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Historia de la Filosofía Antigua Dra.

Rosa Elvira Vargas


Universidad Antonio Ruiz de Montoya

3. Platón
PLATÓN, Menón, 80a-81e; 96d-98a (en Diálogos, II, Madrid, Gredos, 1983, pp. 298-302; 330-333)

Sócrates. —Entonces, Menón, ¿estás jugando conmigo?


Menón. —¿Por qué Sócrates?
—Porque habiéndote pedido hace poco que no partieras ni hicieras pedazos la virtud y habiéndote dado ejemplos de
cómo había que contestar, no has hecho caso de eso, y me estás diciendo que virtud es ser capaz de procurarse los
bienes con justicia; ¿pero afirmas que ésta es una parte de la virtud?
—Sí, claro.
—Por tanto, resulta de lo que tú admites que el hacer lo que se hace con una parte de la virtud, eso es la virtud; puesto
que afirmas que la justicia es una parte de la virtud, y lo mismo cada una de esas cosas. Ahora bien, ¿qué quiero decir
con esto? Que habiéndote yo pedido que me hables de la virtud en su conjunto, tú, por una parte, estás muy lejos de
decirme lo que es y, por otra, afirmas que toda acción es virtud siempre que se haga con una parte de la virtud, como
si ya hubieras explicado qué es la virtud en general y por ello fuera yo a reconocerla aunque tú la despedaces en
fragmentos. De modo que hace falta, a mi parecer, repetirte desde el principio la misma pregunta: Querido Menón,
¿qué es la virtud, si con una parte de la virtud toda acción va a ser virtud? Porque decir eso es decir que toda acción
con justicia es virtud. ¿O no te parece que hace falta repetir la misma pregunta, sino que crees que alguien sabe lo que
es una parte de la virtud sin saber lo que es ella misma?
—Me parece que no.
—Porque, por otra parte, si te acuerdas, cuando hace poco te contesté yo acerca de la figura, rechazábamos ese tipo
de respuesta; a saber, la que pretende responder mediante aquello que aún es objeto de investigación y sobre lo cual
no hay todavía acuerdo.
—Y hacíamos bien en rechazarla, Sócrates.
—Por tanto, excelente amigo, no creas tú tampoco que, mientras se está aún investigando qué es la virtud en su
conjunto, vas tú, contestando por medio de partes de ella, a ponerle a nadie en claro la virtud, o cualquier otra cosa
con este mismo tipo de definición, sino que de nuevo habrá que hacer la misma pregunta: ¿Qué es esa virtud de la que
así hablas en tu definición? ¿O te parece que no tiene valor lo que estoy diciendo?
—Me parece que tienes razón.
—Responde entonces otra vez desde el principio: ¿Qué afirmas que es la virtud, tú y tu amigo?
—Mira, Sócrates, ya había yo oído antes de conocerte que tú no haces otra cosa que confundirte tú y confundir a los
demás; y ahora, según a mí me parece, me estás hechizando y embrujando y encantando por completo, con lo que
estoy ya lleno de confusión. Y del todo me parece, si se puede también bromear un poco, que eres parecidísimo, tanto
en la figura como en lo demás, al torpedo, ese ancho pez marino. Y en efecto, este pez, a quienquiera que se le acerca
y le toca, lo hace entorpecerse, y una cosa así me parece que ahora me has hecho tú; porque verdaderamente yo, tanto
de alma como de cuerpo, estoy entorpecido, y no sé qué contestarte. Y, sin embargo, mil veces sobre la virtud he
pronunciado muchos discursos y delante de mucha gente, y muy bien, según a mí me parecía; pero ahora ni siquiera
qué es puedo en absoluto decir. Y me parece que haces bien en no querer embarcarte ni viajar fuera de aquí; porque si
siendo extranjero en otro país hicieras tales cosas, quizá te detuvieran por mago.
—Eres astuto, Menón, y por poco me engañas.
—¿Y eso por qué, Sócrates?
—Ya sé por qué motivo has hecho conmigo esa comparación.
—¿Y por qué motivo crees?
—Para que a mi vez haga yo otra contigo. Pero yo sé de todos los hermosos que les gusta que les comparen (puesto
que les conviene: bellas creo que son también, en efecto, las imágenes de los bellos); y no te voy a devolver la
comparación. Y por mi parte, si el torpedo, estando él mismo entorpecido, es como hace que los demás se
entorpezcan, me parezco a él; pero si no, no. Porque no es teniendo yo claridad como induzco a confusión a los otros,
sino que es estando yo en mayor confusión que nadie como hago que lo estén los otros. Y así, ahora, acerca de la
virtud, qué es yo desde luego no lo sé; tú, sin embargo, quizá sí lo sabías antes de ponerte en contacto conmigo, y
ahora, en cambio, parece como si no lo supieras. Aun así estoy decidido a considerar e investigar contigo qué es.
—¿Y de qué manera vas a investigar, Sócrates, lo que no sabes en absoluto qué es? Porque, ¿qué es lo que, de entre
cosas que no sabes, vas a proponerte como tema de investigación? O, aun en el caso favorable de que lo descubras,
¿cómo vas a saber que es precisamente lo que tú no sabías?
—Ya entiendo lo que quieres decir, Menón. ¿Te das cuenta del argumento polémico que nos traes, a saber, que no es
posible para el hombre investigar ni lo que sabe ni lo que no sabe? Pues ni sería capaz de investigar lo que sabe,
puesto que lo sabe, y ninguna necesidad tiene un hombre así de investigación, ni lo que no sabe, puesto que ni
siquiera sabe qué es lo que va a investigar.
—¿No te parece que es un espléndido argumento, Sócrates?
— No.
— ¿Podrías decir por qué?

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—Sí; porque se lo he oído a hombres y mujeres sabios en las cosas divinas.


— ¿Y qué es lo que dicen?
—La verdad, a mi parecer, y bien dicha.
—¿Qué es, y quiénes la dicen?
—Los que la dicen son cuantos sacerdotes y sacerdotisas se preocupan de ser capaces de dar explicación del objeto de
su ministerio. Pero también lo dice Píndaro y otros muchos de entre los poetas, cuantos son divinos. En cuanto a lo
que dicen, es lo siguiente: y fíjate en si te parece que dicen la verdad. Pues afirman que el alma del hombre es
inmortal, y que unas veces termina de vivir (a lo que llaman morir), y otras vuelve a existir, pero que jamás perece; y
que por eso es necesario vivir con la máxima santidad toda la vida; porque…
aquellos que a Perséfone hayan pagado el precio de su antiguo pecado, al sol de arriba a los nueve años
devuelve de nuevo las almas de ellos, de las que reyes ilustres y desbordantes de fuerza y en sabiduría los más
grandes hombres saldrán; y para el tiempo restante, héroes santos los llaman los hombres.
Y ocurre así que, siendo el alma inmortal, y habiendo nacido muchas veces y habiendo visto tanto lo de aquí como lo
del Hades y todas las cosas, no hay nada que no tenga aprendido; con lo que no es de extrañar que también sobre la
virtud y sobre las demás cosas sea capaz ella de recordar lo que desde luego ya antes sabía. Pues siendo, en efecto, la
naturaleza entera homogénea, y habiéndolo aprendido todo el alma, nada impide que quien recuerda una sola cosa (y
a esto llaman aprendizaje los hombres) descubra él mismo todas las demás, si es hombre valeroso y no se cansa de
investigar. Porque el investigar y el aprender, por consiguiente, no son en absoluto otra cosa que reminiscencia. De
ningún modo, por tanto, hay que aceptar el argumento polémico ese; porque mientras ése nos haría pasivos y es para
los hombres blandos para quien es agradable de escuchar, este otro en cambio nos hace activos y amantes de la
investigación; y es porque confío en que es verdadero por lo que deseo investigar contigo qué es la virtud.

[…]

Sócrates. —Temo, Menón, que tú y yo seamos unas pobres criaturas, y que no te haya educado satisfactoriamente a ti
Gorgias, ni a mí Pródico. Así que más que de cualquier otra cosa, tenemos que ocuparnos de nosotros mismos y
buscar a aquel que, de una manera u otra, nos haga mejores. Digo esto teniendo la vista puesta en la indagación
reciente, ya que es ridículo cómo no advertimos que no es sólo con la guía del conocimiento con lo que los hombres
realizan sus acciones correctamente y bien; y ésta es, sin duda, la vía por la que se nos ha escapado el saber de qué
manera se forman los hombres de bien.
Menón. —¿Qué quieres decir, Sócrates?
—Esto: habíamos admitido correctamente que los hombres de bien deben ser útiles y que no podría ser de otra
manera, ¿no es así?
— Sí.
—Pero, que no sea posible guiar correctamente, si no se es sabio, esto parece que no hemos acertado al admitirlo.
—¿Cómo dices?
—Te explicaré. Si alguien sabe el camino que conduce a Larisa o a cualquier otro lugar que tú quieras y lo recorre
guiando a otros, ¿no los guiará correctamente y bien?
—Por supuesto.
—Y si alguien opinase correctamente acerca de cuál es el camino, no habiéndolo recorrido ni conociéndolo, ¿no
guiaría también éste correctamente?
—Por supuesto.
—Pero mientras tenga una opinión verdadera acerca de las cosas de las que el otro posee conocimiento, ¿no será un
guía peor, opinando sobre la verdad y no conociéndola, que él que la conoce?
—No, ciertamente.
—Por lo tanto, la opinión verdadera, en relación con la rectitud del obrar, no será peor guía que el discernimiento; y
es esto, precisamente, lo que antes omitíamos al investigar acerca de cómo era la virtud, cuando afirmábamos que
solamente el discernimiento guiaba correctamente el obrar. En efecto, también puede hacerlo una opinión que es
verdadera.
—Parece.
—En consecuencia, no es menos útil la recta opinión que la ciencia.
—Excepto que, Sócrates, el que tiene el conocimiento acertará siempre, mientras que quien tiene recta opinión
algunas veces lo logrará, otras, no.
—¿Cómo dices? El que tiene una recta opinión, ¿no tendría que acertar siempre, por lo menos mientras opine
rectamente?
—Me parece necesario. De modo que me asombro, Sócrates, siendo así la cosa, de por qué el conocimiento ha de ser
mucho más preciado que la recta opinión y con respecto a qué difiere el uno de la otra.
—¿Sabes con respecto a qué te asombras, o te lo digo yo?
—Dímelo, por favor.
—Porque no has prestado atención a las estatuas de Dédalo; tal vez no las hay entre vosotros.

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—¿Por qué motivo dices eso?


—Porque también ellas, si no están sujetas, huyen y andan vagabundeando, mientras que si lo están, permanecen.
—¿Y entonces, qué?
—Poseer una de sus obras que no esté sujeta no es cosa digna de gran valor; es como poseer un esclavo vagabundo
que no se queda quieto. Sujeta, en cambio, es de mucho valor. Son, en efecto, bellas obras. Pero, ¿por qué motivo
digo estas cosas? A propósito, es cierto, de las opiniones verdaderas. Porque, en efecto, también las opiniones
verdaderas, mientras permanecen quietas, son cosas bellas y realizan todo el bien posible; pero no quieren
permanecer mucho tiempo y escapan del alma del hombre, de manera que no valen mucho hasta que uno no las sujeta
con una discriminación de la causa . Y ésta es, amigo Menón, la reminiscencia, como convinimos antes. Una vez que
están sujetas, se convierten, en primer lugar, en fragmentos de conocimientos y, en segundo lugar, se hacen estables.
Por eso, precisamente, el conocimiento es de mayor valor que la recta opinión y, además, difiere aquél de ésta por su
vínculo.

PLATÓN, Fedón, 96a-102a (en Diálogos, III, Madrid: Gredos, 1993, pp. 101-112)

Entonces, Sócrates, demorándose durante un rato y examinando algo consigo mismo, dijo:

- No es nada trivial, Cebes, el asunto que investigas. Porque hay que ocuparse a fondo y en conjunto de la causa de la
generación y de la destrucción. Así que yo voy a contarte sobre este tema, si quieres, mis propias experiencias.
Luego, si te parecen útiles las cosas que te diga, puedes usar las para apoyar lo que tú dices.

- Pues sí que quiero -contestó Cebes.

- Escucha, pues, que voy a contártelo. El caso es que yo, Cebes, cuando era joven estuve asombrosamente ansioso de
ese saber que ahora llaman «investigación de la naturaleza». Porque me parecía ser algo sublime conocer las causas
de las cosas, por qué nace cada cosa y por qué perece y por qué es. Y muchas veces me devanaba la mente
examinando por arriba y abajo, en primer lugar, cuestiones como éstas: ¿Es acaso cuando lo caliente y lo frío admiten
cierto grado de putrefacción, según dicen algunos, cuando se desarrollan los seres vivos? ¿Y es la sangre con la que
pensamos, o el aire, o el fuego?¿O ninguno de estos facto res, sino que el cerebro es quien presenta las sensaciones
del oír, ver y oler, y a partir de ellas puede originarse la memoria y la opinión, y de la memoria y la opinión, al
afirmarse, de acuerdo con ellas, se origina el conocimiento?. Y, además, examinaba las destrucciones de esas cosas, y
los acontecimientos del cielo y la tierra, y así concluí por considerarme a mí mismo como incapaz del todo para tal
estudio. Te daré un testimonio suficiente de eso. Que yo incluso respecto de lo que antes sabía claramente, al menos
según me parecía a mí y a los demás, entonces con esta investigación me quedé tan enceguecido que desaprendí las
cosas que, antes de eso, creía saber, por ejemplo, entre otras cosas, por qué crece un ser humano. Pues antes creía que
eso era algo evidente para cualquiera, que era por el comer y beber. Cuando a partir de los alimentos se añadían
carnes a las carnes y hueso a los huesos, y así, según el mismo cálculo, a las demás partes se les añadía lo connatural
a cada una, y entonces, en resumen, el volumen que era pequeño se hacía luego mayor, así también el hombre
pequeño se hacía grande. Así lo creta entonces. ¿No te parece que sensatamente?

- A mí sí - contestó Cebes.

- Examina ahora también esto. Creía yo tener una opinión acertada cuando un hombre alto que estaba junto a otro
bajo me parecía que era mayor por su cabeza, y así también un caballo respecto de otro caballo. Y en cosas aún más
claras que ésas: el diez me parecía ser más Que el ocho por el añadirle el dos, el doble codo ser mayor que el codo por
llevarle de ventaja la mitad de su extensión.

- Bueno, y ahora -preguntó Cebes-, ¿qué opinión tienes sobre eso mismo?

- Muy lejos, ¡por Zeus! - dijo, estoy yo de creer que sé la causa de cualquiera de esas cosas, yo que ni siquiera admito
que cuando se añade uno a lo uno, o lo uno a lo que se ha añadido se haya hecho dos (o lo añadido), o que lo añadido
y aquello a lo que se añadió mediante la adición de lo uno con lo otro se haya vuelto dos. Pues me pregunto
sorprendido si cuando cada uno de ellos existía por separado, entonces era uno cada uno y no eran entonces dos, y sí
cuando se sumaron ambos; por tanto ésta sería la causa del llegar a ser dos, el encuentro de quedar colocados uno
junto al otro. Y tampoco cuando alguien escinde una unidad, puedo ya convencerme de que ésa es la causa a su vez,
la división, del llegar a ser dos. Pues la causa de que se produzca el dos resulta contraria a la anterior. Entonces era
porque se conduela uno junto al otro y se añadía ésta y aquél, y ahora porque se aparta y se aleja el uno del otro. Ni
siquiera sé por qué causa se produce lo uno, según me digo a mí mismo, ni de ninguna otra cosa, en resumen, por qué
nace o perece o es, según ese modo de proceder, sino que me fabrico algún otro yo mismo a la ventura, y de ningún
modo sigo el anterior.

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Pero oyendo en cierta ocasión a uno que leía de un libro, según dijo, de Anaxágoras, y que afirmaba que es la
mente lo que lo ordena todo y es la causa de todo me sentí muy contento con esa causa y me pareció que de algún
modo estaba bien el que la mente fuera la causa de todo, y consideré que, si eso es así, la mente ordenadora lo
ordenaría y todo y dispondría cada cosa de la manera que fuera mejor. Así que si uno quería hallar respecto de
cualquier cosa la causa de por qué nace o perece o existe, le sería preciso hallar respecto a ella en qué modo le es
mejor ser, o padecer o hacer cualquier otra cosa. Según este razonamiento, ninguna otra cosa le conviene a una
persona examinar respecto de aquello, ninguna respecto de las demás cosas, sino qué es lo mejor y lo óptimo. Y
forzoso es que este mismo conozca también lo peor. Pues el saber acerca de lo uno y lo otro el mismo. Reflexionando
esto, creía muy contento que ya había encontrado un maestro de la causalidad respecto de lo existente de acuerdo con
mi inteligencia, Anaxágoras; y que él me aclararía, primero, si la tierra es plana o esférica, y luego de aclarármelo, me
explicaría la causa y la necesidad, diciéndome lo mejor y por qué es mejor que la tierra sea de tal forma. Y si
afirmaba que ella está en el centro, explicaría cómo le resultaba mejor estar en el centro. Y si me demostraba esto,
estaba dispuesto a no sentir ya ansias de otro tipo de causa. Y también estaba dispuesto a informarme acerca del sol, y
de la luna y de los demás astros, acerca de sus velocidades respectivas, y sus movimientos y demás cambios, de qué
modo le es mejor a cada uno hacer y experimenta r lo que experimenta. Pues jamás habría supuesto que, tras afirmar
que eso está ordenado por la inteligencia, se les adujera cualquier otra causa, sino que lo mejor es que esas cosas sean
así como son. Así que, al presentar la causa de cada uno de esos fenómenos y en común para todos, creta que
explicaría lo mejor para cada uno y el bien común para todos. Y no habría vendido por mucho mis esperanzas, sino
que tomando con ansias en mis manos el libro, me puse a leerlo lo más aprisa que pude, para saber cuanto antes lo
mejor y lo peor.

Pero de mi estupenda esperanza, amigo mío, salí defraudado, cuando al avanzar y leer veo que el hombre no
recurre para nada a la inteligencia ni le atribuye ninguna causalidad en la ordenación de las cosas, sino que aduce
como causas aires, éteres, aguas y otras muchas cosas absurdas.. Me pareció que había sucedido algo muy parecido a
como si uno afirmara que Sócrates hace todo lo que hace con inteligencia, Y, luego, al intentar exponer las causas de
lo que hago, dijera que ahora estoy aquí sentado por esto, porque mi cuerpo está formado por huesos y tendones, y
que mis huesos son sólidos y tienen articulaciones que los separan unos de otros , y los tendones son capaces de
contraerse y distenderse, y envuelven los huesos junto con las carnes y la piel que los rodea. Así que al balancearse
los huesos en sus propias coyunturas, los nervios al relajarse y tensarse a su modo hacen que yo sea ahora capaz de
flexionar mis piernas, y ésa es la razón por la que estoy yo aquí sentado con las piernas dobladas. Y a la vez, respecto
de que yo dialogue con vosotros diría otras causas por el estilo, aduciendo sonidos, soplos, voces y o ras mil cosas
semejantes, descuidando nombrar las causas de verdad: que, una vez que a los atenienses les pareció mejor
condenarme a muerte, por eso también a mí me ha parecido mejor estar aquí sentado, y más justo aguadar y soportar
la pena que me imponen. Porque, ¡por el perro!, según yo opino, hace ya tiempo que estos tendones y estos huesos
estarían en Mégara o en Beocia, arrastrados por la esperanza de lo mejor, si no hubiera creído que es más justo y más
noble soportar la pena que la ciudad ordena, cualquiera que sea , antes que huir y desertar. Pero llamar causas a las
cosas de esa clase es demasiado absurdo Si uno dijera que sin tener cosas semejantes, es decir, tendones y huesos y
todo lo demás que tengo, no sería capaz de hacer lo que decido, diría cosas ciertas. Sin embargo, decir que hago lo
que hago a causa de ellas, y eso al actuar con inteligencia. y no por la elección de lo mejor, sería un enorme y
excesivo abuso de expresión. Pues eso es no ser capaz de distinguir que una cosa es lo que es la causa de las cosas y
otra aquello sin lo cual la causa no podría nunca ser causa. A esto me parece que los muchos que andan a tientas
como en tinieblas, adoptando un nombre incorrecto, lo denominan como causa. Por este motivo, el uno implantando
un torbellino en torno a la tierra hace que así se mantenga la tierra bajo el cielo, en tanto que otro, como a una ancha
artesa le pone por debajo como apoyo el aire. En cambio, la facultad para que estas mismas cosas se hallen dispuestas
del mejor modo y así estén ahora, ésa ni la investigan ni creen que tenga una fuerza divina, sino que piensan que van
a hallar alguna vez un Atlante más poderoso y más inmortal que éste y que lo abarque todo mejor, y no creen para
nada que es de verdad el bien y lo debido lo que cohesiona y mantiene todo. Pues yo de tal género de causa, de cómo
se realiza, habría sido muy a gusto discípulo de cualquiera. Pero, después de que me quedé privado de ella y de que
no fui capaz yo mismo de encontrarla ni de aprenderla de otro -dijo-, ¿quieres, Cebes, que te haga una exposición de
mi segunda singladura en la búsqueda de la causa, en la que me ocupé?

- Desde luego que lo quiero, más que nada –respondió.

- Me pareció entonces -dijo él-, después de eso, una vez que hube deja do de examinar las cosas, que debía
precaverme para no sufrir lo que los que observan el sol durante un eclipse sufren en su observación. Pues algunos se
echan a perder los ojos, a no ser que en el agua o en algún otro medio semejante contemplen la imagen del sol. Yo
reflexioné entonces algo así y sentí temor de quedarme completamente ciego de alma al mirar di rectamente a las
cosas con los ojos e intentar captarlas con todos mis sentidos. Opiné, pues, que era preciso refugiarme en los
conceptos para examinar en ellos la verdad real. Ahora bien, quizás eso a lo que lo comparo no es apropiado en cierto
sentido. Porque no estoy muy de acuerdo en que el que examina la realidad en los conceptos la contemple más en
imágenes, que el que la examina en los hechos. En fin, el caso es que por ahí me lancé, y tomando como base cada

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vez el concepto que juzgo más inconmovible, afirmo lo que me parece concordar con él como si fuera verdadero,
tanto respecto de la causa como de todos los demás objetos, y lo que no, como no verdadero. Pero quiero exponerte
con más claridad lo que digo; pues me parece que tú ahora no lo comprendes.

- No, ¡por Zeus! -dijo Cebes-, no del todo.

-Sin embargo - dijo él- , lo que digo no es nada nuevo, sino lo que siempre una y otra vez y también en el coloquio no
he dejado de exponer. Voy, entonces, a intentar explicarte el tipo de causa del que me he ocupado, y me encamino de
nuevo hacia aquellos asertos tantas veces repetidos, y comienzo a partir de ellos, suponiendo que hay algo que es lo
bello en sí, y lo bueno y lo grande, y todo lo demás de esa clase. Si me concedes y admites que eso existe, espero que
te demostraré, a partir de ello, y descubriré la causa de que el alma es inmortal.

- Pues bien -contestó Cebes-, con la seguridad de que lo admito, no vaciles en proseguir.

- Examina, entonces - dijo-, las consecuencias de eso, a ver si opinas de igual modo que yo. Me parece, pues, que si
hay algo bello al margen de lo bello en sí, no será bello por ningún otro motivo, sino porque participa de aquella
belleza. Y por el estilo, eso lo digo de todo. ¿Admites este tipo de causa?

- Lo admito -contestó.

- Por tanto -prosiguió-, ya no admito ni puedo reconocer las otras causas, esas tan sabias. Conque, si alguien afirma
que cualquier cosa es bella, o porque tiene un color atractivo o una forma o cualquier cosa de ese estilo, mando a
paseo todas las explicaciones - pues me confundo con todas las demás- y me atengo sencilla, simple y, quizás,
ingenuamente a mi parecer: que no la hace bella ninguna otra cosa, sino la presencia o la comunicación o la
presentación en ella en cualquier modo de aquello que es lo bello en sí. Eso ya no lo preciso con seguridad; pero sí lo
de que todas las cosas bellas son bellas por la belleza. Me parece que eso es una respuesta firme tanto para mí como
para responder a otro, y manteniéndome en ella pienso que nunca caeré en error, sino que es seguro, tanto para
responderme a mí mismo como a cualquier otro, que por lo bello son bellas las cosas bellas. ¿No te lo parece también
a ti?

- Me parece.

- ¿Y, por tanto, por la grandeza son grandes las cosas grandes y las mayores mayores, y por la pequeñez son las
pequeñas pequeñas?

- Sí.

- Tampoco entonces le admitirías a na die que dijera que uno es mayor que otro por su cabeza, y que el menor es
menor por eso mismo, sino que mantendrías tu testimonio de que tú no afirmas sino que todo lo que es mayor que
otro es mayor no por ninguna otra cosa, sino por la grandeza; y lo menor por ninguna otra cosa es menor sino por la
pequeñez, y a causa de eso es menor, a causa de la pequeñez. Temeroso, pienso, de que no te oponga alguno un
argumento contrario, si afirmas que alguien es mayor por la cabeza y a la vez menor, en primer lugar que por la
misma cosa sea lo mayor mayor y lo menor menor, y después que por la cabeza que es pequeña sea lo mayor mayor,
y que eso resulte ya monstruoso, que por algo pequeño sea alguien grande. ¿O no puedes temer tal cosa?

Y Cebes, riendo, contestó:

- Yo, sí.

- Por tanto, - dijo él-, ¿temerías decir que diez son más que ocho por dos, y que por esta causa los sobrepasan, y no
por la cantidad y a causa de la cantidad? ¿Y también que el doble codo es mayor que el codo por la mitad, y no por la
longitud? Sin duda, ese temor será el mismo.

- En efecto - dijo él.

- ¿Y qué? ¿No te precaverás de decir que, al añadirse una unidad a otra, la adición es causa de la producción del dos,
o, al escindirse, la escisión? Y a grandes voces proclamarías que no sabes ningún otro modo de producirse cada cosa,
sino por participar cada una de la propia esencia de que participa y en estos casos no encuentras ninguna otra causa
del producirse el dos, sino la participación en la dualidad, y que es preciso que participen en ella los que van a ser
dos, y de la unidad lo que va a ser uno, y. en cuanto a las divisiones ésas y las sumas y todos los demás refinamientos,
bien puedes mandarlos a paseo, dejando que a ellas respondan los más sabios que tú. Tú, temeroso, según el dicho, de
tu propia sombra y tu inexperiencia, ateniéndote a lo seguro de tu principio básico, así contestarías. Y si alguno se

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enfrentara a tu mismo principio básico, lo mandarías a paseo y no le responderías hasta haber examinado las
consecuencias derivadas de éste, si te concuerdan entre sí o si son discordantes. Y cuando te fuera preciso dar razón
de este mismo, la darías de igual modo, tomando a tu vez como principio básico otro, el que te pareciera mejor de los
de arriba, hasta que llegaras a un punto suficiente. Pero, al mismo tiempo, no te enredadas como los discutidores,
discutiendo acerca del principio mismo y lo derivado de él si es que querías encontrar algo acerca de lo real. Pues
esos discutidores no tienen, probablemente, ningún argumento ni preocupación por eso, ya que con su sabiduría son a
la vez capaces de revolverlo todo y, no obstante, contentarse a sí mismos. Pero tú, si es que perteneces al grupo de los
filósofos, creo que harías como yo digo…

- Ciertísimo es lo que dices -exclamaron a la par Simmias y Cebes.

PLATÓN, República V, 475e-480a (en Diálogos, IV, Madrid, Gredos, 1992, pp. 286-294)

Glaucón. —Entonces, ¿a quiénes llamas ‘verdaderamente filósofos’?


Sócrates. —A quienes aman el espectáculo de la verdad.
—Bien, pero ¿qué quieres decir con eso?
— De ningún modo seria fácil con otro, pero pienso que tú vas a estar de acuerdo conmigo en esto.
— ¿Qué cosa?
—Que, puesto que lo Bello es contrario de lo Feo, son dos cosas.
— ¡Claro!
—Y que, puesto que son dos, cada uno es uno.
—También eso está claro.
—Y el mismo discurso acerca de lo Justo y de lo Injusto, de lo Bueno y de lo Malo y todas las Ideas: cada una en si
misma es una, pero, al presentarse por doquier en comunión con las acciones, con los cuerpos y unas con otras, cada
una aparece como múltiple.
—Hablas correctamente.
—En este sentido, precisamente, hago la distinción, apartando a aquellos que acabas de mencionar, amantes de
espectáculos y de las artes y hombres de acción, de aquellos sobre los cuales versa mi discurso, que son los únicos a
quienes cabria denominar correctamente ‘filósofos’.
—¿Qué quieres decir?
—Aquellos que aman las audiciones y los espectáculos se deleitan con sonidos bellos o con colores y figuras bellas, y
con todo lo que se fabrica con cosas de esa índole; pero su pensamiento es incapaz de divisar la naturaleza de lo Bello
en sí y de deleitarse con ella.
—Así es, en efecto.
— En cambio, aquellos que son capaces de avanzar hasta lo Bello en sí y contemplarlo por sí mismo, ¿no son raros?
—Ciertamente.
—Pues bien; el que cree que hay cosas bellas, pero no cree en la Belleza en si ni es capaz de seguir al que conduce
hacia su conocimiento, ¿te parece que vive sonando, o despierto? Examina. ¿No consiste el sonar en que, ya sea
mientras se duerme o bien cuando se ha despertado, se toma lo semejante a algo, no por semejante, sino como aquello
a lo cual se asemeja?
—En efecto, yo dina que sonar es algo de esa índole.
—Veamos ahora el caso contrario: aquel que estima que hay algo Bello en sí, y es capaz, de mirarlo tanto como las
cosas que participan de él, sin confundirlo con las cosas que participan de él, ni a él por estas cosas participantes, ¿te
parece que vive despierto o sonando?
—Despierto, con mucho.
—¿No denominaremos correctamente al pensamiento de este, en cuanto conoce, 'conocimiento', mientras al del otro,
en cuanto opina, 'opinión'?
—Completamente de acuerdo.
—¿Y si aquel del que afirmamos que opina se encoleriza contra nosotros y arguye que no decimos la verdad? .No
tendremos que apaciguarlo y convencerlo de que se calme, ocultándole que no está sano?
—Convendrá que así lo hagamos.
—Vamos, pues, examina que hemos de responderle. ¿O prefieres que lo interroguemos, diciéndole que, si sabe algo,
no le tendremos envidia, sino que nos regocijaremos de ver que sabe algo? Pero dinos: ¿el que conoce, conoce algo o
no conoce nada? Respóndeme en lugar suyo.
—Responderé que conoce algo.
—¿Algo que es o algo que no es?
—Que es; pues, ¿cómo se podría conocer lo que no es?
—Por lo tanto, tenemos seguridad en esto, desde cualquier punto de vista que observemos: lo que es plenamente es
plenamente cognoscible, mientras que lo que no es no es cognoscible en ningún sentido.
—Con la mayor seguridad.

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—Sea. Y si algo se comporta de modo tal que es y no es, ¿no se situara entremedias de lo que es en forma pura y de
lo que no es de ningún modo?
—Entremedias.
—Por consiguiente, si el conocimiento se refiere a lo que es y la ignorancia a lo que no es, deberá indagarse que cosa
intermedia entre el conocimiento científico y la ignorancia se refiere a esto intermedio, si es que hay algo así.
—De acuerdo en esto.
—Ahora bien, ¿llamamos a algo 'opinión'?
—¡Claro!
—¿Es un poder distinto que el del conocimiento científico, o el mismo?
—Distinto.
—Así pues, la opinión corresponde a una cosa y el conocimiento científico a otra.
—Así es.
—Y al corresponder por naturaleza el conocimiento científico a lo que es, ¿no conoce como es el ente?
Pero antes me parece, más bien, que debemos distinguir algo.
—¿Qué?
—Afirmamos que los poderes son un género de cosas gracias a las cuales podemos lo que podemos nosotros y
cualquier oirá cosa que puede. Por ejemplo, cuento entre los poderes la vista y el oído, si es que comprendes la
especie a que quiero referirme.
—Sí, comprendo.
—Escucha lo que, con respecto a ellos, cae parece. No veo en los poderes, en efecto, ni color ni figura ni nada de esa
índole que hallamos en muchas otras cosas, dirigiendo la mirada a las cuales puedo distinguir por mí mismo unas de
otras. En un poder miro solo a aquello a lo cual está referido y aquello que produce, y de ese modo denomino a cada
uno de ellos 'poder', y del que está asignado a lo mismo y produce lo mismo considero que es el mismo poder, y
distinto el que está asignado a otra cosa y produce otra cosa. Y tú ¿cómo procedes?
—Del mismo modo.
—Volvamos atrás, entonces, mi excelente amigo. ¿Dices que el conocimiento científico es un poder, o en que genero
lo ubicas?
—En ese: es el más vigoroso de todos los poderes.
—¿Y la opinión es un poder o la transferiremos a otra especie?
—De ningún modo, porque aquello con lo cual podemos opinar es la opinión.
—Pero hace apenas un momento conviniste en que el conocimiento científico y la opinión no son lo mismo.
—¿Y cómo un hombre en su sano juicio admitiría que es lo mismo lo falible y lo infalible?
—Muy bien —asentí—. Es manifiesto que estamos de acuerdo en que la opinión es distinta del conocimiento
científico.
—Sí, distinta.
—Por consiguiente, cada una de estas cosas, por tener un poder distinto, está asignada por naturaleza a algo distinto.
—Necesariamente.
—Y tal vez el conocimiento científico está por naturaleza asignado al ente, de modo que conozca como es.
—Sí.
—La opinión, en cambio, decimos que opina.
—Así es.
—¿Y conoce lo mismo que el conocimiento científico? ¿Y lo mismo será cognoscible y opinable, o es imposible
esto?
—Es imposible —respondió Glaucón—, dado lo que hemos convenido. Si un distinto poder corresponde por
naturaleza a un objeto distinto, y ambos, opinión y conocimiento científico, son poderes, pero cada uno distinto del
otro, como decimos, de allí resulta que no hay lugar a que lo cognoscible y lo opinable sean lo mismo.
—Por lo tamo, si lo que es es cognoscible, lo opinable será algo distinto de lo que es.
—Distinto, en efecto.
—¿Se opina entonces sobre lo que no es, o es imposible opinar sobre lo que no es? Reflexiona: aquel que opina tiene
una opinión sobre algo. ¿O acaso es posible opinar sin opinar sobre nada?
—No, es imposible.
—¿No es, mas bien, que el que opina opina sobre una cosa?
—Sí.
—Pero lo que no es no es algo, sino nada, si hablamos rectamente.
—Enteramente de acuerdo.
—A lo que no es hemos asignado necesariamente la ignorancia, y a lo que es el conocimiento.
—Y hemos procedido correctamente.
—En tal caso, no se opina sobre lo que es ni sobre lo que no es.
—No, por cieno.
—Por ende, la opinión no es ignorancia ni conocimiento.

7
Historia de la Filosofía Antigua Dra. Rosa Elvira Vargas
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—Así parece.
—¿Está entonces más allá de ambos, sobrepasando al conocimiento en claridad y a la ignorancia en oscuridad?
—Ni una cosa ni la otra.
—¿O te parece que la opinión es más oscura que el conocimiento y más clara que la ignorancia?
—Eso sí.
—¿Yace entre ambos?
—Sí.
—¿La opinión es, pues, intermedia entre uno y otro?
—Exactamente.
—¿Y no dijimos anteriormente que, si se nos aparecía algo que a la vez fuese y no fuese, una cosa de tal índole
yacería entre medio de to que puramente es y de lo que por completo no es, y ni le correspondería el conocimiento
científico ni la ignorancia, sino, como decimos, algo que parece intermedio entre la ignorancia y el conocimiento
científico?
—Correcto.
—Pero se ha mostrado que lo que llamamos 'opinión' es intermedio entre ellos.
—Ha sido mostrado.
—Nos quedaría entonces por descubrir aquello que, según parece, participa de ambos, tanto del ser como del no ser, y
a lo que no podemos denominar rectamente ni como uno ni como otro en forma pura; de modo que, si aparece,
digamos con justicia que es opinable, y asignemos las zonas extremas a los poderes extremos y las intermedias a lo
intermedio. ¿No es así?
—Sí.
—Admitido esto, podré decir que me hable y responda aquel valiente que no cree que haya algo Bello en sí, ni una
Idea de la Belleza en sí que se comporta siempre del mismo modo, sino muchas cosas bellas; aquel amante de
espectáculos que de ningún modo tolera que se le diga que existe lo Bello único, lo Justo, etc. “Excelente amigo”, le
diremos, “de estas múltiples cosas bellas, ¿hay alguna que no le parezca fea en algún sentido? ¿Y de las justas, alguna
que no te parezca injusta, y de las santas una que no le parezca profana?”.
—No, necesariamente las cosas bellas han de parecer en algún sentido feas, y así como cualquier otra de las que
preguntas.
—¿Y las múltiples cosas dobles? .Parecen meaos la mitad que el doble?
—No.
—Y de las cosas grandes y las pequeñas, las livianas y las pesadas, .las denominaremos con estos nombres que
enunciamos más que con los contrarios?
—No, cada una contiene siempre a ambos opuestos.
—¿Y cada una de estas multiplicidades es lo que se dice que es mas bien que no es?
—Esto —señaló Glaucón— se parece a los juegos de palabras con doble sentido que se hacen en los banquetes, y a la
adivinanza infantil del eunuco y del tiro al murciélago, en que se da a adivinar con que le tira y sobre qué está
posando. Estas cosas también se pueden interpretar en doble sentido, y no es posible concebirlas con firmeza como
siendo ni como no siendo, ni ambas a la vez o ninguna de ellas.
—¿Sabes entonces qué hacer con tales cosas —pregunté—, o las ubicarás en un sitio mejor que entre la realidad y el
no ser? En efecto, ni aparecerán sin duda más oscuras que el no ser como para no ser menos aún, ni más luminosas
que el ser como para ser mas aun.
—Es muy cierto.
—Por consiguiente, hemos descubierto que las múltiples creencias de la multitud acerca de lo bello y demás cosas
están como rodando en un terreno intermedio entre lo que no es y lo que es en forma pura.
—Lo hemos descubierto.
—Pero hemos convenido anteriormente en que, si aparecía algo de esa índole, no se debería decir que es cognoscible
sino opinable y, vagando en territorio intermedio, es detectable por el poder intermedio.
—Lo hemos convenido.
—En tal caso, de aquellos que contemplan las múltiples cosas bellas, pero no ven lo Bello en sí ni son capaces de
seguir a otro que los conduzca hacia él, o ven múltiples cosas justas pero no lo Justo en sí, así con todo, diremos que
opinan acerca de todo pero no conocen nada de aquello sobre lo que opinan.
— Necesariamente.
—¿Qué diremos, en cambio, de los que contemplan las cosas en sí y que se comportan siempre del mismo modo, sino
que conocen, y que no opinan?
—También es necesario esto.
—¿Y no añadiremos que estos dan la bienvenida y 4ao<j aman aquellas cosas de las cuales hay conocimiento y
aquellos las cosas de las que hay opinión? .O no nos acordamos de que decíamos que tales hombres aman y
contemplan bellos sonidos, colores, etc. pero no toleran que se considere como existente lo Bello en sí?
—Sí, lo recordaremos.

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—¿Y cometeremos una ofensa si los denominamos ‘amantes de la opinión' más bien que 'filósofos'? ¿Y se
encolerizaran mucho con nosotros si hablamos así?
—No, al menos si me hacen caso; puesto que no es licito encolerizarse con la verdad.
—Entonces ha de llamarse 'filósofos' a los que dan la bienvenida a cada una de las cosas que son en sí, y no 'amantes
de la opinión'
—Completamente de acuerdo.

PLATÓN, República VI, 504a-final (en Diálogos, IV, Madrid, Gredos, 1992, pp. 325-337)

Sócrates. —Sin duda recuerdas que, tras haber dividido el alma en tres géneros, examinamos qué es la justicia, la
moderación, la valentía y la sabiduría, lo que es cada una de ellas.
Adimanto. —Si no me acordase de eso, no sería justo que escuchara el resto.
—¿Y lo dicho antes de eso?
—¿Qué cosa?
—Decíamos que para contemplarlas lo mejor posible necesitaríamos de un circuito más largo, tras recorrer el cual se
nos aparecerían claras, aunque también podría aplicarse una demostración que se acoplara a lo ya dicho; vosotros
habéis dicho que bastaba, y las cosas que entonces dije carecieron de precisión, según me pareció, pero si os agrado
os toca decirlo a vosotros.
—A mí me pareció medidamente razonable: y también a los demás.
—Pero, mi amigo, una medida de estas cosas que abandona en algo lo real no llega a ser medidamente, pues nada
imperfecto es medida de algo. Sin embargo, a veces a algunos les parece que han alcanzado lo suficiente y que no
necesitan indagar más allá.
—Sí, con frecuencia les pasa eso a muchos por Indolencia.
—Pues precisamente eso es lo que menos conviene que suceda a un guardián del Estado y de sus leyes.
—Naturalmente.
—Entonces, amigo mío, es el circuito más largo el que debe recorrer, y no debe esforzarse menos en estudiar que en
practicar gimnasia; si no, como acabamos de decir, jamás alcanzara la meta del estudio supremo, que es el que más te
conviene.
—Pero ¿acaso —pregunto Adimanto— no son la justicia y lo demás que hemos descrito lo supremo, sino que hay
algo todavía mayor?
—Mayor, ciertamente —respondí—, Y de esas cosas mismas no debemos contemplar, como hasta ahora, un
bosquejo, sino no paramos hasta tener un cuadro acabado. ¿No sería ridículo acaso que pusiésemos todos nuestros
esfuerzos en otras cosas de escaso valor, de modo de alcanzar en ellas la mayor precisión y pureza posibles, y que no
consideráramos dignas de la máxima precisión justamente a las cosas supremas?
—Efectivamente; pero en cuanto a lo que llamas 'el estudio supremo’ y en cuanto a lo que trata, ¿te parece que
podemos dejar pasar sin preguntarte que es?
—Por cierto que no, pero también tu puedes preguntar. Por lo demás, me has oído hablar de eso no pocas veces; y
ahora, o bien no recuerdas, o bien te propones plantear cuestiones para perturbarme. Es esto más bien lo que creo,
porque con frecuencia roe has escuchado decir que la Idea del Bien es el objeto del estudio supremo, a partir de la
cual las cosas justas y todas las demás se vuelven útiles y valiosas. Y bien sabes que estoy por hablar de ello y,
además, que no lo conocemos suficientemente. Pero también sabes que, si no lo conocemos, por más que
conociéramos todas las demás cosas, sin aquello nada nos seria de valor, así como si poseemos algo sin el Bien. ¿O
crees que da ventaja poseer cualquier cosa si no es buena, y comprender todas las demás cosas sin el Bien y sin
comprender nada bello y bueno?
—¡Por Zeus que me parece que no!
—En todo caso sabes que a la mayoría le parece que el Bien es el placer, mientras a los más exquisitos la inteligencia-
—Sin duda.
—Y además, querido mío, los que piensan esto último no pueden mostrar que clase de inteligencia, y se ven forzados
a terminar por decir que es la inteligencia del bien.
—Cierto, y resulta ridículo.
—Claro, sobre todo si nos reprochan que no conocemos el bien y hablan como si a su vez lo supiesen; pues dicen que
es la inteligencia del bien, como si comprendiéramos que quieren decir cuando pronuncian la palabra 'bien'.
—Es muy verdad.
—¿Y los que definen el bien como el placer? ¿Acaso incurren menos en error que los otros? ¿No se ven forzados a
reconocer que hay placeres malos?
—Es forzoso.
—Pero en ese caso, pienso, les sucede que deben reconocer que las mismas cosas son buenas y matas. ¿No es así?
—Sí.
—También es manifiesto que hay muchas y grandes disputas en tomo a esto.
—Sin duda.

9
Historia de la Filosofía Antigua Dra. Rosa Elvira Vargas
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—Ahora bien, es patente que, respecto de las cosas justas y bellas, muchos se atienen a las apariencias y, aunque no
sean justas ni bellas, actúan y las adquieren como si Jo fueran; respecto de las cosas buenas, en cambio, nadie se
conforma con poseer apariencias, sino que buscan cosas reales y rechazan las que solo parecen buenas.
—Así es.
—Veamos. Lo que toda alma persigue y por lo cual hace todo, adivinando que existe, pero sumida en dificultades
frente a eso y sin poder captar suficientemente que es, ni recurrir a una sólida creencia como sucede respecto de otras
cosas —que es lo que hace perder lo que puede haber en ellas de ventajoso—; algo de esta índole y magnitud,
¿diremos que debe permanecer en tinieblas para aquellos que son los mejores en el Estado y con los cuales hemos de
Llevar a cabo nuestros intentos?
—Ni en lo más mínimo.
—Pienso, en todo caso, que, si se desconoce en qué sentido las cosas justas y bellas del Estado son buenas, no sirve
de mucho tener un guardián que ignore esto en ellas; y presiento que nadie conocerá adecuadamente las cosas justas y
bellas antes de conocer en qué sentido son buenas.
—Presientes bien.
—Pues entonces nuestro Estado estará perfectamente organizado, si el guardián que lo vigila es alguien que posee el
conocimiento de estas cosas.
—Forzosamente. Pero tú, Sócrates, ¿qué dices que es el bien? ¿Ciencia, placer o alguna otra cosa?
—¡Hombre! Ya veo bien claro que no te contentaras con lo que opinen otros acerca de eso.
—Es que no me parece correcto, Sócrates, que haya que atenerse a las opiniones de otros y no a las de uno, tras
haberse ocupado tanto tiempo de esas cosas.
—Pero ¿es que acaso te parece correcto decir acerca de ellas, como si se supiese, algo que no se sabe?
—Como si se supiera, de ningún modo, pero si como quien está dispuesto a exponer, como su pensamiento, aquello
que piensa.
—Pues bien —dije—. ¿No percibes que las opiniones sin ciencia son todas lamentables? En el mejor de los casos,
ciegas. ¿O te parece que los ciegos que hacen correctamente su camino se diferencian en algo de los que tienen
opiniones verdaderas sin inteligencia?
—En nada.
—¿Quieres acaso contemplar cosas lamentables, ciegas y tortuosas, en lugar de oírlas de otros claras y bellas?
— ¡Por Zeus! —exclamó Glaucón—. No te retires, Sócrates, como si ya estuvieras al final. Pues nosotros estaremos
satisfechos si, del modo en que discurriste acerca de la justicia, la moderación y lo demás, así discurres acerca del
bien.
—Por mi parte, yo también estaré más que satisfecho. Pero rae temo que no sea capaz y que, por entusiasmarme, me
desacredite y haga el ridículo. Pero dejemos por ahora, dichosos amigos, lo que es en sí mismo el Bien; pues me
parece demasiado como para que a el presente impulso permita en este momento alcanzar lo que juzgo de él. En
cuanto a lo que parece un vástago del Bien y lo que más se le asemeja, en cambio, estoy dispuesto a hablar, si os
place a vosotros; si no, dejamos la cuestión.
—Habla, entonces, y nos debes para otra oportunidad el relato acerca del padre.
—Ojala que yo pueda pagarlo y vosotros recibirlo; y no solo los intereses, como ahora; por ahora recibid esta criatura
y vástago del Bien en sí. Cuidaos que no os engañe involuntariamente de algún modo rindiéndoos cuenta fraudulenta
del interés.
—Nos cuidaremos cuanto podamos; pero tú limítate a hablar.
—Para eso debo estar de acuerdo con vosotros y recordaros lo que he dicho antes y a menudo hemos hablado en otras
oportunidades.
—¿Sobre qué?
—Que hay muchas cosas bellas, muchas buenas, y así, con cada multiplicidad, decimos que existe y la distinguimos
con el lenguaje.
—Lo decimos, en efecto.
—También afirmamos que hay algo Bello en sí y Bueno en sí y, análogamente, respecto de todas aquellas cosas que
postulábamos como múltiples; a la inversa, a su vez postulamos cada multiplicidad como siendo una unidad, de
acuerdo con una Idea única, y denominamos a cada una ‘lο que es’.
—Así es.
—Y de aquellas cosas decimos que son vistas pero ' no pensadas, mientras que por su parte, las Ideas son pensadas,
mas no vistas.
—Indudablemente.
—Ahora bien, ¿por medio de que vemos las cosas visibles?
—Por medio de la vista.
—En efecto, y por medio del oído las audibles, y por medio de las demás percepciones todas las cosas perceptibles.
¿No es asi?
—Sí.

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—Pues bien, ¿has advenido que el artesano de las percepciones modelo mucho más perfectamente la facultad de ver y
de ser visto?
—En realidad, no.
—Examina lo siguiente: ¿hay algo de otro género que el oído necesita para oír y la voz para ser oída, de modo que, si
este tercer género no se hace presente, uno no oirá y la otra no se oirá?
—No, nada.
—Tampoco necesitan de algo de esa índole muchos otros poderes, pienso, por no decir ninguno. ¿O puedes decir
alguno?
—No, por cieno.
—Pero, al poder de ver y de ser visto, ¿no piensas que le falta algo?
—¿Qué cosa?
—Si la vista está presente en los ojos y lista para que se use de ella, y el color está presente en los objetos, pero no se
añade un tercer género que hay por naturaleza específicamente para ello, bien sabes que la vista no verá nada y los
colores serán invisibles.
—¿A qué te refieres?
—A lo que tú llamas 'luz'.
—Dices la verdad.
—Por consiguiente, el sentido de la vista y el poder de ser visto se hallan ligados por un vínculo de una especie nada
pequeña, de mayor estima que las demás ligazones de los sentidos, salvo que la luz no sea estimable.
—Está muy lejos de no ser estimable.
—Pues bien, ¿a cuál de los dioses que hay en el cielo atribuyes la autoría de aquello por lo cual la luz hace que la
vista vea y que las más hermosas cosas visibles sean vistas?
—Al mismo que tú y que cualquiera de los demás, ya que es evidente que preguntas por el sol.
—Y la vista, ¿no es por naturaleza en relación a este dios lo siguiente?
—¿Cómo?
—Ni la vista misma, ni aquello en lo cual se produce —lo que llamamos 'ojo'— son el sol.
—Claro que no.
—Pero es el mas afín al sol, pienso, de los órganos que conciernen a los sentidos,
—Con mucho.
—Y la facultad que posee, ¿no es algo así como un fluido que le es dispensado por el sol?
—Ciertamente.
—En tal caso, el sol no es la vista pero, al ser su causa, es visto por ella misma.
—Así es.
—Entonces ya podéis decir que entendía yo por el vástago del Bien, al que el Bien ha engendrado análogo a sí
mismo. De este modo, lo que en el ámbito inteligible es el Bien respecto de la inteligencia y de lo que se intelige, esto
es el sol en el ámbito visible respecto de la vista y de lo que se ve.
—¿Cómo? Explícate,
—Bien sabes que los ojos, cuando se los vuelve sobre objetos cuyos colores no están ya iluminados por la luz del día
sino por el resplandor de la luna, ven débilmente, como si no tuvieran claridad en la vista.
—Efectivamente.
—Pero cuando el sol brilla sobre ellos, ven nítidamente, y parece como si estos mismos ojos tuvieran la claridad,
—Sin duda.
—Del mismo modo piensa así lo que corresponde al alma: cuando fija su mirada en objetos sobre los cuales brilla la
verdad y lo que es, intelige, conoce y parece tener inteligencia; pero cuando se vuelve hacia lo sumergido en la
oscuridad, que nace y perece, entonces opina y percibe débilmente con opiniones que la hacen ir de aquí para allá, y
da la impresión de no tener inteligencia.
—Eso parece, en efecto.
—Entonces, lo que aporta la verdad a las cosas cognoscibles y otorga al que conoce el poder de conocer, puedes decir
que es la Idea del Bien. Y por ser causa de la ciencia y de la verdad, concíbela como cognoscible; y aun siendo bellos
tanto el conocimiento como la verdad, si estimamos correctamente el asunto, tendremos a la Idea del Bien por algo
distinto y más bello por ellas. Y así como dijimos que era correcto tomar a la luz y a la vista por afines al sol pero que
sería erróneo creer que son el sol, análogamente ahora es correcto pensar que ambas cosas, la verdad y la ciencia, son
afines al Bien, pero sería equivocado creer que una u otra fueran el Bien, ya que la condición del Bien es mucho más
digna de estima.
—Hablas de una belleza extraordinaria, puesto que produce la ciencia y la verdad, y además está por encima de ellas
en cuanto a hermosura. Sin duda, no te refieres al placer.
—¡Dios nos libre! Más bien prosigue examinando nuestra comparación.
—¿De qué modo?
—Pienso que puedes decir que el sol no solo aporta a lo que se ve la propiedad de ser visto, sino tambien la genesis,
el crecimiento y la nutrición, sin ser él mismo génesis.

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—Claro que no.


—Y así dirás que a las cosas cognoscibles les viene del Bien no solo el ser conocidas, sino también de él les llega el
existir y la esencia, aunque el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad
y a potencia.
Y Glaucón se echó a reír:
—¡Por Apolo!, exclamo. ¡Que elevación demoniaca!
—Tu eres culpable —replique—, pues me has forzado a decir lo que pensaba sobre ello.
—Está bien; de ningún modo te detengas, sino prosigue explicando la similitud respecto del sol, si es que te queda
algo por decir.
—Bueno, es mucho lo que queda.
—Entonces no dejes de lado ni lo más mínimo.
—Me temo que voy a dejar mucho de lado; no obstante, no omitiré lo que en este momento me sea posible.
—No, por favor.
—Piensa entonces, como decíamos, cuales son los dos que reinan: uno, el del género y ámbito inteligibles; otro, el del
visible, y no digo 'el del cielo’ para que no creas que hago juego de palabras. ¿Captas estas dos especies, la visible y
la inteligible?
—Las capto.
—Torna ahora una línea dividida en dos partes desiguales; divide nuevamente cada sección según la misma
proporción, la del genero de lo que se ve y otra la del que se intelige, y tendrás distinta oscuridad y claridad relativas;
así tenemos primeramente, en el género de lo que se ve, una sección de imágenes. Llamo 'imágenes' en primer lugar a
las sombras, luego a los reflejos en el agua y en todas las cosas que, por su constitución, son densas, lisas y brillantes,
y a todo lo de esa índole. ¿Te das cuenta?
—Me doy cuenta.
—Pon ahora la otra sección de la que esta ofrece imágenes, a la que corresponden los animales que viven en nuestro
derredor, así como todo lo que crece, y también el género integro de cosas fabricadas por el hombre.
—Pongámoslo.
—¿Estás dispuesto a declarar que la línea ha quedado dividida, en cuanto a su verdad y no verdad, de modo tal que lo
opinable es a lo cognoscible como la copia es a aquello de lo que es copiado?
—Estoy muy dispuesto.
—Ahora examina si no hay que dividir también la sección de lo inteligible.
—¿De qué modo?
—De este. Por un lado, en la primera parte de ella, el alma, sirviéndose de las cosas antes imitadas como si fueran
imágenes, se ve forzada a indagar a partir de supuestos, marchando no hasta un principio sino hacia una conclusión.
Por otro lado, en la segunda parte, avanza hasta un principio no supuesto, partiendo de un supuesto y sin recurrir a
imágenes —a diferencia del otro caso—, efectuando el camino con Ideas mismas y por medio de Ideas.
—No he aprehendido suficientemente esto que dices.
—Pues veamos nuevamente; será más fácil que entiendas si te digo esto antes. Creo que sabes que los que se ocupan
de geometría y de cálculo suponen lo impar y lo par, las figuras y tres clases de ángulos y cosas afines, según lo que
investigan en cada caso. Como si las conocieran, las adoptan como supuestos, y de ahí en adelante no estiman que
deban dar cuenta de ellas ni a sí mismos ni a otros, como si fueran evidentes a cualquiera; antes bien, partiendo de
ellas atraviesan el resto de modo consecuente, para concluir en aquello que proponían al examen.
—Sí, esto lo sé.
—Sabes, por consiguiente, que se sirven de figuras visibles y hacen discursos acerca de ellas, aunque no pensando en
estas sino en aquellas cosas a las cuales estas se parecen, discurriendo en vista al Cuadrado en sí y a la Diagonal en sí,
y no en vista de la que dibujan, y así con lo demás. De las cosas mismas que configuran y dibujan hay sombras e
imágenes en el agua, y de estas cosas que dibujan se sirven como imágenes, buscando divisar aquellas cosas en sí que
no podrían divisar de otro modo que con el pensamiento.
—Dices verdad.
—A esto me refería como la especie inteligible. Pero en esta su primera sección, el alma se ve forzada a servirse de
supuestos en su búsqueda, sin avanzar hacia un principio, por no poder remontarse más allá de los supuestos. Y para
eso usa como imágenes a los objetos que abajo eran imitados, y que habían sido conjeturados y estimados como
claros respecto de los que eran sus imitaciones.
—Comprendo que te refieres a la geometría y a las artes afines.
—Comprende entonces la otra sección de lo inteligible, cuando afirmo que en ella la razón misma aprehende, por
medio de la facultad dialéctica, y hace de los supuestos no principios sino realmente supuestos, que son como
peldaños y trampolines hasta el principio del iodo, que es no supuesto, y, tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas
que de él dependen, desciende hasta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de Ideas, a través de
Ideas y en dirección a Ideas, hasta concluir en Ideas.
—Comprendo, aunque no suficientemente, ya que creo que tienes en mente una tarea enorme: quieres distinguir lo
que de lo real e inteligible es estudiado por la ciencia dialéctica, estableciendo que es más claro que lo estudiado por

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las llamadas ‘artes’, para las cuales los supuestos son principios. Y los que los estudian se ven forzados a estudiarlos
por medio del pensamiento discursivo, aunque no por los sentidos. Pero a raíz de no hacer el examen avanzando hacia
un principio sino d a partir de supuestos, ce parece que no poseen inteligencia acerca de ellos, aunque sean
inteligibles junto a un principio. Y creo que llamas 'pensamiento discursivo’ al estado mental de los geómetras y
similares, pero no 'inteligencia'; como si el 'pensamiento discursivo’ fuera algo intermedio entre la opinión y la
inteligencia.
—Entendiste perfectamente. Y ahora aplica a las cuatro secciones estas cuatro afecciones que se generan en el alma;
inteligencia, a la suprema; pensamiento discursivo, a la segunda; a la tercera asigna la creencia y a la cuarta la
conjetura; y ordénalas proporcionadamente, considerando que cuanto más participen de la verdad tanto más
participan de la claridad.
—Entiendo, y estoy de acuerdo en ordenarlas como dices.

PLATÓN, República VII, 514a-517c (en Diálogos, IV, Madrid, Gredos, 1992, pp. 337-342)

Sócrates.—Después de eso —proseguí— compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de


educación con una experiencia como esta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que
tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello
encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar
en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y
los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo
que los titiriteros levantan delante del público para mostrar por encima del biombo, los muñecos.
Glaucón.—Me lo imagino.
—Imagínate ahora que del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de
hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros
callan.
—Extraña comparación haces y extraños son esos prisioneros.
—Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que
las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a si?
—Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.
—¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique?
—Indudablemente.
—Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que
ellos ven?
—Necesariamente.
—Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a si, y alguno de los que pasan del otro lado del
tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?
—¡Por Zeus que sí!
—¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados?
—Es de toda necesidad.
—Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si
naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y
marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir
aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto
antes eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira
correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado de tabique y se le obligara a
contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerara que las cosas que
antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?
—Mucho más verdaderas.
—Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia
aquellas cosas que podía percibir, por considerar que estas son realmente más claras que las que se le muestran?
—Así es.
—Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol,
¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le
impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?
—Por cierto, al menos inmediatamente.
—Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar miraría con mayor
facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los
hombres y los objetos mismos. A continuación contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo b mismo,
mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol,

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Historia de la Filosofía Antigua Dra. Rosa Elvira Vargas
Universidad Antonio Ruiz de Montoya

—Sin duda.
—Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino
contemplarlo como es en sí y por si, en su propio ámbito.
—Necesariamente.
—Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los anos y que gobierna
todo en el ámbito visible y que de algún modo c es causa de las cosas que ellos habían visto.
—Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.
—Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allá y de sus entonces compañeros de
cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?
—Por cierto.
—Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor
agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles
habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a
pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y que envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquellos? ¿O
más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre
o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?
—Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.
—Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las
tinieblas, al llegar repentinamente del sol?
—Sin duda.
—Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en
todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran
en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se
había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y
conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?
—Seguramente.
—Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar integra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho,
comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada-prisión, y la luz del fuego que hay en ella
con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma
hacia el ámbito inteligible, y no te equivocaras en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios
sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al
final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas
rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la lux y al señor de esta, y que en el ámbito inteligible es
señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con
sabiduría tanto en lo privado como en lo público.
—Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.

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