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En tiempos del rey Luis vivía en Francia un pobre malabarista, oriundo de Compiégne,

llamado Bernabé, que iba de ciudad en ciudad mostrando su fuerza y su destreza.

En los días soleados desenrollaba una vieja y raída alfombra en la plaza pública, y
repitiendo el jovial discurso que había aprendido de un viejo malabarista, y que nunca
variaba en lo absoluto, reunía a niños y curiosos, adoptaba posiciones extraordinarias y se
colocaba en equilibrio un plato de hojalata en la punta de la nariz. Al principio la multitud
fingía indiferencia.

Pero cuando se apoyaba en las manos, la cara hacia abajo, arrojaba al aire seis pelotas de
cobre que titilaban al sol, y las atajaba con los pies; o cuando se arrojaba hacia atrás hasta
juntar los talones con la nuca, dando a su cuerpo la forma de una rueda perfecta, y en esta
postura hacía juegos malabares con una docena de cuchillos, los espectadores
murmuraban de admiración, y las monedas llovían sobre la alfombra.

No obstante, como la mayoría de quienes viven de su ingenio, Bernabé tenía grandes


problemas para ganarse la vida, pues las penalidades parecían haberse convertido en
compañeras inseparables.

La luz del día y el calor del sol eran esenciales para poder representar sus brillantes actos, y
siendo el tiempo tan variable no podía trabajar con tanta constancia como hubiera querido.
En invierno él no era más que un árbol despojado de sus hojas, como si estuviera muerto.
El terreno escarchado era duro para el malabarista, pues dificultaba enormemente su
traslado de un lugar a otro, de modo que la temporada inclemente le hacía padecer frío y
hambre. Pero, siendo de naturaleza sencilla, sobrellevaba sus males con paciencia.

Nunca había meditado sobre el origen de la riqueza, ni sobre la desigualdad de la condición


humana. Creía firmemente qué si su vida era difícil, sus años futuros equilibrarían las
cosas, y esta esperanza lo sostenía. No era como esos sujetos inescrupulosos que venden el
alma al diablo. Nunca blasfemaba con el nombre de Dios; vivía virtuosamente, y aunque no
tenía mujer propia, no codiciaba la mujer del prójimo. En verdad, su naturaleza no era
muy propensa a los placeres carnales, y para él era mayor privación renunciar a la copa que
a la doncella que la llevaba, pues aunque no carecía de sobriedad, le gustaba beber cuando
llegaba el tiempo cálido. Era un hombre digno y temeroso de Dios, y era muy devoto de la
Santa Virgen.

Al entrar en la iglesia, siempre se arrodillaba ante la imagen de la Madre de Dios, y le


ofrecía esta plegaria: "Señora bendita, cuida de mi vida hasta que a Dios le complazca que
yo muera, y cuando esté muerto, asegúrame la posesión de las alegrías del paraíso".

Una noche, después de un día lluvioso y sombrío, mientras el triste y encorvado Bernabé
seguía su camino, llevando bajo el brazo sus pelotas y cuchillos envueltos en la vieja
alfombra, buscando un cobertizo donde pudiera dormir, aunque no pudiera comer, vio a
un monje que iba en la misma dirección y lo saludó en forma amable. Y como caminaban a
la misma velocidad, se pusieron a conversar.

–Compañero de viaje –dijo el monje–, ¿por qué estás todo vestido de verde?¿será para
hacer el papel de bufón en alguna representación religiosa?
–En absoluto, padre –repuso el otro–. Me llamo Bernabé, y soy malabarista de vocación.
No podría haber vocación más agradable en el mundo, si siempre uno se ganara el pan
cotidiano.

–Amigo Bernabé –respondió el monje–, ten cuidado con lo que dices. No hay ocupación
más agradable que la vida monástica. Los que se dedican a ella se ocupan de alabar a Dios,
a la Santa Virgen y a los santos, y la vida religiosa es un himno incesante al Señor.

–Buen padre –dijo Bernabé–, sé que hablé como un hombre ignorante. Tu ocupación no
puede compararse con la mía, y aunque puede haber cierto mérito en bailar con una
moneda haciendo equilibrio sobre una vara en la punta de la nariz, no es mérito que pueda
compararse con el tuyo. Con gusto, buen padre, yo cantaría mi oficio día a día,
especialmente el oficio de la Santísima Virgen, a quien he jurado singular devoción. Con tal
de abrazar la vida monástica, abandonaría con gusto el arte por el cual soy célebre en más
de seiscientos pueblos y aldeas, desde Soissons hasta Beauvais.

El monje quedó conmovido por la sencillez del malabarista, y como no carecía de


discernimiento, reconoció en Bernabé a uno de esos hombres de quienes se dice en las
Escrituras: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Y por ello respondió:

–Amigo Bernabé, ven conmigo y haré que te admitan en el monasterio donde soy prior. El
que guió a Santa María de Egipto por el desierto me puso en tu camino para guiarte por la
senda de la salvación.

Y así fue como Bernabé se metió a monje. En el monasterio donde lo recibieron, los
religiosos competían por la adoración de la Virgen María, y en honor de ella empleaban
todos los conocimientos y destrezas que Dios les había dado.

Por su parte, el prior escribía libros que versaban, siguiendo las normas de la escolástica,
sobre las virtudes de la Madre de Dios.

El hermano Mauricio, con mano diestra, copiaba estos tratados en hojas de pergamino. El
hermano Alejandro adornaba las hojas con delicadas pinturas en miniatura. Allí aparecía
la Reina del Cielo sentada en el trono de Salomón, y cuatro leones yacían a sus pies. Y en
torno del nimbo que le aureolaba la cabeza revoloteaban siete palomas, que son los siete
dones del Espíritu Santo, los dones del Temor de Dios, la Piedad, el Conocimiento, la
Fortaleza, el Consejo, la Comprensión y la Sabiduría. La acompañaban seis vírgenes de
cabello dorado, a saber, Humildad, Prudencia, Reclusión, Sumisión, Castidad y
Obediencia. A sus pies había dos figuras desnudas y blancas en actitud de súplica. Eran
almas que imploraban su todopoderosa intercesión, y podemos estar seguros de que no
imploraban en vano.

En una página enfrentada, el hermano Alejandro representó a Eva, de modo que al mismo
tiempo uno veía la Caída y la Redención: Eva, la Esposa degradada, y María, la Virgen
exaltada. Más aún, para maravilla del observador, este libro contenía representaciones del
Pozo de Aguas Vivas: la Fuente, el Lirio, la Luna, el Sol y el Jardín de que nos habla el
Cantar de los Cantares, la puerta del Cielo y la Ciudad de Dios, y todas estas cosas eran
símbolo de la Santa Virgen.

De igual manera, el hermano Marbode era uno de los más afectuosos hijos de María.
Pasaba todos sus días tallando imágenes en piedra, de modo que tenía la barba, las cejas y
el cabello blancos de polvo, y los ojos continuamente hinchados y llorosos, pero su fuerza y
su jovialidad no menguaban, aunque ya tenía muchos años. Era evidente que la reina del
Paraíso aún cuidaba de su sirviente en su vejez. Marbode la representaba sentada en su
trono, la frente ceñida por una aureola esférica incrustada de perlas. Y cuidaba de que sus
pliegues del vestido le cubrieran los pies, pues el profeta declaraba: Mi amada es como un
jardín amurallado. A veces también la pintaba semejante a una niña llena de gracia, como
si dijera: "Tú eres mi Dios, aun desde el vientre de mi madre".

En el priorato también había poetas que componían himnos en latín, tanto en prosa como
en verso, en honor de la Virgen María, y entre ellos había un hermano de Picardía que
cantaba los milagros de Nuestra Señora en versos rimados y en lengua vulgar.

Siendo testigo de estas fervientes alabanzas y de la gloriosa cosecha de estas labores,


Bernabé lamentaba su ignorancia y rusticidad. "Ay" suspiraba, mientras emprendía su
paseo solitario por el desnudo jardín del monasterio, "desdichado de mí, que soy incapaz,
como mis hermanos, de alabar a la Santa Madre de Dios, a quien he jurado todo el afecto
de mi corazón. Ay, soy sólo un hombre tosco que desconoce las artes, y no puede ofrecerte,
bendita Señora, sermones edificantes, ni tratados ordenados según las normas, ni
ingeniosas pinturas, ni estatuas esculpidas con verosimilitud, ni versos cuyo ritmo se
compare al andar de los pies. ¡No poseo, ay, ningún talento!".

Así se lamentaba y se entregaba a la pena. Pero una noche, cuando los monjes pasaban su
hora de libertad en conversación, oyó que uno de ellos contaba la historia de un religioso
que sólo sabía repetir el Ave María. Ese pobre hombre era despreciado por su ignorancia,
pero después de su muerte salieron de su boca cinco rosas en honor de las cinco letras del
nombre María, y así fue manifiesta su santidad.

Mientras escuchaba esta historia, Bernabé se maravilló una vez más de la bondad de la
Virgen, pero la lección de esa muerte bendita no bastó para consolarlo, pues su corazón
rebosaba de fervor y ansiaba celebrar la gloria de Nuestra Señora que está en los cielos.

No hallaba la manera de lograrlo, y cada día estaba más abatido, hasta que una mañana se
despertó lleno de alegría, fue a la capilla y permaneció solo allí por más de una hora.
Después de la cena regresó nuevamente a la capilla.

Y, a partir de ese momento, iba diariamente a la capilla, en las horas en que estaba
desierta, y pasaba allí gran parte del tiempo que los otros monjes consagraban a las artes
liberales y mecánicas. Su tristeza se disipó y dejó de lamentarse. Pero esa extraña conducta
despertó la curiosidad de los monjes.

Comenzaron a preguntarse con qué propósito el hermano Bernabé se retiraba tan


frecuentemente. El prior, cuyo deber es no permitir que nada se le escape en la conducta de
sus hijos, resolvió vigilar a Bernabé cuando se iba a la capilla. Y un día, pues, cuando
estaba encerrado allí según su costumbre, el prior, acompañado por dos monjes ancianos,
fue a espiar a través de las hendijas de la puerta lo que sucedía dentro de la capilla.

Vieron a Bernabé ante el altar de la Santa Virgen, cabeza abajo, los pies en el aire, haciendo
malabares con seis pelotas de cobre y doce cuchillos. En honor de la santa Madre de Dios
realizaba esos actos, que antes le habían ganado renombre. Sin comprender que ese
sencillo sujeto ponía así sus conocimientos y habilidades al servicio de la Santa Virgen, los
dos monjes más viejos protestaron contra el sacrilegio.

El prior sabía que el alma de Bernabé era pura, pero llegó a la conclusión de que era presa
de la locura. Los tres se disponían a sacarlo de la capilla cuando vieron que la Virgen María
bajaba la escalinata del altar y avanzaba para enjuagar con un pliegue de su túnica azul el
sudor que bañaba la frente del malabarista.

Y el prior, cayendo de bruces en el suelo, pronunció estas palabras: –Benditos sean los
simples de corazón, pues ellos verán a Dios.

–Amén –respondieron los viejos monjes, y besaron el suelo.

France, Anatole
Le juglar de Notre Dame
Francia (1892)

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