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Introducción
El presente trabajo surge del interés por profundizar en la categoría y sus
alcances en las ciencias sociales. Con ese objetivo, se propone abordar la
alteridad a partir de diferentes trabajos de investigación publicados entre 2002 y
2014, apuntando a las posibilidades de un lazo social que en lugar de reducir,
traducir o recusar la singularidad de cada uno, de lugar al respeto por lo distinto,
haciendo "todo lo posible por permitir que las palabras y las acciones del otro sean
aprehendidas" (Ortega, 2004; p. 18). Este ejercicio se inscribe en el campo de la
filosofía práctica en tanto reflexión sobre las vicisitudes del sujeto en la
cotidianidad, que supone abordar tanto la cuestión de la identidad, como los
efectos de sus acciones sobre los otros y sobre sí mismo. El encuentro con la
diferencia es una oportunidad para interrogar tanto la toma de posición del agente
en un contexto histórico, social e interpersonal con respecto a una situación
específica, como la fuente de la argumentación y su estatuto como sujeto moral.
Acaso la discusión sobre categorías conceptuales como la alteridad nos permitan
sopesar los alcances del obrar humano con respecto a la diferencia, fundando un
ethos incluyente y responsable.
El documento parte de una breve reseña histórica del abordaje filosófico del
concepto, para luego presentar los planteamientos de Emanuel Lévinas como
referente privilegiado de gran parte de los trabajos consultados, hacer un
acercamiento puntual a algunas propuestas latinoamericanas contemporáneas
que abordan el tema de la alteridad y concluir con una revisión de artículos que
exploran la aplicación del concepto a diferentes disciplinas y problemáticas
estudiadas por las ciencias sociales. Este recorrido permite situar la discusión
ontológica que implica la alteridad como categoría -particularmente en lo que
respecta a la concepción cartesiana del sujeto- interrogando la independencia del
cogito con respecto a la corporalidad y al otro (Ruíz, 2009). En este contexto se
destaca el valor de las contribuciones de la hermenéutica y la fenomenología y
algunos desarrollos contemporáneos, específicamente en el ámbito
latinoamericano.
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“el reconocimiento por parte de Platón de lo Otro – lo Distinto la Diferencia- como género
supremo, frente a la posición radical de Parménides y rebajando de ese modo la exigencia de
identidad absoluta para que algo sea” (Ávila-Crespo, 2000; p. 6).
el alter ego con el cual se tiene la misma disposición que consigo mismo. Esto
resuena con la orientación bíblica y cristiana hacia el prójimo, mostrando que si
bien en el orden de lo físico la alteridad como cualidad de lo diferente tuvo un
papel clave para la comprensión de la multiplicidad –particularmente en el
contexto de la reflexión griega sobre el cambio-, en el orden ético y social es lo
común lo que funda el vínculo y lo que permite que las diferencias se armonicen
con los fines de la polis o con la vivencia de humanidad.
La alteridad en la modernidad
En este punto, es interesante marcar cómo la alteridad se constituye en un
problema ético cuando se transforma radicalmente la concepción de la persona –
valga decir del sujeto- en la modernidad. La separación del individuo de la
comunidad a la interioridad de su conciencia, el cuestionamiento de la institución
religiosa como mediador en la experiencia religiosa y la institución del
pensamiento como su condición de existencia (materializados en la filosofía
cartesiana pero también resultado de las mutaciones sociohistóricas derivadas del
movimiento renacentista y la decadencia de la Iglesia Católica) fueron factores
decisivos en este desplazamiento, que como indica Laín-Entralgo, citado por
Ferrater-Mora (2009) lleva a pensar al otro en el panorama de una razón solitaria.
En efecto, con Descartes y el reemplazo de la substancia por la idea, por la
representación mental se opera un movimiento contrario en el que el ser se
subordina al pensar (Serrano, 2003). Si bien Dios asume el lugar de garante de la
posibilidad de conocimiento y operador que define el conjunto, el sujeto asume el
protagonismo y la dirección del acto epistemológico, construyendo un mundo con
ideas elevadas a la condición de conocimiento objetivo. Empero, lo que en
Descartes aparece como evidencia de la conciencia que se hace auto
transparente a sí misma, pero requeriría un “acceso privilegiado”, cuestiona tanto
la posibilidad de transmitir tal conocimiento, tal evidencia a otros, sino que funda
un desconocimiento de la comunidad y del otro en un sentido ético-político.
Este punto, el del reconocimiento del otro, resulta ser un tema central en la
psicología inglesa, abordado desde la perspectiva de un yo concreto que a través
de su experiencia sensible toma al otro como objeto sentimental. En esa vía, la
noción de simpatía trabajada por David Hume (1739/2005) se plantea como una
cualidad humana que nos hace sensibles a los demás, a recibir sus inclinaciones y
sentimientos independientemente de su diferencia. Adam Smith (citado por Conill,
2008), destaca sentimientos morales como la compasión o la lástima, que más allá
del egoísmo propio del humano e independientemente de la condición o la virtud
nos permite sintonizarnos con el dolor del otro.
La introducción de un sujeto racional y autónomo por parte de la filosofía
kantiana, que voluntariamente se somete a la ley moral y actúa en función de ella
por puro deber, va a acentuar el carácter moral del otro, en tanto remite al sujeto
más allá de sí mismo (González-Silva, 2009). Aquí la voluntad a la que se apunta,
entendida como una facultad del pensamiento, es a la voluntad buena en sí
misma, independientemente de la utilidad o de su capacidad para alcanzar un fin
propuesto. Empero, su constitución por parte de la razón práctica sí genera una
satisfacción, en virtud del cumplimiento de un fin que sólo la razón determina. Se
trata del respeto como un sentimiento “autoproducido” por un concepto de la
razón (lo cual lo haría totalmente distinto de los demás sentimientos) y que
“significa meramente la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una
ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido” (Kant, 1999; p. 133). El
respeto surge como efecto de la ley moral, ésta es su objeto a consecuencia de
nuestra voluntad y limita nuestro amor propio. El respeto por el otro, en esta
lógica, se produce porque en él, tanto como en mí, reconozco a la ley moral, se
encarna la ley moral.
Esta dignidad moral del otro sostenida por Kant es fundamental dados los
procesos de instrumentalización propios de la modernidad, en virtud de “la
creciente mercantilización, politización y juridificación del otro, a lo que habría que
añadir en el mundo contemporáneo la conversión del otro (de los otros) en
espectáculo a través de los medios de comunicación” (Conill, 2008; p. 53). No
obstante lo anterior, cabe decir que en este planteamiento, como en muchos de
las reflexiones de la filosofía moderna, se parte de la premisa de un yo
autoconsciente y autónomo fundado a priori en el pensamiento, que vendría a
delimitar el campo de las discusiones gnoseológicas o morales. Se reconoce aquí
la huella cartesiana, que en la tradición occidental lleva a subsumir la pregunta por
el agente bajo la noción de Yo.
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Se toma aquí la fórmula utilizada por Ricoeur (1996) en su discusión frente al Cogito en el prólogo
sobre La cuestión de la Ipsedad.
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Ricoeur (1996) destaca como el análisis de la tercera de las meditaciones cartesianas pone al
Cogito en una relación de dependencia con respecto a la existencia de Dios como verdadero
fundamento de las cosas incluyéndolo.
abrirá a finales del siglo XIX un amplio abanico de conceptualizaciones, no sólo en
la filosofía sino en todo el campo de las ciencias sociales, que terminarán por
deslegitimar la unidad y la centralidad del yo, ubicando su determinación en el
plano concreto del encuentro con el otro y dando lugar a múltiples reflexiones en
relación con el binomio identidad-alteridad.
Tal desplazamiento, que supone otorgar al otro un lugar de privilegio en la
constitución del yo, le debe mucho a Hegel y a su teoría del reconocimiento
(Conill, 2008). Esta teoría destaca al otro como fundamento de la consciencia de
sí, mostrando cómo el ser otro del objeto le permite reconocerse sin negar su
diferencia. La relación entre la autoconsciencia y el otro sienta las bases de la
intersubjetividad como categoría filosófica, que será explotada por la
fenomenología y la hermenéutica y que en virtud de la cual puede decirse que el
yo está en los otros, que es el retorno del otro.
Conill (2008) apela a la figura de Dilthey para mostrar el temprano
reconocimiento por parte de la filosofía hermenéutica del estatuto de la vivencia de
los otros a partir de la comprensión de la vida como realidad primaria. La
mismidad de la vida, del espíritu en tanto universal se expresa en el yo, en el tú,
en la comunidad, en la cultura y en la historia; en esta línea hermenéutica, el otro
sería fundamentalmente la vida en su comunalidad, cuya comprensión se orienta
hacia su realidad viviente. Solla y Graterol (2013) en su investigación documental
sobre el papel del otro como pilar del desarrollo humano en el campo educativo
abordan esta apertura al horizonte de la vida retomando a Heidegguer, ubicando
en el nacimiento del individuo como la institución de su existencia a partir de su
poder-ser en el mundo. “El ser del hombre necesita abrirse al mundo y a otras
personas” (p. 402) y esto sólo es posible a través de la cotidianidad, de la
comprensión y del estar-con el otro. El comprender, el estar abierto al mundo a
través del lenguaje permite que la experiencia del Yo pueda entrar en el Tú, de tal
suerte que la comprensión del otro desnude la propia interioridad.
Ahora bien, al entenderse al lenguaje como una mediación clave en la
comprensión del mundo y de la vida, puede decirse que la experiencia de alteridad
acontece allí, más precisamente en la conversación, en el diálogo. Desde esta
perspectiva, Gadamer, citado por Conill (2008), se pregunta por “cómo
compaginar la comunidad de sentido que se produce en el diálogo con la opacidad
del otro” (p. 60) poniendo en primer plano el carácter simultáneamente limitante y
facilitador del lenguaje. Acaso por eso mismo la apuesta de Gadamer sea
pragmática, señalando la fuerza transformadora de la conversación, que no sólo
oficia como ampliación de nuestra individualidad sino que es comunidad “en la
que cada cual es él mismo para el otro, porque ambos encuentran al otro y se
encuentran a sí mismos en el otro” (p. 61).
El reconocimiento del potencial de alteridad que supone la conversación más
allá de las comunalidades que se establecen en los consensos, es según Conill
(2008) el punto de partida de las hermenéuticas de la alteridad, que desde una
lectura crítica ponen en el centro de la reflexión la comprensión de lo extraño y el
conocimiento del otro en su diversidad. El cuestionamiento a la vocación universal
y unificadora de la comprensión del ser y de la vida, que terminaría reduciendo la
singularidad y que en la búsqueda de consenso estaría inclinada a someter lo otro
a sí mismo, tendrá un lugar central en posturas como la de Nicole Ruchlak y la del
mismo Emmanuel Lévinas. La apuesta de Gadamer por “aprender a reconocer lo
común en el otro y en la diferencia” (citado por Conill, 2008; p. 61) excluye la
diferencia radical, en favor de la consideración de un cierto entendimiento
fundamental al que puede remitirse la experiencia hermenéutica, que en todo caso
reconoce el papel de la diferencia en toda forma de entendimiento y comprensión.
La fenomenología, en particular el trabajo de Merleau-Ponty (Trilles-Calvo,
2002), también parte de la crítica al solipsismo y el dualismo cartesiano, para
intentar abordar el problema de la alteridad apoyándose en la reconceptualización
del Cogito, del cuerpo y de la intersubjetividad. Trilles-Calvo (2002) hace un
extenso análisis de los desarrollos que sobre el tema propuso Merleau-Ponty en
su obra Fenomenología de la percepción (1945), señalando las limitaciones con
las que se encuentra y reconociendo la necesidad de formular una nueva
ontología.
De acuerdo con la autora, Merleau-Ponty parte de la premisa de la existencia
del Otro (el prójimo ya está ahí) para situar la posibilidad de interacción
desmarcándose de la diferenciación tradicional entre el Cogito reducido a los
límites de la autoconsciencia y la definición del cuerpo como cuerpo-máquina.
Merleau-Ponty también rompe con “la idea de que lo que no es consciencia es
necesariamente objeto” (Trilles-Calvo, 2002; p. 167), lo que le evita cosificar la
consciencia ajena y posibilita la formulación de la pregunta por la existencia de
otro ser humano. A concebir al Cogito encarnado “como un soma consciente que
se despliega intencionalmente en el entorno” (p. 169), el problema de la alteridad
deja de plantearse como encuentro de dos consciencias y más bien nos confronta
con la (im)posibilidad de expresión del ser ajeno. A lo largo de los nueve niveles a
través de los cuales busca resolver la cuestión, Merleau-Ponty no logra superar
los límites que impone la ubicación del agente como yo en el cual se localiza la
intención de dirigirse al otro. Adicionalmente, la afirmación del otro y el
conocimiento de su comportamiento, de sus cualidades no supone un
conocimiento de su ser; entrar en contacto con las expresiones del otro no implica
encontrarse con el ser del otro, lo cual deja abierto el problema de la
intersubjetividad.
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En este punto se evidencia la influencia de Gadamer y en general de la corriente pragmática de
la lingüística, que consideran el lenguaje en tanto estructura dialógica, en su dimensión
conversacional.
significado sobrepasa los contenidos de la consciencia del yo y apunta a un
contenido anterior a toda categorización, anclada en la corporalidad inmediata del
otro, que estructura éticamente al yo.
En el contexto de la relación cara a cara, donde del lado del yo se ubica la
identidad mientras que del lado del otro está la diferencia, se instituye la relación
de alteridad, que parte de la capacidad del rostro (presencia del otro) para
cuestionar la autoridad de la consciencia del yo. El rostro, entonces, es el origen
de todo discurso y sentido, responsabilidades que el otro suscita en el yo a la
manera de un compromiso ético anterior a su decisión y acción racional. La
sensibilidad del rostro es el discurso que va a estructurar la responsabilidad del yo
como sujeto sin reducir la corporalidad (ni la propia ni la del otro) a ningún
contexto. Esto último se evidencia también en el planteamiento del deseo
metafísico del otro, de ser para el otro, que está en la base de la fuente dialogal de
la relación de alteridad. De acuerdo con Rojas-Cordero (2011) esto remite al tema
del hay en Lévinas, que designa como una experiencia de ausencia y presencia al
mismo tiempo, de vacío y totalidad, pero también de encuentro entre una y otra.
“El hay es la superación de lo puramente existente, dejando de ser un ser en sí,
superando el des-interés y pasando a ser para el otro” (p. 57). El hay implica
confrontar el horror, que está de lado de la determinación del ente, y se abre hacia
lo posible, hacia las posibilidades infinitas del ser.
En este punto Lévinas (citado por Navarro, 2008) introduce la función de un
tercero que sitúa el carácter público del mandato del otro, que pone en primer
plano la condición de dirigirse a alguien como fundamento del lenguaje. Esta
dimensión, que le otorga un carácter político a la acción ética, muestra en últimas
que todo discurso asume la estructura de la relación de alteridad. Las éticas de la
alteridad no parten de un sujeto autosuficiente, autónomo y solipsista, sino que
hacen énfasis en la interrelación no contaminada por la razón de ningún sujeto
que se yergue como poderoso y amenazador (Navarro, 2008). La humanidad en
estas coordenadas se define como proximidad, como el Uno para el Otro.
En un escrito orientado a presentar la obra de Lévinas a estudiantes de
bachillerato, Lupiáñez-Tomé (2009) resalta este aspecto de la propuesta filosófica,
que aborda al ser humano como un ser social constituido por, con y para los otros
seres humanos. En la revisión de estos planteamientos y de la biografía de
Lévinas se muestra cómo el autor parte de la fundamentación de una antropología
para luego formular una ética va más allá de una metafísica. Inicialmente, Lévinas
propone una antropología enfocada a la alteridad, sin embargo, en la medida en
que el énfasis de esta es el conocimiento del ser humano, da el salto hacia la ética
que no sólo implica la preocupación por el otro sino que tiene un carácter práctico.
Este giro, se articula a la reconceptualización de las nociones de muerte, tiempo y
Dios, al que no piensa como ente superior sino en relación con el rostro del otro.
Quesada-Talavera (2011) se interesa en el concepto de alteridad como
piedra angular de una nueva ética, que se cifra en la relación metafísica entre el
Infinito y el Yo y que es ante todo lenguaje, subjetividad y responsabilidad. En este
artículo la introducción de la alteridad como “idea de lo infinito en nosotros”
(Lévinas, citado por Quesada-Talavera, 2011; p. 394) que cuestiona a la
conciencia objetivante y a la potencia de la intencionalidad frente a la presencia
absoluta y desproporcionada de lo infinito. El darse lo infinito al mismo, relación en
la que se significa la alteridad, devela la asimetría entre el Yo y el Otro (asimetría
metafísica) “que acontece y aparece, que mora y al que se le reconoce” (p. 395).
La alteridad se dice en el lenguaje, lo infinito que hace presencia en el otro se
dirige al Yo, creando en ese acto de habla una relación y un nuevo ámbito del ser:
un no-lugar que se erige en el topos del pensar -entendido como un deseo de
pensar lo posible y de necesidad de pensar- donde se sitúa “la posibilidad radical
de la esencia sin la insoslayable identidad de lo coincidente consigo mismo”
(Lévinas, citado por Quesada-Talavera, 2011; p. 396). Aquí lo infinito no es un
objeto del pensamiento, es una idea que se constituye en Otra, que es irreductible
a la interioridad y sin embargo no la violenta.
Quesada-Talavera (2011) también retoma la noción de rostro de Lévinas
como modo de la alteridad, que simultáneamente “es en la interioridad del sí
mismo y en la exterioridad del Yo que lo recibe” (p. 398). El rostro es anterior al
Mismo, al Yo, al sí mismo, está del lado del Otro y su relación con el Yo se da en
la inmediatez de la palabra que le dirige, que lo interpela, que expresa. En este
contexto, la responsabilidad se instituye como responsabilidad del Yo para-con-el
Otro, que le da sentido y significado a mí mismo; en ese orden de ideas Lévinas
(citado por Quesada-Talavera, 2011) dirá que “es en la ética donde se anuda el
nudo mismo de lo subjetivo” (p. 399). Ahora bien, en el para-con-el-Otro del sí
mismo acaece una sustitución que marca la ruptura con la esencia y en virtud de
la cual este se deshace de su esencia en el ser del otro distinto de sí, dando lugar
a la conformación de la subjetividad. La intersubjetividad en este marco alude al
modo asimétrico de ser de lo Infinito en el Mismo, que no supone la plena
desaparición de sí mismo sino la posibilidad de resistencia de lo Mismo a la
desaparición que “aporta un principio de individuación” (Lévinas, citado por
Quesada-Talavera, 2011; p. 402).
Para finalizar, Quesada-Talavera (2011) discute algunas críticas a la
propuesta levinasiana, centradas en el privilegio del misterio y de la ausencia en
su teorización del Otro y la posibilidad de cosificarlo, promoviendo un mayor
individualismo. Frente a esto, el autor insiste en la imposibilidad de describir al
Otro individual y resalta la apuesta de Lévinas por definirlo a partir del Otro mismo
articulado a una responsabilidad práctica pero también trascendente; “esto es, yo
respondo por el Otro, porque éste, que se me da como rostro y que me habla,
demanda de mí una respuesta a su sufrimiento, a su dolor, a su menesterosidad, a
su vulnerabilidad” (p. 403). Como también lo señaló Navarro (2008), la humanidad,
en la proximidad no espacial, se constituye a partir de la tríada que implica al Otro,
al Yo y al tercero.
Giménez-Giubbani (2011) hace hincapié en el humanismo del rostro como
crítica al humanismo occidental a partir de la noción de responsabilidad absoluta
por el otro. En el texto, destaca la construcción de subjetividad desde la alteridad,
premisa que fundamenta la concepción de la identidad del yo a partir de esa
responsabilidad por el otro ser humano. La autora hace eco de la importancia que
el estudio del Otro ha tomado para la filosofía en los últimos tiempos y reconoce
en el trabajo de Lévinas un camino pertinente para pensar estas cuestiones. La
revisión del concepto de rostro del Otro, da lugar a una consideración de la
violencia en términos de la negativa a concebir que el Otro sobrepasa la potencia
del yo, siendo el ideal de santidad “la posibilidad humana de dar prioridad al Otro
por encima del yo” (p. 340). En estas coordenadas, la maldad consiste en el
desconocimiento de la responsabilidad para con el Otro como compromiso anterior
a cualquier deliberación constitutiva del ser humano, que limita su libertad en tanto
ni se justifica ni se instaura.
De acuerdo con Giménez-Giubanni (2011), el humanismo del otro planteado
por Lévinas, se sostiene en la tesis de la asimetría ética y la vocación de santidad
que ratifica. Si bien la preeminencia del otro parece discutible en virtud de lo que
sería la tendencia de todos los vivientes a concederse prioridad a sí mismos, al
trascender la ontología, Lévinas propone fundar la ética en las prescripciones de
un Bien que introduce al humano en la responsabilidad con el Otro y lo define
como “una interrupción del ser por la bondad” (p. 343). Bajo ese prisma, se pone
en entredicho la triada libertad-poder.posesión como base de la identidad del ser-
sujeto para entender al sujeto en términos de una pasividad voluntaria que se abre
al nivel de la sensibilidad, no al nivel de la conciencia, donde el Otro es siempre el
primero. El sujeto, en la lógica de Lévinas, es sujeto al Otro, siendo la
responsabilidad estructura fundamental de la subjetividad.
A partir de la revisión de los planteamientos de Lévinas, Giménez-Giubanni
(2011) se pregunta por la posibilidad de pensar en una responsabilidad mutua en
la relación de alteridad, cuestionando el alcance del principio de asimetría ética,
que entendido como desigualdad ética supone atribuir más responsabilidad a sí
mismo que al Otro y que incluso puede hacer de la responsabilidad una suerte de
condena para el Yo. ¿No es excesivo el pedido de Lévinas en su ética de la
alteridad? ¿Hasta qué punto el asumir la responsabilidad para-con-el-otro como
sentido del Yo no lo despoja de su identidad y su responsabilidad? ¿Es posible
estructurar la vida personal y social sobre un planteamiento tan radical? (p. 348).
La propuesta levinasiana en efecto parece ser un planteamiento insuperable
en lo que refiere a la conceptualización de la alteridad, que invierte la tradicional
referencia a la centralidad para la construcción de identidad y de sentido e
interroga la definición del otro en términos de aquello que “se distingue del límite
del mundo y lo cuestiona” (Ruíz, 2009; p. 99). Esto último permite ampliar el
horizonte de comprensión, habitualmente limitado con la concepción del otro como
fuente de amenaza para todos los sentidos de la verdad (siempre definidos en
función del centro). Históricamente, el conocimiento del otro se ha
instrumentalizado con el fin de juzgarlo y dominarlo, negando de plano la
generación de diálogo y la posibilidad de su existencia participativa. Lévinas
contribuye a interrogar la relación identidad-alteridad, al situar la intervención del
Otro como pura diferencia en el marco de una alteridad trascendente al orden de
conciencia que niega la diferencia (el cogito cartesiano).Esto es fundamental,
porque como bien lo subraya Ruíz (2009), desde una lectura tradicional, la
alteridad como forma de relación con el mundo quedaría destrozada por el ataque
de lo mismo (p. 100) y el retorno al principio. El abordaje levisiano constituye
justamente una ruptura con la tradición, particularmente la tradición griega,
(reflejada en el relato de Ulises y la ilusión del retorno a Ítaca) y el rescate del
relato hebreo, representado por Abraham, donde la realización de la posibilidad
permite la intrusión y el despliegue de la otredad para sobreponerse a ese retorno
de lo mismo. En esas coordenadas, Lévinas, citado por Ruíz (2009), nos recuerda
que “el otro conmueve nuestro sistema porque nos interpela, dice lo inédito a mi
sistema” (p. 100).
Vázquez-Fernández (2014) señala como a lo largo de la historia, las
múltiples transformaciones del concepto de alteridad han girado en torno a dos
vías: una, negativa, que formula una interpretación desidentificadora de la
alteridad centrada en la definición de la diferencia como alteración de la identidad5,
y otra positiva, sostenida por dos acontecimientos claves, la crítica metafísica de
Heidegger y la acepción de la alteridad como categoría esencial de la existencia
humana. El autor retoma el trabajo de Lévinas y el de otros filósofos para
fundamentar tres lecturas que profundizan en el alcance de este concepto a la
hora de pensar en una alternativa a la hegemonía cultural vigente.
La primera de ellas, denominada por Vázquez-Fernández (2014) como
Alteridad ética: el ocaso de lo mismo, muestra la ruptura con la ontología
Algunas conclusiones
La revisión documental aquí presentada, que testimonia un incremento
continuo del número de publicaciones en los que se articula la alteridad a múltiples
disciplinas y problemas concretos, reitera la importancia de abordar la diferencia
en un contexto económico, político, social, religioso y tecnológico en que las
unidades tradicionales se atomizan. En efecto, la alteridad ha sido una categoría
central a lo largo de la historia de la filosofía; sin embargo, a partir del
cuestionamiento del cogito cartesiano, del proyecto liberal de la modernidad, del
avance de la tecnociencia y las transformaciones derivadas de la globalización, las
preguntas por cómo hacer para vivir con la diferencia, cómo abordar los problemas
cotidianos que implican el encuentro con los otros en lo público y en lo privado y
cómo una concepción inclusiva y positiva de la diferencia transforma el
conocimiento y la praxis en una disciplina, entre otras, se amplían y se multiplican.
En ese sentido, si bien puede afirmarse que hay una progresiva independencia de
las ciencias sociales con respecto a la filosofía en la definición y uso de la
referencia a la alteridad, cabe también reconocer la pertinencia de remitirse a la
discusión ontológica y ética que insiste en ella para no caer en la historización
banal de sus significados o su uso ligero en diferentes contextos.
De otro lado, resulta fundamental resaltar la dimensión ética de la alteridad
que justifica una posición respetuosa y tolerante del sujeto hacia el otro,
particularmente en el planteamiento de la responsabilidad como principio ético y el
reconocimiento fenomenomenológico de su existencia previo a la constitución del
yo. En una época donde las instituciones y el contrato social se encuentran tan
debilitados, sólo la apelación a la ética y su articulación profunda con la política
respaldan la apuesta por aceptar la diferencia, confrontarse a la reflexión íntima
sobre la propia identidad que esta comporta y posibilitar un lazo social diferente.
¿Cómo vivir en un mundo impregnado de diferencias que transforman
continuamente los referentes a partir de los cuales me defino como yo? ¿Cómo
relacionarme con lo diferente y lo extranjero? Finalmente es en el acontecimiento
singular, más allá del marco universal y homogeneizante de las estructuras
burocráticas donde se hace real el encuentro con la diferencia, sea la
materializada por los otros o la que está latente en la construcción de nosotros
mismos.
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