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LA MÚSICA DE LA NATURALEZA

Después de dejar a Sofía en el colegio y de desayunar en el Da Vinci, he tomado el camino


que lleva al Monte Hacho. Eran las 9:30 h cuando me he asomado a los acantilados del
Sarchal. Me ha recibido el viento de levante para golpearme la cara.

Al girar la mirada hacia el Estrecho de Gibraltar he visto que las nubes han encontrado
refugio en la bahía de Algeciras para descargar algo de lluvia. Parece que a Ceuta nos le
apetecía visitarla. Las nubes pasaban de largo dejando que sus sombras jugaran con el
sol. Así se creaban unos atractivos efectos de luces y colores que vitalizaban los paisajes.
Fui dejando la ciudad atrás mientras me adentraba en el Camino de Ronda. Hoy buscaba
con la mirada nuevos enfoques, como la imagen que he tomado desde el fuerte del
Quemadero de su homónimo del Desnarigado. No he tardado mucho en llegar a la cala del
mismo nombre. En mis primeros pasos por la playa el cielo estaba encapotado, pero al
preparar la libreta y mi bolígrafo con el propósito de escribir un rato el sol ha empezado a
asomarse por encima de las nubes. Sus sobresalientes haces de luces hicieron que
acordara de Dios.
Era la clase de asombro que necesitaba para inspirar mi escritura. Aquí sigo ahora, sentado
en el espigón occidental de la cala del Desnarigado y disfrutando de la belleza de este lugar
al que el sol le ha devuelto sus colores.
El contraste entre la imperturbabilidad de la tierra y la vivacidad del mar es muy fuerte. Su
tonalidad es semejante a una piedra de turquesa sobre la que las olas blancas se deslizan
para romper contra las rocas. Las piedras permanecen mojadas y brillan como cristales por
el reflejo de los rayos solares. Los mismos que calientan mi cuerpo con tal intensidad que
me veo obligado a quitarme capas de ropas hasta quedarme con el torso desnudo. El color
de mi piel se asemeja al blanco de las olas, que me dedican un estruendoso concierto de
música sagrada.
La llegada de nuevas nubes hace que baje el tono de la melodía. El rítmico Allegro da pasó
a una sinfonía melancólica. Las olas han bajado el son de los tambores y la humedad y el
ritmo vuelven a tomar la cala de Desnarigado. Con la misma rapidez con la que me despojé
de la ropa vuelvo a vestirme y a pensar en mi regreso a casa.
Hoy he sido testigo de excepción de la música interpretada por la naturaleza y he sentido
la armonía que podemos establecer con ella. La alegre Talía es la musa que me ha
acompañado esta mañana, mientras ahora es la melancólica Melpomene la que está
sentada a mi vera. El cielo grisáceo, con aspecto de contener agua, me anima a seguir
escribiendo, aunque la prudencia me dice que es mejor iniciar el camino de vuelta a casa.
La lluvia parece que es una amenaza cierta. Me concedo un plazo de diez minutos para
seguir escribiendo y disfrutar de este momento.
El sol encuentra, de nuevo, un pequeño hueco para mirar desde las alturas a la tierra. Una
estrecha franja de luz, tendida como una alfombra sobre el mar, llega hasta donde me
encuentro y se une a los peldaños del espigón. Por aquí podría acercarse hasta mí la Gran
Diosa para que pudiera verla y abrazarla, pero la divina naturaleza suele ser esquiva.
Siempre aparece cuando menos la esperas.

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