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I
Ambientación
Los salmos son a su vez Palabra de Dios a su fiel (persona o comunidad) y palabra del
hombre a su Dios. Un abrazo entre Dios y el hombre, entre la palabra y la escucha, entre la
trascendencia y la historia.
Este diálogo se estructura en 150 salmos que integran cánticos de súplica, de alabanza, de
meditación histórica o sapiencial, de confianza, de liturgia, de esperanza mesiánica.
Para el Vaticano II son la voz de la esposa que es la Iglesia, que habla con su esposo que es
Cristo (SC 84.
II
Dios, ese desconocido
El célebre término alianza está destinado a poner de relieve todos los matices de esa
relación entre Yahvé y su fiel.
Y lo primero que destaca es que se trata de un Dios personal mío-nuestro. Un Dios del ayer,
del hoy y del siempre. Eso mismo lo hace el Dios del eterno presente. Por eso el recuerdo-
memorial es un elemento fundamental de la alianza. El recuerdo salvífico es basado en
acciones salvíficas históricas, que son también actuantes y operantes. Esta es la profesión
de fe de Israel.
El salterio nos invita a entrar en esa dinámica salvífica que opera a nivel personal,
comunitario, universal y cósmico.
La “Palabra” en los salmos se hace poesía, que es por naturaleza lenguaje simbólico. Así, el
recurso del símbolo resulta el instrumento más calificado para expresar lo inefable, lo
trascendente, el nivel divino (lo uno) que liga a las cosas diversas y dispersas (el todo).
Es también el modo privilegiado para dirigirnos a Dios, para comunicarle aquello nuestro
que ni siquiera podemos definir y explicar, pero que intuimos mística y espiritualmente.
Por el camino de los símbolos que se atribuyen a Dios en el salterio, como piezas de un
gran mosaico, se intentará penetrar en el conocimiento de Dios.
III
El sabor y la frescura de Dios
La sed y el hambre, el agua y la comida, son símbolos que recogen la necesidad de vida, las
tensiones primarias de la existencia y la supervivencia. A esta necesidad radical el salmista
la orienta místicamente: Los hombres se sacian de los ricos manjares de tu casa, en el
torrente de tus delicias los abrevas (Sal 36, 9).
A) El simbolismo de la sed-agua
Fuera de Dios la vida es desierto, soledad y angustia, en una palabra, muerte. Dios es el
agua viva que calma la sed, que recrea y fecunda el desierto de la vida humana (Sal 63, 2-
4).
Pero esa sed de Dios también es gracia y así lo dice San Gregorio Nacianceno: Deus sitit
sitiri (Dios tiene sed de que se tenga sed de Él).
El saciarse de los manjares suculentos y cantar por ello las alabanzas del Señor (Sal 63, 6)
constituye una imagen sensorial vinculada con el hambre, que deja paso a un ritual, símbolo
de la saciedad mesiánica, banquete sagrado, comunión con la abundancia de Dios.
Bajo este prisma de gran fuerza litúrgica, se ha de interpretar el salmo del Pastor, quien
después de haber guiado a su fiel a través de los itinerarios oscuros de la existencia, le
aplica las normas de la máxima hospitalidad, hasta ungirlo con aceite perfumado, propio de
la entronización real (Sal 23).
Pero el salterio da un paso más en la valoración de este símbolo: “Gustad y saboread que
bueno es el Señor” (Sal 36, 9). El gusto por las cosas de Dios, el sabor de Dios mismo, da
tono y placer a toda la existencia humana del creyente, hasta llegar a crear en él, una
especie de connaturalidad con el Señor.
A través del doble simbolismo sed-hambre se proclama que nuestro existir, consistir y
subsistir están en Dios y que con nosotros, todos los seres vivientes, esperamos el alimento
en el tiempo oportuno (Sal 104, 21; 147, 9), el abrir de sus manos para saciarnos de sus
bienes (Sal 104, 27-28) y todo gratuitamente.
Este deseo no es vano delirio o ilusión vacía, sino saboreo previo de lo posible. El hombre
lo siente, lo expresa, lo pide, se encamina hacia él y en ese horizonte va descubriendo que
Dios mismo lo atrae y se le acerca (Sal 43, 4; 23; 6), para finalmente purificar las
motivaciones de esa búsqueda.
Ya el creyente no necesitará nada material ni exterior, declarará aliviado “tu gracia vale
más que la vida” (Sal 63, 4). Significa el descubrimiento de la gracia como el gran bien, lo
espiritual como una realidad superior a todo lo que es caduco.
Así se encuentran en un abrazo sin fin, el deseo del hombre por Dios y el deseo de Dios por
el hombre.
IV
Dios, el objeto luminoso del deseo
El anhelo del fiel por su Dios se expresa también mediante el potente símbolo de la luz. “Tú
Yahvé eres la luz de mi lámpara, tu iluminas mis tinieblas (Sal 18, 29), “tu palabra es
lámpara para mis pasos y luz en mi camino” (Sal 119, 105).
A) El simbolismo de la luz
El símbolo de la luz es una auténtica parábola de nuestra relación con Dios omnipotente y
omnipresente. La luz como Dios, estando por encima del hombre, que no la puede asir,
retener o aferrar, lo atraviesa y lo penetra todo, vivificándolo.
El hombre –las creaturas todas- necesita del sol, de la luz, como del alimento. Por eso
existe un mensaje divino “sin palabras, sin discursos, sin que se oigan sonidos” (Sal 19, 4),
que se difunde por el cosmos día y noche, en el sol esposo y héroe que sale al encuentro.
Pero más allá de la luz física, el mensaje de la Torá es radiante y esplendoroso, ilumina los
ojos del creyente (Sal 19, 9). El hombre que se deja envolver por esa luz, queda asumido en
Dios y su gloria, irradiado y transfigurado por ella, e ilumina a su vez todo cuanto le rodea
(Sal 34, 6).
Ver el rostro y la gloria de Dios es alcanzarlo, por eso ningún hombre vivo puede ver ese
rostro tan buscado. Esto es signo de la trascendencia de Dios, de su inagotabilidad. Pero el
salterio abre al creyente la posibilidad de captar destellos de la esencia divina.
La búsqueda cada vez más íntima del rostro de Dios, se convierte en un itinerario espiritual
logrará su justicia y su salvación (Sal 24, 6). Esta búsqueda tiene que penetrar los detalles
de la historia, para identificar los signos de la presencia de Dios y las huellas que va
dejando.
Sólo ese favor de Dios permite al hombre –en su búsqueda incesante- “contemplar su
rostro” (Sal 11, 7) y “gozarse en su presencia” (Sal 16, 11) aunque no de manera plena y
definitiva, pero si dinámica y orientativa.
La liturgia (lo insinuado aunque velado) y la mística (lo iluminado) de los salmos,
reconocen –más que la teología clásica del Antiguo Testamento- la posibilidad de entrever
el rostro de Dios.
Un cruce de miradas, un guiño amistoso, el brillo de los ojos, puede ser el diálogo más
íntimo entre dos personas que se aman. Dentro del salterio hay un riquísimo, variadísimo, y
delicadísimo juego de miradas que revelan una profunda relación de amor.
“desde su trono el Señor escudriña a los hombres” (Sal 11, 4), se trata de una visión
trascendente, intensa y universal, que lo penetra todo. Por eso para Dios todo es
transparente, no hay nada oculto para Él (Sal 66, 7; 14, 2; 104, 32).
Y para el fiel que tiene sus ojos fijos en Yahvé, abierta humildemente a su infinito (Sal 25,
15-16), una mirada de estupor y reverencia (Sal 123, 1-2), hay la recompensa de una mirada
divina y benévola, que está eficazmente atenta –no como el que tiene ojos y no ve (Sal 115,
5)- para “librar a su siervo de la muerte y alimentarlo en tiempos de hambre” (Sal 33, 18-
19); “para escuchar al prisionero en su gemido y librarlo” (Sal 138, 6); porque “es preciosa
a sus ojos la muerte de los suyos” (Sal 116, 5).
Desde este cruce de miradas nace y crece una auténtica intimidad. “Guárdame como a la
niña de tus ojos” (Sal 17, 8) revela que los límites del hombre, su fragilidad, quedan
fecundados por el cariño y la delicadeza insospechadas de Dios, que nos introduce en su luz
infinita ya desde “la tierra de los vivos” (Sal 27, 13) porque “su luz nos hace ver la luz”
(Sal 36, 10).
V
La montaña encantada de Dios
A) El simbolismo de la roca
Dios es la montaña maravillosa, la roca firme, que resiste contra toda suerte de cataclismos
y atentados. Con Él “a quién temeré … ante quién temblaré” (Sal 16, 1; 27, 1).
Y también nos traslada al templo, lugar que acoge al fiel para brindarle un particular estatus
de refugio y protección: la vida cotidiana y la dinámica social –duras y complejas- se
sumergen en un ambiente de espiritualidad y liturgia, de mística y alivio, de rescate de todo
extravío (Sal 91, 1-2.4.9.11-14).
VI
En el tiempo, peregrinos de lo absoluto
“El día entrega al día un mensaje y la noche transmite su conocimiento a la noche” (Sal 19,
3). La polaridad día-noche es signo de nuestra sujeción a las horas, pero también, de que
Dios es Señor del tiempo y que este es un vehículo de la revelación.
Desde la tierra sube hasta Dios en la lamentación sálmica, toda la letanía del sufrimiento
humano. La cortedad de la vida, el sentirse extranjero y peregrino, la pobreza y la
estrechez, la soledad y el abandono, la enfermedad y la ancianidad con todas sus
resonancias fisiológicas, psicológicas y sociales. El miedo a la muerte y al sheol.
Pero en todo este océano de desventuras hay siempre un fulgor de esperanza y esta se
encuentra también en la vida cotidiana aunque de modo imperfecto y encuentra su plenitud
en Dios “que es siempre el mismo y cuyos años no tienen fin” (Sal 102, 28).
El creyente ha hecho experiencia que después de la humillación Dios nos enaltece, nos
devuelve a la vida (Sal 75, 7), que el sembrar con dolor es premiado al recoger con alegría,
que tras la visita del dolor que oscurece, viene el amanecer del júbilo (Sal 30, 5). Porque el
Señor recoge nuestras desventuras (Sal 59, 6) y no nos entregará a la muerte definitiva (Sal
15, 10-11).
C) El simbolismo de la historia
Lo mismo que la vida de cada uno de sus fieles, así también la historia de la humanidad y
en particular del pueblo llamado a ser su Pueblo, conoce la gloria de la revelación, también
conoce la tragedia del pecado y del mal. Pero siempre permanece en el horizonte una llama
de luz. Y esa apertura es estructural dentro de la concepción bíblica de la historia, que
tiende a ser rectilínea y progresiva.
Es así como el gran Halell (Sal 136) hace recorrer a través de la voz del solista, las grandes
intervenciones divinas en la historia, intercalándolas con la aclamación litánica “porque es
eterno su amor”, todo a la luz de la alianza que liga a Dios con su Pueblo.
Cobra así la existencia humana el carácter de liturgia de alabanza; el hombre pastor del
tiempo y de las cosas, será el gran liturgo de la historia que conducirá esa alabanza con el
cosmos todo, hasta Dios (Sal 148).
El salterio es una puerta entreabierta, aunque no despejada todavía, al misterio del destino
último del hombre (Sal 16). Si bien para muchos, dentro de un panorama errático sobre el
final "del sendero de la vida” que desemboca en el Sheol, o en una supervivencia espectral
y sin consistencia, este salmo no puede ser considerado con un sentido de certeza de la
inmortalidad y eternidad en Dios, si constituye una magnífica intuición, un positivo y
hermoso símbolo de conciencia del salmista, de que la eternidad comienza con la mística:
Encuentro entre el Dios eterno y el hombre finito, que recibe así vida divina y la abraza.
Y la intimidad presente con Yahvé tiene como desenlace natural la intimidad indisoluble,
más allá de la muerte.
Y como complemento, ese rescate de la muerte definitiva no puede ser comprado ni
pagado, ni obtenido por las propias fuerzas o valía, el rescate sólo lo podrá dar aquél que es
superior a cualquier potencia terrena, a la muerte y al mal (Sal 49, 6-16).
Finalmente, los salmos cantan la perdición definitiva del impío (sal 49, 14) frente al
“después” que Dios está preparando a sus fieles apenas se vuelvan a Él. Una definición de
altísimo nivel espiritual es la referida a que el bien supremo del hombre es la existencia en
Dios, cantada así: “Para mí lo mejor es estar con Dios, en Él he puesto mi refugio, para
poder narrar todas sus acciones (Sal 73, 23-28).
VII
En el espacio, peregrinos de lo infinito
El salterio estructura una mística del espacio en círculos concéntricos, sede de las
relaciones histórico-localizadas, entre Dios y el hombre: 1) La ciudad santa de Jerusalén, el
monte Sión, cuyo vértice es el templo, signo de la comunicación vertical entre el cielo y la
tierra, 2) La tierra de la promesa a la que está llamado el pueblo de la elección y de la
alianza, con su historia, 3) El cosmos, la gran obra divina, expresión de la trascendencia
regia de Dios sobre todo cuanto existe.
Todo lo que dentro de estos círculos se inserta, en estupor, gratitud y alabanza, es grato a
Dios y genera bien. Todo lo que atenta contra esta corriente de vida, el mal, la falsedad, es
pecado, precario, y finalmente, idolátrico.
Sión representa el sentido teológico del templo como tienda de reunión, de encuentro entre
Dios y el hombre. Representa al seno materno “Este ha nacido allí# (Sal 87, 4-7), pero
también la sede del compromiso social “Quién puede habitar allí” (Sal 24, 3-4). Sólo quien
practica la justicia será su habitante y por eso será signo de la presencia divina en el
espacio.
La tierra de Israel es la sede de la alianza, desde la que se irradia a todos los pueblos las
promesas de Dios.
El símbolo cósmico: El horizonte de los salmos abarca todo el cosmos, que es considerado
como acción y como palabra de Yahvé. El texto que mejor condensa la omnipresencia
divina en el espacio es el salmo 139. Una penetrante reflexión sobre el significado de la
presencia de Dios en la geografía mística. Revela además su omnisciencia, la creación y el
juicio. La presencia de Dios es un allí y también un más allá, envolvente y penetrante, que
le da plenitud a todo (Sal 139, 7-12).
No hay lugar que escape a la presencia de Dios, ni siquiera el Sheol, por eso también la
muerte, desde esta perspectiva, adquiere una nueva luz.
VIII
La noche oscura
Hay una espiritualidad del sufrimiento y de la noche, del mal y del silencio de Dios, que
recorre todo el salterio. Súplicas con olor a miseria, que son presentadas a Dios. El
harapiento, el prisionero, el hambriento y el enfermo son en sí mismos, una oración
existencial. ¿Tiene acaso Dios necesidad de que se le diga expresamente lo que quieren?
Así se muestra David delante de Dios, desnudo en su miseria.
Así confiesa el desdichado orante “tenía fe aun cuando dije, que desdichado soy” (Sal 116,
10).
La mano poderosa y el brazo extendido, liberadores del éxodo, se han quedado paralizadas
o inertes (Sal 22, 4-7; 77, 11). Pero el fiel individual y el pueblo creyente, no cesan de
clamar que se despierte su fuerza y venga a salvarnos (Sal 80, 3).
Este grito último, sufrido, dramático, es precisamente el sentido extremo y más auténtico de
toda súplica del salterio. Es nuestro si amoroso a su incomprensibilidad.
Hay una noche oscura creada por el hombre mismo y es la que surge del pecado, tema de
carácter espacial ya que supone un error de ruta, un desvío del recorrido correcto.
Precisamente por esta comprensión espacial del pecado, es que la conversión se describe
como un retorno o una corrección de ruta (Sal 51, 15) y así, al sentirse el pecador como
perdido, pide a Dios le muestre y le allane el camino correcto (Sal 5, 9; 25, 4-11).
IX
Yahvé de los ejércitos está con nosotros
Del asombro porque el Señor de los ejércitos está con nosotros (Sal 46, 2.8.12) nace la
adoración y con ella los himnos de alabanza (Sal 104, 33), culmen de la oración sálmica.
Ese estar con nosotros permite descubrir progresivamente algunas líneas de la fisonomía de
Yahvé, expresadas en un rico simbolismo.
A) El Dios guerrero
El salmo 18 nos presenta una serie de símbolos militares entre los cuales destaca que Yahvé
es un instructor militar que solícitamente “adiestró mis manos para la batalla, mis brazos
para tensar el arco de bronce” (Sal 18, 35), pero que además, en circunstancias extremas de
indefensión, libra a su fiel (Sal 18, 17-20) y todo ello porque lo quiere.
Así pues, la raíz de ese inmenso poder actuante de Dios está en su amor; su fuerza no es
destructora sino salvífica. El salmo 91 canta la continua protección divina en un contexto
militar, a cuya sombra acude a protegerse el fiel, atormentado por un ejército de males y
pesadillas.
B) El Dios creador
Este Dios soberano no es impasible e inalcanzable, sino un rey activo que “da estabilidad al
mundo, gobernando a los pueblos con rectitud e imponiendo la justicia” (Sal 96, 10.13).
queda esbozado su proyecto de señorío, gobierno, en definitiva de reino, cuyo eje es la
fidelidad y cuya meta la comunión (abierto a todos los pueblos).
D) El Dios aliado
La eternidad del amor de Dios rompe los límites del tiempo y del espacio, depositando en la
creación y en la historia un germen de eternidad y de plenitud. El salmo 117 lo canta
magistralmente: “Alabad a Yahvé todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos, porque
su amor es fuerte para con nosotros, y la fidelidad de Yahvé dura para siempre”.
Su ira es simplemente la defensa de su causa (94, 1-2) que es la de los oprimidos y los
justos (Sal 74, 22; 118, 10-12). Su cólera no es nunca rabia ciega, sino indignación ante la
injusticia, y salvación y elevación de los humildes, dispersando y rebajando a los soberbios
y potentados (Sal 112, 9-10).
En lenguaje levítico, el salmo 16 reconoce que Dios es nuestro mayor bien y que por
encima de Él no hay nada ni nadie, es el lote fantástico entre toda heredad, por encima de
territorios, posesiones y honores.
Y ese Dios que todo lo plenifica es “Padre de huérfanos y protector de viudas, acogedor de
indigentes” (Sal 68, 6-7), exigencia religiosa a la que compele a los suyos, en protección
especial de los anawin.
Por eso mismo no hay nadie en la tierra que pueda sentirse abandonado: “mi padre y mi
madre me han abandonado, pero Yahvé me ha recogido” (Sal 27, 10; 22, 10).
Pero el orante descubre además en Dios un cariño maternal, con un matiz entrañable –
visceral- aludiendo al amor de una madre por el fruto de sus entrañas. Unas veintiún veces
se repite una raíz que alude a esta circunstancia. “En silencio y en paz guardo mi alma,
como un niño en el regazo de su madre, igual que un niño destetado, está mi alma en mi.
¡Espera Israel en el Señor, desde ahora y por siempre¡” (Sal 131, 2-3).
Esa humilde confianza infantil es la que hace capaz de vislumbrar la ternura sin límites del
amor de Dios y de gozar de su paz infinita, y es elemento esencial de la espiritualidad de
los anawin y de los saddiqin (pobres y justos), objeto de bienaventuranzas por Jesús.
X
Cierre
“El que empieza a rezar con el salterio de forma seria y regular, abandonará muy pronto las
otras pequeñas plegarias fáciles, particulares y piadosas y dirá: Ciertamente no hay en ellas
la fuerza, el vigor, la violencia y el fuego que encuentro en el salterio. A través de esta gran
experiencia espiritual, la plegaria y la existencia fiel se transformarán en gozo, en sabor, en
amor, en comunión plena con Dios: Tus palabras son gozo de mi corazón, dulces a mi
paladar más que la miel para mi boca. ¡Cuanto amo tu ley’ todo el día medito en ella. Soy
tuyo ¡sálvame¡
Todo lo que un alma piadosa desee expresar con la oración, lo encuentra ya formulado en
los salmos de forma tan perfecta y conmovedora, que nadie podría expresarlo mejor”
(Lutero).