Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
Sigue una serie de sentencias acerca del buen uso de las riquezas. Llama la atención
la triple repetición de la palabra Dinero (con mayúscula, como un nombre propio).
Es que traduce la palabra “mamoná” que en el texto griego original del Evangelio se
conserva sin traducir. Esta fue ciertamente la palabra usada por el mismo Jesús en
arameo. Es una palabra de origen incierto. Algunos especialistas sostienen que
proviene de la raíz “amén” y, por tanto, significa: “aquello en lo cual se confía”. En la
lengua original de Jesús hay entonces un juego de palabras, porque la misma raíz
tienen los adjetivos “fiel” y “verdadero” y también el verbo “confiar”: “Si, pues, no
fuisteis fieles en el Dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero?”.
El dinero tiene que usarse con una sola finalidad: hacerse amigos en las moradas
eternas, es decir, entre los ángeles y santos del cielo. Y ¿cómo se logra esto? ¿Cómo
se puede lograr que el dinero de esta tierra rinda en el cielo? Esto se logra de una
sola manera: deshaciendose de él. Es lo que Jesús enseña: “Vended vuestros bienes
y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los
cielos” (Lc 12,33). Y una aplicación concreta de esta enseñanza está en la invitación
que hace Jesús al joven rico: “Todo cuanto tienes vendelo y repartelo entre los
pobres, y tendrás un tesoro en los cielos” (Lc 18,22). Pero él prefirió sus bienes de
esta tierra, dejando así en evidencia lo que Jesús concluye: “No podéis servir a Dios
y al Dinero”. Jesús exige que toda la confianza se ponga en él solo. Si se confía en
“mamoná”, no se puede ser discípulo suyo: “El que no renuncie a todos sus bienes
no puede ser discípulo mio” (Lc 14,33).
Hay muchas ocasiones en los evangelios en que el Señor habla de los ricos y en
contra de las riquezas y más bien ensalza a los pobres. Como por ejemplo en las
Bienaventuranzas. Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los
cielos.
Hoy nos pone nuevamente este contraste, la parábola del rico epulón y el pobre
Lázaro. ¿Por qué decir bienaventurados los pobres, dichosos, felices los que no
tienen?, ¿acaso la pobreza es un bien, acaso Jesús defiende la miseria y el hambre?
Definitivamente no, pero el Señor nos quiere mostrar una verdad importante.
3
Para acercarse a Dios hay que tener hambre, hay que ser pobres de Espíritu,
tenemos que estar necesitados. Porque si creemos que ya lo poseemos todo, si nos
creemos buenos, porque no le hacemos mal a nadie, Dios solamente va a ser un
elemento secundario o decorativo en nuestra vida.
Este hombre, lleno de tantas cosas, se había olvidado que le hacía falta la riqueza
más grande de la vida, compartir su ser con los demás. ¡Qué pobre puede ser la vida
de una persona que tiene vienes si no los comparte con los otros! Tener bienes en
este mundo no es malo, pero es un desafío, es una responsabilidad mayor que hay
que saber llevar bien con una actitud espiritual.
Porque si poco a poco nos empezamos a aficionar mucho a estos bienes, nos vamos
volviendo unos cómodos, nos vamos instalando en la vida, nos hacemos poco
valientes y nos vamos volviendo egoístas.
Nuestro corazón se termina adormeciendo, nos podemos ilusionar tanto con estos
bienes que nos empezamos a olvidar de los demás y nuestro corazón se va
anestesiando a las necesidades del prójimo.
Ese fue el problema del rico epulón. No dice el evangelio que haya hecho algo malo,
tampoco dice que haya abusado de los demás o que haya conseguido sus riquezas
de manera inmoral.
Su gran problema es que no hizo el bien que estaba llamado a hacer. Su corazón
estaba tan anestesiado por el apego y el disfrute momentáneo de las riquezas que
no se daba cuenta del hermano que sufría y padecía hambre en la misma puerta de
su casa.
Según su método habitual, Jesús propone a sus oyentes una parábola, es decir, trata de
aclarar un punto de su enseñanza por medio de una comparación tomada de la vida real. Es
breve e incisiva: "Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los
hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: '¡Hazme justicia
contra mi adversario!' Durante mucho tiempo el juez no quiso, pero después se dijo a sí
mismo: 'Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa
molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme'" (Lc
18,2-5). Hay que admirar la perseverancia de la viuda, que gracias a su insistencia
finalmente hizo valer su derecho. Esto lo entendían todos los oyentes; tratándose de gente
4
senci-lla, tal vez habían tenido incluso experiencia de haber sido víctimas de injusticia y
haber sido conti-nua-mente "trami-tados".
Pero ¿qué quiere enseñar Jesús con esto? Aquí se produce el paso de ese hecho de la vida
real a una verdad revelada. Ese paso lo explica el mismo Jesús: "Oíd lo que dice el juez
injusto; y Dios, ¿no hará justi-cia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les
hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto". Es una comparación audaz que actúa
por contraste. En realidad, parece haber dos temas que están como entremez-clados.
Por otro lado, el título "Hijo del hombre", que Jesús usaba para hablar de sí mismo
(aparece más de noventa veces en el Evangelio), lo toma de la visión del profeta Daniel: "He
aquí que en las nubes del cielo venía uno como Hijo de hombre... se le dio imperio, honor y
reino... su imperio es un imperio eterno que nunca pasará y su reino no será destruido
jamás" (Dan 7,13-14). Este título se lo apropia Jesús sobre todo en el contexto del juicio final,
cuando Dios hará justicia. En efecto, ante el Sanhedrín, el tribunal del cual él mismo fue
víctima inocente, Jesús declara: "Yo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del
hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26,64). Alude a
la visión de Daniel. Y la conocida escena del juicio final la presenta con esas mismas
imáge-nes: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, acom-pañado de todos sus
ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las
nacio-nes, y él separará los unos de los otros como el pastor separa a las ovejas de los
cabritos... E irán éstos a un castigo eterno y los justos a una vida eterna" (Mt 25,31-ss).
Dios hará justicia a sus elegidos. El Elegido de Dios es Jesús mismo. El fue condenado
injustamente por jueces inicuos y sometido a muerte; pero Dios lo declaró justo
resucitándolo de los muertos. Es lo que dice la primera predicación cristiana: "Vosotros los
matasteis, clavándolo en la cruz... pero Dios lo resucitó" (Hech 2,23-24). Los elegidos de
Dios, a quienes hará justicia prontamente, son los que creen en Jesús: "Esta es la voluntad
de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna y yo lo resucite el
último día" (Jn 6,40). Por eso la lectura de hoy concluye con la pregunta: "Cuando el Hijo del
hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?" Es una pregunta que cada uno debe
responder examinando su propia vida. Jesús pregunta esto porque el único obstáculo que
puede frustrar la pron-titud de Dios, es que no encuentre esos elegidos a quienes dar la
recompensa, porque no encuentre fe sobre la tierra.
La Sagrada Escritura llama justos a aquellos que conforman su vida a las leyes de Dios y
procuran cumplir su plan. En este pasaje, Jesús se dirige a quienes se consideran justos
porque cumplen prácticas religiosas y buenas obras o servicios a la comunidad, pero que
olvidan el espíritu de la religión, que es humildad y misericordia.
No es el hombre el que se salva a sí mismo y por eso no debe andar creído. Dios es quien
hace justo al hombre perdonándolo y concediéndole que persevere en el buen camino. Por
eso en este texto el fariseo más que alabar a Dios, se alaba a sí mismo, confiando en que
recibirá el premio debido a sus obras buenas y no sabe exponer sus derechos sin despreciar
al publicano.
Muchas veces creemos que debemos ganar méritos para ir al cielo, esto significa que nuestra
felicidad en el otro mundo será un premio concedido por Él, que nos ama, a los que lo
queremos. Pero tengamos cuidado, no nos equivoquemos, ni creamos como el fariseo que
Dios nos debe algo por tantos méritos nuestros.
Él es el que nos concede que actuemos bien y que ganemos méritos. Por eso, si bien debemos
esforzarnos por cumplir el plan de Dios con todo nuestro corazón, igualmente tenemos que
hacer un esfuerzo inmenso por ser humildes, por reconocer que todo lo que recibimos de
Dios es pura bondad, puro amor y pura misericordia y que si fuera por nuestros méritos, en
el fondo, no recibiríamos nada.
El fariseo ora de pie exhibiendo ante Dios sus obras, considerandose justo y superior a los
demás hombres a quienes cataloga como pecadores: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no
soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano.
Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”. El publicano, en
cambio, no se atreve a alzar los ojos al cielo, se golpea el pecho en penitencia, reconoce que
es pecador y que sólo puede esperar en la misericordia de Dios. Él ora así: “¡Oh Dios! ¡Ten
compasión de mí, que soy un pecador!”.
La escena que Jesús describe en la parábola seguramente era familiar para todos los que le
escuchaban. Lo que es absolutamente nuevo es la conclusión: “Os digo que éste –el
publicano- bajó a su casa justificado y aquél –el fariseo- no”. Debemos concluir que la
justificación se obtiene implorandola de Dios como una gracia. La justificación se nos
concede no por nuestros méritos, sino por los méritos de Jesucristo. Él es el único justo, el
único que puede hacer valer sus méritos ante su Padre; por sus méritos –su pasión y muerte
6
en la cruz- se nos perdonan los pecados y somos hechos justos: “Él soportó el castigo que
nos trae la paz, y por sus moretones hemos sido curados” (Is 53,5).