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Los días en que conocí a Manuel Scorza(*)

Teódulo López Meléndez, Caracas.

Manuel Scorza estaba delante de mí, sentado en primera fila, con sus ojos fijos y una
sonrisa burlona. Leía yo la ponencia del Ministro de Estado para la Cultura de
Venezuela en el Primer Congreso de Escritores de Lengua Española en Las Palmas de
Gran Canaria. El ministro tenía compromisos en Madrid y me dejó a mí la tarea.

Todos nos decían, con cierto dejo de burla, y creo que de envidia, “vinieron con
Ministro de Cultura”. América del Sur estaba plagada de dictaduras militares y para los
colegas vernos con un alto funcionario resultaba incomprensible. La situación motivó
que tomara la palabra en la plenaria del día siguiente y pronunciara un discurso sobre
los intelectuales en la democracia. Un fuerte aplauso fue la respuesta a mis palabras, que
eran las de un escritor de un país que estaba albergando a miles de refugiados que huían
de las dictaduras militares, entre los cuales había muchos escritores, lo que indicaba que
habían entendido. Sin embargo, no olvido la atención y seriedad con que Alfredo Bryce
Echenique seguía mi intervención desde su puesto de directivo del evento.

En aquel año de 1981 y en aquella ocasión, la única que compartí con Manuel Scorza,
los venezolanos estábamos ebrios de democracia. Habíamos derrocado a nuestra última
dictadura en 1958, teníamos a un presidente, Luis Herrera Campins, que situaba a la
cultura entre sus prioridades y que se hacía acompañar a casi todos los actos oficiales
por Fernando Paz Castillo, seguramente el poeta vivo más representativo en aquel
entonces, como muestra de su respeto por los creadores literarios.

Hablábamos de ello ya más reposados en las vecindades de la piscina, hasta que Severo
Sarduy decidió desnudarse y darse un chapuzón. Como en toda reunión de escritores
que se merezcan tal nombre, bebíamos unos tragos después de la plenaria y hablábamos
a voluntad. La “operación salvamento” de Severo tomó unos minutos, para dejar paso al
miedo a los aviones, a la expulsión de México, a la vida en París, a los procesos de
Redoble por Rancas. Yo era un joven que aún no había desarrollado su obra literaria. La
estrella venezolana era Adriano González León, que con su País portátil (1968), recién
muerto, Adriano quiero decir, no mi país, que cada vez se hace más portátil, se anotaba
como el gran representante venezolano en el boom.

Manuel habló de su aversión por los movimientos guerrilleros, considerándolos inútiles,


de la mentalidad campesina poco proclive a dar apoyo a esos intentos, de su posición de
izquierdas, de sus vinculaciones de amistad en París con los movimientos trotskistas, lo
que le llevó a ser padrino de la boda del Che Guevara, por la esposa del flamante
revolucionario se entiende. Se quejó de la foto de aquella unión, donde él aparecía claro,
y del daño que, en su opinión, le había hecho.

Su vinculación al mundo campesino e indígena era obvia. Basta leer sus libros, pero de
allí a ese calificativo de indigenista que algunos críticos le han endilgado hay un
abismo. Manuel Scorza es Perú, en el sentido de que no puede abandonar –¿por qué
habría de hacerlo?– los mitos ancestrales que se incuban con la historia reciente. El
joven lector de español en la escuela Normal Superior de Saint-Cloud, el que había
huido de la dictadura de Odría, llevaba en sí toda la herencia con la que un peruano
brillante podría cargar. Veamos El jinete insomne (1977), Cantar de Agapito Robles
(1977) y La Tumba del relámpago (1979) y no encontraremos otra cosa que al poeta que
siempre fue. Para entender a Manuel Scorza habría que recordar que toda literatura es
poesía, y que él parte de la realidad social para internarse en la creación poética. Basta
buscar las vinculaciones entre el poemario El vals de los reptiles (1970) y la novela
Redoble por Rancas. En, Garabombo el invisible llega a la parodia neopicaresca. Con
La danza inmóvil (1983) se produce una ruptura. En esta novela está la gran
contradicción del escritor de izquierdas, la que parece hundirse en la repetición de los
errores y de las estrategias fracasadas y que busca nuevos caminos. Surge el recuerdo de
París (fundamental en muchos aspectos de su obra) y el enfrentamiento del escritor
consigo mismo y con su trabajo.

Trato de imaginarlo en el pequeño hotel La Coupole a medida que las horas avanzan. Ya
no hay extrañeza por un escritor latinoamericano que anda con su Ministro de Cultura.
Trato de imaginarlo allí. Miro su rostro cordial y duro debatiéndose con sus fantasmas.
Sus ojos se han hecho transparentes, ya no hay reservas. Trato de penetrar en su
intimidad, en sus antojos. No sé si bebe licor o bebe agua, pero allí está. Es La danza
inmóvil y no Redoble por Rancas lo que tengo en la mente. Es la inmersión en el
posmodernismo como nueva respuesta lo que me atrae, la lectura de los pensadores
franceses, la transformación de aquel hombre hacia nuevas vías sin dejar de ser lo que
genéricamente se ha denominado en nuestro continente un escritor de izquierdas. Quiero
la reflexión existencial de un escritor enfrentado a lo que ha sido, a lo que ha escrito.
Nos altera el comentario de alguien que llega y dice que Severo Sarduy quiere volver a
la mesa pero tratan de mantenerlo en su habitación.

Termina la noche. Hay una joven colombiana, demasiado bella, que se roba la atención.
Es un nuevo día en Las Palmas de Gran Canaria y hay que almorzar a la orilla del mar
con un grupo en que debe estar la chica colombiana que estudia en Madrid. No sé nada
de Manuel Scorza. Pasa Eduardo Galeano que saluda displicente. Mi amigo, el
historiador venezolano Vinicio Romero Martínez (también recién fallecido, parece que
estamos en la edad de la muerte), provoca a la muchacha que se declara virgen. A voz
de cuello grito que… su nombre… es… Virgen. Nadie se da por enterado. O hay
demasiados escritores a la orilla del mar, o demasiados turistas, o los canarios son
conscientes de que hay un congreso de escritores y que puede esperarse cualquier cosa.
Tengo en el pensamiento a Manuel Scorza bajo el sopor del vino y del mediodía, pero
ahora tengo ante mí al poeta. Las imprecaciones (1955), su primer poemario, publicado
en México refleja los dolores del exilio: Los trenes me llevaban, / entraban a las
tumbas, / cruzaban los infiernos, / mas mi corazón salía / de los hornos tiritando. Su
último poemario, El vals de los reptiles (1970) lo terminó en la habitación del pequeño
hotel parisino, en lo que podríamos llamar su segundo exilio: Brisas eran mis cabellos,
tifones mis cejas.

Miro a la chica colombiana y recuerdo algunos versos de Los adioses (1960): Yo veía
las cosas más sencillas / volverse misteriosas / cuando Ella las tocaba. / Las estrellas
de la noche / ¿quién si no Ella las sembraba?

Nació el 9 de setiembre de 1928. Ahora que me piden este texto para conmemorar el 80
aniversario de su nacimiento saco cuentas y compruebo que cuando lo encontré tenía 53
años. Y digo con Desengaños del mago (1961): Yo vivía en una torre que custodiaban
tardes / de susurrantes collares. / Yo acechaba a las caravanas que, al caer / los
crepúsculos, entraban en los patios / polvorientas de azul. / Yo jamás dormí. Y pienso
que, en verdad, jamás durmió.

Quizás debería parafrasearlo y titular esta breve nota, sin pretensiones, “Réquiem por un
gentilhombre”. Pero no, prefiero protestar por las comparaciones que se hacen cuando
un hombre o una mujer escriben novela y poesía y comienzan a preguntarse qué género
era mejor. Prefiero decir que sólo una vez, y por breves días, estuve con él. Prefiero
decir que no puedo asegurar que Manuel Scorza fuera mi amigo, creo que no, creo que
simplemente fue un encuentro afortunado de los que se suceden en un congreso de
escritores. De lo que sí estoy seguro es que cuando me llegó la noticia del accidente del
avión de Avianca aquel fatídico 28 de noviembre de 1983 sentí un profundo dolor, la
pérdida de alguien muy cercano a mi afecto. Pensé que lo había perdido apenas dos años
después de conocerlo. A él, el escritor que se la pasaba viajando y que tenía pánico por
los aviones. Digo lo que pensé: Estos benditos escritores peruanos no sólo saben que se
van a morir sino también cuándo. Y me repetí, mirando una placa que me regaló la
comunidad peruana de mi ciudad natal, Barquisimeto, por una intervención en un
aniversario de César Vallejo: Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo
ya el recuerdo. / Me moriré en París —y no me corro— / tal vez un jueves, como es hoy,
de otoño.

Y me digo que en realidad fueron dos las ocasiones en que conocí a Manuel Scorza:
Aquellos días en Gran Canaria, cuando estuve frente al hombre (al escritor, al poeta, ya
lo cargaba) y cuando cayó en su avión desde el cielo de Madrid (el poeta, el escritor,
sigue en aquel cielo).

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(*) Del libro Manuel Scorza: Homenaje y recuerdos, presentado en la Sala Chabuca
Granda de la Feria del Libro “Ricardo Palma”, el 13 de diciembre de 2008, en Lima,
Perú.

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