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Los estudios sobre la neurobiología de las emociones han marcado la pauta para el inicio
de la neurociencia afectiva y su razón de ser, el entendimiento del complejo proceso
emocional del ser humano (Davidson, 2012). Esto ha permitido situar a las emociones y
su impacto en el desarrollo de todo ser humano, entendiendo que los aspectos cognitivos
y emocionales se encuentran en una continua interdependencia e interacción y que las
emociones impactan e influyen significativamente en la motivación, en el aprendizaje, en
los sistemas de memoria, en la toma de decisiones, en las formas de pensamiento, en el
razonamiento, entre otras.
Las emociones están presentes a lo largo del ciclo de vida de un ser humano, algunas de
ellas ya se encuentran activas desde el nacimiento (primarias y básicas) como la alegría,
tristeza, asco, cólera, sorpresa y miedo. Mientras que otras se van adquiriendo en un
proceso continuo de aprendizaje y aculturación (sociales y secundarias) como la culpa,
vergüenza, orgullo, ansiedad, entre otras. Pero todas cumplen una función determinada y
son funcionales en determinadas condiciones, lo que hay que modular es la intensidad y
la duración de las mismas para que cumplan con la función adaptativa que las caracteriza.
Desde esa perspectiva entendemos a las emociones como los mecanismos que utiliza el
cerebro para actuar bajo una situación de emergencia o beneficio. Son reales, no están
separadas del cuerpo y motivan a una conducta específica (Campos, 2006). Pueden
activarse por estímulos externos (ver a otra persona emocionarse, hablar de una emoción,
reaccionar ante un estímulo del ambiente) como por factores internos como recuerdos,
pensamientos e imaginación (Ekman, 2004) Son de corta duración y poseen respuestas
fisiológicas y conductuales múltiples y coordinadas en el mismo organismo (Damasio,
2011)
Entonces, de las múltiples funciones que cumplen las emociones en la vida del ser
humano se puede mencionar, a manera general, que son adaptativas a las exigencias del
medio ambiente, motivacionales a conductas específicas y sociales al potenciar y dirigir
las relaciones con los demás.
Además de ello, las emociones tienen como componentes inherentes a estas funciones a
los factores neurofisiológicos como procesos involuntarios que incluyen los cambios en el
tono muscular, la respiración, las secreciones hormonales y la presión sanguínea.
También se encuentran las variaciones en la reactividad eléctrica de la piel, los cambios
neuroendocrinos y en la actividad cerebral. Todas estas modificaciones involucran al
sistema nervioso central y periférico, al autónomo, endocrino e inmunológico.
Otro componente es el cognitivo que tiene que ver con el procesamiento de información y
cómo de manera consciente e inconsciente las emociones influyen explícita e
implícitamente en la cognición y viceversa. Por último está el conductual, constituido por
expresiones faciales, movimientos corporales, tono, volumen y ritmo de voz, que
determinan las conductas distintivas de las emociones y que son de especial utilidad
comunicativa entre los individuos (Ekman, 2004).
De esta manera se plantea que existen dos circuitos para el procesamiento y respuesta
emocional relacionados a la amígdala, el subcortical o directo que va del tálamo a la
amígdala y el cortical o indirecto que va del tálamo a diversas áreas corticales y después
a la amígdala (Sánchez-Navarro, 2004)
Por su parte el circuito cortical posee conexiones con múltiples circuitos nerviosos y por
ello es menos rápido y más complejo. Su actividad es consciente, precisa, reflexiva y
analizada. Procesa representaciones sensoriales más exactas y detalladas. Su función
principal es controlar y modular la reacción emocional del circuito subcortical (LeDoux,
1999). Diversos estudios han demostrado que la corteza prefrontal envía señales
inhibitorias a la amígdala, lo cual genera la disminución en la respuesta de ésta y la
posibilidad de recuperar el estado de calma y homeostasis (Davidson, 2004).
Es muy interesante saber que las conexiones entre estos circuitos son de doble vía y por
ello funcionan de manera interconectada y se retroalimentan permanentemente. También
se conoce que los axones que van desde las áreas subcorticales a las corticales con más
densas y numerosas que las contrarias (Adolphs, 2002). De ahí se entiende que muchas
veces sea complejo y complicado el proceso para la regulación de las emociones,
demandando un desgaste energético y consciente importante para lograrlo. Actualmente
gracias a las neuroimágenes se puede observar que cuanta mayor cantidad de sustancia
blanca (axones) exista entre la corteza prefrontal y la amígdala, mayor nivel de inhibición
y control de reacción de esta última y mejor capacidad de reevaluación cognitiva tiene una
persona (Adolphs, 2002).
Por ejemplo se ha observado que bebés desde los 42 minutos a las 72 horas de nacido
puede imitar de manera innata algunas expresiones faciales como abrir la boca y sacar la
lengua (Meltzoff y Moore, 1982, 1989 y Meltzoff y Decety, 2003). Este mimetismo es el
inicio de la interacción del bebé con las personas que lo rodean, es un recurso de
vinculación para sobrevivir y recibir cuidado. Cuando esta imitación permite la
convergencia emocional entre las personas se le denomina contagio emocional.
Entonces, reconocer las emociones e intenciones de los otros es muy necesario para
interactuar con ellos. Esto se encuentra muy ligado a la capacidad que tenemos los seres
humanos de simular automáticamente las experiencias internas de los demás, que
mediante el mimetismo y contagio emociona dan lugar a la empatía (Gazzaniga, 2012).
Goleman, D (2006) Inteligencia Social. La nueva ciencia para mejorar las relaciones
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