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CAPÍTULO



3



Tras


el


Santo


Grial


de


las


matemáticas

En estos tempranos años de su carrera, Alan Turing de-


sarrolló el que quizá sea su mayor trabajo científico. Años
después, el periódico The Times aseguraba en el obituario
que le dedicó el 16 de junio de 1954: “El descubrimiento
que le dio a Turing un lugar permanente en lógica mate-
mática fue conseguido no mucho tiempo después de su
graduación”.
Durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera
del siglo XX, los fundamentos de las matemáticas se tam-
baleaban y la disciplina sufría una gran crisis (magistral-
mente descrita en LOGICOMIX1).
En 1935 Max Newman dictó un curso avanzado sobre
los fundamentos de las matemáticas en la Universidad de
Cambridge al que asistió Turing. Newman (1897-1984)
1
LOGICOMIX es el cómic escrito por Apostolos Doxiadis y colaboradores en
el que se presenta un panorama, espléndidamente descrito, de la crisis de los
fundamentos de las matemáticas.

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era ya entonces un eminente matemático británico dedica-
do al estudio de la topología combinatoria, una especiali-
dad matemática que requiere un trato muy próximo con la
teoría de conjuntos. El curso estaba basado en gran medi-
da en los trabajos y preguntas de David Hilbert. Planteaba
una serie de grandes cuestiones:

s ¿Son completas las matemáticas? O dicho de otra


manera: ¿se puede probar que cualquier proposi-
ción matemática dada es verdadera o falsa, sin nin-
gún género de dudas?
s ¿Son consistentes las matemáticas? Es decir, ¿no
hay ninguna proposición que pueda demostrarse
como verdadera y falsa a la vez?
s ¿Son computables? Equivalentemente, ¿se puede
diseñar un procedimiento mecánico que, partiendo
de una proposición, tras un número finito de pasos,
dé la conclusión de si es cierta o falsa?

El seminario concluía con una demostración del


Teorema de Incompletitud de Kurt Gödel, que afirmaba
que la propia aritmética era incompleta —existen propo-
siciones de las que no puede demostrarse su veracidad o
falsedad— y que su consistencia no podía probarse dentro
de su propio marco axiomático.
Con este encuentro, Newman sembró en Turing
vientos que habrían de dar lugar no a tempestades, sino
a algunos de los logros más brillantes del pensamiento
humano.

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Tras el Santo Grial de los principios
de las matemáticas

En este momento del relato nos encontramos quizá con


una de las épocas más brillantes y a la vez trágicas de las
matemáticas, en las que la disciplina se hizo una autodi-
sección para salir si cabe más reforzada (aunque, también,
algo más escéptica).
Las matemáticas son, sin duda, la ciencia básica por
antonomasia, la que sostiene el resto del edificio científico;
esa es su grandeza2. Aunque podría dedicarse a sus propias
cosas y no interactuar con ninguna otra disciplina, constitu-
ye los pilares de la física, la química, la biología… El razo-
namiento matemático está basado en la lógica y, ya desde Los
Elementos de Euclides (Euclides, 1992), se sistematizó el mé-
todo, de manera que, a partir de una serie de verdades fuera
de toda duda (los axiomas), se trataba de deducir el resto de
verdades matemáticas (los teoremas). Pero, claro, es primor-
dial que esos fundamentos sean sólidos, por lo que una de las
grandes preocupaciones de los matemáticos ha sido el ase-
gurarse de trabajar sobre cimientos bien establecidos.
La rama de la lógica matemática tiene antecedentes
en los trabajos de Leibniz, pero podemos citar tres nom-
bres más recientes para hacer el camino más breve: Georg
Cantor, George Boole y Gottlob Frege.

2
Como dice el premio Nobel de Física de 1963, Eugene Wigner, en su artículo
“La irrazonable efectividad de las matemáticas en las ciencias naturales”: “El
milagro de la adecuación del lenguaje de las matemáticas para la formulación de
las leyes de la física es un regalo maravilloso que ni entendemos ni merecemos”.
Y, puestos a citar, y ya que hablamos de ordenadores y de máquinas inteligentes,
aquí va otra de Wigner para meditar: “Es bueno que los ordenadores puedan
entender el problema. Pero a mí me gustaría entenderlo también”.

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Georg Ferdinand Ludwig Philipp Cantor (1845-
1918) fue un matemático alemán que propuso, junto a
Dedekind y Frege, las bases de la teoría de conjuntos, en
íntima relación con la lógica. Formalizó la noción de infi-
nito e introdujo los números transfinitos. Su vida fue muy
dura, debido a sus problemas mentales, que le hicieron
vivir obsesionado por los intentos de demostración de la
llamada hipótesis del continuo.
El objetivo del matemático inglés George Boole (1815-
1864) era poder traducir proposiciones lógicas en ecuacio-
nes matemáticas. Sus observaciones están recogidas en el
libro An Investigation of the Laws of Thought, publicado en
1854 (Boole, 1854). Partiendo de la idea de 1 como la uni-
dad total, Boole denotaba el universo de objetos posibles,
y usaba símbolos como x, y, z, v, u, etc., para nombres o
adjetivos. Por ejemplo: si x sirve para nombrar el adjetivo
“con cuernos”, e y = oveja, entonces (x e y) representan
las ovejas con cuernos; (1 – x) representaría todas las cosas
excepto las que tienen cuernos, y (1 – x) (1 – y) las que no
tienen cuernos ni son ovejas, y así sucesivamente. Por lo
tanto, podemos pasar del lenguaje al álgebra y realizar ope-
raciones con las ecuaciones obtenidas, cuyos resultados se
reinterpretarían en lenguaje.
El matemático alemán Friedrich Ludwig Gottlob
Frege (1848-1925) intentó llevar un paso más adelante
las ideas de Boole. En 1879 publicó su libro Begriffsschrift
(Escritos lógico-semánticos), en el que sentó las bases de la ló-
gica matemática moderna (Frege, 1977a). Introdujo los lla-
mados cuantificadores (“para todo” o “para al menos uno”)
y permitió formalizar una enorme cantidad de nuevos ar-
gumentos. En Grundgesetze der Arithmetik (Fundamentos

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de la aritmética) abordó el concepto de números cardinales
(Frege, 1977b). Por ejemplo, el número cardinal 5 lo defi-
nía como lo que tienen en común todos los conjuntos que
tienen cinco elementos. Frege publicó el primer volumen
de esta segunda obra en 1893 y, cuando estaba corrigiendo
las pruebas del segundo, recibió una demoledora carta de
Bertrand Russell, en la que le planteaba su famosa paradoja,
y que hizo añicos sus optimistas ideas sobre el poder incues-
tionable de las matemáticas.

La paradoja de Russell o la paradoja del barbero

En aquella carta escrita en 1902, Russell plateaba la si-


guiente pregunta: ¿el conjunto de los conjuntos que no
forman parte de sí mismos (es decir, aquel conjunto que
engloba a todos aquellos conjuntos que no están inclui-
dos en sí mismos) forma parte de sí mismo? La respues-
ta origina una paradoja: si no forma parte de sí mismo,
pertenece al tipo de conjuntos que no forman parte de sí
mismos y, por lo tanto, forma parte de sí mismo. Y si for-
ma parte de sí mismo, entonces no es un conjunto que no
forma parte de sí mismo, así que no puede formar parte.
Es decir, formará parte de sí mismo solo si no forma par-
te de sí mismo.
Buscando un ejemplo concreto, la misma idea se pue-
de plantear así:

En un pueblo hay un barbero que solo afeita a las personas que no


pueden hacerlo por sí mismas. El barbero no puede por tanto afeitarse
a sí mismo, porque, si lo hace, entonces puede afeitarse por sí mismo

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y, por lo tanto, ¡no debería afeitarse! Pero, si se afeitara a sí mismo, en-
tonces sería porque no puede afeitarse a sí mismo, sin embargo, ¡lo está
haciendo!

Esta paradoja destruía por completo los fundamen-


tos sobre los que se sostenía la argumentación de Frege.
Aunque Russell le ofreció su colaboración en la resolución
del problema, se rindió ante el desastre; así y todo, con
gran honestidad, incluyó en la obra un apéndice admitien-
do la contradicción que había señalado Russell.
Más adelante, Russell consiguió sortear la paradoja
en su monumental obra Principia Mathematica, trabajo en
tres volúmenes (1910, 1012 y 1913) en colaboración con
Alfred North Whitehead sobre los fundamentos de las ma-
temáticas (Whitehead y Russell, 1923).
Los Principia eran otro intento para describir un con-
junto de axiomas y reglas de inferencia lógica de los cuales
se podrían probar todos los resultados matemáticos.
Unos años antes, en 1900, el matemático alemán
David Hilbert impartió su famosa conferencia en el
Congreso Internacional de Matemáticos (ICM, por sus
siglas en inglés). En ella enunció los 23 problemas que
consideraba que habrían de ser de principal importancia
para los matemáticos a lo largo del siglo XX. Comenzó a
hablar con estas palabras:

¿Quién entre nosotros no estaría contento de levantar el velo tras


el que se esconde el futuro; observar los desarrollos por venir de
nuestra ciencia y los secretos de su desarrollo en los siglos que si-
gan? ¿Cuál será el objetivo hacia el que tenderá el espíritu de las
generaciones futuras de matemáticos? ¿Qué métodos, qué nuevos

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hechos revelará el nuevo siglo en el vasto y rico campo del pensa-
miento matemático?

En la lista de problemas, Hilbert incluía estos dos:

1.


 Problema


 de


 Cantor


 sobre


 el


 cardinal


 del


 continuo.


 ¿Cuál


 es


 el



cardinal


del


continuo?
2.


La


compatibilidad


de


los


axiomas


de


la


aritmética.


¿Son


compati-
bles


los


axiomas


de


la


aritmética?

El primero de estos problemas se refería al mundo que


Cantor había descubierto para los matemáticos; el segun-
do se refería a los fundamentos últimos de la disciplina.
En 1920, Hilbert lanzó lo que se denominó el Programa
de Hilbert, que pretendía formar un conjunto de axiomas
finito y completo de la aritmética y probar que eran con-
sistentes. Con ello quedaba demostrada, en definitiva, la
consistencia de toda la matemática, que puede ser reduci-
da a la de la aritmética básica. Hilbert había publicado sus
Grundlagen der Mathematik (Fundamentos de las matemáti-
cas) en dos volúmenes (1934 y 1939), en colaboración con
Paul Bernays, y confiaba en que se podrían salvar paradojas
como la de Russell, de manera que “nadie nos expulsaría
del paraíso que Cantor había abierto para los matemáticos”
(Hilbert y Bernays, 1968).
En 1928, en el transcurso de una conferencia en el
ICM, pidió que se trabajara en su programa y, en 1931, en

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un discurso transmitido radiofónicamente con motivo de
su nombramiento como ciudadano honorario en su ciudad
natal de Königsberg, manifestó que los problemas irreso-
lubles no existen. Sus frases fueron:

No debemos creer a aquellos que hoy, con orientación filosófica y tono de-
liverativo, profetizan la caída de la cultura y aceptan el ignorabimus. Para
nosotros no hay ignorabimus, y en mi opinión nada por el estilo en la ciencia
natural. En oposición al insensato ignorabimus nuestro eslogan debe ser: Wir
müssen wissen, wir werden wissen! (Debemos conocer, ¡conoceremos!).

Precisamente el día anterior a ese discurso, un joven


matemático austriaco, Kurt Gödel (1906-1978), había pre-
sentado una ponencia titulada “Über formal unentscheidbare
Sätze der ‘Principia Mathematica’ und verwandter Systeme”
(“Sobre proposiciones formalmente indecidibles de Principia
Mathematica y sistemas relacionados”), en la que echaba por
tierra todas las ilusiones de Hilbert (Gödel, 1931).
En efecto, lo que Gödel probó es que en un sistema
axiomático capaz de describir los números naturales, si
el sistema es consistente —no hay proposiciones ciertas
y falsas simultáneamente—, no puede ser completo —es
decir, que toda afirmación verdadera podía ser probada y
que toda afirmación falsa podía ser refutada—; y, además,
que la consistencia de los axiomas no puede ser probada
dentro del sistema.
Este trabajo y otros posteriores de Gödel sembraron
la inquietud entre los matemáticos, pero también sirvieron
para que surgieran nuevas ideas; de hecho, parafraseando
a Hilbert, Gödel abrió un nuevo paraíso, tal y como Cantor
había hecho décadas atrás.

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El décimo problema de Hilbert

Además de los problemas ya referenciados, el décimo pro-


blema planteado por Hilbert en París resulta también muy
interesante porque nos da información sobre la existencia
de algoritmos que den una respuesta matemática a cual-
quier problema dado.

Décimo problema
¿Se


 puede


 especificar


 un


 procedimiento


 que


 en


 un


 número


 finito



de


operaciones


determine


si


una


ecuación


diofántica


tiene


una


so


-
lución?

En una serie de resultados comenzados en 1948 y cul-


minados en 1961, Julia Robinson, Martin Davis y Hilary
Putnam demostraron que es imposible; los resultados fue-
ron completados en 1970 por Yuri Matiyasevich.

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CAPÍTULO


4



La


búsqueda


de


la


computabilidad

Todos estos trabajos sobre los fundamentos de las matemá-


ticas configuran el contexto en el que Alan Turing recibió
el curso de Max Newman en 1935. El décimo problema
de Hilbert es familiar al tercer punto de los mostrados en
el curso de Newman: dada una proposición, ¿es posible
diseñar un algoritmo que decida si la proposición es cier-
ta o falsa? Es el llamado Entscheidungsproblem, es decir, el
“problema de la decisión”.
Ramon Llull (1232-1315), también conocido como
Raimundo Lulio en castellano, científico y escritor ma-
llorquín, fue el primero en plantearse esta cuestión. En
su afán por combatir las herejías y falsas religiones, Llull
diseñó y construyó una máquina lógica, que llamó Ars
Magna, en la que las teorías, los sujetos y los predicados
teológicos estaban organizados en figuras geométricas de
las consideradas perfectas (círculos, cuadrados y triángu-
los). Operando mecánicamente el artefacto, llegaba a un

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punto en el que este se detenía frente a la tesis positiva o
falsa, según correspondiese. El ingenio de Llull tropezó,
desgraciadamente, con la Iglesia de la época.
Por su parte, el matemático alemán Gottfried Wilhelm
von Leibniz (1646-1716) también ideó máquinas capaces
de realizar las cuatro operaciones aritméticas, e incluso
operaciones algebraicas, usando aritmética binaria con
ideas muy próximas a las posteriores de Charles Babbage
y Ada Lovelace.
La cuestión fundamental en el Entscheidungsproblem es:
¿podemos encontrar ese algoritmo? En algunos casos es fácil
hacerlo, pero en otros no existe. En la época de Turing ni si-
quiera existía una definición rigurosa de “algoritmo”. Todas
estas incógnitas supusieron un atractivo más que suficiente
para Turing, que comenzó a investigar sobre esos temas.
De inmediato se entregó intensamente al trabajo y,
según comenta uno de sus colegas, parece que la idea
que le llevó a la solución se le ocurrió mientras descan-
saba en la hierba, en una de sus carreras de largas distan-
cias a las que había comenzado a aficionarse en Cambridge.
En abril de 1936, le entregó el manuscrito completo a Max
Newman, a quien no le había comunicado ningún re-
sultado previo. Cuando Newman comprendió lo que Tu-
ring había descubierto, le animó a editarlo. Así, ese borra-
dor se publicó como artículo en 1937 y es el famoso “On
Computable Numbers, with an application to the Entschei-
dungsproblem” (Turing, 1936).
En ese artículo Turing introduce la definición de nú-
mero computable y máquina computadora, y el concepto
de máquina universal; y prueba con todo ello que el pro-
blema de decisión (Entscheidungsproblem) es insoluble.

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En cierto sentido, Turing reformuló los resultados de
Kurt Gödel de 1931, reemplazando el lenguaje formal ba-
sado en la aritmética de Gödel por el concepto de máquina
de Turing1. Este instrumento abstracto —que sigue siendo
fundamental en la ciencia computacional actual— funcio-
na moviéndose de un estado a otro, siguiendo un número
finito de reglas concretas. Puede escribir un símbolo en la
cinta o borrarlo. Así, una máquina de Turing sería capaz
de realizar cualquier computación matemática si esta se
representa como un algoritmo.
De esta manera, Turing probó que no hay solución al
Entscheidungsproblem demostrando primero que el proble-
ma de la parada —que se pregunta si, dada cualquier má-
quina de Turing, y cualquier algoritmo de instrucciones,
habrá siempre un momento en el que la máquina termine
las operaciones y dé la solución— es indecidible; es decir,
que, en general, no es posible decidir algorítmicamente si
una máquina de Turing se detendrá.
Turing fue capaz de describir una computadora mo-
derna no solo antes de que se hubiese desarrollado la tec-
nología para ello, sino el propio concepto. En la época,
“computación” se refería a multitud de cálculos hechos
por máquinas simples. La descripción de lo que hoy llama-
mos máquina universal de Turing es la de un ordenador,
donde la cinta desempeñaba el papel del programa en los
ordenadores modernos.
Por otra parte, definió un número computable como
un número real cuya expresión decimal podía ser producida
por una máquina de Turing, y demostró, por ejemplo, que

1
El propio Turing se encargó en su artículo de mostrar las diferencias entre sus
resultados y los de Gödel.

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P era computable. También describió un número que no
es computable e hizo notar la aparente paradoja de haber
escrito en términos finitos un número que no puede ser des-
crito de esta manera. La mayoría de los números reales no
son computables.

Cómo funciona una máquina de Turing

Una máquina de Turing es un dispositivo abstracto, una


serie de elementos. En primer lugar, una cinta infinita, di-
vidida en casillas. Sobre ella hay un dispositivo capaz de
desplazarse a razón de una casilla cada vez. Este disposi-
tivo cuenta con un cabezal que lee el símbolo escrito en la
posición de la cinta en la que se encuentra, o de borrar el
existente e imprimir uno nuevo en su lugar.
Existe además un registro capaz de almacenar un es-
tado cualquiera, el cual viene definido por un símbolo. Los
símbolos que definen el estado del dispositivo no tienen
por qué coincidir con los símbolos que se pueden leer o
escribir en la cinta.
La máquina tiene un funcionamiento mecánico y se-
cuencial. Primero lee el símbolo que hay en la casilla que
tiene debajo. Después toma el símbolo del estado en que se
encuentra. Con estos dos datos accede a una tabla, en la
cual, siguiendo las instrucciones, lee el símbolo que debe
escribir en la cinta, el nuevo estado al que debe pasar y si
debe desplazarse a la casilla izquierda o derecha.
Veamos un ejemplo. Considérese la máquina de Tu-
ring capaz de leer o escribir los símbolos 0 y 1 en la cinta
(en la definición original de Turing, el número de símbolos

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a usar podía ser cualquiera, con la única condición de ser
un número finito, y no tenían por qué ser números; sin
embargo, en aplicaciones prácticas se suelen limitar a estos
dos), y que puede tener los estados A, B y C (una máquina
de Turing puede tener cualquier número de estados; de
nuevo, la única condición es que sea un número finito).
Supongamos que definimos la siguiente tabla de ins-
trucciones:

ESTADO


 SÍMBOLO


 NUEVO


 NUEVO


 SENTIDO



INICIAL LEÍDO ESTADO SÍMBOLO DE


AVANCE
A 0 B 1 Derecha
A 1 B 0 Izquierda
B 0 A 1 Derecha
B 1 C 0 Derecha
C 0 A 0 Izquierda
C 1 C 0 Derecha

Con los posibles estados en columna, y los posibles


símbolos en fila, y hemos expresado el nuevo estado, sím-
bolo y sentido todo junto. El sentido lo expresamos con la
dirección en la que apunta el símbolo < o >.

Vamos a poner nuestra máquina sobre esta cinta:













cabezal


















v
... 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0...

Indicaremos el estado actual de la máquina encima


del cabezal. Veamos los sucesivos pasos de esta máquina si
partimos del estado A:

34

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1)











A


















































 El


estado


es


A


y


leemos


un


0;;















v
























































 luego


debemos


cambiar


al


estado


B,
...


0


0


0


0


0


1


0


0


0


0...














 escribir


un


1


y


movernos


a


la


derecha.




2)














B









































 El


estado


es


B


y


leemos


un


0;;


















v


















































 luego


debemos


cambiar


al


estado


A,
...


0


0


0


1


0


1


0


0


0


0...














 escribir


un


1


y


movernos


a


la


derecha.

3)

















A












































 El


estado


es


A


y


leemos


un


1;;





















v





















































 luego


debemos


cambiar


al


estado


B,
...


0


0


0


1


1


1


0


0


0


0...














 escribir


un


0


y


movernos


a


la


izquierda.

4)














B















































 El


estado


es


B


y


leemos


un


1;;


















v
























































 luego


debemos


cambiar


al


estado


C,
...


0


0


0


1


1


0


0


0


0


0...














 escribir


un


0


y


movernos


a


la


izquierda.

5)











C


















































 El


estado


es


C


y


leemos


un


1;;















v



























































 luego


debemos


cambiar


al


estado


C,
...


0


0


0


1


0


0


0


0


0


0...














 escribir


un


0


y


movernos


a


la


derecha.

6)














C















































 El


estado


es


C


y


leemos


un


0;;


















v
























































 luego


debemos


cambiar


al


estado


A,
...


0


0


0


0


0


0


0


0


0


0...














 escribir


un


0


y


movernos


a


la


izquierda.

7)











A


















































 El


estado


es


A


y


leemos


un


0;;















v



























































 luego


debemos


cambiar


al


estado


B,
...


0


0


0


0


0


0


0


0


0


0...














 escribir


un


1


y


movernos


a


la


derecha.

La ejecución de esta máquina seguiría indefinidamen-


te, rellenando la cinta con unos y ceros de una manera más
o menos aleatoria. Realmente, una máquina de Turing útil

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debería poder detenerse; esto es, llegar a un estado en el
que se detiene. Dicho estado se alcanzaría igual que cual-
quier otro estado, a partir de las instrucciones de la tabla.
Esto es, supongamos que el estado D es el de paro; lo úni-
co que debemos hacer es dar la instrucción de que, cuando
la máquina halla terminado el cálculo, pase a estado D;
de este modo se detiene y permite examinar la cinta para
buscar el resultado.
Una máquina de Turing puede usarse para sumar dos
números, multiplicarlos, etc. Disponiendo de una máquina
con el suficiente número de estados, podríamos hacer con
ella cualquier operación que un ordenador normal pudiese
realizar.
Es más, ya que puede realizar cualquier trabajo com-
putable, es posible programarla para que simule el compor-
tamiento de un potente ordenador.Y como una máquina de
Turing puede ser codificada en cualquier computador, por
pequeño que sea, sería posible (si disponemos de memoria
suficiente) emular en nuestro procesador una máquina de
Turing que simule un superordenador. Esto significa que
todos los computadores pueden realizar exactamente el
mismo tipo de tareas y que los cálculos que pueda realizar
el más grande los puede llevar a cabo también el más peque-
ño. La única diferencia sería, obviamente, la velocidad.
Esta es la idea de la máquina universal de Turing; es
decir, una máquina capaz de imitar el comportamiento de
cualquier otra independientemente del algoritmo para el
que haya sido diseñada. ¡Un auténtico milagro!

36

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CAPÍTULO


5
Los


años


de


Princeton

En abril de 1936, Turing había entregado su manuscrito


a Newman, y en mayo este recibe por correo copia de un
artículo del matemático de la Universidad de Princeton,
Alonzo Church, titulado “An unsolvable problem in ele-
mentary number theory”, publicado en el American Jour-
nal of Mathematics, que probaba algo similar, aunque con
una aproximación diferente (Church, 1936a).
Church introducía en el artículo lo que llamaba “cál-
culo lambda”, que usaba para definir el concepto de
“lambda-definibilidad”, equivalente al de computabilidad
de Turing. Y, para más coincidencia, en un segundo artí-
culo, Church usaba el cálculo lambda para demostrar la
insolubilidad del Entscheidungsproblem (Church, 1936b).
Esta concurrencia generó algunos problemas para que
el artículo de Turing fuera publicado en los Proceedings of
the London Mathematical Society, pero, con el apoyo de
Newman —que consideraba que los resultados de Turing

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merecían ser publicados—, hizo algunos cambios y refe-
rencias al artículo de Alonzo Church y, finalmente, el ar-
tículo vio la luz.
En aquel momento, Newman aconsejó a Turing que
visitase a Church en Princeton. En la carta de recomenda-
ción que Newman remitió a Church le comenta la similitud
de los resultados y escribe: “Su enfoque —describir una
máquina que obtenga cualquier secuencia computable—
es bastante distinto al suyo, pero parece tener gran mérito,
y creo que sería muy importante que fuese a trabajar con
usted el año que viene, si eso fuera posible”.
El 23 de septiembre de 1936 Turing salía del puer-
to de Southampton, a bordo del trasatlántico Berengaria,
rumbo a Nueva York, preparado para su primer viaje a las
Américas, bien pertrechado, como siempre, provisto de un
antiguo sextante y su violín.
En las cartas que escribió desde Princeton a su ma-
dre, comparte sus impresiones sobre el Departamento de
Matemáticas: “Hay un gran número de los más distingui-
dos matemáticos (J. V. Neumann, Weyl, Courant, Hardy,
Einstein, Lefschetz), además de un montón de algunos
menos importantes. Desgraciadamente, no hay tantos ló-
gicos como el último año”. Describe también una cena a
la que Church le había invitado en su casa como “muy
frustrante”, ya que los invitados de la universidad no sa-
tisfacían sus criterios intelectuales y los temas de la con-
versación fueron poco interesantes.
La vida en Princeton en esa época era muy diferente
a lo que estaba acostumbrado en Cambridge. Aunque el
edificio de Fine Hall, donde Turing pasó la mayor parte de
su tiempo, trataba de emular las construcciones góticas

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de Oxford y Cambridge, el ambiente era muy diferente,
mucho más informal. Todas estas costumbres chocaban
con la cultura inglesa de Alan, y así se lo hacía saber a su
madre en sus cartas.
Alonzo Church (1903-1995) era, por el contrario,
totalmente nativo de la Universidad de Princeton: allí se
diplomó en 1924, obtuvo su doctorado en 1927 y ejerció
como profesor entre 1929 y 1967. Por lo tanto, a la lle-
gada de Turing era un joven profesor de 33 años. Había
realizado su tesis bajo la supervisión del eminente mate-
mático Oswald Veblen, con el título de “Alternatives to
Zermelo’s Assumption” (Church, 1927). En esa época,
trabajaba en Princeton con sus estudiantes Barkley Rosser
y Stephen Kleene. En 1939 promocionó a profesor aso-
ciado y, en 1947, a catedrático. En 1967 se trasladó a otra
cátedra en UCLA.
En esa época no eran muchos los matemáticos que
se dedicaran a la lógica. El propio Church comentaba:
“Nunca tuve conversaciones matemáticas con nadie por-
que no había nadie más en mi campo”.
Como Turing, Alonzo Church era un hombre muy
curioso. Según describe H. B. Enderton (Enderton, 1995):
“Mostraba los modos educados de un caballero que había
crecido en Virginia. Nunca se comportaba con rudeza, in-
cluso con personas con las que mantenía fuertes contro-
versias. Era un persona profundamente religiosa, miembro
toda su vida de la Iglesia presbiteriana”. Efectivamente,
era muy cuidadoso en sus costumbres. Esto lo descubrían
los estudiantes el primer día, cuando lo veían borrar su
encerado. Escribía con varios colores (no usaba máquina
de escribir), usando tintas de distintos colores que obtenía

39

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mezclando diferentes botellas. Era un maestro eliminando
cualquier tipo de imperfección de los escritos. Al final, re-
cubría el papel con una pasta que no encogía el papel y así
lo mantenía conservado.
Era de hábitos nocturnos y trabajaba hasta muy tar-
de en la noche. Así, el equipo de dirección del Journal of
Symbolic Logic, la revista de la que fue fundador y director
durante muchos años, acostumbraba a dejarle por la tarde
el material que tuviese que revisar y, a primera hora del día
siguiente, tenían las respuestas. En sus ratos libres, era un
gran aficionado a la ciencia-ficción y seguía con detalle las
publicaciones de las revistas del momento: si los autores
habían cometido algún error científico, escribía urgente-
mente a los editores. Nunca condujo un coche, y le gustaba
caminar largas distancias, independientemente del tiempo
que hiciera. Muchos de los estudiantes del campus lo veían
pasear por la noche: un caballero de pelo blanco, bien ves-
tido, llevando un maletín y canturreando para sí mismo.
Mientras vivían en Princeton, Church y su familia com-
praron una casa en Las Bahamas, con dos dúplex. Incluso
cuando se trasladaron a Los Ángeles, acudían allí para pasar
las vacaciones. Church no iba a la playa, pero era para él un
lugar tranquilo donde se reunían sus hijos y sus nietos.
Aunque pudiera parecer que era una persona aislada,
asistía a los congresos científicos regularmente y respondía
adecuadamente a los correos electrónicos en cuanto estos
aparecieron.
Turing trabajó bajo su dirección en la redacción de
su tesis doctoral. Inicialmente la estancia era solo de un
año, pero, al finalizarla, le ofrecieron continuar otro más,
y pudo arreglarlo con el King’s College para que así fuera.

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Sin embargo, decidió pasar ese verano en Inglaterra, y de
vuelta a Cambridge, siguió con el trabajo de su tesis, pero
inició una nueva línea en torno a uno de los temas más atra-
yentes de la investigación actual: la hipótesis de Riemann.

La hipótesis de Riemann

Los números primos son aquellos que solo se pueden divi-


dir por sí mismos y por la unidad: 2, 3, 5, 7, 11, 13,… Son
los ladrillos con los que se construyen todos los números,
ya que cualquier número entero puede descomponerse de
manera única como el producto de primos (a veces con
potencias, como por ejemplo: 72 = 2^3 x 3^2). Los núme-
ros primos son infinitos, como probó Euclides con un inge-
nioso argumento de reducción al absurdo; pero, a medida
que se avanza en la lista de números, vemos que parecen
rarificarse y cada vez aparecen con menos frecuencia.
La manera en la que se distribuyen los números pri-
mos dentro de los naturales es de tremenda importancia,
no solo para los matemáticos, sino para todo el mundo, o al
menos para cualquier persona que utilice Internet. El algo-
ritmo criptográfico RSA es el que se usa para garantizar la
seguridad del intercambio de información en la web. Fue
desarrollado en 1977 por Rivest, Shamir y Adleman y está
basado precisamente en el problema de la factorización de
números enteros en números primos. Como en todo siste-
ma criptográfico de clave pública, cada usuario posee dos
claves de cifrado: una pública y otra privada. Cuando se
quiere enviar un mensaje, el emisor usa la clave pública
del receptor para cifrar su mensaje, y el receptor, cuando lo

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recibe, se ocupa de descifrarlo usando su clave privada. En
el sistema RSA los mensajes enviados se representan me-
diante números, y el funcionamiento se basa en el producto,
conocido, de dos números primos grandes elegidos al azar
y mantenidos en secreto. Parece sencillo romper el código,
pues bastaría con descomponer un número en sus factores
primos; pero, cuando se trabaja con primos de 100 dígitos,
al multiplicarlos se obtendrá un número que descomponer-
lo “a lo bruto” supone una tarea titánica.
Por tanto, las transacciones comerciales por Internet
dependen de los números primos, lo que los hace muy
importantes para los negocios, las comunicaciones, los re-
gistros… Conocer su distribución, y poder así conseguir
números primos cada vez más grandes que sirvan de cla-
ve criptográfica, es un gran reto tanto para las tecnologías
como para las propias matemáticas.
Bernhard Riemann fue un matemático alemán, pro-
fesor en el centro de excelencia matemática de Gotinga
(Alemania). En 1859, al estudiar cómo se distribuían los
números primos, observó una estrecha relación entre este
orden y una función definida sobre los números comple-
jos, que se denomina función zeta de Riemann.

Los


números


complejos


aparecen


para


dar


solución


a


las


raíces


de


nú-
meros


negativos,


y


la


unidad


imaginaria


i


es


√-1;;


dicho


en


otras


palabras,



los


números


complejos


se


identifican


a


puntos


de


un


plano


de


manera



que


estos


se


pueden


sumar


o


multiplicar


según


una


cierta


regla.


Todo



número


complejo


tiene


una


parte


real


y


una


parte


imaginaria.

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Riemann conjeturó que la parte real de todo cero no
trivial es ½. Y, por lo tanto, probar la hipótesis de Riemann
—o mostrar que es falsa encontrando un contraejemplo—
nos daría mucha información sobre los números primos.
Sin embargo, hasta ahora, y a pesar de los intentos de
los mejores matemáticos, nadie lo ha conseguido, y este se
ha convertido en uno de los problemas más interesantes en
matemáticas. Es uno de los siete “problemas del milenio”,
seleccionados por la Fundación Clay, y cuya resolución
está premiada con un millón de dólares. El propio Hilbert
contestó, cuando le preguntaron qué haría si se despertara
tras dormir quinientos años, que lo primero sería saber si
la hipótesis de Riemann había sido probada.
Como se deduce de lo anterior, Turing tampoco pudo
avanzar en este tema, aunque quién sabe qué hubiera po-
dido hacer si hubiese vivido más años.

Sistemas lógicos basados en ordinales

De vuelta a Princeton, Turing finalizó su tesis, que fue de-


fendida en mayo de 1938 con el título “Systems of logic
based on ordinals”1 (Turing, 1939). En ella introdujo el
concepto de lógica ordinal y de computación relativa, con
ideas como la de oráculo, que permitían estudiar proble-
mas no abordables con una máquina de Turing.
La contribución entre los científicos se desarrolló en
las dos direcciones: por un lado, Church ayudó a Turing a
1
La tesis de Turing no fue publicada en su momento, pero sí lo hizo en 2012
Princeton University Press: Alan Turing’s Systems of Logic: The Princeton Thesis,
edición de Andrew W. Appel.

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mejorar algunos aspectos que eran deficientes en su plan-
teamiento, pero también Turing contribuyó a hacer más ac-
cesibles los resultados de Church. A Gödel, por ejemplo, no
le gustaron mucho los resultados de Church y, sin embargo,
encontró muy interesantes los de Turing, y así lo manifestó
públicamente. De hecho, un discípulo de Church, Kleene,
confiesa que solo tras aparecer publicados los resultados de
Turing aceptó Gödel las conclusiones de Church.
El propio Kleene propuso, años después, la llamada
Tesis de Church-Turing, que, supuesta una capacidad
de almacenamiento ilimitada, establece que la capacidad
potencial de cómputo de cualquier ordenador no varía
(sí puede variar la velocidad de cálculo). Así, ambos
nombres están ahora unidos en la historia de la ciencia.

Hardy ‘versus’ Hilbert

Uno de los matemáticos que durante un tiempo coincidió


con Turing en Princeton fue G. H. Hardy2. En la segunda
estancia de Turing en Princeton, Hardy ya había vuelto a
Inglaterra, ocupado en la redacción de la mítica Apología
de un matemático, que apareció publicada en 1940 (Hardy,
Snow y Saraval, 1989).
Parece que en el tiempo que compartieron no termi-
naron de entablar amistad, porque eran personas muy dife-
rentes desde el punto de vista matemático y, además, ambos

2
Hardy es famoso también por sus relaciones con el matemático indio
Ramanujan, al que invitó a Inglaterra para trabajar con él en teoría de números.
Sus relaciones, y su homosexualidad, se tratan con detalle en la novela de David
Leavitt titulada El contable hindú.

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eran extremadamente tímidos. Sin embargo, hay una serie
de paralelismos interesantes entre ambos personajes.
Mientas que Turing era un matemático puro, pero que
siempre estaba pendiente de las posibles aplicaciones, Hardy
era un auténtico fundamentalista. Llegó a escribir: “La ver-
dadera matemática de los matemáticos verdaderos es casi
por completo inútil. No es posible justificar la existencia de
un matemático profesional con el criterio de la utilidad de su
trabajo”. Así, cuando en 1928 David Hilbert propuso la bús-
queda de un procedimiento general que permitiese probar
o refutar cualquier proposición matemática, y que tendría
como resultado la mecanización de todas las matemáticas,
su reacción no pudo ser más furibunda: “Supongamos, por
ejemplo, que podemos encontrar un sistema finito de reglas
que nos permitan decir si una fórmula dada es o no es de-
mostrable. Este sistema podría constituir un metateorema de
las matemáticas. Por supuesto, no existe, lo que es una gran
fortuna, ya que si tuviéramos un conjunto mecánico de re-
glas para las soluciones de todos los problemas matemáticos,
nuestras actividades como matemáticos llegarían a su fin”3
(Hardy, 1929).
Afortunadamente, Gödel, Turing y otros demostraron
que todavía había partido para las matemáticas.

3
Traducción de los autores del texto original: “Suppose, for example, that we could
find a finite system of rules which enabled us to say whether any given formula was
demonstrable or not. This system would embody a theorem of metamathematics. There
is of course no such theorem, and this is very fortunate, since if there were we should
have a mechanical set of rules for the solution of all mathematical problems, and our
activities as mathematicians would come to an end”.

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