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Prácticas contra-hegemónicas en el contexto del socialismo yugoslavo: La

producción de Marina Abramović en la década de los setenta.

La comunicación que traigo a continuación y que he titulado “prácticas contra-hegemónicas en el


contexto del socialismo yugoslavo: la producción de Marina Abramović en la década de los setenta”,
responde a una revalorización político-crítica, dentro de la historia del arte, del gran impacto
subversivo de sus primeros trabajos performáticos. Para hablar de Marina Abramović en relación a
las estructuras hegemónicas de poder y sus prácticas subversivas en la década de los setenta, hay que
contemplar, principalmente, tres dimensiones dentro del marco del socialismo de Tito en el que se
inscriben: la situación de la mujer, la religión (concretamente el cristianismo ortodoxo, católico y el
islam) y el sistema/mercado del arte. Destacando cómo estas dimensiones contribuyeron –a partir de
diferentes modulaciones– a la generación de opresión y desprivilegio y, por tanto, a la construcción
de lo otro. Claramente, debido a la escasez de tiempo, no nos saldremos de los limítrofes del contexto
yugoslavo, aunque en determinados momentos haya alguna referencia a otros puntos de Europa o a
los Estados Unidos.

BLOQUE I: Contextualización.
1. Revolución y configuración del sistema social yugoslavo.
El régimen totalitarista de Josip Broz Tito surge en 1945 tras la Segunda Guerra Mundial. Éste se
asienta en los Balcanes –una tierra plural–, en la que se observa el legado del Imperio Otomano, el
Imperio Austrohúngaro y el Imperio Bizantino. En el siglo XX pasará de ser un Reino, a un Estado
Federativo y, finalmente, a países independientes.
Tito consigue aunar a las diferentes guerrillas yugoslavas contra el fascismo en cualquiera de sus
formas: en su forma alemana, en su forma italiana o en su forma croata (ustacha). Obtiene la victoria
apoyado por sus partisanos unificando la mayor parte de los Balcanes en un Estado Federativo al
margen de la URSS compuesto por Serbia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Eslovenia, Macedonia y
Montenegro. Se escinde del “bloque comunista” y muestra resistencia ante la bipolaridad
Capitalismo-Stalinismo, configurándose en una tercera vía: la de los No Alineados. Aunque las
fricciones entre Yugoslavia y la URSS parecen mejorarse tras la muerte de Stalin en 1953 y la subida
al poder de Nikita Jrushchov (con un periodo de paz y restableciéndose las relaciones diplomáticas y
comerciales entre ambas), no conseguirían subsanarse dado a la desconfianza mutua que había
quedado profundamente arraigada. Quince años después, en 1968, se dan cuatro movimientos
desestabilizadores que afectan a la supuesta unidad de Yugoslavia: el caso musulmán (concretamente
los del pueblo bosnio que no eran considerados ni como pueblo ni como nación); el caso estudiantil
(sus reivindicaciones –no de carácter nacionalista– se centraban en el autoritarismo, la falta de
empleos, los privilegios de la clase dirigente y las consecuencias de haber abandonado el verdadero
socialismo: una mezcla entre ideas igualitarias y liberales); el caso albano-kosovar (el hecho de ser
considerados como una minoría subordinada a Belgrado, así como el deseo de convertirse en una
Gran Albania, como fue con el dominio italiano durante la Segunda Guerra Mundial); y, el último y
más significativo, la Primavera Croata (la reivindicación nacionalista que surge ligada a los
movimientos estudiantiles e intelectuales, que en pocos meses se extendió a los comités obreros hasta
convertirse en un movimiento de masas).
En este clima –tras múltiples reformas constitucionales–, se plantea la Constitución de 1974 (una
síntesis de represiones y derechos) como el último intento para reconciliar lo irreconciliable. Será
entonces, “tras la muerte de Tito en 1980, [que] asumiría el poder del país una presidencia colectiva
de ocho miembros, [con quienes] a partir de entonces, […] los sentimientos nacionalistas entre las
gentes de las distintas repúblicas comenzarían a aflorar, azuzados estos sentimientos por las
ambiciosas elites de cada uno de estos territorios deseosos de gobernar, jugando todos ellos ante sus
pueblos la baza artificial de la diferencia “étnica” y de religión”, que acabaría por desembocar en la
Guerra de los Balcanes (1991-2001).

2. Problemáticas en la Yugoslavia de Tito.


2.1. La situación de la mujer y las propuestas feministas.
Aunque podemos decir que el régimen de Tito supone una salida de la oscuridad medieval y
proporcionó, entre otras cosas: el sufragio femenino, la realización de políticas de protección a madres
y a niños, campañas de alfabetización femenina, permite el aborto y el divorcio, e instituye el
matrimonio civil, no dejamos de encontrarnos ante un régimen autoritario opresivo partícipe de las
perversas estructuras patriarcales. Pues no hay que olvidar como esclarece Drakulić que el
totalitarismo “tiene sus raíces en las teorías biológicas sobre la pureza y la raza” y “determina el lugar
que debe ocupar la mujer en la sociedad y la familia, de acuerdo con sus posibilidades y capacidades,
y en relación con la posición indiscutible del varón”.
Mientras la Segunda Ola del feminismo surge en Estados Unidos a principios de los 60, y en Europa
a finales de la misma década con el feminismo de la diferencia –sobre todo en Francia e Italia–, en
Europa del Este el feminismo estaba bastante ausente, siendo Yugoslavia –eso sí, una década después–
la única excepción. Jill Benderly estructura el feminismo yugoslavo en tres etapas, basadas en metas
y acciones concretas: 1) 1978-1985, el periodo del discurso feminista, 2) 1986-1991, el periodo del
activismo feminista, y 3) 1991 en adelante, el tiempo de la oposición feminista a la guerra.
Dos de los primeros hechos significativos que podemos destacar en Yugoslavia en relación al
feminismo y que contribuyeron a la constitución de la primera etapa establecida por Jill Benderly,
son los siguientes: el primero sería cómo en 1976 los centros marxistas de Eslovenia y Croacia
organizaron una conferencia en Portoroz (Croacia) en la que se discutieron diversas cuestiones sobre
feminismo por primera vez tras la guerra; y, el segundo, se daría en 1978 cuando en Belgrado se
realiza la conferencia feminista internacional Comrade [female] Woman: The Woman Question – A
New Approach. En ésta se trataron entre otros temas: el estatus de las mujeres en las sociedades
capitalistas y socialistas, se habló sobre mujer y psicoanálisis, y sobre la identidad sexual femenina.
La visión que se transmitió en los medios de comunicación del régimen en relación a la conferencia,
fue más bien negativa. Belgrado sería junto con Zagreb, las dos únicas ciudades con movimiento
feminista desde finales de los setenta. Drakulić y otras tantas feministas yugoslavas criticaron el
socialismo titoísta en particular, y a los socialismos en su praxis en general, por haber entendido mal
el concepto de revolución, respondiendo a intereses patriarcales. Pues revolución significa una serie
de cambios radicales que afecten por completo a la sociedad, algo que no sucedió.

2.1.1. Marxismo y Feminismo ¿un matrimonio mal avenido?


Hablar de feminismo en la Yugoslavia de Tito, exigía por lo menos hacer un mínimo apunte a la
complicada relación que siempre ha existido entre marxismo y feminismo. Huelga decir, que, dentro
de la pluralidad del feminismo, encontramos la rama del feminismo marxista que defiende que la
abolición del capitalismo y la implantación del socialismo supondrían la liberación de las mujeres, ya
que ven en el primero el origen de todo mal social, tal como se puede sustraer del texto de Engels “el
origen de la familia, la propiedad privada y el estado” (1884). Casi un siglo después, Heidi Hartmann
criticaba en su texto “Una boda mal lograda entre marxismo y feminismo” (1980): la necesidad de
una reaproximación. Nos dice Hartmann: “Cualquier intento de reencuentro sólo podrá ser realizado
si el marxismo se entiende como una ciencia viva en constante evolución y si logra dar nuevas
respuestas desligándose del dogmatismo”. Más allá de las feministas socialistas, la mayor parte de
los feminismos reconoce las aportaciones del marxismo, aunque critica duramente su dogmatismo y
cómo éste entiende que las cuestiones de género, etnia o raza, son producto del capitalismo y por
tanto esto hace que sean entendidas como secundarias. Lo que haría honor a la tan problemática
realidad descrita en la famosa frase de Cynthia Eloe “el para luego es una zona horaria patriarcal”.

2.2. Los tres monoteísmos: del dogmatismo del socialismo ateo al dogmatismo religioso.
Con la llegada de Tito al poder se instaura un imperativo ideológico que responde a un laicismo y una
secularización de las Repúblicas Federativas; a saber, la separación legal de la Iglesia y el Estado.
Esto se explica por dos razones: por el ateísmo que caracterizaba a la ideología marxista y porque la
religión –que constituía uno de los ejes vertebradores de estos pueblos– estaba vinculada a
pretensiones nacionalistas. Por ello, tanto el régimen yugoslavo como el búlgaro trataron de controlar
y domesticar a las instituciones religiosas en vez de provocar su erradicación. Éstas alentaron los
movimientos nacionalistas que serían el principal móvil de la Guerra de los Balcanes. Aunque la
constitución del régimen de Tito recogía la libertad religiosa, encontramos un continuum de actitudes
represoras como son el cierre de lugares de culto o la interrupción de celebraciones en los mismos,
persecuciones y asesinatos de clérigos, cierre de centros culturales religiosos, prohibición del uso del
velo, ...etc. Al fin y al cabo, podemos concluir en que tanto el ateísmo socialista como las doctrinas
religiosas monolíticas del catolicismo, el cristianismo ortodoxo y el islam, son diferentes perros con
el mismo collar: el de un dogmatismo opresivo y restrictivo para las libertades de la pluralidad
humana. Una pluralidad que en Yugoslavia era más que patente.

2.3. Fisuras en la hegemonía de la realidad histórico-artística en Yugoslavia (1966-1978).


La estética imperante en el titoísmo hasta 1948 fue el realismo socialista (fecha de la independencia
del “bloque soviético”). Del 48 en adelante se aceptaría el modernismo (modernism) como estética
oficial. El contenido de la producción artística era regulado por la ley, de tal forma que, por ejemplo,
estaba prohibido el contenido nacional en las obras de arte, debido a la orientación “supranacional”
del régimen. En la década que abarca desde 1966 a 1978 se producen en Yugoslavia una serie de
cambios esenciales en el terreno del arte. A partir de 1966 una nueva generación de artistas nacida a
finales de los años cuarenta principios de los cincuenta, comienzan a presentar modos de hacer que
difieren de las tendencias artísticas presentes en los territorios en los que viven.
Si tenemos que destacar un aspecto común y central de la producción artística yugoslava de este
periodo, hay que hablar de un inconformismo generalizado que utiliza el arte como una plataforma
de crítica social y como un mecanismo revolucionario capaz de provocar cambios en el sistema. Dice
Raša Todosijević en relación a este momento: “al trabajo creativo del artista le acompañó la creencia
de que el desarrollo de la sociedad requería un vanguardismo en el lenguaje del arte, y ese arte, no es
una evolución formal, que se puede construir de forma mecánica dentro de las nuevas relaciones
sociales, sino un proceso dialéctico revolucionario”.
Aunque los artistas presentan aspectos propios en su producción en función de su subjetividad y del
medio en el que habitan, se aprecia claramente la influencia del arte vanguardista imperante de EE.UU
y de Europa occidental: una reacción ante el arte minimalista, con una primacía del concepto sobre
el objeto y su permanencia. Dentro de la pluralidad de medios y soportes utilizados me gustaría
señalar el uso del cuerpo, ya que es la herramienta fundamental de la artista caso de estudio. De la
escasez de artistas que recurren al arte de acción en Yugoslavia en el periodo propuesto, cabe destacar
a los artistas croatas Tomislav Gotovac, Sanja Iveković, Jagoda Kaloper, Dalibor Martinis, y Željko
Jerman, y a los serbios Katlin Ladik, Raša Todosijević y Neša Paripović. Sus performances
evidenciaban la vida gris del socialismo y criticaban la falta de libertad, las distintas formas de
opresión y las contradicciones sociales, y cómo esto permeaba en el panorama del arte, haciendo un
énfasis en las situaciones micropolíticas, que actuaban como contrapeso del entorno macropolítico.

BLOQUE II: Caso de estudio.


1. La obra de Marina Abramovic entre 1973 y 1975: una producción contra-hegemónica.
Tras este recorrido –a modo de contextualización– por algunos de los aspectos fundamentales de la
conformación de la sociedad titoísta y de sus políticas, especialmente en relación a la situación de la
mujer, las problemáticas religiosas y la respuesta artística ante la realidad del momento, pasamos a
abordar a la artista caso de estudio.
Marina Abramović nace en Montenegro en 1946, hija de partisanos. Ella dice que siempre supo que
iba a ser artista: “era una necesidad [...] la única manera de que pudiera funcionar en este mundo”.
Las reminiscencias de la inhumanidad de la guerra y la atmósfera del régimen de Tito, unidas al
background de sus padres y la herencia espiritual de su abuelo Varnava Rosić (patriarca de la iglesia
ortodoxa serbia que sería nombrado santo y venerado tras su muerte en la Iglesia de San Sava en
Belgrado), marcaron su desarrollo como sujeto.
Abramović comenzó su carrera artística a finales de 1960 y principios de los años 70 en Belgrado.
Pasó de la pintura a la instalación (que en sus inicios se centraba en el uso de atmósferas sonoras) y,
finalmente, al uso del cuerpo como soporte principal. Aunque bien es cierto que en determinadas
circunstancias Abramović recurre al video como su segundo medio de expresión, en éste la presencia
del cuerpo es absoluta. Asimismo, cabe destacar, como la instalación reaparecerá puntualmente a lo
largo de toda su carrera. Las obras de las que me serviré para demostrar que el trabajo de Marina
Abramović puede ser leído como un discurso interseccional contra-hegemónico, fundamentalmente
en términos anti-totalitarios, anti-capitalistas, anti-patriarcales y anti-dogmáticos –en un diálogo
crítico tanto con el ateísmo y el positivismo como con las creencias espirituales monolíticas–, se
enmarcan entre 1973 y 1975. Estas son: Ritmo 10, Ritmo 5, Ritmo 2, Ritmo 0, Thomas Lips y Art must
be beautiful, Artist must be beautiful. Los diferentes elementos subversivos citados que podemos
observar en dichas obras se imbrican, principalmente, en las dimensiones del sujeto, el cuerpo y la
representación. La obra de Abramović pone de relieve la sujección del sujeto en relación con su propia
historia, en este caso: la estricta educación ortodoxa por un lado y la cultura represiva del socialismo
de Tito por otra. Una rebelión performática que nos hace reflexionar sobre la permeabilidad del poder
disciplinario. Pues pensar en “la mecánica del poder, [es pensar –como diría Foucault–] […] en su
forma capilar de existir, en el proceso por medio del cual el poder se mete en la misma piel de los
individuos, invadiendo sus gestos, sus actitudes, sus discursos, sus experiencias, su vida cotidiana”.
Ante esto, el sujeto puede ser comprendido como vulnerable. El problema reside entonces en cómo
entender la vulnerabilidad. Me interesa aplicar en ese caso la concepción que propone Butler: “la
vulnerabilidad, entendida como una exposición deliberada ante el poder, es parte del mismo
significado de la resistencia política como acto corporal”. Afirmación que puede abrir un camino de
respuesta a la siguiente reflexión de Foucault: “están por inventar las estrategias que permitirán a la
vez modificar estas relaciones de fuerza y coordinarlas de forma tal que esta modificación sea posible
y se inscriba en la realidad. […] Imaginar y hacer que existan nuevos esquemas de politización”. Así
el cuerpo de Abramović se convierte en un espacio de lucha, a través de una radical evidencia de la
vulnerabilidad. Un espacio de lucha, tal como propondría Barbara Kruger con su eslogan: “tu cuerpo
es un campo de batalla”.
La interrelación entre sujeto, cuerpo y representación opera aquí conscientemente de forma
simultánea. El sujeto no puede ser sin el cuerpo y la representación, o la forma en la que el cuerpo es
usado para mostrar qué clase sujeto se “es”. Pues esa forma de ser modela la concepción del mismo.
Cuando hablo de representación me refiero a la performatividad, pudiéndose entonces entenderse la
imagen así, como una meta-representación. A continuación, paso al análisis de las obras propuestas,
explicando a grandes rasgos cómo –teniendo en cuenta esto último–, dichas acciones se plantean
como una suerte de actos artístico-subversivos.
- Ritmo 10 (1973)
En dicha pieza, que se componía de dos rondas, Abramović se sirvió de diez cuchillos, una hoja de
papel y dos grabadoras con sus respectivas cintas vírgenes. En la primera ronda ponía a grabar una
de las grabadoras y ejecutaba el tradicional juego de raíces eslavas que consiste en golpear la punta
de un cuchillo entre los dedos a gran velocidad, tratando de no cortarse. Cada vez que, por error, se
hería, dejaba el cuchillo que estaba utilizando y tomaba otro, así hasta terminar usándolos todos. La
primera ronda acababa tras finalizar con el último de los cuchillos y apagar la grabadora. En la
segunda, escuchaba la grabación de la primera mientras trataba de reproducir el mismo ritmo con sus
“errores” incluidos. Todo ello era grabado con la segunda grabadora. La respuesta contra-hegemónica
puede leerse aquí como una deconstrucción y crítica a las relaciones asimétricas de poder; de un
cuerpo sujetado, en el que su opresión se repite históricamente, donde tanto el poder como el sujeto
reproducen y perpetúan esa sujeción. Del mismo modo asistimos tanto a una exploración de las
posibilidades de la concentración y el control, como a una resignificación experiencial del dolor y de
una búsqueda por evidenciar la corruptibilidad y la trascendencia. De hecho, Abramović define la
experiencia de su Ritmo 10, como atravesar un espacio liminal.
- Ritmo 5 (1974)
La performance se componía de una estrella de cinco puntas realizada sobre el pavimento con material
inflamable. Abramović tras prender fuego a la estrella con gasolina, se cortaba las uñas y parte del
cabello y los arrojaba al mismo, para acto seguido tumbarse en el suelo en pose de crucifixión. Esta
pieza, que fue presenciada por Beuys (quien sería un importante referente para Abramović), se
presenta como una búsqueda interior en relación al papel del sujeto dentro del régimen titoísta y,
asimismo, dentro del universo, mediante un solapamiento simbólico del uso de la estrella/pentagrama:
tanto como una alusión al comunismo, como a las tradiciones espirituales paganas. Así, Abramović
hace una reivindicación de la espiritualidad, atacando al dogmatismo de las religiones monoteístas y
al de índole ateo. De nuevo observamos, una inquietud por el control y los límites psico-corporales y,
además, el planteamiento de una idea cíclica de regeneración, apuntando a la necesidad de morir y
nacer constantemente, cosa que, por otro lado, no le ocurría ni al socialismo ni a la religión.
- Ritmo 2 (1974)
Esta acción realizada en el museo de Arte Contemporáneo de Zagreb pone en cuestión el sistema de
las bipolaridades platónico-cartesianas explorando la conexión entre mente y cuerpo. Para ello se
sirvió de dos píldoras que consiguió en el hospital y que modificaron su organismo durante cinco
horas: una para favorecer el movimiento en pacientes catatónicos, y otra para calmar los síntomas de
la esquizofrenia. En el espacio entre la toma de la primera y segunda píldora encendió la radio y,
durante unos minutos escuchó canciones del folclore eslavo.
Esta propuesta, asociada al control (tema que le preocupaba profundamente por aquel momento como
ya hemos visto en las dos piezas anteriores) y a los límites del cuerpo, también puede ser entendida
como una crítica biopolítica al totalitarismo del sistema socialista en general y al campo psiquiátrico
en particular.
- Ritmo 0 (1974)
Durante seis horas, Marina Abramović permaneció tumbada desnuda en una galería de Nápoles,
poniendo a la disposición del público 72 objetos para que los manipulasen tal y como quisieran sobre
su cuerpo. Dentro de los objetos podían encontrarse desde una rosa, una pluma, un perfume o un tarro
de miel, hasta una pistola cargada. La performance llegaría a su fin cuando uno de los “espectadores”,
tomó el arma y apuntó a Abramović. La pieza permite leerse como una crítica al poder, como una
metáfora de una falta de agencia en donde nuestro propio cuerpo no nos pertenece; una realidad que
sitúa al individuo en una “nuda vida”, en una relación de poder radicalmente asimétrica. Así, en esta
presentación del cuerpo y, concretamente, del cuerpo de la mujer, observamos como los discursos del
poder responden a una estructuración patriarcal, donde la mujer es entendida como sujeto pasivo que
debe soportar sin rechistar todo aquello que le sobrevenga; un cuerpo, por tanto, de menor valía. El
cuerpo de Abramović puede ser entendido también aquí, siguiendo la reflexión de la pensadora croata
Slavenka Drakulić que afirma que “la sexualidad de las mujeres se ha configurado como una respuesta
a la de los hombres, definida principalmente por la reproducción, y en donde el orgasmo del varón es
indispensable mientras que el de la mujer no lo es”. Asimismo, de nuevo con esta acción, Abramović
subraya la importancia que tiene para ella el trascender las formas de entender y experimentar el dolor
(tanto físico como emocional) y, además, cómo ésta lo vincula con una concepción puramente
escatológica.
- Thomas Lips (1975)
Aunque Marina Abramović rechazara las prácticas del Accionismo Vienés tras experimentarlas en su
propia piel, creo que concretamente en este trabajo se aprecian claras reminiscencias del mismo. De
hecho, aparte de que Thomas Lips sea su pieza más violenta, es la que posee de forma explícita una
mayor carga simbólica, litúrgica y ceremonial. Ésta, de dos horas de duración, costaba de tres partes:
en la primera, sentada en una mesa tomaba un kilo de miel con una cuchara de plata y, acto seguido,
bebía un litro de vino de un vaso de cristal que posteriormente rompía con su mano izquierda; en la
segunda parte, se dibujaba una estrella de cinco puntas con una cuchilla de afeitar alrededor del
ombligo (con similar significado al planteado en Ritmo 5), y se azotaba violentamente sin descanso
hasta dejar de sentir dolor; y en la tercera y última parte, se tiende sobre una cruz compuesta por
grandes bloques de hielo, en la que permanecerá durante treinta minutos –mientras un calefactor
situado sobre su vientre favorecía el sangrado de sus heridas–, hasta que el público irrumpe en el
espacio y pone fin a la performance. La pieza nos sugiere de nuevo una deconstrucción y crítica a las
relaciones asimétricas de poder (biopolítica), una resignificación experiencial del dolor, una
reivindicación de otras formas de espiritualidad de carácter anti-dogmático con una crítica hacia los
dogmatismos religiosos, otras formas de entender la corruptibilidad con una clara vinculación
escatológica y, al igual que en Ritmo 3, propone una negociación con el público entorno a la violencia.
- Art must be beautiful, Artist must be beautiful
Por último, en contraposición a la pieza anterior, es de destacar como aquí se intersecan múltiples
discursos a través de una notable sencillez. Abramović se peina con un peine cada vez con más fuerza
mientras recita: “Art must be beautiful, Artist must be beautiful”, hasta que se arranca varios
mechones de pelo. Además de cuestiones en consonancia a el dolor y la trascendencia, así como la
capacidad opresora del poder –ya tratadas–, el concepto principal de esta obra se concreta en una
mercantilización del cuerpo del sujeto y del arte; de qué arte debe hacerse y quién está legitimado
para hacerlo. Asimismo, expone cómo debe ser el cuerpo de la mujer (en una correlación sexo-
genérica) y a disposición de quién debe estar dicho cuerpo.

Conclusión.
En conclusión, estas obras de Marina Abramović apelan (aparte de todo lo dicho) por el uso de la
performance como una discontinuidad en la mercantilización del arte; por el desnudo femenino como
un espacio de empoderamiento (debate controvertido desde el feminismo de los 70), pues como
afirma Peggy Phelan: “la representación puede ser un modo de dominio, de control; lo que es
susceptible de verse, de ser representado, es también codificable, asimilable, reapropiable”; por la
relación y el intercambio energético con el público; y, asimismo, por la performance como un
artefacto con un amplio potencial psicoterapéutico. Además me gustaría añadir, que todas estas
enunciaciones que atraviesan la obra Abramović, se ven connotadas por una apuesta fundamental –
que empezaba a tener sus primeras manifestaciones en las prácticas performáticas de aquella época–,
por poner en el centro el uso de lo biográfico y por tanto de la subjetividad: elementos que guardan
relación directa con grupos de autoconciencia del feminismo radical y que están presentes en los
haceres de Abramović, por mucho que ella nunca haya querido vincularse al feminismo.
Para finalizar, me gustaría enfatizar el carácter pionero y la repercusión de su trabajo tanto para la
historia del arte en general como para la historia de la performance en particular. En definitiva, hoy
he tratado de demostrar aquí, cómo estas obras de Abramović, enmarcadas en el titoísmo de la década
de los setenta, justificarían la concepción de Deleuze, en la que el arte puede ser un medio privilegiado
de resistencia frente al presente.

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