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Dios siempre saca del mal un bien mayor. Para corregir los errores del jansenismo, surgió la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús y de María. En sus infinitos tesoros de misericordia la
humanidad encontrará remedio a los males de nuestra época.
Corría el año 1635. En una localidad del oeste de Bélgica, el pueblo llenaba el recinto sagrado
para escuchar un sermón. En el púlpito, el orador dirigía a la numerosa asamblea palabras como
éstas: “Hermanos, no tenemos fuerzas para resistir al pecado, a menos que estemos
‘predestinados’. Si la gracia nos domina, haremos el bien… pero si nos domina la
concupiscencia, ¿qué más remedio tenemos sino hacer el mal?”
Y continuaba: “Sepan que Cristo no murió por todos los hombres, sino sólo por quienes ha
querido salvar, a los cuales dio las fuerzas para no practicar mal alguno. Miren el crucifijo: es
una expresión errónea del Señor, que en realidad no abre sus brazos a toda la humanidad. ¡Teman
por sus pecados! ¡Pueden apartarlos irremediablemente del rostro de Dios!”
Terminado el sermón, los fieles se retiraron un poco asustados. Les costaba creer en un Dios
indiferente con una porción de sus criaturas, condenadas ya previamente, al tiempo que se
comporta con el resto como un terrible Juez. Pero si el sacerdote lo decía, debía ser así…
Poco a poco, la devoción eucarística iba disminuyendo, así como la frecuencia a las confesiones
porque – pensaban– de nada serviría el sacramento sin una perfecta y casi inalcanzable
contrición.
Dentro de este marco rígido y severo, el amor a la Madre de Dios también fue perdiendo
intensidad y las oraciones en su honor fueron extinguiéndose en los labios de los fieles.
El jansenismo, junto a otros errores surgidos en el mismo período, significó un duro golpe en las
cuerdas más delicadas del amor de Dios. Sumándose a los factores de degradación que
fermentaban en el siglo XVII, logró arrancar de un inmenso número de almas cristianas el
preciosísimo hilo de oro que las mantiene ligadas a Dios en las tribulaciones de la vida: la
confianza en el perdón y la misericordia del Salvador y la devoción a la Santísima Virgen.
La misericordiosa respuesta de la Providencia
En sus designios insondables y sapienciales, la Divina Providencia no deja nunca de extraer de
los grandes males otros bienes mucho mayores. La Historia demuestra que la respuesta del Cielo
ante las embestidas infernales consolida, explicita y hace progresar la obra de Dios. Por ello, la
famosa expresión de S. Pablo: “Es conveniente que haya herejías, a fin de que se destaquen los
de probada virtud” (1 Cor 11, 19).
Contra los errores difundidos en el siglo XVII, la revancha divina marcó para siempre la
fisonomía sagrada de la Santa Iglesia con la expresión más tierna y elocuente de la bondad del
Señor y de su Madre Santísima: el mundo recibió la revelación de la devoción a los Sagrados
Corazones de Jesús y de María.
Este varón verdaderamente evangelizador, que consagró su vida entera a las misiones y la
formación sacerdotal en Francia, tuvo una devoción fecundísima a los Sagrados Corazones de
Jesús y de María.
Impelido por el soplo de una gracia singular, explicitó con unción y sabiduría la atrevida
devoción que une en uno solo a los Sacratísimos Corazones del Redentor y de su Madre:
“¿No sabéis que María nada es, nada tiene ni nada posee sin Jesús, por Jesús y en Jesús; y que
Jesús es todo, lo puede todo y lo hace todo en Ella? ¿No sabéis que fue Jesús quien hizo al
Corazón de María tal cual es, y quiso tornarlo en una fuente de luz, de consuelo y de toda suerte
de gracias para quienes recurren a Ella en sus necesidades? ¿No sabéis que Jesús no tan sólo
reside y asiste continuamente al Corazón de María, sino que Él mismo es el Corazón de María, el
Corazón de su Corazón y el alma de su alma, y que por lo tanto ir al Corazón de María es honrar
a Jesús, invocar al Corazón de María es invocar a Jesús?” 1.
De hecho, fue María Santísima la que trajo a la tierra al Hijo de Dios, quien habría de redimir a
la humanidad pecadora, estableciendo con todas las almas cristianas un comercio admirable y
transformador. En esta sublime y naciente Historia de la Redención, Jesús quiso tener muy cerca
de sí a un Corazón conforme al suyo, exento de toda inclinación disonante con su divinidad. El
Corazón de María conservó todos los misterios y todas las maravillas de la vida de su Hijo,
empleando su completa capacidad natural y sobrenatural en un ejercicio continuo de amor a
Jesús, el objeto único de todos sus afectos. No había nada en Jesús que María no percibiera, ya
fueran sus manifestaciones interiores o exteriores, su humanidad o divinidad. Por medio de este
amor, el propio Jesús estuvo siempre viviendo y reinando en el Corazón de su Madre: “Si alguno
me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”
(Jn 14, 23).
San Juan Eudes no invoca al Inmaculado Corazón de María como si éste tuviera movimientos
propios, sino como habiéndose disuelto por completo en el Corazón de Jesús, incapaz de reflejar
en sí cualquier cosa que no sea a Dios. Su filial arrojo acuñó un término idéntico: el Sagrado
Corazón de Jesús y de María.
Además, cupo a san Juan Eudes la gloria de haber sido el primero en celebrar litúrgica y
públicamente a los Santísimos Corazones. Compuso y celebró una misa para el Corazón de
María en el año 1648, y otra en 1672 para el Corazón de Jesús, ambas con las debidas licencias
de la autoridad eclesiástica y la presencia de miles de fieles. Dicho gesto contribuyó a preparar
las cosas para que el mundo recibiera la revelación de esta devoción sublime como la más
excelente entre todas, en cuanto manifestación del amor salvífico de Jesús.
Para dar testimonio de esta revelación al mundo, Dios no eligió a una autoridad célebre, ni a un
orador famoso ni a un sabio. El Divino Maestro quiso mostrar una vez más que su fuerza se
revela totalmente en la fragilidad, prefiriendo a una humilde religiosa, forjada en el crisol de la
probación desde la más tierna infancia: santa Margarita María Alacoque, de la Congregación de
la Visitación. Esta joven borgoñesa, de familia muy piadosa, fue por decirlo así instruida
directamente por Nuestro Señor en los senderos espirituales: “Quien dice ‘escuela’ también dice
‘libros’. A Margarita María, Jesús le entregaba otro ‘manual’: su propio Corazón que es el ‘libro
de la Vida’” 2.
Favorecida por experiencias místicas a lo largo de toda su vida, santa Margarita tuvo un alma
moldeada según los cánones divinos. Jesús le había revelado muchas veces que para cumplir su
misión debía ser flexible y no oponer obstáculo alguno. “Yo me hice a mí mismo tu maestro y tu
director para disponerte al cumplimiento de este gran proyecto y para confiarte este gran tesoro
que es mi Corazón, que aquí te muestro descubierto” 3.
A los veinte y seis años de edad y cuatro de vida religiosa se produjo la gran revelación del
Corazón de Jesús, resorte propulsor de todas las gracias insignes que el mundo recibió para
vencer la tibieza, la herejía y dejarse inflamar por el amor divino.
Era el día 16 de junio de 1675 en la octava de la solemnidad de Corpus Christi. Santa Margarita
María rezaba arrodillada desde el coro, con los ojos fijos en el tabernáculo, cuando el Redentor
se le apareció sobre el altar, descubriendo su Sacratísimo Corazón, y le dijo: “Este es el Corazón
que tanto amó a los hombres, que no les negó nada hasta agotarse y consumirse para probarles su
amor, y en reconocimiento no recibió más que ingratitudes a través de sus irreverencias y
sacrilegios, y por la indiferencia y desprecio que ellos sienten por Mí en el Sacramento del Amor.
Por eso te pido que el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento sea
dedicada una fiesta particularmente dirigida a honrar mi Corazón en desagravio por las ofensas
que recibe” 4.
Cada uno de nosotros ya debió sentir el golpe de la ingratitud, de la indiferencia o del olvido,
cuando nos sacrificamos con recta intención por quienes estimamos, echando mano a todos los
medios para brindarles un beneficio. Este menosprecio que cuesta aceptar, y que motiva tantas
desavenencias en la humanidad pecadora, asume otro horizonte cuando tiene por objeto al propio
Dios.
No se trata de un corazón con personalidad humana, sino del que dijo: “Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida”(Jn 14, 6). No les ofreció a sus hijos la promesa de bienes pasajeros, sino que
derramó su sangre en la cruz para darles la vida eterna y el perdón de todos sus crímenes. Más
aún: hizo de los pobres hijos de Adán y Eva el blanco de su afecto y de su ternura, quiso
establecer con ellos su reino sapiencial, quiso reunirlos como la gallina junta a sus polluelos bajo
las alas y declaró que sus alegrías consistían en estar con los hijos de los hombres.
¿Qué recibió a cambio? La muerte más infame y cargada de odio que nunca hubo en la tierra y el
desacato de la gran mayoría de los hombres a lo largo de la Historia. Este es el Corazón rodeado
de espinas que viene a golpear la puerta de nuestras almas en busca de reparación y amor.
¿Habremos de negarle lo que merece como Dios y pide como amigo?
Todos sin excepción tienen una vocación específica, cuya esencia y plenitud está en el Corazón
inefable que jamás se niega a conceder el inestimable don de la santidad a aquellos que se lo
piden. Ninguno es más precioso, ninguno es concedido con más alegría por el Señor a través de
la mediación de su Madre. Si los bienaventurados lo recibieron, ¿por qué nosotros no? La Iglesia
repite cada día, a una sola voz con el pasado y el futuro, una oración que traduce este anhelo:
“Jesús, manso y humilde de corazón, haced nuestro corazón semejante al vuestro”
1 P. Jean-Michel Amouriaux, P. Paul Milcent, Saint Jean Eudes par ses ecrits, Médiaspaul, París,
2001, p. 140.
2 P. Gérard Dufour, Na escola do Coração de Jesus com Margarida Maria, Loyola, S. Paulo,
2000, p. 19.
3 Ídem p. 20.
4 P. Víctor Alet, s.j., La France et le Sacre Coeur, Dumoulin Imprimeurs- Editeurs, París, 1892,
pp. 227-228.