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Mientras la experiencia, por el contrario, en la medida en que demanda la existencia de

un vínculo recargado con el pasado que se abre a partir de la labor de la tradición y de la


su articulación comunicativa en términos narrativos, exige un compromiso temporal
mucho más profundo.

De manera que si como afirma Howard Caygill en The Color of the Experience, la
tematización benjaminiana del aura debe ser leída como “una forma de negociar la finitud
a partir de negarla”1, esto es, como un intento por perseverar en el orden humano un
ámbito en el que es posible todavía conservar una dimensión de lo inaproximable en su
más absoluta lejanía, esto es, la postulación de un horizonte en el cual las
correspondencias son todavía posibles como devolución de la mirada, el tratamiento que
encontramos en el texto dedicado al París de Baudelaire encontramos un quiebre: el
reconocimiento de su decadencia y, en consecuencia, una búsqueda por encontrar aquello
que Raulet denomina “una mirada no deformante de la realidad”2, una mirada capaz de
asumir el sufimiento que toda pérdida conlleva pero a la vez, una mirada capaz de
reconocer lo inevitable del fenómeno. Con lo cual, tal como afirma Furknaks “la
estructura ambivalente que acarrea el aura”, Pues, en ultima instancia el tratamiento de
la dimensión aurática tal como tiene lugar en las páginas del segundo ensayo se afirma
en el reconocimiento sin miramientos de la pérdida que su retracción implica.

1
Caygill, H. The Color of the Experience p.
2
Raulet.

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