Documenti di Didattica
Documenti di Professioni
Documenti di Cultura
22 de abril de 2018
C IUDAD DE MÉXICO.- Los hechos no parecen pertenecerle. Ha sido morirse y
entrar inmediatamente en la muerte de otro. "¡Viva Fidel Castro Ruz!", escribió
exultante un usuario en los comentarios de la página Cubadebate, como si estuviéramos
en noviembre de 2016, luego de que se conociera que Fidel Castro Díaz-Balart, el hijo
primogénito y homónimo del líder cubano, se suicidara en la mañana del jueves 1 de
febrero.
Sobre el mal de Cuba, Castro Díaz-Balart no tiene, hasta donde se sepa, responsabilidad
mayor, o no más que la de todos los cubanos que hemos decidido no prendernos fuego
envueltos en la enseña nacional e inmolarnos trágicamente frente a la estatua de José
Martí en la Plaza de la Revolución.
Arrastraba una profunda depresión, nos dice la prensa oficial, en un país donde la
prensa nunca dice nada y donde tampoco está permitido sentir otra cosa que no sea un
furioso optimismo por el porvenir o un agradecimiento desmedido por la vida que
vivimos; un país, después de todo, singularmente extraño, en el que el enjundioso
folclor caribeño se amalgama con el entusiasmo programático del comunismo, un haz
de felicidad y vigor que asciende en la noche eléctrica del trópico, mientras seguimos
alimentando la mayor tasa histórica de suicidios en Latinoamérica, colgados o
empastillados, saltando al vacío, volándonos la sien, depositando nuestros cuerpos rotos
en el fondo del mar.
El suicidio del hijo mayor de Fidel Castro abre muchas líneas de sentido. La más obvia:
uno puede llegar a pensar que su depresión es la depresión de Cuba, por ejemplo, que
este es otro signo irrevocable del cambio de una época. En rigor, si alguien hemos sido
los cubanos durante sesenta años, si un rol hemos cumplido a cabalidad, es el rol de
Fidel Castro Díaz-Balart.
Sus apellidos encapsulaban el cruento campo de batalla entre el régimen que Fidel
Castro derrotó y el régimen que impuso, y entre el régimen que Fidel Castro impuso y el
exilio que luego intentó infructuosamente derrocarlo. Su madre, Mirta Díaz-Balart,
exiliada luego en Madrid, pertenecía a una familia de la alta burguesía habanera durante
la dictadura batistiana. Tuvo, Fidelito, tíos congresistas en La Habana, abuelos
prominentes y primos congresistas republicanos en Washington.
Fidel Castro DíazBalart
Fuente: AFP
Ya con la ley de reforma agraria, Fidel había expropiado a su padre Ángel Castro de no
sé cuántas caballerías de tierras, y luego había convertido a toda Cuba en Birán. De igual
modo, pasado un tiempo, Fidelito vuelve a ocupar cargos en ministerios y cátedras,
vuelve a viajar el mundo. Va a España, a Turquía, a Yemen, a Egipto. Estrecha acuerdos
bilaterales en la rama científica. Publica monografías y libros, recibe un doctorado
Honoris Causa por la Universidad Estatal de Moscú y, lo más fascinante e irónico, hace
justo tres años, en febrero de 2015, Fidelito aparece en una selfie en La Habana con
Paris Hilton. Una selfie rutilante, ella con iPhone, la imagen que hay que enmarcar, la
foto del fin de todo.
En una de las imágenes que han vuelto a reactivarse tras el suicidio, aparecen, en efecto,
Fidel Castro y Raúl Castro y Fidel Castro Díaz-Balart en una ventana. Fidel no tiene
barba todavía. No es 1959. Fidel mira a algún lugar. Raúl lleva a su sobrino en brazos, y
el sobrino también mira afuera y sonríe. Raúl es el único que no mira afuera.
Pasan los años y ahora Fidel Castro ya no está, y Raúl tiene 86 y no puede sostener a
nadie, no puede sostenerse ni a sí mismo, y hay un tuit raro de estos días donde la prima
Mariela Castro sugiere que Fidelito probablemente no pudo soportar la muerte de su
padre. Queda entonces Fidelito y la ventana, y ahí está él, si se lanza o no, si se tira al
vacío o no, y finalmente se tira.