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Literatura menor y despreocupación poética

Rafael Hernández Rodríguez

Al afirmar que las tradiciones literarias latinoamericanas -y americanas en general-


no son simples copias de las europeas, no quiero decir que las culturas de este
continente se desarrollaron aisladas de Europa, ni que la dependencia colonial
durante los tres siglos posteriores al descubrimiento y la conquista de América dejó
de existir por decreto junto con las independencias políticas de las colonias de
Portugal, España o Inglaterra. [1] No es posible negar en nuestras letras los
préstamos o los plagios; tampoco es posible suponer que las literaturas americanas
han permanecido impermeables a las influencias ajenas, después de todo el
intercambio cultural ha sido y es inevitable, aunque desde luego en dicho intercambio
toda manifestación cultural es asimismo transformada: mutilada, parodiada,
reactivada, desmantelada, etcétera.

En el caso latinoamericano en concreto me parece que dicha situación de


dependencia colonial y la directa relación con la cultura europea, que no excluye la
admiración ni la mezcla, han sido fundamentales para la formación de lo que
entendemos como culturas latinoamericanas. Ahora bien, cualquier tipo de
manifestación cultural, en cuanto producción social, es lo mismo mercancía que mecanismo ideológico y por
lo tanto el hecho de que una sociedad o grupo dado produzca tal o cual “gran” objeto o manifestación
artística tiene una estrecha relación, sin duda, con la manera como ese objeto o manifestación habrá de
valorarse en función de quien la produce y su manera de relacionarse con el resto de las sociedades o grupos
humanos. De esta forma, el hecho de que unas literaturas sean más leídas e influyentes -tengan más
demanda y prestigio- en el mundo no tiene necesariamente una relación directa y lógica con su “calidad”,
sino principalmente con el hecho de que se trata de expresiones culturales de las sociedades dominantes, o
de sectores dominantes aun en sociedades marginales, como observa Néstor García Canclini con relación a la
dinámica cultural mexicana,

[e]l patrimonio cultural funciona como recurso para reproducir las diferencias entre los grupos sociales y la
hegemonía de quienes logran un acceso preferente a la producción y distribución de los bienes. Para
configurar lo culto tradicional, los sectores dominantes no sólo definen qué bienes son superiores y merecen
ser conservados; también disponen de los medios económicos e intelectuales, el tiempo de trabajo y de ocio,
para imprimir a esos bienes mayor calidad y refinamiento.

En este sentido, se vuelve necesario ubicar más que definir a las literaturas latinoamericanas en función del
canon occidental según lo entiende la crítica tradicional, el cual supuestamente está formado por estrictos
“principles of selectivity, which are elitist only to the extent that they are founded upon severely artistic
criteria”, como escribe Harold Bloom. Es aquí donde reside gran parte del problema que plantea la valoración
de culturas hegemónicas y marginales, pues estos criterios no pueden dejar de ser arbitrarios en la medida
en que implican una selectividad (es decir alguien decidiendo cuáles son los principios a valorar) ni de estar
fuertemente ideologizados en cuanto que dichos criterios artísticos no son categorías divinas e
incuestionables, sino convenciones humanas.

Ello vuelve obvio que la constitución del canon cultural, y en particular literario, no está fundada
necesariamente sólo en severos criterios artísticos, sino que es un mecanismo de convenciones sociales que
en última instancia tiene como función demostrar la superioridad de una actividad o manifestación social
sobre otra. Así pues, como señala Sara Castro-Klarén siguiendo las ideas de Alvin Kibel, en materia literaria
el texto canónico existe sólo en función de otros textos “secundarios” que de antemano presuponen la
valoración de un “original”, o texto primario, del cual dichos textos secundarios son derivados y por lo tanto
peligrosos en cuanto que llevan en su propia naturaleza la semilla de la herejía: “[t]herefore, while the
canonical text cannot be faithfully paraphrased, it nevertheless does not fully exist outside of exegesis”. Para
que exista el canon, pues, debe existir un gran número de textos secundarios, derivados o aspirantes al
canon.
Latinoamérica, dado que pertenece a la cultura occidental -y más aún dado que desde sus orígenes es
erigida como heredera de Europa-, pero paradójicamente no puede negar su pasado colonial, y por ello ha
sido condenada a una participación tangencial, pone en evidencia que la constitución del canon es ante todo
un aparato móvil cuya construcción depende no sólo de criterios estéticos, sino también de decisiones
políticas y económicas. La tensa relación entre aceptación y rechazo por parte de Europa y la no menos
ambigua manera en que América mira al viejo continente se reduce a una ecuación simple: tradicionalmente
la literatura latinoamericana ha sido confinada a funcionar como la exégesis del texto “auténtico” europeo,
canónico, que se supone infinito (Castro-Klarén); en otras palabras, se trata de una literatura con carácter
marginal, y por ello malinterpretada como menor, como juicio de valor.

Y efectivamente las literaturas de América Latina son menores, pero literatura menor como yo la entiendo,
lejos de interpretarse como lo opuesto de las literaturas mayores o la exégesis del texto canónico, debe
verse como literatura despreocupada por perpetuar la esquematización que implicaría la aceptación acrítica
de la existencia de literaturas mayores y menores. El carácter menor de las literaturas latinoamericanas es
un fenómeno que ya ha sido observado y mencionado, aunque no estudiado sistemáticamente, y por lo
general parte de la aceptación de la supremacía o el carácter mayor (ya por su antigüedad, ya por su
posición hegemónica o por su originalidad, etcétera) de las letras europeas. Mi intención en este ensayo es
volver a dicha cuestión desde una perspectiva diferente: ubicando a los poetas Manuel Bandeira y Carlos
Drummond de Andrade, lo que también es vealido para los mexicanos Xavier Villaurrutia y Carlos Pellicer,
dentro de la categoría de “literatura menor”, pero como una opción del poeta -una estrategia de
desmantelación cultural si se quiere- y no como un fatalismo; esta opción del poeta por la condición menor
es en mi lectura ante todo una despreocupación: despreocupación por el juego de poder que implica la visión
de las tradiciones literarias en términos de mayores y menores, canónicas y no canónicas, centrales y
marginales, viriles e inmaduras, etcétera. De esta forma, la condición menor autoaceptada se vuelve
subversiva en el sentido en que implica un hacerse a un lado y por ello mismo obliga con especial fuerza a
ejercer una crítica cultural y social.

La potencialidad subversiva de las literaturas menores ha sido apuntada también con cierta frecuencia en los
últimos años, aunque quizás el intento más interesante y en cierta forma el primero en analizar
sistemáticamente dicha cuestión es el libro de Gilles Deleuze y Félix Guattari Kafka: Toward a Minor
Literature. Aunque estos críticos no mencionan a las literaturas latinoamericanas, la situación de los
escritores latinoamericanos es similar -en tanto que escriben desde una cultura considerada no central y en
una lengua que podríamos considerar expropiada- a la que ellos señalan en la obra de Kafka, y de la
literatura de Europa oriental en general, aunque al mismo tiempo resulta obvio que muchos de los
postulados que ellos atribuyen a dichas literaturas no son necesariamente aplicables, no totalmente por lo
menos, a las literaturas latinoamericanas, o han dejado de tener validez; sin embargo la lucidez de las
observaciones de estos críticos habrá de servir como guía a nuestras propias meditaciones.

Analizando, pues, lo que hace de la literatura de Kafka una literatura menor, en opinión de Deleuze y
Guattari, encontramos tres aspectos fundamentales: el primero es su pertenencia a una tradición lingüística
mayor -es decir a una lengua europea y central- así como la naturaleza política de su escritura y su
inevitable condición de expresión colectiva. De estas características la que me parece más problemática es la
segunda. Quisiera, por lo tanto, referirme a ella aquí para revisar su validez en el terreno de las literaturas
mexicana y brasileña. No creo que la afirmación de Deleuze y Guattari de que el restringido espacio de las
literaturas menores obliga a cada intriga individual a conectarse inmediatamente a lo político se aplique
directamente a la literatura latinoamericana, o por lo menos no sin bastantes matices. Aceptar tal postulado
acríticamente reduciría nuestra literatura, y aun toda literatura no central, a mera estrategia política, y le
negaría una presencia, universalidad y trascendencia -y al fin una capacidad crítica- que desde luego es
posible encontrar en nuestras letras y en las de cualquier otra sociedad, ya que si se observa una fuerte
preocupación social o una tendencia al compromiso político en los intelectuales de América latina, como en
los de otras regiones del supuesto “mundo en desarrollo”, no podemos ignorar, como apunta Frantz Fanon,
que mientras la lucha política se concretiza únicamente en función de los eventos cotidianos, “men of culture
take their stands in the field of history”. Habría que entender, desde luego, estos “hombres de cultura” no
como los cultivados y enciclopédicos miembros de una elite burguesa, sino más sencillamente como los
artistas e intelectuales.

Aceptar que por su carácter marginal las literaturas de América latina -y las erróneamente llamadas
tercermundistas en general- están condenadas a meras alegorías políticas perpetúa la visión lineal del
desarrollo cultural y reafirma la idea de que las culturas no centrales están irremediablemente en desventaja
frente a las centrales (o peor aún de que quizás ese sea el único criterio utilizado para distinguir a unas y
otras), dado que éstas han alcanzado un nivel de sofisticación (están más “adelantadas”), lo que les permite
ocuparse de los problemas metafísicos y psicológicos del individuo, mientras que aquéllas no han ganado ese
derecho, y no lo harán hasta que sus sistemas políticos sean aceptados unánimemente dentro del ambiguo
club de las democracias occidentales. Sin embargo, gran parte del debate político e intelectual
latinoamericanista, dentro y fuera del continente, se centra con frecuencia, aún hoy, en una visión elemental
y dualista de la injusticia social que reconoce solo el tener o no, el dar o no. Es curiosa la persistencia de esta
visión, incluso en años recientes, sobre todo porque es un postulado que parece más cercano a una retórica
romántica, si no es que populista, que a una demanda de justicia social; esta retórica simplista, por otro
lado, ha estado presente en Latinoamérica desde el siglo pasado, tanto en el Rubén Darío de la “Oda a
Roosevelt” como en estos acertados versos de Salvador Díaz Mirón que resumen tan bien dicha actitud:
“Nadie tendrá derecho a lo superfluo / mientras alguien carezca de lo estricto”. Incluso en fechas más
recientes y ante el afán procedente sobre todo de Inglaterra, Francia y Estados Unidos de abrir espacios e
incluir a grupos antes silenciados, excluidos o ignorados, se ha optado por posiciones a veces más
sentimentales que críticas.

La producción cultural americana, pues, está aún, de acuerdo con esta visión, en desventaja frente a la
madurez de la europea aunque la siga de cerca (en registro menor). Quizás el ejemplo extremo de un
reduccionismo y simplificación con buenas intenciones sea el controversial ensayo de Fredric Jameson “Third-
World Literature in the Era of Multinational Capitalism”, donde el crítico norteamericano infiere un tanto
dogmáticamente que la literatura tercermundista -incluyendo a la latinoamericana- es por naturaleza
alegórica de las situación de sus propias sociedades. “Third-world texts”, escribe Jameson, “necessarily
project a political dimension in the form of national allegory: the story of the private individual destiny is
always an allegory of the embattled situation of the public third-world culture and society”.

Es decir que para Jameson existe una enorme diferencia entre el tercer mundo y el primero en cuanto que
aquél no ha logrado superar lo meramente político (que en este caso se entiende como lo opuesto a la
individualidad) precisamente porque no ha logrado consolidar una sociedad democrática donde el individuo
pueda explorar auténticamente otros aspectos más íntimos y menos “elementales” o de grupo. En este
sentido, las sociedades latinoamericanas no tendrían derecho a cuestionar aspectos considerados irrelevantes
o “superfluos” como la represión sexual de mujeres y homosexuales, la función del deseo en la creación
artística o aún la vida cotidiana, la capacidad subversiva de la recuperación del cuerpo a través de prácticas
sexuales muy poco o nada convencionales -fetichismo, escatología, sadomasoquismo, etcétera- o la
interpretación de la individualidad hasta que no cubrieran sus necesidades básicas, las cuales se reducen a la
antidemocracia y la pobreza características de dichas naciones: nadie tendrá, en efecto, derecho a lo
superfluo.

Aceptar pasivamente afirmaciones como la de Jameson sería, sin embargo, traicionar la propia producción
cultural latinoamericana, que no se reduce a utilizar sólo temas “tercermundistas” donde todo lo personal es
alegórico de su sociedad y sí ha tratado desde hace bastante tiempo los mismos temas que el primer mundo
europeo, dado que como ya lo dijera Borges, la situación de las culturas latinoamericanas-como la judía o la
irlandesa- es tal que por un lado pertenecen a la tradición occidental pero no están sujetas a ella, lo cual
quiere decir que en América, tanto del norte como del sur, “podemos manejar todos los temas europeos,
manejarlos sin supersticiones”, e incluso con irreverencia. Todos los temas, incluso los que tradicionalmente
han sido considerados exclusivos de las sociedades primermundistas, y no sólo los que tienen que ver con lo
“autóctono” o con las imperfectas democracias que nos rigen -que por otro lado son tan diversas entre una y
otra región del tercer mundo que resulta inoperante siquiera utilizar el término-, condenados a excluir la
experiencia personal, o a lo sumo otorgándole a ésta un sentido sólo en cuanto alegoría nacional. [2]

Pero, si por el contrario invertimos la ecuación de que todos los textos del
tercermundo equivalen a alegorías nacionales, como lo hace incisivamente
Aijaz Ahmad en su respuesta al artículo de Jameson, descubrimos que
efectivamente esta discusión sobre el carácter alegórico de los textos no
centrales tiene muy poco que ver con los textos en sí, y sugiere más bien la
manera como han sido -y siguen siendo- leídos y catalogados dichos textos.
Lo que a Jameson le parecen alegorías nacionales son tal vez “alegorías”
porque eso es lo que él ha querido ver en ellas, precisamente para reafirmar
su “otredad” con intención inclusiva, pero que dice más de los prejuicios del
crítico que de los textos mismos; en otro sentido, puede ser también que
Jameson se interese sólo por los textos que sí son alegorías nacionales. O
más aún como afirma Ahmad, puede tratarse de la estrategia antes bien
peligrosa, sino es que perversa, de determinar el canon de la literature tercermundista, puesto que puede
ser el caso “that he [Jameson] means the opposite of what he actually says: not that ‘all third-world texts
are to be read … as national allegories’ but that only those texts which give us national allegories can be
admitted as authentic texts of third-world literature”. Para un escritor, central o marginal, escribir es una
actividad realizada desde su propia cultura y por lo tanto ésta no le ofrece las mismas dificultades ni los
imperativos para catalogarla e interpretarla que, digamos, le ofrecería a un crítico o más aún a un extranjero
que mantiene su distancia.

Si para Deleuze y Guattari las literaturas menores se caracterizan en particular porque “todo en ello es
político” y si la propuesta de Jameson con relación a las literaturas “tercermundistas” de que estas sólo
funcionan como alegorías nacionales, convendría recordar que las literaturas marginales por lo general
adquieren una dimensión política en función de hechos específicos, particularmente la opresión y en ese
sentido podemos decir que toda literatura oprimida -tercermundista o no, mayor o no- es política. En el caso
de Latinoamérica esa dimensión política es asumida como respuesta directa a realidades concretas y
momentos clave de su historia: la subyugación de sus sociedades primero por el colonialismo imperialista
europeo y después por el colonialismo económico de los Estados Unidos, pero está lejos de ser una
ininterrumpida perorata en torno a un sólo tema. La politización de estas literaturas supuestamente implícita
en su condición periférica existe sólo en función de la opresión que sufren o creen sufrir las sociedades que
las producen o ciertos miembros de ellas, pero no necesaria e inevitablemente en las respuestas que dichas
situaciones deben o suelen provocar, las cuales pueden ser abiertamente políticas -combativas- o no.

En otras palabras: la situación de dependencia característica de las sociedades latinoamericanas otorga un


carácter político a su producción literaria sólo en la medida en que el referente de éstas no es más un estado
abstracto e ideal al cual aspira lógicamente todo desarrollo social y que rige las decisiones, las preferencias y
los actos de los individuos de la colectividad, sino que reconocen en él un patrón específico de conducta
impuesto por intereses diversos y con frecuencia ajenos, es decir ejercido por una relación de poder. La
dimensión política de la literatura latinoamericana está implícita -latente- en su condición marginal, pero la
respuesta a esta condición -su concretización en hechos políticos- puede manifestarse de manera combativa
(especialmente en los momentos de opresión social), aunque no necesariamente.

Dada la concreta situación de dependencia ante las culturas europeas experimentada en Latinoamérica por
cuatrocientos años, y más recientemente ante los Estados Unidos, es verdad que un gran número de
escritores e intelectuales de la región han optado por una respuesta abiertamente política, combativa, y sin
embargo la diversidad de manifestaciones culturales y más aún de culturas que componen la América latina
hace difícil afirmar que aquella respuesta -una de tantas- es la que mejor representa al mundo
iberoamericano.

Me parece que es precisamente ahí donde podemos ubicar a los poetas mencionados en este ensayo. Al igual
que otros escritores latinoamericanos, tanto Bandeira como Drummond, Villaurrutia y Pellicer proponen una
respuesta alternativa a la situación marginal de sus sociedades, pero a diferencia de muchos de ellos su
respuesta es considerablemente menos política en el sentido combativo (comprometido), lo cual no quiere
decir necesariamente que es apolítica. De hecho Drummond y Pellicer escribieron bastante poesía que ha
sido calificada de social, y sin embargo no creo que podamos considerarlos escritores comprometidos. No por
lo menos en el mismo sentido en que podríamos considerar comprometidos a Pablo Neruda o a José
Revueltas.

En el caso mexicano en concreto, Villaurrutia y Pellicer están asociados directamente al grupo de poetas
reunido en torno a la revista Contemporáneos, de donde recibió posteriormente el nombre, y que desde sus
comienzos fue considerado indiferente a la realidad social y política de México; sus miembros fueron
acusados constantemente, dentro y fuera del país, de preocuparse únicamente por la literatura y el arte en sí
y de desdeñar la tradición mexicana, especialmente por no tocar los temas “nacionales”, que en los años
veinte y treinta en México quería decir los temas revolucionarios. Contemporáneos, grupo riguroso y crítico
fue en palabras de Carlos Monsiváis un “momento capital de nuestra cultura y conciencia literaria”, y si en
efecto se mostró poco agresivo, ello es cierto sólo si se le compara con la posición asumida por otros grupos
literarios activos por entonces, en especial el de los estridentistas, grupo formado por artistas
autoproclamados revolucionarios y comprometidos socialmente. Esta es una de las principales razones por
las que tradicionalmente se ha considerado a los Contemporáneos un grupo poético no sólo apolítico, sino
especialmente apátrida -lo que en el México posterior a la revolución era la misma cosa-, si no es que
reaccionario. Algo similar sucedió con los poetas brasileños. Frente a los “modernistas heroicos” -es decir a
los de la primera fase, aquellos que tuvieron la función de pioneros-, la posición asumida por Drummond y
especialmente Bandeira parece bastante moderada, o incluso una abdicación si tomamos en cuenta que
ambos poetas estuvieron en sus orígenes bastante cercanos al modernismo heroico. [3]

Frente a esta supuesta despolitización, otros poetas modernistas muestran


una posición abiertamente política que efectivamente deviene incluso en
alegoría de sus sociedades. Roberto Schwarz, al referirse a la poesía pau-
brasil de Oswald de Andrade, considera a éste el inventor de una fórmula
fácil y eficaz para ver al país, la cual consiste en “a justaposição de
elementos próprios ao Brasil-Colônia e ao Brasil burguês, e a elevação do
produto -desconjuntado por definição- à dignidade de alegoria do país” (“A
carroça, o bonde”). El modernismo brasileño, o por lo menos una parte de
sus corrientes más importantes, según Schwarz equivale a una
reinterpretación alegórica (y poética) del país, precisamente por su
combatividad política pero ante todo por la veracidad de dicha yuxtaposición
experimentada a diario por los brasileños “o que conferia certo fundamento
realista à alegoria, além de explicar a força irresistível da receita
oswaldiana”.

A diferencia de México, en Brasil la cultura moderna se inicia como una reacción abiertamente agresiva y
programática contra el arte practicado en el país hasta principios del siglo XX; el “modernismo” -que es como
generalmente se conoce esa reacción- representó en palabras de Alfredo Bosi, “uma crítica global às
estruturas mentais das velhas greações e um esforço de penetrar mais fundo na realidade brasileira”. Ahora
bien, si la agresividad y la rebeldía unían de alguna forma a los jóvenes poetas y artistas, no iba a ser sino
con el surgimiento de un hecho específico que dichas actitudes habrían de concretarse en movimiento: la
Semana de Arte Moderna, evento que en 1922 reunió artistas plásticos, músicos, escritores e intelectuales
en una serie de exposiciones, recitales, lecturas y conferencias que “foi, ao mesmo tempo, o ponto de
encontro das varias tendências modernas que desde a I Guerra se vinham formando em São Paulo e no Rio,
e a plataforma que permitiu a consolidação de grupos, a publicação de livros, revistas e manifestos” (Bosi).
Asimismo, el momento inmediatamente posterior a la semana del 22, “a ‘fase heróica’ do Modernismo[,] foi
especialmente rica de aventuras experimentais tanto no terreno poético como no da ficção” (Bosi).

Sin embargo, la realidad social brasileña era mucho más compleja de lo que pudiera suponerse a simple
vista; lo mismo sucedía con su cultura: si por un lado la semana del 22 sirvió como punto de convergencia
del modernismo brasileño, no podemos dejar de observar cómo las tendencias se ramifican en facciones no
siempre tolerantes una de la otra ni aliadas en el fin común de la renovación de las letras brasileñas. Entre
estas tendencias están por ejemplo la de los “dinamistas” con Graça Aranha a la cabeza, de los
“primitivistas” con Oswald de Andrade como líder, de sus oponentes, los “nacionalistas”, cuyo manifiesto
“Verde-amarelo” es una especie de respuesta al “Pau-brasil”, así como de los “espiritualistas” de Fiesta, y los
“desvairistas” con Mário de Andrade como oficiante y público. [4] Ante esta fragmentación y faccionalización
del modernismo brasileño es imposible saber qué país está alegorizando con tal eficacia Oswald, según lo
veía Schwarz.

Al mismo tiempo, las figuras de Drummond y Bandeira permanecen al margen; independientes, los llaman la
mayoría de los críticos, fenómeno que es notable especialmente en un momento en que las diferentes
corrientes y grupos modernistas se oponen entre sí, precisamente por su intención, bastante desorganizada,
de competir por el derecho a representar a su sociedad, representatividad que inevitablemente llamaría a
una alineación con una u otra determinada tendencia que se autodenomina la auténtica, sin darse cuenta de
la trampa que ello implica, pues, como afirma Zilá Bernd,

[u]ma literatura que se atribui a missão de articular o projeto nacional, de fazer emergir os mitos fundadores
de uma comunidade e de recuperar sua memória coletiva, passa a exercer somente a função sacralizante,
unificadora, tendendo ao MESMO, ao monologismo, ou seja, à construção de uma identidade do tipo
etnocêntrico, que circunscreve a realidade a um único quadro de referência.

Llama la atención a Bosi, al mismo tiempo, la falta de consistencia ideológica del modernismo, cuyos
diferentes grupos mantienen un interés puramente literario y no entienden bien a bien su función dentro del
proceso social del Brasil. “O culto da blague e o vezo das afirmações dogmáticas acabaram impedindo que os
modernistas da ‘fase heróica’ repensassem com objetividade o problema da sua inserção na práxis
brasileira”, escribe el historiador. Es claro que lo que a Bosi le parece la falta mayor del modernismo es la
desistematización política, y su falta de “seriedad” programática. Igualmente caótico le parece el desenlace
del modernismo a Marta Morais da Costa, quien afirma:

[a]s linhas ganham contornos mais nítidos, as posições se afirmam. Os que aderiram ao Modernismo um
tanto quanto empolgados pelo escândalo do momento, retraem-se, como M[ário de]A[ndrade];
desaparecem, como Graça Aranha; retomam o fio da tradição, como Ronald de Carvalho; Oswald dilui seu
projeto ideológico num comunismo “de varal”, como ele mesmo confessou. Manuel Bandeira e Carlos
Drummond assumen caminhos individuais. (subrayado mío).

De igual forma en México, la posición mesurada (el asumir caminos individuales y despreocupados) de
Contemporáneos resalta ante la agresiva, incluso violenta alianza con el nacionalismo revolucionario de los
estridentistas quienes en su primer manifiesto proclaman “[h]acer arte, con elementos propios y congénitos
fecundados en su propio ambiente” (citado en Schwartz), y en su celo extremo no dudan en recurrir a la
amenaza con la famosa afirmación de que a los que no estuvieren con ellos se los comerían los zopilotes.
Como Schwartz afirma, el grupo de estridentistas “creó el único movimiento de vanguardia que trató de aliar
la creación estética a la revolución”, lo cual es entendible hasta cierto punto si consideramos la situación
política del México de principios de siglo y si entendemos la palabra revolución en su contexto estrictamente
mexicano, pero no por ello deja de ser una posición parcial y reduccionaista. El no circunscribirse a ese
contexto y a esa situación histórica ha sido el reproche hecho a Contemporáneos y también,
paradójicamente, la razón de su desconocimiento y hasta rechazo fuera de México. Guillermo Sheridan
documenta la indiferencia con que fue recibida en Madrid ya desde muy temprano una selección de la obra
de estos poetas publicada en La gaceta literaria en 1927: cuya “única recensión española que ameritó fue
publicada por la misma Gaceta y está redactada desde un punto de vista al que los Contemporáneos
comenzaban a resignarse: reproches a su nula militancia cívica y al inexistente tono épico que se hallaba en
flagrante contradicción con el triunfal espíritu revolucionario”.

Frente a esta bipolarización cuyos extremos estaban representados invariablemente por la combatividad
política o la sumisión (asumidas como actitud revolucionaria o reaccionaria, como vanguardismo o
tradicionalismo a ultranza, como avance o retroceso, como deseo de independencia o abdicación), me parece
que tanto Villaurrutia y Pellicer como Bandeira y Drummond ofrecen una nueva posibilidad de entender la
modernidad: como despreocupación. Por un lado, nuestros poetas aceptan que ellos no tienen un interés
predominantemente político en términos de militancia -acusación más fuertemente dirigida contra los
mexicanos- y que no comparten la extrema politización (entendida generalmente como compromiso
partidario) que otros intelectuales asumen y demandan de los demás; por el otro, nuestros poetas ensayan,
ejecutan y perfeccionan su posición: el hacerse a un lado voluntariamente, negándose a jugar el juego
impuesto desde el centro. Su poesía puede ser leída, según mi propuesta, como estrategia de reactivar
dinámicamente la condición marginal de las culturas desde donde estos textos son producidos. En este
sentido, como Kafka, nuestros poetas proponen un arte que no procura más expresar un sentimiento o una
idea, por más noble que ésta sea, ni mucho menos representar un objeto o imitar a la naturaleza -es decir
un arte que sirve ante todo como vehículo-, sino un arte que sea un conglomerado de signos cuyas
combinaciones y significados produzcan mensajes que pueden ser infinitos, lo que además no descarta la
contaminación, la reelaboración de los textos canónicos o incluso la mutilación o el plagio de éstos.

Esta posición no es del todo nueva en nuestras letras ni se restringe a las primeras décadas de este siglo, si
aceptamos que un mecanismo similar fue puesto en práctica en Hispanoamérica por el modernismo durante
el siglo XIX y posteriormente reforzado por escritores independientes como César Vallejo o aún Jorge Cuesta
o el propio Borges que, como mencionábamos, proclama una pertenencia, si tangencial no por ello menos
real, de Latinoamérica a la cultura occidental; o si recordamos que en Brasil Mário de Andrade propone una
apertura del país a otras influencias, incluyendo pero no exclusivamente a las hispanoamericanas, pues dice
descreer de todo latinoamericanismo dogmático por considerarlo una moda. Más todavía, una propuesta
similar puede adivinarse en la acertada, y ácida, frase con que concluye La región más transparente (“Aquí
nos tocó vivir. ¿Qué le vamos a hacer?”) de Carlos Fuentes, expresando irónicamente y décadas más tarde
tanto la pertenencia a occidente como la negación de ser trágicamente
latinoamericanos -estar esencialmente solos, diría Borges-, pero sin olvidar
nunca la condición marginal de Latinoamérica; es decir enfatizando la
relación dinámica de la región con el mundo occidental.

Estar plenamente conscientes de vivir en una sociedad marginal y la


búsqueda de respuestas personales a dicha condición es la tensión que ha
funcionado como uno de los principales motores de la literatura -y el arte-
latinoamericano. No es casual que haya correspondido a la literatura, de manera especialmente marcada
durante el modernismo y las vanguardias, fungir como arena donde esa lucha se lleva a cabo principalmente
porque según Bernd, es el texto literario, por su propia naturaleza de “integrante do discurso social… um dos
mediadores privilegiados do processo de afirmação e de consolidação da conciência nacional, devido a sua
própria especificidade que é a de conter em si mesmo uma infinidade de discursos como o histórico, o
político, o filosófico”, donde “conciencia nacional” equivale a identidad.

A diferencia de esta proposición sumamente dinámica, la manera como la tensión entre marginalidad y
centralidad ha sido entendida en la mayoría de los casos es, no con demasiada fortuna, un ir a los extremos.
O una aceptación fatalista de la condición marginal de las letras americanas, o una exagerada preocupación
por demostrar su grandeza, en un juego que Frederick Jameson describe, no sin razón, como la paradójica
estrategia de pedir prestadas sus armas al enemigo “trying to prove that these texts are as ‘great’ as those
of the canon itself”. Una y otra posiciones no son sino las dos caras de la misma moneda: tratar de
demostrar la grandeza de las letras americanas es aceptar de antemano la invitación a jugar el juego de
superioridad e inferioridad que dicha posición supone, y al fin sería justificar afirmaciones como esta de
Jameson: “[t]he third-world novel will not offer the satisfactions of Proust or Joyce”.

Por ello me parece que una estrategia más innovadora y efectiva se puede encontrar en el hacerse a un lado
de los poetas aquí mencionados; su despreocupación puede entenderse fácilmente como una retórica e
irónica respuesta que sólo en apariencia confirma la opinión de Jameson de que la literatura tercermundista
no ofrece las satisfacciones de Joyce o Proust. A la ociosa, pero constante, preocupación de no ser un
escritor mundialmente reconocido y aceptado en el canon, de no ser, pues, ni Proust ni Joyce, nuestros
poetas parecen responder burlones: pues no, efectivamente, no. “Perdoai, sou um poeta menor” dirá
Bandeira. Y de esta forma reclaman un espacio libre desde dónde escribir sus poemas. Frente al resbaladizo
juego que supone la categorización en términos de mayor o menor validez, influencia, importancia de tal o
cual cultura, la posición que asumen los poetas aquí analizados es más bien una de negación, pero negación
rotunda a jugar el juego. En su poema “Irene no céu”, Bandeira refleja esta tendencia de una manera un
tanto entrañable: la negra Irene, sin resentimientos (“sempre de bom humor”) pero tampoco sin sentirse
inferior, se presenta ante san Pedro: “-Licença, meu branco!”, dice, a lo que san Pedro responde bonachón:
“-Entra, Irene. Você não precisa pedir licença”; lo que este poema pone de manifiesto excelentemente es
todo un tejido social y racial de dominación y opresión que es eliminado en el momento en que el oprimido
deja de reconocer la efectividad de dicha estructura. De la misma manera que Irene deja de sentirse
excluida, no acepta más la polarización racial impuesta sobre ella, aunque la reconoce (“meu branco”), y
asume su derecho a entrar al cielo, san Pedro no puede sino responder afirmativamente (“Entra, Irene”); de
igual forma nuestros poetas-Irenes asumen que el acceso a la producción literaria-cielo está simplemente ahí
para todos.

Más directamente Drummond, al confesar una angustia de existir, reconoce ciertamente que dicha angustia
puede agravarse en las sociedades menos industrializadas y por lo tanto con mayores índices de pobreza e
injusticias sin que por ello se pueda afirmar que tal condición es privativa de éstas; más aún, al utilizar en
varios de sus poemas al hombre del pueblo Charles Chaplin como el héroe de los desamparados, Drummond
enfatiza un sentimiento que queda así desenmascarado como lo que efectivamente es: una angustia de
existir a secas en la que el poeta menor se identifica con el personaje menor al decirle que era preciso que él
le cantara, eliminando así distinciones de primer o tercer mundo, sociedad central o marginal, etc, donde el
heroismo no es guerra, sino ironía y lucidez y sobre todo solidaridad entre los seres humanos:

Era preciso que um brasileiro,


não dos maiores, porém dos mais expostos à galhofa,
girando um pouco em tua atmosfera ou nela aspirando a viver
como na poética e essencial atmosfera dos sonhos lúcidos,
era preciso que esse pequeno cantor teimoso,
de ritmos elementares, vindo da cidadezinha do interior
onde nem sempre se usa gravata mas todos são extremamente polidos
e a opressão é detestada, se bem que o heroísmo se banhe em ironia.
era preciso que un antigo rapaz de vinte anos
preso a tua pantomima por filamentos de ternura e riso, dispersos no tempo,
viesse recompô-los e, homem maduro, te visitasse
para dizer-te algumas coisas, sobcolor de poema.
Para dizer-ten como os brasileiros te amam
e que nisso, como en tudo mais, nossa gente se parece
com qualquer gente do mundo - inclusive os pequenos judeus
de bengalinha e chapéu-coco, sapatos compridos, olhos melancólicos,
vagabundos que o mundo repeliu, mas zombam e viven
nos filmes, nas ruas, tortas com tabuletas: Fábrica, Barbeiro, Polícia,
e vencem a fome, iludem a brutalidade, prolongam o amor
como un segredo dito no ouvido de um home do povo caído na rua.

Efectivamente era preciso que ese poeta brasileño, no de los mayors y además de provincia cantara el héroe
simple, al héroe del pueblo Charles Chaplin. Ante dicha angustia de existir (el reconocimiento y la solidaridad
entre poeta y héroe menor) y ante esa opción por el heroismo bañado en ironía se pueden volver los ojos al
cielo, con el inconveniente de que siempre existe la certeza de que el cielo está tan lejos y la duda de que
quizás esté vacío. ¿Qué hacer, entonces?, se pregunta el poeta. Pero la respuesta la había encontrtado ya en
otro poema, en el cual concluye que

É melhor sorrir
(sorrir gravemente)
e ficar calado
e ficar fechado
entre duas paredes,
sem a mais leve cólera
ou humilhação.

La reacción de Drummond es callar, encerrarse entre dos paredes. No podemos, por tanto, dejar de
preguntarnos cuál es la diferencia entre esta posición y la romántica y evasiva de la “torre de marfil”. La
diferencia está, creo, precisamente en el hecho de que en este caso el poeta es consciente y responsable de
su aislamiento al cual se ha recluido no para olvidarse del mundo sino para criticarlo, para desde ahí verlo y
entenderlo, sin cólera ni humillación, sino con una sonrisa ya comprensiva, ya irónica.[5] No es un
encerrarse sino un hacerse a un lado estratégicamente.

Drummond y Bandeira tanto como Pellicer y Villaurrutia están conscientes de pertenecer a culturas no
centrales y por lo mismo excluidas sistemáticamente de la visión global de la cultura occidental -aunque
inevitablemente inmersas en ella-; ante esto optan voluntariamente por la marginalidad a la cual han sido
confinadas sus culturas para neutralizarla y así crear un espacio que les permita desplazarse libremente y
participar de forma activa, por medio del entendimiento, la invención, el cuestionamiento incluso de su
propia cultura, su tradición, sus precedentes, así como su relación con el resto de la cultura occidental, pero
sin preocuparse ya por la competencia. Esta aceptación de la marginalidad, y de la despreocupación que
implica, se manifiesta ya por la ironía, el reconocimiento o el desdén, ya por la parodia, la apropiación y
reelaboración, el juego o la ridiculización de las culturas centrales y las obras que constituyen su canon, pero
ante todo por una determinación a no aceptar una relación inflexible de dos extremos eternamente
antagónicos. Se trata, por lo tanto, de una estrategia, con frecuencia mal interpretada como una abdicación
o sumisión, cuyo verdadero fin es proveer al poeta, una vez más, de un espacio único, libre y propicio para la
creación, donde cualquier necesidad de competencia ha sido eliminada.

NOTAS
1 Con respecto a la idea de copia en las culturas latinoamericas véase “Nacional por subtração” de
Roberto Schwarz, donde el crítico brasileño escribe: “[c]onforme sugere o lugar-comun, a cópia é
secundária em relação ao original, depende dele, vale menos, etc. Esta perspectiva coloca um
sinal de menos diante do conjunto dos esforços culturais do continente e está na base do mal-
estar intelectual que é nosso assunto”.

2 Antes que Borges, ya Jorge Cuesta en México había cuestionado la obsesión con lo nacional como un
artificio, puesto que según él una actitud crítica, como la de sus compañeros de grupo, “[h]ace valer lo
mismo la literatura y el arte francés, que los de cualquier otro país. Admite cualquier influencia. Admite la
cultura y el conocimiento de las lenguas. Admite viajar y conocer gentes. Admite encontrarse frente a
cualquier realidad, aun la mexicana. Es una actitud esencialmente social, universal” (el subrayado es mío).
3 Frente a la diversidad y la fragmenteción del modernismo posterior a la Semana del 22, Afânio Coutinho
considera a Bandeira un independiente y a Drummond un provinciano preocupado con su revista minera.
Para Bosi la propensión “crepuscular” de Bandeira “trai um inato individualismo”, mientras que a Drummond,
repitiendo el juicio de Otto Maria Carpeaux, lo consider una “alma muito pessoal”, que según Bosi “significa,
no caso, a aguda percepção de um intervalo entre as convenções e a realidade”. También el crítico uruguayo
Emir Rodríguez Monegal escribe de Bandeira; según él “although Manuel Bandeira always emphatically
disclaimed any real affiliation with the Brazilian modernist group . . . he nevertheless found himself hailed as
the John Baptist of the movement” (Anthology).

4 Esta es la ya clásica clasificación de Afrânio Coutinho. Véase su Introdução à literatura no Brasil. También:
“Desdobramentos: da Semana ao Modernismo” en História concisa de Bosi.

5 En este sentido, el título del diario de Drummond es especialmente significativo y acertado: O observador
no escritório.

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