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El apóstol cerró el capítulo anterior de la Carta hablando sobre el fruto del Espíritu
Santo en la vida de los creyentes y como, en virtud de la presencia y trabajo
interno del Espíritu en nuestras vidas, es imposible que vivamos nuevamente
según la carne, sujetos a sus pasiones y deseos (v. 24). Por lo que, “ya que
vivimos por el Espíritu, sigamos la guía del Espíritu en cada aspecto de nuestra
vida” (nos exhorta el apóstol en el v. 25 según la versión NTV).
“Si alguno [o, si alguien entre ustedes] fuere sorprendido” podría significar que
el miembro o hermano en cuestión se ve envuelto de forma inadvertida (es decir,
antes de darse cuenta total de la naturaleza éticamente reprensible o injuriosa del
acto) en algo incorrecto, o que ha sido encontrado por alguien en ello. Lutero
(seguido por los más sobresalientes entre los comentaristas) lo interpreta en el
primero de los sentidos mencionados, “en el sentido de “fuere tomado por
sorpresa, cayere por hallarse desprevenido. —Y acota que— con esta expresión
el apóstol nos enseña que debemos atenuar el pecado del hermano. Pues a
menos que uno practique el pecado en forma pública, con maldad obstinada e
incorregiblemente, nos corresponde atribuir su falta no a malicia sino a imprevisión
o incluso a debilidad”.
Esto concuerda con la palabra que Pablo escoge para designar la caída del
hermano: “falta”. El término utilizado indica a una desviación de la senda de
verdad y justicia, y en el presente caso pareciera que la palabra tiene un sentido
suave—falta, error, equivocación, traspié— (no es en absoluto un pecado
escandaloso). Con toda seguridad, Pablo no está pensando en un comportamiento
tan pecaminoso que desprecie tan flagrantemente los cánones aceptados y que
conduzca a la comunidad al descrédito público (como en 1 Co. 5:5, donde
tenemos a un hombre que había cometido incesto con su madre o su madrastra),
o en una actuación tan conscientemente y obstinadamente maliciosa que deba
tratarse mediante una negación temporal de la relación social de la comunidad de
fe hacia el ofensor (como en los casos de I Co. 5:11; Ro. 16:17).
No puede, de ninguna manera, referirse a estos casos. Pues Pablo mismo advirtió
en repetidas ocasiones a la iglesia en Corinto, por ejemplo, acerca de la necesidad
que tenía de limpiarse de aquellos miembros que persistían en el pecado. Como
se mencionaba, se refirió de manera específica a un hombre que había cometido
incesto con su madre o su madrastra: “el tal sea entregado a Satanás para
destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor
Jesús” (1 Co. 5:5). Como lo aclara el siguiente versículo, su reprensión iba dirigida
a toda la iglesia y no solo al hombre que había cometido el pecado abominable
que ni siquiera era practicado por los paganos (véase v. 1). Al parecer el resto de
la congregación hizo guiños al pecador en cuestión o aun trató de justificar el
pecado con base en un tipo falso de libertad cristiana. “No es buena vuestra
jactancia. ¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa? Limpiaos,
pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois;
porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros… Más bien
os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere
fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun
comáis… Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (vv. 6–7, 11, 13). A los
tesalonicenses escribió: “Pero os ordenamos, hermanos, en el nombre de nuestro
Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que ande desordenadamente,
y no según la enseñanza que recibisteis de nosotros” (2 Ts. 3:6; cp. v. 14).
No es con relación a los pecados de los incrédulos que los cristianos deben tener
la mayor preocupación. Siempre que los no salvos cometen pecado, tan solo
expresan sus naturalezas no redimidas. Pablo establece con claridad que su
llamado a la separación no era de los incrédulos que pecaban sino de los
miembros que practicaban el pecado, es decir, que viven en pecado: “Os he
escrito por carta, que no os juntéis con los fornicarios; no absolutamente con los
fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los
idólatras; pues en tal caso os sería necesario salir del mundo” (1 Co. 5:9–10ss).
Hay, pues, casos de pecado en la iglesia que deben recibir un tratamiento más
complejo que la simple amonestación y que, por tanto, ameritan un tipo de
disciplina más severa, como la suspensión al ofensor de ciertos privilegios de los
que gozan los miembros de una iglesia local o, incluso, la excomunión misma.
Pues para tener salud y eficacia espirituales en su ministerio, la iglesia debe tratar
el pecado en sus propias filas. Juguetear con el pecado, ignorarlo bajo un disfraz
de amor falso o abstenerse por cualquier otra razón de limpiar a la iglesia de su
presencia, trae resultados desastrosos.
La falta de la que Pablo habla aquí, en Gál. 6:1, no es una acción en curso ya
establecida, sino una acción aislada que haría sentir culpable a la persona que la
comete. Recordemos, además, que ser sorprendido en alguna falta describe a
un hombre que ha cometido un acto de pecado más que a uno que es
habitualmente pecador. Así que cuando se trata de un creyente que sin haberlo
planeado deliberadamente es sorprendido en alguna transgresión, en una falta, el
ofensor debe ser restaurado o rehabilitado, y no hacerle sentir un paria. Los
espirituales, dice el mismo versículo, son quienes deben acometer la restauración,
es decir, cualquier miembro de la comunidad cuya vida y conducta esté controlada
o gobernada por el Espíritu de Cristo. Por cierto, la palabra “restaurar” (katartízo)
era usada en el griego secular para poner un hueso dislocado en su lugar, lo cual
tiene sentido aquí siendo que el que ha sido reprendido en una falta es como un
miembro dislocado del cuerpo espiritual. Así que la restauración de un cristiano en
pecado consiste en traerlo al arrepentimiento y de vuelta a la comunión con Cristo
y su iglesia. Esta debe ser la meta de cualquier tipo de amonestación o
reprensión, incluso la de los casos de disciplina más severos (2 Ts. 3:14-15; 1 Co.
5:5 [destrucción de la carne, describe padecimiento físico, que Dios emplearía
para quebrantar el poder de las concupiscencias y hábitos de pecado en la vida
del hombre, y una muerte lenta, que le daría tiempo para arrepentirse y ser
restaurado]).
En todos los casos, deberíamos recordar que la disciplina de los creyentes está
siempre calculada para conseguir su restauración a la comunión con el Señor. La
excomunión nunca es un fin en sí misma, sino siempre un medio para un fin. El
propósito último es que su espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús. En otras
palabras, no hay pensamiento de ninguna condena eterna del hombre. Es
disciplinado por el Señor en esta vida a causa del pecado que ha cometido, pero
es salvo en el día del Señor Jesús.
Es por lo tanto muy acertado lo que observa San Agustín: “no hay pecado hecho
por algún hombre, en que no pueda caer también otro hombre, si Dios lo deja
abandonado a sí mismo”. El hombre es hombre, y la carne es carne: jamás un
hombre carnal hizo algo que otro hombre carnal similar no pudiera hacer también -
a menos que Dios establezca una diferencia. Pensemos en que si fuéramos
desprovistos del Espíritu Santo y abandonados a nuestras propias
concupiscencias, nosotros caeríamos también cuando somos tentados. Cuando
estemos convencidos de esta verdad tendremos misericordia.