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Alteridad, ética y lazo social: Breve revisión documental

Andrea Mojica Mojica

Introducción
El presente trabajo surge del interés por profundizar en la categoría y sus
alcances en las ciencias sociales. Con ese objetivo, se propone abordar la
alteridad a partir de diferentes trabajos de investigación publicados entre 2002 y
2014, apuntando a las posibilidades de un lazo social que en lugar de reducir,
traducir o recusar la singularidad de cada uno, de lugar al respeto por lo distinto,
haciendo "todo lo posible por permitir que las palabras y las acciones del otro sean
aprehendidas" (Ortega, 2004; p. 18). Este ejercicio se inscribe en el campo de la
filosofía práctica en tanto reflexión sobre las vicisitudes del sujeto en la
cotidianidad, que supone abordar tanto la cuestión de la identidad, como los
efectos de sus acciones sobre los otros y sobre sí mismo. El encuentro con la
diferencia es una oportunidad para interrogar tanto la toma de posición del agente
en un contexto histórico, social e interpersonal con respecto a una situación
específica, como la fuente de la argumentación y su estatuto como sujeto moral.
Acaso la discusión sobre categorías conceptuales como la alteridad nos permitan
sopesar los alcances del obrar humano con respecto a la diferencia, fundando un
ethos incluyente y responsable.
El documento parte de una breve reseña histórica del abordaje filosófico del
concepto, para luego presentar los planteamientos de Emanuel Lévinas como
referente privilegiado de gran parte de los trabajos consultados, hacer un
acercamiento puntual a algunas propuestas latinoamericanas contemporáneas
que abordan el tema de la alteridad y concluir con una revisión de artículos que
exploran la aplicación del concepto a diferentes disciplinas y problemáticas
estudiadas por las ciencias sociales. Este recorrido permite situar la discusión
ontológica que implica la alteridad como categoría -particularmente en lo que
respecta a la concepción cartesiana del sujeto- interrogando la independencia del
cogito con respecto a la corporalidad y al otro (Ruíz, 2009). En este contexto se
destaca el valor de las contribuciones de la hermenéutica y la fenomenología y
algunos desarrollos contemporáneos, específicamente en el ámbito
latinoamericano.

Alteridad como categoría filosófica


De acuerdo con el Diccionario de filosofía latinoamericana (Centro de
investigaciones sobre América Latina y el Caribe, S.F.) la alteridad es definida
como un término aplicado “al descubrimiento que el yo hace del otro, lo que hace
surgir una amplia gama de imágenes del otro, del nosotros, así como visiones del
yo” (párr. 1). La situación particular de la conquista y lo que significó para el
europeo el encuentro con seres radicalmente distintos, desconocidos e
inimaginables para la época, da a la reflexión sobre la alteridad un matiz especial
para el pensamiento latinoamericano, que ha sido la base para una reformulación
del ser humano como sujeto metafísico y ético. Esta apuesta, que le apunta a la
constitución de una comunidad distinta “a la suma de egos autónomos e
intercambiables” (párr. 2) pone de presente el cuestionamiento radical que el
encuentro con el otro, con lo diferente, implica para la concepción antropológica
tradicional y que no se reduce al reconocimiento de la propia finitud, de sus
límites. Al situar en un primer plano la dependencia del yo con respecto al otro, al
mundo de los objetos, se interroga la idea de un ser humano como conciencia
autónoma y libre y se abre paso a una forma distinta de entender la subjetividad y
el conocimiento mismo.
En el Diccionario de filosofía de Ferrater-Mora (2009), el vocablo alteridad se
vincula con la referencia a la alteración y al otro, entendido como un problema de
larga data en el pensamiento filosófico. En el primer caso, hablar de alteración
remite a todas las posibles transformaciones del ser, a “la acción y efecto de un
alterarse por la cual un ser en sí se transforma en su ser en otro” (p. 85). Tal
definición introduce un problema ontológico fundamental, que implica tanto la
discusión sobre la causalidad de lo uno, entendido como principio, y lo múltiple,
derivado de esa causalidad. Si bien esta lectura puede llevar a “comprender la
alteridad desde su origen o fundamento, como un monismo absoluto que
terminaría negando un término u otro de la relación” (Soto-Bruna, 2000; p. 534),
resulta pertinente subrayar la centralidad del ser como telón de fondo de la
discusión. En tanto variación de algo existente, la alteridad puede entenderse
como una diferenciación de lo mismo, lo cual introduce una discusión sobre lo
diferente (lo Otro), que ya en Platón (1871) cuestiona las tesis de Parménides (“el
ser existe, el no-ser no existe” “el universo es uno, pero si el universo existe y es
uno, el ser y la unidad son una sola y misma cosa” p. 15).
Ferrater-Mora (2009) señala que la alteración “es una transformación radical
de un ser” (p.85) que no anula el insumo previo, sino que es más bien un devenir,
un cambio en la realidad física o en la realidad psico-espiritual. En el plano
material, siguiendo a Plotino, la alteración tendría como resultado algo que “es
incesantemente otra cosa de lo que era” (p.85), mientras que en el plano psico-
espiritual la alteración es consecuencia de la historicidad. En los términos de
Ortega y Gasset, citados por Ferrater-Mora (2009) alterarse es “un no vivir desde
sí mismo, sino desde lo otro” (p. 85) que sería un primer momento del perderse en
las cosas para luego retirarse a la propia intimidad o sumergirse en el mundo.
Con respecto a la categoría Otro, Ferrater-Mora (2009) señala que este ha
sido un tema de reflexión desde los griegos hasta nuestra época, que es más
abarcador que la noción de prójimo y que ha motivado al menos seis diferentes
formas de abordaje en la historia de la filosofía (Laín-Entralgo, citado por Ferrater-
Mora, 2009; p. 351): a) el problema del otro en el seno de la razón solitaria en el
marco de la propuesta cartesiana, b) el otro como objeto de un yo instintivo o
sentimental desde la psicología inglesa, c) el otro como término de la actividad
moral del yo en la obra de Kant, Fichte y Münsterberg", "el otro en la dialéctica del
espíritu subjetivo y en la dialéctica de la naturaleza: de Hegel a Marx", "el otro
como invención del yo en Dilthey, Lipps y Unamuno"; y el otro en la reflexión
fenomenológica.
En esta caracterización resuena la referencia al yo, que vendría a instalarse
en cada una de estas propuestas como contraparte desde la cual se define o se le
da sentido al otro. La definición del sujeto en la modernidad y la necesidad, su
existencia como condición para el conocer, su relación con el mundo exterior o lo
objetivo va a constituirse en el marco por excelencia en el que se inscriben estas
formulaciones. Dicho enfoque, que dará lugar a la categoría de intersubjetividad
(Ferrater-Mora, 2009), es particularmente fecundo en tanto permite dar cuenta de
la construcción de sí mismo a partir del mundo exterior, pero también de relación
con otros yoes y la validación de ese mundo a partir de la existencia del yo y su
capacidad cognoscente. Empero, antes de abordar esta cuestión, resulta
pertinente recoger algunos puntos de los postulados de Platón (1871), que si bien
reconoce el carácter general del ser subraya que no es ni el único ni el más
importante de todos los géneros.

La alteridad en la filosofía griega


En El sofista, Platón (1871) distingue cinco géneros: el ser, el movimiento, el
reposo, lo mismo y lo otro (lo diferente), advirtiendo que estos dos últimos se
aplican igual para los anteriores. Esto con relación al ser tiene varias
consecuencias:
En primer lugar, puesto que el ser participa de lo otro, participa, por lo
tanto, del no-ser; en otros términos, puesto que se da lo otro en el ser, se
da el no-ser en el ser. Lo que es contradictorio en apariencia, no en
realidad; porque el no-ser no es contrario al ser, sino sólo diferente del ser;
y diciendo que el ser no es en cierta manera, nosotros sólo entendemos
que no es lo grande, lo bello, etc.; que es simplemente el ser. En segundo
lugar, puesto que todos los géneros participan de lo otro, son, por
consiguiente, otros que el ser, y encierran, por lo tanto, el no-ser, y como lo
otro existe verdaderamente, este no-ser existe verdaderamente. En otros
términos, puesto que un género es otro que los demás géneros, tiene cada
uno infinitamente del no-ser, y este no ser es tan verdadero como lo otro,
que es perfectamente verdadero. Pero aquí también hay y no hay
contradicción. Porque, repito, el no-ser no es opuesto al ser, sino solamente
otro que el ser (p. 18).
Esta forma intermedia de establecer un problema tan fundamental para la
filosofía, lejos de cerrar la cuestión o resolver los asuntos referidos al ser, si
permiten situar a la alteridad incluso como un género superior, en tanto causa y
responsable de las diferenciaciones que sería “condición de posibilidad para las
combinaciones futuras” (Tonti, 2001; p. 121). Si bien la alteridad en Platón puede
identificarse con el no-ser, en todo caso no supone una negación o una
contradicción al ser; más allá del plano de la lógica, la alteridad explica la
existencia de lo múltiple sin confundir la totalidad del ser con la unidad 1, en
contraste con los planteamientos de la escuela eleática.
No obstante lo anterior, cabe subrayar que este abordaje de la alteridad a
partir de su teoría de las participaciones del ser se ve limitada por la aplicación del
método de la división dialéctica (método por excelencia del filósofo según Platón
(1871) y clave de la diferencia entre este y el sofista). En virtud de la división
platónica del mundo en aparente y verdadero la duplicidad como forma de la
alteridad termina siendo problemática, proyectando un valor negativo patente en
toda la historia de la cultura occidental. Ávila-Crespo (2000) en un trabajo sobre el
problema del doble muestra que en la relación entre el Modelo (la idea clara y
perfecta) y el Simulacro (lo falso, lo perverso, lo peligroso) como caso especial de
la alteridad se gesta un prototipo alrededor del cual se organiza la significación de
la diferencia. Con esa perspectiva, la autora analiza algunas críticas a Platón y
múltiples ejemplos de la cuestión tomados de la literatura fantástica.
Aristóteles en una vía similar, situará a la alteridad como una noción de tipo
cualitativo que introduce la diferencia dentro de una misma especie (González-
Silva, 2009). Conill (2008) señala que tal afirmación corresponde al análisis
aristotélico de la experiencia del tiempo, definido como “número del movimiento
según lo anterior y lo posterior” (p. 49); en este marco, la alteridad es emergencia
de la experiencia de lo otro, en tanto lo anterior y lo posterior en su ser mismo
tienen la característica de ser distintos. Tal referencia a la alteridad no aparece
articulada a la teoría ética y política del Estagirita, quien por el contrario enfatiza
en lo semejante en la experiencia de comunidad, donde la persona es parte de un
todo y comparte un mismo logos. El holismo inherente a la filosofía práctica
también se refleja en su tratamiento de la justicia y de la amistad, siendo el amigo

1
“el reconocimiento por parte de Platón de lo Otro – lo Distinto la Diferencia- como género
supremo, frente a la posición radical de Parménides y rebajando de ese modo la exigencia de
identidad absoluta para que algo sea” (Ávila-Crespo, 2000; p. 6).
el alter ego con el cual se tiene la misma disposición que consigo mismo. Esto
resuena con la orientación bíblica y cristiana hacia el prójimo, mostrando que si
bien en el orden de lo físico la alteridad como cualidad de lo diferente tuvo un
papel clave para la comprensión de la multiplicidad –particularmente en el
contexto de la reflexión griega sobre el cambio-, en el orden ético y social es lo
común lo que funda el vínculo y lo que permite que las diferencias se armonicen
con los fines de la polis o con la vivencia de humanidad.

La alteridad en la modernidad
En este punto, es interesante marcar cómo la alteridad se constituye en un
problema ético cuando se transforma radicalmente la concepción de la persona –
valga decir del sujeto- en la modernidad. La separación del individuo de la
comunidad a la interioridad de su conciencia, el cuestionamiento de la institución
religiosa como mediador en la experiencia religiosa y la institución del
pensamiento como su condición de existencia (materializados en la filosofía
cartesiana pero también resultado de las mutaciones sociohistóricas derivadas del
movimiento renacentista y la decadencia de la Iglesia Católica) fueron factores
decisivos en este desplazamiento, que como indica Laín-Entralgo, citado por
Ferrater-Mora (2009) lleva a pensar al otro en el panorama de una razón solitaria.
En efecto, con Descartes y el reemplazo de la substancia por la idea, por la
representación mental se opera un movimiento contrario en el que el ser se
subordina al pensar (Serrano, 2003). Si bien Dios asume el lugar de garante de la
posibilidad de conocimiento y operador que define el conjunto, el sujeto asume el
protagonismo y la dirección del acto epistemológico, construyendo un mundo con
ideas elevadas a la condición de conocimiento objetivo. Empero, lo que en
Descartes aparece como evidencia de la conciencia que se hace auto
transparente a sí misma, pero requeriría un “acceso privilegiado”, cuestiona tanto
la posibilidad de transmitir tal conocimiento, tal evidencia a otros, sino que funda
un desconocimiento de la comunidad y del otro en un sentido ético-político.
Este punto, el del reconocimiento del otro, resulta ser un tema central en la
psicología inglesa, abordado desde la perspectiva de un yo concreto que a través
de su experiencia sensible toma al otro como objeto sentimental. En esa vía, la
noción de simpatía trabajada por David Hume (1739/2005) se plantea como una
cualidad humana que nos hace sensibles a los demás, a recibir sus inclinaciones y
sentimientos independientemente de su diferencia. Adam Smith (citado por Conill,
2008), destaca sentimientos morales como la compasión o la lástima, que más allá
del egoísmo propio del humano e independientemente de la condición o la virtud
nos permite sintonizarnos con el dolor del otro.
La introducción de un sujeto racional y autónomo por parte de la filosofía
kantiana, que voluntariamente se somete a la ley moral y actúa en función de ella
por puro deber, va a acentuar el carácter moral del otro, en tanto remite al sujeto
más allá de sí mismo (González-Silva, 2009). Aquí la voluntad a la que se apunta,
entendida como una facultad del pensamiento, es a la voluntad buena en sí
misma, independientemente de la utilidad o de su capacidad para alcanzar un fin
propuesto. Empero, su constitución por parte de la razón práctica sí genera una
satisfacción, en virtud del cumplimiento de un fin que sólo la razón determina. Se
trata del respeto como un sentimiento “autoproducido” por un concepto de la
razón (lo cual lo haría totalmente distinto de los demás sentimientos) y que
“significa meramente la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una
ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido” (Kant, 1999; p. 133). El
respeto surge como efecto de la ley moral, ésta es su objeto a consecuencia de
nuestra voluntad y limita nuestro amor propio. El respeto por el otro, en esta
lógica, se produce porque en él, tanto como en mí, reconozco a la ley moral, se
encarna la ley moral.
Esta dignidad moral del otro sostenida por Kant es fundamental dados los
procesos de instrumentalización propios de la modernidad, en virtud de “la
creciente mercantilización, politización y juridificación del otro, a lo que habría que
añadir en el mundo contemporáneo la conversión del otro (de los otros) en
espectáculo a través de los medios de comunicación” (Conill, 2008; p. 53). No
obstante lo anterior, cabe decir que en este planteamiento, como en muchos de
las reflexiones de la filosofía moderna, se parte de la premisa de un yo
autoconsciente y autónomo fundado a priori en el pensamiento, que vendría a
delimitar el campo de las discusiones gnoseológicas o morales. Se reconoce aquí
la huella cartesiana, que en la tradición occidental lleva a subsumir la pregunta por
el agente bajo la noción de Yo.

El giro crítico frente a la tradición cartesiana


Al respecto, Ricoeur (1996) señala que la pregunta cartesiana ¿qué soy yo?
(de carácter epistemológico, orientada a establecer el fundamento verdadero que
legitime el conocimiento) y su respuesta “yo soy, yo existo”2 (p. XVII) da cuenta de
una identidad concebida como inmediata, sostenida en la certeza absoluta en el
lenguaje y desprovista de toda corporalidad. Para este autor, al asumir al
pensamiento como fundamento del ser3, Descartes desconoce la corporalidad y la
emocionalidad del agente por ser fuentes de engaño, postulando un Yo sin
anclajes, referencia abstracta de todo lo que acaece en el mundo. En el otro
extremo estaría Nietzche, al que Ricoeur (1996) se refiere como el más radical
crítico del Cogito, y quien hace un cuestionamiento fundacional a la filosofía,
desenmascarando el estatuto ilusorio del lenguaje en el que esta se dice. Al
revelar al lenguaje como puro semblante, en función de su “carácter figurativo y
mentiroso” (p. XXIV), Nietzsche elimina la pregunta por el agente, poniendo al
mismo nivel la realidad interior y exterior a título de ficciones. Al demostrar que el
Cogito no puede proporcionar una respuesta acabada sobre la identidad borra de
plano cualquier referente posible que le sirva de soporte, dejando a la deriva la
justificación moral en la medida en que “”tanto el hacer como el actor son
ficciones”” (p. XXVII)).
Ese carácter ficcional que revela el cariz antropomórfico de la verdad,
expone la imposibilidad de aprehender lo real por lo simbólico del concepto y de la
lógica, y restituye al ser humano en su papel creador (Nietzche, 1873) cuestiona la
centralidad del Cogito para definir al Yo y nos conduce al pathos, a la intuición
como forma de acercamiento a lo particular. La interrogación radical a Descartes

2
Se toma aquí la fórmula utilizada por Ricoeur (1996) en su discusión frente al Cogito en el prólogo
sobre La cuestión de la Ipsedad.
3
Ricoeur (1996) destaca como el análisis de la tercera de las meditaciones cartesianas pone al
Cogito en una relación de dependencia con respecto a la existencia de Dios como verdadero
fundamento de las cosas incluyéndolo.
abrirá a finales del siglo XIX un amplio abanico de conceptualizaciones, no sólo en
la filosofía sino en todo el campo de las ciencias sociales, que terminarán por
deslegitimar la unidad y la centralidad del yo, ubicando su determinación en el
plano concreto del encuentro con el otro y dando lugar a múltiples reflexiones en
relación con el binomio identidad-alteridad.
Tal desplazamiento, que supone otorgar al otro un lugar de privilegio en la
constitución del yo, le debe mucho a Hegel y a su teoría del reconocimiento
(Conill, 2008). Esta teoría destaca al otro como fundamento de la consciencia de
sí, mostrando cómo el ser otro del objeto le permite reconocerse sin negar su
diferencia. La relación entre la autoconsciencia y el otro sienta las bases de la
intersubjetividad como categoría filosófica, que será explotada por la
fenomenología y la hermenéutica y que en virtud de la cual puede decirse que el
yo está en los otros, que es el retorno del otro.
Conill (2008) apela a la figura de Dilthey para mostrar el temprano
reconocimiento por parte de la filosofía hermenéutica del estatuto de la vivencia de
los otros a partir de la comprensión de la vida como realidad primaria. La
mismidad de la vida, del espíritu en tanto universal se expresa en el yo, en el tú,
en la comunidad, en la cultura y en la historia; en esta línea hermenéutica, el otro
sería fundamentalmente la vida en su comunalidad, cuya comprensión se orienta
hacia su realidad viviente. Solla y Graterol (2013) en su investigación documental
sobre el papel del otro como pilar del desarrollo humano en el campo educativo
abordan esta apertura al horizonte de la vida retomando a Heidegguer, ubicando
en el nacimiento del individuo como la institución de su existencia a partir de su
poder-ser en el mundo. “El ser del hombre necesita abrirse al mundo y a otras
personas” (p. 402) y esto sólo es posible a través de la cotidianidad, de la
comprensión y del estar-con el otro. El comprender, el estar abierto al mundo a
través del lenguaje permite que la experiencia del Yo pueda entrar en el Tú, de tal
suerte que la comprensión del otro desnude la propia interioridad.
Ahora bien, al entenderse al lenguaje como una mediación clave en la
comprensión del mundo y de la vida, puede decirse que la experiencia de alteridad
acontece allí, más precisamente en la conversación, en el diálogo. Desde esta
perspectiva, Gadamer, citado por Conill (2008), se pregunta por “cómo
compaginar la comunidad de sentido que se produce en el diálogo con la opacidad
del otro” (p. 60) poniendo en primer plano el carácter simultáneamente limitante y
facilitador del lenguaje. Acaso por eso mismo la apuesta de Gadamer sea
pragmática, señalando la fuerza transformadora de la conversación, que no sólo
oficia como ampliación de nuestra individualidad sino que es comunidad “en la
que cada cual es él mismo para el otro, porque ambos encuentran al otro y se
encuentran a sí mismos en el otro” (p. 61).
El reconocimiento del potencial de alteridad que supone la conversación más
allá de las comunalidades que se establecen en los consensos, es según Conill
(2008) el punto de partida de las hermenéuticas de la alteridad, que desde una
lectura crítica ponen en el centro de la reflexión la comprensión de lo extraño y el
conocimiento del otro en su diversidad. El cuestionamiento a la vocación universal
y unificadora de la comprensión del ser y de la vida, que terminaría reduciendo la
singularidad y que en la búsqueda de consenso estaría inclinada a someter lo otro
a sí mismo, tendrá un lugar central en posturas como la de Nicole Ruchlak y la del
mismo Emmanuel Lévinas. La apuesta de Gadamer por “aprender a reconocer lo
común en el otro y en la diferencia” (citado por Conill, 2008; p. 61) excluye la
diferencia radical, en favor de la consideración de un cierto entendimiento
fundamental al que puede remitirse la experiencia hermenéutica, que en todo caso
reconoce el papel de la diferencia en toda forma de entendimiento y comprensión.
La fenomenología, en particular el trabajo de Merleau-Ponty (Trilles-Calvo,
2002), también parte de la crítica al solipsismo y el dualismo cartesiano, para
intentar abordar el problema de la alteridad apoyándose en la reconceptualización
del Cogito, del cuerpo y de la intersubjetividad. Trilles-Calvo (2002) hace un
extenso análisis de los desarrollos que sobre el tema propuso Merleau-Ponty en
su obra Fenomenología de la percepción (1945), señalando las limitaciones con
las que se encuentra y reconociendo la necesidad de formular una nueva
ontología.
De acuerdo con la autora, Merleau-Ponty parte de la premisa de la existencia
del Otro (el prójimo ya está ahí) para situar la posibilidad de interacción
desmarcándose de la diferenciación tradicional entre el Cogito reducido a los
límites de la autoconsciencia y la definición del cuerpo como cuerpo-máquina.
Merleau-Ponty también rompe con “la idea de que lo que no es consciencia es
necesariamente objeto” (Trilles-Calvo, 2002; p. 167), lo que le evita cosificar la
consciencia ajena y posibilita la formulación de la pregunta por la existencia de
otro ser humano. A concebir al Cogito encarnado “como un soma consciente que
se despliega intencionalmente en el entorno” (p. 169), el problema de la alteridad
deja de plantearse como encuentro de dos consciencias y más bien nos confronta
con la (im)posibilidad de expresión del ser ajeno. A lo largo de los nueve niveles a
través de los cuales busca resolver la cuestión, Merleau-Ponty no logra superar
los límites que impone la ubicación del agente como yo en el cual se localiza la
intención de dirigirse al otro. Adicionalmente, la afirmación del otro y el
conocimiento de su comportamiento, de sus cualidades no supone un
conocimiento de su ser; entrar en contacto con las expresiones del otro no implica
encontrarse con el ser del otro, lo cual deja abierto el problema de la
intersubjetividad.

Lévinas y el abordaje contemporáneo a la alteridad


Las discusiones y problemas planteados por la hermenéutica y la
fenomenología preparan el terreno para el trabajo de Emmanuel Lévinas, quien se
ha consolidado como un referente clave para la filosofía y para otras disciplinas en
el estudio de la alteridad. En una revisión sucinta de artículos sobre el tema se
identificó una preeminencia de las referencias a Lévinas, ubicando a la ética de la
alteridad como marco teórico por excelencia para leer la realidad desde una óptica
moral.
De acuerdo con Rojas-Cordero (2011), el trabajo de Lévinas se enmarca en
una serie de presupuestos metaéticos que reflejan el influjo de la tradición
talmúdica en el autor y que son fundamentales para entender el sentido y el
alcance de la ética de la alteridad. Así, la soledad, la fraternidad, el amor, el cara
a cara, el mandato no matarás, la infinitud, la responsabilidad y el deseo
metafísico mediado por el lenguaje derivan en una ética del ir hacia el otro con el
máximo cuidado. Los sujetos, entonces, son entendidos como seres en relación
con lo otro y con otro que lejos de ser una abstracción es algo que confronta y
exige y que supone la asunción de una máxima responsabilidad física y espiritual:
la infinita responsabilidad con el otro que supone “un infinito y total cuidado para el
otro y con el otro” (p. 54). Cabe aquí destacar la definición de lo infinito en Lévinas
como una manera de agujerear la noción de totalidad propia de la filosofía
tradicional, que apunta a lo que permanece exterior al pensamiento y a la
capacidad de la subjetividad “de recibir más de lo que puede contener, recibe al
Otro: es hospitalidad y esta es su verdad más profunda” (Urabayen, 2006; párr.
44).
El abordaje de la relación con el otro permite situar una relación con la
experiencia diferente a una intelección formal o a una vivencia sustancial
irreductible (Navarro, 2008); se trata de una experiencia ética que está fuera de la
lógica cognitiva pero que no se desliga de las aptitudes lingüísticas del ser
humano. En este contexto, el rostro del otro se constituye en palabra y discurso
que ordena la responsabilidad del yo. Lévinas aborda el sentido y la significación
del rostro en tanto “fuerza ética ejercida sobre alguien, como poder moral que
cristaliza un yo” (Navarro, 2008; p. 180). La sensibilidad del rostro organiza la
trama ética consustancial a la lógica de la alteridad a partir del estatuto lingüístico
de rostro como palabra que inaugura toda relación, como primer hecho
lingüístico4, y como forma de referirse al otro en tanto potencia expresiva e
interlocutor del yo.
Vale subrayar aquí el recurso al análisis del lenguaje, entendido como
esencia encarnada inherente al ser humano, para dar cuenta de los problemas
éticos de nuestro tiempo. Lévinas, citado por Navarro (2008), ubica a la expresión
y a la interpelación como funciones pasivas de carácter lingüístico, definidas al
margen de la intencionalidad racional, desde las cuales es posible abordar al otro
sin someterlo, considerando la significación ética de su corporalidad. Bajo ese
prisma, el rostro se constituye en un enunciado performativo sui generis, cuyo

4
En este punto se evidencia la influencia de Gadamer y en general de la corriente pragmática de
la lingüística, que consideran el lenguaje en tanto estructura dialógica, en su dimensión
conversacional.
significado sobrepasa los contenidos de la consciencia del yo y apunta a un
contenido anterior a toda categorización, anclada en la corporalidad inmediata del
otro, que estructura éticamente al yo.
En el contexto de la relación cara a cara, donde del lado del yo se ubica la
identidad mientras que del lado del otro está la diferencia, se instituye la relación
de alteridad, que parte de la capacidad del rostro (presencia del otro) para
cuestionar la autoridad de la consciencia del yo. El rostro, entonces, es el origen
de todo discurso y sentido, responsabilidades que el otro suscita en el yo a la
manera de un compromiso ético anterior a su decisión y acción racional. La
sensibilidad del rostro es el discurso que va a estructurar la responsabilidad del yo
como sujeto sin reducir la corporalidad (ni la propia ni la del otro) a ningún
contexto. Esto último se evidencia también en el planteamiento del deseo
metafísico del otro, de ser para el otro, que está en la base de la fuente dialogal de
la relación de alteridad. De acuerdo con Rojas-Cordero (2011) esto remite al tema
del hay en Lévinas, que designa como una experiencia de ausencia y presencia al
mismo tiempo, de vacío y totalidad, pero también de encuentro entre una y otra.
“El hay es la superación de lo puramente existente, dejando de ser un ser en sí,
superando el des-interés y pasando a ser para el otro” (p. 57). El hay implica
confrontar el horror, que está de lado de la determinación del ente, y se abre hacia
lo posible, hacia las posibilidades infinitas del ser.
En este punto Lévinas (citado por Navarro, 2008) introduce la función de un
tercero que sitúa el carácter público del mandato del otro, que pone en primer
plano la condición de dirigirse a alguien como fundamento del lenguaje. Esta
dimensión, que le otorga un carácter político a la acción ética, muestra en últimas
que todo discurso asume la estructura de la relación de alteridad. Las éticas de la
alteridad no parten de un sujeto autosuficiente, autónomo y solipsista, sino que
hacen énfasis en la interrelación no contaminada por la razón de ningún sujeto
que se yergue como poderoso y amenazador (Navarro, 2008). La humanidad en
estas coordenadas se define como proximidad, como el Uno para el Otro.
En un escrito orientado a presentar la obra de Lévinas a estudiantes de
bachillerato, Lupiáñez-Tomé (2009) resalta este aspecto de la propuesta filosófica,
que aborda al ser humano como un ser social constituido por, con y para los otros
seres humanos. En la revisión de estos planteamientos y de la biografía de
Lévinas se muestra cómo el autor parte de la fundamentación de una antropología
para luego formular una ética va más allá de una metafísica. Inicialmente, Lévinas
propone una antropología enfocada a la alteridad, sin embargo, en la medida en
que el énfasis de esta es el conocimiento del ser humano, da el salto hacia la ética
que no sólo implica la preocupación por el otro sino que tiene un carácter práctico.
Este giro, se articula a la reconceptualización de las nociones de muerte, tiempo y
Dios, al que no piensa como ente superior sino en relación con el rostro del otro.
Quesada-Talavera (2011) se interesa en el concepto de alteridad como
piedra angular de una nueva ética, que se cifra en la relación metafísica entre el
Infinito y el Yo y que es ante todo lenguaje, subjetividad y responsabilidad. En este
artículo la introducción de la alteridad como “idea de lo infinito en nosotros”
(Lévinas, citado por Quesada-Talavera, 2011; p. 394) que cuestiona a la
conciencia objetivante y a la potencia de la intencionalidad frente a la presencia
absoluta y desproporcionada de lo infinito. El darse lo infinito al mismo, relación en
la que se significa la alteridad, devela la asimetría entre el Yo y el Otro (asimetría
metafísica) “que acontece y aparece, que mora y al que se le reconoce” (p. 395).
La alteridad se dice en el lenguaje, lo infinito que hace presencia en el otro se
dirige al Yo, creando en ese acto de habla una relación y un nuevo ámbito del ser:
un no-lugar que se erige en el topos del pensar -entendido como un deseo de
pensar lo posible y de necesidad de pensar- donde se sitúa “la posibilidad radical
de la esencia sin la insoslayable identidad de lo coincidente consigo mismo”
(Lévinas, citado por Quesada-Talavera, 2011; p. 396). Aquí lo infinito no es un
objeto del pensamiento, es una idea que se constituye en Otra, que es irreductible
a la interioridad y sin embargo no la violenta.
Quesada-Talavera (2011) también retoma la noción de rostro de Lévinas
como modo de la alteridad, que simultáneamente “es en la interioridad del sí
mismo y en la exterioridad del Yo que lo recibe” (p. 398). El rostro es anterior al
Mismo, al Yo, al sí mismo, está del lado del Otro y su relación con el Yo se da en
la inmediatez de la palabra que le dirige, que lo interpela, que expresa. En este
contexto, la responsabilidad se instituye como responsabilidad del Yo para-con-el
Otro, que le da sentido y significado a mí mismo; en ese orden de ideas Lévinas
(citado por Quesada-Talavera, 2011) dirá que “es en la ética donde se anuda el
nudo mismo de lo subjetivo” (p. 399). Ahora bien, en el para-con-el-Otro del sí
mismo acaece una sustitución que marca la ruptura con la esencia y en virtud de
la cual este se deshace de su esencia en el ser del otro distinto de sí, dando lugar
a la conformación de la subjetividad. La intersubjetividad en este marco alude al
modo asimétrico de ser de lo Infinito en el Mismo, que no supone la plena
desaparición de sí mismo sino la posibilidad de resistencia de lo Mismo a la
desaparición que “aporta un principio de individuación” (Lévinas, citado por
Quesada-Talavera, 2011; p. 402).
Para finalizar, Quesada-Talavera (2011) discute algunas críticas a la
propuesta levinasiana, centradas en el privilegio del misterio y de la ausencia en
su teorización del Otro y la posibilidad de cosificarlo, promoviendo un mayor
individualismo. Frente a esto, el autor insiste en la imposibilidad de describir al
Otro individual y resalta la apuesta de Lévinas por definirlo a partir del Otro mismo
articulado a una responsabilidad práctica pero también trascendente; “esto es, yo
respondo por el Otro, porque éste, que se me da como rostro y que me habla,
demanda de mí una respuesta a su sufrimiento, a su dolor, a su menesterosidad, a
su vulnerabilidad” (p. 403). Como también lo señaló Navarro (2008), la humanidad,
en la proximidad no espacial, se constituye a partir de la tríada que implica al Otro,
al Yo y al tercero.
Giménez-Giubbani (2011) hace hincapié en el humanismo del rostro como
crítica al humanismo occidental a partir de la noción de responsabilidad absoluta
por el otro. En el texto, destaca la construcción de subjetividad desde la alteridad,
premisa que fundamenta la concepción de la identidad del yo a partir de esa
responsabilidad por el otro ser humano. La autora hace eco de la importancia que
el estudio del Otro ha tomado para la filosofía en los últimos tiempos y reconoce
en el trabajo de Lévinas un camino pertinente para pensar estas cuestiones. La
revisión del concepto de rostro del Otro, da lugar a una consideración de la
violencia en términos de la negativa a concebir que el Otro sobrepasa la potencia
del yo, siendo el ideal de santidad “la posibilidad humana de dar prioridad al Otro
por encima del yo” (p. 340). En estas coordenadas, la maldad consiste en el
desconocimiento de la responsabilidad para con el Otro como compromiso anterior
a cualquier deliberación constitutiva del ser humano, que limita su libertad en tanto
ni se justifica ni se instaura.
De acuerdo con Giménez-Giubanni (2011), el humanismo del otro planteado
por Lévinas, se sostiene en la tesis de la asimetría ética y la vocación de santidad
que ratifica. Si bien la preeminencia del otro parece discutible en virtud de lo que
sería la tendencia de todos los vivientes a concederse prioridad a sí mismos, al
trascender la ontología, Lévinas propone fundar la ética en las prescripciones de
un Bien que introduce al humano en la responsabilidad con el Otro y lo define
como “una interrupción del ser por la bondad” (p. 343). Bajo ese prisma, se pone
en entredicho la triada libertad-poder.posesión como base de la identidad del ser-
sujeto para entender al sujeto en términos de una pasividad voluntaria que se abre
al nivel de la sensibilidad, no al nivel de la conciencia, donde el Otro es siempre el
primero. El sujeto, en la lógica de Lévinas, es sujeto al Otro, siendo la
responsabilidad estructura fundamental de la subjetividad.
A partir de la revisión de los planteamientos de Lévinas, Giménez-Giubanni
(2011) se pregunta por la posibilidad de pensar en una responsabilidad mutua en
la relación de alteridad, cuestionando el alcance del principio de asimetría ética,
que entendido como desigualdad ética supone atribuir más responsabilidad a sí
mismo que al Otro y que incluso puede hacer de la responsabilidad una suerte de
condena para el Yo. ¿No es excesivo el pedido de Lévinas en su ética de la
alteridad? ¿Hasta qué punto el asumir la responsabilidad para-con-el-otro como
sentido del Yo no lo despoja de su identidad y su responsabilidad? ¿Es posible
estructurar la vida personal y social sobre un planteamiento tan radical? (p. 348).
La propuesta levinasiana en efecto parece ser un planteamiento insuperable
en lo que refiere a la conceptualización de la alteridad, que invierte la tradicional
referencia a la centralidad para la construcción de identidad y de sentido e
interroga la definición del otro en términos de aquello que “se distingue del límite
del mundo y lo cuestiona” (Ruíz, 2009; p. 99). Esto último permite ampliar el
horizonte de comprensión, habitualmente limitado con la concepción del otro como
fuente de amenaza para todos los sentidos de la verdad (siempre definidos en
función del centro). Históricamente, el conocimiento del otro se ha
instrumentalizado con el fin de juzgarlo y dominarlo, negando de plano la
generación de diálogo y la posibilidad de su existencia participativa. Lévinas
contribuye a interrogar la relación identidad-alteridad, al situar la intervención del
Otro como pura diferencia en el marco de una alteridad trascendente al orden de
conciencia que niega la diferencia (el cogito cartesiano).Esto es fundamental,
porque como bien lo subraya Ruíz (2009), desde una lectura tradicional, la
alteridad como forma de relación con el mundo quedaría destrozada por el ataque
de lo mismo (p. 100) y el retorno al principio. El abordaje levisiano constituye
justamente una ruptura con la tradición, particularmente la tradición griega,
(reflejada en el relato de Ulises y la ilusión del retorno a Ítaca) y el rescate del
relato hebreo, representado por Abraham, donde la realización de la posibilidad
permite la intrusión y el despliegue de la otredad para sobreponerse a ese retorno
de lo mismo. En esas coordenadas, Lévinas, citado por Ruíz (2009), nos recuerda
que “el otro conmueve nuestro sistema porque nos interpela, dice lo inédito a mi
sistema” (p. 100).
Vázquez-Fernández (2014) señala como a lo largo de la historia, las
múltiples transformaciones del concepto de alteridad han girado en torno a dos
vías: una, negativa, que formula una interpretación desidentificadora de la
alteridad centrada en la definición de la diferencia como alteración de la identidad5,
y otra positiva, sostenida por dos acontecimientos claves, la crítica metafísica de
Heidegger y la acepción de la alteridad como categoría esencial de la existencia
humana. El autor retoma el trabajo de Lévinas y el de otros filósofos para
fundamentar tres lecturas que profundizan en el alcance de este concepto a la
hora de pensar en una alternativa a la hegemonía cultural vigente.
La primera de ellas, denominada por Vázquez-Fernández (2014) como
Alteridad ética: el ocaso de lo mismo, muestra la ruptura con la ontología

5 La alusión a la alteración planteada por Ferrater-Mora (2009) en el Diccionario y ya citada en el primer


apartado de esta sección ilustra esta percepción negativa de la diferencia subrayada por Vázquez-Fernández
(2014).
tradicional, pero también la importante influencia de Lévinas en el pensamiento de
los llamados otros pueblos postcoloniales, particularmente en América Latina.
Enrique Dussel, basado en la filosofía de la alteridad, propone una filosofía de la
liberación a partir de la ubicación de América Latina como alteridad, como prójimo,
frente a la totalidad europea. La libertad no se plantea como un poder del sujeto
sino como un proceso de relación orientado a la realización de una plenitud
compartida, “proyectada en la actitud de responsabilidad de unos con respecto a
otros” (p. 80).
La segunda lectura, llamada Alteridad política versus Alteridad ético-política,
parte de la teoría de la hegemonía de Laclau y el agonismo político de Chantall
Mouffe para extraer dos nuevos conceptos de la alteridad. La alteridad política se
extrae como consecuencia de la concepción crítica del proceso hegemónico, que
busca transformar la democracia hegemónica, abriendo espacios para la
diferencia. La alteridad ético-política no se queda en la postura descriptiva de la
alteridad sino que profundiza en las consecuencias de la deconstrucción de los
esencialismos y el abordaje de las instituciones políticas y sociales como resultado
de convergencias transitorias entre tradiciones y prejuicios culturales. Derrida,
citado por Vázquez-Fernández (2014) apunta a una contingencia estructural que
lejos de quedarse en la indecibilidad de lo político le apuesta a otro modo de ser
“desde una nueva actitud que se afianza en la relatividad de nuestras
construcciones culturales y creencias (…) para consolidar una nueva forma de
estar, relacionarse y producir” (p. 82).
La discusión entre los alcances de una u otra concepción de la alteridad deja
menos respuestas que preguntas, pero introduce una interesante referencia a
Ernesto Laclau, quien llevando al extremo la deconstrucción derridiana señala a lo
social como un campo indecible en el que lo político se instala en tanto operación
de acotación donde el poder “es el acto y la pretensión de configurar un nuevo
sentido, una nueva metáfora desde la cual abordar la inconmensurabilidad de la
existencia” (p. 88). Esto lleva a Vázquez-Fernández (2014) a plantear una tercera
lectura, titulada Derrida: alteridad ético-política, basada en la actitud de la
deconstrucción como respuesta al actual sistema político, que sin renunciar a
carácter normativo contextual de la sociedad y de la política propone una
reinterpretación del consenso como eje para plantear alternativas a los modelos
vigentes. El principio actitudinal fundamentado en Derrida, ligado a la pregunta
¿cómo aprender a vivir?, supone incorporar a lo colectivo el ejercicio con lo
exterior constitutivo como diversidad en el marco de procesos comunicativos
pluripersonales que le apuestan al consenso para establecer principios de acción
conjuntos.
Esta elaboración de Vázquez-Fernández (2014) pone de presente la
necesidad de llevar más allá la formulación levinasiana para dar respuesta efectiva
a los múltiples retos que en lo político supone el encuentro con la diferencia en el
trasfondo de un proyecto liberal que resulta insuficiente. La lectura ético-política de
la alteridad, más allá de las especificidades de la teorización derridiana, recuerda
la importancia de reconectar ética y política poniendo en primer plano al diálogo
como práctica concreta y cotidiana que posibilite el encuentro con la diferencia.
Resulta pertinente entonces validar el diálogo haciendo una lectura de la asimetría
levinasiana en un sentido débil, que no implique la anulación del Yo frente a la
presencia del Otro.

Alteridad latinoamericana y otros desarrollos filosóficos contemporáneos


En el apartado anterior se hizo referencia a la figura de Eduardo Dussel
como uno de los pensadores que aborda la cuestión de la alteridad (y la identidad
latinoamericana) a partir de los planteamientos de Lévinas. En este apartado se
toma a este autor como punto de partida para abrir la puerta a otros
planteamientos filosóficos del continente. González-González (2007) propone una
presentación del pensamiento de Dussel profundizando en la noción de la praxis
de la liberación en América Latina [AL], considerada como un punto diferenciador
de su abordaje de la Filosofía de la liberación. Dussel se aparta de la tradición
filosófica, centrada en la unidad del ser, para enfocarse en el problema de la
alteridad haciendo una defensa de la subjetividad y vinculándose con la corriente
existencialista.
Para abordar la alteridad desde su experiencia concreta Dussel, apoyado en
los planteamientos de Lévinas, introduce al Otro en la historia, situando a AL como
el Otro con respecto a la totalidad europea: “es el pueblo oprimido y pobre
latinoamericano con respecto a las oligarquías dominadoras y sin embargo
dependientes” (Dussel, citado por González- González, 2007; p. 7). Bajo ese
prisma, la praxis de la liberación en AL consistiría en devolverle algo de lo que le
ha sido arrebatado producto de “su falta de identidad”, en medio de múltiples
dilemas y opciones que ponen al filósofo de cara a la exigencia de coherencia
entre el ser y el hacer filosofía en AL. Se trata de comprometerse con la
posibilidad de pensar de manera auténtica en pro y en beneficio del Otro
latinoamericano, luchando siempre con la tendencia a la alienación y la
occidentalización de su pensamiento. Dussel ubica en el acercarse al Otro el
proyecto del verdadero hombre -liberador y humano- y el inicio de la
responsabilidad para con él, que es exterior a todo sistema. El hombre definido de
tal manera “comprende su ser como poder ser adviniente (…) siempre teniendo ya
a su cargo su propio ser, es un estar arrojado en el mundo” (p. 10). Así, en su día
a día, “el hombre deviene en Otro en la mismidad de su propia y libre
determinación” (p. 10).
El filósofo latinoamericano, entonces, tiene como tarea práctica la
desontologización -la disolución del dualismo proyectado desde la totalidad
europea- y el establecimiento de una nueva metafísica a partir de los elementos
que como potencialidad conforman la herencia cultural de AL (Barón del Popolo,
Cuervo-Sola y Martínez-Espínola, 2012). Con esta orientación, Dussel recurre al
método analéctico, que toma al Otro en tanto libre a partir de su revelación, desde
su palabra, más allá del sistema de la Totalidad. Lo diverso, lo externo, lo
irreductible es fundamento de un pensar libre, sostenido en la capacidad de
contemplar esa exterioridad y escucharla. Es justamente este el lugar ético por
excelencia, lugar de compromiso con el Otro que implica la comprensión de su
libertad como confianza en el Otro y desde el cual se da una conexión con la
propia humanidad.
Dussel insiste en la alteridad radical del pueblo latinoamericano, que estaría
en asociada con “la religiosidad popular en función de la cual se despliegan
formas no autorreferenciales y solidarias de relación con los otros” (Barón del
Popolo, Cuervo-Sola y Martínez-Espínola, 2012; p. 157). En su proceso de
liberación, valga decir en su institución como exterioridad del grupo social que lo
ha negado, el pueblo se realiza como proceso de subjetivación política. El pueblo
como sujeto político aparece inicialmente en dos registros: uno emergente, donde
una suerte de identidad cultural subyacente se expresa en formas de religiosidad
popular, y otro, como efecto del proceso político de emancipación. Dussel, en sus
desarrollos sobre el pueblo latinoamericano como alteridad explora ambos polos
sin llegar a los extremos, sostenido en la crítica al concepto de identidad de la
tradición occidental.
Particularmente desde la disciplina pedagógica se ha retomado la filosofía de
Dussel como base para la formación ética del sujeto, apelando a un nuevo
humanismo que surge como efecto del encuentro –en el acto pedagógico- entre
maestro y estudiante. En esa dirección, Arteta-Ripoll (2010) propone tomar los
planteamientos dusselianos para pensar el ejercicio pedagógico, situando a la
filosofía de la alteridad como piedra angular de un quehacer que parte de la
responsabilidad con el otro como orientación y lo salva del anonimato, permitiendo
que encuentre sentido y adquiera singularidad. En sus palabras “es una relación
de unión, no de síntesis, porque no se trata de pensar conjuntamente sino de estar
en frente, donde el otro irrumpe en mi vida, con una mirada que implica y exige,
privada de todo porque tiene derecho a todo” (p. 94). En ese contexto, se trata de
dar lugar en el acto pedagógico cada miembro en su singularidad se sitúe como
Otro ante la comunidad, haciendo de la formación un espacio de apertura al
disenso, a Otra razón que propicie “una verdadera razón crítica, histórica y mucho
más ética” (p. 95).
Arteta-Ripoll (2010) también hace una extensa presentación de las
consecuencias políticas del pensamiento de Dussel, haciendo énfasis en la
preocupación del autor por generar una alternativa política al continente, que
desde la asunción del pueblo como alteridad que deviene en opinión pública y
participación política genere la transformación efectiva del vínculo social y de las
instituciones. Esta propuesta, que muestra claramente la articulación de una
postura ética en el despliegue del ejercicio político, resuena en otros desarrollos
de la filosofía latinoamericana, que en la senda de la crítica a los supuestos
epistemológicos e ideológicos de la matriz moderno-occidental de la filosofía,
replantean la concepción de sujeto como condición para pensar una existencia
colectiva y singular distinta.
Fernández-Nadal (2011) presenta las investigaciones de Raúl Fornet-
Betancour e Ivone Gebara como un ejemplo de nuevos desarrollos teóricos que
develan dimensiones de la diversidad y la subjetividad alternativas a los
planteamientos de la filosofía y la teología de la liberación, que han sido claves en
la fundamentación de un proyecto de reconocimiento de los derechos de los
grupos humanos más vulnerables y las personas empujadas a la marginalidad.
También se retoma el trabajo del filósofo costarricense Franz Hinkelammert, quien
propone una redefinición de la subjetividad como corporalidad viva, formulando la
noción de intersubjetividad socio-natural.
Raúl Fornet-Betancour propone el diálogo intercultural de las múltiples
filosofías consideradas como voces históricas, abriendo la posibilidad de una
auténtica comunicación sin dominación. Su proyecto apunta a una transformación
intercultural de la filosofía que revalorice las expresiones filosóficas olvidadas y
fomente el desarrollo de una racionalidad intercultural a futuro materializada en “un
proceso permanente de convocación y consulta de diversas racionalidades” (p.
11). A partir del cuestionamiento del concepto hegemónico de universalidad, se
plantea una universalidad alcanzada por la interacción de múltiples racionalidades
históricas, atravesando el límite de la filosofía comparada y comprometiéndose
con “una filosofía de contextura polifónica, capaz de hacer justifica a la experiencia
histórica multicultural de AL” (p. 15).
La obra de Ivone Gebara, otra de los desarrollos revisados por Fernández-
Nadal (2011), se inscribe en el marco del ecofeminismo, discutiendo el abordaje
androcéntico de las mujeres y la naturaleza y las relaciones de sometimiento que
de allí se desprenden. Gebara se desmarca de una postura esencialista de lo
femenino y de la tradicional asociación con el mundo de la naturaleza a partir de la
maternidad como experiencia consustancial a la corporalidad de las mujeres. El
reconocimiento de la existencia de una política global que hace a las mujeres una
categoría social obligada a garantizar la continuidad de la vida, le permite a la
autora acercarse a la organización social de las mujeres sin caer en esencialismos
y sin absolutizar la categoría género. Su lectura se centra en el análisis de la
situación de las mujeres, llamando la atención sobre la legitimación de su opresión
por parte de un sistema estructurado a partir del género, la raza y la clase social.
El ecofeminismo de Gebara asume una posición crítica cercana a las luchas
sociales de grupos marginados (entre los cuales se encuentran las mujeres), que
viven en sus cuerpos el saldo del desequilibrio ecológico y la destrucción
sistemática de la naturaleza. La identificación de las relaciones entre explotación
de la tierra, esclavitud económica, opresión y violencia en el contexto
latinoamericano, además del agudo análisis sobre la vocación androcéntrica del
discurso religioso (particularmente católico), fundamentan un planteamiento que
cuestiona el dualismo antropológico cristiano para proponer una concepción
holística-orgánica del vínculo entre en naturaleza y ser humano. Esta perspectiva,
“nos abre a una trascendencia no limitada a un ser situado por encima de
nosotros, fuera del tiempo y del espacio, sino a una trascendencia de una realidad
pluridimensional y ambivalente, que nos envuelve y a la que pertenecemos”
(Fernández-Nadal, 2011; p. 21). Al estallar la matriz dicotómica de la tradición
occidental, Gebara da lugar a una concepción de la alteridad que reivindica la
diferencia sin caer en la fragmentación de los procesos sociales y vitales. El
concepto de biodiversidad religiosa cristaliza la apuesta de Gebara, que busca
mostrar las limitaciones de cualquier visión excluyente de la realidad y/o la
pretensión de validar un único sentido, haciendo énfasis en que toda aproximación
humana es relativa a un contexto histórico, social y espacial.
Por último, Fernández-Nadal (2011) se refiere al trabajo de Hinkelammert
para destacar su concepción de la subjetividad en términos de un sujeto viviente
como totalidad socio-natural. Hinkelammert parte de la definición del sujeto como
resultado a posteriori, experiencia emergente determinada históricamente. El
reconocimiento de la corporalidad como realidad primera del ser humano en el
contexto del triunfo del neoliberalismo y la instalación de la globalización
fundamenta la elección de la vida como criterio de racionalidad que deriva en “la
afirmación del sujeto en tanto realidad corporal e intersubjetiva, de índole social y
natural” (p. 25). Este sujeto vivo, entendido como unidad intersubjetiva social y
natural se expresa a través de la resistencia a ser aplastado por el sistema,
enfocado únicamente a la maximización de la utilidad. Hinkelammert denuncia
esta irracionalidad de la racionalidad moderna, que no da lugar a la
responsabilidad del actor con respecto a los efectos de su acción en el entorno
social y natural, tomando como base el interés primario del sujeto de seguir
viviendo. Lejos de apelar a la idealización de la relación con el otro, de la
humanidad o de la naturaleza misma, el autor sitúa el quiebre de esa
irracionalidad en la resistencia de un sujeto que en virtud de la materialidad de sus
necesidades corporales consiente y busca activamente hacer parte del conjunto
social y natural que es condición de la vida misma. Con estas coordenadas, la
alteridad puede ubicarse del lado de sujeto vivo, cuyo grito de resistencia
resquebraja la totalidad del sistema utilitario y encarna la puesta en acto de una
racionalidad reproductiva que está en sintonía con esa tendencia de perseverar en
la vida.
La revisión de estas propuestas filosóficas, lejos de perfilar un conjunto
delimitado y homogéneo, permiten situar algunos elementos emergentes comunes
a los usos de la alteridad en nuestro continente. Además de la crítica a la
definición tradicional de categorías como sujeto, universal, diferencia, otro, en
consonancia con lo planteado desde la hermenéutica y la fenomenología, en estos
planteamientos puede rastrearse interesantes discusiones sobre la(s)
identidad(es) latinoamericana(s), que no se sustraen de la realidad política y social
introducida por la conquista, la ubicación de AL en el panorama internacional, el
sincretismo religioso vectorizado por la influencia del catolicismo, la imposición del
modelo neoliberal y en general las relaciones de producción, con las
consecuencias que tiene en términos de la explotación económica de las personas
y los recursos naturales de la región.
En lo que respecta a esta revisión documental, puede decirse que en el
tránsito de la filosofía europea a la filosofía latinoamericana los abordaje de la
alteridad asumen un compromiso social y político, que se traduce en la búsqueda
de opciones viables para la convivencia, el establecimiento del lazo social
incluyente y la reivindicación de los derechos de una amplia gama de colectivos.
Acaso en el contexto latinoamericano el diálogo y la responsabilidad para-con- el-
otro, consustancial al reconocimiento de su diferencia, se concreten más
precisamente en múltiples experiencias cotidianas de diversidad orientadas a una
dimensión de la universalidad que no se deriva de una única identidad “sino del
reconocimiento de la común pertenencia a una totalidad interdependiente, en la
que necesariamente confluyen maneras regionales de aprehender, sentir y
pensar. Universalidad es diversidad universal” (Fernández-Nadal, 2011; p. 29).

Aplicación de la alteridad en las ciencias sociales: Diálogos inter y


multidisciplinares
Los desarrollos filosóficos del concepto de alteridad han encontrado eco en
el campo de las ciencias sociales y humanas, que desde la especificidad de su
objeto de estudio se remiten a estos para fundamentar reflexiones e
intervenciones de diverso cuño. El trabajo de González-Silva (2009) presenta una
revisión exhaustiva de diferentes artículos que abordan la categoría de alteridad
tomando como punto de partida una reflexión sobre el sujeto. De acuerdo con el
autor, en el estudio de la alteridad pueden rastrearse seis perspectivas
epistémicas que se tejen con la conceptualización filosófica, a saber, la educativa,
la psicopedagógica, la psicológica, la sociológica, la lingüística y la antropológica.
A partir de la definición de la humanidad “como correlación constante entre yo-es”
(p. 119), la determinación de la identidad por parte de lo diferente y la idea de la
tolerancia como apreciación positiva del otro y la riqueza de su perspectiva, el
autor se plantea una pregunta que constituye el núcleo de su investigación ¿es
posible aproximarse a la alteridad como una concepción vigente de carácter
multidisciplinar?
Con esa orientación, González-Silva (2009) traza un itinerario histórico de la
alteridad hasta nuestros días, ubicando entre 1973 y 1999 lo que llama la
confirmación de la concepción de la alteridad en la pluralidad del conocimiento,
mostrando como la obra de Lévinas abre la puerta a desarrollos fuera del
continente –particularmente los de Dussel en AL- y lleva la alteridad más allá de
los límites de la filosofía. En esa línea se citan trabajos del mismo Dussel, quien
propone a la escuela como una posibilidad de transitar de la totalidad a la
alteridad, de Esteban Krotz desde la antropología y la descripción de la alteridad
como un tipo de diferenciación (la experiencia de lo extraño), de María del Carmen
López, que presenta una investigación sobre la fenomenología de Merleau-Ponty y
la sociología, de Francisco Theodosíadis, quien propone a la alteridad como
resultado de la acción humana que genera una tipología de actitudes hacia lo otro,
y de Ángel Arruda, quien en una compilación de diferentes abordajes a la alteridad
desde la psicología social en 1998 destaca la alteridad como ser otro de uno
mismo. En estas investigaciones el reconocimiento de lo otro da lugar a la
construcción del yo (del sí mismo) y su inclusión positiva sea como sociedad,
como cultura o como individuo concretiza la apertura a la alteridad.
En el corpus correspondiente a los documentos publicados entre 2000 y el
2004 González-Silva (2009) ubica una tendencia a establecer relaciones con otros
conceptos como la reciprocidad, la empatía, la dialogicidad, la globalización o la
discapacidad, extendiendo los planteamientos fundados en la hermenéutica al
campo pedagógico y la interculturalidad. Es interesante marcar que la mayoría de
los artículos revisados en este apartado se enfocan en el campo pedagógico, sea
planteando a la enseñanza de la ética como pedagogía de la alteridad o
mostrando el papel de la responsabilidad-para-con-el-otro y el reconocimiento de
su singularidad en el desarrollo del acto educativo. Finalmente, se plantea un
tercer grupo de documentos ubicados entre 2004 y 2008 bajo el rótulo visión
pragmática de la alteridad (2004…), en el que se citan trabajos desde la
psicopedagogía, la sociología, la filosofía entre otras disciplinas, que muestran el
esfuerzo de sus autores por hacer de la alteridad una categoría que oriente la
construcción de estrategias concretas frente a diversos problemas sociales.
La investigación de González-Silva (2009) no sólo responde positivamente
su pregunta, sino que visibiliza la emergencia de un metarrelato sobre las
relaciones yo-tu atravesado por el discurso de la diversidad, que se va
independizando de la comprensión filosófica. El autor concluye que “la alteridad es
presentada en los diversos espacios donde la disputa humana se hace presente”
(p. 132) y se pregunta si la interrelación desde la alteridad es la condición de
posibilidad del reencuentro verdadero entre cada persona.
Frente a este riguroso ejercicio de análisis, cabe discutir si la transferencia de
la alteridad y los planteamientos filosóficos alrededor de esta categoría al campo
de las ciencias e incluso a otras humanidades supone una afinidad epistémica
entre las distintas aproximaciones, o si más bien ponen de presente la referencia a
un cuestionamiento antropológico de base que desde cada disciplina se pone en
relación con su objeto de estudio. En ese sentido, más allá de la coincidencia de
paradigmas hermenéuticos y fenomenológicos, lo que parece destacarse en las
reflexiones es la referencia a la constitución del yo en relación al otro, la identidad
y la posibilidad de convivir con y entre las diferencias.
Esto es evidente en trabajos como el de Solla y Graterol (2013), quienes a
partir de la crítica a la individualidad proponen fundamentar una pedagogía y una
ética relacional que trascienda la comunicación entre individuos, posibilitando el
desvelamiento del ser de cada uno a través de la dialogicidad. La alteridad, el
encuentro con el otro que acontece a lo largo del ciclo vital, promueve una actitud
cooperativa y enriquece la experiencia cognitiva y personal de cada uno. Ortega
(2004) en una dimensión distinta, desde una lectura historiográfica, destaca el
alcance crítico de la alteridad que permite cuestionar las relaciones entre saber y
poder. La revisión de la historia desde una lectura contemporánea tiene como
condición la crítica al sujeto neoliberal y patriarcal, que fue posibilitada a su vez
por la crítica al racionalismo moderno por parte de la hermenéutica y la
fenomenología. El autor destaca como ese distanciamiento del sujeto cartesiano y
del proyecto humanista moderno es complementario a las actuales
aproximaciones centradas en la acción política, las críticas postcolonialistas y
feministas.
Vale la pena hacer referencia aquí dos artículos que ilustran cómo la
consideración de esta categoría conduce a una reformulación de la disciplina
misma (sociología de la alteridad) y a la reorientación de su quehacer (dirección
de la cura psicoanalítica como encuentro con la alteridad). Alarcón & Gómez
(2003) parten del reconocimiento de una tensión originaria en la sociología
latinoamericana, derivada de la imposición inicial del saber sociológico europeo y
las transformaciones sociales producto de la segunda guerra mundial. De acuerdo
con los autores, la asimilación a un paradigma positivista y liberal llevó a la
sociología a orientarse a la discusión política sobre la constitución y la estructura
del estado dejando de lado la discusión fuerte en torno a las relaciones sociales
producidas por la asunción del neoliberalismo. Bajo este prisma, se propone
reformular la sociología latinoamericana tomando como premisa la constitución del
pueblo como episteme y situando la constitución de la sociedad en la relación
comunicativa. La sociología de la alteridad, en consecuencia, se postula como
reflexión de lo vivido con otros y el planteamiento de una episteme liberadora que
contrarreste cualquier proyecto individualista.
En el caso del psicoanálisis, Huerta (2011) despliega el tránsito de la
concepción del Otro como tesoro de los significantes en el planteamiento
lacaniano hacia la consideración del Otro como cuerpo, como real. Esta premisa
supone la comprensión de la dirección de la cura psicoanalítica como encuentro
con la alteridad simbolizada en el Otro del sexo, que no sólo funda la constitución
del sujeto y del yo, sino que se juega todo el tiempo en la relación con el goce.
Huerta (2011) hace alusión a la discusión lacaniana sobre el cogito cartesiano,
que propone al sujeto del inconsciente como saldo de la operación de objetivación
del yo, ubicando a ese resto como marca de la alteridad que agujerea a ese Yo
definido por el pensamiento.
En el campo de las artes también es patente el influjo de las reflexiones
sobre la alteridad, que sin embargo tienen un matiz distinto en la medida en que el
arte mismo ofrece múltiples realizaciones del encuentro con la diferencia, incluso
de la creación de la diferencia. Soriano-Nieto (2015) muestra en un artículo
titulado Escritos de viajes y creación de la alteridad cómo la referencia literaria a
Oriente, proyectado como topos de riquezas inimaginables y sitio de peregrinación
toma en los escritos de viajes la forma de una ideología que termina justificando la
superioridad de Occidente. La discusión sobre diferentes posturas teóricas frente
al orientalismo y los escritos de viaje le permiten destacar la particularidad de
estos escritos como género literario en el que se despliega el encuentro con la
alteridad, pero también la manera en que estos escritos configuraron una
caracterización del Otro, en este caso del Otro Oriental a lo largo de la historia. En
una línea similar, Cuadros (2010) propone un análisis de diferentes textos
cinematográficos vinculados al género de la ciencia ficción, mostrando cómo las
figuras que los protagonizan ponen en cuestión el sentido de lo humano en la
medida en que se hace difícil establecer quién es el yo y quién es el otro.
Monstruos, robots y ciborgs interrogan la relación con otras especies y profundizan
en las confusiones entre lo humano y la técnica a la que dan consistencia los
nuevos desarrollos tecnológicos.
El arte en general y en particular la ciencia ficción permite realizar
representaciones imaginarias de la alteridad, generando la desnaturalización y la
ruptura con los dualismos radicales dela modernidad y proyectando maneras
distintas de figurar la identidad. El artículo parte de la categoría de deseo,
entendida como el rasgo más característico de lo humano, para analizar la
narrativa de Blade Runner, Inteligencia Artificial, Yo robot y el hombre
bicentenario. El desplazamiento enunciativo identificado en los cuatro textos abre
espacio para interesantes reflexiones sobre las nuevas relaciones intersubjetivas y
las nuevas alteridades que se anuncian en la época.

Algunas conclusiones
La revisión documental aquí presentada, que testimonia un incremento
continuo del número de publicaciones en los que se articula la alteridad a múltiples
disciplinas y problemas concretos, reitera la importancia de abordar la diferencia
en un contexto económico, político, social, religioso y tecnológico en que las
unidades tradicionales se atomizan. En efecto, la alteridad ha sido una categoría
central a lo largo de la historia de la filosofía; sin embargo, a partir del
cuestionamiento del cogito cartesiano, del proyecto liberal de la modernidad, del
avance de la tecnociencia y las transformaciones derivadas de la globalización, las
preguntas por cómo hacer para vivir con la diferencia, cómo abordar los problemas
cotidianos que implican el encuentro con los otros en lo público y en lo privado y
cómo una concepción inclusiva y positiva de la diferencia transforma el
conocimiento y la praxis en una disciplina, entre otras, se amplían y se multiplican.
En ese sentido, si bien puede afirmarse que hay una progresiva independencia de
las ciencias sociales con respecto a la filosofía en la definición y uso de la
referencia a la alteridad, cabe también reconocer la pertinencia de remitirse a la
discusión ontológica y ética que insiste en ella para no caer en la historización
banal de sus significados o su uso ligero en diferentes contextos.
De otro lado, resulta fundamental resaltar la dimensión ética de la alteridad
que justifica una posición respetuosa y tolerante del sujeto hacia el otro,
particularmente en el planteamiento de la responsabilidad como principio ético y el
reconocimiento fenomenomenológico de su existencia previo a la constitución del
yo. En una época donde las instituciones y el contrato social se encuentran tan
debilitados, sólo la apelación a la ética y su articulación profunda con la política
respaldan la apuesta por aceptar la diferencia, confrontarse a la reflexión íntima
sobre la propia identidad que esta comporta y posibilitar un lazo social diferente.
¿Cómo vivir en un mundo impregnado de diferencias que transforman
continuamente los referentes a partir de los cuales me defino como yo? ¿Cómo
relacionarme con lo diferente y lo extranjero? Finalmente es en el acontecimiento
singular, más allá del marco universal y homogeneizante de las estructuras
burocráticas donde se hace real el encuentro con la diferencia, sea la
materializada por los otros o la que está latente en la construcción de nosotros
mismos.
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