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La costumbre

«Hay algo peor que tener un mal pensamiento. Es que le den a uno el pensamiento hecho. Hay algo peor que tener
un alma mala y hasta de hacerse un alma mala. Es que le den a uno el alma hecha. Hay algo peor que tener un alma
perversa. Es tener un alma acostumbrada.
Se ha visto de qué increíbles artimañas se vale la gracia y de qué gracias increíbles se vale la gracia para penetrar
en un alma mala y hasta en un alma perversa, salvando lo que parecía perdido. Pero nunca se ha visto mojar lo que
está barnizado, atravesar lo que es impermeable, empapar lo que está habituado.
Las curaciones, los éxitos y los rescates operados por la gracia son maravillosos, y se la ha visto muchas veces ganar
y salvar lo que parecía perdido. Es que las mayores miserias, las peores bajezas, las torpezas y los crímenes, el
pecado mismo, son a menudo fallas de la armadura, fallas de la coraza, por donde la gracia puede penetrar en la
dureza del hombre. Pero todo resbala y no hay espada que no se melle contra esa coraza inorgánica que es la
costumbre.
O, si se quiere, en el mecanismo espiritual las peores miserias, bajezas, crímenes, torpezas, y el mismo pecado, son
precisamente los puntos de apoyo de las palancas de la gracia. Por allí penetra. Por allí encuentra el punto que hay
en todo hombre pecador. Apoya sobre ese punto doloroso. Se ha visto salvar a los más grandes criminales.
Valiéndose de su mismo crimen. Por el mecanismo, por los puntos de articulación de su crimen. En cambio, nunca se
ha visto salvar a los acostumbrados por el punto de articulación de la costumbre, precisamente porque la costumbre
carece de puntos de articulación.
Se pueden hacer muchas cosas. No puede mojarse un tejido hecho para no ser mojado. Se le puede echar toda el
agua que se quiera, pues no se trata aquí de cantidad, sino de contacto. No se trata de echar agua, sino de que el
tejido quede, o no quede, impregnado. Se trata de establecer un contacto particular por el que pueda, o no pueda,
penetrar. Este fenómeno tan misterioso es lo que se llama mojar. No interesa la cantidad. Hemos abandonado la
física de la hidrostática. Hemos entrado en la física de la mojadura, en una física molecular, globular, en la que rige
el menisco y la formación del glóbulo, de la gota. El agua no se adhiere a una superficie grasienta. No se adhiere,
échese mucha o poca agua. No se adhiere en absoluto. No se establece lo mojado. No se establece ese contacto que
se llama mojado, ni esa penetración que se llama mojadura. Y no se trata de cantidad, pues en cuanto la mojadura y
la penetración por contacto no se producen, toda nueva gota que se presente es como si fuera la primera. Es
semejante a la primera. Para la mojadura es la primera. No adelanta más que la primera. Para que la física de la
cantidad, del peso, del volumen, para que la hidrostática entre en juego, es necesario que la primera gota haya
hecho ya algo a lo cual la segunda viene a agregarse. Para formar una pesa de un kilogramo en el platillo de una
balanza, podemos desvalijar a todos los farmacéuticos y divertirnos echando sucesivamente en el platillo un millón
de pesas en laminillas de un miligramo que hayamos escamoteado en las campanas de vidrio de todas las balanzas
de precisión. Conseguiremos pesar. Más aún, lo conseguiremos desde el principio, desde el primer miligramo.
Estamos en la física del peso, porque el segundo miligramo encuentra ya la situación modificada. No encuentra la
situación intacta. El primer miligramo empezó a desequilibrarla. El segundo continúa la obra, y así los demás. Luego
vendrán todos los que sean necesarios.
En cambio, en los fenómenos de la mojadura, en la física de la mojadura, nunca se llega a empezar. Podemos
deslizar un millón de gotas de agua, juntas o sucesivas, sobre la superficie grasa. Cualquier segunda gota que se
presente encontrará una situación neta. Toda segunda gota encuentra una situación intacta. Toda segunda gota
encuentra una situación inalterada. Toda segunda gota que se presenta es semejante a la primera, se presenta como
la primera. Toda segunda gota que se presenta nota que le corresponde empezar. Y no puede comenzar.
Toda segunda gota que se presenta se encuentra con que debería crear.
Un fenómeno comparable, y aun diré un fenómeno del mismo orden, se produce en la administración de la gracia.
Mejor dicho: esa diferencia, esa división profunda que se nota entre la física ordinaria y la física de la mojadura, por
la cual siempre podemos pesar, pero no siempre mojar, esa grieta no sólo continúa y prosigue, sino que se hace más
profunda al pasar de la naturaleza propiamente física a la naturaleza espiritual y a lo que llamaré materia espiritual y
física espiritual. Algunos fenómenos espirituales se ajustan a la física del peso, y otros fenómenos espirituales se
ajustan a la física de la mojadura.
Se ven muchas cosas. Pero hay frutos provistos de un vello que impide que se mojen. Ya pueden llover los cielos.
Rorate, coeli, desuper.
Mientras estamos en la física del peso, de la cantidad, la abundancia de la gracia fluye como una abundancia.
Diríamos que fluye como una abundancia hidrostática, como una abundancia de orden hidrostático. Empapa, baña,
penetra. Todo hombre con alguna experiencia de gracia, en sí mismo o en el prójimo, conoce esas irresistibles
infusiones, esas penetraciones impenetrables, esas victorias invencibles. Pero cuando penetramos en la física de la
mojadura, en la física del humedecimiento, nada es nada, nada hace ya nada, las leyes de la causalidad ya no obran,
especialmente las leyes de la causalidad física, porque el mínimo ajuste necesario para que la causa produzca su
efecto, para que el efecto se ajuste a la causa, para que la causa se ajuste al efecto, en una palabra, para que la
causa tenga efecto sobre el efecto, porque ese ajuste mínimo, ese mínimo embrague, que es una nada, pero lo es
todo, que es una nada, pero una nada indispensable, no se produce, no opera, no obra, no se presenta. Porque,
pese a las teorías de la causalidad y aun a las más deterministas, para el paso de la causa al efecto se necesitará
siempre cierto ajuste, un acomodo, una colocación en la polea, antes que ésta empiece a girar. Así como las
metafísicas materialistas atomísticas carecían de resorte para el ajuste de los átomos y carecían del clinamen
necesario, así también las metafísicas del determinismo físico más hermético, las metafísicas de la causalidad, y si se
quiere de la eficacia más extrema, necesitan, para alcanzar su extremo, de ese breve ajuste inevitable (del que no
pueden prescindir y que la realidad no puede evitar).
En la física ordinaria, es decir en la física primera, en la física del peso y de la hidrostática, el ajuste, y por su
intermedio la causalidad, obra siempre. Por el contrario, en la física de la mojadura, en la física del humedecimiento
(análoga a la física del menisco y del equilibrio de las superficies líquidas y de la formación de gotas y de gotitas; y
de las atmósferas; y de las dispersiones; y de las soluciones coloidales, y tal vez de otras soluciones), el ajuste y
mediante él la causalidad, no obra siempre. Siempre tenemos peso; no siempre somos susceptibles de mojarnos. O
mejor, todas las cosas tienen peso, pero todo no es susceptible de ser mojado. Siempre somos ponderables, pero no
siempre humedecibles. Siempre se nos puede pesar, no siempre penetrar.
De ahí viene tanta deficiencia (pues hasta las deficiencias tienen su causa), de ahí vienen esas deficiencias que
comprobamos en la eficacia de la gracia, que obtiene inesperadas victorias en el alma de los más grandes pecadores
y es a menudo inoperante en las personas honestas; ya que no puede obrar sobre ellas. Esto es sencillamente
porque la gente más honesta, o sencillamente la gente honesta, o los que así son llamados y que se complacen de
llamarse así, no tienen fallas en su armadura. No están heridos. Recubiertos como están de una piel moral siempre
intacta, esa piel se hace cuero y coraza sin fallas. No presentan la abertura provocada por una herida profunda, un
desgarramiento inolvidable, una pena invencible, un punto de sutura eternamente mal juntado, una inquietud
mortal, una oculta angustia inconfesada, una secreta amargura, un derrumbe perpetuamente encubierto, una
cicatriz permanente. No ofrecen a la gracia esa entrada que es el pecado. Como no están heridos ya no son
vulnerables. Como nada les falta, nada se les da ya. Como nada les falta, no se les da el todo. Ni la caridad misma
de Dios cura al que no tiene llagas. Si el Samaritano pudo recoger a un hombre, fue porque ese hombre yacía en el
camino. Si la Verónica pudo enjugar el rostro de Jesús, fue porque el rostro de Jesús estaba sucio. No se podrá
recoger al que no esté caído; ni podrá enjugarse el rostro que no esté sudoroso.
La “gente bien” es impermeable a la gracia.
Es éste un problema de física molecular y globular. Eso que llamamos moral es un unto que hace al hombre
impermeable a la gracia. De ahí que la gracia obre en los peores criminales y levante a los miserables pecadores. Lo
consigue porque empezó penetrándolos, pudo penetrarlos. De ahí también que si nuestros seres más queridos están
por desgracia untados de moral, son, para la gracia, inatacables, impermeables. Empieza por no poder penetrarlos.
Desde la epidermis.
Son impenetrables absolutamente, en su totalidad, porque están untados, porque son impenetrables en el punto
sensible a la mojadura, en la superficie de mojadura, que constituye el origen y la superficie de penetración.

Un líquido moja o no moja. No moja más o menos. Moja o no moja. No es cuestión de grados. No es cuestión de
más o de menos. Todo o nada. Es cuestión de empezar o de no empezar. Y luego, de haber empezado o de no haber
empezado.
Un ácido muerde o no muerde, ataca o no ataca. Mucho ácido sulfúrico no hará nunca lo que no puedo hacer un poco
de ácido sulfúrico.
No se trata ya de cantidad. Se trata de entrar o no entrar».
(Charles Péguy, Nota conjunta sobre Descartes y la filosofía cartesiana, Emecé Editores S.A., Buenos Aires, pp 78-
84).

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