Sei sulla pagina 1di 6

EXHORTACIONES PASTORALES PARA LA VIDA EN COMUNIDAD

El apóstol cerró el capítulo anterior de la Carta hablando sobre el fruto del Espíritu
Santo en la vida de los creyentes y como, en virtud de la presencia y trabajo
interno del Espíritu en nuestras vidas, es imposible que vivamos nuevamente
según la carne, sujetos a sus pasiones y deseos (v. 24). Por lo que, “ya que
vivimos por el Espíritu, sigamos la guía del Espíritu en cada aspecto de nuestra
vida” (nos exhorta el apóstol en el v. 25 según la versión NTV).

Al igual que en el sermón anterior, se debe remarcar la importancia de que estos


versículos se lean en el énfasis que intenta remarcar Pablo en el contexto, el cual
apunta sobre todo al comportamiento dentro de la comunidad de fe. Por ende,
esta nueva sección (que va desde el v. 1-10), incluyendo la aclaración del v. 24,
según la cual “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus
pasiones y deseos”, y la exhortación del v. 25 sobre la necesidad de seguir la
guía del Espíritu en cada aspecto de nuestra vida, tiene que ver, entonces, con la
vida en la iglesia, con el trato que manifestamos hacia los demás miembros, con
esa lucha que debemos librar, al igual que los gálatas, entre depender de la
dirección del Espíritu, quien nos capacita para andar en el camino del amor los
unos por los otros, o entregarnos al cumplimiento de los malos deseos que
amenazan la comunión y la vida misma de la congregación.

De ahí el título del sermón “Exhortaciones pastorales para la vida en comunidad”,


porque precisamente en esta sección, Pablo explicita o expone cómo se
manifiesta la vida dirigida por el Espíritu, enfocándose en situaciones o casos
concretos de las comunidades de Galacia. Al final de la sección anterior,
amonestó a renunciar a la envidia mutua y a la provocación; al inicio de esta
nueva, promueve la ayuda y servicio mutuos en forma de consejos pastorales o
indicaciones para la vida cotidiana.

I. La primera de esas recomendaciones pastorales relacionadas con el trato hacia


los demás hermanos en la fe, consiste en RESTAURAR AL CAÍDO EN UN
ESPÍRITU DE MANSEDUMBRE: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en
alguna falta, vosotros que sois espirituales [es decir, que andan en/por el Espíritu],
restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que
tú también seas tentado” (v.1). En otras palabras, como comunica de manera más
comprensible otra versión, “Hermanos, es posible que alguno de ustedes caiga en
la trampa del pecado. Ustedes, que son guiados por el Espíritu, acérquense a él y
ayúdenle a corregir su error. Pero ¡ojo!, háganlo con humildad, pues ustedes
también pueden caer en tentación” (PDT).
Fíjense, primero que nada, la manera como el apóstol se dirige a los gálatas para
lograr que el amor cobre en ellos formas concretas. Como observa Lutero: “pasa
repentinamente del plural al singular en vez de continuar sobre la misma línea y
decir ´considerándoos a vosotros mismos, no sea que vosotros también seáis
tentados`. —Y explica que la razón de esto— es que el apóstol imprime más
fuerza a sus palabras si se dirige a una persona en particular y habla con cada
uno por separado”. Además, nótese que comienza por llamarlos hermanos: no
hace valer su autoridad para exigirles algo como a inferiores, sino que más bien
les habla en un tono de exhortación amistosa, como pidiendo algo a sus iguales; lo
cual tiene el mismo fin, es decir, hacer que sus hermanos respondan de manera
positiva a su exhortación a la ayuda y servicio mutuos.

“Si alguno [o, si alguien entre ustedes] fuere sorprendido” podría significar que
el miembro o hermano en cuestión se ve envuelto de forma inadvertida (es decir,
antes de darse cuenta total de la naturaleza éticamente reprensible o injuriosa del
acto) en algo incorrecto, o que ha sido encontrado por alguien en ello. Lutero
(seguido por los más sobresalientes entre los comentaristas) lo interpreta en el
primero de los sentidos mencionados, “en el sentido de “fuere tomado por
sorpresa, cayere por hallarse desprevenido. —Y acota que— con esta expresión
el apóstol nos enseña que debemos atenuar el pecado del hermano. Pues a
menos que uno practique el pecado en forma pública, con maldad obstinada e
incorregiblemente, nos corresponde atribuir su falta no a malicia sino a imprevisión
o incluso a debilidad”.

Esto concuerda con la palabra que Pablo escoge para designar la caída del
hermano: “falta”. El término utilizado indica a una desviación de la senda de
verdad y justicia, y en el presente caso pareciera que la palabra tiene un sentido
suave—falta, error, equivocación, traspié— (no es en absoluto un pecado
escandaloso). Con toda seguridad, Pablo no está pensando en un comportamiento
tan pecaminoso que desprecie tan flagrantemente los cánones aceptados y que
conduzca a la comunidad al descrédito público (como en 1 Co. 5:5, donde
tenemos a un hombre que había cometido incesto con su madre o su madrastra),
o en una actuación tan conscientemente y obstinadamente maliciosa que deba
tratarse mediante una negación temporal de la relación social de la comunidad de
fe hacia el ofensor (como en los casos de I Co. 5:11; Ro. 16:17).

No puede, de ninguna manera, referirse a estos casos. Pues Pablo mismo advirtió
en repetidas ocasiones a la iglesia en Corinto, por ejemplo, acerca de la necesidad
que tenía de limpiarse de aquellos miembros que persistían en el pecado. Como
se mencionaba, se refirió de manera específica a un hombre que había cometido
incesto con su madre o su madrastra: “el tal sea entregado a Satanás para
destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor
Jesús” (1 Co. 5:5). Como lo aclara el siguiente versículo, su reprensión iba dirigida
a toda la iglesia y no solo al hombre que había cometido el pecado abominable
que ni siquiera era practicado por los paganos (véase v. 1). Al parecer el resto de
la congregación hizo guiños al pecador en cuestión o aun trató de justificar el
pecado con base en un tipo falso de libertad cristiana. “No es buena vuestra
jactancia. ¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa? Limpiaos,
pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois;
porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros… Más bien
os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere
fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun
comáis… Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros” (vv. 6–7, 11, 13). A los
tesalonicenses escribió: “Pero os ordenamos, hermanos, en el nombre de nuestro
Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que ande desordenadamente,
y no según la enseñanza que recibisteis de nosotros” (2 Ts. 3:6; cp. v. 14).

No es con relación a los pecados de los incrédulos que los cristianos deben tener
la mayor preocupación. Siempre que los no salvos cometen pecado, tan solo
expresan sus naturalezas no redimidas. Pablo establece con claridad que su
llamado a la separación no era de los incrédulos que pecaban sino de los
miembros que practicaban el pecado, es decir, que viven en pecado: “Os he
escrito por carta, que no os juntéis con los fornicarios; no absolutamente con los
fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los
idólatras; pues en tal caso os sería necesario salir del mundo” (1 Co. 5:9–10ss).

Hay, pues, casos de pecado en la iglesia que deben recibir un tratamiento más
complejo que la simple amonestación y que, por tanto, ameritan un tipo de
disciplina más severa, como la suspensión al ofensor de ciertos privilegios de los
que gozan los miembros de una iglesia local o, incluso, la excomunión misma.
Pues para tener salud y eficacia espirituales en su ministerio, la iglesia debe tratar
el pecado en sus propias filas. Juguetear con el pecado, ignorarlo bajo un disfraz
de amor falso o abstenerse por cualquier otra razón de limpiar a la iglesia de su
presencia, trae resultados desastrosos.

No obstante, como sucede con bastante frecuencia, también existe el peligro


opuesto. Así como la carne hace que sea fácil ignorar el pecado dentro de la
iglesia, también facilita la aplicación errónea de la disciplina con un espíritu
incorrecto. Siempre existe la tentación de tratar a los miembros de la iglesia que
pecan con ciertos prejuicios y una actitud orgullosa de superioridad moral, en lugar
de mantener un interés humilde y justo en la pureza del cuerpo del Señor.
Atendiendo a ese peligro, Pablo nos amonesta para que nos aseguremos de
disciplinarnos unos a otros de la manera correcta. En lugar de hacernos
vanagloriosos, irritándonos unos a otros, provocándonos unos a otros, los
miembros de la iglesia debemos tener una actitud de humildad y benignidad hacia
aquellos que pecan y ofenden: “vosotros que sois espirituales, restauradle con
espíritu de mansedumbre”. Y esta humildad o mansedumbre que se debe
mostrar en la corrección o amonestación al hermano miembro, debo aclarar, no
implica que en los casos de pecados escandalosos y cometidos con dolo y malicia
no se deba reprender con severidad o dureza al ofensor. No vemos a un Pablo,
por ejemplo, reprendiendo a Pedro con suavidad en Gálatas 2:11-14. El v. 11
expresa con claridad que le encaro con severidad porque su conducta era
reprobable, y el v. 14 deja ver que lo hizo públicamente, delante de todos. Ya se
habían agotado el tiempo y las oportunidades para corregirlo con suavidad en
privado o delante de testigos, y sólo quedaba reprenderlo fuertemente delante de
los otros hermanos. De la misma manera, no vemos a Natán por ejemplo, en 2do
de Samuel 12:1-25, amonestando a David con palabras afables.

La falta de la que Pablo habla aquí, en Gál. 6:1, no es una acción en curso ya
establecida, sino una acción aislada que haría sentir culpable a la persona que la
comete. Recordemos, además, que ser sorprendido en alguna falta describe a
un hombre que ha cometido un acto de pecado más que a uno que es
habitualmente pecador. Así que cuando se trata de un creyente que sin haberlo
planeado deliberadamente es sorprendido en alguna transgresión, en una falta, el
ofensor debe ser restaurado o rehabilitado, y no hacerle sentir un paria. Los
espirituales, dice el mismo versículo, son quienes deben acometer la restauración,
es decir, cualquier miembro de la comunidad cuya vida y conducta esté controlada
o gobernada por el Espíritu de Cristo. Por cierto, la palabra “restaurar” (katartízo)
era usada en el griego secular para poner un hueso dislocado en su lugar, lo cual
tiene sentido aquí siendo que el que ha sido reprendido en una falta es como un
miembro dislocado del cuerpo espiritual. Así que la restauración de un cristiano en
pecado consiste en traerlo al arrepentimiento y de vuelta a la comunión con Cristo
y su iglesia. Esta debe ser la meta de cualquier tipo de amonestación o
reprensión, incluso la de los casos de disciplina más severos (2 Ts. 3:14-15; 1 Co.
5:5 [destrucción de la carne, describe padecimiento físico, que Dios emplearía
para quebrantar el poder de las concupiscencias y hábitos de pecado en la vida
del hombre, y una muerte lenta, que le daría tiempo para arrepentirse y ser
restaurado]).

En todos los casos, deberíamos recordar que la disciplina de los creyentes está
siempre calculada para conseguir su restauración a la comunión con el Señor. La
excomunión nunca es un fin en sí misma, sino siempre un medio para un fin. El
propósito último es que su espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús. En otras
palabras, no hay pensamiento de ninguna condena eterna del hombre. Es
disciplinado por el Señor en esta vida a causa del pecado que ha cometido, pero
es salvo en el día del Señor Jesús.

Ahondaremos ahora en algo que ya se había introducido, con el fin de seguir el


curso del v. 1, y es la observación que hace Pablo de que el espiritual que va a
restaurar al hermano debe hacerlo con un espíritu de mansedumbre o humildad; lo
cual es apenas lógico dado que ésta se incluye en el fruto del Espíritu (5:23). Esta
va ser la evidencia de que su represión es realiza en el Espíritu y no en la carne.
De hecho, el apóstol usa esta palabra como una necesidad para aquel que
confronta a algún hermano en la fe que ha caído, porque sabe que un cristiano
impulsado por la carne podría, con una actitud dura y fría, hacer más daño que
bien. Muchas veces los cristianos confrontan en la carne, con una actitud de
vanagloria, de irritación (5:26). Esta clase de confrontación no procede de Dios;
más bien es propia de Satanás, quien, como bien anota Lutero, es llamado
“diablo”, detractor y calumniador [La palabra griega , de la cual proviene el
castellano diablo significa calumniador, acusador]; porque no sólo nos acusa y
hace empeorar aún más nuestra mala conciencia ante Dios, sino que también
denigra lo bueno que hay en nosotros, y habla mal de nuestros méritos y de la
confianza de nuestra conciencia. A él lo imitan, adoptando frente al mundo esa
misma actitud respecto de los pecados y aun de las obras buenas de sus
semejantes, los que agravan, agrandan y divulgan los pecados de los hombres y
en cambio rebajan, censuran y enjuician sus obras buenas. — Y añade— Por esto
dice San Agustín al comentar este pasaje: “No hay nada en que se pueda conocer
mejor al hombre espiritual, que la forma cómo trata los pecados ajenos: piensa
más en absolver a su prójimo que en exponerlo a las burlas, prefiere el ayudar al
injuriar. Al hombre carnal en cambio lo conocerás en que se ocupa en el pecado
ajeno sólo para juzgar y vituperar, así como aquel fariseo escarneció al publicano
sin compasión alguna”.

Así, pues, el que ha sido sorprendido en una falta, en un pecado, no ha de ser


tratado con ira ni apasionamiento. Esta es una actitud indispensable que debe
acompañar el primer paso en la disciplina que restaura. Cristo enseñó a dar el
primer paso advirtiendo al que peca de su situación: “Por tanto, si tu hermano
peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu
hermano” (Mt. 18:15). Noten que, en razón del aprecio que debe sentirse por
quien ha caído, el creyente espiritual busca al que ha pecado para redargüirle,
esto es, argumentar con él para hacerle percibir su situación. Equivale a hacerle
notar la falta que ha cometido, generando en él un sentimiento íntimo que le
conduzca a recapacitar entendiendo bien lo que ha hecho. El elemento para
restaurar, que es realmente el objetivo de la disciplina bíblica, es la Palabra,
concreta para el caso en cuestión, porque solo la “Escritura es inspirada por Dios,
y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Ti. 3:
16). Nadie debe reprender a otro basado en criterios personales y nadie podrá
redargüir a otro por métodos humanos, sino porque la Palabra le señale la realidad
de la falta que está cometiendo. Conforme a la enseñanza de Cristo, la
exhortación restauradora debe hacerse, en primer lugar, en forma privada y
personal: “Estando tú y él solos”. El hermano que conoce la falta busca al que la
ha cometido en un aparte personal, sin la presencia de nadie más que de los dos.
La falta conocida no se divulga, se mantiene en la intimidad del que la conoce, con
la intención sana de restaurar. Para evitar el escándalo de la mala acción y velar
por la fama del hermano que ha cometido el pecado, la corrección fraterna que
busca siempre la restauración, se hace con amor y delicadeza, con espíritu de
mansedumbre, sin testigos, como corresponde a una acción de amor entre
hermanos que busca sólo el bien, no sólo del que ha cometido la falta, sino de
todo el resto de la comunidad.

Como la falta no ha sido divulgada, el buen nombre del hermano no se ha visto


afectado y el problema sigue siendo ignorado para la iglesia. El amor, como fruto
del Espíritu, cubre multitud de pecados, es decir, no divulga la falta que otro
hermano ha cometido. La divulgación de faltas ajenas no edifica a nadie y mucho
menos a la iglesia. El que ha exhortado al que cometió la falta es un instrumento
en manos de Dios para la restauración del hermano caído. Esa forma de proceder
es señal y evidencia de una vida espiritual, es decir, de una vida conducida por el
Espíritu Santo, por eso dice la Escritura que “el fruto del justo es árbol de vida; y el
que gana almas es sabio” (Pr. 11:30).

En medio de esta acción espiritual de la que estamos hablando, el reconocimiento


de la propia vulnerabilidad ante la tentación prevendría un mal trato con los que
han caído. La razón subjetiva de un trato amable con el que ha caído en una falta
es la propia debilidad del que reprende: “no sea que tú también seas tentado”.

Es por lo tanto muy acertado lo que observa San Agustín: “no hay pecado hecho
por algún hombre, en que no pueda caer también otro hombre, si Dios lo deja
abandonado a sí mismo”. El hombre es hombre, y la carne es carne: jamás un
hombre carnal hizo algo que otro hombre carnal similar no pudiera hacer también -
a menos que Dios establezca una diferencia. Pensemos en que si fuéramos
desprovistos del Espíritu Santo y abandonados a nuestras propias
concupiscencias, nosotros caeríamos también cuando somos tentados. Cuando
estemos convencidos de esta verdad tendremos misericordia.

Potrebbero piacerti anche