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Área de interés 8. Conocimiento científico.

La enfermedad de todos los tiempos


Dulce R. Vargas Lugo
Ana estaba pensativa, ausente, lejos de ese entorno. Matías, su compañero de clase y de
reflexiones, lo notó. Al terminar el partido de baloncesto, se acercó a ella con la intención de
recuperarla desde su mirada perdida:
—¿Qué sucede, Ana?, ¿te preocupa algo?
Ella demoró unos segundos en contestar, los suficientes para salir de sus pensamientos
y comprender la pregunta de Matías.
—Estoy muy preocupada por Horacio. No puedo entender cómo la vida se ha ensañado
con él.
—¿La vida se ha ensañado con él…?, ¿por qué habría de hacerlo? Es más, Ana, ¿la
vida puede ensañarse? —preguntó extrañado Matías.
—¿Cómo?, ¿no lo sabes? Horacio tiene cáncer. Hace días que no asiste a la escuela.
Primero porque estaba en estudios para el diagnóstico. Ahora no ha venido porque está
recibiendo un tratamiento que seguramente le quitará la vida antes de que el cáncer lo haga —
respondió Ana con preocupación, pero enfatizando sus palabras con enojo.
Matías permaneció pensativo mientras tomaba asiento junto a ella. Se había enterado
de la salud de Horacio, pero ahora las palabras de Ana eran un remolino para él: «¿Puede la
vida ensañarse? ¿La vida se ensaña con los enfermos de cáncer? ¿Por qué el tratamiento debe
matar y no sanar?». Como si quisiera acomodar ideas, sacudió la cabeza y giró la mirada hacia
Ana.
—¿No crees que estás siendo catastrófica? Los tratamientos no han sido creados para
destruir la salud. Por el contrario, son una herramienta para fortalecerla. ¡Hablas de Horacio
como si estuviera en el lecho de muerte! Habrá que conocer la opinión de los médicos, ellos
son los expertos que ahora se encargan de su bienestar.
—¿Hablas en serio? Todos los enfermos de cáncer de pulmón que he conocido han
fallecido.
—Creo que debes aclarar tus ideas. Toma en cuenta que todos los seres humanos,
aunque no estemos enfermos de cáncer, algún día falleceremos.

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—Hace varios meses, mi tío Raúl fue diagnosticado con cáncer en el intestino —
continuó Ana sin atender la observación de Horacio—. Empezaba apenas con las
quimioterapias cuando el cáncer ya estaba en el pulmón y, poco después, falleció. ¿Y qué me
dices de Manuel, el hermano de Beatriz? Recuerda que cuando estábamos en primer semestre,
su mamá vino a la escuela a hacer una colecta para comprar unas ampolletas muy caras que
ayudarían con su tratamiento para el cáncer de pulmón, pero a inicios de este año también
perdió la batalla. ¿Y sabes por qué? Porque los médicos fallan; no puedes confiar ciegamente
en la ciencia.
—Cada caso es diferente. Horacio no es totalmente igual a las personas que has
mencionado. No sabemos si ellos tenían antecedentes familiares o si estuvieron expuestos a
algo que pudiera no ayudar al tratamiento. También debemos considerar la etapa de
diagnóstico, el tipo de tratamiento, su edad, su alimentación… son muchos los factores que
pueden influir y que hacen que dos personas no sufran la enfermedad de igual manera. En todo
caso, los tratamientos y aun el diagnóstico dan resultados probables. Es cierto que no puedes
confiar ciegamente en la ciencia, pero debes tomar en cuenta que te da una alta probabilidad al
predecir lo que ocurrirá. Por eso se estudian tantos casos.
—Pero si todos los casos son diferentes, ¿cómo saben qué deben hacer en cada caso?.
Mejor vamos a analizar la vida de Horacio: diecisiete años de edad, practica Artes marciales
desde los cinco, se alimenta sanamente, no fuma ni consume alcohol; y, que yo recuerde, no
ha padecido enfermedad crónica; en su casa no cocinan con leña y vive aquí, en plena sierra,
donde el aire es limpio porque tenemos muchos pulmones verdes. Estas circunstancias,
¿podrían generar cáncer en un organismo?
—Me parece que tienes que diferenciar: no son las circunstancias las que producen el
cáncer, más bien el cáncer se genera en esas circunstancias… o a pesar de esas circunstancias.
—¡Pues no sé…! Pero, insisto: la vida se ha ensañado con él. Lo está haciendo
padecer una enfermedad que le arrebata las posibilidades de continuar.
Matías tenía que pensar bien para emitir cualquier comentario, pues Ana no dudaría en
refutarlo para sostener su conclusión de que el cáncer es originado por un capricho de la vida,
y que llevaría al chico a un negro destino.

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—Te contaré algo, Ana. Hace tres años murió mi tía Lola, víctima de cáncer de seno.
Ella vivió en el rancho hasta los dieciocho años. Luego salió a la capital para trabajar en una
maquiladora. Allá se casó y tuvo tres hijos. Murió a los cuarenta y cinco años.
Ana hizo un gesto. Trataba de adelantarse al relato, pues los datos no tenían relación
con el caso de Horacio. Matías lo interpretó así y añadió:
—En el caso de mi tía Lola, lo interesante es la concepción que tiene mi abuela sobre
su enfermedad. La forma en la que explica el origen del cáncer en mi tía es lo que me llevó a
investigar sobre ciertas verdades y mitos. Mi abuela afirma que el cáncer es una enfermedad
de los tiempos modernos, que antes nunca se escuchaba que la gente muriera de esas cosas.
Asegura que mi tía, al aspirar día con día tanto humo del Distrito Federal, contaminó su
cuerpo. Sobre la alimentación opina que mientras mi tía vivió en el rancho nunca consumió
huevos ni pollos de granja, ni carne de animales engordados con químicos, ni vegetales con
pesticidas: «Comía solo lo que la tierra nos daba, nada enlatado». Pero lo más curioso es que
mi abuela asegura que el cáncer enferma a las personas que han guardado mucho rencor
durante su vida: «¡Ay, esa Lola! ¡Nunca le gustó perdonar ni olvidar! Si me hubiera hecho
caso de ir a confesarse y liberar de culpas a los que la ofendieron, otro gallo le hubiera
cantado. No por nada el padrecito dice que la confesión cura el alma, y eso se refleja en el
cuerpo».
Ahora Ana tenía una expresión de asombro. «¿Cómo puede surgir el cáncer en un
perro?, ¿siente rencor? ¿Y en un niño? Se supone que son seres inocentes y sin odio. ¿Acaso
Horacio ha envenenado su alma con resentimientos y eso enferma su cuerpo? ¿Cómo
saberlo?». Detuvo su pensamiento con dificultad ante tantas ideas cuando Matías señaló:
—¡Eso! Yo debí haber puesto la cara como tú la primera vez que escuché a mi abuela.
Estaba asombrado, así que decidí investigar sobre el asunto. Encontré que el cáncer no es una
enfermedad de los tiempos modernos, pues hay registros de tumores en momias de Egipto y
Perú, incluso en huesos de dinosaurios. Que se le conoce como cáncer a la proliferación
celular no controlada y que esta falta de control puede deberse no solo a factores ambientales,
también a factores genéticos. Es como si en nuestras células estuvieran ya predeterminados
ciertos procesos que favorecen o impiden el desarrollo del cáncer.
El rostro de Ana había pasado del asombro a la admiración. De pronto Matías había
desbordado una cascada de información que le costaba digerir.

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—Entonces, ¿todos podemos tener células cancerosas? ¿Será eso a lo que tu abuela
llama «rencor»? ¿Por qué, si tú y yo vivimos en el mismo lugar que Horacio, tenemos la
misma edad y nuestra forma de vida es similar, no estamos enfermos como él?
Tras decir esto recordó una discusión reciente en la clase de Ecología. Apresurada sacó
de su mochila un libro de Biología y buscó en el índice «Darwin: evolución y selección
natural». Llegó a la página 20 y señaló para Matías el axioma número uno: «Entre miembros
de una especie dada ocurren diferencias hereditarias. Algunas de estas variaciones aumentan
las posibilidades de sobrevivir, mientras que otras las disminuyen».
—¡Exacto! —respondió Matías—. De acuerdo a lo que Darwin dijo, el cáncer no
aparece por voluntad de la vida, por castigo de Dios ni por rencores guardados; ha sido parte
de nuestra evolución como especie.
—¡Momento! —expresó Ana tratando de frenar las afirmaciones de Matías—. Si el
cáncer ha evolucionado junto con la especie, ¿por qué no se ha desarrollado un mecanismo
que lo controle? Más bien parece que día a día gana terreno. ¿Para qué existe el cáncer?
—¿¡Como de que «para qué»!? —preguntó Matías sorprendido.
Ana no aclaró su pregunta y cuestionó de nuevo:
—¿Por qué la humanidad debe seguir padeciendo esa maldita enfermedad de todos los
tiempos?
Matías se colgó a la espalda su mochila desteñida:
—Desafortunadamente no lo sé. Constituye un misterio que hoy es motivo de muchas
investigaciones científicas.
Y, mientras pensaba que Ana mantenía una postura antidarwiniana sobre la vida,
agregó irónico:
—Roguemos porque pronto se pueda descifrar.

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