer notar la

presencia de un grupo de gente más joven que la de los grupos tradicionales,

gente que organizó, sistematizó las adquisiciones culturales iniciales y

comenzó un proceso literario más consciente.

Precisamente el aporte fundamental de “EN HAA” fue el de la conciencia

del trabajo de escribir: de la necesidad de realizarlo de manera racional,

sistemática y cuidadosa, de la reivindicación de lo estético. Ciertamente, ya

nadie más podría pretender, después de esta década vertiginosa, volver a la

vieja estructura Naturalista, ni tampoco enfocar el Criollismo como una

necesaria marca nacional. Había otras experiencias. Los intelectuales eran

gente de la ciudad, duramente enfrentados a realidades sociales y políticas y

económicas que nada tenían que ver con el dibujo bucólico, ni con el conflicto

Civilización y Barbarie. Y durante un tiempo, la cautela de los derrotados, el

escepticismo de los que habían creído y que vieron frustrados sus sueños

fueron elementos notorios que quizá indujeron a los practicantes de cierta

tendencia academicista.

Entre 1970 y 1980, la actividad de los grupos se proyecta hacia una

masificación y comunicación dada a través de la celebración de congresos y

encuentros culturales donde se reunían las fuerzas llamadas de la

contracultura, para diferenciarse de la cultura que ahora se realizaba bajo el

amparo del Estado. En efecto, la creación del Instituto de Cultura y Bellas Artes

(INCIBA) fue una manera de ejercer los mecanismos de control y adaptación,

así como también lo fueron las reformas educativas planteadas desde 1969. A
partir del INCIBA -que después se convirtió en el Consejo Nacional de la

Cultura: CONAC- se otorgaron subvenciones a grupos artísticos y a revistas

literarias, y se fundó la editorial Monte Avila, que publicó una serie de autores

extranjeros importantes cuyo influjo actuó sobre la literatura nacional.

Entonces, de esta política cultural del Estado van a derivar varias influencias

importantes: las generadas de las confrontaciones en revistas como ZONA

FRANCA e IMAGEN, las generadas por las publicaciones de Monte Avila y las

que se iniciaron a partir del famoso Congreso de Literatura Hispanoamericana,

que puso en contacto a los escritores venezolanos con gente que ya había

venido abriendo caminos dentro del trabajo literario, de una manera diferente.

Una de las consecuencias directas de todas esas relaciones fue la aparición de

“País Portátil”, novela de Adriano González León, en 1968, quien obtuvo con

ella el Premio Internacional de Novela Biblioteca Breve, auspiciado por la

Editorial Seix Barral. Este Premio era considerado en su momento el de mayor

jerarquía en el mundo de habla hispana y con él se habían dado a conocer

escritores como Mario Vargas Llosa, Vicente Leñero y Guillermo Cabrera

Infante.

A partir de País Portátil

Resulta sencillo decir que País Portátil es una novela que ejercita las

rupturas temporales, que trabaja un contraste entre el espacio del pasado rural

y el de la contemporaneidad urbana, sin dejar de tocar la aflicción del hombre

moderno, y del hombre moderno venezolano, sobre todo. Pero es más que

eso. Construida eficazmente, dentro de una estructura de historias paralelas

que, sin embargo, están disociadas temporal y espacialmente, el viaje del


héroe a través de la ciudad sirve para plantear su angustia por la identidad que

le corresponde, sus conflictos con el entorno ciudadano y también la

consistencia frágil de su lucha. No hay discursos políticos, ni ideológicos. No

hay llamamientos éticos o morales. El héroe termina siendo antihéroe. Sin

patetismo, casi como si fuera una cámara cinematográfica, el novelista va

desplegando el largo e inútil camino del guerrillero urbano, quien, por lo demás,

está perfectamente consciente de que se encamina hacia el fin y no lo rehúye:

metáfora de esa generación quemada en las altas hogueras de los años de la

guerrilla: el texto trasunta ese desbarajuste existencial, esa muerte de un sector

del alma producido las ilusiones perdidas. Pero también hay en él abierta

rebeldía contra todo el estilo novelesco impuesto hasta entonces, sus

concepciones éticas y estética, predominantes a lo largo de tantos años. Para

dar a entender parcialmente cómo se venía desarrollando el trabajo novelístico

venezolano en cuanto a transformaciones de estructura (novedosos

tratamientos del tiempo y del espacio, experimentaciones lingüísticas, avances

en la constitución de la historia), es posible mencionar algunas novelas que

fueron publicadas en la periferia cronológica de País Portátil: En 1968, Largo,

de José Balza; La Mala Vida, de Salvador Garmendia; Piedra De Mar, de

Francisco Massiani; en 1969, Andén Lejano, de Oswaldo Trejo. Todas son

novelas que experimentan, que están buscando una nueva dimensión del

lenguaje, y que plantean el espacio en un tono muy diferente, cuando no lo

obliteran.

Por supuesto, País Portátil produjo una reflexión importante entre el

grupo de narradores venezolanos. Era un juego diferente y audaz. Uno de sus

logros era la ruptura con las tradicionales consideraciones del espacio. Ya no


era éste, ni el de la ciudad, ni el del campo, una fuerza que, exterior o evocada,

determinaba y/o amenazaba la existencia del hombre. Ciertamente, la novela

establece un contraste entre el espacio rural y el espacio urbano: las tramas de

uno y otro van conjuntas. Pero uno, el primero, corresponde a un pasado que

no es solamente irrecuperable, sino que no es digno de recuperación, por todo

lo que tiene de violencia y abrumamiento de la condición humana. Y el otro, el

segundo, no es peor, ni mejor: móvil, inaprehensible, visto para siempre desde

la perspectiva de la angustia, del afán del mercado que se desvincula de esa

angustia, enmarca la historia del individuo que cumple sus circunstancias. La

verdadera tensión no es entre el hombre y el espacio, sino entre el hombre y el

sistema que termina por vencerlo.

De una manera inédita en la novelística venezolana, el espacio se

transforma en un canal de la historia, equilibrándola. De una manera inédita

también el problema político venezolano deja de ser mirado como un conflicto

entre Civilización y Barbarie y se concibe en términos universales: es la lucha

de cualquier hombre por alcanzar sus justos derechos y sus justas esperanzas,

pero que encuentra en su camino el denso muro de ese poder supraespacial y

supratemporal del que antes la novela venezolana parecía no tener conciencia.

Y, por otro lado, se pone de manifiesto una conciencia de la construcción que,

aunque ya se estaba considerando en el trabajo de los novelistas, todavía

hasta ese momento era un asunto bastante secundario para la mayoría.

Por supuesto, hay gente que iba y venía. Pero todo este movimiento

estaba siendo asimilado, digerido, establecido, para conformar un sistema

novelesco. Todos esos pesimistas que dicen que después de Gallegos no se

ha producido nada en la novela venezolana se basan solamente en un criterio


de mercado: ciertamente, y salvo el caso de González León, en el período que

va de 1960 a 1970, hubo pocos autores venezolanos que pudieran acceder al

mercado editorial internacional y en todo caso ninguno de ellos en la proporción

en que se vendieron los autores del Boom. Esa situación solamente comenzó

a cambiar desde los años 80. No obstante, eso no quiere decir que no se

estuviera produciendo un movimiento, un proceso de desarrollo de la

novelística, que establecía líneas de inserción en la tradición, pero también

rupturas con la tradición, de manera tal que el conflicto entre ambas instancias

generaba un cuerpo vivo novelesco. Una visión de esta situación la ofrece Juan

Carlos Santaella:

Mucho se ha discutido a propósito del carácter social, urgente e


ideológico que tuvieron aquellas obras nacidas del calor turbulento de
los años sesentas. Con el mismo énfasis se polemizó acerca de la poca
trascendencia que en las inmediaciones de los setentas mostró una
cierta literatura alimentada en los talleres literarios y en las deprimidas
aulas universitarias. Dos momentos históricos, con características
propias, definieron y abonaron el terreno de una narrativa que se topó,
inevitablemente, con una pared de acero. Esta pared fue, en primer
lugar, la propia imagen del escritor mediatizado por los mitos que la
institución literaria formó en su mente y en su obra [léase imagen de
mercado, Boom y demás] Mitos que a la postre suavizaron y
neutralizaron el poder de vanguardia en un escenario social que terminó
atrapándolo en las redes seductoras del poder. En segundo lugar, la
pared más implacable la halló en el público lector, cuya capacidad de
respuesta con respecto a las obras de este período fue, sin menoscabo,
frágil, elusiva, por no decir indiferente a las mismas. Los sesentas,
setentas y buena parte de los ochentas culminaron en un callejón sin
salida: muchos libros y pocos lectores. 1

En parte, esa situación fue producida por situaciones que tocaban la

estructura de poder y la economía política: de un lado, la ampliación de la

influencia de los medios masivos de comunicación, sobre todo los

audiovisuales, y de su condición distractiva: la pérdida progresiva de prestigio

de la lectura, favorecida también por la falta de una crítica y porque el público

lector no se sentía atraído por los juegos y experimentos que realizaban

algunos escritores. De otro lado, las sucesivas modificaciones del sistema

educativo, que lo despojaban de contenidos humanísticos en función de una

mayor asimilación científica o tecnológica. Adicionalmente, la intención sutil de

los ideólogos de las herramientas de control social, que se encaminaba a

aislar al intelectual de sus relaciones con la gente con el objeto de impedir que

su influencia se hiciera excesivamente peligrosa en un momento dado, de que

tuviera la resonancia que había tenido en el pasado. Y la misma aceptación

con que el intelectual admitió esa circunstancia, asumiendo el aislamiento

incluso como una marca de clase.

Ciertamente, y en la última mitad de los 70, los talleres literarios, que

proliferaron, produjeron una cierta escritura rarificada por el minucioso

aprendizaje de las técnicas y por una apasionada absorción de las teorías

formalistas y estructuralistas como métodos de creación y de análisis literario.

De los talleres surgió también un grupo de lectores especialistas, a veces

agravados por el mal del academicismo militante. Y también condujeron los

1
. SANTAELLA, Juan Carlos: "Texto y espacio de la nueva narrativa venezolana", en EL DIARIO DE
CARACAS, Martes 7 de Febrero de 1995, Arte y Espectáculos, p. 29
talleres, a la larga, a la consolidación de capillas literarias, homogeneizaron el

impulso creativo y pusieron un énfasis excesivo en la indagación en el lenguaje

y la estructura, reforzando de esa manera toda la tendencia aislacionista del

escritor:

Parecía que estábamos leyendo un texto común, descifrando un


lenguaje estándar, navegando en un mar de aguas demasiado quietas.
Una novela y una cuentística que se parecía en extremo a ella misma,
con pocos contrastes entre sí y con una nula competencia para contar.
Sus excelencias competían al significante y sus deficiencias al
significado. Una narrativa que deseaba hacer visibles sus procesos de
construcción, pero olvidaba a un lector ansioso por obtener algo más
que inteligentes estructuras semánticas, dice Santaella.

Por lo demás, el país estaba feliz: una época de bonanza económica, de

apertura política, de alta movilización social, basada en los vaivenes de la

industria petrolera producía más bien una búsqueda placentera y dilettante que

una incitación hacia el plasmamiento de la realidad. Una clase media

establecida en los estándares del confort y el buen vivir se extendía vigorosa,

alegremente, en los mercados del mundo. La historia se obliteró. El espacio

tendió a la abstracción. La trama se convirtió en un rompecabezas cuyo diseño

permitía que fuera construido con el debido esfuerzo por un lector sofisticado y

necesariamente inteligente.

Dentro de todo esto, va surgiendo un interés por recuperar el placer de

contar una historia, de acercarse a un lector que se había vuelto escéptico o a

quien no le interesaban los juegos literarios de los novelistas. Hay textos, no

siempre novelas, sino textos que se mencionan porque estaban abriendo otras

posibilidades expresivas, que se deslindan de todo experimentalismo, que se


acercan al relato desnudo, sin que eso signifique un descenso en la

construcción de la obra: Inventando los días, de Carlos Noguera, En el Bar la

Vida es Más sabrosa, de Luis Barrera Linares, La Casa está llena de Secretos,

de Clara Posani, 50 vacas gordas, de Isaac Chocrón, Los Platos del Diablo, de

Eduardo Liendo y EL INVENCIONERO, de Denzil Romero, por mencionar algunas.

Pero la transformación fue más allá de la mera preceptiva literaria

renovada. En principio, un escritor como Denzil Romero aportó a la literatura

venezolana la lujuria lingüística del barroco, el escándalo de las palabras y de

conceptos alrededor de los cuales esas palabras se reúnen, se ramifican se

dispersan y estallan para luego reunirse de nuevo y volver a comenzar el ciclo.

Aportó, además, un aire de desenfado, de soltura y sensualidad que habían

sido elementos inéditos en la escritura de los novelistas. Y aportó una

conciencia del quehacer literario como profesión, una atención al lector y

también a la idea del éxito, a la posibilidad de entrar al mercado, que estableció

grandes diferencias desde esa época en adelante. Denzil Romero se instaló

en la corriente de la novela histórica: fue un escritor con esplendorosos

conocimientos nutridos de una frondosa imaginación, dueño de un manejo

verdaderamente singular del lenguaje. Pero lo que va a producir la corriente de

influencia sobre el público reside en su presencia publicitaria y en el éxito

editorial de su trabajo. Porque demostró fehacientemente que no había

contradicciones entre la buena escritura y el acceso que a ella tuviera el público

no especializado: la gente de la calle, los lectores.

En otro sentido, la otra referencia es representada por un novelista que

ha venido razonando su escritura desde los años 60, ciñéndola a meticulosas

teorías, desarrollándola como ejercicio inteligente a través de un conjunto de


obras que se pueden llamar un cuerpo novelístico. De esta manera, José Balza

se ha ido convirtiendo en una de los paradigmas literarios más importantes de

la segunda mitad del siglo XX.

Los años 80

Entonces, en los años 80 se generó y desarrolló un movimiento

novelesco con varias vertientes, pero con dos características básicas: 1) los

novelistas tomaron conciencia de que la novela es una construcción estética y

literaria, en primer término, y no una herramienta ética, política o ideológica. Y

2) el establecimiento de vínculos con los lectores, el acceso al mercado

editorial dejaron de ser estigmatizados y soslayados como si esos hechos

determinaran por ellos mismos la mala naturaleza de la escritura. Ambos

elementos son muy importantes. En muy diversas vías se establecieron las

líneas de trabajo: gente que experimentaba con los lenguajes y espacios

regionales, como Orlando y César Chirinos; novelistas de la ciudad, algunos

asociados a las resonancias de la generación Beat, algunos no, algunos que

tocaban la bohemia y el bolero como pretextos para acceder a la construcción,

o novelistas urbanos de tonos policiales o incluso amorosos, llenos de humor

ácido a veces, como Eduardo Liendo, Luis Barrera Linares, Igor Delgado

Senior o Ángel Gustavo Infante; realistas maravillosos y fabuladores; novelistas

de la nostalgia, que tocan espacios como el de la casa familiar, la casa de la

infancia, los territorios del pasado, como Ana Teresa Torres, o yo misma;

experimentalistas purísimos, como Trejo o Antonieta Madrid; impecables del

lenguaje, ideólogos de la novela, como José Balza o Victoria De Stéfano, y

también mixtificaciones de estilo, de tendencias y de posiciones ante la vida. Lo


cierto es que, justo en un momento de profundas crisis políticas y económicas

en Venezuela, señalado por la desilusión, por el desvanecimiento del espectro

de prosperidad de los 70 y, más grave aún, por el agotamiento del modelo

democrático vigente, se produjo el fenómeno de la liberación del género novela

hacia posibilidades que nunca conoceremos.

Es decir, la generación insurgente en los 80, o aquellos que, aunque

venían desde tiempos anteriores, como Miguel Otero Silva, se insertaron en las

nuevas visiones y los cambios, produjo suficientes resonancias en gente como

Silda Cordoliani, Israel Centeno, José Napoleón Oropeza, Juan Carlos Méndez,

Juan Carlos Chirinos, Rodrigo Blanco Calderón, Nelson González, Luis Felipe

Castillo, Eloy Yagüe, José Pulido, Wilfredo Machado, Marco Tulio y Milagros

Socorro, Dinapiera Di Donato, José Luis Palacios, José Urriola, Krina Berr,

Mirco Ferri, Golcar Rojas y otros, que están en el proceso de construir su obra,

pero con gran solidez, con presencia estética, con una adecuada (hasta donde

ha sido esta posible, es decir, pese a las numerosas limitaciones) respuesta de

la crítica y de los lectores.

El movimiento renovador de la novela venezolana lucía a principios del

siglo XXI vigoroso y múltiple. Como múltiples eran las diferencias entre sus

componentes: no constituyeron ningún grupo, no estaban animados por las

mismas proposiciones estéticas o políticas, no se erigieron como una

generación, no gustaban de las capillas literarias, ni se reunían en sesiones de

bombo mutuo, ni compartían con religiosa regularidad las noches de bohemia

en sitios de moda y se comportaban con una ironía que no dejaba de ser

pesimista ante la sociedad que los rodea. El sectarismo de los grupos de los

60, 70 provocó esta reacción, en parte. Pero también es debido a que muchos
de ellos vivían en ciudades del interior, separados por cientos de kilómetros, y

que aun viviendo en la misma capital, la violencia de la ciudad y la necesidad

de trabajar para asegurar la sobrevivencia eran factores que los aislaban con

mayor eficacia que si vivieran distantes.

Muchos de ellos, casi todos, tienen una sólida formación académica, y

eran ensayistas, profesores o investigadores en áreas lingüísticas y literarias.

Esa, posiblemente, sea una característica que se puede citar como común,

pero tampoco la esgrimieron contra el autodidactismo como lo hicieron los

miembros de las generaciones de los 40, ni la establecieron como necesaria

marca de un estilo. De esta manera, al carecer de manifiestos a seguir y

directrices grupales, hasta el día de hoy se desenvuelven con una inmensa

libertad creativa, trazando espacios narrativos distintos, escenarios novelescos

distintos, lo que implica el establecimiento de un territorio literario donde la

novela venezolana se estableció y se estaba desarrollando sin que se divisaran

los síntomas de decadencia que todavía apuntan algunos incrédulos. 2

Pero vinieron los exilios y, con ellos, la institución de nuevos modelos

culturales, la nueva asunción de los espacios.

2
SANTAELLA, Juan Carlos: Obra citada
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