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Una lectura de San Agustín de Hipona 1 Prof. Humberto Ortiz B.

“Más interior que lo más íntimo mío”


Una lectura de san Agustín
Podríamos afirmar que la filosofía cristiana en Occidente quedó formulada en sus bases
con los tratados de san Agustín (354-430),1 bajo un lema que se repetirá a todo lo largo de la
Edad Media: “Comprende para creer, cree para comprender”.2 Esta expresión implica una unidad
y mutua exigencia de razón y de fe, temática de constantes polémicas durante todo el medioevo,
y evidencia la pretensión del naciente pensamiento cristiano de no abandonar la filosofía sino, al
contrario, cultivarla y reclamarla para sí.3 Uno de los proyectos del pensamiento agustino fue
conciliar la filosofía helénica que había alcanzado importantes nociones abstractas mediante la
definición exacta y el uso de la razón, con la fe de la nueva religión que se presentaba como
impulso ineludible para la vida, incluso para los más abandonados habitantes de una nueva y
cosmopolita civilización. En un principio las relaciones entre ambas actividades espirituales se
enfrentaron, pues los primeros cristianos tenían sus reservas con respecto a la posible sabiduría
humana y se negaban a aceptar de buenas a primeras el pensamiento filosófico; pero al mismo
tiempo, otros reconocían cierta verdad que la filosofía helenística había alcanzado.4 San Agustín,
quien tuvo una educación clásica antes de convertirse al cristianismo, defendió que algunas
nociones de los filósofos contenían visos de lo verdadero y lo conforme con la fe, en esos casos

1
Al revisar los orígenes de Europa, comenta Zambrano: “Hay un personaje que siempre ha fascinado a las mentes
europeas, y que, por el lugar geográfico de su nacimiento, no es propiamente europeo. Y ello mismo servirá a
Europa. Este gran hombre es san Agustín. Su vida, hecha transparente por las Confesiones, nos ofrece, en su
concreción personal, el tránsito del mundo antiguo al mundo moderno. Sus Confesiones, en verdad, nos muestran en
estado de diafanidad el doble proceso coincidente de una conversión personal que al propio tiempo es histórica. La
Historia misma se confiesa en él. Pues lo que cambia no es tanto el alma de san Agustín, sino el alma del mundo
antiguo que se convierte en nuevo. Es una conversión histórica o, si se prefiere, la salida de una crisis, de la crisis en
el que el mundo antiguo -filosofía griega y poder romano- muere para revivir, es cierto, pero en otra forma.”
(Zambrano, 2000: 65)
2
Intellige ut credas, crede ut intelligas. Cuenta Étienne Gilson (1884-1978) que esta frase, fundada en una
traducción incorrecta de un texto de Isaías, es la “fórmula perfecta” con la que Agustín resume, en el Sermón 43, la
doble actividad de la razón, y contiene los principios fundamentales de su pensamiento. “Hay, pues una intervención
de la razón que precede a la fe, pero hay una segunda intervención que la sigue. (...) Hay que aceptar por la fe las
verdades que Dios revela si se quiere adquirir luego alguna inteligencia de ella; ésta será la inteligencia que, del
contenido de la fe, puede alcanzar el hombre aquí abajo”. (Gilson. 1989: 119)
3
Comentario tomado de Johannes Hirschberger, 1994: 271 (Tomo I), donde la frase queda traducida por: “entiende
para que puedas creer, cree para que puedas entender”.
4
En realidad, la interna tensión entre fe y razón se mantiene vigente durante todo el pensamiento cristiano y es,
quizá, lo que le da unidad a ese movimiento tan propio de la historia del pensamiento medieval. El problema se
presentó bajo distintas cuestiones. Por ejemplo: Si Dios es trascendente, cosa que es indudable, ¿puede ser conocido
como creador a partir de las obras visibles o sólo mediante la revelación interior de la fe? ¿Cómo el alma humana,
que es inmaterial, se sirve de una forma corporal? ¿Si el hombre está incluido en la causalidad del mundo, cómo se
fundamenta su libre albedrío? Preguntas de este tipo fueron temas de constantes reflexiones y determinaron las
particularidades del pensamiento cristiano.
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no sólo no había que adoptar una actitud de recelo, sino que había que arrebatárselas a ellos como
injustos posesores de la verdad y reclamarlas para la verdadera religión. En La ciudad de Dios,
nombra a Platón como el filósofo antiguo “más cristiano” y considera que el sentir de los
neoplatónicos debe anteponerse al de todos los filósofos.5

Estos filósofos, pues, que vemos justamente preferidos por la fama y la gloria a todos los demás,
reconocieron que Dios no es cuerpo; y así, en la búsqueda de Dios trascendieron todos los
cuerpos. (...) De suerte que, habiendo, según ellos, en el cuerpo y el alma diversos grados de
belleza, y no pudiendo tener existencia si no tuvieran figura alguna, concluyeron tenía que haber
algo que existiera la primera e inmutable y, por tanto, incomparable; y pensaron con toda razón
que allí se encontraba el principio de todas las cosas, que no pudo ser hecho, y del cual se hicieron
todas ellas. Así lo que puede conocerse de Dios, Dios mismo se lo ha puesto delante cuando lo
invisible de Dios resulta visible para el que reflexiona sobre sus obras, también su eterno poder y
su divinidad. Por él fueron creadas también todas las cosas visibles y temporales. (VIII, 6)
La filosofía a partir de san Agustín sirvió de apoyo a la crítica con la que había que
someter a las ideas de la antigua filosofía, para, con vista a los gentiles no ganados por la fe,
demostrarles en sus mismos terrenos la verdad revelada. Mas, el papel fundamental que jugó la
filosofía en el pensamiento agustino fue el de disciplinar al espíritu en la adquisición de un recto
modo de pensar y de hablar, siempre y cuando esto implicara, además, un recto modo de
contener al sentir; pues de nada servirían los estudios si estos estuviesen movidos por el afán
vanidoso de adquirir fama entre los hombres o para justificar la perdición personal entre la
dispersión mundana. Y es que “¡Tanta es la ceguera de los hombres, que hasta de su misma
ceguera se glorían!”. (San Agustín, Confesiones III 3, 6)

Para san Agustín a la verdadera sabiduría, a la contemplación de la pura verdad, no se


llegaba necesariamente por medio de un pensar general y abstracto, aunque fuese infalible como
método para acceder a lo inteligible y con ello comprender algo de lo verdadero, sino que
aparecía en la luz misma de la verdad que iluminaba radiante al espíritu y conducía hacia una
fundamental unidad todas las posibilidades especulativas. La verdad agustiniana era una
evidencia ofrecida al alma que por su natural disposición a dejarse encantar por las relaciones
sensoriales, tenía que manejarse con suma cautela para no tergiversar lo esencial que en ella

5
Comenta Ángel Cappelletti: “Agustín no conocía el griego en la medida necesaria para leer a Platón o a Plotino. Él
mismo confiesa que, de niño, odiaba el estudio del griego, al cual se lo forzaba (Confesiones I 13, 20) Pero tuvo
acceso a los diálogos platónicos a través de varias traducciones latinas, y leyó las Enéadas de Plotino en la
traducción de Mario Victorino, y al comentador Porfirio”. (“San Agustín, entre el maniqueísmo y el neoplatonismo”,
1993: 104-105) Explica Cappelletti, “(…) el neoplatonismo se revela, ante todo, como el instrumento filosófico de
que se vale Agustín para combatir la concepción maniquea de la materia perversa y del Mundo como encarnación del
Mal: la Naturaleza, al menos en su esencia, es parte de Dios; más aún se identifica con su Logos eterno, infalible y
supremamente verdadero”. (1993: 110)
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habitaba. Los empeños cognoscitivos humanos tenían que revisar con mucha finura lo que
acontecía en la propia interioridad, y evitar en lo posible la dispersión mundana. El alma,
entonces, tenía que evadir el halago engañoso a los sentidos exteriores para no ser arrastrada a
los deleites torpes, ocupándose fervientemente de las cosas inteligibles y una vez ahí, aprender a
aceptar con humildad la palabra verdadera revelada en la intimidad del corazón. “Así nada
hacemos por los miembros del cuerpo, ni en las palabras ni en obras, al aprobar o reprender la
conducta moral de los hombres, sin que se anticipe en nuestro interior el verbo secreto. Nadie
queriendo hace algo sin antes hablarlo en el corazón”. (San Agustín, La Trinidad IX 7, 12) Y es
que si el alma no se asume como principio ordenador del cuerpo, como su unidad, estará siempre
propensa a perderse en sus múltiples intenciones exteriores, a confundirse con lo ofrecido
sensorialmente y a obviar el sentido trascendental de las cosas.

Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su artífice, no sea que le
desagrades en las mismas que te agradan.
Si te agradan las almas, ámalas en Dios, porque, si bien son mudables, fijas en él,
permanecerán; de otro modo desfallecerían y perecerían. Ámalas, pues, en él y arrastra contigo
hacia él a cuantos puedas y diles: “A éste amemos”; él es el que ha hecho estas cosas y no está
lejos de aquí. Porque no las hizo y se fue, antes de él proceden y en él están. Mas he aquí que él
está donde se gusta la verdad: en lo más íntimo del corazón; pero el corazón se ha alejado de él.
(Confesiones IV 12, 18)
El ejercicio racional servía para regular la sensibilidad, como había servido en la filosofía
clásica; pero lo que antes había sido la apertura de un espacio que permitía la contemplación de la
eterna verdad, ahora se trataba de dirigir las intenciones del alma para que encausasen al hombre
a un estado consciente de sus fuerzas más internas; estado que le permitiría entrever la razón, el
sentido, del mundo y, en él, aprender a estar en Dios. Atender a la verdad de la ciencia sería
buscar en la acción contemplativa propia de la voluntad de saber, un estado espiritual de
conciencia que ofreciera un acercamiento a la visión del Eterno.

La mente racional, una vez purificada, debe aplicarse a la contemplación de lo eterno; pero la que
aún necesita del baño de la purificación ha de fijar su vista en lo temporal mediante la fe. (...) Se
nos promete la vida eterna mediante la verdad, de cuya evidencia dista nuestra fe como nuestra
mortalidad de lo eterno. Ahora es necesario creer en las cosas hechas en el tiempo para nuestra
salvación, pues esta fe nos purifica; mas cuando arribemos a la visión, entonces reemplazará a la
muerte la inmortalidad y a la fe la verdad. Por consiguiente, entonces nuestra fe se convertirá en
verdad, al conseguir lo que ahora anhelamos, pues se nos promete la vida sin fin. (La Trinidad IV
18, 24)
La inteligencia humana exige, entonces, la evidencia interior de verdades inmutables,
como son el conocimiento y el amor, estimuladas en el alma por la iluminación del Verbo, por la
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palabra revelada en la gracia de Dios. “La concepción y el nacimiento de la palabra se identifican


cuando la voluntad descansa en el conocimiento, como en el amor de lo espiritual acontece”. (La
Trinidad IX 9, 14) Amor nacido del “abrazo entre la palabra y la mente que la engendra”. (La
Trinidad IX 8, 13) Amor que, de lograrse, ya no sería mero anhelo -como había sido para los
platónicos- ni sólo recepción pasiva, sino unión concordante entre las dos partes, entre el Verbo
revelado y su origen; íntimo lazo con el que se hace presente, profundamente, la llama luminosa
del Espíritu, y con él, la misericordia divina que sana nuestros pecados. De esta forma, la mirada
intelectual platónica, que ya era un tipo de revelación en el orden de las Ideas, queda superada por
la revelación de esa iluminación en lo insondable del alma, reveladora de una verdad más
soberana, más absoluta y más plena que cualquier verdad sólo racional, por estar intrínsecamente
vinculada también con las intimidades de la voluntad y de la afectividad. Esta nueva verdad sería
lo esperado por la fe y lo que con ella quedaría manifiesto. La reflexión filosófica serviría para
aclarar esa verdad ofrecida por la fe; y la fe, en su palpitación, sería la única guía de la
especulación racional.6

Si para la filosofía clásica de lo que se trataba era de que el hombre alcanzara una
comprensión intelectual, una unidad de idea, que desviara al alma de su apego vicioso por las
cosas, en san Agustín se trataba de encontrar aquello que en lo más profundo de la intimidad, en
las raíces de la propia voluntad y a pesar de los apegos mundanos, se mantiene invariablemente
como la unidad del ser otorgadora de vida. Si para el pensamiento filosófico abierto por Platón
alcanzar la verdad era la meta de un intelecto que, en busca de la objetividad, se bastaba a sí
mismo en tanto anhelo por la verdad y que, como consecuencia, preparaba al filósofo para la
muerte al ofrecerle la inmortalidad; con el de san Agustín se buscaba reconocer, de encontrarla en
uno y amarla, la presencia de algo trascendente a cualquier pensamiento humano que, como
verdad superior y eterna, permitiera al hombre mantenerse firme en esta vida, siempre tan
perturbadora.

Si San Agustín el Africano, no fue un filósofo más de los neoplatónicos, fue porque no pudo
aceptar esta trasmutación aniquiladora, esta verdadera consunción en la pura objetividad. Por eso
se ofreció al descubierto; la verdad que apetecía tenía que acogerlo entero. Era su vida
transfigurada, recobrada su verdadera figura: no el ser inmutable, sino la vida verdadera.
En su Confesión se ha transformado recobrándose; ahora es. Y su ser se levanta sobre un punto

6
Comenta Charles Taylor: “Cabría decir que allí donde para Platón el ojo cuenta con la capacidad de ver, para
Agustín ha perdido esa capacidad. Esta ha de ser restaurada por la gracia. Y lo que hace la gracia es abrir el hombre
interior a Dios, que nos capacita para ver que el tan alabado poder del ojo es en realidad el de Dios.” (1996: 155)
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de identidad. Tal era y sigue siendo el problema. Nuestra vida corre dispersa y confusa, por los
anhelos y por el tiempo. Llegar a ser, sólo es posible logrando la unidad. La unidad de los
neoplatónicos, era la unidad misma del ser de lo inteligible. La unidad que San Agustín busca y
halla, es otra propia de la vida, unidad en que la vida recobra su figura, su figura viva aun debajo
de su opaca máscara, como un palimpsesto. (Zambrano, 1988: 39)
El ensimismamiento intelectual de la filosofía platónica fue superado por el
reconocimiento interior de una verdad que excede todas las posibilidades humanas, incluso las
intelectuales. Ya no se trataría sólo de re-encontrarse el alma a sí misma bajo la tutela de una idea
abstracta, sino de reconocerse humildemente, en tanto particular, junto al resto de las cosas del
mundo bajo la tutela de un ser eterno e infinito en ella residente. “La verdad mora en el interior
del hombre no en imagen, no en reflejo, sino en realidad, aunque tan inmensa realidad no pueda
ser vista ni imaginada, ni puede sernos presente.” (Zambrano, 1988: 41)

Para san Agustín el mundo no se presentaba perverso en sí mismo; la vida, en tanto don
divino, merecía todos los respetos y la admiración de los hombres. El problema de la relación
sensible con el mundo quedaba delimitado a lo que el alma individual estuviera en capacidad de
hacer con el sentir propio de la vida humana y con la voluntad que ello pueda despertar. “Cierto
que también estos bienes ínfimos tienen sus deleites, pero no como los de Dios, hacedor de todas
las cosas, porque en él se deleita el justo y hallan delicias los rectos de corazón.” (Confesiones II
5, 10) El alma, sostiene san Agustín, ha de ser dirigida por quien es superior a ella y dirigir lo que
es inferior. Ahora bien, superior a ella es sólo Dios, inferior, el cuerpo; si el alma logra atender a
Dios, quien es su íntimo Señor, comprenderá sus perfecciones eternas y ganará más ser y, con
ella, el cuerpo; y es que “el cuerpo no está animado por el alma sino bajo la finalidad del que lo
creo”. (La Música VI 5, 9) Si, por el contrario, el alma se ocupa sólo de lo inferior perderá ser y
el cuerpo se deteriorará. El sentir es la manera como el alma atiende los movimientos de la
materia; al estar disciplinada en la razón, el alma tiene la facultad de controlar los movimientos
propios del cuerpo, de entenderlos desde el sentir y darles unidad, sin dejarse arrastrar por ellos.

Mueve ella, sin duda, a mi parecer, un elemento luminoso en los ojos, una aérea onda purísima y
nobilísima en los oídos, un elemento vaporoso en la nariz, en la boca húmedo, en el tacto algo
sólido y como lodoso. Pero sea con esta o con otra clasificación como puedan conjurarse tales
propiedades, el alma las acciona con calma, si los factores que se hallan presentes en la unidad de
la salud se hacen entre sí lugar, como en común acuerdo de familia. Pero cuando se suman otras
influencias que hacen experimentar al cuerpo una, por así llamarla, alteridad, el alma desarrolla
acciones más intensas, adaptadas a las diversas partes y órganos: entonces se dice que el alma ve,
oye, huele, gusta y siente por el tacto. Con estas acciones incorpora ella gustosa lo que le conviene
y hace resistencia con pena a cuanto no le conviene. Estas son las operaciones que el alma, cuando
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siente, aporta, pienso yo, a las pasiones del cuerpo, sin sufrir esas mismas pasiones. (La Música VI
5, 10)
Un alma débil sería aquella cuya sensibilidad estuviera gobernada por las pasiones
generadas en los sentidos, esto es, por la concupiscencia. Y es que el alma tiene -con la memoria,
por ejemplo- la potestad de excitar cualquier deseo, carnal o intelectual, o de apaciguarlo cuando
quiera; el pecado está, pues, en su poder, es cuestión de su voluntad. La culpa de la perdición de
un alma no estaría, entonces, en las apariencias mundanas; sería más bien responsabilidad de la
propia alma al asumir sus facultades con propio albedrío, he ahí el don de la libertad. San Agustín
no desprecia el amor que el alma pueda sentir por las cosas de este mundo (cupiditas), al
contrario, se muestra partidario de amar las cosas bellas del mundo, pues al hacerlo, podemos
admirar la presencia de lo eterno en ellas; pero el amor verdadero que pide el pensamiento
agustino es uno pleno de caridad más que de deseo. Si anhelamos ser felices, todo nuestro amor
ha de ser manejado como acercamiento a Dios. Nada en el mundo garantiza por sí mismo la
verdadera felicidad, al contrario, toda mundana posesión aumenta las preocupaciones del alma
por su pérdida a ocurrir tarde o temprano, por lo que al mundo hay que amarlo con miras a amar
en ello al Creador, único garante de una vida feliz.7 La caridad (caritas) es entendida aquí como
el retorno al amor infinito de Dios. Para lograrlo, el alma ha de aprender a ocuparse en aquello
que desde sí misma la trasciende, esto es, la luz interior que ofrece la revelación del Verbo;
buscar la palabra interior que fundamenta todo poder cognoscitivo y abre toda la fuerza del
verdadero amor, la llama ardiente otorgadora de una vida más verdadera. “No te complazcas en ti
mismo, sino en aquel que te hizo; y lo mismo has de practicar con aquel a quien amas como te
amas a ti”. (La Trinidad IX 8, 13) El desprendimiento de la vida que Platón le exigía al amor, es
concebido por el cristianismo como calidad moral interior para un mejor vivir. Así, escribe
Zambrano:

San Agustín no pudo, a pesar de su platonismo, seguir el camino platónico; su corazón no pudo
aceptar la trasmutación del amor platónico. Amor que conduce a la inmortalidad del alma, tan
análoga a la de las ideas. Pero él no se deja enamorar por la inmortalidad; su hambre es de vida.
No le vencerá el Dios de la Filosofía, el Dios del ser y de la inteligencia. Su corazón no se

7
Tarea del hombre es hacer mundo y habitar en él, pero ha de ser consciente de su temporalidad y transitoriedad, no
apegándose a su hechura como si fuese lo eterno. Explica Hannah Arendt (1906-1975): “Cuando san Agustín habla
de la transitoriedad del mundo, piensa invariablemente en el mundo que los hombres constituyen, nunca en el mundo
como cielo y Tierra. Lo indica de la manera más clara el término saeculum en referencia al mundo constituido (...),
término que expresa justamente temporalización. Pero no se trata, con todo, de la temporalización del mundo en el
sentido del mundo en que la criatura es “después”, sino del mundo que el propio hombre instaura “siendo del
mundo”. (...) El fin de este mundo (terminus seaculi) coincide con el fin de la raza humana. En la búsqueda de su ser
propio, la criatura se confronta con el “antes”, con el Creador.” (2001: 96)
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conformará sino con la vida eterna, vida en que nada se pierde, ni a nada se renuncia, vida
verdadera en la luz. (Zambrano, 1988: 30)
La diferencia fundamental entre la esperanza de la filosofía griega y la esperanza cristiana,
la encuentra Zambrano en que para los griegos esa esperanza respondía a un pesimismo vital que
hallaba salida en la firmeza de la razón que ofrecía la inmortalidad del ser, del ser en tanto idea;
mientras que la esperanza cristiana respondió más a un sentimiento de desesperación habido en la
cultura helénica al desengañarse de la razón y que sembró el suelo para el surgimiento de la
nueva fe heredada de Judea. Y es que el cristianismo, dice la autora, se alimenta de una
desesperación no necesariamente pesimista. “Desesperación que se obstina en vivir; hambre de
vivir consumiéndose, no hambre de orden ni razón.” (Zambrano, 2000: 70) Esta diferencia marcó
la nueva actitud que se abría en Europa. Si el pesimismo griego (al que tanto alude Nietzsche)
encontró la salida en el orden racional, la desesperación cristiana se aferró a la pasión de la fe.
“Era la desesperación, la rabia de vivir que esperaba a Cristo, al conciliador, al que habla de traer
resurrección y vida eterna.” (2000: 71) Se trata ahora de un ser divino que no es sólo producto del
intelecto o consecuencia del miedo a lo incomprensible, sino que, como hombre, participa de la
misma humana sensibilidad. La esperanza cristiana, sistematizada por san Agustín, contiene en sí
la antigua esperanza griega, que no podrá nunca abandonar, y también deja abierto el camino del
misticismo, ya anunciado en el pensamiento platónico. Mas el misticismo cristiano involucrará en
mayor medida al ser humano entero en tanto ser vivo, existente, y no sólo las cualidades
inteligibles del hombre; no sólo será “el amor a las ideas”, se tratará de un amor aún más intenso
e implicado con el sentir. Y es que la voluntad en san Agustín “no depende simplemente del
conocimiento” (Taylor, 1996: 153), se trata también de sentir con ardor nuestra dependencia de
Dios; y “Tratándose de Dios, la medida es el amor sin medida”. (Zambrano, 1996: 155)

San Agustín ha desvanecido el terror del hombre antiguo, desamparado y desfraternizado. Ha


deshecho la pesadilla de la existencia, pues que se alegra de haber sido engendrado. “Niño
pequeño soy, mas vive mi padre eternamente”. No teme a la muerte. “Cuando yo me adhiera a Ti,
con todo mi ser, no habrá ya dolor ni trabajo para mí y mi vida será vida llena de Ti”. Y ha
encontrado a sus hermanos. La vida se ha hecho posible. (Zambrano, 1988: 36)
Los distintivos más importantes del pensamiento de san Agustín los podemos encontrar en
Confesiones, donde el pensar filosófico del obispo africano y padre de la Iglesia no se expresa
sólo con la precisión deductiva y conceptual intentada en otras obras. La búsqueda de un sentido
aparece en este libro entrañablemente involucrada con las idas y venidas de los acontecimientos
de su vida; se trata aquí de la expresión de un pensamiento comprometido con la existencia. Para
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san Agustín, el creyente tiene que comprometerse íntimamente en los misterios de la fe, y tal
entrega exige al alma reconocerse en los límites del propio pensamiento, demostrar esto fue el
propósito a lo largo de toda su vida como escritor cristiano. El pensamiento que para la tradición
neoplatónica que Agustín heredó era la única posibilidad de verdad, con el santo se hizo, además,
medio para mantener la integridad de esa vida íntima, del “hombre interior”, aunque siempre con
la esperanza puesta en un Bien supremo allende de toda precisión intelectual. De lo que ahora se
trata es de darle un sentido único a la experiencia de ser hombre. En las Confesiones se evidencia
en toda su profundidad un intento por hacer del pensamiento parte integral de la propia vida, que
al reconocer la presencia de Dios en la más íntima interioridad, tuvo como consecuencia el primer
enunciado del hombre en Occidente. No se trataba sólo de la expresión del padecimiento personal
al estilo de la antigua poesía lírica griega, ni del cuento de un acontecimiento que se quiera
rememorar; las Confesiones son las palabras de un sujeto en su labor de hacerse y de reconocerse
en ese hacer. Agustín con este escrito inició “en toda su plenitud y con una claridad que no ha
vuelto a conseguirse” (Zambrano, 1988: 23-24), un particular género literario que reaparecerá
siempre que la distancia entre el pensamiento y la vida ponga en crisis la vivencia de la unidad
personal. “La Confesión es el lenguaje de alguien que no ha borrado su condición de sujeto; es el
lenguaje del sujeto en cuanto tal. No son sus sentimientos, ni sus anhelos siquiera, ni aun sus
esperanzas; son sencillamente sus conatos de ser. Es un acto en el que el sujeto se revela a sí
mismo, por horror de su ser a medias y en confusión.” (Zambrano, 1988: 16) Se trata de una
individualidad que en sus ansias por salir de lo confuso y disperso, hace a otros partícipes de lo
por ella padecido y elaborado; alguien que se queja, se desnuda y se muestra con el afán o la
esperanza de rastrearse a sí mismo y ser recogido por algo trascendente a su personal existencia.
En este sentido,

La Confesión no es sino un método de que la vida se libre de sus paradojas y llegue a coincidir
consigo misma. No es el único, pero sí tal vez el más inmediato, el más directo. Y tal vez no sea
suficiente; no sea sino preparación, método en el sentido estricto para algo que venga después,
método en que la vida muestre, precisamente al ponerse en movimiento, su figura esencial y su
peculiaridad más extrema. (Zambrano, 1988: 23)
El acto confesional no trataría solamente de contar las pasadas conductas causantes de un
arrepentimiento actual y que tanta curiosidad despierta en algunos, sino, más bien, busca
favorecer la reflexión de sí para la formación de una conciencia que reconozca sus dependencias
y firmezas más esenciales. Claro está que tras esa búsqueda subyace una inconformidad con lo
que se ha sido, un malestar con lo hasta entonces realizado, como si la subjetividad se viera en la
Una lectura de San Agustín de Hipona 9 Prof. Humberto Ortiz B.

imperiosa obligación de ampliarse a sí misma, de abrirse a una posibilidad más completa, más
plena de ser, y esto con la esperanza de reafirmarse en la intimidad, en ese lugar donde nacen los
impulsos fundacionales de la vida personal. Y es que la característica primordial de toda
confesión es la de expresar el tiempo vivido, de concentrar lo huidizo del tiempo, para reconocer
en él la huella de algo que, a pesar de la dispersión sensible pero sin dejarla de lado, conforma la
unidad y el sentido de la existencia, o al vacío que la determina. Se trata, en cualquier caso, de
encontrar alguna verdad necesaria que centre el actuar de la persona. Nadie asume un acto de este
tipo por el mero placer de exponer su vida ni sólo para quejarse de algún dolor; no sería una
verdadera confesión si a esa exposición o a esa queja no está unida una necesidad de
introspección consciente. En toda confesión subyace una molestia vital que ansía ser solventada,
resuelta, para siempre.8 “Se confiesa el cansado de ser hombre, de sí mismo. Es una huida que al
mismo tiempo quiere perpetuar lo que fue, aquello de que se huye. Quiere expresarlo para
alejarlo y para ser otra cosa, pero quiere al mismo tiempo dejarlo ahí, realizarlo” (Zambrano,
1988: 21) Y en efecto, las Confesiones agustinas expresan con toda claridad la lucha voluntaria
de su autor por hallar ese centro que ofrece el fundamento capital a su persona, y en ella, con Él,
a la humanidad. Un centro vital con el que quede comprometida la afección humana y no sólo el
pensamiento.

Escribe Zambrano:

Parte San Agustín de una enemistad habida entre él y la divinidad, es decir, la realidad suprema.
Porque la vida puede estar de espaldas ante la realidad. Es la condición más típicamente humana y
más alarmante de todas: cualquiera otra criatura es fiel a su realidad, vive anegada en ella. Todas
menos el hombre, (...) No sentimos como seres desprendidos, a medio nacer y a medio encajar en
una realidad presentida que buscamos. (1988: 24)
Esta enemistad habría llevado a san Agustín a revisar las intenciones afectivas que impulsaban su
comportamiento, a indagar en los móviles principales de su voluntad que tanto desasosiego le
habían causado durante su juventud. Y en esa profunda revisión interior encontró lo que siempre

8
“Molestia: agobio por la vida, algo que arrastra hacia abajo; y lo peculiar del agobio radica precisamente en que el
malestar puede arrastrar la vida hacia abajo, estando este “puede” formado, él mismo, por la ejecución de la
experiencia que en cada caso corresponde. De ahí que esta posibilidad “crezca” tanto más cuanto más vive la vida;
de ahí que esta posibilidad aumente cuanto más accede la vida a sí misma.” (Heidegger, 1997: 134) La molestia en
san Agustín, explica Heidegger (1889-1976), es la actitud propia de la vida cuando se experimenta desde el “tenerse
a sí mismo”, esto es, cuando la persona entra en la reflexión sobre su condición histórica-existencial, y va
íntimamente unida a la indagación (exploratio) sobre lo originario que se esconde en cada uno de nosotros, lo que
mueve nuestros actos, que estamos obligados a realizar en la medida que nos exponemos a las tentaciones de la vida,
imposibles de evitar. Tanto la molestia como la exploratio (examen de conciencia) se comportarían como
condiciones imprescindibles para mostrarnos íntima y responsablemente ante el ser que Es.
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había estado buscando, aún en sus momentos de mayor dispersión. Una confesión ha de ser
hecha, entonces, para dar cuenta, ante sí mismo y ante los demás, del maravilloso suceso
ocurrido, para dejar claro ante todos, el lugar del hombre ante la eterna divinidad.

Se pregunta san Agustín:

Pero ¿a quién cuento yo esto? No ciertamente a ti, Dios mío, sino en tu presencia cuento estas
cosas a los de mi linaje, el género humano, cualquiera que sea la partecilla de él que pueda
tropezar con este mi escrito. ¿Y para qué esto? Para que yo y quien lo leyere pensemos de qué
abismo tan profundo hemos de clamar a ti. ¿Y qué más cerca de tus oídos que el corazón que te
confiesa y la vida que procede de la fe? (Confesiones II 3, 5)
Y es que la expresividad de la confesión manifiesta la misma evidencia de la que nace. Al
confesarse, el alma humana reconoce de entrada la unidad primera hacia donde dirige lo
confesado: al Ser superior al fondo de sí mismo. “Porque ni siquiera una palabra de bien puedo
decir a los hombres si antes no la oyeses tú de mí, ni tú podrías oír algo tal de mí si antes no me
lo hubieses dicho tú a mí.” (Confesiones X 2, 2)

El alma de Agustín sabe de su labor en relación con el cuerpo y el mundo, pero la verdad
por ella formulada nace de algo que desde su intimidad la trasciende. Esto se verifica en la
imposibilidad de alcanzar un acuerdo cognoscitivo a partir de las imágenes del mundo exterior
guardadas en la memoria para referirse a la forma divina que en el interior del alma se evidencia
con toda certeza, cuando ni una imagen de sí misma satisface esa convicción interna que la hace
ser. En este sentido, la postura agustiniana sugiere que hay que apurar la labor del alma hasta
merecer el lugar del silencio, el lugar donde el alma se mire sin la perturbación de las presencias
exteriores y sin la pretensión de darle una forma inequívoca a lo que en sí sucede, para que la
palabra verdadera sea dada y escuchada, para que se haga en ella el Verbo. Y es que tal
revelación ha de ofrecerse en la potencialidad infinita de la intimidad, y sólo desde ahí se hace
palabra en clara unidad amorosa con lo que Es. Confiesa san Agustín,

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro
de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas
hermosas que creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti
aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti;
gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz. (Confesiones X 27, 38)
La omnipresencia de Dios que todo lo conoce, no necesita de la confesión del Yo, pero el
acto confesional garantiza, al nombrar, la encarnación de la Verdad en la particularidad del alma,
en la persona como individuo. Así el alma se hace una consigo misma.
Una lectura de San Agustín de Hipona 11 Prof. Humberto Ortiz B.

De aquí se deduce que cuando el alma se conoce y aprueba su ciencia, entonces su noticia es su
palabra, y es en absoluto igual e idéntico a ella; porque la noticia no es de esencia inferior, como
el cuerpo, ni en esencia más noble, como Dios. Y pues toda noticia ofrece cierta semejanza con el
objeto de quien ella es noticia, ésta es perfecta e igual a la mente que conoce y es conocida. En
consecuencia, es imagen y es palabra, pues es su expresión cuando se iguala a ella por el
conocimiento, y lo engendrado es igual al que engendra. (La Trinidad IX 11, 16)
Por la confesión el alma, que tiende a esconderse entre las cosas del mundo, se reconoce a sí en
Dios, a quien nada se le puede esconder. La confesión será método para la revelación evidente
del Verbo, para estar en Cristo y, así, obrar a voluntad, en libertad, la verdad; “porque el que la
obra viene a la luz. Quiérola yo obrar en mi corazón, delante de ti por esta mi confesión y delante
de muchos testigos por este mi escrito”. (Confesiones X 1, 1)

Bajo la perspectiva agustiniana, si la contemplación intelectiva nos permite nombrar la


verdad en lo manifiesto, lo hace porque una mayor verdad ya está grabada de antemano en la
cámara secreta del corazón, aun antes de percatarnos de ello. Así, cuando aludimos a nuestra
experiencia interior, cuando logramos nombrarla, hacerla noticia, la presencia de Dios, que
siempre ha estado, logra sentirse como algo evidente, y es ahora reconocida como la Verdad pura
en el fondo del alma. Y aunque tal evidencia no sea clara y distintamente contemplada por el
entendimiento con una forma precisa y nítida, al confesar la relación personal con ella
establecida, se presenta como certeza absoluta a la inteligencia y, por esto, como sustento
originario de la voluntad.

La evidencia suele ser pobre, terriblemente pobre en contenido intelectual. Y sin embargo, opera
en la vida una transformación sin igual que otros pensamientos más ricos y complicados no fueron
capaces de hacer. Y de ahí que aparezca como el final de una confesión, como su logro
intelectual. Y aun tiene algo más que le hace asemejarse al fruto de una confesión, y es la
transformación que ejerce sobre el mismo conocimiento; abre el ánimo a la confianza. (Zambrano,
1988: 44)
La evidencia puesta en el humano corazón lo libera de cualquier temor que lo haga
sucumbir ante las tentaciones con las que la vida perennemente lo amenaza. En san Agustín, las
almas luchan por la vida feliz (beata vita) y en esa lucha se presentan el temor y el deseo. “En las
cosas adversas deseo las prósperas, en las prósperas temo las adversas. ¿Qué lugar hay entre estas
cosas en el que la vida humana no sea una tentación?” (Confesiones X 28, 39) Temor y deseo
son los sentimientos con los que nos enfrentamos al mundo, con los que nos abocamos o
retiramos de él, son los sentimientos propios de la vida en su relación mundana, y ambos
muestran una preocupación, una inconformidad de vida que perturba la tranquilidad del alma. La
inquietud determina el existir. Ante estos sentimientos imposibles de obviar, sólo una certeza
Una lectura de San Agustín de Hipona 12 Prof. Humberto Ortiz B.

interna nos permitiría mantenernos firmes, una confianza en algo que nos anime en la lucha por
no entregarnos a la dispersión mundana, en la que somos propensos a diluirnos. Una evidencia de
ese calibre da vigor a la voluntad humana para no dejarse arrastrar ni por los deseos que seducen
ni por el terror que paraliza, para no sucumbir a las tentaciones propias de la vida, y ni siquiera
ante el terror por la muerte. Para san Agustín la vida “Es una tentatio, pone en obra la posibilidad
del perderse y del ganarse uno a sí mismo” (Heidegger, 1997: 103) El “ganarse” se da aceptando
la presencia de Dios en la más profunda intimidad, certificando lo dado como evidencia. Pero,
¿cómo nos podemos mantener ahí? Este sería el asunto particular fáctico de la vida, lo que habría
que ir dilucidando mientras vivamos, siempre ante las tentaciones.

¿Y qué constituye, entonces, al alma? Una de las tareas del alma sería darle unidad a lo
corporalmente padecido y hacer mundo; esta labor es posible porque lo propio del alma es
interesarse en aquellos asuntos en los que se ocupa y, al hacerlo, ofrecer algo de ella misma.
Cuando el alma conoce, ubica en lo conocido algo de ella. “Tiene el alma una cierta semejanza
con la especie conocida, ora le agrade, ora le ofenda su privación”. El conocimiento establece,
así, un vínculo filial entre la mente y lo conocido. Una relación amorosa cuando hay verdad,
odiosa cuando ella falta, “Y esta repulsa de la privación es un elogio de la idea, y por eso se
alaba” (La Trinidad IX 11, 16). Pero por esto mismo, el alma está propensa a ser tomada por su
actividad, a entregarse a la tentación cognoscitiva que alimenta la curiosidad, amando
erróneamente el mismo acto de conocer lo ofrecido por los sentidos externos. El conocer por
conocer, sin reflexión alguna sobre el fundamento sagrado del yo, sigue siendo un apego por lo
mundano.9 Al mantenerse en esas ocupaciones, el alma se olvida de lo más importante de su
labor que es atenderse a sí misma, el amor a sí misma, y, en ello, reconocer lo divino de donde
derivan sus facultades; sólo cuando reconoce su diferencia con las imágenes por ella elaboradas a
partir de su relación sensorial, la posible insignificancia de lo por ella estructurado como sentido
del cuerpo, sólo cuando se sacia de todo lo entendible intelectualmente y logra replegarse en sí
misma, queda verdaderamente abierta a la revelación del Verbo. “No trate el alma de verse como
ausente; cuide, sí, de discernir su presencia. No se conozca como si se hubiera ignorado, pero
sepa distinguirse de toda otra cosa que ella conozca”. (La Trinidad X 9, 12) Ante los ojos del

9
“De este deseo insano proviene el que se exhiban monstruos en los espectáculos; y de aquí también el deseo de
escrutar los secretos de la naturaleza, que está sobre nosotros, y que no aprovecha nada conocer, y que los hombres
no desean más que conocer. De aquí proviene, finalmente, el que se tiente a Dios en la misma religión, pidiendo
signos y prodigios no para la salud de alguno, sino por el solo deseo de verlos.” (Confesiones X 35, 55)
Una lectura de San Agustín de Hipona 13 Prof. Humberto Ortiz B.

Señor, está “siempre desnudo el abismo de la conciencia humana” (Confesiones X 2, 2), no hay
nada en ella que no sea antes por él conocido; alcanzar la evidencia de este abismo sería ya la
revelación.10

No hay en las Confesiones de san Agustín un pensamiento elaborándose a sí mismo con la


certeza absoluta y suficiente de su propio pensar, pues lo que quiere mostrar el santo africano es
una apertura en la más íntima estancia del alma y su dependencia a aquello que es superior, al
Supremo Bien que la excede, pues “es angosta el alma para contenerse a sí misma”. (Confesiones
X 8, 15) Desde esta perspectiva, el alma humana podría concebirse como mediación entre lo
eterno verdadero en ella albergado y lo provisional sensible, como un espacio para la transición -
de lo ideal a lo físico y viceversa-, pues su condición sería estar siempre abierta a la alteridad, ya
sea para darle sentido unitario a lo ajeno dado del exterior, ya sea para recibir, reconocer en sí, lo
esencial que la trasciende. Con esta doble apertura, una hacia lo exterior y otra en el interior,
logra el alma participar íntimamente de lo verdadero a pesar del yo circunstancial y temporal.

Visto así, lo particular del alma humana, siempre abierta a la alteridad, sería el amor
entendido como anhelo de trascender en lo otro, tal como lo había manejado todo el platonismo
anterior. Pero algo nuevo coloca san Agustín a este amor propio de la actividad del alma; el amor
entre el alma y lo noticia o el conocimiento, se cierne sobre sí mismo en tanto amor del Espíritu
Santo. Y en este aspecto, el alma se hace despliegue del mismo Dios, esto es, del misterio de la
Trinidad. Señala Étienne Gilson,

Es en ella, en su estructura misma, donde se encuentran los indicios más seguros de lo que puede
ser la Santísima Trinidad. Porque el alma es, como el Padre; y de su ser engendra la inteligencia
de sí misma, como el Hijo, o como el Verbo; y la relación de este ser a su inteligencia es una vida,
como el Espíritu Santo. O también: el alma es, ante todo, un pensamiento (mens) de donde brota
un conocimiento en que dicho pensamiento se expresa (notitia), y de su relación a este
conocimiento surge el amor que se tiene (amor) ¿No es de manera análoga como el Padre se

10
Explica Hanna Arendt que san Agustín ha dado un paso nuevo en la interiorización de la verdad que lo separa del
pensamiento de la antigüedad tardía. Tanto Plotino como los estoicos, entendieron también la indagación interior
como medio para alcanzar la autosuficiencia que permitiera al hombre mantenerse firme, centrado, ante la dispersión
del mundo; este centro fue la inteligencia (nous) que muestra la verdad racional. Pero san Agustín “no halló ni
autosuficiencia ni serenidad en la región íntima del yo. (...) Pues cuanto más se replegaba sobre sí y más se reunía
consigo desde la dispersión y la distracción del mundo, tanto más se volvía problema para sí […]. Por tanto, no se
trataba en modo alguno de oponer a la pérdida del yo en la dispersión y la distracción un simple repliegue sobre el
interior de uno mismo, sino más bien de un giro completo en el planteamiento de que el yo es incluso más
impenetrable que las obras ocultas de la naturaleza. (...) la búsqueda renovada de su yo fue lo que finalmente le llevó
hacia el Dios a quien no le pedía le revelase los misterios del Universo ni le despejase las perplejidades del Ser. San
Agustín pregunta a Dios en orden a “oírle a Él acerca de mí mismo” y en orden a “conocerme de este modo a mí
mismo”.” (2001: 43-44)
Una lectura de San Agustín de Hipona 14 Prof. Humberto Ortiz B.

profiere en su Verbo y como uno y otro se aman en el Espíritu Santo? (La filosofía en la Edad
Media, 1989: 124)
Así se puede entender, según san Agustín, el misterio de Dios como fondo último del
alma humana. El conocimiento de sí ahora se concibe como un ensanchamiento del alma que,
mediante el amor propio, revela una realidad divina al humano, una verdad que lo trasciende
desde su intimidad. Sigue tratándose de imágenes, “pero si el hombre es verdaderamente a
imagen de Dios, no pueden ser imágenes por completo vacuas” (Gilson, 1989: 124) Lo cierto es
que el amor se ha hecho absolutamente presente, en tanto Espíritu, en el alma que se conoce, para
mediar entre lo amado (Padre) y el amante (Hijo), en ella y por ella revelados. Pero no se trata de
enamorarse de uno mismo y caer en la tentación de tomarse a sí mismo como importante, sino de
asumirse como criatura de Dios y, por su misericordia, ser rescatado de la mundana dispersión. El
alma que conoce ha de amarse en sí y por sí, para ser una con el amor y con el conocimiento en
su amor expresado, sin divisiones.

El alma que se conoce y ama está en su amor y noticia; el amor del alma que se conoce y ama está
en su mente y en su noticia; y la noticia de la mente que se ama y se conoce amante. Y así hay dos
en cada una, pues el alma que se conoce y ama está en su noticia en el amor, y con su amor, en su
noticia; el amor y la noticia están simultáneamente en el alma que se conoce y ama. (La Trinidad
IX 5, 8)
Amar a Dios, ocuparse de él, ha de pasar por amarse a sí mismo, ocuparse de sí;
ocupación entendida como el despliegue misericordioso del mismo Dios, y como ardor
entrañable en la hondura del Eterno. “El Creador está en el hombre sólo en virtud de la memoria
del hombre, que le mueve a desear la felicidad y con ella una existencia que dure por siempre.
(...) Sólo al remitirse retrospectivamente la existencia mortal a su fuente inmortal encuentra el
hombre creado la instancia determinante de su ser”. (Arendt, 2001: 76) Al amar a Dios, el
hombre obra en sí la Verdad originaria que lo fundamenta, y se olvida de sí en tanto viviente
temporal y circunstancial para abocarse a la Verdad eterna en él habida. Y la confesión sería el
método para hacerlo.

En Agustín, el sujeto está siempre por hacerse, guiado por la misericordia de Dios que le
ha dado la facultad bendita de ocuparse de sí. Lo a él revelado por la gracia de la fe ha sido una
pulsación amorosa para perpetuar en vida ese necesario e inacabable hacerse, que en última
instancia equivaldría a un entregarse amorosamente al absoluto Dios escondido en las entrañas.

Desde san Agustín, el conocimiento de sí es una actividad constante que se da ante las
experiencias de vida que, apegados a lo temporal, vamos realizando. Siempre puede haber algo
Una lectura de San Agustín de Hipona 15 Prof. Humberto Ortiz B.

que por no haber sido aún experiencia, no se haya mostrado. “Por eso el tenerme-a-mí-mismo -
señala Heidegger leyendo las agustinas Confesiones- nunca está, en la medida en que pueda
resultar realizable, sino en camino y en la dirección de esta vida, un delante y un detrás” (1997:
99) En este sentido, el hombre sería la acción que hace, lo que ha hecho y lo que está por hacer;
“cada uno” es un camino, su camino. Un sujeto reconoce ante todo el original desamparo ante la
existencia, es decir, reconoce el vacío que quiere ser cubierto y que anhela ser trascendido, esa
íntima soledad que llamamos Yo. Y lo que “naturalmente” hay en nosotros sería la pulsación
anhelante donde los sentidos y las afecciones, los pensamientos y las proyecciones, se
entrecruzan para hacernos a la alteridad. Somos pulsaciones de lo Uno Eterno, que en nosotros
trasciende, sugiere san Agustín. No somos Dios, mas a Él nos proyectamos, y en ello buscamos
ser. “El alma no puede estar en sí, pues en la vida está el salir de sí, el no bastarse a sí misma, el
ser trascendente. La dispersión es el amor frustrado, el afán de trascender frustrado también.”
(Zambrano, 1988: 27) Y para evitar la dolorosa dispersión hay que saber entregarse a esa
palpitación constante, a esa interioridad pura en la intimidad del alma, según san Agustín; a ese
manantial fluyente, “el impulso donde la verdad habita”, según Zambrano. (Cartas de La Piéce,
2002: 149) Humana acción que implica un entregarse al Supremo Bien que plena y desborda al
Yo temporal; a lo que se presenta como íntima y eterna infinitud.

En san Agustín, la alteridad anhelada como unidad humana y el determinismo o finalidad


moral están muy estrechamente mezclados, por lo que en su pensamiento las distintas maneras
del sentimiento amoroso terminan siendo reglamentadas por una jerarquía sumamente cerrada.
En este sentido, hay que reconocer el comentario de Cappelletti al pensamiento agustino:

Una vez consagrado obispo, Agustín se dedica especialmente a las cuestiones teológicas más
debatidas dentro de la Iglesia. El problema del pecado original y de la gracia le preocupa por
encima de todos. Y, en su afán de combatir al pelagianismo, se va alejando, sin quererlo expresa y
conscientemente, del optimismo panteísta de Plotino, para recaer, quieras o no, en un nuevo
maniqueísmo, situado no ya en el plano metafísico sino teológico. Sin volver a la afirmación del
Bien y del Mal como dos substancias contrarias coeternas, sostiene la eterna predestinación de las
almas al cielo o al infierno, lo cual puede interpretarse como un intento de hacer coexistir en el
Dios único, que se define como fuente de toda bondad, los principios del Bien y del Mal. (1993:
99).

Bibliografía:  
Agustín, San. (1985) Obras Completas: Tomo V. “Escritos apologéticos (2°) La Trinidad”.
Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Una lectura de San Agustín de Hipona 16 Prof. Humberto Ortiz B.

Agustín, San. (1988) Obras Completas: Tomos XVI y XVII. “La ciudad de Dios”.
Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Agustín, San. (1988b) Obras Completas: Tomo XXXIX. “La Música” (pp. 67-361)
Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Agustín, San (2005) Obras Completas: Tomo I. “Las Confesiones”.
Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Arendt, H. (2001) El concepto de amor en san Agustín. Madrid: Ediciones Encuentro.
Cappelletti, Ángel. (1993) Textos y estudios de filosofía medieval. “San Agustín, entre el
maniqueísmo y el neoplatonismo” (pp. 99-116) Mérida-Venezuela:
Universidad de Los Andes.
Gilson, E. (1989) La filosofía en la Edad Media. Madrid: Editorial Gredos, S. A.
Heidegger, M. (1997) Estudios sobre mítica medieval. Madrid: Siruela.
Hirschberger, J. (1994) Historia de la Filosofía. Barcelona: Herder.
Taylor, Ch. (1996) Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna.
Barcelona: Paidós.
Zambrano, María. (1988) La Confesión: género literario. Madrid: Mondadori.

Zambrano, María. (1996) Pensamiento y poesía en la vida española. Madrid:


Ediciones Endymion.
Zambrano María. (2002) Cartas de La Pièce. Correspondencia con Agustín Andreu.
Valencia-España: Pre-Textos-Universidad Politécnica de Valencia
Zambrano, María. (2000) La agonía de Europa. Madrid: Trotta.

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