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Introducción
En los capítulos anteriores hemos estudiado los conceptos, las proposiciones y los
razonamientos silogísticos. Ahora nos interesa adentrarnos en otro ámbito de la lógica; "las
falacias". Estudiaremos este tipo de "razonamiento", su validez, cómo es posible reconocerlos y
la posibilidad de evitarlos o afrontarlos.
Justificación
Ese mismo lenguaje que nos sirve para fundamentar relaciones con otros y expresar
nuestras ideas está también al servicio de la falsedad, de la mentira, del engaño y de la
manipulación. López Quintás, filósofo español, ya decía y con razón, que las grandes guerras no
se deciden en el campo de batalla sino en el campo del lenguaje (La manipulación del lenguaje,
1975). El lenguaje es una herramienta (o un arma, según se utilice) con la cual podemos
construir educar, instruir, clarificar, convencer, abrir caminos veraces de entendimiento mutuo,
pero también podemos destruir, desinformar, obnubilar, confundir o armar castillos en el aire.
Debido a sus múltiples usos, que son ilimitados, y a su capacidad de enmascarar las más
variadas intenciones, los lenguajes humanos resultan en ocasiones demasiado ambiguos. Y esta
ambigüedad puede resultar peligrosa si no se percibe a tiempo para someterla a un análisis
clarificador conducente a determinar su uso adecuado y desenmascarar ocultas intenciones.
Las falacias
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1. falaz (adjetivo, del latín fallax-acis), apunta a un embustero empedernido, a un
falso varón... aunque también aplica a las mujeres, por supuesto; aplicase
también a todo lo que atrae con falsas apariencias, que ahora sí, no se refiere
necesariamente a las mujeres.
2. falso, sa (adjetivo, del latín falsus), engañoso, fingido, simulado; falto de ley, de
realidad, o veracidad; incierto, contrario a la verdad...
Falacia, falaz, falso son términos que conceptualmente apuntan a un mismo fenómeno
que podemos reconocer como algo común sin necesidad de asistir a un curso de lógica en la
universidad. Pero, desde el ámbito de nuestra asignatura, las falacias tienen un sentido técnico
que hace énfasis en tres hechos importantes: (1) son argumentos (2) con apariencia de ser
válidos y veraces y (3) que ocultan la intención de engañar y manipular.
Para efectos del tema que nos atañe en este capítulo, la distinción entre sofisma y
falacia, no se tomará en cuenta y las llamaremos a ambas falacias. Entederemos que una falacia
es aquel razonamiento o proceso de pensamiento que a primera impresión parece ser válido,
pero que en el sentido riguroso de la lógica contiene un error de razonamiento. Es decir, su
núcleo lógico es el error de razonamiento y, este error no se ve a simple vista. Recordémoslo
siempre, las falacias se presentan enmascaradas, engañan porque se presentan como
argumentos verdaderos y coherentes, pero no lo son. De tal manera que si no estamos duchos
en reconocerlas e identificarlas, caeremos en las redes de la manipulación y del engaño. Hasta
podríamos afirmar que la “audacia de elaborar bellas falacias” (el arte de los sofismas) consiste
precisamente en la capacidad para saber ocultar la falsedad y presentar los argumentos como lo
que no son, argumentos válidos y verdaderos con el afán de convencer de que la verdad está en
lo falso.
1. Falacias lingüísticas (Fallaciae in dictione), aquellas que tienen que ver con
un incorrecto uso del lenguaje. Así, por ejemplo, en el anuncio “especial de
carteras para mujeres baratas” identificamos una falacia lingüística porque uno
no sabe quiénes son las baratas, si las mujeres o las carteras.
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2. Falacias no-lingüísticas (extra dictionem), aquellas que tienen que ver con
errores en los procesos de inferencias. Por ejemplo, cuando afirmamos que “el
gobierno de Sila María Calderón no es corrupto porque no ha sido sometido aún
a una investigación federal.” El hecho de la corrupción o limpieza en el
gobierno no depende de una investigación federal, tampoco depende de que
sea el gobierno de una mujer o de tal o cual partido político; depende más bien
de la cantidad de personas más o menos honradas que detenten el poder en
ese gobierno.
Siguiendo esta misma línea de nominaciones, los sofistas, mucho antes que Aristóteles,
diferenciaban entre los sofismas de palabras y los sofismas de ideas. En ambas
concepciones se resalta la diferencia entre un error de expresión y un error en los procesos
inferenciales (de pensamiento).
A estas falacias se les conoce también como falacias no-lingüísticas o como sofismas de
ideas. Se dan cuando se sustenta la conclusión de un argumento bajo unas premisas de las
cuales no fluye la conclusión que se intenta probar. La conclusión no guarda ninguna coherencia
con las premisas y por ende no puede probarse de manera clara y apropiada su verdad por
medio de éstas. El error en estos argumentos está en que no hay una conexión lógica váilda
entre premisas y conclusión. Son argumentos desatinados, incoherentes, no hay atingencia
lógica. Pero sí hay atingencia psicológica, lo cual hace persuasivo a este tipo de argumentación.
Varias de estas falacias ya se conocen en nuestro idioma por sus nombres latinos.
Estaremos mencionando los nombres de algunas tanto en latín como en español.
Se comete dicha falacia cuando, en vez de tratar de refutar la verdad y/o validez de la
argumentación, se ataca a la persona que la hace. Los ataques más comunes que se utilizan en
este tipo de argumentación están dirigidos al carácter de los interlocutores, a su credibilidad, a su
inteligencia o racionalidad.
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Defender la veracidad y validez de nuestros argumentos sobre la base de que el
argumento contrario lo defiende “Fulano de Tal que es un mentiroso empedernido que nunca
dice verdad” es un error lógico en sí mismo. La validez de las argumentaciones no tienen nada
que ver con la calidad de la persona que las sostenga. El carácter personal de un ser humano
carece de importancia lógica para determinar la verdad o falsedad de lo que dice o la corrección
o incorrección de su razonamiento. Desde el punto de vista de la lógica, hasta las personas más
mentirosas del mundo pueden expresar ideas verdaderas. Por eso, en toda contrargumentación
o debate es correcto “atacar” las ideas, no las personas; y este “ataque” a las ideas debe estar
sostenidos por evidencias lógicas, coherentes y pertinentes con lo que se quiere probar. La
verdad sostenida por una persona no depende del carácter de quien la apoya. Atacar a la
persona que defiende un argumento es una forma engañosa que atenta contra la dignidad de las
personas.
El ejemplo clásico de esta falacia lo podemos tomar del libro Introducción a la lógica de
Irving M. Copi, el cual se relaciona con el procedimiento judicial británico. "En Gran Bretaña la
práctica de la profesión se divide entre los procuradores, que preparan los casos para el juicio, y
los abogados, que arguyen y hacen los alegatos ante la Corte. De ordinario su cooperación es
admirable, pero a veces deja mucho que desear. En una ocasión, el abogado ignoraba el caso
completamente hasta el día en que debía ser presentado a la Corte, y dependía del procurador
para la investigación del caso del demandado y la preparación del alegato. Llegó a la Corte justo
un momento antes de que comenzara el juicio y el procurador le alcanzó su resumen.
Sorprendido por su delgadez, ojeó en su interior para encontrar escrito lo siguiente: "No hay
defensa; ataque al abogado del demandante"."
Así, por ejemplo, una persona puede argumentar falazmente que determinado político no
puede aceptar lo que dice otro político sólo porque pertenece al partido contrario. Esto no es
demostrar la verdad o validez de una postura , sino que es el obligar al otro individuo a aceptar
una posición particular debido a las circunstancias especiales en que se halla, en este caso su
afiliación política.
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Muchos cuadernos de lógica no distinguen entre estos dos tipos de argumentum ad
hominem, ya que el ad hominem circunstancial puede considerarse como un caso especial del
ad hominem ofensivo o abusivo. Pero, para efectos nuestros, en el ad hominem ofensivo o
abusivo se acusa al adversario directamente, la ofensa es directa a su forma de ser; se le acusa,
abusivamente, de creer falsedades o de actuar de forma contraria a lo que dice o defiende. Es
decir se le acusa de contradicción. El segundo caso, el argumentum ad hominem circunstancial
acusa al adversario de sostener una postura determinda simplemente porque sus intereses
personales (profesionales, de sexo, edad, posición social, etc.) están en juego.
Esta falacia suele cometerse con mucha frecuencia en temas que conciernen a la
religión (apariciones de espíritus, de santos o de vírgenes), a lo esotérico y a los fenómenos
extrasensoriales, en donde no es tan fácil hallar argumentos o evidencias que prueben, sin lugar
a dudas, si el fenómeno ocurrió objetivamente o sólo es producto de la imaginación de la
persona que dice haber tenido la experiencia. En cuaquier caso, esta clase de argumentación no
tiene validez lógica ya que los principios bajo los cuales se edifica la verdad del planteamiento
también pueden ser utilizados para elaborar el argumento totalmente opuesto al primero.
Debemos aclarar, sin embargo, que existen dos campos en los cuales el argumentum ad
ignorantiam es aceptado como la posición más razonable de la controversia y por tanto no se le
debe rechazar de forma absoluta. Uno de estos campos es el de la ciencia. Muchas personas
educadas en el campo de las ciencias rechazan como falsa alguna hipótesis o teoría científica
sobre la base de que no se ha podido presentar evidencia empírica y científica que la pruebe.
Pero, tengamos cuidado, lo contrario también comete argumentum ad ignorantiam: aceptar como
verdadera una hipótesis sobre la base de que nadie ha probado su falsedad. Ante este dilema lo
más razonable es saber en dónde estamos parados y porqué.
En ocasiones esta falacia se presenta mezclada de temores que nada tienen que ver
con el ámbito científico ni con el ámbito lógico, por más humanos que sean. Por ejemplo, cuando
se argumenta a favor de prohibir el desarrollo de la ingeniería genética, y en particular la
clonación, sobre la base de que desconocemos las consecuencias que tendrán estos
experimentos para la dignidad humana, la libertad y el respeto. Las preocupaciones acerca de
los límites que debe tener el desarrollo científico son totalmente genuinas, pero no deben ser
consideradas como fundamentos lógicos legítimos para rechazar el desarrollo científico. Sería
intelectualmente deshonesto invocar nuestras preocupaciones y temores como evidencias
verdaderas en contra de la ciencia; así como sería deshonesto ignorar su legitimidad para
aprobar su desarrollo ilimitado.
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El segundo campo en el cual el argumentum ad ignorantiam es aceptado como la
posición más razonable de la controversia y no se le rechaza de forma absoluta se da en el
sistema judicial. Aquí se presume la inocencia del sospechoso mientras no se pruebe lo
contrario. Pero en muchas ocasiones el implicado no puede sostener esta inocencia porque
carece de medios legales o económicos para buscarse un buen abogado. Lo contrario también
sucede y, lamentablemente, con demasiada frecuencia. El sujeto imputado es culpable, pero “la
justicia” es incapaz de demostrarlo. Así, el sujeto inocente recibe veredicto de culpabilidad sin
ser verdaderamente culpable; y el culpable recibe veredicto de inocencia sin serlo. Para evitar
esta aberración, el sistema judicial utiliza el eufemismo “no-culpable”, que quiere decir que,
posiblemente, tampoco sea inocente.
"Bien atenienses: las razones que yo puedo alegar en mi defensa son estas, en
suma, y acaso otras semejantes. Tal vez alguno de vosotros se indigne al
acordarse de sí mismo, si, en tanto que él envuelto en un proceso de menor
importancia que este, rogó y suplicó a los jueces con abundantes lágrimas, no
sin haber hecho comparecer a sus hijos, para inspirar la mayor compasión
posible, y a muchos de sus familiares y amigos, yo, en cambio, como veis, no
voy a hacer nadad de esto, a pesar de que corro, según parece, el mayor
peligro. Es probable, pues, que alguno, al pensar esto, se endurezca hacia mí y
que, irritado por esto mismo, emita su voto en estado de cólera. Pues bien: si en
alguno de vosotros se da esa circunstancia -no aseguro que se dé, pero
admitamos esa probabilidad-, me parece que yo le contestaría cabalmente
diciéndole: Amigo mío, yo también tengo algunos familiares; también es válido
para mí aquello que dice Homero, y "ni de una encina ni de una roca he nacido"
(27), sino de seres humanos, de suerte que tengo parientes, y hasta hijos (oh
atenienses!, tres, uno ya mozalbete, y dos pequeños; pero no obstante, a
ninguno de ellos he hecho comparecer aquí, para pedir que votéis en favor mío."
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En Puerto Rico tenemos una manera muy peculiar de utilizar este argumento. Es el “ay bendito”
puertorriqueño. En esta expresión, típicamente boricua, se encierra todo un intento de conmover al
interlocutor para, de esta manera, obtener su apoyo a nuestra causa. Así, por ejemplo, cuando un
estudiante se me acerca para pedirme una carta de recomendación para un trabajo de vendedor de
cuchillos y le pregunto cuáles son los requisitos que la compañía vendedora exige para reclutarlo. Él me
contesta que son: ser mayor de 21 años, tener bachillerato terminado, tener licencia de conducir y ser
dueño de un auto, no se requiere experiencia. Pero el estudiante sólo tiene 19 años, aún no ha
terminado el bachillerato, su licencia le fue retirada y nunca ha tenido auto propio; aunque, eso sí, carece
por completo de experiencia, nunca ha trabajado. Ante semejante escenario no nos queda más remedio
que redactar una carta lamentándonos de que el estudiante no cumple con los requisitos, pero a pesar
de eso es un buen muchacho que merece la oportunidad de trabajar para ayudarse a salir adelante en la
vida. Tras esta jerga, remachamos con una última oración en la afirmamos que “estamos seguros que la
compañía le dará dicha oportunidad porque tiene misericordia y está comprometida con la juventud
puertorriqueña.
El argumentum ad populum se parece mucho al anterior, pues también aquí se intenta ganar la
aprobación de la mayoría apelando a lo emotivo. En esta falacia se sustituyen las evidencias y los
argumentos racionales por frases que contienen una pesada carga expresiva dirigida a excitar a la
audiencia con sentimientos fuertes como la ira, el odio, el halago, el entusiasmo desmedido y el alboroto.
Y es que, un grupo de personas alborotadas, por lo general, pierden la compostura racional y son más
fáciles de manejar. Las personas reunidas sienten una euforia tal que llegan a “perder” temporeramente
su individualidad y se convierten en una masa sin rostro. En este tipo de argumento falaz, las premisas
como fundamento racional y coherente de la conclusión son lo menos importante. Lo que importa son las
palabras grandilocuentes y los recursos estilísticos para expresarlas. Se define como la falacia que se
comete cuando se dirige un llamado emocional, sentimental, de complacencia y halago al pueblo o a la
mayoría con el propósito de ganar su asentimiento para una conclusión que no está sustentada en
pruebas.
Es la falacia preferida de los políticos, los propagandistas y los demagogos. A todos les interesa
más el respaldo incondicional, ciego y fanático de la mayoría que la presentación de pruebas que
sostengan la validez de sus causas. Por eso buscan la forma de conmover a la mayor cantidad posible
de personas con una palabrería cuidadosamente seleccionada que, combinada con el despliegue de
símbolos (banderas, bandas de música y cualquier cosa que pueda servir para estimular y excitar al
público), exalten las emociones del público.
En los anuncios, los cuales buscan vender el producto sin que se tengan que presentar
evidencias de que es la mejor opción para el comprador, encontramos innumerables ejemplos de este
argumento falaz. Así, usar determinada marca de un producto de belleza es lo mejor y más “inteligente”
que podemos hacer porque así lo hacen los hombres más famosos, o las mujeres más bellas. Cepillarse
los dientes ha dejado de ser un asunto de higiene bucal para convertirse en una excusa para dar/recibir
besos apasionados a diestra y siniestra. Comprar y consumir ciertos productos elaborados aquí ya no es
asunto de economía sino un deber patriótico. Lavarse el pelo con un shampoo de cierta marca es
descrito como una experiencia orgíastica única. Todo esto se presenta, claro está, en un escenario
donde abundan los hombres jóvenes, con ojos claros y hombros anchos o ancianos que tienen
invariablemente aspecto distinguido y saludable. Las mujeres son todas esbeltas (aunque anuncien
comidas engordantes) y hermosas, y se las presenta o muy bien vestidas o apenas vestidas. Y si está
usted interesado en el transporte económico o en el de gran velocidad, todo fabricante de automóviles le
asegurará que su producto es el "mejor", y "demostrará" su afirmación exhibiendo su modelo de
automóvil rodeado de hermosas jóvenes en traje de baño. Los anunciadores nos "hechizan" con sus
productos y nos venden sueños e ilusiones de grandeza junto con fraudulentas ideas que nada tienen de
racionales.
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En este tipo de falacia los proponentes buscan la aceptación de su producto, de su ideal,
de sus aseveraciones, basándose simplemente en el supuesto de que "si la mayoría lo hace o
los más famosos lo hacen o lo tienen, entonces por qué usted no..." Supuesto este falaz. La
mayoría no siempre tiene la razón. Y no podemos hacernos esclavos de lo que la mayoría hace,
dice o deja de hacer. Hay que tener criterio propio y verdadero.
En esta falacia la palabra “autoridad” se refiere a una persona que se considera experta
en un determinado tema, materia o asunto. Se comete esta falacia cuando se recurre al
testimonio o al nombre de una persona famosa, o que se considera experta en determinada
materia, para que se acepte o rechace cierta conclusión.
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Cuando se apela a personas famosas para ganar el asentimiento de los demás hacia
determinado tema, el argumentum ad verecundiam se puede confundir con el argumentum ad
populum. Así ocurre, por ejemplo, cuando se presenta a un famoso deportista, como Tito
Trinidad, por ejemplo, diciendo que los zapatos atléticos de determinada marca son los mejores
y son los que todos debemos usar. Pero en este ejemplo, la falacia es más un argumentum ad
verecundiam que uno ad populum, ya que se afirma que esa proposición es verdadera
basándose en lo que dice una “autoridad del deporte” cuya competencia no se relaciona
directamente con el campo de la anatomía de los pies.
7. Per accidens/Accidente
Las siguientes dos falacias (Accidente y Accidente inverso) son el reverso y el anverso
del mismo error lógico. Surgen cuando aplicamos enunciados generales a casos particulares de
forma descuidada, engañosa o rígida sin tener en cuenta que algunas circunstancias específicas
hacen del caso la excepción a la regla. O viceversa, cuando generalizamos de forma apresurada
un caso particular que sólo tiene validez de forma limitada. Debemos tener cuidado de no hacer
generalizaciones apresuradas o aplicar una regla general a un caso que no lo amerita. La falacia
del Accidente se comete cuando se aplica una regla general a casos particulares que, por sus
circunstancias especiales, no pueden incluirse bajo dicha regla. Todas las reglas generales
siempre tienen excepciones. Si no se toman en cuenta las circunstancias específicas del asunto
tratado y, sin más análisis, se aplica una regla general, entonces se comete el error per
accidens. Pero tengamos cuidado, hay que recordar que solamente es inaplicable la regla
cuando las circunstancias específicas, que le son accidentales, ameritan que lo sea. Esta falacia
se comete frecuentemente en el ámbito legal, ya que las leyes han sido redactadas de forma
general por los legisladores. Son los jueces y abogados a los que corresponde realizar el análisis
adecuado para determinar si hay circunstancias atenuantes o que eximen la aplicación de la ley
en determinados casos. Así, por ejemplo, ninguna persona razonable tomaría al pié de la letra la
regla de que nadie tiene derecho a privar de la libertad a nadie que sea mayor de edad cuando
esa persona llega a casa buscando una pistola para matar a un amigo que le ha pegado.
Entonces mi deber es hacer exactamente lo contrario de lo que me dice el derecho.
8. Accidente inverso
Esta falacia se comete cuando convertimos un principio, que en un caso particular puede
ser verdadero, en una regla general. Es decir, hacemos una generalización apresurada.
Cometemos accidente inverso cuando decimos que si las drogas son capaces de evitar el dolor
a los enfermos terminales de cáncer de huesos, entonces deben ser formidables para evitar
cualquier otro dolor menor y deben estar al alcance de cualquiera. O también, cuando pensamos
que todo el mundo tiene derecho a pegarle a otro y defenderse a puñetazos como lo hace Tito
Trinidad en el ring.
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Como podemos observar, estos dos ejemplos son el reverso de los ejemplosde falacia
per accidens. Lo mismo podemos hacer con los restantes ejemplos del apartado anterior con
sólo invertir lo particular y lo general del caso. En estos ejemplos, los casos particulares, que son
reales y verdaderos, los elevamos a regla general y casi absoluta con el fin de encuadrar todos
los casos que tengan o parezcan tener las mismas características.
9. Non causa pro causa; post hoc ergo propter hoc/ Causa falsa
La primera versión de esta falacia se conoce en latín como non causa pro causa. Se da
cuando se toma como causa de un fenómeno algo que en realidad no lo es. Por lo general los
hechos que identificamos como la causa y el efecto se dan de manera concurrente y elegimos
arbitrariamente uno de ellos para convertirlo en la causa del otro. Ejemplo de esto es el
argumentar que las cosas salen mejor cuando yo no estoy, o pensar que debo asistir a todos los
juegos de baloncesto en los que participa mi equipo porque cada vez que dejo de ir, pierde. En
ambos ejemplos concurren dos eventos, mi asistencia o presencia en un lugar, y el
acontecimiento que se está llevando a cabo en dicho lugar; elegimos uno de ambos, mi
presencia en el lugar en este caso, y lo convertimos en la causa del otro (lo que sucede).
La segunda manera en que se presenta esta falacia suele ser todavía más engañosa
que la anterior. A esta falacia se le conoce en latín como post hoc ergo propter hoc (después de,
por tanto, a causa de). Se da cuando concluimos que un acontecimiento es causado por otro
simplemente porque se sigue del primero. La sucesión temporal entre dos acontecimientos no se
debe confundir con la conexión causal.
Esta falacia es una de las más que abundan en los interrogatorios que se llevan a cabo
en las cortes, en las ruedas de prensa, en el lenguaje común y en los razonamientos que
elaboramos a diario. Se da cuando se formula una pregunta en la cual se presupone, de manera
implícita, una conclusión determinada. En ocasiones se presenta en forma de una pregunta
retórica y por tanto no intenta ser una contestada realmente. Por eso, en muchas ocasiones, se
considera una pregunta tramposa o ridícula, porque al formularla de una manera seria se puede
lograr que el interrogado caiga en una trampa o haga el ridículo. Generalmente, la pregunta
compleja se presenta en forma de una disyunción en la que la aceptación de una de las partes
presupone la aceptación (o negación) de la otra parte implícita. Por ejemplo, cuando la madre le
pregunta a su hijo ¿desde cuándo estás faltando a la universidad?, se está presuponiendo otro
hecho no nombrado, que el hijo no está asistiendo a clases. Sólo se quiere saber desde cuándo
está faltando. También por ello se le conoce como pregunta capciosa. En otras ocasiones la
pregunta compleja resulta ridículamente graciosa. Como cuando se pregunta a una persona que
se acaba de caer por las escaleras, ¿te caíste?. Más que una pregunta para ser contestada, es
la afirmación del hecho de que la persona “se reventó”.
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La Biblia nos muestra innumerables ocasiones en las que Jesús fue objeto de estas
preguntas capciosas que intentaban entraparlo. Así, cuando se le pregunta acerca del pago de
los impuestos: “¿Nos es lícito dar tributo a César, o no?” (Lucas 20:22). Dicha pregunta es
capciosa e intenta colocar a Cristo en un callejón sin salida: si contesta que sí es lícito, entonces
contradice su propio mensaje porque implicitamente reconoce la superioridad del César; pero si
contesta que no es lícito, entonces se coloca en contra de la ley romana y pone en peligro su
vida. Al parecer, cualquiera de las dos respuestas posibles le traería problemas al Salvador.
Cristo, sin embargo, responde sabiamente: “al César lo que es de César, y a Dios lo que es de
Dios” (Lucas 20:25). Igualmente ocurre con el caso de la mujer sorprendida en adulterio (Juan
8:3-8): “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés
apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” Si Cristo decía que se cumpliera la ley, iría en
contra de su propio mensaje; si por el contrario afirmaba que se le debía perdonar, entonces se
colocaba fuera de la ley. Una vez más, Cristo responde sabiamente: “El que de vosotros esté sin
pecado, tiré la primera piedra”.
Para evitar las trampas que supone la pregunta compleja, debemos primero dividir
ambas partes de la disyunción o explicitar la parte que se supone o se implica y, luego, contestar
por separado cada parte. Por ejemplo, si le preguntan a un comerciante si sus ventas han
aumentado gracias a la propaganda engañosa que ha hecho. El comerciante, para poder dar
contestación a la pregunta, debe primero dividir la pregunta en dos: la primera es si sus ventas
han aumentado, la segunda si ha hecho propaganda engañosa. Luego dará contestación clara a
ambas partes de la pregunta: Sí, las ventas han aumentado; pero No se debe a una propaganda
engañosa.
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En el libro Introducción a la lógica, Irvin Copi ofrece este ejemplo: "Conceder a todo
hombre ilimitada libertad de expresión debe ser siempre, en conjunto, ventajoso para el Estado;
pues es sumamente benéfico para los intereses de la comunidad que todo individuo goce de una
posibilidad, absolutamente sin trabas, de manifestar sus sentimientos." La premisa de la que
parte es la misma conclusión a la cual quiere llegar. Veamos: la premisa "...es sumamente
benéfico para los intereses de la comunidad que todo individuo goce de una posibilidad... de
manifestar sus sentimientos" es lo mismo que la conclusión: "Conceder a todo hombre ilimitada
libertad de expresión debe ser siempre, en su conjunto ventajoso para el Estado."
1. El equívoco
Cuando comparamos esta falacia con las falacias formales, aquellas cuyo error radica en
la forma en que se unen las premisas con la conclusión, encontramos que corresponde a la
falacia de cuatro términos. Un ejemplo clásico lo encontramos en el razonamiento que parte de
la proposición expuesta por Aristóteles en su Metafísica; "El fin de una cosa es su perfección."
Partiendo de esta premisa podemos elaborar el siguiente argumento equívoco:
La falacia de este razonamiento estriba en que la palabra "fin" tiene dos significados. Fin
en el sentido de objetivo o meta, y fin en el sentido de que es el último acontecimiento, último
suceso o evento. Ambos significados son correctos. El error está en utilizar ambos sentidos,
confundiéndolos, dentro del mismo razonamiento.
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2. La anfibología
En las calles comerciales de los pueblos de esta bendita Isla escuchamos anuncios
como estos: “Especial de carteras para mujeres baratas”. El sobresalto al escuchar dicho
disparate proviene del hecho de que uno puede concluir, y con razón si nos atenemos a lo que
dice textualmente el anuncio, que sólo las mujeres baratas pueden comprar las carteras en el
especial. Habría que preguntarle al anunciador qué tiene que hacer una mujer para ser barata.
Pero también se da un caso parecido en el siguiente ejemplo: “Especial de pantalones para
hombres cortos”. Otra manera de cometer anfibología es cuando descuidamos la gramática y la
acentuación. Veamos en el siguiente ejemplo cómo cambia el sentido del mensaje con sólo
cambiar una coma: “Discutir no, dialogar”; “Discutir, no dialogar”. En la primera oración se ordena
a dialogar, en la segunda se ordena discutir. Y en este otro ejemplo también cambia el mensaje
por el uso incorrecto del acento: “Si tiene 21 años, puede entrar”; “Sí tiene 21 años, puede
entrar”.
En esta falacia el error se encuentra en el cambio o alteración del significado por medio
de la importancia y el enfoque que reciben ciertas partes para diferenciarlas del resto. Además
podemos encontrar casos en los cuales la colocación estratégica de signos de puntuación, el
cambio en la letra que se utiliza en el texto (lo que en términos de computadora llamamos el font)
o un subrayado de determinados términos hacen que la ambigüedad sea patente. El error está
en que, ya sea por entonación o puntuación, se hace hincapié en una de sus partes y se altera el
significado o se hace confuso la interpretación del mensaje.
Con sólo cambiar el tamaño de la letra o la incluir un asterisco (*) en el texto en muchos
documentos legales, así como en anuncios que ofrecen rimbombantes artículos a precios
módicos se comete la falacia del énfasis Generalmente la letra pequeña que aparece en los
contratos cometen énfasis. Cuando citamos a alguien fuera de contexto, también cometemos
falacia de énfasis.
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4. Composición
El segundo tipo de este razonamiento falaz se da cuando se argumenta que los atributos
de los elementos individuales de una colección también son los atributos de la colección misma.
Ejemplo de esto lo es el afirmar que puesto que uno de los hijos de la familia X es un
superdotado, entonces todos los integrantes de esa familia son superdotados. Se da este tipo de
falacia de composición cuando se confuden el uso "colectivo" y el "distributivo" de los términos.
Lo que puede ser verdad de manera distributiva o individualmente no lo tiene que ser de manera
general.
5. División
Otro ejemplo:
Todos estamos expuestos a ser víctimas de las falacias. Pero también existe la
posibilidad de utilizarlas en nuestras argumentaciones. Tomar con éxito una clase de lógica no
nos inmuniza contra el uso y el abuso de estos razonamientos incorrectos. Sólo una constante
actitud crítica y de análisis puede advertirnos sobre estos errores del pensar. Acudimos al ímpetu
investigador de todo estudiante para seguir investigando acerca de este asunto. Para poder lidiar
con el asunto de las falacias se requiere de mucho trabajo intelectual.
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Debemos tener en cuenta que son muchas las formas en las cuales una falacia
lingüística o de inatinencia pueden aparecer. Para esto debemos crear una disciplina de estudio
y lectura que nos llevan a poder discernir y reconocer dichos errores.
a. Aprender a definir
Definir significa delimitar el área en la que asentamos nuestro discurso. Es lo mismo que
hace un ingeniero cuando va construir un edificio, marca el área donde construirá y, a base del
campo marcado, elabora los planos; luego se seleccionan los materiales. La delimitación del
tema alrededor del cual se argumenta debe ser lo más clara y precisa posible tanto para el
hablante como para el oyente o, en el caso de que la argumentación sea por escrito, para el
escritor como para el lector. Esto nos ayudará a evitar las ambigüedades propias del lenguaje y
disfrutar de la la riqueza de nuestro lenguaje, sin perder de perspectiva nuestra línea de
argumentación. Recordemos siempre que, sin la capacidad de definir, estamos en disposición de
ser engañados y de aceptar razonamientos falaces.
b. Argumentar correctamente
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