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MAESTRIA EN TEOLOGIA
ALUMNO:
CARLOS ENRIQUE GUERRA
LA LITURGIA DE JUSTINO E HIPOLITO
Hipólito criticó duramente al papa Calixto cuando éste suavizó las normas penitenciales
sobre los pecados especialmente graves y, acusándole de modalista, se hizo elegir obispo de
Roma, con lo que fue el primer antipapa. Siguió con su actitud durante dos pontificados más
hasta que, desterrado junto con el papa Ponciano a la isla de Cerdeña por el emperador
Maximino el Tracio, parece que tanto él como el papa renunciaron al pontificado y fue
elegido otro papa, acabándose así el cisma. Ambos murieron en Cerdeña el 235, sus cuerpos
fueron casi enseguida trasladados a Roma, y ambos son considerados mártires. A mitad del
siglo xvi se descubrió una estatua de Hipólito, que está ahora a la entrada de la Biblioteca
Vaticana; le había sido erigida casi inmediatamente después de su muerte, y tiene grabados
los títulos de sus obras. El grupo de sus obras antiheréticas está formado por el Syntagma, o
Contra las herejías, que no se conserva pero es reconstituible en gran parte gracias a los
fragmentos que tenemos.
TRADICIÓN APOSTOLICA
EL VERBO
Nosotros creemos en el Verbo de Dios. No nos fundamos en palabras sin sentido, ni nos
dejamos llevar por impulsos emotivos o desordenados, ni nos dejamos seducir por la
fascinación de discursos bien preparados, sino que prestamos fe a las palabras del Dios
todopoderoso. Todo esto lo ordenó Dios en su Verbo. El Verbo las decía en palabras [a los
profetas], para apartar al hombre de la desobediencia. No lo dominaba como hace un amo
con sus esclavos, sino que lo invitaba a una decisión libre y responsable. El Padre envió a la
tierra esta Palabra suya en los últimos tiempos. No quería que siguiese hablando por medio
de los profetas, ni que fuese anunciada de manera oscura, ni conocida sólo a través de vagos
reflejos, sino que deseaba que apareciese visiblemente, en persona. De este modo,
contemplándola, el mundo podría obtener la salvación. Contemplando al Verbo con sus
propios ojos, el mundo non experimentaría ya la inquietud y el temor que sentía cuando se
encontraba ante una imagen reflejada por los profetas, ni quedaría sin fuerzas como cuando
el Verbo se manifestaba por medio de los ángeles. De este modo, en cambio, podría
comprobar que se encontraba delante del mismo Dios, que le habla.
Nosotros sabemos que el Verbo tomó de la Virgen un cuerpo mortal, y que ha transformado
al hombre viejo en la novedad de una criatura nueva. Sabemos que se ha hecho de nuestra
misma sustancia. En efecto, si no tuviese nuestra misma naturaleza, inútilmente nos habría
mandado que lo imitáramos como maestro. Si Él, en cuanto hombre, tuviese una naturaleza
distinta de la nuestra, ¿por qué me ordena a mí, nacido en la debilidad, que me asemeje a Él?
¿Cómo podría, en ese caso, ser bueno y justo? Verdaderamente, para que no pensáramos que
era distinto de nosotros, ha tolerado la fatiga, ha querido pasar hambre y sed, ha aceptado la
necesidad de dormir y descansar, no se ha rebelado frente al sufrimiento, se ha sujetado a la
muerte y se nos ha revelado en la resurrección. De todos estos modos, ha ofrecido como
primicia tu misma naturaleza humana, para que tú no te desanimes en los sufrimientos, sino
que, reconociendo que eres hombre, esperes también tú lo que el Padre ha realizado en Él.
OBRAS ANTOHERETICAS
El grupo de sus obras antiheréticas está formado por el Syntagma, o Contra las herejías, que
no se conserva pero es reconstituible en gran parte gracias a los fragmentos que tenemos. Y
por los Philosophumena, o Refutación de todas las herejías, que desde muchos puntos de
vista es su obra más importante; muy posterior a la primera, fue escrita después del año 222;
su finalidad es exponer las diferentes filosofías que han existido, cosa que hace
medianamente, y, sosteniendo que cada herejía procede de la combinación de una filosofía
con creencias paganas y sin ningún apoyo en las Escrituras, pasa después a describir y refutar
las herejías que conoce; esta segunda parte está mucho más conseguida y, aunque depende
de Ireneo, maneja otro material gnóstico para el que también es, por tanto, una apreciable
fuente de información.
De sus obras dogmáticas tenemos sólo una completa, que además está en griego, El
Anticristo; en ella, basándose en las profecías de Daniel, explica que la llegada de este
personaje no es inminente, y se extiende sobre sus características y las de su venida; está
escrita hacia el año 200.
Los tratados exegéticos formaban una gran parte de su obra, como le ocurría a la de Orígenes,
y siguen el método alegórico de éste, aunque con mucha más moderación. Tenemos un
Comentario sobre David; en él se fija el nacimiento de Cristo en el 25 de diciembre, lo que
constituye la mención más temprana de esta fecha; sin embargo, el pasaje correspondiente
parece que es una interpolación, aunque muy antigua. Tenemos también un Comentario al
Cantar de los Cantares: una homilía sobre la Historia de David y Goliat; una Homilía sobre
los Salmos, que incluye una introducción amplia a este libro; y una Homilía sobre la Pascua.
Se conocen los nombres de 17 obras de exégesis perdidas, pertenecientes en su mayoría al
Antiguo Testamento.
Dos obras de cronología merecen también mencionarse. Una es la Crónica, escrita para
tranquilizar a los que pensaban que el fin del mundo estaba muy cerca; incluye material
tomado de otras obras contemporáneas, y de interés en otros campos, como por ejemplo la
medida de la distancia entre Alejandría y España, con la descripción de costas, puertos,
lugares para aprovisionamiento de agua y demás informaciones útiles para la navegación. El
Cómputo pascual es una obra que trata de determinar con exactitud la fecha de la Pascua,
para no depender de los cálculos de los judíos; pero el sistema que propugna no es idóneo, y
a los pocos años ya no concordaba con la astronomía. Pero la obra que quizá ha interesado
más en nuestros días es la Tradición apostólica. Conocida su existencia, se creía perdida hasta
que a principios de siglo se pudo mostrar su estrecha relación con una obra conocida
modernamente como «Constitución de la Iglesia egipcia». Se ha podido reconstruir de
manera aceptable a través de las numerosas traducciones orientales, pues mientras pronto se
perdió en Occidente, en Oriente tuvo una gran influencia a través de sus versiones copta,
etiópica y árabe, moldeando la liturgia, las costumbres y el derecho de muchas Iglesias
orientales. De ella derivan además un gran número de constituciones eclesiásticas orientales
posteriores; por ejemplo, las «Constituciones apostólicas» de la Iglesia de Siria, de hacia el
380; el «Testamento de Nuestro Señor», quizá también de Siria, al parecer del siglo v; y los
«Cánones de Hipólito», quizá de Siria y de hacia el año 500.
Los cristianos tratan de infundir un espíritu nuevo a los usos y costumbres de la sociedad;
pero se plantea el problema de saber qué debe conservar y qué rechazar. Esta labor lo harán
los grandes pedagogos. Clemente de Alejandría y Tertuliano.
Es conocido este texto del siglo II perteneciente a la Carta escrita a Diogneto. "Los cristianos
no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus
costumbres... dan muestras de un tenor peculiar de conducta admirable y, por confesión de
todos, sorprendente. Toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como
extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria tierra extraña... Están en la
carne, pero no viven según la carne... A todos aman y por todos son perseguidos. Se les
desconoce y se les condena. Se les mata y en ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen
a todos. Carecen de todo y abundan en todo". En el siglo III hay dos largos períodos de paz
entre persecuciones, que posibilitan una fuerte acción evangelizadora y una firmeza en su
organización interna. A finales del siglo III aumenta en número de adeptos y su prestigio;
pasa a ser la máxima fuerza espiritual del imperio; se hace presente en ambientes nuevos y
miembros de la clase dirigente se convierten a la fe cristiana. Pero, aunque aumente el número
no así la calidad. Aunque todavía Orígenes habla de que "los cristianos aborrecen los templos,
altares e imágenes", la verdad es que ya a principios del siglo III hay documentos que
atestiguan la existencia de lugares de culto cristianos. Existe la conciencia de que, quien
celebra la Eucaristía es toda la comunidad reunida, e interesa menos precisar quién la preside.
En este tiempo no se ha introducido todavía en la Iglesia una distinción que va a jugar un
papel transcendental en la Iglesia posterior: la distinción entre clérigos y laicos. La palabra
"clero" designa todavía al pueblo de Dios como tal, como la "porción" escogida por él para
una misión concreta en la historia. Existen, por supuesto, dirigentes en la Iglesia, pero no
forman como una "categoría" eclesial contrapuesta al pueblo. Lo que hay es, simplemente,
comunidades cristianas, y, dentro de ellas, quienes las presiden, porque las comunidades,
para su convivencia y para su buen funcionamiento, necesitan ser presididas. Es normal, en
este contexto, que quien preside la comunidad sea, a la vez, quien presida la reunión de la
comunidad para la celebración eucarística, pero esta presidencia no tiene las connotaciones
que sobrevendrán después, cuando la presidencia sea cosa del "clero". (Rufino Velasco, La
iglesia de Jesús, Verbo Divino, Estella, 1992.